Interruptus *
por Raúl García Luna.
Para ellas, todo terminaba cuando estaban dispuestas a comenzar. Para
nosotros, cuando él llegaba a casa... eufórico... Un sorprendente, imprevisible
relato breve. Les encantará.
1.
--¿SABÉS
POR QUÉ TE SEGUÍ? --ME contó que le dijo, y que ella no retiró el brazo que él
le apretaba.
Sos joven todavía, y a pesar de papá siempre trabajaste afuera. Sabés lo que es
que te siga un hombre por la calle. No como yo, que fui programada para la
enceradora y el teleteatro. A veces pienso que ustedes me hicieron así para
ocultar algo sórdido. No sé: un rencor, una culpa que él te enrostró hasta el
final. Pero ahora vamos a hablar de eso.
--Yo tenía que bajar en Canning --le dijo--, pero no puedo dejarte ir así de mi
vida.
--Así, ¿cómo? --se descuidó ella, con el germen de la curiosidad ya instalado en
su interior. Pero enseguida se repuso--: ¿Puede saberse qué pretendés?
Él me describió el tono de esa voz: exacto para el cuerpo vigoroso, insinuado
con solvencia por los bordes del escote y la minifalda que vuelve a usarse por
gracia de la moda y de este verano adelantado que nos está matando.
¿Querés tomar algo? Hay whisky. Te alcanzo hielo, esperá.
En fin, sensual, vanidosa, fueron las palabras que empleó para calificar la voz.
Y fue la primera vez que las pronunció. Algo no andaba bien.
Estaban los dos en Pacífico, bajo el puente, y quienes hormigueaban a su
alrededor únicamente ansiaban alejarse del trabajo, abúlicos, rudimentarios, al
filo del hastío. Como ella, que dijo:
--En casa me esperan.
--También a mí --argumentó él--. Pero ahora, ¡qué importa!
Entonces ella, sin violencia, con frialdad, retiró el brazo y cruzó Juan B.
Justo. Estimulado, él la alcanzó en Santa Fé y Humboldt.
--Por favor --me dijo que le dijo--, no me tratés como a un imbécil. Quiero
hacerte una pregunta directa. Y sé franca, que no me conocés y por lo tanto no
estás obligada a mentirme. ¿Por qué me mirabas de ese modo?
Ella no respondió y él volvió a tomarla del brazo.
--Mirá, yo sé que esto no ocurre todos los días. Te juro que jamás me comporté
como esta noche. No soy un maniático, ni un desesperado en busca de programa
para el fin de semana. Soy casado. Iba lo más campante para mi casa. Pero algo
me distrajo de mi lectura y eras vos, vos que me mirabas. ¿Por qué negármelo?
--Pero... ¿quién te creés que sos? --dijo ella, ya no con voz sensual, sino
evidentemente turbada.
--Nadie --contestó él, cansino, con esa sonrisita burlona que le conocés y que
nunca te gustó--. ¿Quién tendría que ser? ¿El jefe que te lanza indirectas y se
queda con las ganas? ¿Uno de esos pavotes que te dicen piropos desde la
ventanilla del auto? ¿Un kiosquero que te come con ojos vacunos? Dejémonos de
joder, que vos y yo somos distintos. Sé que somos distintos, que nos deseamos
desde la primera mirada.
Ella abrió, muda, la boca e inclinó la cabeza. Los rulos rubios resbalaron,
contradictorios, hasta cubrirle los ojos negros y la tez aceitunada. Quedó
inmóvil.
Debí haberte hecho caso y teñirme y pintarme y salir más. ¿Por qué tardaste
tanto en aconsejármelo? ¿Era necesario esperar a que papá se fuera? Era él quien
imponía las reglas... los límites... ¿no? Sí, era él, y lo que no pudo en vos lo
logró en mí. Por eso, mientras yo envejezco entre cuatro paredes, vos te ves
cada día más fresca, más suelta de cuerpo. Tal vez sea tarde para entendernos,
para perdonarte, pero si hoy estás aquí es precisamente para hacer algo por mí
una vez en tu vida, ¿entendés?
