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Apuntes: Otras plumas (33)

en Hetero: Infidelidad

Interruptus *


por Raúl García Luna.

Para ellas, todo terminaba cuando estaban dispuestas a comenzar. Para nosotros, cuando él llegaba a casa... eufórico... Un sorprendente, imprevisible relato breve. Les encantará.


1.

--¿SABÉS POR QUÉ TE SEGUÍ? --ME contó que le dijo, y que ella no retiró el brazo que él le apretaba.

Sos joven todavía, y a pesar de papá siempre trabajaste afuera. Sabés lo que es que te siga un hombre por la calle. No como yo, que fui programada para la enceradora y el teleteatro. A veces pienso que ustedes me hicieron así para ocultar algo sórdido. No sé: un rencor, una culpa que él te enrostró hasta el final. Pero ahora vamos a hablar de eso.

--Yo tenía que bajar en Canning --le dijo--, pero no puedo dejarte ir así de mi vida.

--Así, ¿cómo? --se descuidó ella, con el germen de la curiosidad ya instalado en su interior. Pero enseguida se repuso--: ¿Puede saberse qué pretendés?

Él me describió el tono de esa voz: exacto para el cuerpo vigoroso, insinuado con solvencia por los bordes del escote y la minifalda que vuelve a usarse por gracia de la moda y de este verano adelantado que nos está matando.

¿Querés tomar algo? Hay whisky. Te alcanzo hielo, esperá.

En fin, sensual, vanidosa, fueron las palabras que empleó para calificar la voz. Y fue la primera vez que las pronunció. Algo no andaba bien.

Estaban los dos en Pacífico, bajo el puente, y quienes hormigueaban a su alrededor únicamente ansiaban alejarse del trabajo, abúlicos, rudimentarios, al filo del hastío. Como ella, que dijo:

--En casa me esperan.

--También a mí --argumentó él--. Pero ahora, ¡qué importa!

Entonces ella, sin violencia, con frialdad, retiró el brazo y cruzó Juan B. Justo. Estimulado, él la alcanzó en Santa Fé y Humboldt.

--Por favor --me dijo que le dijo--, no me tratés como a un imbécil. Quiero hacerte una pregunta directa. Y sé franca, que no me conocés y por lo tanto no estás obligada a mentirme. ¿Por qué me mirabas de ese modo?

Ella no respondió y él volvió a tomarla del brazo.

--Mirá, yo sé que esto no ocurre todos los días. Te juro que jamás me comporté como esta noche. No soy un maniático, ni un desesperado en busca de programa para el fin de semana. Soy casado. Iba lo más campante para mi casa. Pero algo me distrajo de mi lectura y eras vos, vos que me mirabas. ¿Por qué negármelo?

--Pero... ¿quién te creés que sos? --dijo ella, ya no con voz sensual, sino evidentemente turbada.

--Nadie --contestó él, cansino, con esa sonrisita burlona que le conocés y que nunca te gustó--. ¿Quién tendría que ser? ¿El jefe que te lanza indirectas y se queda con las ganas? ¿Uno de esos pavotes que te dicen piropos desde la ventanilla del auto? ¿Un kiosquero que te come con ojos vacunos? Dejémonos de joder, que vos y yo somos distintos. Sé que somos distintos, que nos deseamos desde la primera mirada.

Ella abrió, muda, la boca e inclinó la cabeza. Los rulos rubios resbalaron, contradictorios, hasta cubrirle los ojos negros y la tez aceitunada. Quedó inmóvil.

Debí haberte hecho caso y teñirme y pintarme y salir más. ¿Por qué tardaste tanto en aconsejármelo? ¿Era necesario esperar a que papá se fuera? Era él quien imponía las reglas... los límites... ¿no? Sí, era él, y lo que no pudo en vos lo logró en mí. Por eso, mientras yo envejezco entre cuatro paredes, vos te ves cada día más fresca, más suelta de cuerpo. Tal vez sea tarde para entendernos, para perdonarte, pero si hoy estás aquí es precisamente para hacer algo por mí una vez en tu vida, ¿entendés?

