Memorias de una princesa rusa
Este relato es un fragmento, levemente adaptado por quien esto transcribe, de la célebre novela erótica de autor anónimo que lleva ese título.
El
príncipe Demetri estaba a cargo, por favor especial del Emperador Pablo, de la
Gobernación Militar de una de las provincias más grandes e importantes del
Imperio ruso, y en condición de tal tenía prácticamente el poder de la vida y la
muerte sobre el pueblo que gobernaba. El príncipe era de disposición vivaz y
festiva, y, dada su inmensa riqueza, sus entretenimientos y diversiones eran
magníficos. Así, los nobles de su provincia llevaban una vida despreocupada y
alegre, las consignas de su entorno eran: «Vive le badinage! Vive le
plaisir! Vive la joie!». A este peligroso torbellino se vio arrojada la
joven princesa, sobre todo porque su padre se encontraba con frecuencia ausente
en San Petersburgo. Al parecer fue durante este período cuando la princesa
Vávara Softa empezó a redactar su diario, el que llegado a mis manos me permitió
redactar esta historia.
Entre los criados destinados al servicio de la hija de tan ilustre noble, estaba
su doncella personal Proscovia, una jovencita muy poco mayor que su ama y que
parece haber gozado, como suele ocurrir en estos casos, de la confianza plena de
la princesa.
El palacio en que residía el Gobernador era un edificio de vasta superficie, incluso al compararlo con instituciones de la misma naturaleza en Rusia, y la princesa disponía de toda un ala separada del mismo. Adjunto a la persona del príncipe, actuaba como aire de campo un joven y apuesto oficial cuyo nombre era Petróvich; por pretencioso que pueda considerarse, este joven oficial aspiraba al amor de la bella hija del Gobernador.
Dicha pretensión no resultó del todo despreciable para la damita, y el aire de
campo encontró los medios -con asistencia de la criada- de entrar por la noche
en los aposentos de la princesa. Poseída por un temperamento como el suyo, la
jovencita no pudo resistirse a su apuesto galán -en verdad ni siquiera lo
intentó-, y por ende no sólo fue en sus habitaciones, sino en su propia cama y
en sus brazos donde satisfizo sus fervientes instintos y los del ardiente
amante. Petróvich, un joven sano y vigoroso de unos veintitrés años de edad,
encontró la forma de complacer todos los deseos de ella en los brincos amorosos
a que se entregaron, mientras la doncella Proscovia, siempre vigilante, se ocupó
de que los vagos y a medias sofocados sonidos expresivos del placer, o el menor
ruido ocasionado por la entrada y salida de él, no despertaran sospechas. El
riesgo era enorme: el knut y Siberia eran el castigo menos severo que
aguardaba al desafortunado Petróvich en caso de que el poco suspicaz Gobernador
lo descubriera en tan nefanda transgresión.
En esa época la princesa Vávara estaba en la etapa más deliciosa y con toda
probabilidad más fascinante de su belleza. En pleno desarrollo hacia su
condición de mujer, poseía atractivos que habían despertado ya la reiterada
observación y atenciones del mismísimo emperador Pablo. Quien esto relata ha
tenido el privilegio de ver un retrato de ella que la pinta como una niña de
encanto sin par, cuyos hermosos cabellos, tez deslumbrante y piel marfileña
reunían la perfección de una Hebe de la Antigüedad. Su forma y su figura
armonizaban con el resto de sus perfecciones, en tanto la gracia de su porte y
pose dejaban entrever por sí mismos su noble cuna y linaje. Su carácter, empero,
no era del todo acorde con su estampa. Su temperamento, mimado y desatado, era
porfiado y autoritario, y no dudaba en golpear a los sirvientes con sus propios
puños, ni en dirigirse a ellos con un lenguaje que habría dejado atónito a
cualquiera que no estuviese acostumbrado a la autocrática conducta de la
poderosa nobleza rusa.
La princesa no toleraba negativas ni demoras, y en su caso desear acababa en poseer: para su naturaleza imperiosa, la satisfacción de un deseo o un capricho sólo era la exigencia de un derecho, la adjudicación de algo que deseaba y estaba destinado a pertenecerle.
