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Apuntes: Otras plumas (15)

en Confesiones

"Diarios" *

por John Cheever


(...)
Año 1958

(...)[pág. 102]
Reconocemos la fuerza del misterio que nos impide hacer el mal, pero ¿qué hacemos cuando esa fuerza se derrumba y la balanza se inclina hacia el mal? Sabemos que en un platillo de la balanza están el cielo azul, el sentido común y la respiración de nuestros hijos mientras duermen, pero ¿por qué se inclina bruscamente mientras dormimos?

 

Año 1959

(...)[129]
Era el año en que todo el mundo en Estados Unidos estaba preocupado por la homosexualidad. También había otros motivos de preocupación, pero mientras estas ansiedades eran objeto de artículos, discusiones y publicidad, las referidas a la homosexualidad permanecían ocultas y tácitas. ¿Lo es? ¿Lo fue? ¿Lo hicieron? ¿Lo soy? ¿Podría serlo? Estas preguntas parecían rondar por la mente de todos. A modo de defensa, se hacía hincapié en la virilidad, el deporte, la caza, la pesca y la indumentaria sobria, pero la esposa solitaria se preguntaba con nerviosismo qué hacia su marido en el campamento de los cazadores, y el marido a su vez se hacía preguntas sobre el hombre con quien compartía el tosco lecho de ramas. ¿Lo fue? ¿Lo hacía? ¿Lo había hecho? ¿Quería? ¿Alguna vez? En realidad, quiero decir que todo esto es un absurdo. Por culpable que sea el hombre, sólo un pueblo reprimido hasta el absurdo actuaría de esta manera.

(...)[133]
Mi percepción de la moral es que la vida es un proceso creativo y todo lo que restringe o impide este impulso es malo u obsceno. Las estructuras más sencillas -árboles, una fila de cabinas en la playa, la torre de una iglesia, un banco en el parque- parecen tener un significado moral, una continuidad que es alentadora y corresponde a todo mi sentido del ser. Pero hay especulaciones y deseos que parecen oponerse al admirable derivar de las nubes en el cielo, y la tristeza más honda que conozco tal vez se haya de absorber en ellas.

 

Año 1960

(...)[141]
Paseando a Federico(1) en un día primaveral, se me ocurre que me encontraré con X, buscaré un lago o un estanque, me bañaré desnudo y haré cochinadas con su culo macizo. Dejo que la fantasía se desarrolle, ¿y qué importa? X no existe y al llegar a un estanque en esta época del año no querría bañarme ni hacer las demás cosas que al parecer deseo, pero se diría que en mi cabeza existe un país, un país infantil de libertad sexual irresponsable que no tiene nada que ver con la vida real tal como la conozco. Pero lo que me interesan son las contradicciones en mi naturaleza, en cualquier naturaleza, su grandiosidad; que en un lapso de pocos minutos paso de la vergüenza abrumadora a una fuente pura de autoestima y confianza que se alza como un surtidor en una fuente. Y medio dormido me pregunto si no sufro de alguna incurada imagen de la mujer, esa criatura matutina, como depredadora, armada con un cuchillo afilado.

*

Mary(2) dice que mi presencia es represiva; que no puede expresarse, decir la verdad. Cuando le pregunto qué quiere decir, responde que nada, pero en algún oscuro rincón de mi cerebro me temo que va a acusarme de maricón. Creo que es ridículo, como la zona sensible en los bordes de una antigua herida. Conozco mi piel, indiscreta y caprichosa, y asumo alegremente los anhelos ridículos y románticos, pero me pregunto si esto afecta a mi hijo. Parece muy dispuesto a amarme cuando jugamos a la pelota en el jardín. Durante la cena Susie(3) menciona mi muerte inminente y me alzo como una gallina vieja. Debo aprender a contenerme. Bebo demasiado y esta mañana me queda un recuerdo incoherente de lo que pasó. Tengo los ojos irritados.
Con respecto a nuestro traslado al campo, B. dice que la dificultad mayor puede ser la melancolía de Mary. Es una observación extraña, aunque él se destaca justamente por sus observaciones extrañas, pero me pregunto si algo anda mal. Su cara parece muy tensa, los labios apretados con dolor o furia. Subo con Federico hasta la cima. La forma del sol poniente está tan claramente recortada en la atmósfera que parece avanzar hacia la tierra. Su color es un rojo cuajado. Todos los frutales están en flor. Las violetas rusas florecieron y se marchitaron en una semana. Ahora tenemos vincapervincas, prímulas y otras violetas, todas florecidas. Pero estoy de mal humor, sin motivos. Aunque hacemos el amor, me siento melancólico y la sensación se prolonga durante la mañana. Un hermoso día de verano, el cumpleaños de mi hijo y mi esposa. Estoy escribiendo dos páginas diarias. Debería aumentar a cuatro o seis.

