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Lazaro, el de Tormes

en Gays

LÁZARO, EL DE TORMES

Sabe vuestra merced, porque así os lo he referido para que lo transcribáis, que me han llamado siempre Lázaro, el de Tormes, porque mi madre, cuando lavaba ropa de ciertos mozos de caballo del comendador, en una aceña de dicho río, sintiendo los dolores del parto me parió allí mismo junto al de ese nombre, afluente del más grande Tajo, ayudada de varias comadres que efectuaban la misma labor.

Aunque mis verdaderos apellidos son los de González por mi padre, que en gloria esté, pues así prometió el propio Papa serían bienaventurados y alcanzarían el cielo los que feneciesen en defensa de Cristo, pues dejó su vida luchando en una armada contra los moros para rescatar los sagrados lugares y Pérez por mi madre, que creo vive ahora felizmente, si no ha muerto en mi ausencia, con mi irredento negro padrastro y con un hermanito de chocolate que nació de su ayuntamiento.

Conozca vuestra merced que mi primer amo y el más conocido, fue el ciego de las canciones, encantamientos y toda clase de pócimas y consejos cobrados, que medio engañó a la que me trajo al mundo, a la que prometió, cuando me puso a servir a sus órdenes, darme cobijo, comida y enseñanza. Cobijo no lo tuve nunca, solo las estrellas me cubrieron por las noches, comida algunas veces, aunque poca, pero de la enseñanza no me puedo quejar, pues fue muy completa, porque a base de puñadas, golpes y garrotazos, que me llenaron muchas veces la cabeza de tolondrones, enseñóme mi amo ciego, todos los trucos que conocía, que eran muchos, que no oiréis me queje porque luego me han servido en el correr de la vida, para defenderme del resto de los amos que tuve y resolver problemas muy serios que encontré a lo largo de mi difícil existencia.

Conté a vuestra excelencia todas las aventuras y desventuras que me acontecieron con el ciego, que habéis prometido plasmar en vuestro libro, que me decís se titulará "EL LAZARILLO DE TORMES". De ese amo huí cansado de su carácter agrio, mal trato y desapego, vengándome antes de marchar haciéndole saltar un riachuelo por el lugar que elegí, de manera que dio, como un carnero encelado, con su testa sobre el pilar de piedra que hacía de sostén del puente, que no le dije existía, después de hacerle creer que por allí angostaba el arroyo y era el mejor sitio para trasvasar saltando a la otra orilla.

Mientras los que le oyeron gritar de dolor le atendían del descalabro que el golpe había originado en su cabeza, tomé camino hasta Torrijos, donde sabía no le conocían y me obligase la autoridad volver con él.

Narré también a vuestra señoría, la estancia en casa del sacerdote de Maqueda, que si mucha hambre pasé con el ciego, más me aconteció pasar con éste, que me alimentó los ocho meses que con él aguanté sin marcharme, pensando que el siguiente amo, por deducción, me tocaría ser aun peor, con una cebolla mediana cada cuatro días, sin posibilidad de afanar una suplementaría por la muy escrupulosa contabilidad, que junto a la salvaguardia de la pequeña suma de limosnas que recibía, llevaba anotadas en su devocionario, que leía en maitines y en vísperas, más que las oraciones que su condición de sacerdote le exigía.

Ya os referí por qué no estoy enterrado por flaqueza, debilidad y falta de alimento, en el pobre y medio abandonado camposanto, que junto a la capilla había, en aquel lugar, perdido de de la mano del Hacedor, de la Tierra de Campos.

En la comarca, en la que mi amo el clérigo decía las misas, rosarios y oraciones, cuando alguien fallecía, era costumbre poner una mesa con algunas viandas de la cosecha, uvas secas, nueces, rosquillas caseras y hasta, según la hacienda, chorizos y torreznos de tocino, para obsequiar a los convecinos principales, que se acercaban a la casa a dar el pésame a la familia del difunto, a la vuelta del camposanto.

Yo ultimaba la visita que hacía con mi amo, quedándome retrasado, cantando latines junto al sitio donde había estado el ataúd del muerto, lugar que todos abandonaban prontamente, salía así el último para poder afanar lo que hubiera a mano y engullirlo rápidamente, porque cuando mi señor, del que solo recibí buenos consejos, pero nunca comida, volvía del camposanto, de enterrar al difunto, junto a los deudos y se sentaba al frente de la mesa a manducar como representante del Señor eterno, rodeado de las personas de respeto, junto a la familia, me mandaba salir y ordenaba mientras, diera hisopazos de agua bendita a todo alrededor de la casa, más que para cristianarla y apartar la muerte del lugar como él decía a los presentes, para evitar que comiese nada porque "para que funcione bien el espíritu no debe de cargarse demasiado el cuerpo". En este caso no era cuestión de demasía sino de no comer nada.

