"Diarios" *
por John Cheever
(...)
Año 1958
(...)[pág.
102]
Reconocemos la fuerza del misterio que nos impide hacer el mal, pero ¿qué
hacemos cuando esa fuerza se derrumba y la balanza se inclina hacia el mal?
Sabemos que en un platillo de la balanza están el cielo azul, el sentido común y
la respiración de nuestros hijos mientras duermen, pero ¿por qué se inclina
bruscamente mientras dormimos?
Año 1959
(...)[129]
Era el año en que todo el mundo en Estados Unidos estaba preocupado por la
homosexualidad. También había otros motivos de preocupación, pero mientras estas
ansiedades eran objeto de artículos, discusiones y publicidad, las referidas a
la homosexualidad permanecían ocultas y tácitas. ¿Lo es? ¿Lo fue? ¿Lo hicieron?
¿Lo soy? ¿Podría serlo? Estas preguntas parecían rondar por la mente de todos. A
modo de defensa, se hacía hincapié en la virilidad, el deporte, la caza, la
pesca y la indumentaria sobria, pero la esposa solitaria se preguntaba con
nerviosismo qué hacia su marido en el campamento de los cazadores, y el marido a
su vez se hacía preguntas sobre el hombre con quien compartía el tosco lecho de
ramas. ¿Lo fue? ¿Lo hacía? ¿Lo había hecho? ¿Quería? ¿Alguna vez? En realidad,
quiero decir que todo esto es un absurdo. Por culpable que sea el hombre, sólo
un pueblo reprimido hasta el absurdo actuaría de esta manera.
(...)[133]
Mi percepción de la moral es que la vida es un proceso creativo y todo lo que
restringe o impide este impulso es malo u obsceno. Las estructuras más sencillas
-árboles, una fila de cabinas en la playa, la torre de una iglesia, un banco en
el parque- parecen tener un significado moral, una continuidad que es alentadora
y corresponde a todo mi sentido del ser. Pero hay especulaciones y deseos que
parecen oponerse al admirable derivar de las nubes en el cielo, y la tristeza
más honda que conozco tal vez se haya de absorber en ellas.
Año 1960
(...)[141]
Paseando a Federico(1) en un día primaveral, se me ocurre que me
encontraré con X, buscaré un lago o un estanque, me bañaré desnudo y haré
cochinadas con su culo macizo. Dejo que la fantasía se desarrolle, ¿y qué
importa? X no existe y al llegar a un estanque en esta época del año no querría
bañarme ni hacer las demás cosas que al parecer deseo, pero se diría que en mi
cabeza existe un país, un país infantil de libertad sexual irresponsable que no
tiene nada que ver con la vida real tal como la conozco. Pero lo que me
interesan son las contradicciones en mi naturaleza, en cualquier naturaleza, su
grandiosidad; que en un lapso de pocos minutos paso de la vergüenza abrumadora a
una fuente pura de autoestima y confianza que se alza como un surtidor en una
fuente. Y medio dormido me pregunto si no sufro de alguna incurada imagen de la
mujer, esa criatura matutina, como depredadora, armada con un cuchillo afilado.
*
Mary(2) dice que mi presencia es represiva; que no puede expresarse,
decir la verdad. Cuando le pregunto qué quiere decir, responde que nada, pero en
algún oscuro rincón de mi cerebro me temo que va a acusarme de maricón. Creo que
es ridículo, como la zona sensible en los bordes de una antigua herida. Conozco
mi piel, indiscreta y caprichosa, y asumo alegremente los anhelos ridículos y
románticos, pero me pregunto si esto afecta a mi hijo. Parece muy dispuesto a
amarme cuando jugamos a la pelota en el jardín. Durante la cena Susie(3)
menciona mi muerte inminente y me alzo como una gallina vieja. Debo aprender a
contenerme. Bebo demasiado y esta mañana me queda un recuerdo incoherente de lo
que pasó. Tengo los ojos irritados.
Con respecto a nuestro traslado al campo, B. dice que la dificultad mayor puede
ser la melancolía de Mary. Es una observación extraña, aunque él se destaca
justamente por sus observaciones extrañas, pero me pregunto si algo anda mal. Su
cara parece muy tensa, los labios apretados con dolor o furia. Subo con Federico
hasta la cima. La forma del sol poniente está tan claramente recortada en la
atmósfera que parece avanzar hacia la tierra. Su color es un rojo cuajado. Todos
los frutales están en flor. Las violetas rusas florecieron y se marchitaron en
una semana. Ahora tenemos vincapervincas, prímulas y otras violetas, todas
florecidas. Pero estoy de mal humor, sin motivos. Aunque hacemos el amor, me
siento melancólico y la sensación se prolonga durante la mañana. Un hermoso día
de verano, el cumpleaños de mi hijo y mi esposa. Estoy escribiendo dos páginas
diarias. Debería aumentar a cuatro o seis.
