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Apuntes: Otras plumas (11)

en Hetero: General

La hija del embajador *

por Zoé Valdés

 (...)[pág. 35]

La madre colocó un sobre blanco en el colchón. No cabía la menor duda, era dinero.

Tuvo temblores, el dinero la petrificaba, la ponía de malhumor, el dinero le estragaba el estómago. Se sentía rara, extraña. Tenía ganas de vomitar. Una vez había querido dejar de ser alcohólica, nadie lo sabía. No quería manosear billetes, las monedas ensuciaban, contagiaban de incurables enfermedades. Ella era escrupulosa como su gran Maestro. El Maestro que nadie puede evitar cuando la soledad es la signatura sin extraordinario. Asumir la soledad a los diez años provocaba tarde o temprano la aparición de un Maestro: el que estigma para la eternidad. La gente confundía ese estado melancólico con la agonía de llegar a la universidad. Ella se había matriculado en algunas de las grandes universidades del mundo: Oxford, la Complutense, Hamburgo, Copenhague... Indistintas carreras: Derecho, Filosofía, Historia del Arte, Filología... Nunca había terminado nada, no había dinero suficiente, la maldición del dinero era no tenerlo, gastarlo. Una vez conoció a una joven que, como ella, también odiaba el dinero, era la amante de un colega de su padre.

--¡Dany, Dany! --gritó la Matriarcal.

Ella no contestó, le horrorizaba que le achicaran el nombre.

--¡Daniela!, ¿te estás haciendo la sorda? ¡Si no te apuras cerrarán las boutiques -se refería a los Tatis- y mañana tenemos un almuerzo al que tendrás que asistir! ¡Asistir elegantemente vestida, dije «elegantemente»!

No quedaba más remedio, con insulto tomó el sobre blanco. Salió del cuarto sin hacer el menor ruido. Descolgó el abrigo. Este gesto lo había visto en tantas películas. Y de un tirón de puerta se libró del cordón umbilical. El ascensor olía a jazmines. Antes de llegar a la salida del edificio tuvo que apretar varios botones, seguir las instrucciones de disímiles tirez, y atravesar infinidad de otras puertas insoportablemente aseguradas con alarmas sofisticadísimas. Del otro lado de los cristales de la recepción de la guardiana, un doberman estático mordía con la pupila y ella drenó, drenó, en abundancia, las hormonas del miedo.

Desde que desguindó el abrigo había comenzado su película. Cuando un cubano pone los pies en el extranjero ya no vive, actúa. Viajar es como entrar en Hollywood. Ya en la calle actuaba para primeros planos, sonreía fingiendo distracción, caminaba rápida y suelta y sin vacunar, como se había fijado que marchaban los rockeros en los videoclips, incluso tarareó una cancioncilla de moda, alborotó su pelo. Lo primero que compraría sería gel. Tropezó con un horno en el medio de la acera, el cálido tufo a pollo grillé cortó la oleada invernal que se colaba por las fosas nasales. El olor de la comida mezclado con el aguijonazo del frío la hizo sentir más libre aún. Pegada bien al horno le encantó que su ropa estuviera impregnada de perfume carísimo y de emanaciones culinarias. Caminó como Dominique Sanda, alta y con escaso maquillaje, por la Avenue Bosquet, en dirección a la entrada del metro École Militaire. Inmediatamente después de los pollos horneándose exhibidos para la segregación de la saliva, otra tentación. Ésta era la capital de las divinas tentaciones, por eso hay tantas iglesias y catedrales, después de haber caído en tentación, a pasar por delante del vitral derecho de Notre Dame y ya expías todas las culpas, ¡a pecar otra vez! Otra seducción: una dulcería.

--Bonjour! --cantó la dulcera con entonación de Arletty.

--Bonjuor! Por favor, me da cien francos en dulces. De lo mejor, elija usted --dijo Daniela ya en el interior, con teatral acento de francés mediterráneo.