(1) Federico es el nombre de uno de los hijos del autor. (N. del C.)
(2) Mary es el nombre de la esposa del autor. (N. del C.)
(3) Susan es el nombre de la hija del autor. (N. de C.)

(...)[150]
Sigue la canícula. Leo el libro de Hemingway. Suscita esos sentimientos ambiguos que padecemos cuando una parte intacta de la adolescencia choca con el hombre en que nos hemos convertido. Cuando era joven, su obra me absorbía por completo. Imitaba su personalidad y su estilo. Escribe con la eléctrica distorsión que genera la ilusión de una visión particular; es decir, rompe y rehace los ritmos habituales de la introspección. Me parece que sus observaciones sobre la polla de Scott son de mal gusto, lo mismo que la pelea de la Stein con su amiga. Por alguna razón me turban sus alusiones a ir andando en la nieve seca y a hacer el amor.

(...)[151]
En el lavabo de caballeros de Grand Central Station observo una escena sin comprenderla del todo. Dos hombres, cuyas caras no veo, fingen abrocharse los pantalones, pero en realidad se están exhibiendo. Poco después termina el show y se van, pero estoy asustado y desconcertado. Luego, mientras me limpian los zapatos, vuelve uno de ellos. Enseña el paquete y el trasero, y las oportunidades que representa me parecen tan peligrosas como fascinantes. He aquí un medio para trastrocarlo todo íntimamente, con una palabra. Bastaría un roce para violar las leyes de la ciudad y el mundo natural, sacar a la luz las cargas inútiles de culpa y remordimiento, y reivindicar la naturaleza díscola y cataclísmica del hombre. Y por un instante el mundo natural parece un gran fardo de zapatos caros, ligas que atan, fiestas agotadoras y amores aburridos, trenes de cercanías, publicidad seductora y bebidas fuertes. Pero llevo a Federico a nadar y descubro con alegría que soy miembro del mundo legítimo. Decencia, valor, resolución, todos estos términos tienen belleza y sentido. Hay una línea fronteriza, pero en mi caso parece muy tenue. Tengo la impresión de moverme sólo en una serie de reconocimientos casuales, y cuando no reconozco el rostro, la ropa ni la conducta, creo hallarme al borde de un abismo erótico. Lo más sensato es alejarme de esos lugares.

(...)[154]
Paso la noche con C., ¿y qué puedo decir sobre esto? No me avergüenzo, pero sí siento o temo el peso de las prohibiciones sociales, la amenaza de castigo. No he hecho más que seguir mis instintos. Sólo he tratado de aliviar discretamente mi soledad de borracho, mi incómoda sed de ternura sexual. Tal vez el pecado tenga algo que ver con el incidente y he tenido esta clase de contacto sólo tres veces en mi vida adulta. Conozco mi naturaleza problemática y he tratado de contenerla con intención creativa. No es por culpa mía por lo que me encuentro solo y expuesto a la tentación, pero espero sinceramente que no vuelva a suceder. Confío en no haber hecho daño a ningún ser querido. Lo peor es que he quedado en una posición en que tal vez me veré forzado a mentir.

 

Año 1961

(...)[159]
No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad; escribir sobre la torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento -creo entreverlo en sueños-, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño de correos, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo.

(...)[160]
Pienso en C. con indiferencia; veo la sonrisa idiota, el pelo mal cortado, el traje bohemio, las botas, las pantorrillas largas, el cuerpo vivaz e inquieto, agresivo: la pura voluntariedad. Y pienso en nuestros vagos sentimientos sobre las relaciones sexuales entre hombres: que es un campo de investigación legítimo, pero poco satisfactorio, indecoroso y absurdo.