Con la pobre cebolla asignada para mi condumio, lo que robaba en los entierros, que no era demasiado, porque tenía que ser más rápido que un gato para apuñar algo, ocurriendo además que la comarca presumía con razón de ser muy sana, porque por más que recé, Dios me perdone, para que se murieran algunos que estaban en sus últimas, eran pocos los que el Eterno llamaba. Tuve por tanto, que estudiar alguna manera de aumentar el exiguo condumio para no fenecer de inanición.

Ya os referí, como pasándome por ratón, agujereé su viejo arcaz, y por allí rallé sus panes y quesos y así resistí sin morirme de flaqueza, cualquiera de las mañanas que ayudaba a la misa de maitines, sin haber probado bocado, donde en vez de oír los asistentes a la ceremonia, las campanillas durante la consagración, escuchaban más los chillidos que daban mis vacías y abandonadas tripas.

Todo acabó, cuando aquel representante de Dios en la tierra, descubrió la llave del arcón que había hecho a escondidas y me puso en la puerta de la parroquia diciéndome "ratones que coman a cuenta de la iglesia no los quiere Dios dentro de ella".

Mi tercer amo, como narré a vuestra merced, fue un caballero venido a menos, pero tan a menos, que no solo nunca recibí comida de él, sino que tuve que salir a pedir limosna para alimentarlo aunque era su criado, cosa que había aprendido con el ciego. Aunque solo le quedase sobre sí la vieja, ajada y casi imponible ropa que portaba y el relumbrón de su apellido, para que el lustre de éste no fuese menoscabado, me obligaba a desplazarme fuera del pueblo a solicitar la caridad, para que nadie supiera de dónde venían aquellos trozos de pan duro que comíamos.

Pero lo que nunca he contado a nadie lo viví entre mi tercer y cuarto amo. Ruego a vuestra señoría lo oiga de mis labios tal como aconteció, pero que no aparezca en las crónicas que de mi vida, con manos anónimas, vais a escribir, porque no quiero que los tiempos venideros tengan una imagen del lazarillo que no sería la real, porque hasta Jesucristo puso la confesión a los creyentes, para que se rediman de sus penas, y yo quisiera ser perdonado, tanto por Dios como por los hombres, de lo que en esta etapa de mi vida aconteció.

Se trata de unos hechos que podrían perjudicar también mi reputación actual, ahora que he conseguido estabilizar mi estancia en este mísero y traidor mundo, casándome y creando una honrada familia, como siempre deseé.

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Andaba yo de puerta en puerta, con harto poco remedio por las cercanías de la palentina Frómista, que es camino de nuestro señor Santiago, donde se ubica un hospital- albergue y se venera a san Telmo, había sido atendido como peregrino, durante las tres jornadas que la ley marca se cuide de cama y comida a los necesitados que hacen la citada peregrinación y siendo preciso seguir adelante porque allí no iba a recibir mas ayuda, recorrí en una jornada unas cuarenta leguas, sin encontrar de comer en el camino, hasta la colegiata de Villasirga, donde tuve que dormir en el atrio de la iglesia, junto con otros romeros muertos también de hambre, que de verdad peregrinaban hasta la ciudad compostelana, por no haber albergue ni hospital, ni quien proporcionara alimento, sin pagar varias blancas, en aquel pueblo.

Había salido de madrugada de él, por si el siguiente poblado tenía un sitio de caridad para los que hacían la peregrinación, porque al ser la primera vez que recorría esta comarca no la conocía suficientemente y nadie me supo dar razón la distancia al siguiente lugar habitado con albergue. Deseaba llegar a tiempo de ocupar plaza de derecho a otros tres días descanso, cama y aunque fuese muy exiguo, algo de alimento, cuando quiso Dios que me topase con un hombre que llevaba agarrado con sus manos el cabezal de un rocín, más que por dirigirle en su andadura, para sujetarle por él y evitar se cayera allí mismo muerto.

Parecía que el animal iba, a los que se cruzaba, haciendo reverencias de cómo subía y bajaba su cabeza al andar. Tenía el pobre las ancas salidas, cabeza de camello, tuerto de un ojo y medio ciego del otro, a punto de cerrar los dos por vejez y que si le pusieran una guadaña, parecería la muerte de los caballos.

Al otro lado de la caballería marchaba un galán de edad parecida a la mía, que ayudaba también al pobre jamelgo a andar sin derrumbarse, sosteniéndole por la vacía albarda, que no teniendo agujeros donde apretar más su cincha, bailaba a cada paso, prometiendo girar su famélico cuerpo y ponerse boca abajo si el zagal no la llevase agarrada.