(1) Federico es el nombre de
uno de los hijos del autor. (N. del C.)
(2) Mary es el nombre de la esposa del autor. (N. del C.)
(3) Susan es el nombre de la hija del autor. (N. de C.)
(...)[150]
Sigue la canícula. Leo el libro de Hemingway. Suscita esos sentimientos ambiguos
que padecemos cuando una parte intacta de la adolescencia choca con el hombre en
que nos hemos convertido. Cuando era joven, su obra me absorbía por completo.
Imitaba su personalidad y su estilo. Escribe con la eléctrica distorsión que
genera la ilusión de una visión particular; es decir, rompe y rehace los ritmos
habituales de la introspección. Me parece que sus observaciones sobre la polla
de Scott son de mal gusto, lo mismo que la pelea de la Stein con su amiga. Por
alguna razón me turban sus alusiones a ir andando en la nieve seca y a hacer el
amor.
(...)[151]
En el lavabo de caballeros de Grand Central Station observo una escena sin
comprenderla del todo. Dos hombres, cuyas caras no veo, fingen abrocharse los
pantalones, pero en realidad se están exhibiendo. Poco después termina el show y
se van, pero estoy asustado y desconcertado. Luego, mientras me limpian los
zapatos, vuelve uno de ellos. Enseña el paquete y el trasero, y las
oportunidades que representa me parecen tan peligrosas como fascinantes. He aquí
un medio para trastrocarlo todo íntimamente, con una palabra. Bastaría un roce
para violar las leyes de la ciudad y el mundo natural, sacar a la luz las cargas
inútiles de culpa y remordimiento, y reivindicar la naturaleza díscola y
cataclísmica del hombre. Y por un instante el mundo natural parece un gran fardo
de zapatos caros, ligas que atan, fiestas agotadoras y amores aburridos, trenes
de cercanías, publicidad seductora y bebidas fuertes. Pero llevo a Federico a
nadar y descubro con alegría que soy miembro del mundo legítimo. Decencia,
valor, resolución, todos estos términos tienen belleza y sentido. Hay una línea
fronteriza, pero en mi caso parece muy tenue. Tengo la impresión de moverme sólo
en una serie de reconocimientos casuales, y cuando no reconozco el rostro, la
ropa ni la conducta, creo hallarme al borde de un abismo erótico. Lo más sensato
es alejarme de esos lugares.
(...)[154]
Paso la noche con C., ¿y qué puedo decir sobre esto? No me avergüenzo, pero sí
siento o temo el peso de las prohibiciones sociales, la amenaza de castigo. No
he hecho más que seguir mis instintos. Sólo he tratado de aliviar discretamente
mi soledad de borracho, mi incómoda sed de ternura sexual. Tal vez el pecado
tenga algo que ver con el incidente y he tenido esta clase de contacto sólo tres
veces en mi vida adulta. Conozco mi naturaleza problemática y he tratado de
contenerla con intención creativa. No es por culpa mía por lo que me encuentro
solo y expuesto a la tentación, pero espero sinceramente que no vuelva a
suceder. Confío en no haber hecho daño a ningún ser querido. Lo peor es que he
quedado en una posición en que tal vez me veré forzado a mentir.
Año 1961
(...)[159]
No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas
a nuestro dolor, a nuestra felicidad; escribir sobre la torpeza sexual, el
sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento -creo entreverlo en
sueños-, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la
angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir
sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño de correos, un rostro
apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y
las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal,
el fin del mundo.
(...)[160]
Pienso en C. con indiferencia; veo la sonrisa idiota, el pelo mal cortado, el
traje bohemio, las botas, las pantorrillas largas, el cuerpo vivaz e inquieto,
agresivo: la pura voluntariedad. Y pienso en nuestros vagos sentimientos sobre
las relaciones sexuales entre hombres: que es un campo de investigación
legítimo, pero poco satisfactorio, indecoroso y absurdo.