(...)[164]
Ayer por la mañana Hemingway se pegó un tiro. Fue un gran hombre. Recuerdo una vez que salí a pasear por las calles de Boston después de leer un libro suyo y vi que el color del cielo, las caras de los extraños y los olores de la ciudad estaban acentuados y dramatizados. Lo más importante que hizo fue legitimar el valor masculino, una cualidad desconocida para mí antes de leer su obra, esa obra exaltada por exploradores y otros hasta hacerla parecer fraudulenta. Plasmó una visión inmensa de amor y amistad, golondrinas y el ruido de la lluvia. No hubo jamás, en mi generación, nadie comparable a él.

(...)[168]
Cuando pienso en cómo nuestros orígenes se hacen valer, me pregunto cuánto tendré que pagar. Soy cuentista desde el principio de mi vida: reordeno los hechos para que sean más interesantes y a veces más significativos. He convertido a mi vieja madre excéntrica en una mujer rica y de buena posición, y a mi padre en un lobo de mar. Me he creado un origen -distinguido, tradicional- que todos aceptan. Ahora bien, ¿cuál es la verdad desnuda, si es que puedo escribirla? La casa amarilla, la salita con piano vertical y, en una mesa camilla, un teatrillo en el que montaba escenografías y jugaba con títeres. La antigua gramola de caoba, con su patético poder de reproducción. En el comedor, una lámpara hecha con una túnica de mandarín. Contra la pared, el timón del velero de mi padre, perdido hace años, con incrustaciones de madreperla. Casi todos mis personajes tienen criada, pero en casa yo llevaba los platos a la mesa. Mis padres no eran felices ni yo era feliz con ellos. Se me decía que él quería hacerme daño y creo que nunca lo perdoné. Pero parece que mi corazón era receptivo, porque a los diez u once años estaba total e inocentemente enamorado de G. A los doce estaba enamorado de J., a los trece de F., etc. Era imposible pedir reciprocidad a mi padre, de manera que buscaba en otros hombres la fuerza censora, el desafío, el aliento que necesitaba, y los obtuve en abundancia de W. Visto retrospectivamente, parece que fue una improvisación. Tengo las características del bastardo.

 

Año 1962

(...)[183]
Es el cuerpo de mi mujer el que deseo acariciar, es en ella en quien deseo derramarme, pero cuando estamos separados parece que no tengo el menor escrúpulo en eyacular en otra parte. Veo por primera vez a X al borde de la piscina. Está tomando sol, desnudo, con una toalla alrededor de la cintura. Su voz es hosca y desagradable. Tiene un leve acento -acaso italiano-, o tal vez es culpa de una mala prótesis. Se sienta a horcajadas en la silla más cómoda, emite señales agresivas, todas sus observaciones son quejumbrosas o estúpidas, se diría que somos enemigos naturales. Pero al día siguiente lo encuentro a mi lado en la mesa y siento que su mirada se posa en mí: suave, tierna, sin pupilas. Roza mi hombro. Bruscamente se vuelve atento y amable, lo veo bajo una nueva luz. Veo que es guapo, macizo, pero tan blando que va al grano inmediatamente. Me da la sensación de que me hace insinuaciones. Me ha visto antes, dice, con Y, con Z. Su mirada tierna me sigue, se posa en mí y siento una picazón mortal en la entrepierna. Si me pusiera la mano en el muslo no la apartaría; si le sorprendiera desnudo en la ducha, me lanzaría al ataque. ¿Pero es una picazón común o sólo mía? ¿Es sólo mi bandera la que está enhiesta y dolorida como un forúnculo? ¿Lo advierte o está pensando en el partido de tenis de ayer o en un cheque que espera recibir por correo? Estoy resuelto a no suplicar, a no dejar que me comprometan mis instintos, y tal vez piense él lo mismo; son las criminales restricciones y contrapartidas del coqueteo. Pero existe también el factor espiritual: mi respeto por el mundo, la conciencia de que no soporto llevar una doble vida, el amor a la constancia, el deseo fervoroso de cumplir mis promesas solemnes con mi esposa y mis hijos. Pero a mi miembro inquieto no le importa nada de esto y temo que acabaré por ceder a sus exigencias. Se nos exhorta a aceptar las cosas tal como son, a sumergirnos de cabeza en la vida, a obedecer a nuestros instintos, a subvertir los cánones mezquinos de la decencia y la limpieza, pero si jodiera en la ducha no podría afrontar después las sonrisas del mundo. No me gusta su voz ni su mente; probablemente no me gustará su obra. Sólo me gusta que en apariencia se presente u ofrezca como amable objeto de convivencia sexual. Sin embargo, he estado en esa situación un centenar de veces y no es, como podría parecer, el valle de la sombra de la muerte. Y sea cual fuere la verdad de los instintos, el hecho es que la doble vida es detestable, morbosa y, por otra parte, imposible. Por eso al llegar la noche escucho la más leve de las brisas lluviosas, pero no me permite olvidarme de mí mismo, y cuando oigo una buena lluvia torrencial, el deseo de hallar la paz en este antiguo ruido parece infantil e indigno comparado con ese impulso perverso de mi bajo vientre. Pero ese impulso contiene un elemento espiritual, un apetito por satisfacer: arrinconar durante una hora el peso intolerable de la independencia total. Pero conozco este estado y en definitiva tal vez no conduzca a nada, a nada. ¿Por qué habría de perder las vastas delicias del amor a cambio de un encuentro casual en la ducha? Creo que comparto este dilema con la mayor parte de la Humanidad.

