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Apuntes: Otras plumas (2)

en Gays

Apuntes: Otras plumas II*

Textos de Oscar Hermes Villordo.

I

ESTABA SENTADO TOMANDO MATE en una de esas banquetas de lona plegables, y por la entrepierna del pantalón de fútbol le asomaba el miembro. La Sol de Noche que había puesto sobre el pasto lo iluminaba desde abajo. Detrás se veía la casilla rodante.

Lo miré. Nos miramos. Me invitó levantando en alto el termo. Cuando me acerqué estiró el cuerpo para alcanzarme el mate y la cabeza rotunda quedó al descubierto sobre el muslo. "Acérquese, no se quede ahí", me dijo. "Usted se parece a El Ahijado. Le pasó lo mismo cuando me vio."

Mientras chupaba el mate, seguí observándolo. No podía sacarle los ojos de encima. Se había echado para atrás y como la cosa más natural del mundo mostraba el miembro salido hacia afuera.

Atontado, hipnotizado, reaccioné, sin embargo: miré para ver si alguien venía. La gran avenida estaba sola, sin automóviles ni transeúntes, y el viento fresco oreaba las arboledas.

-¿Está frío? -me preguntó cuando le devolví el mate-. Si quiere, podemos buscar agua caliente -dijo señalando la casilla.

Y cargamos con la banqueta, la lámpara, el termo y el mate, y entramos.

(...)

Colgó la lámpara del gancho del techo, dejó la banqueta apoyada en la pared y acomodó con cuidado el termo y el mate sobre la mesa.

-A El Ahijado le gustó la casilla cuando vino -me dijo después de sacarse el pantalón de fútbol y quedar desnudo-. Yo salí antes de la cárcel y fue la primera vez que nos encontramos afuera.

Mientras me contaba la historia se acariciaba entre las piernas, adelante y hacia abajo, para lograr la erección. La historia me interesaba poco de modo que me acerqué para tocarlo, atraído por los testículos hinchados y la verga descomunal.

-No se apure -me atajó-. Sáquese la ropa y métase en la cama.

Lo obedecí. La cama era un camastro cubierto por una colcha raída. Él siguió hablando y masajeándose.

-Lo vi durante una vuelta por el patio de la cárcel, adonde nos sacaban por turno para tomar sol en fila. Averigüé que era un recién llegado y que lo habían traído de otro cuadro por la pelea entre dos presos que se disputaban el mando y que le habían echado el ojo. No era para menos. A mí no se me iba a escapar, porque yo era el jefe. Pero el recreo terminó sin que pudiera hablarle...

Me había puesto boca abajo y lo oía esperando que terminara pronto, aunque cada vez más interesado por el cuento. Sabía que él me estaba mirando mientras hablaba, e imaginaba que estaría excitándose tanto por lo que decía como por lo que veía. Pero me equivoqué. Por eso me asombró cuando me dijo, cortando el relato:

-Póngase en cuatro así puede verme entre las piernas.

Lo obedecí una vez más y desde esa pose comprobé que faltaba mucho todavía.

-Esa noche me la pasé pensando en él, no porque no supiera qué iba a hacer al otro día, sino porque no podía olvidarlo. Se me presentaba caminando entre los dos compañeros, el de adelante y el de atrás, solo, y yo quería ser el de atrás, para hablarle, no para tocarlo, que está prohibido, y decirle que lo esperaba en el baño, junto a las piletas. Lo veía caminar levantando una y otra pierna, metido en el traje que le habían dado y que le quedaba grande, y lo desvestía con la mirada. Empecé a tocarme, tocarme, mientras se me aparecía desnudo en la celda y me daba vueltas en la cama. Hasta que me dormí y en le sueño lo tumbé, lo monté, como tenía pensado hacerlo, yéndome en seco. Me desperté y me lavé en le rincón. Apenas pude pegar los ojos porque volvía a verlo en la fila y a calentarme y a tocarme y porque iba a irme otra vez si me dormía. Sólo cabeceé un sueño agarrándomela con las dos manos.

