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Caprichos: Otras plumas (8)

en Otros Textos

Taxol
por César Aira *

 

En este relato el vértigo y la vorágine que sacuden la narrativa de César Aira han desaparecido por completo. Tal pareciera que alguien, un lector o editor influyente, o un amigo, que a fin de cuentas son los que más influencia tienen en estas cuestiones, hubiera retado al autor a escribir un relato en un realismo llano y áspero, por completo verosímil, sin necesidad de abigarradas explicaciones que en buena medida son la sustancia en la literatura de este prolífico y siempre sorprendente escritor argentino.

 

Lo que voy a contar es rigurosamente cierto, hasta el último detalle, transcripto tal cual según pasó… Ya sé que otras veces he proclamado lo mismo y en realidad el cuento era inventado, producto de mi imaginación. Pero en este caso es distinto, y de todos modos, si no me creen no me importa. No podría haberlo inventado porque, como se verá, no es mi estilo. (Justamente, he estado pensando en la necesidad, que se me hace urgente, de cambiar mi viejo y aburrido estilo.)

El título, o lo que ahora quedó como título, es una palabra que anoté esa tarde en letras mayúsculas en mi libreta (siempre la llevo encima), porque estaba seguro de que si no la anotaba poco después de que mi amigo me la dijera me la iba a olvidar. Tengo una memoria pésima para nombres y palabras sueltas. El taxol es algo que se usa contra el cáncer, no sé bien si es un árbol o el remedio que se obtiene de él; es el principio activo de la quimioterapia a la que se somete mi amigo. Rato después anoté los puntos claves del monólogo del taxista que me había llevado, en la misma página. Y cuando volví a abrir la libreta, en mi casa, encontré que la disposición de esa página hacía pensar en un texto con un título, y se daba la curiosa circunstancia del parecido entre "taxi" y "taxol", por lo que así quedó.

Pues bien, vuelvo al texto. Lo que escribo es exactamente lo que me dijo el taxista, sin agregar ni modificar nada. No es literatura, es transcripción. Lo único que agrego es una breve introducción explicativa. Al día siguiente de mi regreso de México, fui a visitar a un amigo enfermo de cáncer, que vive al otro lado de Buenos Aires (respecto de Flores), en un barrio elegante. Tuve que tomar el taxi porque estaba muy justo de tiempo y porque es muy difícil ir hasta allí en colectivo, y además, o sobre todo, porque la visita ya era un trámite bastante deprimente como para no permitirme alguna comodidad en el viaje.

Nunca le doy charla a los taxistas.

Éste se mantuvo en silencio casi hasta la mitad del trayecto. Después se lanzó a hablar, sin frenos, a pesar de que yo no le contestaba nada.

Estaba loco. Era cordobés. Flaco, de unos cincuenta años, muy estropeado, mala dentadura. Si debiera resumirlo, diría que me contó dos chistes y una historia. Pero no lo voy a resumir, sino a transcribir tal cual él lo dijo, con sus palabras. (Debo hacerlo hoy mismo, mientras lo tengo fresco.) No puedo recordar cuál de los dos chistes me contó primero, así que empiezo por cualquiera; no venían a propósito de nada. O mejor dicho, sí: el discurso había comenzado por algún comentario sobre el tema candente de la desocupación… Un momento. Ahora recuerdo toda la secuencia, y una historia más, la primera, así que lo voy a contar todo en su orden:

En una esquina, detenidos por el semáforo, se nos acercó un vendedor de guías de calles. El taxista, simulando interés, le dijo:

–Ah, sí, justamente necesitaba… ¿Cuál es? Ah, es la Guía T. No, ésa ya me la sé toda.

El vendedor se alejó, nosotros retomamos la marcha, y él me dijo:

–Siempre les digo lo mismo: "Ésa ya me la sé toda"."La que ando buscando es otra, más completa." ¡No me doy corte, casi! "Ya me la sé toda". Ja ja.