A él le encantaba el pelo abundante más allá de que, decía, fuera un producto de los coiffeurs y los fariseos de la cosmetología. Y seguramente hablaba en serio, porque siempre me vaciaba los tubos de spray que vos me enviabas. En fin, me contó que mientras la morocha de rulos rubios y voz sensual permanecía cabizbaja, él aprovechó para darle una estocada al plexo.

--Te propongo un trato justo --le dijo--: hagámos el amor sin preguntas ni justificaciones.

--Pero, ¡estás loco! --reaccionó ella, con los ojos negros muy abiertos, coloradas las mejillas y el busto inquieto, como si le faltara el aire.

--¿No te das cuenta de que es perfecto? --contraatacó él, ya sin la opción de retroceder ante lo que podía ser un traspié por apresuramiento--. Escuchame bien: ¿cuántas veces te has mirado así con un desconocido y después, vencidos los dos por la rutina de la cobardía y el silencio, has seguido tu camino con el alma en la boca? Sos hermosa y te gusto. ¿No estás harta de reprimirte? Mirá --concluyó--, hoy podemos cambiar la historia. Somos libres, jóvenes, sanos. No nos debemos nada. Te lo ruego: no desperdiciemos semejante oportunidad.

Vos no sabés cómo era él cuando se ponía vehemente: un tipo capaz de enardecerte, de darte vuelta razones y hábitos hasta involucrarte. Si lograba que una mujer perdiera el sentido de la realidad al menos por un segundo, seguro que la convencía. No lo sé en carne propia porque lo nuestro fue anticuado, formal, casi de cine sin restricciones. Como querían las buenas costumbres, el barrio, las dos familias y papá. Como vos dejabas que papá quisiera mientras vos te pintabas y te ibas al trabajo o a pasear con no sé quién por el centro. ¿Cómo podías? ¿Cómo podíamos, por Dios?

Así que ella tenía que caer, enredada en sus propias fantasías. ¿Quién está a cubierto del sueño de vivir una aventura capaz de erradicar la soledad, la modorra, el desencanto, la mezquindad? Ni siquiera yo, que disfruté sus deslices con enfermiza lucidez.

¡Uy, qué cara! ¿Otro whisky? Serví vos. A mí, doble. Ya voy por el quinto y como si nada. ¿Cómo pensás que paso las tardes sino? Dale, que pronto nos va a hacer falta, ya vas a ver.

Como digo, él la arrastró al bar de siempre y siguió su estrategia, elaborada y ensayada tantas veces ante el espejo del baño. No me caben dudas de que ella ya se deslizaba por un plano inclinado cuyo fin admitía. Vos sabés la pinta que tenía él, con ese toque fronterizo que excita a las mujeres de ahora por influencia de la publicidad y el rock. Pelo rebelde, labios carnosos, pestañas infantiles que le daban un aire displicente, caprichoso, perverso. Te resultará increíble, ¿no? ¿Te acordás de cuando me decías: "Es un quedado, un pollerudo, y vos estás más muerta que viva"?


2.

¿Qué habrá sentido ella mientras él pedía cerveza y le rozaba las piernas por debajo del mantel? Imagino sus jugos de mujer fluyendo hacia sus centros en celo. ¿No es excitante? Ella tenía que ceder al encantamiento. Él no necesitaba decirle:

--Hay un lugar aquí cerca.

Pero lo dijo. Ya le había propuesto llamarla María y que ella lo llamara Pablo. Ni identidad, ni compromiso, ni futuro. Lo precioso era el presente y gozarlo hasta donde les fuera dado. Ya podía, entonces, cumplir con lo pactado conmigo: decir que iba a comprar cigarrillos y que volvía enseguida, y venir a buscarme. Aunque te asombre, él fue uno que reventó, que se torció para salvarse, para complacerse. Y si hubiera venido, nos habríamos reído juntos del anhelo de María, de la estafa erótica de Pablo, y yo habría usado el traporrejilla. Como cuando sedujo a la primera María, una gordita que, me contó él, hirvió desde el principio. Que tenía pechos grandes, dijo, pero que nadie se interesaba por el resto porque era una bola de carne. Entusiasmado por el éxito, quiso seguir con una María de piernas delicadas y caderas anchas, pero fracasó. Tal vez por eso se atrevió a contarme todo esa misma noche.