La otra sin asombros echó dentro de una caja diseñada para la glotonería toda una gama de merengues, chocolates, cremas, fresas, pasteles: pain aux fraises, pain au chocolat, millefeuilles, soupes anglaises, tartes aux pommes, et tout, et tout... Y todo, y todo. Daniela fue a pagar, ¡ah, no, faltaba algo, su dulce predilecto!

--Por favor, añada diez tartes au citron.

La torta de limón era su frenesí, mordía ese dulce e imaginaba qué le levantaba Chopin a George Sand.

 

Ciento veinte francos en exquisiteces francesas que engordan, deforman. He ahí la tragedia del dinero, deformaba. Y cuando planeaba gastar una cantidad siempre debía sumar mentalmente a esa cantidad veinte o treinta, a la hora de las cuentas gastaba más de lo previsto. Así, si planeaba que iba a comprar cien francos de esto o de aquello, sabía que realmente serían ciento veinte o ciento treinta. Pasado el complejo de culpa tercermundista de que ella iba desperdiciando la plata en venenos y en Cuba la gente se desperdiciaba envenenada, en la calle desanudó el lazo rosado, y se dirigió a una cabina telefónica devorando tortas de limón, panes con fresas, chocolates lacteados, cremas de Chantilly...

Mordisqueó aquí y allá, combinando sabores y recuerdos. Masticando aún sacó su libretica de teléfonos y marcó un número. Ella siempre discaba números peligrosos.

--Allô... --del otro lado.

--Marcela, es Daniela.

--Mais, c´est pas vrai, c´est pas vrai!

Daba la impresión de que Marcela nunca creía nada.

--¡Claro que es verdad, boba! Si te estoy hablando es porque es verdad. Te espero dentro de media hora en Galerías La Fayette.

--¿En ropa interior o en perfumería?

--En ropa interior.

--D´accord, ma chère, à tout de suite.

Y después Marcela lo creía todo tan cómodamente. «De acuerdo, querida, hasta ahorita». Para Marcela más claro ni el agua, ya Daniela estaba en París. Lo que para Daniela constituía una extravagancia, para Marcela era absolutamente normal, acostumbrada como estaba a la rutina de las sorpresas. Francia es el país de las sorpresas y de las vacaciones, ellos tienen más puentes al año que santos que celebrar.

***


Marcela era fotógrafa. Pero antes, antes Marcela estudiaba en una beca de deportes en Cojímar. Un sábado salió de pase más temprano que lo normal y en la cuadra de su casa la esperaba ya una multitud de caníbales. Le habían colocado carteles en las ventanas y en la paredes: «¡Escoria, gusana, traidora!», y todos esos adjetivos que ya conocemos, propios del «pueblo enardecido y combatienteUn ». Sufrió agresiones. Marcela contaba entonces diecinueve años. zarpazo en el rostro y un latigazo con una bandera con la hoz y el martillo. Marcela se coló por la ventana a refugiarse en su casa. Los caníbales gruñeron más fuerte: «¡Esa casa ya no te pertenece, te quitaremos la casa!». La casa desierta. «¡Mamá, Papá!» Una carta pinchada con el centro de mesa. Mucho amor, mucha lástima, pero no había otro remedio: «Marcela, hija mía, nos fuimos por Mariel». Ella abrió la puerta, sincera, blancos los labios como los muros de cal del jardín, agitando la carta en la mano derecha, pidiendo explicaciones, alguien debía descifrar ese mensaje, tal vez debían apiadarse. Recibió un tomatazo en pleno cuello, un cartón de huevos sobre el cuerpo, y cuando convencida de su estupidez dio las espaldas recibió una pedrada en el pulmón. La expulsaron de la vida. Al año se casó con un senil francés, sólo para reencontrar a sus padres, para que le contaran qué había ocurrido en sus mentes, por qué la habían abandonado. Ellos se habían divorciado. Él era sereno de un parqueo en Miami, usaba pistola. Ella, camarera en el aeropuerto. Marcela expulsó el pasado. Decidió dejar al anciano galo, como ella misma lo llamaba, y sembró y recogió maíz en los campos de Narbonne. Marcela compró una cámara fotográfica de uso en un rastro con el dinero que ganaba de niñera. Pasó hambre, frío, y dolores de muelas. Nunca más lloró, pero a solas, muy a solas, aún le dolía la pedrada en el pulmón, y se frotaba con rabia el cuello para borrar las semillitas del tomate que hincaban la memoria. Marcela quiso regresar a Cojímar, a visitar las poquísimas amistades que le quedaban, las que todavía no se habían lanzado al mar. Antes, fue a la diplotienda de 70, compró una caja de tomates y un cartón de huevos. Se presentó en la puerta de la presidenta del cedeerre. Ésta le cayó a falsos y arrepentidos besos, muy fresca, suave y bajita de sal se apoderó de la caja de tomates y de las posturas de gallina. Marcela la apolinó con la vista.

