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La decisión de Mariana

en Hetero: General

La decisión de Mariana

por Clarke.

 

El muchacho la había abrazado por detrás, apoyando su cuerpo contra el de ella mientras le acariciaba el vientre y los pechos con movimientos lentos y suaves. . .

 

En uno de los bancos, junto al pequeño rosedal, Mariana dibujaba arabescos con la punta de su zapato, saboreando uno de los bombones suizos que le había traído Horacio. Él la miraba, inmerso en uno de sus silencios interminables.

--¿Qué mirás? --preguntó ella, ligeramente inquieta.

--Tu boca. Es maravillosa.

Mariana meneó la cabeza, halagada.

--Estás loco. . .

--Ya lo creo. No me queda más remedio.

Ella lo miró de soslayo. Los ojos negros y alargados del muchacho estaban clavados en sus labios con una intensidad casi táctil. Mariana, desafiante, dejó asomar la punta de su lengua. Él sonrió ambiguamente.

--¿Así que regresás a Europa?

--A finales del mes --confirmó él--. Aquí no hay nada que hacer, y París es una fiesta, como decía mi admirado Ernie.

--¿Cómo es París?

Horacio abrió los brazos en un gesto abarcativo y se puso de pie. Inspiró profundamente.

--¡Uff!. . . No se puede describir. Hay que vivirlo.

Caminaron hacia el fondo del camino, tomados del brazo. Mariana podía percibir el calor que emanaba del cuerpo del muchacho, envuelto en un aroma de sudor y deseo. Sintió una extraña turbación y dejó que su cadera se apoyara en la de él, rozándole el muslo a cada paso. Él, con toda naturalidad, le pasó el brazo sobre los hombros, cubriéndole un pecho con la mano.

--Nos pueden ver. . . --dijo ella, respirando agitadamente.

--¿Y qué? ¿Acaso no somos hermosos?

Rieron los dos y se apartaron, mirándose con complicidad. Habían llegado al límite del jardín, donde un matorral se enredaba en la alambrada que separaba el fondo de la clínica de una callejuela lateral.

--Me gustaría ir --anuncio ella.

--¿A París?

Mariana asintió. Horacio se encogió de hombros y sonrió con su fina boca de sátiro, orlada por un desparejo bigote oscuro.

--¿Por qué no? Te sentaría mucho mejor que seguir en esta cueva de freudianos --su mano se apoyó en la cintura de ella--. Si lográs que tu viejo te pague el viaje, yo te consigo alojamiento.

--¡Eh! --rió ella, nerviosa--. Era sólo una idea, nada más. . .

Pero el chico ya no la escuchaba. Había centrado su atención en una destartalada caseta de madera, oculta entre los matorrales.

--¿Qué es eso? --preguntó.

--No sé. La caseta del jardinero, supongo.

--Vamos a investigar --le propuso en tono conspirativo.

La tomó de la mano y avanzaron hasta la pequeña construcción. Horacio se apoyó contra la puerta y ésta cedió.

--Madame --dijo con una reverencia.

Mariana lanzó una risita y se introdujo en la caseta. Había unas viejas herramientas de jardinería y una pila de sacos de cemento. Un calor denso y cerrado envolvió su cuerpo, al mismo tiempo que las manos de Horacio. El muchacho la había abrazado por detrás, apoyando su cuerpo contra el de ella, mientras le acariciaba el vientre y los pechos.

--¿Qué hacés? ¿Estás loco? --jadeó--. Nos pueden ver. . .

Horacio no respondió. Le abrió la cremallera del vestido y desabrochó el sostén, mientras le lamía la nuca y las orejas, como un animal en celo. Ella sintió un estremecimiento largo tiempo esperado. Notó que su piel se encendía y transmitía ese fuego hacia la profundidad de sus entrañas. Giró entre esos brazos, ofreciendo los labios, el cuello y los duros pezones ansiosos a la boca ávida de Horacio. Era hermoso abandonarse al deseo, olvidarse de todo lo que no fuera la sangre alborotada y pronta. Él estaba ahora de rodillas, con la cabeza entre sus muslos. Alzándole la falda con manos ardientes y precisas, que se detuvieron en la curva firme de sus nalgas. Mariana, semidesvanecida por la excitación, separó las piernas y se dejó caer hacia atrás, apoyando la espalda sobre los sacos de cemento. Rodeó con un brazo la delgada cintura del muchacho y con la otra mano buscó su entrepierna. . .

Instantes después ahogaba entre los dientes un grito de turbio placer, ante la penetración ansiosa y furtiva, entre las ropas mojadas, el olor a cemento y el calor pesado y dulzón que envolvía los cuerpos abrazados.

- - - - -

Mariana mordisqueaba un cigarrillo sin encender, frente a la mirada miope y persistente del doctor Valdheim.

--Habíamos quedado en que no habría relaciones sexuales durante el tratamiento --dijo con voz suave.

--Me calenté --se excusó Mariana con crudeza--. A cualquiera le pasa.

--Haré que cierren esa caseta --anunció el psiquiatra.

--No se moleste; sólo a Horacio se le puede ocurrir hacer el amor en semejante sitio, y a estas alturas ya debe estar en Europa.

Valdheim sonrió y comprobó por enésima vez el mecanismo de su bolígrafo.

--¿Y vos?

--¿Yo, qué?

--¿Cuando te vas a Europa?

Mariana abrió la boca en silencio, con los ojos asombrados. Sus manos comenzaron a juguetear nerviosamente con el borde de su jersey.