 

Año 1963

(...)[187]
Anotar lo que sé tanto como lo que espero saber. Describir mi sed de alcohol que comienza a las nueve de la mañana, y que a las once y media ya escapa a todo control. Describir la humillación de beber furtivamente y el sabor amargo de la ginebra; escribir sobre el peso del desaliento y le desesperación; escribir sobre los terrores sin nombre; escribir sobre los penosos ataques de la ansiedad infundada; escribir sobre el horror al fracaso. El esfuerzo por recuperar el aguzamiento de las sensaciones, la sensación de que se ha corrompido un margen de esperanza.

(...)[190]
Me debato con los problemas del final del libro. Después de comer tengo que hacerme cargo de Federico. Le leo alguna estupidez, vamos al buzón, a las tres preparo un zumo y bebo furtivamente una ginebra. Pienso contrariado que yo, el novelista, debo mecer al niño en la cuna mientras Mary, el ama de casa, corrige por puro placer antiguos trabajos universitarios. Leo a Hannah Arendt, sobre el repugnante caos moral de la Alemania fascista, y vuelvo esto hechos hacia mí. Soy un amoral, mi fracaso consiste en haber tolerado un matrimonio intolerable. Mi afición a los interiores agradables y las voces de los niños me ha destruido. Debería haber roto este contrato años atrás y escapado con una belleza de mente sana. Debo irme, tengo que irme, pero entonces veo a mi hijo en el jardín y sé que no puedo liberarme de él. El hecho de no haber conocido el amor de un padre me ha obligado a desplegar un amor tan absorbente y fervoroso que no queda margen para elegir. No puedo solucionar el libro porque no he sabido resolver mis propios asuntos. De manera que estos sentimientos, que provienen de distintas direcciones, se concentran en mi mente un poco intoxicada. La inmoralidad de la Alemania fascista, el entusiasmo de Mary, la virilidad de Ben(4), el desinterés de mi padre muerto años ha, mi amor culpable por los interiores serenos y la picazón de la entrepierna se agolpan en una ridícula colisión; me llevo el trineo a la cima de la colina. La luz es hermosa, el aire puro y frío, el sol se pone y pienso que al deslizarme cuesta abajo una y otra vez purificaré mis sentimientos, aprenderé a ser comprensivo. Lo consigo en parte; pero sigo bebiendo ginebra.

(4) Benjamin es el nombre de otro de los hijos del autor. (N. de C.)

(...)[195]
El señor Y se oculta en el cuarto trastero y espía a su esposa por el ojo de la cerradura para asegurarse de que no le echa DDT en la comida. El panorama que se ve por el ojo de una cerradura es amplio si uno puede moverse, pero él no puede. Ella entra y sale de la despensa, donde se guardan los venenos, pero no se ve si espolvorea la comida con paprika o con algo más mortífero. Pone la mesa y exclama: «A cenar.» Sale de la cocina y le da así la oportunidad de escapar, retirarse hasta la despensa y entrar en la cocina como si viniera de otra parte del bosque. «¡Qué bien huele!», exclama él al olisquear la salsa. «¿Verdad que sí?», dice ella. «Le he puesto un poco de orégano.» Su sonrisa es maligna, triunfal: «¿Qué hacías en el cuarto trastero?», pregunta. «Nada», dice él. Pero la victoria es de ella.