La. aventura galante con Petróvich continuó durante un mes sin que ocurriese nada que provocara alarma, hasta que se produjo una circunstancia que alteró la situación.
Proscovia tenía un hermano, un conductor de trineo que a menudo había visto y observado a la princesa; a este canalla -un voluminoso y malintencionado individuo, que ocultaba su auténtica catadura bajo un exterior aparentemente honrado- no se le había pasado por alto cierta intimidad entre el aire de campo y su joven ama cada vez que creían que nadie los veía. Impresionado por esta idea, y resentido desde tiempo atrás con el galán, Iván trató de sonsacarle más a su hermana Proscovia, y las respuestas con que ésta intentó desviarlo del tema sólo sirvieron para aumentar sus sospechas. Vigiló como un gato, y por fin vio introducirse al feliz Petróvich en los aposentos de la joven princesa bien entrada la noche.
Con todas las medidas cautelares necesarias, Iván logró hacer llegar al príncipe una carta anónima cuyo contenido, fuere cual fuese, bastó para que el potentado hirviera de furia y disgusto. A medias incrédulo, a medias inclinado a dar crédito a la deshonrosa insinuación transmitida por medios tan sucios, el príncipe Demetri se precipitó a los aposentos de su hija.
Enfrentado a la vigilancia de la criada, se vio obligado a hacer una breve pausa
antes de invadir a toda prisa las habitaciones de la damita. Cuando por fin lo
hizo, encontró a su hija sentada ante una mesa, leyendo tranquilamente, y sólo
ansiosa por conocer la causa de tan inusual visita de su padre. Todavía
incrédulo, el desconcertado príncipe -con el pretexto de la posible existencia
de ladrones, asaltantes y otros intrusos de malas intenciones-, registró las
habitaciones del ala por los cuatro costados.
Por último, tras la infructuosa búsqueda, se retiró.
La princesa, ocupándose antes de atrancar todas las puertas, corrió a abrir con Procovia el macizo baúl en el que habían encerrado al tembloroso aire de campo. Pero Petróvich se había sentido al parecer tan sobrecogido de terror que no podía moverse: lo tocaron, lo incorporaron, pero sólo para descubrir que el desgraciado se había asfixiado y que se le había extinguido la vida. Cualquier persona corriente habría sucumbido de pánico en semejante situación. ¡Que encontraran muerto al aire de campo del Gobernador en los aposentos de su hija! Impensable. No había que perder un solo minuto. La princesa y su criada reflexionaron. Enseguida Proscovia pensó en su hermano y salió corriendo a buscarlo. No estaba lejos, por cierto.
Entretanto, en lugar de llorar por la pérdida de su amante, la princesa empezó a pensar que al fin y al cabo el galán no estaba del todo a su altura: de hecho, ya empezaba a cansarse de él cuando ocurrió el funesto accidente. Pronto Proscovia dio con Iván y éste prometió de buena gana -por razones personales- hacer todo lo que estuviera en sus manos para librarlas de tan comprometedora carga.
Buscó sus caballos y su trineo, y condujo el vehículo sobre la nieve que caía
copiosamente, alzó el cadáver del desafortunado aire de campo y lo arrojó sobre
el trineo con pocos miramientos. Luego partió en plena noche al río helado,
cogió un pico que llevaba consigo y practicó un agujero en el hielo, por el cual
hizo descender el cuerpo del joven Petróvich con una gran piedra atada a los
pies. Luego amontonó la nieve encima del boquete y dejó el cadáver allí para que
fuese devorado por los grandes esturiones del Volga y con la certidumbre de que
la cavidad volvería a cerrarse con la helada.
La satisfacción de la princesa, al verse tan fácilmente liberada de las
consecuencias de su imprudencia, anuló de inmediato todo sentimiento de pena por
la pérdida del amante; la desaparición de Petróvich se explicó por su supuesta
huida a consecuencia de ciertas deudas de juego que no podía pagar, y por temor
de que ello llegara a oídos del Gobernador, como por cierto parecía ser, según
quedó confirmado por la investigación que se llevó a cabo.
