Llegando tarde al trabajo *
por Superend.
De un solo empujón certero, entré en ella. Me miró por arriba del hombro,
con esa mirada indescifrable y pidió más. Aumentado por la tensión acumulada en
la espera, nuestro ritmo era frénetico, deseperado.
ME
PARECIÓ HORRIBLE LA PRIMERA vez que la vi. Tal vez era yo muy joven o estoy,
ahora que escribo esto, exagerando un poco. Seguro que hoy como aquella vez sigo
siendo un tanto soberbio.
Y además era casada, o recién casada; creo recordar que eran fines de marzo. Ahí
aprendí que ese estado civil podía ser alcanzado por cualquiera. Hasta por mí.
Pasaron unos meses.
Cuando terminó agosto seguía sin parecerme linda, aunque ya no fea. No es que yo
anduviera especialmente caliente -durante aquel año había tenido mejores
oportunidades-, pero esa familiaridad que aparece con el día a día arruina las
convicciones más intransigentes. Por otra parte, estaba un poco saturado de
escucharle contar todas las bondades de su esposo en ese tono íntimo, casi
coloquial, que tienen las esposas.
El tipo era uno de esos portentos que facilitan la vida de cualquier mujercita.
Un marido que ayudaba en las tareas, que era buen mozo, que la comprendía, que
la hacía feliz. Un ser al que ella amaba y deseaba, y que además poseía una
hermosa masculinidad que ella adoraba hasta 2 o 3 veces por día.
La recuerdo sentada en un escritorio vecino, pegado al mío. Apenas setenta
centímetros me separaban de sus conversaciones. En varias ocasiones a lo largo
de la jornada en la oficina me llegaba el histérico zumbido de su voz,
ametrallando a través del auricular a sus amigas con pequeñas anécdotas de su
vida conyugal. Y de algunas de sus otras obras. No la aguantaba más. Parecía que
toda su actividad social era hablar a boca llena, y con detallados pormenores,
de su sexualidad. Su discurso me sonaba demasiado ideal, más cercano al de una
novela televisiva que al de los escenario íntimos de la vida cotidiana de
entonces.
Buenos Aires, en el '83, no era una ciudad especialmente liberal, sexualmente
hablando. Apenas veíamos en el horizonte una democracia venidera, mientras que
la dictadura se derrumbaba a pedazos después del experimento Malvinas.
Sobre la Avenida Corrientes, de cara al Río de la Plata, muchísima gente cuidaba
(como todavía cuida) su trabajo, haciendo horas extras no pagadas. En una de
esas horas la apuré.
Enésima conversación telefónica con una amiga, enésima alabanza al marido.
Cuando cortó la comunicación, sin decirle otra cosa se lo largué:
--¿Querés ver una distinta?
No me contestó, pero miró. Sobre su mirada me jugué. Por un agujero del bolsillo
izquierdo saqué el mástil erguido -de algo servía vivir solo y no remendar la
ropa-. Sorprendida pero no asustada, siguió con los ojos fijos ahí, con morbosa
curiosidad. Yo sabía del poder hipnótico que, a veces, ejerce este músculo
inflamado -había notado antes esa misma fascinación en otras féminas-, así que
ante su reacción seguí avanzando. Desabroché el pantalón y bajé lentamente el
cierre. Así conseguí exponerlo entero, como para una correcta presentación
formal. Puedo jurar que ella mantenía la boca abierta.
La observé intentando desviar su atención hacia otra cosa, pero no era capaz.
Respiraba con cierta agitación y sus mejillas encendidas revelaban una
temperatura distinta a la habitual.
Trabajosamente, regresé al hipnotizador debajo de la tela del pantalón. Movida
justa. El instinto de supervivencia o la casualidad evitaron nuestro despido. En
el segundo exacto en que mi ropa terminaba de acomodarse decentemente, el amargo
del gerente se acercó, en dirección a mi escritorio, a solicitar la última
versión disponible del balance, enloquecido en su tradicional apuro e
insistencia.
Respiré y, permaneciendo sentado -mi erección hubiera sido imposible de
disimular de haber tenido que ponerme de pie-, le pasé los papeles que pedía.
Miré de reojo a mi sorprendida compañera, que apenas podía disimular su
trastorno. Algo debió notar porque al gerente nunca le daba por preguntar
informalidades. Esta vez, sí:
--¿Te sentís bien, Ariana?
--¿Bien? ¡Sí, señor! Estoy bien. El aire acondicionado a veces calienta
demasiado.
Primer round adentro. A esa altura ya me sentía "La Pistola Vengadora".
Increíblemente Ariana había pasado de ser inmune al sexo opuesto a estar
indefensa y deseando el contacto. Terminamos el día sin volver a dirigirnos la
palabra. Juntos dejamos atrás las oficinas y cruzamos la recepción hasta el
ascensor. Nos quedamos parados en el palier, aguardándolo.