(...)[164]
Ayer por la mañana Hemingway se pegó un tiro. Fue un gran hombre. Recuerdo una
vez que salí a pasear por las calles de Boston después de leer un libro suyo y
vi que el color del cielo, las caras de los extraños y los olores de la ciudad
estaban acentuados y dramatizados. Lo más importante que hizo fue legitimar el
valor masculino, una cualidad desconocida para mí antes de leer su obra, esa
obra exaltada por exploradores y otros hasta hacerla parecer fraudulenta. Plasmó
una visión inmensa de amor y amistad, golondrinas y el ruido de la lluvia. No
hubo jamás, en mi generación, nadie comparable a él.
(...)[168]
Cuando pienso en cómo nuestros orígenes se hacen valer, me pregunto cuánto
tendré que pagar. Soy cuentista desde el principio de mi vida: reordeno los
hechos para que sean más interesantes y a veces más significativos. He
convertido a mi vieja madre excéntrica en una mujer rica y de buena posición, y
a mi padre en un lobo de mar. Me he creado un origen -distinguido, tradicional-
que todos aceptan. Ahora bien, ¿cuál es la verdad desnuda, si es que puedo
escribirla? La casa amarilla, la salita con piano vertical y, en una mesa
camilla, un teatrillo en el que montaba escenografías y jugaba con títeres. La
antigua gramola de caoba, con su patético poder de reproducción. En el comedor,
una lámpara hecha con una túnica de mandarín. Contra la pared, el timón del
velero de mi padre, perdido hace años, con incrustaciones de madreperla. Casi
todos mis personajes tienen criada, pero en casa yo llevaba los platos a la
mesa. Mis padres no eran felices ni yo era feliz con ellos. Se me decía que él
quería hacerme daño y creo que nunca lo perdoné. Pero parece que mi corazón era
receptivo, porque a los diez u once años estaba total e inocentemente enamorado
de G. A los doce estaba enamorado de J., a los trece de F., etc. Era imposible
pedir reciprocidad a mi padre, de manera que buscaba en otros hombres la fuerza
censora, el desafío, el aliento que necesitaba, y los obtuve en abundancia de W.
Visto retrospectivamente, parece que fue una improvisación. Tengo las
características del bastardo.
Año 1962
(...)[183]
Es el cuerpo de mi mujer el que deseo acariciar, es en ella en quien deseo
derramarme, pero cuando estamos separados parece que no tengo el menor escrúpulo
en eyacular en otra parte. Veo por primera vez a X al borde de la piscina. Está
tomando sol, desnudo, con una toalla alrededor de la cintura. Su voz es hosca y
desagradable. Tiene un leve acento -acaso italiano-, o tal vez es culpa de una
mala prótesis. Se sienta a horcajadas en la silla más cómoda, emite señales
agresivas, todas sus observaciones son quejumbrosas o estúpidas, se diría que
somos enemigos naturales. Pero al día siguiente lo encuentro a mi lado en la
mesa y siento que su mirada se posa en mí: suave, tierna, sin pupilas. Roza mi
hombro. Bruscamente se vuelve atento y amable, lo veo bajo una nueva luz. Veo
que es guapo, macizo, pero tan blando que va al grano inmediatamente. Me da la
sensación de que me hace insinuaciones. Me ha visto antes, dice, con Y, con Z.
Su mirada tierna me sigue, se posa en mí y siento una picazón mortal en la
entrepierna. Si me pusiera la mano en el muslo no la apartaría; si le
sorprendiera desnudo en la ducha, me lanzaría al ataque. ¿Pero es una picazón
común o sólo mía? ¿Es sólo mi bandera la que está enhiesta y dolorida como un
forúnculo? ¿Lo advierte o está pensando en el partido de tenis de ayer o en un
cheque que espera recibir por correo? Estoy resuelto a no suplicar, a no dejar
que me comprometan mis instintos, y tal vez piense él lo mismo; son las
criminales restricciones y contrapartidas del coqueteo. Pero existe también el
factor espiritual: mi respeto por el mundo, la conciencia de que no soporto
llevar una doble vida, el amor a la constancia, el deseo fervoroso de cumplir
mis promesas solemnes con mi esposa y mis hijos. Pero a mi miembro inquieto no
le importa nada de esto y temo que acabaré por ceder a sus exigencias. Se nos
exhorta a aceptar las cosas tal como son, a sumergirnos de cabeza en la vida, a
obedecer a nuestros instintos, a subvertir los cánones mezquinos de la decencia
y la limpieza, pero si jodiera en la ducha no podría afrontar después las
sonrisas del mundo. No me gusta su voz ni su mente; probablemente no me gustará
su obra. Sólo me gusta que en apariencia se presente u ofrezca como amable
objeto de convivencia sexual. Sin embargo, he estado en esa situación un
centenar de veces y no es, como podría parecer, el valle de la sombra de la
muerte. Y sea cual fuere la verdad de los instintos, el hecho es que la doble
vida es detestable, morbosa y, por otra parte, imposible. Por eso al llegar la
noche escucho la más leve de las brisas lluviosas, pero no me permite olvidarme
de mí mismo, y cuando oigo una buena lluvia torrencial, el deseo de hallar la
paz en este antiguo ruido parece infantil e indigno comparado con ese impulso
perverso de mi bajo vientre. Pero ese impulso contiene un elemento espiritual,
un apetito por satisfacer: arrinconar durante una hora el peso intolerable de la
independencia total. Pero conozco este estado y en definitiva tal vez no
conduzca a nada, a nada. ¿Por qué habría de perder las vastas delicias del amor
a cambio de un encuentro casual en la ducha? Creo que comparto este dilema con
la mayor parte de la Humanidad.