Lo que más me llamó la atención, a fuer de que la escena era suficientemente graciosa para contemplarla, fue que ambos, tanto el aldeano de la derecha del animal, como el mozo de la siniestra, eran la antítesis del esquelético bicho, pues estaban gordos, lozanos y colorados dando señal de bien alimentarse. No parecían sufrir los famélicos días que yo penaba por aquel entonces, porque mi figura, huesos y pellejo, salvando las distancias, debería parecer a ellos, la misma que el rocinante que les acompañaba, me había parecido a mí. Como leí una vez "quien hambre tiene, con pan sueña", decidí que aquel debería ser mi nuevo amo, porque parecía buen señor y el amo apropiado para mí, aunque sobre todo lo que me animó, no fue tanto contemplar la panza de él, sino la cara llena, colorada y rubicunda del mozo que le acompañaba, a todas luces un criado por la vestimenta que portaba.

Mi mirada se clavó tanto en el trío, que no pudo por menos el varón mayor que fijarse en mí, y cuando me volvió a ver en otra esquina y de nuevo en la siguiente, porque yo corría por atajos, detrás de las casas, para alcanzarlo y me observase nuevamente frente a él.

Al fin se fijó en mí, me paró y dijo.

Muchacho, si quieres venir de criado a mi hacienda, síguenos.

Como junto al hambre atrasada, todo lo que poseía lo llevaba conmigo, no tenía a nadie que me mandase o prohibiese tomar mis propias decisiones, les seguí intentando buscar donde asirme, agarrar alguna de las partes libres del rucio para ayudar a sostener la marcha del animal sin que se muriese en el camino, para congraciarme con mi nuevo amo. Supe entonces que le llevaban directamente al matadero, que si llegaba vivo el precio que recibirían sería más sustancioso que si moría en la marcha, porque además de tener que pagar un carro para el traslado, se recibiría mucho menos dinero por su carne si llegaba fenecido.

Comprobé entonces lo que un ser vivo es capaz de hacer para seguir respirando, porque aquella ruina de rocín resistió toda la caminata. Daba pena escuchar los estertores que salían de su pecho, así como contemplar los trompicones que daban sus agotados remos, más cuando parecía que su fatiga y falta de fuerza le dejarían postrado en cualquier momento, nuestra ayuda y sus ansias de vida le hacían seguir adelante. Cuando en la puerta del matadero se hizo la transacción y el dueño de la caballería cobró los maravedíes que por él le dieron, nos dimos vuelta rápidamente a su orden, para que si se moría allí mismo, no le fuese reclamada parte de lo cobrado.

Mi nuevo patrón era un tratante de ganado asnal, mular y caballar, que viajaba por toda la comarca, desde la Tierra de Campos al sur. hasta casi la ciudad de León en el norte. Tenía una vieja casa blasonada. con unos grandes corrales, que había mercado con sus ganancias de tratante, en Carrión de los Condes, pueblo castellano, lugar donde tenían su casa solariega los nobles que mancillaron a las hijas de nuestro invencible Cid Campeador, abandonándolas en el campo, atadas a árboles la misma noche de celebrarse los esponsales, después de ser vejadas y azotadas y que el que fue capaz de hacer jurar en Santa Gadea al mismo Alfonso VI, prometió y juró vengarse al conocerlo, por lo que los buscó, retó y mató por su propia mano y espada.

En aquella grande y vieja mansión, guardaba los escuálidos y trabajados animales que iba comprando por las distintas ferias o casas de labranza, donde los alimentaba hasta reponerse, si estaban de Dios que lo hicieran o vendía al matadero, si se encontraban dando las últimas bocanadas de su muy trabajada vida.

Allí nos dirigimos después de dejar la ruina que habíamos llevado a la matanza y durante la vuelta, Diego, como me dijo se llamaba el chico rubicundo que acompañaba al amo, me contó que él le servía, por contrato, desde hacía más de un año y que aunque había que pasar por hacer ciertas "cosas extrañas", la comida y el trato que recibía, era suficientemente bueno como para poder decir que era un buen amo.

Esa frase dicha de una manera cuchicheada y escondida, para que no le oyese quien iba delante de nosotros, a la vez que se ruborizaba su ya colorada tez, me dejó sumamente preocupado.

Vuestra merced habrá comprobado, que en las aventuras o desventuras que he vivido, que de todo ha habido en la viña del Señor, a lo largo del tiempo que recorrí los caminos y que le he ido narrando para que escriba el libro que me tiene prometido, no he hablado en ningún momento de algo que es también del cuerpo de los humanos y no se trata del estómago o vientre. Me refiero a las necesidades que reclama una zona que está un palmo más abajo de ellos y que por mi edad habían empezado a despertar, de una manera un tanto necesitada y alborotada.

