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Nouvelle 1: Otras plumas (03)

en Otros Textos

Seda

por Alessandro Baricco.

23.

POR LA TARDE Hervé Joncour preparó el equipaje. Después se dejó conducir a la gran habitación enchapada en piedra para el rito del baño. Se extendió, cerró los ojos y pensó en la gran jaula, loco presente de amor. Le pusieron sobre los ojos un paño húmedo. Nunca lo habían hecho. Instintivamente trató de quitárselo pero una mano tomó la suya y la detuvo. No era la mano vieja de una vieja.

Hervé Joncour sintió el agua regarse encima de su cuerpo, sobre las piernas primero, y después a lo largo de los brazos y encima del pecho. Agua como aceite. Y un silencio extraño, alrededor. Sintió la levedad de un velo de seda que bajaba sobre él. Y las manos de mujer –de una mujer— que lo secaban, acariciando su piel por todas partes: aquellas manos y aquel tejido urdido de nada. Él no se movió nunca, ni siquiera cuando sintió las manos subir por la espalda al cuello y los dedos –la seda y los dedos— subir hasta sus labios y rozarlos, lentamente, una vez, y desaparecer.

Hervé Joncour sintió todavía el velo de seda levantarse y alejarse de él. Lo último fue una mano que abría la suya y le depositaba algo en la palma.

Esperó largo rato, en el silencio, sin moverse. Luego se quitó con lentitud el paño húmedo de los ojos. Casi no había luz en la habitación. No había nadie en torno. Se levantó, tomó la túnica que yacía doblada en el suelo, se la puso sobre los hombros, salió de la habitación, atravesó la casa, llegó delante de su estera y se acostó. Se puso a mirar la llama que temblaba, diminuta, en el farol. Y, con cuidado, detuvo el Tiempo, por todo el tiempo que quiso.

Fue poca cosa, luego, abrir la mano y ver aquel folio. Pequeño. Pocos ideogramas diseñados uno debajo del otro. Tinta negra.

 

24.

AL DIA SIGUIENTE, temprano en la mañana, Hervé Joncour partió. Escondidos entre el equipaje, llevaba consigo millares de huevos de gusano, es decir, el futuro de Lavilledieu y el trabajo para centenares de personas y la riqueza para una docena de ellas. Donde el camino volteaba a la izquierda, escondiendo para siempre detrás del perfil de la colina la vista del pueblo, se detuvo, sin preocuparse por los dos hombres que lo acompañaban. Bajo del caballo y permaneció un rato al borde del camino, con la mirada fija en aquellas casas colgadas en el flanco de la colina.

Seis días después Hervé Joncour se embarcó, en Takaoka, en un barco de contrabandistas holandeses que lo llevo a Sabirk. Desde allí remontó la frontera china hasta el lago Bajkal, atravesó cuatro mil kilómetros de tierra siberiana, superó los Urales, alcanzó Kiev y en un tren recorrió toda Europa, de este a oeste, hasta llegar, después de tres meses de viaje, a Francia. El primer domingo de abril –a tiempo para la Misa Mayor— apareció en las puertas de Lavilledieu. Vio a su mujer Hélene correr a su encuentro y sintió el perfume de su piel cuando la estrechó contra sí y el terciopelo de su voz cuando le dijo:

—Has vuelto.

Dulcemente.

—Has vuelto.

 

25.

EN LAVILLEDIEU la vida transcurría simple, ordenada por una metódica normalidad. Hervé Joncour la dejó resbalar encima de él por cuarenta y un días. El cuadragésimo segundo se levantó, abrió un cajón de su baúl de viaje, sacó un mapa del Japón, lo abrió y tomó la hojita que había escondido adentro unos meses atrás. Pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro. Tinta negra. Se sentó en el escritorio y permaneció un largo rato observándola.

Encontró a Baldabiou en Verdun, en el billar. Siempre jugaba solo, contra él mismo. Partidas extrañas. El sano contra el manco, las llamaba. Daba un golpe normal y luego otro con una sola mano. El día que venza el manco —decía— me iré de esta ciudad. Hacía años el manco perdía.

—Baldabiou, tengo que encontrar a alguien, aquí, que sepa leer japonés.

El manco tacó a dos bandas con efecto contrario.

—Pregúntale a Hervé Joncour, él lo sabe todo.

—Yo no entiendo nada.

—Aquí el japonés eres tú.

—Pero igual no entiendo nada.

El sano se inclinó sobre el taco e hizo un tiro de seis puntos.

—Entonces no queda sino Madame Blanche. Tiene un almacén de telas en Nimes. Encima del almacén hay un burdel. También es suyo. Es rica. Y es japonesa.

—¿Japonesa? ¿Y como llegó hasta aquí?

—No se lo preguntes si quieres obtener algo de ella. Mierda.

El manco acababa de fallar un tiro a tres bandas de catorce puntos.

 

26.