Año 1963
(...)[187]
Anotar lo que sé tanto como lo que espero saber. Describir mi sed de
alcohol que comienza a las nueve de la mañana, y que a las once y media ya
escapa a todo control. Describir la humillación de beber furtivamente y el sabor
amargo de la ginebra; escribir sobre el peso del desaliento y le desesperación;
escribir sobre los terrores sin nombre; escribir sobre los penosos ataques de la
ansiedad infundada; escribir sobre el horror al fracaso. El esfuerzo por
recuperar el aguzamiento de las sensaciones, la sensación de que se ha
corrompido un margen de esperanza.
(...)[190]
Me debato con los problemas del final del libro. Después de comer tengo que
hacerme cargo de Federico. Le leo alguna estupidez, vamos al buzón, a las tres
preparo un zumo y bebo furtivamente una ginebra. Pienso contrariado que yo, el
novelista, debo mecer al niño en la cuna mientras Mary, el ama de casa, corrige
por puro placer antiguos trabajos universitarios. Leo a Hannah Arendt, sobre el
repugnante caos moral de la Alemania fascista, y vuelvo esto hechos hacia mí.
Soy un amoral, mi fracaso consiste en haber tolerado un matrimonio intolerable.
Mi afición a los interiores agradables y las voces de los niños me ha destruido.
Debería haber roto este contrato años atrás y escapado con una belleza de mente
sana. Debo irme, tengo que irme, pero entonces veo a mi hijo en el jardín y sé
que no puedo liberarme de él. El hecho de no haber conocido el amor de un padre
me ha obligado a desplegar un amor tan absorbente y fervoroso que no queda
margen para elegir. No puedo solucionar el libro porque no he sabido resolver
mis propios asuntos. De manera que estos sentimientos, que provienen de
distintas direcciones, se concentran en mi mente un poco intoxicada. La
inmoralidad de la Alemania fascista, el entusiasmo de Mary, la virilidad de Ben(4),
el desinterés de mi padre muerto años ha, mi amor culpable por los interiores
serenos y la picazón de la entrepierna se agolpan en una ridícula colisión; me
llevo el trineo a la cima de la colina. La luz es hermosa, el aire puro y frío,
el sol se pone y pienso que al deslizarme cuesta abajo una y otra vez purificaré
mis sentimientos, aprenderé a ser comprensivo. Lo consigo en parte; pero sigo
bebiendo ginebra.
(4)
Benjamin es el nombre de otro de los hijos del autor. (N. de C.)
(...)[195]
El señor Y se oculta en el cuarto trastero y espía a su esposa por el ojo de la
cerradura para asegurarse de que no le echa DDT en la comida. El panorama que se
ve por el ojo de una cerradura es amplio si uno puede moverse, pero él no puede.
Ella entra y sale de la despensa, donde se guardan los venenos, pero no se ve si
espolvorea la comida con paprika o con algo más mortífero. Pone la mesa y
exclama: «A cenar.» Sale de la cocina y le da así la oportunidad de escapar,
retirarse hasta la despensa y entrar en la cocina como si viniera de otra parte
del bosque. «¡Qué bien huele!», exclama él al olisquear la salsa. «¿Verdad que
sí?», dice ella. «Le he puesto un poco de orégano.» Su sonrisa es maligna,
triunfal: «¿Qué hacías en el cuarto trastero?», pregunta. «Nada», dice él. Pero
la victoria es de ella.