--Aquí tienes, singá...

Marcela no había olvidado ni una sola mala palabra y clavándole la vista le recordó:

--¿Tú no me tiraste huevos y tomates? Ahora te hacen falta, te los devuelvo, y comprados en dólares, eso es lo que te mereces... ¿Yo no soy una traidora? Aquí tienes a la traidora, gracias a ella podrás comer unos cuantos días.

A lo que la chusma oficial respondió como si ella no fuera:

--Ay, m´hija, qué va, en la vida yo te grité traidora, tú lo que no me entendiste, yo te decía: «trae dólar, trae dólar»... ¿Ves que es casi igualito?

Marcela la dejó por incorregible. Se fue a los pocos días de aquella desgracia de país. Ella ya había triunfado como fotógrafa, y en una exposición de pintura en Londres de la cual le habían encargado hacer las fotos, escuchó en cubaniche:

--¿Qué bola, pa? Hace un tongón de días que no los veo.

--Daniela, te ruego, no le hables así a tu padre --defendió la madre.

Daniela, acompañada de otro de los innumerables choferes, saludaba a sus padres después de varias semanas sin verlos. Marcela fue sin vacilaciones al hallazgo, a pesar de todo, ella no guardaba rencores mayores, y comprendía muy bien que todo el mundo no tenía la culpa de su caso. Revisó a Daniela. La otra también hizo lo mismo. Los cubanos siempre se revisan desconfiados para saber quién es el informante. Sonrieron. Se hicieron amigazas, socias, aseres, moninas. Desde entonces se llamaron de país a país, de mundo a mundo. Marcela no quería pensar en otro regreso, pero ella nunca había partido. Daniela había permanecido muy poco y no conocía la sensación del regreso a parte alguna, porque no tenía idea de dónde venía, geográficamente hablando ella siempre había tenido que salir de cualquier país sin derecho a la nostalgia.

 

Daniela entró al calor seco del metro con la bariga hinchada de harina. Frente a la pantalla lumínica de las direcciones marcó su destino y se decidió lógicamente por la línea más rápida. El tren resopló, ella saltó por encima de la barrera de los tiquetes, y la puerta casi le desgarró el abrigo. Estaba nuevamente filmando su película. En alguna esquina estarían la cámara, los espectadores. Entró un joven y cantó su repertorio beatleriano, pasó el sombrero y Daniela echó treinta francos. Él la miró extrañado. Ella se le tiró al cuello, lo besuqueó sonoramente. Sacó una torta de limón y la colocó entre los dientes del cantante. ¡Ah, ya estaba en la Ópera! ¡Adiós, poeta de los metros!