Iván pensó entonces en la importancia del secreto que poseía y en la forma de hacerlo valer. Así, una noche se presentó audazmente ante la puerta de los aposentos de la princesa Vávara y exigió a su hermana que lo llevara a presencia de la hermosa y joven ama. He de consignar que éste Iván, como muchos campesinos rusos criados en servidumbre, era lúbrico y cruel en alto grado. Además era rapaz, y tan robusto y ancho de hombros como cualquiera de los mujiks que estaban al servicio del príncipe.
Él sabía, naturalmente, qué había llevado al desafortunado aire de campo a los aposentos de la princesa; y así fue como este ser jactancioso se consideró tan bueno como aquél para dar satisfacción a la princesa, además de contar con ponerle las manos encima a una buena suma de dinero por su silencio y discreción. En consecuencia, cuando tuvo frente a sí a la princesa, estas ideas empezaban a rondar por su mente y exhibió una conducta tan imperturbable que su ama comprendió a primera vista cuáles eran sus propósitos.
Con la mirada desorbitada del codicioso, Iván no rechazó el puñado de billetes de veinte rublos que la bella jovencita puso en la palma de su mano musculosa, y aceptó la invitación a beber de su propia petaca de plata llena de coñac. Gradualmente, mientras ella le sonreía, fue incrementándose la confianza del individuo, y en concordancia la insolencia de sus deseos. La princesa era lo bastante inteligente como para juzgarlo acertadamente de un vistazo.
--Supongo, digna y noble señora, que ahora no tenéis galán --dijo Iván, con un
amago de sonrisa de complicidad.
--No, Iván. . . ninguno. Y de un momento a otro --agregó la princesa,
sonriente-- pienso que deberé encontrar otro.
Iván vio su oportunidad y con todo descaro sugirió:
--¿Qué os parece, Excelencia, si os lo busco?
--Eso no serviría de nada, mi buen Iván, porque preferiría escogerlo
personalmente. No confío en que lo busque otra persona, por inteligente que sea.
--¡Será un hombre afortunado! --murmuró Iván.
--Quizás... eso dependerá de él; tiene que ser alto y ancho, fornido y de buena
planta, lo bastante fuerte para arrastrar a un hombre pesado por el hielo, Iván.
--¡Por todos los santos! Yo soy todo eso --sonrió Iván.
--Si así es, Iván, acércate, durak (1) y déjame ver con mis
propios ojos qué clase de hombre eres.
Después de estas palabras, la joven princesa hizo señas a Iván para que se
despojara de algunas prendas de su vestimenta, orden que el meritorio no vaciló
en obedecer, pues entendió rápidamente los ademanes de Vávara.
Tras unos segundos empleados en aflojar cuerdas y hebillas, pues la naturaleza grosera del siervo ruso carecía de reservas, Iván dejó caer esas prendas y quedó a medias expuesta su desnudez a la mirada de la jovencita.
La princesa, cuya naturaleza lasciva se despertó deprisa, en cuanto percibió las musculosas proporciones de los miembros del mujik, se inflamó de deseo, a pesar del aspecto sucio de aquél y sus vestiduras de campesino, confeccionadas con pieles grasientas. El astuto Iván había dejado a la vista lo suficiente para que la procaz princesa ansiara ver más, y mientras ella lo contemplaba con la respiración acelerada y las mejillas ardientes, él sintió que los encantos de tan selecto y delicioso bocado, inspeccionándolo con tal desfachatez, avivaban su apetito carnal hasta un punto casi irresistible. Así, las facultades mentales transmitieron rápidamente sus impresiones a la carne, provocando que desplegara su virilidad de una manera muy simple e inconfundible.
--Eres un hombre portentoso, Iván, tu enamorada de seguro estará orgullosa de
ti, pero al mismo tiempo eres terrible. . . Déjame ver de inmediato, durar,
el instrumento con que haces el amor.
Entonces Iván se quitó de buena gana los restantes obstáculos que impedían que
la princesa lo viera por completo, desnudando las partes secretas de su cuerpo y
dando así testimonio instantáneo de su disposición y su vigor.