Lo cual le daba pie para contarme lo siguiente:

–Una vez, hace diez años, tomé unos pasajeros en Retiro: rosarinos. Una parejita de recién casados, que venían a Buenos Aires de luna de miel. ¿Viste cómo son de sobradores los rosarinos? Me dicen que van a San Justo, Reynoso 434. –Imitando el acento–: "Reynoso 434, San Justo". Sin decir una palabra, salgo echando putas. Sin hacer ningún comentario. Lo que ellos no sabían, y yo no les dije, es que yo había vivido diez años en San Justo con mi primera esposa, en Reynoso 446, en la casa de al lado. Fui directo, sin abrir la boca en todo el viaje, zún, zún. Zún, zún, llegamos. Igual los cagué, aunque no tenía ninguna necesidad, porque bajé de la General Paz por X, en lugar de seguir hasta Y, o sea que entré antes a la provincia, ahí les mostré el medidor: "a partir de aquí es tarifa doble, ida y vuelta"."Muy bien." Llegamos a Reynoso 434. Paro en la puerta. "Es tanto". La cara de sorpresa que tenían. Mientras me pagaba, él me dice: "Perdone, ¿pero usted se conoce todas las calles del Gran Buenos Aires?" "¿Cóóómo?", le digo, "Perdone pero usted me está insultando. No se lo voy a permitir, aquí está su señora de testigo, yo no voy a aceptar lo que me está diciendo." "No, no…" "¿Cómo voy a salir a trabajar si no conozco todas las calles de la ciudad y la provincia? No sé cómo será en Rosario, nunca he estado y no voy a decir nada, pero aquí un taxista tiene obligatoriamente que conocer todas las calles y numeraciones a la perfección, o se queda en su casa." ¿Sabés cómo se quedaron? De una pieza. "Perdón, perdón." Se lo habrán creído. Mirá que los taxistas van a conocer todas las calles de la provincia… ¡Ni en pedo! Fue la casualidad, de que yo había vivido ahí. "¿Cóóómo? ¿Qué me está diciendo?" "No, perdone, yo no sabía." Ella no decía nada, me miraba nomás. Después le habrán dicho a sus parientes: "Pero che, acá los taxistas…" Y yo: "Discúlpeme, no le voy a permitir…" ¿Te imaginas, si a los taxistas nos obligaran a aprendemos todo el mapa de la provincia? No salimos más. ¡La cara que pusieron!

Siguió un rato en esa vena, y después una transición:

–Igual salí perdiendo porque ya que estaba en San Justo fui a ver a los amigos, a una pizzería, y perdí toda la tarde. "Tomate una cerveza, tomate otra." "No, qué te vas a ir." Ahí me pasó una cosa que no he podido explicarme hasta el día de hoy, aunque pasaron diez años. Y fue que mis amigos de San Justo estaban enterados de que mi esposa había fallecido. "Che, me enteré que tu esposa falleció. Pobre. Sentido pésame." ¿Cómo carajo pudieron enterarse? Si ella había muerto acá. Nos habíamos mudado a la Capital hacía años. Murió en un hospital acá. Nunca pude explicarme cómo se enteraron. Es increíble.

A mí no me parecía tan raro, y habría querido decirle que había mil canales por los que una noticia así podía colarse. Pero él lo veía como algo sobrenatural, como si la Capital y San Justo (que están a media hora de taxi) fueran mundos incomunicados. De algún modo, este asombro le estaba dando peso a la anécdota anterior.

Ahora me acuerdo algo que me había dicho antes, y que fue el verdadero comienzo de su disertación. Hacia la mitad del viaje (estaríamos por el Once) hubo, como dije, algún comentario sobre la desocupación, o la pobreza, y entonces tomó el hilo de esta manera:

–Hace poco estuve en Córdoba, en Deán Funes, de donde soy yo, y estuve con mis amigos, ¡y no lo podía creer! Todos gente pobre, como yo, no vayas a pensar… Bueno, todos tienen auto, buenas casas, todos me invitaban a comer asados, cuando iba a verlos no me dejaban ir… Antes de comer una picada, queso, salamín, aceitunas, Cinzano… ¡¿Pero cómo hacen?! Cómo hacen, querría saber. En cambio mi esposa es peruana, el mes pasado fue al Perú a visitar a la familia, ¡y volvió con una tristeza! Todos flacos, que daban lástima. Me decía, llorando, que en la casa de la hija abría la heladera y no había nada, ¡pero nada! En la casa de la hermana, lo mismo: la heladera vacía. Y a ella la veían gorda, y le decían "¿cómo haces?" La veían tan gorda… Claro, ellos todos flacos, muertos de hambre. Qué barbaridad. Habrán pensado: "hay que irse a la Argentina, ése es el negocio".