Se la agarraba furiosamente, ahora, y pensé que iba a acabar dejándome con las ganas. Desde la posición en que estaba no sentía la incomodidad, y con la cabeza gacha y el cuello doblado lo espiaba deseándolo, seguramente como él deseó a El Ahijado. Lo veía en la celda, acosado, revolviéndose, apretándose para contenerse y esquivándole al sueño con miedo.

-Por fin llegó la mañana, y después del desayuno salimos al patio. Había sol y el frío desapareció a las pocas vueltas. Le mandé el mensaje. Era difícil que me desobedecieran, de modo que el de adelante se lo pasó al de adelante, y así hasta que llegó a él. El mensaje decía que se diera vuelta al doblar la esquina y que mirara al que tenía la cabeza descubierta, que era yo, el jefe. Estaba prohibido sacarse el gorro, pero yo lo hice. Él obedeció y me vio. Habíamos burlado la vigilancia y el primer paso estaba dado. Le hice una seña y me cubrí. La seña quería decir quiero hablarte y consistía en tocarse la boca, señalarse y señalarlo. La entendió enseguida y dijo que sí con la cabeza. Hice funcionar de nuevo el telégrafo y él supo el lugar de la cita. Yo estaba al palo y ése era el peligro, porque podrían descubrirnos.

Estaba tan al palo que la rigidez parecía dolerle. Torcía la cara en una mueca. Me miraba y se tocaba de arriba hacia abajo, de la cabeza al tronco, acariciándosela y sufriendo. La atracción por el otro se convirtió para mí en la atracción por él, y empecé a sentir yo también dolor, e inicié el meneo de la grupa que con seguridad él esperaba, porque caminó hacia la cama.

-Así, así -me dijo mientras se adelantaba y yo seguía observándolo entre las piernas porque se la estaba untando con saliva-. No le va a doler. Muévase despacio, nomás. A ver, a ver.

Y ya junto a mí, por detrás, extendió la mano humedeciéndome diestramente el orificio con el dedo mojado. Después subió a la cama y me pidió:

-Sepárese las cachas. Respire hondo.

Con habilidad, esquivando el primer corcovo, comenzó a ponerla. La cabeza se zambulló después de mi forcejeo, inútil porque me tenía agarrado, y paró ahí. Yo dejé escapar un quejido que fue casi un grito, y él dijo:

-También en esto se parece a El Ahijado. Grita después que la tiene adentro. -Y dándome un chirlo en la nalga: -Ja, ja. ¡Qué bien la vamos a pasar! Aguántese un poco.

Y siguió hablando de El Ahijado:

-Cuando vino hasta el baño yo estaba de espaldas en el mingitorio y dos compañeros montaban guardia en la entrada. Otros dos permanecían junto a mí simulando orinar pero en verdad hacían número por si entraba la pareja de celadores que esperaba en le patio. Antes de volver a las celdas podíamos usar las instalaciones, y nosotros nos habíamos arreglado para ser los últimos. Se acercó y me vio. Se quedó mudo, asustado, pero no retrocedió. Se la mostré y él comenzó a temblar. Los ojos se le iban. Hice que la tocara para que la sintiera suya y lo arrinconé entre las dos piletas. Como yo lo había supuesto, sabía de qué se trataba y se bajó rápido los pantalones. No pude dejar de acariciarle los cachetes blancos y tiernos antes de separárselos y hundirle de un saque la cabeza. Cuando la tuvo adentro dijo ¡ay!, y lanzó el gritito. No había tiempo que perder y empujé.

Y empujó.

-Un poco más, ya va a estar.

Y entró más.

-Pobre. -Se quejó.

Lancé un gemido.

-Lo apreté para que no me esquivara.

Me sujetó contra la cama.

-Pero él se tiró hacia atrás, no hacia adelante, ayudándome.

Levanté el culo y lo ayudé.

-Epa. Sólo faltaba un cacho y se lo metí.

Me lo metió.

-En ese momento oí venir a la carrera a los de la entrada, que seguramente habrían visto cerca a los celadores. De un golpe se la mandé hasta el fondo y empecé a moverme.

La sentí hasta el tronco y comenzó el vaivén.

-Entraba y salía, salía y entraba.

Iba y venía, iba y venía.

-Le hacía sonar las pelotas.