*
El señor Bierstubbe metió la mano en el vestido de la señora Zagreb y le desnudó
los senos, mientras ella le acariciaba la espalda y le decía: «Pórtate bien, sé
juicioso». Sus tetas eran grandes como pavos, relucientes como el mármol y
dejaban en sus labios sedientos el sabor suave y variado del aire nocturno. Pero
el domingo por la mañana, al despertar, los senos de la señora Zagreb ya no eran
un tesoro sino un tormento. Le rodeaban, llenaban el aire de la habitación, le
seguían, le tentaban, se agitaban ante su cara. Le siguieron hasta el tren, se
sentaron a su lado, le siguieron hasta el club de la calle Cuarenta y Tres y,
cuando se tomó una copa antes de la comida, su deseo de los pechos de la señora
Zagreb era casi insoportable.
*
A. mira a su mujer de manera insinuante y gime intencionadamente. «Bueno, está
bien», dice ella. Él se desnuda y espera junto a la cama. Ella baja a la cocina,
mete cuatro mantas en la lavadora, hace saltar un fusible e inunda la cocina.
«¿Por qué?», pregunta él desde la puerta de la cocina, desnudo y desconcertado.
«¿Por qué te pones a lavar mantas cuando te pido un poco de ternura?» «Es que
tenía miedo de olvidarme», dice ella con timidez. «Podrían atacarlas las
polillas.» Agacha la cabeza. Entonces él se siente conmovido, advierte en ella
un deseo irresistible de ser esquiva como una ninfa, pero como es demasiado
gorda para correr por el bosque, no tiene más remedio que meter mantas en la
lavadora. Él comprenderá que la determinación de ella de parecer esquiva es tan
fuerte como los impulsos de su bajo vientre; le rodeará el talle y la conducirá
al dormitorio.
(...)[199]
La perra de Ben deja sus recuerdos en el suelo de la biblioteca. Por la mañana
le doy un golpe con una revista. Una hora después, Ben me pregunta: «¿Te has
dado cuenta de que Flora no puede andar? Le duele cuando quiere levantarse.» Por
consiguiente, le he roto la columna a la mascota que tanto quiere mi hijo. Soy
de los que vacilan antes de aplastar una mosca, y cuando piso una hormiga lo
hago con cuidado para que no sufra. Lastimar a un animal me hace mucho daño, y
el dolor es abrumador si se trata de la mascota de mi hijo. Mary aumenta mi
malestar. Dice que mi hijo sufre, que es probable que le haya hecho mucho daño a
la perra, que tiene los cuartos traseros muy frágiles. Me tomo un whisky, con
pan y queso, salgo de la casa y me precipito en el bosque. Estoy convencido de
haber matado a la perra de mi hijo. Ved a este hombre de cincuenta y un años,
tendido en el campo y mordisqueando pan con los ojos llenos de lágrimas. He
matado a la perra de mi hijo; he matado sus afectos. Fue un accidente, pero eso
no me sirve de consuelo. Sigo la senda hasta la represa y ese ejercicio sencillo
me devuelve el sentido común. También me despeja el cerebro después del whisky.
Cuando vuelvo, la perra está mejor, la llevamos al veterinario y parece que no
tiene nada. Cuánta vitalidad gasta uno en falsas alarmas; y pienso, tal vez
injustamente, que Mary ha sabido generar una atmósfera de ansiedad enfermiza,
algo parecido a la misteriosa capacidad de su padre para imponer una sensación
de condena y catástrofe en sus dominios. ¿Se trata de algo neurótico, se trata,
como alguna vez me he preguntado, de un evidente poder de las tinieblas? El
correo de la tarde me dice que me han aceptado dos relatos. Exultante, comunico
la gran noticia a Mary, que dice con mucha frialdad: «Pero ¿a que no te han
mandado el dinero?». Es una mierda, una mierda. «¿Qué diablos esperas?
--vocifero--. En tres semanas gano cinco mil dólares, corrijo una novela, limpio
la casa, cocino y arreglo el jardín, y ahora que todo sale bien, sólo se te
ocurre decir que no me han mandado el dinero». Su voz es más aguda que de
costumbre cuando dice: «Parece que nunca digo lo que quieres oír». Se aleja
hacia la calle. No comprendo estos cambios drásticos de humor, aunque los he
observado durante veinticinco años. Durante tres semanas hemos disfrutado de la
pasión trascendente, del amor y el humor. Ahora, esta frialdad. No puedo
controlarla: basta una llamada telefónica casual, un sueño, para generarla.
Entonces se aleja no sólo de mí sino de todos nosotros.
Año 1968
(...)[208]
A los siete años concebí una pasión indecente por una reproducción en yeso de la
Venus de Milo que había en nuestra biblioteca. Subido a una silla, quise mirar
bajo aquellos pliegues que ocultaban desde hacía siglos lo que yo deseaba.