Ahí fue donde apareció el vendedor de Guías T, y vino el cuento de los rosarinos. Como se ve, hasta ese punto se mantenía bastante razonable. Todo tenía su explicación. Más aún: de lo razonable mismo se desprendía una buena cantidad de datos, con los que podía reconstruirse parte de su vida: su juventud en Córdoba, su primer matrimonio en San Justo y la Capital, la muerte de su esposa, su segundo matrimonio con una inmigrante peruana, veterana como él y en su segundo matrimonio como él (ella había dejado una hija en el Perú). En cambio de lo que siguió ya no pudo deducirse nada, como se verá.

–Hay un chiste… A ver si me acuerdo… Esperá… Sí. Dice qué había un tipo, de mucha guita, que tenía una estancia y una esposa muy joven y linda, y él celoso, la tenía encerrada en la estancia. Pero claro, ahí trabajaba una cantidad de peones. El tipo mismo elegía personalmente a los peones. ¿Viejos, maricas? ¡Para nada! Los elegía jóvenes, lindos, buen cuerpo, buen bulto. Un amigo le preguntó: "¿no tenés miedo que se cojan a tu esposa?" Y él: "¿Cóóómo? ¿Estás loco? A mi esposa no se la coje nadie más que yo. Lo que hago es castrarlos cuando entran a trabajar para mí. Está en el contrato por un año que les hago firmar." "¿Ah sí?", dice el amigo. "Sí, vení que te voy a mostrar cómo hacemos". Y lo lleva a un lugar atrás de la casa donde había un pozo de un metro de hondo y a un costado un asiento de madera con un agujero. "¿Ves?" le dice, "el peón se baja los pantalones, se sienta aquí, y mete los huevos por este agujero, y entonces yo me meto en el pozo, agarro dos ladrillos, uno con cada mano, los pongo contra la madera del asiento, así, y golpeo con fuerza como si aplaudiera, ¡zac! Y listo." "¡Uuuy!" dice el amigo frunciéndose todo, "¿pero eso no es muy doloroso?"¿Cóóómo? ¡Dolorosísimo! Por eso hay que tomar precauciones. ¿Ves esta toalla? La tengo preparada aquí, para secarme bien las manos, porque si no con el sudor se te puede resbalar el ladrillo, y al dar el golpe te agarrás un dedo." –Ésa era la "punchline", pero se sintió obligado a extenderse en ella, a transmitirla en otras palabras, no tanto sustitutivas como complementarias. –"Agarrarse un dedito es muy doloroso. Por eso tomo mis precauciones. Me seco bien las manos para que no se me escape un ladrillo al dar el golpe." –Me miraba por el espejo retrovisor para ver mi reacción. Yo me reía por compromiso. Había entendido perfectamente dónde estaba el chiste. Él siguió:

–Seguro que era un oligarca hijo de puta. ¡A él qué le importaban los peones! Lo único que le importaba era él mismo… ¡El dedito! ¡Qué doloroso! Y el otro pobre con los huevos reventados… ¡A él qué carajo le importaba! ¿Doloroso? ¡Sí, el dedito! ¡Qué hijo de mil putas! ¡No se puede creer! –Una pausa–. ¿Sabés cómo les debían quedar los huevos a esos tipos? Por unos cuantos meses no querrían ni ver a una mina. Y el contrato era por un año. Después los echaba a la mierda, que se las arreglaban como pudieran, él tomaba otros. ¡No querrían saber nada de minas! Capaz que ni hacerse la paja. Las minas les dirían: "Vení, papito", y ellos "¡No, no!"

Siguió con eso un poco más, por inercia. Ahora que lo transcribo, veo que lo extraño es que empezó contando un chiste, y en los comentarios le dio tratamiento de historia de la vida real.

El chiste siguiente, más modesto, era un poco mejor, casi parecía un chiste, por ejemplo de los que se cuentan por televisión, de donde seguramente lo había tomado:

–Un tipo vuelve a la casa y le dice a la mujer: "Vieja, mañana no voy a trabajar. Ni mañana ni pasado. No vuelvo al trabajo hasta que el patrón se retracte de lo que me dijo". "Pero viejo", le dice la señora, "no vas a perder tu empleo sólo porque te ofendiste por algo que te dijo el patrón. ¿De qué vamos a vivir?" "¡Es que no sabés lo que me dijo! Mi honor me impide volver hasta que ese chupasangre hijo de mil putas se retracte." "¡Pero cómo vas a perder el empleo por algo que te haya dicho! No puede ser tan grave." "¿Cóóómo? ¡Gravísimo! No vuelvo hasta que no retire lo dicho." ¿Pero qué fue lo que te dijo?" "’Está despedido’”.

