Desierto y solo
por Enrique Barbieri *
Hay
lugares que irradian paz; lugares en los cuales conviven armónicamente la
rigidez lineal de la tierra transformada en ladrillos y cemento, la mórbida
curvatura de las raíces que parecen mujeres entrelazadas y el espaciado vuelo de
los pájaros. Esta placita -por ejemplo- y aquel café oscuro y fresco son para mí
el centro de una serie de imágenes que no cesan de atraerse, arrastrándose unas
a otras al escenario, como actores tomados de las manos al final de una
representación, antes de que el telón los oculte.
Y dándoles coherencia, el barrio. Cuando alguien habla de esta parte de Buenos
Aires yo me convierto en un vehemente defensor de sus calles, de sus árboles, de
su cercano cielo, comportamiento que no deja de sorprenderme, ya que en realidad
nunca la recorrí ni la exploré a fondo; por el contrario, me contenté siempre
con el paseo entre el bar y la estación, como si uniera dos soledades, una
luminosa, otra gris. No conozco nada, pero ahora, en la estación, me parece que
el conocimiento que tengo de la zona es esencialmente verdadero y, más que eso,
punto por punto exacto y fiel. Acabo de suicidarme. Las nubes corren y se
deshilachan sobre el paisaje quieto del que formo parte. El grito de alguien, la
frenada inútil del tren, el alarido que no pude evitar, quizá la atracción que
la gente siente por los accidentes ferroviarios, hace que varias personas se
asomen al andén y empiecen a venir hacia acá. Corren y se detienen, indecisos,
impresionados, gigantescos. Un muchacho rubio vestido de azul es el primero en
llegar. El tren me deshizo. Por lo que puedo ver, hay pedazos dispersos en un
radio de varios metros. En la nuca siento un frío metálico y duro que lentamente
me roba el calor. El choque produjo un estallido general y entonces la sangre se
desparramó entre los rieles y los durmientes de quebracho que ahora, a mi
alrededor, han tomado su antiguo color rojo. Las plantas huyen por donde pasa el
tren. Hay tierra pelada y reseca, piedras puntiagudas, feas, un panorama
miserable y desolado, al menos desde mi posición.
Me rodea bastante público: tienen las facciones deformadas por la emoción:
parecen máscaras de goma, rojas caras de papel. En ellos -lo leo en sus manos-
el asco supera a la piedad. No pensé por otra parte que iría a quedar tan
expuesto, tan a la vista de los curiosos; me había formado una idea privada
de este momento, una perfecta muerte en soledad. Claro que siempre me gustó la
sensación de saberme observado, pero esto es atroz: no hay ropa, ni sombreros,
ni anteojos que oculten los defectos y las proporciones ridículas. Siento mi
cuerpo destrozado en el centro de una esfera traslúcida y giratoria y a todos
mirándome desde todos los ángulos como si me conocieran o, qué extraño, como si
yo los conociera.
Llegan hombres de uniforme; son altos y oscuros, se ríen. Según se analice, un
descuartizado puede constituir un espectáculo grotesco. Probablemente no se ríen
de mí en especial, sino de todos los pobres diablos ahogados, triturados,
carbonizados y mutilados que pasan por sus manos, como horrendas ofrendas a un
dios que anhelara la deformidad y la fragmentación. Por supuesto lo que pienso
no invalida el comportamiento de estos servidores públicos, que al fin y al cabo
cumplen una función humanitaria. (Cómo los odio, con qué placer dinamitaría sus
cuarteles, sus cuevas, sus cabezas rellenas de inmundicia).
Uno de ellos trae un palo larguísimo, una de esas pértigas que se utilizan para
manipular sin peligro los cables aéreos. Me toca con la punta, me empuja, es
afilada, duele: tiene una enorme boca permanentemente abierta, una boca de jefe
que goza mostrando sus dientes. Conozco esa maniobra. Soy nada más que un pedazo
de carne fresca.
Reunieron mi cuerpo sobre una tela encerada, quizá un mantel de hule.