Plac-plac.

-Hasta que sintió los dos chorros, el largo y el corto, bien calzado.

La leche golpeó dos veces.

-Y se la saqué apurado.

Se apartó rápido.

-Los celadores ya venían.

II

(...)

El compañero era fuerte, con la desarrollada musculatura de los albañiles. Hubiera jurado que lo conocía, pero no podía ser, porque lo que tenía era difícil de olvidar. Se contaba entre los que necesitan de la chupada antes del acto, pero como éste no era el caso porque se trataba de una exhibición, tardó en ponerse en forma. Cuando nos desnudamos debajo del tanque, en el ángulo de la pared de bolsas detrás de las cuales estaba el acróbata, simulamos que lo hacíamos a solas, sin testigos. Tentado por el tamaño quise arrodillarme, pero él no me dejó. Eso hubiera sido apresurar el momento y demostrar en forma demasiado cruda la atracción sexual. Tuve que acomodarme a sus planes pensando que, al fin de cuentas, si se daban bien las cosas, podía obtener lo que quería. Permanecí de pie frente a su cuerpo de estatua y dejé que me abrazara delicadamente, que delicadamente me acariciara las nalgas y que con el aliento me recorriera el cuello, subiera hasta la oreja y me la mordiera, también delicadamente. Al llegar a este punto, una de sus piernas quiso abrirse camino entre las mías. Si continuaba así, no iba a poder resistir, y me quedé quieto, pensando que el otro, el que nos estaba espiando, tampoco daba señales de vida. Seguramente nos miraría con curiosidad siguiendo los movimientos de nuestros cuerpos en la penumbra, pero no reaccionaba y permanecía inmóvil, al igual que yo, aunque por distintas razones. Como la excitación, claro, tiene un límite, y el mío había llegado, adelanté la mano para tantear por debajo las formas blandas y colgadas, que enseguida tomaron la redondez. Fue como si las hubiera tocado con una varita mágica, porque él perdió el control, olvidó lo que estaba haciendo y, ya desbordado, empujó justo en el momento.

Era descorazonador. Pero la precocidad produce siempre esta sensación de fracaso. No hay que preocuparse, pasa enseguida. Entonces yo tomé la iniciativa, porque él, atontado, no atinaba a nada y parecía dispuesto a abandonar la provocación. Se equivocaba y lo dejé jadear sobre mi hombro, ocultando la cara, como si pudiera vérsela en la sombra. Así era de tierno. El que no sabe que los hombres son pudorosos no sabe nada de los hombres. Lo abracé por la cintura y me apreté a él. Al hacerlo, sentí que nuestros cuerpos estaban mojados por lo pegajoso, y me dejé deslizar lentamente hacia abajo, sin que él, ahora, opusiera resistencia, y caí de rodillas justamente a la altura que había calculado. El glande dejaba caer la última gota, suspendida, que recibí goloso. Él, confundido, me apartó. Tenía chorreada la pierna del lado de adentro, donde había derramado lo final, y el miembro se le hamacaba, ni fláccido ni erecto, anunciando que, pese a lo ocurrido, aún poseía reservas. Yo estaba seguro de que nuestras actitudes, poses, subidas y bajadas, debían haber provocado algún efecto en el observador oculto detrás de las bolsas. Nada hay más desconcertante que lo que no se entiende. Espiar por el ojo de la cerradura no es lo mismo que espiar de cuerpo presente, y eso era lo que estaba pasando. Existe, sin embargo, algo más provocativo, y es lo misterioso, lo que atrae porque no sólo se quiere develar sino también gustar, oler, tocar y ver. Lo había experimentado tantas veces sin saberlo que, cuando lo descubrí, aclaré muchas cosas, y, de paso, vencí muchas prevenciones. Por ejemplo, la adoración de la materia, por decirlo de alguna manera: el contacto con lo untuoso, en este caso. Lo volcado, ya se sabe, se adhiere a la piel, se escurre en tanto líquido y se agruma en tanto elemento consistente. Se puede tocar, espeso y elástico, y mostrar entre los dedos, probando su consistencia. Este inocente entretenimiento, que provoca estupor en quien lo realiza, atrae con más razón al que mira. Si uno cree estar descubriendo algo al ver subir con su carga al índice desde el pulgar, y al contemplar el hilo que se rompe, brillante, aun en la media luz, como en este momento, el observador, por su parte, cree sentir el llamado de lo desconocido, y quiere participar, como va a suceder ahora, sin pérdida de tiempo. El acróbata se acercó como un poseso o un sonámbulo. El resplandor que venía de afuera lo mostraba tenso y expectante. Sus ojos tenían reflejos fosforescentes y las facciones de fauno se le habían afilado. Nos quedamos inmóviles un momento, hasta que el compañero y yo comprendimos que no había que demorarse. Simultáneamente extendimos las manos para desnudarlo, pero él rechazó las mías y sólo aceptó las del otro. No lo tomé a mal porque yo había comprendido ya su naturaleza, y él, al apartar a un igual, no hacía sino obedecerla. Sólo le gustaban los varones-hombres, y el caso de El Ahijado, en quien veía equivocadamente a uno de éstos, era el ejemplo. Yo conozco a muchos jovencitos como él que sufren por esta causa, pero que al fin encuentran al que verdaderamente les corresponde, aunque a veces no sepan reconocerlo. Como el albañil, que lo desnudaba y lo cubría de besos convenciéndolo con su delicadeza. Le sacó primero la camisa y después el pantalón, pero no pudo hacer lo mismo con el slip; él se resistió, en un último intento por salvaguardar la intimidad que, sin embargo, se anticipaba en la forma apresada por la tela. Volvió entonces mi compañero a acariciarlo juntando su verga, más empinada ahora, con la de él, por encima de la prenda, refregándola suavemente, y enseguida se apartó, tomándome a mí por los hombros para ejecutar conmigo el mismo frote, paciente y esmeradamente. Repitió la operación varias veces hasta que el otro se dio cuenta y, por sí mismo, se desnudó. Por fin éramos tres los participantes.