*

El señor Bierstubbe metió la mano en el vestido de la señora Zagreb y le desnudó los senos, mientras ella le acariciaba la espalda y le decía: «Pórtate bien, sé juicioso». Sus tetas eran grandes como pavos, relucientes como el mármol y dejaban en sus labios sedientos el sabor suave y variado del aire nocturno. Pero el domingo por la mañana, al despertar, los senos de la señora Zagreb ya no eran un tesoro sino un tormento. Le rodeaban, llenaban el aire de la habitación, le seguían, le tentaban, se agitaban ante su cara. Le siguieron hasta el tren, se sentaron a su lado, le siguieron hasta el club de la calle Cuarenta y Tres y, cuando se tomó una copa antes de la comida, su deseo de los pechos de la señora Zagreb era casi insoportable.

*

A. mira a su mujer de manera insinuante y gime intencionadamente. «Bueno, está bien», dice ella. Él se desnuda y espera junto a la cama. Ella baja a la cocina, mete cuatro mantas en la lavadora, hace saltar un fusible e inunda la cocina. «¿Por qué?», pregunta él desde la puerta de la cocina, desnudo y desconcertado. «¿Por qué te pones a lavar mantas cuando te pido un poco de ternura?» «Es que tenía miedo de olvidarme», dice ella con timidez. «Podrían atacarlas las polillas.» Agacha la cabeza. Entonces él se siente conmovido, advierte en ella un deseo irresistible de ser esquiva como una ninfa, pero como es demasiado gorda para correr por el bosque, no tiene más remedio que meter mantas en la lavadora. Él comprenderá que la determinación de ella de parecer esquiva es tan fuerte como los impulsos de su bajo vientre; le rodeará el talle y la conducirá al dormitorio.

(...)[199]
La perra de Ben deja sus recuerdos en el suelo de la biblioteca. Por la mañana le doy un golpe con una revista. Una hora después, Ben me pregunta: «¿Te has dado cuenta de que Flora no puede andar? Le duele cuando quiere levantarse.» Por consiguiente, le he roto la columna a la mascota que tanto quiere mi hijo. Soy de los que vacilan antes de aplastar una mosca, y cuando piso una hormiga lo hago con cuidado para que no sufra. Lastimar a un animal me hace mucho daño, y el dolor es abrumador si se trata de la mascota de mi hijo. Mary aumenta mi malestar. Dice que mi hijo sufre, que es probable que le haya hecho mucho daño a la perra, que tiene los cuartos traseros muy frágiles. Me tomo un whisky, con pan y queso, salgo de la casa y me precipito en el bosque. Estoy convencido de haber matado a la perra de mi hijo. Ved a este hombre de cincuenta y un años, tendido en el campo y mordisqueando pan con los ojos llenos de lágrimas. He matado a la perra de mi hijo; he matado sus afectos. Fue un accidente, pero eso no me sirve de consuelo. Sigo la senda hasta la represa y ese ejercicio sencillo me devuelve el sentido común. También me despeja el cerebro después del whisky. Cuando vuelvo, la perra está mejor, la llevamos al veterinario y parece que no tiene nada. Cuánta vitalidad gasta uno en falsas alarmas; y pienso, tal vez injustamente, que Mary ha sabido generar una atmósfera de ansiedad enfermiza, algo parecido a la misteriosa capacidad de su padre para imponer una sensación de condena y catástrofe en sus dominios. ¿Se trata de algo neurótico, se trata, como alguna vez me he preguntado, de un evidente poder de las tinieblas? El correo de la tarde me dice que me han aceptado dos relatos. Exultante, comunico la gran noticia a Mary, que dice con mucha frialdad: «Pero ¿a que no te han mandado el dinero?». Es una mierda, una mierda. «¿Qué diablos esperas? --vocifero--. En tres semanas gano cinco mil dólares, corrijo una novela, limpio la casa, cocino y arreglo el jardín, y ahora que todo sale bien, sólo se te ocurre decir que no me han mandado el dinero». Su voz es más aguda que de costumbre cuando dice: «Parece que nunca digo lo que quieres oír». Se aleja hacia la calle. No comprendo estos cambios drásticos de humor, aunque los he observado durante veinticinco años. Durante tres semanas hemos disfrutado de la pasión trascendente, del amor y el humor. Ahora, esta frialdad. No puedo controlarla: basta una llamada telefónica casual, un sueño, para generarla. Entonces se aleja no sólo de mí sino de todos nosotros.

Año 1968

(...)[208]
A los siete años concebí una pasión indecente por una reproducción en yeso de la Venus de Milo que había en nuestra biblioteca. Subido a una silla, quise mirar bajo aquellos pliegues que ocultaban desde hacía siglos lo que yo deseaba.