Daniela no estaba loca. Daniela quería vivir el amor, la aventura. Galerías La Fayette. ¡Qué techo, mi madre, de pinga, amiguitos! Correteó por la tienda, sigue en las secuencias fílmicas. Marcela vestida de negro acariciaba las sedas de los dessus-chics. La ropa interior más cara del mundo. Si alguna vez Daniela quisiera acostarse con una mujer, quisiera raspar con una de ellas, de seguro escogería a Marcela. Era fina, dulce, y amaba para siempre. La fidelidad para Marcela era la complicidad. Las dos se habían querido a primera vista, le coup de foundre, el flechazo. Pero a las dos le gustaban demasiado los tipos, aunque pasearan cogidas de las manos, aunque se escribieran largas cartas citando a Seferis, Lorca, Cavafis y Pessoa. Un día Marcela confesó:

--Daniela, te quiero tanto. Conozco a mucha gente, pero mi única amiga eres tú, eres especial.

Un probador abierto ante sus ojos y de repente apareció Marcela semidesnuda con liguero negro, corpiño negro también con cintas rojas, vuelitos de seda por toda la piel. Saltaron de alegría, antes de abrazarse batieron palmas, cantaron fragmentos de canciones inolvidables y comunes, recitaron versos. Daniela lanzó el abrigo al aire. Marcela se encaramó encima de su amiga, encarranchada a su cintura. Y después de los efusivos abrazos, haciéndose la boba, Marcela comenzó a vestirse encima de los caros interiores de seda. Con una cuchilla de afeitar cortó los detonadores de hilos y precios. Tomó a Daniela por la mano y como dos bólidos huyeron con mil francos de seda negra. En el metro, experta, Marcela logró sacar todo lo robado sin enseñar un muslo.

--Toma, es mi regalo de bienvenida. Aunque te compré algunas cositas, pero tenía que haber aventura, peligro, sino no valía la pena.

--Debo comprar ropa elegante para mañana.

--¡Bah, te puedo dar algo mío! Vámonos al café existencialista.

 

(...)[pág. 46]

--Marcela, tengo una historia idiota. En el avión me tragué un diamante robado.

--¿Un diamante robado? ¡No será el del Capitolio de La Habana! Hay que ver a un médico, vamos inmediatamente al Hôtel Dieu, el hospital, es cerquita...

--¡No, niña, no me duele nada! Pero el tipo que me lo regaló era rarísimo, tiene una lista larguísima de nombres, y se presentó como un ladrón, de lo más normal.

--¿No estarás pensando que te lo puso la CIA?

--Yo no, pero mi madre de seguro que lo pensará.

--Daniela, vuelve en ti... --Marcela la sacudió suavemente--. Si es verdad eso, sólo tienes que preocuparte de una cosa, debes tener en cuenta que tienes mucha plata en tu estómago, es todo. ¡Mon Dieu, sabía de brillantes en los pezones, en los ombligos, hasta en el clítoris, pero en los intestinos jamais, nunca de nunca!

Cuando alguien miraba a una de esa manera no quedaba otra opción: había que acostarse. Él palmoteó solicitando champán al camarero. Tenía la voz ronca, de italiano metal. Por casualidad Daniela había desviado los ojos hacia aquella mesa, porque no había reconocido la voz. A ella le ocurría todo por casualidad. Daniela era firmemente postexistencialista, eso quiso evocar para impedir la aparición. Él estaba allí, seguro de hallarla. Marcela volteó la cabeza, a Marcela no había que advertirle nada.

--¡Ay, ay, ay, ay, sospecho que vienen a reclamarte el diamante!

--¡Es él, Marcela, es él, y ahora ¿qué coño hago?

--Primero, deja de temblequear, vete al baño, métete un dedo en la garganta y vomita, lo lavas bien y se lo colocas en la mesa. Si ya es demasiado tarde para vomitar, te sientas en el inodoro, pujas amasándote las rodillas, cágalo, y lo lavas mejor.

El camarero fue hacia las muchachas con el champán inaugurando festivales. Esto era como la première de su película en Cannes. Marcela era su constante flashback, y el ladrón su James Bond, agente 007. El camarero sirvió silencioso la espumeante bebida, después fue a la mesa de él y llenó la copa. Él la alzó brindando con Daniela. Marcela, sin voltearse esta vez, irguió la suya al mismo tiempo y tomando la mano de su amiga la obligó al chín.