En el colmo de la excitación, el compañero me obligó a adoptar la posición de agachado, dándome vuelta y tomándome de la nuca. Consiguió ponerme en un ángulo en que el otro podía observar sin perder ninguno de sus movimientos. Como el director de escena que da los últimos toque antes de que se levante el telón, me separó las nalgas, indicándome cómo debía mantenerlas separadas, y retrocedió. Quería que su entusiasmo se transmitiera al acróbata para convertirlo luego en le objeto del acto, en otro como yo, pero verdadero, porque sólo a él estaba dirigido su deseo, aunque me usara a mí para consumarlo. No pronunció ninguna palabra durante la acción propiamente dicha, sino que se remitió a su papel, moviéndose acompasadamente, con suma lentitud, por dos razones, la necesidad de que el otro contemplara con deleite la escena, el mismo que él empleaba para tentarlo, y porque su alivio acelerado amenazaba aguarle la fiesta. Apoyado con las manos sobre mis costados, arremetía y retrocedía haciendo el doble juego de excitarse hasta el límite y de frenarse, también hasta el límite. Era un artista y, obviamente, con su pericia, revelaba costumbres pertenecientes al grupo que hace feliz a los hombres-mujeres como yo. Por la forma en que sus dedos se apretaban sobre mis costillas, fuertes cuando se contenía y suaves cuando incitaba a mirar, podía seguir sus artimañas de tentador. La postura, por otra parte, me permitía ver, sino todos sus movimientos, como al observador, todas sus reacciones. Estaba empeñado en lograr la mayor atracción, aun a riesgo de no conseguirla por la contención peligrosamente amenazada, cuando el acróbata se adelantó para mirar. Bastó que lo supiera cerca para que se retirara con un salto hacia atrás, a punto de echarlo todo a perder, pero salvando felizmente la situación al salir intacto. Entonces, comprobando que el otro no sólo se había aproximado por curiosidad, ya que estaba excitado, suavemente se unió a él, lo abrazó y lo hizo girar, poniéndolo en la posición en que me había puesto. Mientras yo, que había recuperado la postura y estaba de pie, lo acariciaba por detrás y llevaba la mano por debajo de sus piernas, lo poseyó con violencia, ante la pasividad asombrosa del otro, que apenas exhaló un quejido.