Las mozas, jóvenes, casadas y viudas, que gustosas de muchachos, me encontré a lo largo del tiempo en que dejé a mi primer amo el ciego, porque durante ese lapso aun no sentía picores en esas partes, pueden testificar que no las dejé insatisfechas cuando tuve ocasión de gozar de ellas. Sabedoras que mis juveniles jugos no podrían preñarlas, se entregaban al folleteo con tanta pasión y deseo de que aprendiese el oficio de macho, que estaban prestas a enseñarme todos los trucos que sobre esa acción existen y ellas bien conocen.

Asimilé prontamente conocimientos suficientes para poder proporcionarlas la dicha que el final de aquel maravilloso traqueteo proporciona a los que lo practican. Como he prometido decirle toda la verdad a vuestra merced, no me puedo considerar abad en la cuestión sino más bien un lego recién llegado al convento del sexo pero fue tal mi voluntad en el aprender y en la puesta en práctica, que no había muchacho de mi edad que lo hiciese mejor.

No había recibido mentira por parte de Diego. Todo lo que me contó durante el camino de vuelta sobre mi nueva situación resultó ser cierta. La casa era grande, quizá algo más destartalada interiormente, sin tantas bondades como de ella me describió, aunque parecía cómoda y fresca para la época calurosa en que estábamos. Los corrales adecuados para contener cómodamente los equinos que mercase el dueño y lo mejor que puedo decir de la estancia que ocupaba Diego y que seguramente esperábamos compartir, era que tenía muy buenas vistas y estaba aireada porque era una buhardilla que se encontraba debajo del tejado de pizarra segoviana que cubría toda la mansión. Lo mejor de aquella estancia era una pequeña terraza, azotea o semitejado que permitía salido a ella, los días de bonanza, contemplar las estrellas y ver el curso del río que da nombre a este pueblo y que fluye sus aguas después al más grande que llaman del Pisuerga.

Después de comprobar casi todo lo que me dijo Diego eran verdades, quedó en mi mente la preocupación de que alguna no se cumpliese, porque es difícil no exagerar cuando de las cosas de uno se habla, ya que la raza humana siempre ha gustado aumentar y presumir de lo propio y como lo más importante para mí era comprobar si la comida que recibiríamos era tan abundante y sabrosa como me lo había pintado, permanecía ahora ansioso a la espera de poder comprobar su veracidad.

Cuando me hizo la descripción de lo que manducaba a diario, no pude por menos que tragar varias veces la saliva que había accedido presurosa a mi boca y disimular los ruidos que mi, animado por lo oído estómago, hacía. Ahora ante el acercamiento de la hora de yantar, miraba a Diego de reojo sin atreverme a pronunciar la palabra alimento, esperaba fuese él quien al sentir también hambre, tomase la primera medida, pero nunca nadie miró con tanto embeleso y atención la cara de quien estaba a su lado.

Al fin debió de pensar llegada la hora de llenar su panza y diciéndome le esperase, bajó solo a la cocina a recoger la comida que en aquella casa le asignaban, donde me dijo que una vieja criada, con título de dueña, regañona y mandona, se encargaba de guisar los alimentos que allí se consumían.

Los como en mi habitación por orden del amo. La dio después de que nos oyó reñir muchas veces, a causa de lo que me entrega la dueña, que siempre decía que comía más que lo que trabajaba. Lo subo aquí y lo prefiero, porque después quedo descansando en ella, hasta el empiece de la hora de trabajo y evito me mande que la ayude en sus labores como hacía anteriormente.

Me contó después que regresó que le costó convencer a la vieja dueña, que le negaba su entrega, le diese comida doble, porque aunque le contó que el amo había contratado un nuevo criado, que esperaba en el palomar para comer con él, pensó intentaba engañarla solicitando ración doble, pues teniéndolo por muy hambrón, había intentado engaños más de una vez para proveerse de más pitanza que la abundante, que para su opinión, recibía.

Tuviste suerte que ahora puedas comer, porque el amo oyó nuestra discusión, terció en ella y dióme la razón de manera que la dueña cambió la puchera que me había dado, por otra mayor, y enfadada por la regañina del amo, la llenó a rebosar, para que lo viese el dueño que estaba delante, diciéndome con mucho enfado por lo bajines.

Si el nuevo criado es tan tragón como tú, necesitará el amo mercar muchos animales para manteneros. ¡¡ Ya os daba yo tunantes si de mí dependiera !!