El astuto mujik estaba erecto y sonreía con desfachatez. En cuanto a la princesa, ésta se mostró encantada con tal exposición, y dada su ignorancia de las proporciones ocultas bajo el grosero exterior de un rústico, fijó su mirada con asombro y deleite en lo que él puso de relieve. Iván, que a toda velocidad se estaba volviendo loco de ardor, apenas podía contener el ansia de satisfacer sus deseos.
Por fin ella, dejando de lado cualquier consideración pudorosa, le hizo señas de que se aproximara más, y con gran excitación -mientras sus bellos pechos se movían con la irregularidad de su respiración y sus ojos delataban la pasión que la consumía- rodeó con su pequeña y fina mano el miembro, haciendo hormiguear la carne de él e hinchando sus partes, que se enardecieron más que nunca ante el excitante contacto de esos dedos.
Con su acostumbrada astucia, Iván comprendió el estado en que se hallaba la princesa, y gozó con los toques indelicados y el examen a que ahora ella lo sometía. Por ende le facilitó la investigación y descaradamente se quitó hasta el último vestigio de vestimenta, sin que ella se lo ordenara.
El mujik era, de ello no cabe duda, un hombre portentoso. . . en este sentido la princesa había dicho la pura verdad. Con más de metro ochenta de estatura, un cuerpo bien formado, ancho, con imponentes músculos en sus fuertes miembros, Iván era un modelo para un artista, y su rostro, dotado de mucho pelo como el resto de su cuerpo, aunque de carácter taimado y de expresión brutal, no carecía de cierto encanto.
Una vez que la princesa cogió literalmente el toro por los cuernos, avivada plenamente su naturaleza lasciva, no pensaba conformarse con fruslerías. Percibió el efecto de su acto voluptuoso en el mujik, lo que sirvió para encender su sangre y transportar sus sentidos más allá del freno de la razón. Con los labios jadeantes musitó, al tiempo que sus caricias se volvían más y más pronunciadas:
--Mujik, ¿puedo confiar en ti, eres capaz de guardar un secreto?
--¡Seguro! ¿Acaso no poseo ya uno?
La princesa sonrió mientras atraía el cuerpo de él hacia el suyo.
--¡Sé discreto, Iván, muchacho! ¿Me oyes? Te tomaré como amante, harás conmigo
lo que tu alma quiera. Yacerás en mis brazos y me poseerás. Me atravesarás como
te plazca. Penetrarás mi cuerpo con el tuyo. ¡Esta cosa enorme que aprieto,
mujik, tonto, sentirá la calentura de mi sangre, penetrará lo más profundo
de mi alma. . . no la rechazaré por su largura ni por su anchura, será recibida
en mi persona y estaremos unidos. . . tus placeres serán los del paraíso, Iván,
tu sangre y la mía bullirán juntas de deleite, tus sensaciones se convertirán en
éxtasis, hasta que. . . Ah, duran, ya veremos.
Y la princesa, que había hablado en el dialecto común del campesinado para que
el mujik la comprendiera mejor, temblando por su propia excitación,
adelantó sus bellos labios húmedos hasta los de Iván y suavemente insertó la
punta de la lengua entre ellos.
Como el lector puede imaginar, el vulgar mujik abandonó su pasividad.
Durante las ardientes palabras de la princesa, sintió el excesivo ardor a que lo
estaba sometiendo; y mientras cada oración se hundía en su corazón y al mismo
tiempo encendía su obscena imaginación, la fue rodeando con sus brazos y sus
manazas recorrieron el cuerpo de ella tratando en vano de descubrir un camino
hacia los tesoros que ansiaba explorar.
Entonces Vávara se dignó ayudarlo. Por algún medio misterioso su vestido cedió y
la descubrió en su maravillosa belleza desnuda a los ojos del sirviente. Ahora
le había llegado el turno a él. Impaciente por la demora y delirante de
concupiscencia, se precipitó sobre ella. Cubrió el suave cuerpo con besos desde
la cabeza a los pies, ella consintió sus caricias mientras las manos de él
erraban sobre sus encantos, e incluso sus partes más íntimas estuvieron a su
merced. La princesa nada le negó, sino que le entregó su cuerpo voluptuoso sin
reservas. Iván prosiguió atrevidamente con sus toqueteos y sus besos, hasta que
ella, ardiente por sus abrazos, mostró tanto abandono como el campesino.