--¿Quién se lo dijo? --preguntó.

Valdheim suspiró.

--Tu padre me llamó ayer. Dijo que le había pedido que te pagara el pasaje, y quería saber cuál era mi opinión.

Hubo un brillo de desafío en los ojos de Mariana.

--¿Y?. . .

El psiquiatra se acomodó los anteojos y le apuntó con el extremo del bolígrafo.

--Yo preferiría que te quedaras, aunque no para perder el tiempo. Cada día estás menos activa aquí, menos interesada por lo que sucede a tu alrededor. Si no te interesa curarte, yo no te puedo ayudar.

Mariana lo observó inquieta.

--No se trata de eso --balbuceó--. Es sólo que. . .

--¿Te dan miedo las sesiones con tus padres?

--¡A ellos les da miedo! --saltó la joven, con fiereza--. ¿O todavía no se ha dado cuenta, mi querido doctor? ¡Le diré que el viejo Ricky se mostró bastante entusiasmado con la idea de que yo me hiciera humo por unos meses!

--¿Y le vas a dar el gusto?

Ella se encogió de hombros y esbozó una mueca cínica.

--¿Por qué no? Si él paga los gastos. . . Además, yo tampoco creo en esa sádica idea suya de revolver el pasado entre todos, devorándonos las tripas.

Valdheim se puso serio y la miró por sobre sus gafas, frunciendo el entrecejo.

--Entonces. . . ¿te vas?

Mariana resopló echándose hacia atrás y alzando los brazos. Contempló sus manos en lo alto, como si fueran dos pájaros errantes.

--Me parece que sí --contestó--. Seguir aquí no tiene sentido, y no tengo otra cosa que hacer en Buenos Aires. ¿No dicen que todo argentino tiene que ir alguna vez a París? --Él sonrió a pesar suyo--. Además, está Horacio. . .

--¿Horacio?. . .

Inusualmente, el psiquiatra encendió un cigarrillo. Ante la mirada ávida de la joven, le ofreció otro y le dio fuego con su encendedor de mesa. Mariana aspiró con ansia la primera bocanada. Valdheim la contemplaba atentamente.

--Mariana. . . --musitó--. Ambos sabemos que no estás enamorada de Horacio.

--No. . . Tal vez no. pero me gusta. Y me invitó a París.

--¿Y qué pensás hacer con Ariel?

Mariana lanzó una risita tensa.

--Es un gran tipo --afirmó--. Cálido, seguro, centrado. . . Como usted, doc, o como mi papá. Tan adultos y firmes. . . y al mismo tiempo, tan distantes. . . --Los dos se miraron brevemente y hubo una cierta intensidad percibible en el aire de la habitación, quizá por primera vez--. Con Horacio es distinto. Él, sea como sea, está de mi lado. . .

--¿De qué lado, Mariana? --preguntó Valdheim, en voz muy baja.

--Del lado de los locos, doctor, del lado de los locos. . .

 

- - - - -

Apagó el cigarrillo en la taza del tercer café y miró una vez más el reloj y la esquina por la que Mariana debería doblar para encontrarse con él en aquel bar de la calle Corrientes. Desde hacía más de media hora, Ariel esperaba y pensaba. Todos los argumentos que se había formulado para disuadir a la joven de su viaje le parecían ahora tontos y falaces. Una y otra vez, su boca susurraba la única razón visceral que le había empujado a aquella cita: "No te vayas, mi amor, no me dejes." Sabía, no obstante, que no sería capaz de decirlo y que el encuentro se reduciría a una comedia triste y sin sentido.

En el momento en que encendía un nuevo cigarrillo unas manos frescas y tensas le cubrieron los ojos, por detrás.

--Cleopatra --dijo él, con una sonrisa.

--Frío. . .

--Mata Hari. . .

--Tibio. . .

--Mariana Bonaparte.

--¡La misma! --rió Mariana liberándole los ojos e inclinándose para besarlo. Estaba hermosa, con el cabello recogido sobre la nuca y sujetado con una cinta azul. Sus ojos brillaban en su rostro claro y descansado.

--No te vi llegar --dijo Ariel, haciéndole una seña al mozo.

Ella sonrió con picardía.

--Es que di la vuelta por Esmeralda y entré por la otra puerta. Quise darte una sorpresa.

--Y me la has dado --afirmó él. El mozo se acercó a la mesa.

--¿Qué querés tomar?

--Café.

--Dos cafés.

Hablaron de tonterías, mirándose a los ojos, tomándose de las manos sobre le mantel. En los primeros instantes, a Ariel le pareció que nada de lo ocurrido había sucedido, y que el tiempo retrocedía hacia los alegres y apasionados días de la reciente primavera. Pero el mozo pareció romper el hechizo al colocar frente a ellos las pequeñas tazas humeantes.

Mariana, en silencio, se aplicó a desenvolver el terrón de azúcar, separarlo del papel, hundirlo lentamente en el líquido oscuro y quedarse como hipnotizada con el remolino que formaba la cucharita al disolverlo detenidamente. . . Cuando alzó la mirada para encontrarse con la de Ariel, éste sintió estar ante una desconocida.

La muchacha apartó un poco la taza y se levantó de la mesa. Sin decir palabra se alejó hacia la calle. Él no intentó detenerla. Cuando su figura desapareció por la puerta, Ariel volvió la vista hacia su café y levantó la taza para probar el primer sorbo.

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