--No seas grosera, al menos se arriesgó robando el brillante.

El camarero depositó la botella en la mesa de ellas.

--Creo que mejor me voy.

--No, no, no, ahora no.

--Tengo que hacer unas fotos, mañana me voy a Toulouse, vuelvo en un mes. Aquí te dejo la llave de la buhardilla. Nos vemos, cuídate, no hagas disparates... Te quiero, tú sabes lo que significa para mí volver a verte, es como... como volver a la islita de mierda que tanto nos cagó la vida... Vuelvo pronto, tendremos mucho tiempo.

Se abrazaron. Daniela intentaba mirar al vacío, pero él continuaba enfrente, irónico, tranquilo, seguro, de gran rascabucheador. Marcela le susurró:

--Aprovéchalo, te dejo con el príncipe azul.

Antes de irse, su amiga se despidió de él con una reverencia de la cabeza. Él le devolvió el gesto. Marcela salió arrastrando los tacones de sus botines negros con puntas de metal plateado.

 

Simone de Beauvoir se habría divertido de lo lindo si la hubiera observado tan tímidamente esquiva. Realmente no era tan bello; sin embargo, desde el primer momento ella lo vio hermoso. Tampoco era tan joven, pero lo que sí le rompía el coco. Ella pensó que debía actuar bruscamente. Bastaba ya de jueguitos adolescentes. Se veía a la legua, él no era un hombre para ella, ella tampoco era una mujer para él. Ella pensó que tomaría su caja, donde todavía quedaban veintinueve francos de dulces, la botella de champán con la otra mano, iría a él, le diría: «Quiero templar contigo». Ella no había terminado de pensar y ya estaba junto al ladrón.

--¡Qué hambre tienes! --exclamó él revisando el interior de la caja.

Ya Daniela no podría decirle que tenía ganas de singárselo hasta mañana por la mañana a la orilla del Sena, o en el Pont Neuf envuelto hace un tiempo por Christo. El comentario acerca de su hambre cortó los impulsos:

--Soy muy dulcera.

--Creo que eres una pobre tonta llena de escalofríos y deseos.

Después su mano se deslizó del cuello al pezón izquierdo de ella. Quiso besarla.

--No, tú, qué te pasa, eh.

--¿Puedo invitarte a volar?

--Acepto cualquier invitación, siempre que no tengan que ver con robos.

Ahí estaba el enigma. Cuando él acarició y otra vez besó la mano. Ahí estaba el cabrón enigma. ¿Por qué ella, por qué él?

 

Ella volvió a las andadas. Primer día de estreno como hija de diplomáticos en París y ya estaba metiendo la pata. Debía de ser un ladrón muy rico, la limosina del aeropuerto era la misma que ahora los esperaba. Rico y ladrón no equidistaban mucho, según los dictados y los aspectos de la carta astrológica del cordón umbilical, la madre adivina, ¿o asesina? Música francesa en la radiocassettera: Brel aseguraba que «cuando ella duerme, nada se mueve», Bárbara ripostaba que «ella se inventa un país donde está el sol». París, gris de punta a rabo. Y enseguida, las afueras, y una casa elegante con muebles cubiertos con forros impecablemente blancos, y en el patio una avioneta. Antes de subirla, él regaló a Daniela un ramito de violetas.