Entonces el mujik buscó la satisfacción de su fogosidad y la saciedad
de su desenfreno en la persona de su ama. Se incorporó y, tras separarle sus
dóciles piernas, montó sobre ella. Así quedaron unidas sus carnes, así se
mezclaron el aliento ardoroso y los suspiros de ambos, conjugados en un mismo
deseo, encendidos de ardiente impaciencia. Ya estaba el feroz pecaminoso a mitad
de las puertas abiertas, probando una entrada que los groseros intentos del
mujik y la desproporción de las partes volvían inútil. Una y otra vez
intentó adaptarse al estrecho sendero de los deleites prometidos, y empezó a
temer que las delicadas formas de la princesa Vávara no estuviesen destinadas al
placer de un hombrón tan bien dotado como él.
Pero entonces, fiel a su promesa, la princesa acudió en auxilio del mujik. Jamás se había visto sometida con anterioridad a un ataque semejante, pero sus deseos igualaban a los de él y no se desanimaba por dificultades susceptibles de ser superadas.
Cogió de nuevo el miembro hinchado del rústico y con su propia mano lo puso en contacto, prestándose a tan poco delicada operación, e intentó practicar una entrada horadándose a sí misma con el arma del amor cuyos placeres había imaginado; su experiencia y su determinación pudieron con lo que la fuerza brutal del mujik no había conseguido, pues ya sintió sus partes penetradas y el movimiento del inmenso asaltante en el camino acertado. Apartó la mano, y con los dientes apretados aguardó el impacto de la cópula:
--Empuja ahora, muchacho, y goza de mí para contento de tu corazón --murmuró en
voz baja.
En cuanto el impaciente mujik detectó las delicadas presiones a que
ahora se veía sometido, descubrió su ventaja y, juzgando que lo único que debía
hacer para alcanzar su objetivo era empujar sin otra consideración que su propio
placer, puso manos a la obra contorsionando los miembros y la flexible cintura,
introduciéndose hasta lo más profundo de la encantadora princesa, pese al
evidente sufrimiento que producían sus torpes intentos. En cuanto a ella, tras
percibir el asaetamiento de la terrible coyunda, sintiendo que no tenía nada más
que temer y que había recibido tal como anhelaba el miembro rígido del mujik en
su cuerpo tan lejos como era posible penetrarla, rodeó con brazos y piernas al
hombre y lo apretó tan fuerte que imposibilitó todo movimiento por parte de él,
Y así yacieron sus cuerpos unidos, la princesa deleitándose con la palpitación
de la abundante verga de Iván en su interior.
Pero pronto el mujik se disparó por razones de fuerza mayor,
encontrándose en una especie de cielo paroxístico: las sensaciones
experimentadas lo aguijonearon, el movimiento se convirtió en una necesidad y
comenzó a dar empellones con sus caderas con tanta fuerza y energía que la
princesa gritó de deleite. El mujik empujaba, y no bien percibió el
estado de su pareja y notó que ella compartía sus placeres, redobló los
movimientos y, mezclando los gemidos de éxtasis, sus cuerpos se elevaban y
hundían en la consecución del acto obsceno. La princesa lamentaba que no pudiese
durar eternamente, Iván se esforzaba por alcanzar el punto culminante de su
goce, que también significaría el punto foral de su incontinencia. La princesa
sintió que las partes del libidinoso se volvían más duras y calientes, el
mujik creyó que sus sentidos lo abandonaban mientras llegaban juntos a un
coito frenético y, con rugidos de satisfacción tan roncos como los de un
semental con una yegua, inyectó en el cuerpo de la princesa una asombrosa
cantidad de semen. La embriaguez de su descarga provocó que el mujik
emitiera gritos de regodeo, mientras la damita, abrumada por el éxtasis que él
le ocasionaba, permaneció casi desmayada mientras recibía la inundación. Apenas
había acabado Iván cuando recomenzó, y ella, que empezaba a deleitarse con el
miembro potente de ese hombre vulgar con mayor fruición de la que jamás había
experimentado, se entregó por entero a la brutal voluptuosidad de verse así
ferozmente ultrajada. Hubieron tres coitos completos, antes de que el mujik
se retirara del cuerpo de la princesa, con su apetito carnal aplacado por el
momento, y permaneciera resollante, con lo ojos entrecerrados, a su lado.