A él le encantaba el pelo abundante más allá de que, decía, fuera un producto de
los coiffeurs y los fariseos de la cosmetología. Y seguramente hablaba en serio,
porque siempre me vaciaba los tubos de spray que vos me enviabas. En fin, me
contó que mientras la morocha de rulos rubios y voz sensual permanecía
cabizbaja, él aprovechó para darle una estocada al plexo.
--Te propongo un trato justo --le dijo--: hagámos el amor sin preguntas ni
justificaciones.
--Pero, ¡estás loco! --reaccionó ella, con los ojos negros muy abiertos,
coloradas las mejillas y el busto inquieto, como si le faltara el aire.
--¿No te das cuenta de que es perfecto? --contraatacó él, ya sin la opción de
retroceder ante lo que podía ser un traspié por apresuramiento--. Escuchame
bien: ¿cuántas veces te has mirado así con un desconocido y después, vencidos
los dos por la rutina de la cobardía y el silencio, has seguido tu camino con el
alma en la boca? Sos hermosa y te gusto. ¿No estás harta de reprimirte? Mirá
--concluyó--, hoy podemos cambiar la historia. Somos libres, jóvenes, sanos. No
nos debemos nada. Te lo ruego: no desperdiciemos semejante oportunidad.
Vos no sabés cómo era él cuando se ponía vehemente: un tipo capaz de
enardecerte, de darte vuelta razones y hábitos hasta involucrarte. Si lograba
que una mujer perdiera el sentido de la realidad al menos por un segundo, seguro
que la convencía. No lo sé en carne propia porque lo nuestro fue anticuado,
formal, casi de cine sin restricciones. Como querían las buenas costumbres, el
barrio, las dos familias y papá. Como vos dejabas que papá quisiera mientras vos
te pintabas y te ibas al trabajo o a pasear con no sé quién por el centro. ¿Cómo
podías? ¿Cómo podíamos, por Dios?
Así que ella tenía que caer, enredada en sus propias fantasías. ¿Quién está a
cubierto del sueño de vivir una aventura capaz de erradicar la soledad, la
modorra, el desencanto, la mezquindad? Ni siquiera yo, que disfruté sus deslices
con enfermiza lucidez.
¡Uy, qué cara! ¿Otro whisky? Serví vos. A mí, doble. Ya voy por el quinto y como
si nada. ¿Cómo pensás que paso las tardes sino? Dale, que pronto nos va a hacer
falta, ya vas a ver.
Como digo, él la arrastró al bar de siempre y siguió su estrategia, elaborada y
ensayada tantas veces ante el espejo del baño. No me caben dudas de que ella ya
se deslizaba por un plano inclinado cuyo fin admitía. Vos sabés la pinta que
tenía él, con ese toque fronterizo que excita a las mujeres de ahora por
influencia de la publicidad y el rock. Pelo rebelde, labios carnosos, pestañas
infantiles que le daban un aire displicente, caprichoso, perverso. Te resultará
increíble, ¿no? ¿Te acordás de cuando me decías: "Es un quedado, un pollerudo, y
vos estás más muerta que viva"?
2.
¿Qué habrá sentido ella mientras él pedía cerveza y le rozaba las piernas por
debajo del mantel? Imagino sus jugos de mujer fluyendo hacia sus centros en
celo. ¿No es excitante? Ella tenía que ceder al encantamiento. Él no necesitaba
decirle:
--Hay un lugar aquí cerca.
Pero lo dijo. Ya le había propuesto llamarla María y que ella lo llamara Pablo.
Ni identidad, ni compromiso, ni futuro. Lo precioso era el presente y gozarlo
hasta donde les fuera dado. Ya podía, entonces, cumplir con lo pactado conmigo:
decir que iba a comprar cigarrillos y que volvía enseguida, y venir a buscarme.
Aunque te asombre, él fue uno que reventó, que se torció para salvarse, para
complacerse. Y si hubiera venido, nos habríamos reído juntos del anhelo de
María, de la estafa erótica de Pablo, y yo habría usado el traporrejilla. Como
cuando sedujo a la primera María, una gordita que, me contó él, hirvió desde el
principio. Que tenía pechos grandes, dijo, pero que nadie se interesaba por el
resto porque era una bola de carne. Entusiasmado por el éxito, quiso seguir con
una María de piernas delicadas y caderas anchas, pero fracasó. Tal vez por eso
se atrevió a contarme todo esa misma noche.