(...)[212]
Cuando estábamos en la universidad, solíamos bañarnos en el río, y tía Mildred
nos exhortaba a quitarnos los trajes de baño. «¿A quién le importa una cosa tan
pequeña?» Así se expresaba, aunque lo que tenían Howie y Jack no eran
precisamente una cosa pequeña. Se sentaba en el embarcadero desde el que nos
zambullíamos. Había hecho unos cortes en la funda de almohada con que se cubría
la cabeza para protegerse de los tábanos. Y allí se quedaba, parecida a un
miembro del Ku Klux Klan en decadencia, mientras nosotros chapoteábamos en el
agua cristalina. Una tarde apareció con una cámara anticuada y sin quitarse la
capucha nos fotografió mientras nadábamos y nos zambullíamos. Se me ocurrió que
las fotografías no le servirían de nada debido a la antigüedad de la cámara y la
casi imposibilidad de enfocar a través de un corte abierto en la funda. Sabía
además que no podía hacer revelar unas fotos de hombres desnudos en el drugstore
de Howland. No supe dónde reveló las fotos ni las vi hasta treinta años después,
cuando vendimos el terreno. Mildred había muerto años antes. Las fotos eran
excelentes.
Año 1966
(...)[220]
Mientras espero el tren un joven de ceñidos pantalones blancos enciende las
señales de alarma habituales, pero entonces advierto que en la chaqueta lleva el
distintivo de una facultad donde me conocen, donde vive uno de mis amiguetes.
Pregunto por mis conocidos del claustro de profesores, por mi amigo, la
atmósfera entre los dos es muy relajada. La amenaza proviene de lo que no tiene
rostro, de lo que es extraño, la penumbra erótica, el que no nos conozcamos
salvo en lo que afecta al deseo sexual. Pero en un urinario público, al ser
abordado por un extraño sin rostro, uno percibe la posibilidad cierta de
comprenderse a sí mismo y comprender la muerte, como si las críticas naturales y
sensatas de la sociedad, elevadas a la luz del día, fueran una carga excesiva
para nuestros instintos y los dejara indefensos ante las infecciones de la
ansiedad, y particularmente el miedo a morir. Corre, corre, corre en pelota por
el bosque, clávala en el vellocino de las ninfas, en el culo peludo de los
sátiros, así te conocerás a ti mismo y ya no temerás la muerte; pero entonces,
¿por qué los sátiros tienen esa sonrisa lúbrica e idiota? Tener la buena suerte
de amar lo que se debe, lo que el mundo aconseja que se ame, y a la vez ser
amado por ello, es un destino más fácil que ligar en Puerto Príncipe con un
marinero que te vaciará los bolsillos, te estrangulará con las manos y te
arrojará muerto en una zanja.
(...)[227]
Pero déjame hablarte del psiquiatra. Pensaba que la tercera entrevista, la de
hoy, sería como el final de una comedia musical. Nos abrazaríamos y besaríamos
en la puerta de su consultorio y nos acostaríamos cuando los niños se fueran al
cine. El consultorio está adornado con esas antigüedades baratas que encuentras
en los hoteles pequeños. Su escritorio, o parte de él, parece haber visto la luz
en forma de espineta. Sobre la mesa hay fotografías en color de sus hijos. ¿Por
qué los médicos siempre nos obligan a mirar las fotografías de sus hijos? Veo
que calza flamantes zapatos de ante y calcetines claros sujetos con ligas. La
mirada de sus ojos dorados es firme. Se podría decir que su fisonomía es amable.
El cuadro que le presenté fue que yo, criatura inocente y afortunada, me había
casado con una mujer que padecía profundos trastornos psíquicos. El cuadro que
me fue presentado fue el de un hombre neurótico, narcisista, egocéntrico,
solitario y tan hundido en sus fantasías defensivas que había inventado una
esposa maníacodepresiva. Describió los trastornos de la psique con jerga
casuística. En el lapso de cincuenta minutos pronunció la palabra
«significativo» catorce veces, «interpersonal» doce, «longuitudinal» nueve y
«estructurado» dos. Cuando pregunté a Mary si en conjunto nuestra relación no
había sido feliz, se limitó a sonreír. Se me acusa de estar celoso de su
trabajo. La verdad es que debido a las ocupaciones de mi madre y el hecho de
sentirme abandonado por ella, siempre sospecho de una mujer que descuida sus
deberes de esposa. El psiquiatra habla de mi vehemente suegro, me parece, con
veneración poco cordial. Creo descubrir alusiones a mi humilde cuna y lo cierto
es que mi padre era un vendedor de zapatos en paro, en tanto que mi madre nos
mantenía con una tienducha de regalos. Colgaban la ropa interior de un clavo de
la puerta del cuarto de baño. Ésa no es toda la verdad, mis padres eran personas
de cierta categoría, aseguro. Creo que acepta la veracidad de las dos
fijaciones. Una es que soy un hombre sin amigos. Mary siempre lo ha dicho y me
parece que no es verdad. Siempre dice que si yo diera una fiesta no acudiría
nadie. La otra fijación es que detesto a las mujeres.