Los veo flotando, moviéndose lentamente, agachándose para recoger pedazos y es
como si el aire se hubiese transformado en agua y ésta fuera una escena en el
fondo del mar.
Ah, se han puesto guantes.
Buzos, buceadores, buscadores.
Me llevan.
Estoy en un lugar caluroso y oscuro. La pared de la bolsa es pegajosa, siento
que no termina de adherirse a pesar del contacto y la inmovilidad, aunque ésta
es relativa, ya que de tanto en tanto alguna zona de la tela cambia de forma
espontáneamente y produce un ruido sordo y acuático, como si una burbuja
reventara bajo la arena.
La oscuridad y el silencio son absolutos. Mi cuerpo ocupa menos lugar que el que
ocuparía en circunstancias normales.
¿Cómo tener noción del tiempo? Instantes y eternidades de silencio roto
solamente por algunas voces sofocadas, lejanas, que llegan desde algún lugar.
El interior de la bolsa se ha llenado de un líquido espeso. ¿Quién les avisará a
ellas? ¿Estarán juntas en el momento o será mi mujer, sola, la primera en
saberlo? Imagino la noticia entrándole por el oído, estallando dentro de su
cabeza como la iluminación del fuego.
Acepto la oscuridad, he olvidado la luz. Sin embargo distingo manchas móviles,
palpitantes, que se alejan y se hacen más densas, granuladas, con reflejos
rojizos o cruzadas por líneas de un azul tan intenso que parece un matiz del
negro.
Piedras gelatinosas. Tengo la sensación de rugosidad blanda, de caverna tibia,
viva.
Hace mucho calor; sé que no puede ser tanta oscuridad; en el mundo no existe
semejante perfección, esto es otra cosa, lo sé confusamente, querría saberlo,
mejor dicho, pero las ideas se me escapan, se incorporan a las sombras que me
rodean y pierden fuerza y entonces todo es oscuridad y también el temor de que
arrojen la bolsa al fondo de un pozo; los pedazos dispersándose hasta llegar al
estómago de alguna alimaña, porciones rosadas flotando en caramelo y el brillo
centelleante de un arpón que hiende el agua buscando la solidez que detenga su
carrera de espacios infinitos para un blanco prefijado, saber que me busca y
pierde dulcemente la velocidad y crece como la proa de un barco que parte las
olas.
Se ha abierto una puerta; jamás había escuchado tan minuciosamente el chirrido
de las bisagras y la irrupción del aire exterior en la pieza. Bronce contra
bronce. El aire que me rodea ya no pertenece al mundo. Escucho cada uno de los
componentes del ruido (cientos, miles de curvas sonoras, multívocas, ramificadas
y armónicas; en sus partículas hay música y el silencio no existe).
Han encendido una luz, estoy seguro. Un reflector potentísimo está apuntándome;
la luz reúne mi cuerpo, lo endurece.
Unas manos enguantedas me tocan con decisión y violencia, me separan, me vuelven
en la oscuridad.
De nuevo estoy solo. Afuera, nítida y lejana, reconozco la voz de mi mujer. ¿Es
ella o es su voz la que grita y llora?
Sorpresa, dolor: es lo mismo, ya no puede ocurrir nada. Sonrisas, ironías, el
amor que desemboca en un precipicio de rocas más duras que el acero del tren y
que mi carne. ¿Me llevarán hasta donde pueda reconocerme o entrará aquí, a esta
pieza solar?
Me está mirando. Estoy deshecho y ella me está mirando. Siento sus ojos
quemándome la carne. ¿Qué le muestran de mí? No entenderá, gritará, se apoyará
las manos en el vientre. No se acerca; alguien me aleja. Siempre me repugnó la
sangre. Seguramente tendrá sus razones paar dejarme solo.
Por suerte desangrarse produce alivio; la sangre es tensión, responsabilidad con
todos, con el universo.
Recuerdos.