A SU MUJER, Hélene, Hervé Joncour le dijo que tenía que ir a Nimes por negocios; y que regresaría el mismo día.

Subió al primer piso, sobre el negocio de telas, en el 12 de la calle Moscat y preguntó por Madame Blanche. Lo hicieron esperar largo rato. El salón estaba amueblado como para una fiesta iniciada años antes y no terminada nunca. Todas las muchachas eran jóvenes y francesas. Había un pianista que tocaba, con sordina, motivos que sabían a Rusia. Al final de cada pieza se pasaba la mano derecha por el pelo y murmuraba.

—Vóilà.

 

27.

HERVÉ JONCOUR esperó un par de horas. Luego lo acompañaron a lo largo de un corredor hasta la última puerta. La abrió y entró.

Madame Blanche estaba sentada en una gran poltrona al lado de la ventana. Llevaba un gran kimono de estofa ligera: completamente blanco. En los dedos, como si fueran anillos, llevaba pequeñas flores de un azul intenso. Los cabellos negros, brillantes; el rostro oriental, perfecto.

—¿Qué le hace pensar que es tan rico que puede acostarse conmigo?

Hervé Joncour permaneció de pie, delante de ella, con el sombrero en la mano.

—Necesito que me haga un favor. No importa a qué precio.

Después tomó del bolsillo interno de la chaqueta una hoja pequeña, doblada en cuatro, y se la entregó.

—Debo saber qué dice.

Madame Blanche no se movió un milímetro. Tenía los labios entreabiertos; parecían la prehistoria de una sonrisa.

—Se lo ruego, madame.

No tenía ninguna razón en el mundo para hacerlo. Sin embargo, tomó la hoja, la abrió, la miró. Alzó los ojos hacia Hervé Joncour, los volvió a bajar. Dobló la hoja de nuevo, con lentitud. Cuando se inclinó hacia adelante, para devolvérsela, el kimono se le abrió un poco sobre el pecho. Hervé Joncour vio que no tenía nada debajo y que su piel era joven y cándida.

—Vuelve, o moriré.

Lo dijo con voz fría, mirando a Hervé Joncour a los ojos y sin dejar escapar la menor expresión.

Vuelve, o moriré.

Hervé Joncour metió de nuevo la hojita en el bolsillo interno de la chaqueta.

—Gracias.

Hizo una reverencia, después se volvió, caminó hasta la puerta y se detuvo para dejar algunos billetes sobre la mesa.

—Déjelo así.

Hervé Joncour dudó un segundo.

—No hablo del dinero. Hablo de esa mujer. Déjelo así. No morirá y usted lo sabe.

Sin volverse, Hervé Joncour apoyó los billetes en la mesa, abrió la puerta y se marchó.

 

28.

BALDABIOU DECÍA que venían de París, de vez en cuando, para hacer el amor con Madame Blanche. De regreso a la capital, ostentaban en el ojal de la chaqueta pequeñas flores azules, las mismas que ella llevaba siempre entre los dedos, como si fueran anillos.

 

29.

POR PRIMERA vez en su vida, Hervé Joncour llevó a su mujer aquel verano a la Riviera. Se hospedaron por dos semanas en un hotel de Niza, frecuentado en su mayor parte por ingleses y conocido por las veladas musicales que ofrecía a los clientes. Hélene se había convencido de que en un lugar tan bello serían capaces de concebir el hijo que, en vano, habían esperado por años. Juntos decidieron que sería un varón. y que se llamaría Philippe. Participaban, con discreción, en la vida mundana del balneario, divirtiéndose después encerrados en su cuarto, y riéndose de los extraños tipos que habían conocido. En el concierto, una tarde, conocieron a un comerciante de pieles polaco: decía que había estado en Japón.

La noche antes de partir, Hervé Joncour se despertó, cuando todavía estaba oscuro, se levantó y se acercó al lecho de Hélene. Cuando ella abrió los ojos, él oyó a su propia voz decir muy quedo:

—Siempre te amaré.

 

30.

A PRINCIPIOS de septiembre los sericicultores de Lavilledieu se reunieron para decidir qué harían. El gobierno había mandado a Nimes a un joven biólogo encargado de estudiar la enfermedad que inutilizaba los huevos producidos en Francia. Se llamaba Louis Pasteur: trabajaba con microscopios capaces de ver lo invisible: decían que ya había obtenido resultados extraordinarios. Del Japón llegaban noticias de una inminente guerra civil, fomentada por las fuerzas que se oponían a la entrada de los extranjeros en el país. El consulado francés, instalado hacía poco en Yokohama, mandaba despachos que desaconsejaban por el momento emprender relaciones comerciales con la isla, invitando a esperar mejores tiempos. Inclinados a la prudencia y sensibles al enorme costo que cada expedición clandestina al Japón comportaba, muchos de los notables de Lavilledieu alentaron la hipótesis de suspender los viajes de Hervé Joncour y fiarse por ese año de las remesas de huevos, medianamente fiables, que llegaban de los grandes importadores del Medio Oriente. Baldabiou se limitó a escucharlos a todos, sin decir una palabra. Cuando al fin le tocó hablar, lo que hizo fue poner su bastón de caña sobre la mesa y alzar la mirada hacia el hombre sentado frente a él. Y esperar.