(...)[230]
Voy al psiquiatra, y mientras hablamos sobre castración y homosexualidad,
nuestro diálogo conserva cierta circunspección. No he dicho claramente que tengo
instintos homosexuales y que éstos son una fuente de penosa ansiedad. Creo que
exagero. Ya que me ofrece tentadoramente la oportunidad de confesarme, no veo la
hora de hacerlo, pero hay algo en su actitud o en el ambiente que me impide
decir con claridad que a veces tengo miedo de ser maricón. Sostengo que no sufro
más que la mayoría de los hombres, pero tal vez esa convicción sea la raíz de
mis problemas. Sé que la naturaleza de los hombres es equívoca, paradójica,
caprichosa y perversa, pero parezco incapaz de asumir ese hecho cuando se trata
de mí. Parece que mi deseo de ser una criatura sencilla, natural y sensible es
incurable. Diría que el psiquiatra ha hecho de ese conflicto una obsesión, o al
menos lo empuja en esa dirección. Tendido en la cama, me pregunto si tendré una
erección cuando llegue el momento. Es absurdo. No puedo evocar el aroma, las
bellas formas, la agitación de mis entrañas, pero me atormento; me acuso de
preferir un joven afeminado a una mujer bella y fogosa. Sería muy sencillo optar
por un chico-chica, pero la sencillez no es lo que uno busca... aunque en el
fondo sospecho que sí. Sólo se necesita valor, vitalidad y fe; con frecuencia
poseo los tres.
Necesito esperanza, celo, vigor y un amor profundo; deplorar ante el psiquiatra
la conducta de mi mujer en la cama me parece lo opuesto. Quejarse es una forma
de desesperar. No me decido a contar lo sucedido, porque me parece que pone en
peligro la posibilidad de salir airoso esta noche. Quiero amar y ser amado, ser
franco y viril: eso no se consigue con lamentos y lloriqueos en un consultorio
climatizado lleno de antigüedades desinfectadas. Sin embargo, es lo que hago.
Pero me parece que el psiquiatra y yo no nos entendemos. Creo que no se aparta
de un conjunto de ideas preconcebidas, rígidas y esotéricas. ¿A quién beneficia
saber que la señora Zagreb es mi madre? Me acusa de divinizar a Mary y le digo
que, desde luego, es una diosa. Mary y yo vamos al cine a ver Modesty
Blaise, que me parece excelente, graciosa e ingeniosa. Contento y excitado,
tomo dos whiskys para serenarme, pero en la cama se va la erección y cuando pido
ayuda se me da con tanta repugnancia que nos damos la espalda. Ahora tal vez nos
acercamos a la frontera de un país tenebroso, pero tal vez lo he creado yo. Debo
evitar la hostilidad que causa la ginebra.
(...)[231]
Creo que vuelvo al médico hoy y creo que no tengo nada que contarle. ¿Y esa
pelea tan rencorosa del viernes por la noche, cuando le ofrecí el divorcio y lo
aceptó? ¿Y nuestra fogosa reconciliación del sábado por la tarde y mi impotencia
el sábado por la noche? ¿Y el hecho de que no sé dónde estoy? Esta mañana, muy
decidida, Mary va a buscar a la criada cuando todavía es temprano. ¿Qué tiene de
malo? El lunes por la mañana estoy muy triste. Si he sido malo, no recuerdo mi
maldad, porque mi memoria está trastornada por el alcohol. Quiero amar y ser
amado, y la frialdad que creo percibir me hiere profundamente. Pero el hecho de
sentirme herido con tanta facilidad parece ser el origen del problema.
*
Quisiera sincerarme sobre el problema de la homosexualidad, y creo que puedo
hacerlo. Me parece ver claramente la historia y el desarrollo de mi ansiedad.