Pensé que lo había inventado para herirme o provocarme, para quebrar la inercia en la que permanecíamos desde que dejamos el barrio. Y hoy podría pensar que esos romances instantáneos e incompletos fueron ficción. Después de todo, yo nunca vi otra cosa que mujeres sentadas a una mesa. Pero esa noche, mientras él hablaba, yo recogía las migas y cascaritas de pan de la mesa, y de pronto sus labios sangraron. Le había estampado la trama del traporrejilla en la boca. Sentí una paz confusa, espesa, y me eché a llorar. Pero él sonrió y dijo que iba a contarme los detalles. Y a mayores minucias, más traporrejilla. Fueron las carcajadas más hermosas que oí en mi vida. Así empezamos. Por fin teníamos nuestra intimidad, ¿entendés?

Para ellas, todo terminaba cuando estaban dispuestas a comenzar. Para nosotros, cuando él llegaba a casa eufórico y decía:

--Tengo una María en el bar. Si nos apuramos, la ves.

Y si ellas habían vencido su impaciencia, su temor al ridículo, yo las veía: tamborileando los dedos, comiéndose las uñas, mirando de reojo la puerta por donde no volvía a entrar ese Pablo que había ido a comprar cigarrillos. Esperábamos hasta verlas pagar la cuenta, incluyendo la cerveza de él, y salir del bar abochornadas, más opacas que nunca. Un juego aciago, y yo participando con la ventaja del cómplice que conoce el ardid del tahur, la trampa que ignora el esquilmado. Y vi una María de ojos claros al borde del llanto, y una secretaria de espalda recta y pezones marcados, y una petisa que se mordía las comisuras, y hasta una divorciada serena que, según él, había criticado la potencia de su ex-marido.

Te lo estoy contando muy mezclado, pero leo en tu cara que estás ordenando el relato. Lo que no sé es cómo contrate el final, porque no lo preví.

Pucha, nos quedamos sin whisky. En fin, sigamos.

Del bar nos veníamos a casa, y cuando él enarbolaba esa sonrisa lenta, impertinente, yo tomaba el traporrejilla. Entonces él empezaba así, como si se tratara de las primeras líneas de un cuento:

--El subte es una coctelera. Presiento los ojos de la que servirá a mis fines. Desvío la mirada un instante antes que ella. De ese modo, parece que es ella quien ha iniciado el contacto. Dos o tres estaciones más adelante, levanto definitivamente la vista del libro. Me deslizo de sus ojos a sus pechos, a sus manos, a sus piernas, a su pelo, en una acción lenta, envolvente, que la acosa aun en el reflejo de un vidrio. Es curioso: algunas aceptan mejor el ángulo indirecto. Ahora ella ve cómo cierro el libro, creyendo que no la percibo. Me pregunto qué estará imaginando. Cuando ella baja, la sigo. Apenas pisa la vereda, la tomo de un brazo y le digo...

Hasta hace poco nuestro matrimonio era como quería papá: ama de casa cocinando, marido volviendo del trabajo como de un velorio, turbios ambos, humillados los dos por sus limitaciones. Besarse, cenar, intentarlo, leer, ésa era nuestra convivencia. Un error tan falaz como pedirte auxilio a vos, que no admitías lo mío ni contrariabas a papá. ¿Por qué tanto silencio, Dios mío? Tus motivos podían haberme servido, quizás, en su momento. Porque después, sin tus consejos de tintura y spray, fui otra: secreta, singular, de algún modo feliz.

Y digo fui porque ya todo es pasado, se acabó. Quiero volver a casa, si me dejás. El episodio de la María de rulos rubios y voz sensual culminó. Encontré su foto con un número telefónico dentro de un libro. Si querés verlo a él, está en el baño. Pero no tiembles, por favor, que conmigo es bastante. Me traicionó, violó las reglas. No sé lo que hice, mamá, pero creo que esta vez no fue con el traporrejilla.



***



* éste y otros doce cuentos conforman la colección "Porca miseria" de Raúl García Luna (Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, octubre de 1985, 102 páginas). Admitan al menos que les sorprendió; para mí es una maravilla, uno de esos 'cuentos perfectos'... Un saludo. Clarke.


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