Mi madre y mi suegra vivieron siempre con
nosotros, juntas y ajenas en un dormitorio lleno de minúsculos adornos de
porcelana y de cristal que se amontonaban sobre la cómoda, las mesas de luz y
los estantes de madera negra que enmarcan la ventana: tropillas de elefantitos
para la buena suerte, con billetes de cien pesos enganchados en la trompa;
cardúmenes de peces multicolores, helados e inmóviles como en una pecera de
pesadilla; flotas enteras de pequeños juncos chinos, con cordaje de alambre y
velas de plástico que imitan el marfil. Jamás dejaron de atenderme; para ellas
mi suicidio será inexplicable. Nadie, por otra parte, pudo pensar que haría
semejante cosa; los engañé, aunque haya procedido con lealtad. ¿Cómo trasmitir
algo valioso, algo que trasciende y sin embargo permanece girando en los
sinuosos caminos del cuerpo y del alma como la materia de una piedra preciosa,
encerrada, bellísima, sola? Desde hace un tiempo noto en la mirada de los otros
una suerte de desconfianza, una intensidad de duda o sospecha, pero no esto.
Creo haber procedido con naturalidad. No quita que después saldrán a relucir las
lúcidas hienas del velorio; son mentirosos: yo no debía terminar así.
Son de alma ciega. Nunca percibieron que yo vivía en el infierno. Nadie se mata
en un momento de deseperación; ocurre que somos bestias tristes y aguantadoras y
entonces las desventuras se amontonan parsimoniosamente, sin estrépitos, en una
lenta geología de dolor. Entonces sí: la muerte es un orgasmo, una explosión de
semen negro y estéril como el barro de la tumba. (Lo imagino blando, similar a
este líquido en el que estoy flotando).
Caras burlonas y desdeñosas; hombres y mujeres sonrientes, de labios carnosos,
lívidos. Fantasmas satisfechos. La soledad más absoluta puede confundirse con la
convivencia armónica y la felicidad.
Murmullos.
Sus pasos resuenan en un corredor. Querría saber cómo afronta este momento, me
gustaría saber si estuvo a punto de desmayarse. Siempre se jactó de poseer una
gran presencia de ánimo.
Si mamá pudiera verme.
Si no la venciera el asco.
Es la única en acercarse; la veo de blanco, con los brazos extendidos, alta,
sudorosa; no le importa mancharse las manos, me acaricia la frente (blanda, más
blnnda que sus manos), el pelo pegoteado (siento mi sangre entre sus dedos).
Sueños de ciego.
Me taparon con una tela suave, más suave que la bolsa. Seca y liviana.
Pronto vendrán los de la funeraria a reconstruir algo que se parezca al cadáver
de un hombre. Ineptos artesanos trabajando con barro, amasando sin respeto una
basura muerta para siempre.
Se diluyen las formas que me rodeaban. Quedan colores extensos y sedosos, sin
límites, como impalpables coágulos del aire. Giro. Giro en calma rodeado de un
intenso vacío. Voy a ocupar todos los puntos del espacio. Uno, cada uno y
muchos. Única sensación: salgo de mí. Círculos. Curvas. Vértigo de una esférica
expansión sin fin.
***
* este texto está incluido en "El límite de la luz" (cuentos) de
Enrique Barbieri (Grupo Editor de América Latina, Buenos
Aires, 1985).
"La modernidad de Enrique Barbieri, como temperamento especulativo, radica
en la ironía. Se complace abiertamente en construir sus textos como disgresiones
o variaciones de prestigiosas cuestiones de este tiempo: la vivencia de lo
apocalíptico, los riesgos que en manos del prejuicio corre la lucidez, el papel
de la memoria, el miedo, la inconsistencia del Yo: el difuso e inquietante rumbo
seguido, en la ciudad contemporánea, por la vida colectiva. Pero, en sus textos,
la sonrisa y la parodia tejen su propia trama hasta desbaratar las aspiraciones
extremas de la razón sistemática". (Santiago Kovadloff)