(...)[212]
Cuando estábamos en la universidad, solíamos bañarnos en el río, y tía Mildred nos exhortaba a quitarnos los trajes de baño. «¿A quién le importa una cosa tan pequeña?» Así se expresaba, aunque lo que tenían Howie y Jack no eran precisamente una cosa pequeña. Se sentaba en el embarcadero desde el que nos zambullíamos. Había hecho unos cortes en la funda de almohada con que se cubría la cabeza para protegerse de los tábanos. Y allí se quedaba, parecida a un miembro del Ku Klux Klan en decadencia, mientras nosotros chapoteábamos en el agua cristalina. Una tarde apareció con una cámara anticuada y sin quitarse la capucha nos fotografió mientras nadábamos y nos zambullíamos. Se me ocurrió que las fotografías no le servirían de nada debido a la antigüedad de la cámara y la casi imposibilidad de enfocar a través de un corte abierto en la funda. Sabía además que no podía hacer revelar unas fotos de hombres desnudos en el drugstore de Howland. No supe dónde reveló las fotos ni las vi hasta treinta años después, cuando vendimos el terreno. Mildred había muerto años antes. Las fotos eran excelentes.

Año 1966

(...)[220]
Mientras espero el tren un joven de ceñidos pantalones blancos enciende las señales de alarma habituales, pero entonces advierto que en la chaqueta lleva el distintivo de una facultad donde me conocen, donde vive uno de mis amiguetes. Pregunto por mis conocidos del claustro de profesores, por mi amigo, la atmósfera entre los dos es muy relajada. La amenaza proviene de lo que no tiene rostro, de lo que es extraño, la penumbra erótica, el que no nos conozcamos salvo en lo que afecta al deseo sexual. Pero en un urinario público, al ser abordado por un extraño sin rostro, uno percibe la posibilidad cierta de comprenderse a sí mismo y comprender la muerte, como si las críticas naturales y sensatas de la sociedad, elevadas a la luz del día, fueran una carga excesiva para nuestros instintos y los dejara indefensos ante las infecciones de la ansiedad, y particularmente el miedo a morir. Corre, corre, corre en pelota por el bosque, clávala en el vellocino de las ninfas, en el culo peludo de los sátiros, así te conocerás a ti mismo y ya no temerás la muerte; pero entonces, ¿por qué los sátiros tienen esa sonrisa lúbrica e idiota? Tener la buena suerte de amar lo que se debe, lo que el mundo aconseja que se ame, y a la vez ser amado por ello, es un destino más fácil que ligar en Puerto Príncipe con un marinero que te vaciará los bolsillos, te estrangulará con las manos y te arrojará muerto en una zanja.

(...)[227]
Pero déjame hablarte del psiquiatra. Pensaba que la tercera entrevista, la de hoy, sería como el final de una comedia musical. Nos abrazaríamos y besaríamos en la puerta de su consultorio y nos acostaríamos cuando los niños se fueran al cine. El consultorio está adornado con esas antigüedades baratas que encuentras en los hoteles pequeños. Su escritorio, o parte de él, parece haber visto la luz en forma de espineta. Sobre la mesa hay fotografías en color de sus hijos. ¿Por qué los médicos siempre nos obligan a mirar las fotografías de sus hijos? Veo que calza flamantes zapatos de ante y calcetines claros sujetos con ligas. La mirada de sus ojos dorados es firme. Se podría decir que su fisonomía es amable. El cuadro que le presenté fue que yo, criatura inocente y afortunada, me había casado con una mujer que padecía profundos trastornos psíquicos. El cuadro que me fue presentado fue el de un hombre neurótico, narcisista, egocéntrico, solitario y tan hundido en sus fantasías defensivas que había inventado una esposa maníacodepresiva. Describió los trastornos de la psique con jerga casuística. En el lapso de cincuenta minutos pronunció la palabra «significativo» catorce veces, «interpersonal» doce, «longuitudinal» nueve y «estructurado» dos. Cuando pregunté a Mary si en conjunto nuestra relación no había sido feliz, se limitó a sonreír. Se me acusa de estar celoso de su trabajo. La verdad es que debido a las ocupaciones de mi madre y el hecho de sentirme abandonado por ella, siempre sospecho de una mujer que descuida sus deberes de esposa. El psiquiatra habla de mi vehemente suegro, me parece, con veneración poco cordial. Creo descubrir alusiones a mi humilde cuna y lo cierto es que mi padre era un vendedor de zapatos en paro, en tanto que mi madre nos mantenía con una tienducha de regalos. Colgaban la ropa interior de un clavo de la puerta del cuarto de baño. Ésa no es toda la verdad, mis padres eran personas de cierta categoría, aseguro. Creo que acepta la veracidad de las dos fijaciones. Una es que soy un hombre sin amigos. Mary siempre lo ha dicho y me parece que no es verdad. Siempre dice que si yo diera una fiesta no acudiría nadie. La otra fijación es que detesto a las mujeres.