Todo había pasado, felizmente para los tres, pero en especial para el desesperado amante. Porque, ¿qué es un hombre que se juega por su compañero trayéndolo a vivir consigo y aguarda ansioso el momento en que el otro se le entregue? Un amante desesperado. Ahora, libre de la doble carga, la de la angustia y la del propio cuerpo, tal vez las mismas, caía en brazos del jovencito, buscando refugio a su felicidad y a su cansancio, y convirtiéndose por su ternura en el otro, en la pareja correspondida. Había necesitado de mí, es cierto, pero eso, ¿qué importa? Lo miraba embelesado, viéndolo unido al muchacho, parados los dos en medio de las bolsas apiladas, debajo del tanque, lejanamente iluminados por el reguero que venía de la ciudad.

III

(...) Dos albañiles del entrepiso acababan de encontrarnos. (...) Cuando estuvieron cerca uno de ellos dijo:

-¡Pero vea dónde se había escondido!

Me di cuenta de que eran de esos a los que la borrachera exacerba pero no inhibe, duros y de tiro largo, capaces de gozar y hacer gozar aun contra la brutalidad a que los obliga la desesperación. Encuentros como éstos son buenos de tanto en tanto, no hay que buscarlos ni provocarlos, y resultan si uno se da maña. Apelaría a todos mis recuerdos.

OCURRIÓ EN LA ESCALERA, A OSCURAS. La urgencia los arrojó sobre mí cuando bajé para buscar el sitio, que tiene que ser el más incómodo posible. Los rellanos resultan apropiados porque poseen escalones arriba para aferrarse y escalones abajo para resbalas. Además, exigen el desgaste de las fuerzas, al grado de obligar a reservar las necesarias antes de agotarse. Allí nos tumbamos después de una lucha cuerpo a cuerpo con el más apurado, que quería cabalgarme e introducirse en la boca, al mismo tiempo, y con el menos urgido, que se refregaba sin conseguir apuntar al lugar preciso, también simultáneamente. Al primero lo puse detrás y al segundo delante. Todo velozmente, lo más rápido posible, ganándoles de mano. Las acciones, en estos casos, deben presentarse como hechos consumados. El plato servido, y listo. Desde luego que ya tenían la bragueta abierta, el de arriba, y el pantalón desprendido, el de abajo, y que yo estaba descubierto en sálvese la parte. Los movimientos comenzaron, y es aquí donde se hace necesario poner de uno lo mejor de la resistencia y el equilibrio para que no lo ahogue el de adelante ni lo desfonde el de atrás. Los borrachos exacerbados se agarran como garrapatas a los pelos y a las nalgas. Hacen la pantomima del poseso que cree que con gruñidos y bufidos va a adelantar el momento. En verdad, lo que prueban es que lo tienen atascado, como el chico que se atraganta y en el esfuerzo que hace por arrojar el bocado lo único que consigue es ponerse violeta. El espasmo llega con paciencia y trabajo. Calma y habilidad. ¡A mí me lo iban a decir! Mantuve a raya al que se hundía en la garganta, haciéndole sentir la succión a fondo, y ayudé con meneos al que se refocilaba en el orificio. Los manejos, claro está, eran sólo el movimiento de ablande. Cumplido el plazo que los empujes llegados al límite se encargan de avisar, puse al de adelante atrás y al de atrás adelante. Sólo así se produce el goce simultáneo porque uno y otro están preparados y el cambio sorpresivo les produce la sensación de haber encontrado la cavidad adecuada. No falla.

Dejando que mis compañeros se rehicieran por su cuenta, bajé las escaleras. Estaba acostumbrado a andar en la oscuridad (...)

* estos textos están transcriptos de la novela "El Ahijado" de Oscar Hermes Villordo, escritor argentino nacido en 1928, autor de novelas y ensayos, y que ha fallecido hace unos años (obra publicada en 1990, por Editorial Planeta en Buenos Aires, Argentina -168 págs.-). Una de sus novelas más exitosas es "La brasa en la mano" (1983), donde explora también la temática gay.

Espero que les gusten. R.

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