Cuando ante mis ojos, en aquella pieza de barro, vide tamaña cantidad de potaje de garbanzos, en el que aparecían, nadando en la superficie, grandes trozos de carne, desmayé de gozo y casi me pongo a rezar dando bendiciones a las manos, que abajo en la cocina, lo habían guisado. Calculé que aquella era más cantidad, que la que mi antiguo amo el ciego, que fue con el único que llegué a comer algún día potaje parecido en alguna taberna, aunque menos sabroso y falto de carne y grasa, dedicaba para un mes. Pedí a Diego me prestase una cuchara, me puse frente a él y con la puchera en medio, intentamos dar cuenta de su contenido como buenos hermanos, metiendo por veces el cucharón, sin que cada uno se saltara la vez correspondiente.

Cuando mi nuevo amigo dijo, más colorado que de costumbre, apoyando la cuchara sobre la mesa y con la boca aun llena comentó.

. No puedo meter más en mi estómago sin obligarle a que explote -

Me miró admirado del apetito que demostraba y me advirtió, creo que pesaroso, de no poder seguir mi marcha en la comida - Reventar vas a hacer Lázaro si continúas comiendo.

No te preocupes, Diego amigo, "Antes reventar que dejar" decía mi segundo amo el clérigo, cuando comía de gorra en los entierros e imitarle voy a hacerle.

Otro motivo de gozo de ese día primero, fue comprobar que allí se guardaba el ritual de la castellana siesta, necesaria e imprescindible si mi estómago se llenase en lo sucesivo como lo había hecho hoy. En todos los lugares que visité de Castilla, que llaman la Vieja, era tan atendida de cumplir, como dejar de trabajar al toque y repique de las campanas de las iglesias al mediodía y rezar el Ángelus descubierto de gorra o sombrero, y a toda la gente que conocí de esa comarca española la cumplía, unos los que trabajaban en el mismo lugar de la siega, otros dueños y poderosos "con orinal" en su buena cama, como queriendo decir larga y soñadora, pero todos le rendían una pleitesía, hasta el propio clero, más grande que a la propia misa dominical.

- Este primer día se está desarrollando para que le recuerde como el mejor de mi aperreada vida - me decía mientras con los ojos cerrados y el sombrero de paja tapándome la cabeza yacía, como lagarto al sol, echado en el fresco suelo de la pequeña azotea de la sala que había empezado a compartir con Diego.

- ¿Qué trabajo me ordenarán haga? -me preguntaba cuando oí me llamaba Diego desde el fondo de la habitación, donde descansaba su digestión, tumbado en el suelo fresco, para que me presentase inmediatamente en el patio donde me esperaba el amo antes de marchar a sus asuntos de la tarde.

- El amo te llama en el patio para marcarte las labores que vas cumplir en el futuro - me dijo mostrándome en la cara que desde ahora estaría por debajo de él.

Efectivamente fui encargado de ejecutar las labores de quien me había precedido en aquella casa hasta entonces, limpiar las cuadras, bajar del sobrado la paja y la yerba seca para alimentar los animales que en los corrales hubiera, abrevarlos, limpiar sus establos y cepillarlos si se les iba a vender, para que su aspecto mejorara el precio obtenido y todos las labores que en su atención llevan anexos.

Diego ascendió de escalafón, cual militar en campaña y en lo sucesivo se dedicaría a acompañar al amo en sus compras y entregas del ganado.

Pasé la primera tarde en los menesteres que me habían asignado y llegada la noche y recibida de la cocina y terminada a la totalidad, una sabrosa sopa de pan con trozos de tocino frito, cansado pero satisfecho de la casa que Dios me había otorgado para servir, me dormí como un bebe que acaba de mamar y colocar limpio en su cuna.

No había olvidado lo de "pasar por ciertas experiencias" que Diego me dijo con sus carrillos más colorados que de costumbre, teñidos esta vez por la vergüenza, aunque aun no sabía a lo que se refería, barruntaba, por el azoramiento que me había demostrado, se trataba de algo que su incipiente hombría rechazaba, pero no había osado inquirir más información porque habían transcurrido a voluntad los tres primeros días de mi estancia en aquella estancia, llenando a saciedad mi, no acostumbrado estómago, no trabajando a exceso y sin recibir un solo golpe, puñada o bastonazo sobre mi cuerpo, cosa que me parecía extraño e inusual.

Durante la tercera noche que dormía en aquella casa, acababa de conciliar el sueño de los ángeles como se llama en este territorio castellano, en otros lados el primero, cuando desperté de pronto sobresaltado.

Diego estaba también despierto pues le encontré elevado y sentado junto a su almohada escuchando atentamente los ruidos de la noche.

- El amo sube - me dijo quedamente volviéndose hacia mí.

Oí atento crujidos sobre las viejas escaleras de madera de los pisos inferiores, sin duda originados por los pasos de alguien que estaba ascendiendo por ellas.