Mi risita debió de ser algo más sincera, aunque quizás menos divertida que en el caso anterior. Él:

–Ja ja. ¿Te das cuenta? ¿Qué le había dicho? "Está despedido." ¡Qué modo tan diplomático de decirle a la esposa que lo habían rajado. Le habían aplicado la "flexibilización laboral". Mejor que no cantara victoria, porque esa noche cuando se durmiera la señora iba a la cocina, agarraba el cuchillo más afilado y le cortaba la pija, para enseñarle a no venirle con chistes. –Mirada por el espejito–: Eso pasó, ¿te enteraste? Una norteamericana, aunque fue por otro motivo. Fue y le cortó la pija, así nomás. Y después el juez la declaró inocente.
No se puede creer, ¡¿estamos todos locos?! Y ahora los dos son ricos y famosos. A esa mujer habría que haberla matado. Yo le habría aplicado la ley de "ojo por ojo, diente por diente". La metía en un sótano, en bolas, atada a la pared, las gambas abiertas, bien ajustada con cadenas, y un tipo calentando un fierro de este grosor –haciendo un gesto con el pulgar y el índice– para metérselo hasta el mango en la concha cuando estuviera al rojo… Y ella observando todo, el tipo sin ningún apuro calentando el fierro… ¿Sabés lo que debe ser para una mina, la perspectiva de que le metan un fierro al rojo vivo? Capaz que no aguanta, de sólo ver ese fierro en el fuego se muere del corazón. Y el tipo tan tranquilo, dándole vuelta para que agarre bien el calor… Y por ahí lo prueba, con una gotita de agua, viste cómo hace el agua sobre un fierro al rojo: shhhh… La gotita… De sólo oír ese sonido la mina se muere. ¡No! ¡Esperá! Cuando está en eso entra al sótano otro tipo, un superior, y ve lo que está haciendo y le dice: "¿¡Pero qué hace!? ¡Animal! ¿Cómo va a meterle ese fierro a esta mujer? ¡Bárbaro! No… ¡Métale éste que es más grueso." Ja ja. Y le da uno el doble de grueso. Ja ja. Y entonces apaga el que había estado calentando, lo mete en un balde de agua: SHHHHH… Y el vapor que sale. No, ahí definitivamente la mina se muere del corazón. La tienen que llevar directo del sótano a la Chacarita, y sin necesidad de tocarla siquiera. Si alguien les pregunta "¿qué le hicieron?". "Nada. Háganle la autopsia si quieren. Murió del corazón" ¿No es cierto? ¿A vos qué te parece? Murió de causas naturales, ¿no?

–Murió del susto –dije.

–¡Exacto!

Veo que me estoy dando la razón a medida que escribo: esto no podría haberlo inventado yo. Jamás se me habría ocurrido. Quiero decir: se me ocurren cosas así, como a cualquiera, pero no lo usaría como materia para escribir. Es exactamente la clase de temática que menos le conviene a mi estilo. A priori, es el tipo de proyecto en el que jamás me embarcaría. Y menos ahora, a mi edad, con mi experiencia, y con mi mejor amigo enfermo de cáncer… Esto último parece no tener nada que ver, pero tiene. Desde que la amenaza de la muerte hizo su aparición tan brutal en mi vida, hace unos meses, el tiempo ha tomado un peso distinto; el tiempo de escribir ha empezado a mostrarme su revés, que es el tiempo de vivir; ahora, antes de empezar, lo pienso dos veces… Es cierto que en el caso que estoy transcribiendo hubo una especie de ahorro que volvía inofensivas estas fantasías macabras: el tiempo del relato yo lo emplearía de todos modos en el viaje en taxi, y el discurso no lo hacía más corto ni más largo.

Ahora que lo pienso, hay otra cosa: "esto yo no lo habría inventado"… De acuerdo. ¿Pero hay algo que sí podría haber inventado? ¿Hay algo que haya inventado, en mi larga y fecunda carrera de novelista? ¿O es todo como esto: una transcripción, una transferencia? Las fantasías ajenas y las propias se confunden en un único procedimiento. El ejercicio de escribir los pone en un mismo plano. Después de todo, ningún lector puede tener la certeza del origen de mis escritos, porque nunca puede terminar de creerme.