(...)[230]
Voy al psiquiatra, y mientras hablamos sobre castración y homosexualidad, nuestro diálogo conserva cierta circunspección. No he dicho claramente que tengo instintos homosexuales y que éstos son una fuente de penosa ansiedad. Creo que exagero. Ya que me ofrece tentadoramente la oportunidad de confesarme, no veo la hora de hacerlo, pero hay algo en su actitud o en el ambiente que me impide decir con claridad que a veces tengo miedo de ser maricón. Sostengo que no sufro más que la mayoría de los hombres, pero tal vez esa convicción sea la raíz de mis problemas. Sé que la naturaleza de los hombres es equívoca, paradójica, caprichosa y perversa, pero parezco incapaz de asumir ese hecho cuando se trata de mí. Parece que mi deseo de ser una criatura sencilla, natural y sensible es incurable. Diría que el psiquiatra ha hecho de ese conflicto una obsesión, o al menos lo empuja en esa dirección. Tendido en la cama, me pregunto si tendré una erección cuando llegue el momento. Es absurdo. No puedo evocar el aroma, las bellas formas, la agitación de mis entrañas, pero me atormento; me acuso de preferir un joven afeminado a una mujer bella y fogosa. Sería muy sencillo optar por un chico-chica, pero la sencillez no es lo que uno busca... aunque en el fondo sospecho que sí. Sólo se necesita valor, vitalidad y fe; con frecuencia poseo los tres.
Necesito esperanza, celo, vigor y un amor profundo; deplorar ante el psiquiatra la conducta de mi mujer en la cama me parece lo opuesto. Quejarse es una forma de desesperar. No me decido a contar lo sucedido, porque me parece que pone en peligro la posibilidad de salir airoso esta noche. Quiero amar y ser amado, ser franco y viril: eso no se consigue con lamentos y lloriqueos en un consultorio climatizado lleno de antigüedades desinfectadas. Sin embargo, es lo que hago. Pero me parece que el psiquiatra y yo no nos entendemos. Creo que no se aparta de un conjunto de ideas preconcebidas, rígidas y esotéricas. ¿A quién beneficia saber que la señora Zagreb es mi madre? Me acusa de divinizar a Mary y le digo que, desde luego, es una diosa. Mary y yo vamos al cine a ver Modesty Blaise, que me parece excelente, graciosa e ingeniosa. Contento y excitado, tomo dos whiskys para serenarme, pero en la cama se va la erección y cuando pido ayuda se me da con tanta repugnancia que nos damos la espalda. Ahora tal vez nos acercamos a la frontera de un país tenebroso, pero tal vez lo he creado yo. Debo evitar la hostilidad que causa la ginebra.

(...)[231]
Creo que vuelvo al médico hoy y creo que no tengo nada que contarle. ¿Y esa pelea tan rencorosa del viernes por la noche, cuando le ofrecí el divorcio y lo aceptó? ¿Y nuestra fogosa reconciliación del sábado por la tarde y mi impotencia el sábado por la noche? ¿Y el hecho de que no sé dónde estoy? Esta mañana, muy decidida, Mary va a buscar a la criada cuando todavía es temprano. ¿Qué tiene de malo? El lunes por la mañana estoy muy triste. Si he sido malo, no recuerdo mi maldad, porque mi memoria está trastornada por el alcohol. Quiero amar y ser amado, y la frialdad que creo percibir me hiere profundamente. Pero el hecho de sentirme herido con tanta facilidad parece ser el origen del problema.