Fue el amo quien irrumpió en nuestra buhardilla. Venía descalzo y solo le cubría una vieja y gastada camisa de dormir que le llegaba hasta sus desnudas rodillas. Aunque en su cara se dibujaba una sonrisa, sus libidinosos ojos mostraban claramente la causa y deseos que le traían hasta allí.

Diego me miró de una manera que quise entender quería decirme.

Ahora nos toca pagar lo que comemos. Parece que el trabajo que hacemos aquí no es suficiente para ello.

Nunca había pasado por la experiencia de que alguien con idéntico colgajo entre las piernas, tocase mi cuerpo sexualmente. Indudablemente algunos lo habían intentado, pero me fue fácil evitar la tentación, porque no sentí nunca atracción carnal para desearlo. Ni en los momentos de más hambre, necesidad, penurias y desmayos, pasó por mi cabeza, que mi cuerpo fuese motivo de transacción o trueque para obtener comida.

Pero como tampoco había tenido ocasión de servir a un señor que me tratase bien y me diese de comer como allí manducaba, me dije interiormente, para no intentar huir por la azotea, como fue el primer impulso que sentí.

Si cierras los ojos y eres capaz de soñar que sobas otras carnes - intentaba convencerme a mi mismo - puede llegar a ser placentero o pasable. Si no es así, piensa que solo dura un pequeño rato y cuando te corres es lo mismo quien lo ocasione, pero si no accedes al toqueteo, se acabaron los potajes que aquí recibes - contraponía en mi pensamiento.

El recién llegado ni me miró siquiera, se acercó a Diego, se sentó al borde de la cama a su lado, mirándole de manera que se le salían los ojos por las órbitas de tan deseoso de sexo como se nos mostraba.

Mi compañero en el servicio de aquella casa, sumiso, se despojó del jubón corto que no se había quitado para dormir, dejando al descubierto un rosado, esplendido y gordezuelo pecho, en el que destacaba dos moras maduras, que estando en la edad del desarrollo, permanecían inflamadas y que el amo comenzó a acariciar y lamer locamente.

Yo asistía desde mi cama como espectador a lo que en la otra cercana se desarrollaba, contento de que aquel cuerpo, escuálido de piernas y obeso y grasiento de tronco, no se hubiese dirigido a mí.

Cuando se quitó la camisa por encima de su cabeza pude contemplar sus adiposas carnes, el vello encanecido de su pecho y genitales, las venas azuladas excesivamente marcadas en su blanca carne, su polla vieja y flácida y los rollos de grasa de su vientre y al comparar aquella visión, con la agradable y juvenil figura que mostraba mi amigo al levantarse y quedar desnudo en medio de la estancia, no pude por menos de pensar en la desproporción de placer que cada uno iba a proporcionar al otro.

Al colocarse el amo seguidamente, sin ninguna otra preparación ni preámbulo, estirado su cuerpo, boca abajo encima de la cama, para que Diego se pusiese encima, me fue dado contemplar asqueado, un culo pequeño, esmirriado, arrugado, falto de vigor y blanco como la leche, de manera de que si hubiese sido yo el que estuviese en el lugar de mi amigo le hubiese tapado con mortaja antes de poner encima mi cuerpo y genitales.

Mas el joven criado, vigoroso y de cuerpo precioso, sabedor de lo que se le pedía y debía de hacer, enderezó con su mano el mástil que entre las piernas tenía, porque de otra manera hubiera sido imposible se le empinara, buscó el agujero que debajo de sí esperaba se cubriese y empitonó decidido aquella masa de carne grasienta, que yacía totalmente aplastada bajo él, en la cama. El amo ni siquiera arqueó su cuerpo para que la entrada de la verga de Diego fuese más fácil, seguramente el tamaño de su vientre se lo prohibía y se dejó hacer por el joven criado, que demostraba suficiente pericia de haberlo hecho otras veces.

Asistí como espectador privilegiado a toda esta maniobra que Diego se veía obligado a hacer en aquella hacienda y que, pareciendo muy acostumbrado, ejecutaba de forma impasible. Era tan poca la convicción y tan pequeño el placer de que debiera disfrutar, que cada cierto tiempo sacaba su carne del culo del amo, que seguía permaneciendo echado como si fuera dormido, para animar y enderezar su pene, que se le ablandaba por la falta de recepción de sensaciones placenteras en su "trabajo".

Sentí repugnancia al pensar que pudiese ser mi cuerpo el que podría haberse encontrado encima de aquella "cosa" que estaba boca abajo en la cama, si así me lo hubiesen ordenado. Compadecí a mi amigo viendo que metía y sacaba su miembro de aquel trasero arrugado y consumido, con la misma alegría y deseo, que lo haría en un agujero que el colchón tuviese. Su cara me recordaba la de unas viejas y agotadas putas, que de pie en la orilla de un río, del que no recuerdo el nombre, vide una vez se dejaban follar por labriegos, enloquecidos, deseosos y ayunos de sexo, por una simple blanca.