A todo esto, el taxista, después de repetir verbatim algunos de los puntos culminantes del episodio anterior, se embarcaba en algo que ya no era un chiste sino una historia real, y bastante dramática.

–…cuando un violador cae preso. Vos sabés lo que le hacen a los violadores en la cárcel. Les dan por el culo. Y ahí hay unos negros con una verga así. –Gesto–. No, si es una cosa seria… A un amigo mío… Bah, "amigo"… Nos criamos juntos. Violó a una chica de ocho años, y después la mató. Habría podido escaparse, estuvo a punto, lo agarraron en la estación de ómnibus. Cinco minutos más y ya se iba a Rosario, pero lo agarraron… El primer día en el patio de la cárcel, lo llevaron a un rincón, y le dieron. ¿Sabés cuántos? ¡Setenta y cinco! Uno tras otro. Y esos tipos no tienen piedad, porque a ellos les han hecho lo mismo. ¿Sabés cómo quedó? Mirá: ocho meses después, mi hermana fue a verlo, acompañando a la hermana de él... Estaba en la enfermería, todo vendado, desde las axilas hasta las rodillas. Ocho meses después. Y tenía para cuatro meses más antes de que le sacaran los vendajes. Estaba acostado boca abajo… Y vos sabés que en la enfermería de la cárcel los que trabajan son los mismos presos. Bueno, en los cuarenta minutos que estuvo de visita mi hermana, por lo menos cuatro veces los presos que pasaban cerca le daban una palmadita en el culo, que tenía para arriba, y le decían: "Anda preparándolo, porque cuando salgas de aquí: la segunda sesión". Te imaginas el estado de ánimo de ese hombre. ¡La perspectiva del primer día al salir de la enfermería! ¡Otra vez lo mismo! Ese hombre no podía querer vivir. –Lo repitió todo desde "por lo menos cuatro veces", y agregó en otro tono: –Años después me enteré de que no habían vuelto a tocarlo. ¡Ah! Y ojo, que están obligados a acabar, ¿eh? Ellos ponen a uno a vigilar, para asegurarse de que cada uno acabe adentro. Es fácil darse cuenta, porque cuando acabas te queda una gotita en la punta de la pija, ¿viste? Así que el que no acaba no la saca. Imaginate lo que deben ser setenta y cinco tipos acabando al hilo…¡Litros de leche!

Aquí bajábamos por la calle Austria, al costado de la Biblioteca Nacional. Ya estábamos cerca.

–Se vuelven putos, es infalible. Mirá lo que le pasó a Robledo Puch. Era machazo, y ahora está en el pabellón de homosexuales. ¿Te acordás de Robledo Puch? Dicen que lo van a soltar. Se cumplen veinticinco años. Fue en el '72. ¡Cómo lo van a soltar, digo yo, a un tipo así! Ahí yo creo que deberían hacer algo, total no es tan difícil, una pichicata, se muere, ¿quién los va a culpar? Dejar suelto a un asesino así es un peligro. Ése sale y vuelve a matar. Pero no hay nada que hacer. Se cumplen veinticinco años y hay que soltarlo. Así que cualquier día de éstos se me sube al taxi… A él lo metieron por ocho muertes nada más, las otras cuarenta no se las pudieron probar, ¡pero fue él! Porque tenían el orificio de entrada de la bala en la mejilla izquierda: ésa era su "firma". Legalmente, lo que importa es lo que se puede probar. Lo demás, no. Pero él cuando mataba, dejaba la firma: en la mejilla izquierda.


Buenos Aires, 25 de diciembre de 1996.

 

***

 

* César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949). Autor de una extensa obra novelística, es además traductor y crítico literario, y referencia indiscutible de la nueva literatura argentina.

Ha publicado -la lista seguramente es incompleta- las novelas: Moreira (1976), Ema la cautiva (1981), La luz argentina (1983), Canto castrato (1984), Las ovejas (1984), Una novela china (1987), Los fantasmas (1990), El bautismo (1991), La liebre (1991), Embalse (1992), El llanto (1992), La prueba (1992), El volante (1992) y La guerra de los gimnasios (1993); dos cuentos: El vestido rosa (1984) y Cecil Taylor (1987) y dos volúmenes de ensayo: Copi (1991) y Nouvelles impressions du Petit Maroc (1991)

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