*

Quisiera sincerarme sobre el problema de la homosexualidad, y creo que puedo hacerlo. Me parece ver claramente la historia y el desarrollo de mi ansiedad. Hubo un choque entre mis instintos y mis placeres, entre la ambivalencia de mi madre y el miedo de mi padre a haber concebido un marica. El clima era de ansiedad. Resuelto a ser hombre, creía que era mi deber relacionarme con hembras. Mis reacciones eran naturales y fuertes, pero a veces entraban en cortocircuito debido al concepto del deber. La homosexualidad me parecía una muerte lenta. Si siguiera mis instintos, acabaría estrangulado por un marinero peludo en un urinario público. Cada hombre guapo, cada cajero de banco y chico de los recados era como una pistola cargada que me apuntase. Para demostrar mi virilidad adoptaba estrategias absurdas, por ejemplo, no entretenerme con la sección femenina del Times. Pero ahora me parece que comprendo. Juro por mi vida que la homosexualidad no es mala. Lo malo es la ansiedad, una ansiedad que puede asumir las formas y los colores de una pasión desesperada. Confío en no tener que demostrarlo en la práctica, y a estas alturas entra cierta ambigüedad en mi pensamiento. Pero me parece que si dejara de ver a L., no sería una flaqueza de carácter ni rompería una antigua amistad.

(...)[239]
Cuando D. era pequeño le gustaba vestirse de chica, y durante su segundo año en la universidad tuvo una aventura amorosa con su compañero de cuarto. Aunque sexualmente grata, la aventura no satisfizo sus espectativas con respecto al amor. Su compañero era guapo y atlético. D. era un alfeñique. Su compañero decía que sólo lo hacía por conveniencia o como un favor. D. era el amante, su compañero era el amado, un amado despótico, cruel y frío. Tras la licenciatura, D. fue a Nueva York y consiguió trabajo. Sus instintos homosexuales o narcisistas eran fuertes, pero era incapaz o no estaba dispuesto a padecer una aventura penosa como la de la universidad. Durante cinco años asistió a tres sesiones semanales con un psiquiatra llamado Jacks, para tratar de comprender o curar o modificar el choque entre sus instintos homosexuales y el deseo de casarse y tener una familia. Al cabo de cinco años conoció a una joven de la que se enamoró. Jacks dudaba de su disposición conyugal, pero lo hizo a pesar del psiquiatra y parecía muy feliz: más aún, estaba embelesado. Amaba a su esposa, le encantaba aquel estilo de vida, quería a sus hijos, pero nada de esto afectaba su narcisismo. En los trenes, los lugares públicos, en todas partes, parecía buscar hombres más jóvenes cuyos rasgos y gustos se correspondieran de algún modo con los suyos o con los que no había podido tener en su juventud. Consultó con otro psiquiatra --Jacks había muerto-- que lo alentó a sublimar su narcisismo de diversas maneras. Se enamoró de un vecino joven, casado y padre de dos hijos. Lo deseaba con ardor, soñaba con él, y trató de sublimar ese sentimiento prestándole ayuda. Le consiguió trabajo, un ascenso, le aconsejaba en todos los asuntos, incluso en la compra de una estufa nueva. No le gustaba su imagen en el espejo --evidentemente estaba demacrado y tenía muchas arrugas--, pero la quería más que a ninguna otra en la vida, y al tomar el tren miraba en derredor, en busca de algún joven que leyera una edición en rústica de Dylan Thomas y a quien pudiera ayudar. Siempre había en su casa algún joven necesitado de ayuda. D. jamás los tocaba, y si le tocaban a él, los apartaba suavemente, mareado por el deseo. Sólo lo menciono para destacar que no todos tienen una vida tan sencilla como la tuya.



* fragmentos transcriptos de los "Diarios" de John Cheever (Emecé, 1993, 414 páginas).
John Cheever fue considerado «uno de los mejores narradores en lengua inglesa» (The Times). Nació en Quincy, Massachussets, en 1912. En 1958 obtuvo el prestigioso National Book Award con su primera novela, Crónica de los Wapshot. Entre sus obras cabe destacar Falconer, Suburbio, Cuentos y relatos -ganador del Pulitzer-, y Parecía un paraíso. La Introducción del presente volumen comienza con este párrafo: "Al morir, el 18 de junio de 1982, John Cheever dejó en sus diarios una obra ingente, sin corregir e inédita. Sobre la base de los veintinueve cuadernos de hojas sueltas en que estaba escrito, Robert Gottlieb ha preparado el libro que sigue."

Por supuesto, ésta serie de fragmentos es una pequeña muestra que intenta reflejar, con cierta aproximación, el tono de la obra completa.

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