La avioneta era negra. Él estaba vestido de negro. Daniela también. Él cubrió parte de su cara con un antifaz oscuro y los dos ojos azules sonrieron detenidos en el ramo de violetas. Un criado enmascaró también a Daniela con un segundo antifaz. Los ojos verdes se posaron aguados en las manos que comenzaron a oprimir botones de una colorida pizarra incomprensible. Ella excitada posó la mano en el muslo de su guía. Volaban sobre banlieue, donde vivien los enmigrantes, y Daniela supo que no estaba volando montada en una alfombra, abajo no era la vista aérea de una carta postal, abajo estaba la vida de una parte de la ciudad en penumbras. Ella, fría, quitó la mano del muslo. Él volvió a atraerla hacia su carne hirviente. Ella poco a poco subió la mano, abrió el zíper del pantalón, sacó un pájaro palpitante en la garganta de un huracán. Así quiso expresarse en París, en La Habana era simplemente una pingona pará. Aprisionó y el ave respondió con una punzada, más que un latido. Volaron sobre la bohemia perdida, las luces neónicas delataron que los escritores y pintores de antaño saldaron excelentemente sus deudas yéndose con sus músicas a otra parte. El pájaro creció más y más, Daniela sopló un pétalo de violeta sobre el pico y su lengua chocó con la cabeza del ave. La sed la dilataba. La mano de él enguantada en cabritilla recorrió sus nalgas, abrió los muslos, palpó a lo largo de la ranura, entró y salió el dedo al ritmo de las chupadas en la corona del ave, mamada de capotico. Él levantó dulcemente la cabeza de Daniela. ¡Volaban por encima del Arco de Triunfo de los Champs-Elysées! Fueron segundos, pero Daniela se pudo percatar de que muchos ojos como estrellas diminutas se habían clavado en ellos. Daniela se halló entre dos cielos. Arriba las estrellas como ojos de la noche, a sus pies ojos desorbitados como estrellas interrogantes. ¿Y si cuando uno mira a las estrellas estuviera reflejándose en ellas? Abajo estaba el terror, allá arriba una cierta paz no menos terrorífica. Basta que un avión pase sobre nuestras cabezas para que se desate el aviso de guerra en los cerebros.

Fueron pocos segundos. En el jardín, de violetas, el ave latiente aterrizó sobre su cuerpo. ¡Coño, mierda, olvidó el preservativo! Él dijo que nunca lo usaba. Ella que temía a las enfermedades. Le preguntó si era promiscuo. Él negó con la cabeza de arriba. La de abajo se hundió en el regazo uterino.

--¡Dios santo, qué peligro, no debo hacerlo con extranjeros que no sean seguros!

Esa frase le bajaba la mandarria a cualquiera. Pero él siguió:

--Olvidas que la extranjera eres tú.

Fue lento, sin aspavientos. Los franceses no son tan frenéticos cuando tiemplan como lo son los cubanos. Lengua con lengua, tiernos e inmortales. Él empujó el pájaro -el mandao- y éste tropezó con algo duro. Ella soltó un quejido ridículo y de sus labios brotó un rayo blanquísimamente neblinoso, como si escupiera polvo lunar. Sumamente sorprendido y gozoso y no menos caliente, él empujó de nuevo; el mismo resultado, un gemido y otro vómito galáctico: un haz plateado directo a Venus. Un impulso y otro y otro, singueta va y singueta viene, y la oscuridad celestial iluminada con rayos nacarados. El ave -el trozo- hinchada de estertores erizó sus plumas y cantó para la húmeda y roja carne donde incrustado en el tembloroso agujero del útero resplandecía un diamante, cual una trufa enterrada en un bien cortado foie gras. El canto del ave hizo eco en las cincuenta y ocho facetas y Daniela se hizo de una transparencia fosforescente, parecía una actriz de Spielberg, iluminando de inimitable castidad la noche parisina. Para Saint-Denis fue un grave problema, esa madrugada todas las putas recuperaron la doncellez de sus hímenes, y no fue fácil romperlos mientras la luz duró. Tan fácil que hubiera sido haber dicho: singaron y se vinieron como mulos, pero la literatura es muy a menudo así, como una mariconzona católica.

 

* Fragmento transcripto de la novela "La hija del embajador" de Zoé Valdés (n. La Habana, 1959), edición argentina de Emecé (96 págs. - diciembre, 1998). La autora, que actualmente vive en París, también ha publicado, entre otras, las novelas: "La nada cotidiana", "Sangre azul", "Café nostalgia", "Te dí la vida entera" y "Traficantes de belleza".

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