Para demostrarle mi compañerismo y también algo la conmiseración que por él sentía, al ver el trabajo extra que le tocaba hacer, me acerqué hasta donde se estaba desarrollando la comedia sexual y para que notase y supiese que me solidarizaba con él, apoyé mis manos en sus nalgas y las comencé a acariciar. Volvió Diego la cabeza hacia mí, me sonrió y noté que el ritmo que ahora ponía en el sacamete de su maravilloso y gordezuelo cuerpo, intentaba seguir el movimiento que estaba dando a mis manos.

Noté también que la sensación de pasividad anterior iba desapareciendo al contacto de mis caricias y como parecía disfrutar con ellas, continué recorriendo con mis palmas toda su espalda, que notaba se estremecía al contacto de mis dedos.

Giró nuevamente su cabeza y quiso decirme algo, por lo que acerqué mi cara para oírle decir.

Sigue acariciándome y ayúdame a terminar con esta imitación de jodienda - y antes de apartar mi cara me besó fugazmente en el carrillo que tenía más cercano.

Nunca, como he señalado a vuestra merced, había acariciado un cuerpo masculino, pero a fuer de sinceridad debo de deciros que estaba sintiendo parecidas sensaciones que las notadas al acariciar a féminas y lo que antes me colgaba flácido, bajo mi corta camisa, ahora ya apuntaba a mi garganta y tuve que esconder, para que el amo no lo viera y le gustase, porque intentaba salir al exterior. Seguí con las caricias que alargué, hasta tocar suavemente la parte interior de los muslos de mi compañero, cuyas carnes notaba se endurecían y temblaban a mi contacto.

Por la posición que disfrutaba y manteniendo los ojos cerrados quizá para soñar delirios sexuales, el amo no se había enterado de lo ocurría entre nosotros. Sexualmente solo deseaba le cogiesen el trasero, ni siquiera le masturbasen a la vez y según su costumbre, seguía manteniendo el cuerpo totalmente pegado a la cama. Mas la movilidad que mi acariciado estaba imprimiendo a su folleteo a causa de mis caricias parecía estar consiguiendo su efecto, porque comenzó a gemir de placer y por la punta de su enrojecida y endurecida verga, que aparecía asomando por debajo de uno de sus muslos, sobre la cama, que se había convertido en espejo de lo que su poseedor sentía, vi que su amoratado capullo se movía imitando los movimientos del criado, como si fuese ella, la que le metida en el ano le estuviese follando.

Para que Diego terminase la iniciada acción sobre nuestro patrón y a la vez disfrutase, aunque fuese un poco, no solo lo acaricié su cuerpo sino que comencé a besarle y lamerle por todas las partes de la piel que permanecía a mi alcance sin tocar en absoluto las flácidas carnes del que estaba debajo.

Mi compañero en el servicio de aquella hacienda, había cerrado también los ojos, probablemente para no contemplar el viejo cuerpo que estaba follando y poderse hacer composición mental de que estaba gozando a una persona diferente, porque su cara mostraba que sentía una gran satisfacción por lo que realizaba, lo que se traducía en mayor rapidez en el metisaca de su polla y en más gemidos del amo, que seguramente era el día que mejor lo estaba pasando, porque de la roja punta de su verga comenzaron a salir varias gotas de presemen, aunque me pareció también algo pasado y demasiado fluido, si lo comparaba con el blanco y untuoso mío.

Antes de que Diego se corriera el que lo hizo fue el amo que soltó el jugo de sus huevos por la asomada y aplastada punta, cayendo sobre la cama a borbotones y golpes de polla. Mi amigo lo notó y quizá por ser la primera vez que esto sucedía, le "puso" lo suficiente para animarse, lo que unido a mis caricias que aumenté para ayudarle a terminar, se vació satisfecho, por esta vez, dentro del cuerpo del patrón.

Diego se levantó después de terminar, su pene aun permanecía empinado y manchada su punta por su semen. Se quedó de pie junto a su cama, esperando que el amo se levantara y mirándome fijamente por ver como reaccionaba yo. Cuando este lo hizo trastabilleó un instante como mareado aun por la postura, buscó con su mirada la camisa de dormir, la recogió del suelo y mirándome avergonzado, de lo que sin él desearlo había contemplado, salió de la estancia.