Pensé que lo había inventado para herirme o provocarme, para quebrar la inercia
en la que permanecíamos desde que dejamos el barrio. Y hoy podría pensar que
esos romances instantáneos e incompletos fueron ficción. Después de todo, yo
nunca vi otra cosa que mujeres sentadas a una mesa. Pero esa noche, mientras él
hablaba, yo recogía las migas y cascaritas de pan de la mesa, y de pronto sus
labios sangraron. Le había estampado la trama del traporrejilla en la boca.
Sentí una paz confusa, espesa, y me eché a llorar. Pero él sonrió y dijo que iba
a contarme los detalles. Y a mayores minucias, más traporrejilla. Fueron las
carcajadas más hermosas que oí en mi vida. Así empezamos. Por fin teníamos
nuestra intimidad, ¿entendés?
Para ellas, todo terminaba cuando estaban dispuestas a comenzar. Para nosotros,
cuando él llegaba a casa eufórico y decía:
--Tengo una María en el bar. Si nos apuramos, la ves.
Y si ellas habían vencido su impaciencia, su temor al ridículo, yo las veía:
tamborileando los dedos, comiéndose las uñas, mirando de reojo la puerta por
donde no volvía a entrar ese Pablo que había ido a comprar cigarrillos.
Esperábamos hasta verlas pagar la cuenta, incluyendo la cerveza de él, y salir
del bar abochornadas, más opacas que nunca. Un juego aciago, y yo participando
con la ventaja del cómplice que conoce el ardid del tahur, la trampa que ignora
el esquilmado. Y vi una María de ojos claros al borde del llanto, y una
secretaria de espalda recta y pezones marcados, y una petisa que se mordía las
comisuras, y hasta una divorciada serena que, según él, había criticado la
potencia de su ex-marido.
Te lo estoy contando muy mezclado, pero leo en tu cara que estás ordenando el
relato. Lo que no sé es cómo contrate el final, porque no lo preví.
Pucha, nos quedamos sin whisky. En fin, sigamos.
Del bar nos veníamos a casa, y cuando él enarbolaba esa sonrisa lenta,
impertinente, yo tomaba el traporrejilla. Entonces él empezaba así, como si se
tratara de las primeras líneas de un cuento:
--El subte es una coctelera. Presiento los ojos de la que servirá a mis fines.
Desvío la mirada un instante antes que ella. De ese modo, parece que es ella
quien ha iniciado el contacto. Dos o tres estaciones más adelante, levanto
definitivamente la vista del libro. Me deslizo de sus ojos a sus pechos, a sus
manos, a sus piernas, a su pelo, en una acción lenta, envolvente, que la acosa
aun en el reflejo de un vidrio. Es curioso: algunas aceptan mejor el ángulo
indirecto. Ahora ella ve cómo cierro el libro, creyendo que no la percibo. Me
pregunto qué estará imaginando. Cuando ella baja, la sigo. Apenas pisa la
vereda, la tomo de un brazo y le digo...
Hasta hace poco nuestro matrimonio era como quería papá: ama de casa cocinando,
marido volviendo del trabajo como de un velorio, turbios ambos, humillados los
dos por sus limitaciones. Besarse, cenar, intentarlo, leer, ésa era nuestra
convivencia. Un error tan falaz como pedirte auxilio a vos, que no admitías lo
mío ni contrariabas a papá. ¿Por qué tanto silencio, Dios mío? Tus motivos
podían haberme servido, quizás, en su momento. Porque después, sin tus consejos
de tintura y spray, fui otra: secreta, singular, de algún modo feliz.
Y digo fui porque ya todo es pasado, se acabó. Quiero volver a casa, si me
dejás. El episodio de la María de rulos rubios y voz sensual culminó. Encontré
su foto con un número telefónico dentro de un libro. Si querés verlo a él, está
en el baño. Pero no tiembles, por favor, que conmigo es bastante. Me traicionó,
violó las reglas. No sé lo que hice, mamá, pero creo que esta vez no fue con el
traporrejilla.
***
* éste y otros doce cuentos conforman la colección "Porca miseria" de Raúl
García Luna (Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, octubre de 1985, 102
páginas). Admitan al menos que les sorprendió; para mí es una maravilla, uno de
esos 'cuentos perfectos'... Un saludo. Clarke.