No pasó mucho tiempo antes de que los pensamientos del lujurioso placer que
había disfrutado con su encantadora amante, y quizá también las hormigueantes
sensaciones que seguían acosándolo después de la última coyunda, hicieran que el
mujik mostrara otra vez síntomas recurrentes de su virilidad. La vista
del sucio individuo en este estado inflamó de nuevo los deseos de la princesa
Vávara, y sus besos y toques lascivos ejercieron el efecto correspondiente en el
mujik, hasta el punto en que éste retomó deprisa su posición encima de
ella, y con ansiosos empellones penetró nuevamente sus partes pudendas. Pero
esta vez, en cuanto su miembro hinchado quedó envainado donde ambos deseaban, y
sus cuerpos apretados volvían a contorsionarse, se abrió la puerta de la cámara
e hizo su aparición Proscovia.
Cuando el mujik notó que se abría la puerta y entraba alguien, flotaron
ante sus ojos visiones del knut y de Siberia. Retirando su erecto
miembro humeante, incapaz de hacer nada más a causa del miedo, permaneció con la
vista fija, su indecencia plenamente expuesta a la vista de Proscovia.
Entretanto la princesa Vávara, mordiéndose los labios purpúreos, disgustada,
dividía su atención entre el miembro hinchado del mujik y la atrevida
intrusa. En ese instante Proscovia supo plenamente de las irregularidades de su
ama, cuyo début había sido ya celebrado en una corte como la de Rusia,
infestada de los vicios bestiales de la Emperatriz Catalina que, como no podía
dejar de ocurrir, produjeron todos los efectos de que eran capaces en las
costumbres y el temperamento de la princesa Vávara; pero este último acto cogió
a Proscovia por sorpresa, para no hablar del asombro y el desmayo con que
reconoció a su hermano en semejante posición.
La criada estaba pues a punto de retirarse, cuando la voz de su ama le ordenó que no se moviera de donde estaba:
--¡Cierra la puerta y pon la tranca, Proscovia! ¡Ven aquí de inmediato! ¡No,
nada de caprichos! Te ordeno, so pena de la inmediata inflicción del knut,
que obedezcas.
Luego, al ver que la chica todavía vacilaba ante tan extraño espectáculo, la
princesa se levantó, golpeó furiosa el suelo con su pequeño pie y sacudió un
puño cerrado ante la cara de Proscovia.
Pero Vávara conocía su papel a la perfección y no permitiría que una simple sirvienta la desobedeciera. Desdeñó cubrirse el cuerpo desnudo y, por el contrario, permaneció erguida en todo su encanto. Iván, igualmente desnudo, tenía la vista fija, los ojos desorbitados. La princesa aferró el miembro erecto del mujik y lo agitó delante de la doncella.
--¿Ves esto, Proscovia? Tu hermano es un hombre portentoso. . . Vamos, olvida falsos recatos y dime lo que piensas de verdad.
Ante tan autoritaria apelación, la criada tartamudeó algo a modo de respuesta y
permaneció temblorosa aguardando las órdenes de su ama imperiosa, no sin
manifestar en su actitud cierta dosis de avergonzada confusión.
Proscovia había sido educada con más esmero que la mayoría de las de su clase
social, pues había sido seleccionada, como otros miembros de la servidumbre, de
las vastas propiedades del príncipe, para el servicio personal de la princesa.