Hervé Joncour sabía de las investigaciones de Pasteur y había leído las noticias que llegaban del Japón: pero siempre se abstuvo de comentarlas. Prefería gastar su tiempo en retocar el proyecto del parque que deseaba construir en torno a su casa. Escondido en un rincón del estudio conservaba una hoja doblada en cuatro, con pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro, tinta negra. Tenía una considerable cuenta en el banco, llevaba una vida tranquila y abrigaba la razonable ilusión de convertirse pronto en padre. Cuando Baldabiou levantó, la mirada hacia él, lo que dijo fue:

—Decide tú, Baldabiou.

 

31.

HERVË JONCOUR partió hacia el Japón a principios de octubre. Cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, alcanzó en tren Viena y Budapest para después proseguir hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó por cuarenta días hasta alcanzar el lago Bajkal, que la gente del lugar llamaba: el último. Remontó el curso del río Amur, caboteando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk por diez días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, sobre la costa oeste del Japón. Lo que encontró fue un país en desordenada espera de una guerra que no conseguía estallar. Viajó días enteros sin tener que recurrir a la consabida prudencia, ya que en torno a él los mapas del poder y las redes de los controles parecían haberse disuelto en la inminencia de una explosión que los rediseñaría totalmente. En Shirakawa encontró al hombre que debía llevarlo donde Hara Kei. En dos días a caballo avistaron el pueblo. Hervé Joncour entró a pie para que la noticia de su llegada pudiera llegar antes que él.

 

32.

LO LLEVARON a una de las últimas casas del pueblo, a espaldas del bosque. Cinco servidores lo esperaban. Les entregó el equipaje y salió a la terraza. En el extremo opuesto del pueblo se vislumbraba el palacio de Hara Kei, apenas un poco más grande que las otras casas, pero circundado por enormes cedros que defendían su soledad. Hervé Joncour se quedó observándolo, como si no hubiera nada más desde allí hasta el horizonte. Así vio,

por último,

de improviso,

el cielo sobre el palacio mancharse con el vuelo de cientos de pájaros, como expulsados fuera de la tierra, pájaros de todo tipo, estupefactos, huyendo por todas partes, enloquecidos, cantando y gritando, pirotécnica explosión de alas y nube de colores disparada en la luz, y de sonidos, asustados, música en fuga, volando en el cielo.

Hervé Joncour sonrió.

 

33.

EL PUEBLO comenzó a bullir como un hormiguero, enloquecido: todos corrían y gritaban, miraban hacia arriba y seguían a aquellos pájaros fugados, por años orgullo de su Señor y ahora burla voladora en el cielo. Hervé Joncour salió de su casa, bajó por el pueblo, caminando con lentitud y mirando frente a él con una calma infinita. Nadie parecía verlo, y él no parecía ver nada. Era un hilo de oro que corría derecho en la trama de un tapete tejido por un loco. Superó el puente sobre el río, descendió hasta los grandes cedros, entró en su sombra y salió. Frente a él vio la enorme jaula, con las puertas abiertas de par en par, completamente vacía. Y delante de ella, a una mujer. Hervé Joncour no miró en torno, simplemente volvió a caminar, lento, y sólo se detuvo cuando llegó frente a ella.

Sus ojos no tenían aspecto oriental, y su rostro era el rostro de una chiquilla.

Hervé Joncour dio un paso hacia ella, alargó una mano y la abrió. En la palma tenía una pequeña hoja, doblada en cuatro. Ella la vio y cada ángulo de su rostro sonrió. Apoyó su mano sobre la de Hervé Joncour, la acarició con dulzura, se demoró en ella y luego la retiró, arrugando entre los dedos aquella hoja que le había dado la vuelta al mundo. Apenas la había escondido en un pliegue del hábito, cuando se oyó la voz de Hara Kei.

—Sé bienvenido, mi amigo francés.

Estaba a pocos pasos de allí. El kimono oscuro, los cabellos negros, perfectamente recogidos en la nuca. Se acercó. Se detuvo a observar la jaula, mirando una por una las puertas abiertas.

—Volverán. Siempre es difícil resistir la tentación de volver, ¿no es verdad?

Hervé Joncour no respondió. Hara Kei lo miró a los ojos e inmediatamente le dijo:

—Ven.

Hervé Joncour lo siguió. Dio unos cuantos pasos, después se volvió hacia la muchacha e insinuó una reverencia.

—Espero volver a verla pronto.

Hara Kei continuó caminando.

—No conoce tu lengua.

Dijo.

—Ven.

 

[tercera entrega, de una serie de seis]

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