Hubo un choque entre mis instintos y mis placeres, entre la ambivalencia de mi
madre y el miedo de mi padre a haber concebido un marica. El clima era de
ansiedad. Resuelto a ser hombre, creía que era mi deber relacionarme con
hembras. Mis reacciones eran naturales y fuertes, pero a veces entraban en
cortocircuito debido al concepto del deber. La homosexualidad me parecía una
muerte lenta. Si siguiera mis instintos, acabaría estrangulado por un marinero
peludo en un urinario público. Cada hombre guapo, cada cajero de banco y chico
de los recados era como una pistola cargada que me apuntase. Para demostrar mi
virilidad adoptaba estrategias absurdas, por ejemplo, no entretenerme con la
sección femenina del Times. Pero ahora me parece que comprendo. Juro
por mi vida que la homosexualidad no es mala. Lo malo es la ansiedad, una
ansiedad que puede asumir las formas y los colores de una pasión desesperada.
Confío en no tener que demostrarlo en la práctica, y a estas alturas entra
cierta ambigüedad en mi pensamiento. Pero me parece que si dejara de ver a L.,
no sería una flaqueza de carácter ni rompería una antigua amistad.
(...)[239]
Cuando D. era pequeño le gustaba vestirse de chica, y durante su segundo año en
la universidad tuvo una aventura amorosa con su compañero de cuarto. Aunque
sexualmente grata, la aventura no satisfizo sus espectativas con respecto al
amor. Su compañero era guapo y atlético. D. era un alfeñique. Su compañero decía
que sólo lo hacía por conveniencia o como un favor. D. era el amante, su
compañero era el amado, un amado despótico, cruel y frío. Tras la licenciatura,
D. fue a Nueva York y consiguió trabajo. Sus instintos homosexuales o
narcisistas eran fuertes, pero era incapaz o no estaba dispuesto a padecer una
aventura penosa como la de la universidad. Durante cinco años asistió a tres
sesiones semanales con un psiquiatra llamado Jacks, para tratar de comprender o
curar o modificar el choque entre sus instintos homosexuales y el deseo de
casarse y tener una familia. Al cabo de cinco años conoció a una joven de la que
se enamoró. Jacks dudaba de su disposición conyugal, pero lo hizo a pesar del
psiquiatra y parecía muy feliz: más aún, estaba embelesado. Amaba a su esposa,
le encantaba aquel estilo de vida, quería a sus hijos, pero nada de esto
afectaba su narcisismo. En los trenes, los lugares públicos, en todas partes,
parecía buscar hombres más jóvenes cuyos rasgos y gustos se correspondieran de
algún modo con los suyos o con los que no había podido tener en su juventud.
Consultó con otro psiquiatra --Jacks había muerto-- que lo alentó a sublimar su
narcisismo de diversas maneras. Se enamoró de un vecino joven, casado y padre de
dos hijos. Lo deseaba con ardor, soñaba con él, y trató de sublimar ese
sentimiento prestándole ayuda. Le consiguió trabajo, un ascenso, le aconsejaba
en todos los asuntos, incluso en la compra de una estufa nueva. No le gustaba su
imagen en el espejo --evidentemente estaba demacrado y tenía muchas arrugas--,
pero la quería más que a ninguna otra en la vida, y al tomar el tren miraba en
derredor, en busca de algún joven que leyera una edición en rústica de Dylan
Thomas y a quien pudiera ayudar. Siempre había en su casa algún joven necesitado
de ayuda. D. jamás los tocaba, y si le tocaban a él, los apartaba suavemente,
mareado por el deseo. Sólo lo menciono para destacar que no todos tienen una
vida tan sencilla como la tuya.
* fragmentos
transcriptos de los "Diarios" de John Cheever (Emecé,
1993, 414 páginas).
John Cheever fue considerado «uno de los mejores narradores en lengua inglesa»
(The Times). Nació en Quincy, Massachussets, en 1912. En 1958 obtuvo el
prestigioso National Book Award con su primera novela, Crónica de los
Wapshot. Entre sus obras cabe destacar Falconer, Suburbio, Cuentos y
relatos -ganador del Pulitzer-, y Parecía un paraíso. La
Introducción del presente volumen comienza con este párrafo: "Al morir, el
18 de junio de 1982, John Cheever dejó en sus diarios una obra ingente, sin
corregir e inédita. Sobre la base de los veintinueve cuadernos de hojas sueltas
en que estaba escrito, Robert Gottlieb ha preparado el libro que sigue."
Por supuesto, ésta serie de fragmentos es una pequeña muestra que intenta reflejar, con cierta aproximación, el tono de la obra completa.