En cumplimiento de este oficio, había sido separada de su familia y había visto
muy poco a su hermano Iván hasta que regresó de la capital con su ama, cuando el
príncipe Demetri asumió las funciones de gobernador. No es mi intención insinuar
aquí que el campesino ruso, en la época cuyos datos recojo, fuese un grupo por
completo abandonado en lo que respecta a su moral, pero no podía esperarse que
tanto vicio, abierto y descontrolado como el que afectaba a las clases
superiores, no arrojara una sombra descendente sobre las capas más bajas de la
comunidad, y debemos recordar que los siervos ni siquiera tenían el incentivo de
la libertad para ennoblecer sus ideas de la vida. Proscovia no era mejor que
ellos, y además había penetrado en su mente la degradante influencia de la vida
cortesana en San Petersburgo. Era una muchacha que destacaba por su figura, y
naturalmente no había recibido pocas atenciones por parte del otro sexo.
Iván no albergaba la menor preocupación ni escrúpulos con respecto a su consanguinidad, y en cambio concebía un secreto deseo hacia su hermana, deseo que ya había intentado contagiarle, aunque en vano.
Vávara tenía su propio punto de vista; había comprendido hasta qué punto los dos hermanos estaban vinculados a ella por un incómodo secreto, y nunca permitía que ningún escrúpulo la apartara de sus propósitos una vez que los concebía. Interpretando la mirada ávida del mujik desnudo como buena señal, arrastró a la chica hacia delante y cogiéndole la mano la apoyó en la parte más indelicada de su hermano. Éste captó la idea y ardió en deseos de satisfacer el goce interrumpido, y no sólo contribuyó a los manejos de la princesa sino que atrajo a Proscovia hacia él y la besó repetidas veces en la boca.
--Ven, Proscovia --dijo el ama--, nada de timideces ni pudores. Iván todavía no
está satisfecho y una chica bonita como tú no le vendría mal. ¡Fíjate en qué
estado se encuentra!
Entre los dos la empujaron hasta el diván. La sirvienta temía demasiado a la
princesa para ofrecer resistencia. Un segundo después el brutal mujik,
a quien la situación le parecía una estupenda broma, le había levantado las
faldas a la hermana hasta el pecho, dejando al descubierto sus jóvenes y bien
contorneadas formas. La princesa lo ayudó, estimulándolo con la voz y el
ejemplo. Entonces Iván, blandiendo el miembro que en ningún momento había
perdido la evidencia de su virilidad avanzó hacia el ataque incestuoso, medio
borracho de lujuria y con la excitación que le proporcionaba este nuevo objeto
impúdico. Forcejearon los tres, cayendo a veces a un lado y a veces al otro,
mientras el feroz Iván se esforzaba por cumplir su propósito. Por fin se
presentó una oportunidad favorable, empujó y con un grito de triunfo logró
forzar el cuerpo de su hermana.
La princesa se apartó y observó con deleite la operación, mientras los
movimientos desesperados del mujik delataban su placer. Proscovia, a
medias aplastada por el peso de su hermano y aterrada casi hasta el punto de
perder el conocimiento, no presentó la menor oposición; el brutal individuo, por
completar el acto, acabó con un grito voluptuoso al sentir que el clímax final
se apoderaba de sus sentidos. Tras descargarse hasta su completa satisfacción,
retiró el miembro del cuerpo de su hermana y se apresuró a cubrir las partes
chorreantes.
Entonces las dos mujeres se ocuparon rápidamente de liberarse del mujik,
la princesa prometiéndole una pronta renovación de sus placeres, la hermana
reprochándole la brutalidad, aunque al mismo tiempo relamiéndose en secreto por
el estado en que se encontraba.
De este modo, la princesa se había asegurado definitivamente la reserva y fidelidad de la criada: ¿Acaso no estaban remando las dos en el mismo bote?
***
(1) durak: tonto.
Las Memorias de una Princesa Rusa, cuyo autor permanece desconocido, fue probablemente compuesta entre los últimos años del Siglo XIX y primeros del XX; ha formado habitualmente parte de los "Inferno" en las bibliotecas privadas más conspicuas. Como se ve, su calidad lo merece.
Transcripción y adaptación: Clarke.