Solos ya en la estancia nos quedamos mirándonos embelesados, leí en su rostro el deseo de que me acercase y no sé si el vio en el mío lo mismo, porque en el fondo de mi cerebro era lo que más deseaba en este instante, por lo que, sin pronunciar palabra, nos lanzamos con los brazos abiertos el uno en los del otro. Como Diego estaba ya desnudo, me fue muy fácil comenzar a acariciarlo y él, estando deseoso de iniciarlo sobre mí, comenzó por quitarme la poca ropa que había dejado encima de mi cuerpo para dormir, apareciendo sin que nada se lo impidiera, mi verga empinada, desafiante y deseosa de que la cogiera con sus manos.

Hasta entonces no supe el placer que las caricias, hechas entre dos machos, pueden proporcionar, tanto las hechas como las recibidas. Cuando había follado a una mujer, había buscado rápidamente el placer que me proporcionaba correrme y creo que ellas habían buscado lo mismo. Las caricias en aquellos casos no fueron tales, sino tocamientos efectuados para elevar la calentura del deseo.

Ahora el contacto de mis dedos sobre la piel y partes erógenas de mi amigo no buscaban mi calentamiento, sino el proporcionar a Diego un estado placentero, tranquilo y sosegado para que disfrutase de mi compañía. El estaba totalmente entregado a mí, deseoso de buscar cariño, amistad y amor, después de las veces que lo había tenido que hacer sobre el cuerpo viejo del patrón, como los putos de las tabernas y posadas de mala fama.

Ese cariño, comprensión y amor lo estaba encontrando en mí porque, mientras lo besaba y acariciaba, no estaba pensando lo hacía sobre un hombre, sino ante un ser que quería, apreciaba y se lo digo a vuestra mercad, me gustaba y satisfacía sexualmente.

Ante un espectador que nos viese ahora, como yo había visto lo que anteriormente se desarrolló en el mismo lugar, hubiese dicho que era totalmente diferente, En nuestros juveniles cuerpos, entrelazados y unidos ahora, había amor y entrega mutua, sin imposiciones, donde antes solo había sexo obligado.

Después de la sesión de caricias, besos abrazos, susurros y pequeños ronroneos de placer, comenzó la verdadera entrega de nuestros cuerpos. Me avergüenza decirle que estaba sintiendo mucha mayor satisfacción sexual que la que había sentido con mujer alguna. El cuerpo caliente, rollizo por algunos lugares y siempre sensual de Diego, me estaba llevando al cenit de mis sentimientos sexuales. Mi polla estaba a punto de reventar, cuando me pidió se la metiera, que ya lo había hecho él demasiadas veces en mal culo y que siempre pensó cuando lo hacía, ¿qué placer podría sentir el cabrón del amo recibiendo, cuando él no lo sentía metiendo?.

Era lo que yo más deseaba me solicitase, porque aunque estaba muy excitado y disfrutando de unos momentos gloriosos, temía fuese mi agujero el tapado. Aun perduraba en mí el prurito del macho, que nos han enseñado debe ser siempre el que meta. Puedo deciros señor, que después, porque las sesiones entre Diego y yo siguieron durante el tiempo que en aquella hacienda permanecí, probé me la enchufara, por la misma causa que él me lo pidió, por saber lo que se siente y aunque sea una parada en las explicaciones que os estoy haciendo, puedo deciros, que es como se debe de estar en la gloria, si es posible sentirlo idéntico aquí, en la tierra

Creo que vuestra vuecencia no querrá le describa minuciosamente lo que seguimos haciendo Diego y yo en aquella ocasión ni en las venideras, porque la decencia me lo prohibe y además estoy notando, que eso que intentáis disimular, poniendo vuestras manos de manera que no se note, está alcanzando un tamaño, que me muestra que la minuciosa descripción sexual que estaba haciendo, va a terminar con deseo de un derrame seminal por vuestra parte, cosa que os quiero evitar.

Antes de terminar quiero adelantarme a contestar una pregunta que seguro deseáis hacerme.

- ¿Si comíais bien, el trabajo era poco, el trato aceptable, no recibías golpes, tenías una satisfacción sexual placentera con vuestro amigo, por que dejasteis el empleo?

Diego, como os he dicho, tenía firmado un contrato de servicio de dos años. Cuando pasó ese tiempo fue reclamado por sus padres para atender su pequeña hacienda. Mientras estuvo él en la casa, el amo no reparó sexualmente en mí, le servía a satisfacción mi amigo, a quien en el fondo creo amaba. Pero al marchar mi compañero, y no tener picha que le atravesara y entrase en su trasero, me pidió se lo hiciera yo y señor, ni por todos los mejores potajes castellanos que hubiese recibido, ni creo que aun pagándome una soldada, hubiese sido capaz de sustituirle en el folleteo.

¡¡ No me sentí capaz de meter mi joven polla en el agujero del escuálido, pobre, liso, blando, gastado y blanco culo, de aquel individuo !!.

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