--¿Querés tocarlo?
Otra vez sin anestesia.
Entramos en la cabina y su mano palpó hábilmente mi soberanía escondida bajo el
saco y no se quitó de ahí hasta que alguien más subió al detenerse en otro piso.
Nos despedimos como si nada, y salimos cada uno por su lado. Pero las cosas
habían cambiado. Irremediablemente.
Al otro día no fue la misma Ariana de siempre quien se presentó. Vino luciendo
una ropa que nunca le habíamos visto. Naturalmente, así vestida no hubiera
durado demasiado sin acosos laborales de todo tipo. Saludó notando las miradas
de todos y se excusó por la vestimenta argumentando un trámite personal de
urgencia. Cuando por fin me miró, percibí un gesto inequívoco en sus ojos. Todo
ese despliegue era para mí.
Al mediodía busqué que coincidiéramos solos ante la puerta del ascensor. Tardaba
en llegar.
--¿Vamos por la escalera?
Asintió y caminamos juntos hacia la salida.
--Me debés algo. Ayer vos tocaste y a mí me quedaron las ganas.
Sonreía, así que metí la mano por su escote, esquivé el corpiño y me apoderé
directamente de un pezón, mientras empezábamos a descender las escaleras.
Acaparé la teta con la mano y comprobé su volumen.
Paramos en el descanso entre el cuarto y el tercer pisos, decididos a tocarnos
sin más rodeos. Hice saltar sus tetas fuera del sostén y me dediqué a ellas
alternativamente, mientras sentía su mano serpenteando por mi dureza constante y
explosiva. Ariana no dejaba de jadear y de gemir. Pude ajustar mi pierna entre
las suyas presionando sobre la vagina y apretarla con fuerza buscando calor.
Comencé a admirar su entrega: estaba ida, sin voluntad propia, solamente
respondía animalmente a impulsos extremos que le manejaban el cuerpo.
El ruido de unos pasos en la escalera nos impidió seguir. Ella sonreía y tenía
una mirada pícara y lasciva que no pude descifrar.
Pasé toda la tarde al palo. Estábamos, como tantas veces, a menos de setenta
centímetros, pero el aire podía cortarse con un cuchillo. Mi compañero seguía
obstinado, escapándose por el agujero del bolsillo y ella no miraba nada más.
Fueron cuatro horas de calentura quieta, sórdida, imposible de explicar. Al fin,
terminamos la tarea del día a horario, pero demoramos la salida en un acuerdo
tácito y deliberado.
Cuando todos salieron quedamos solos, otra vez esperando ante la puerta del
ascensor.
--¿Escalera? --me dijo. Y la seguí--. Me debés algo, hoy vos tocaste la piel y a
mí me quedaron las ganas.
Sonreí. Su mano bajó el cierre rápidamente y calmó mi calor con la boca, cuando
apenas habíamos comenzado a bajar el largo recorrido entre pisos. Parada tres
escalones por debajo, podía jugar descaradamente en mi cuerpo, inclinándose
apenas. Buscaba mi placer apurando grandes movimientos rítmicos, sensuales y
profundos, o refregándose la cara con mi humanidad. Actuaba poseída por un
instinto primitivo y descontrolado, libre de inhibiciones. Yo no lo podía creer.
Hasta el control automático de las luces en los pasillos colaboraba con el
cuadro, alternando sombras y reflejos.
La levanté para llevarla a mi altura, la giré y le arranqué la tanga. Alcé el
mantel -la falda de su vestido- y de un solo empujón certero, entré en ella. Me
miró por arriba del hombro, con esa mirada indescifrable y pidió más. Aumentado
por la calentura, la tensión acumulada en la espera, nuestro ritmo era
impresionante, frénetico, deseperado. Jadeábamos más allá de nuestro control y
nuestros gemidos se volvían sordina, ocultados en las bocas por nuestras manos.
Cuando inicié el envión final, ella lo notó:
--¡No me acabés dentro! --Y se aflojó.
Salí. Ella bajó los tres escalones de nuevo, al tiempo que yo tomaba su cabeza
con las dos manos, obligándola a tragarme. No iba a ser necesario. Continuó cada
vez con más ímpetu, reforzándo el compás, incorporando la garganta a la fiesta y
ya no aguanté. Me corrí salvajemente, mientras me hundía en su mirada lasciva y
feliz.
--¡Mañana voy a querer este desayuno a las ocho y media!
Guardé la tanga rota en mi bolsillo. Y nos alejamos de allí. Volvimos a
despedimos como si nada ante la entrada al edificio, y salimos cada uno por su
lado. Aunque yo, por fin, había encontrado un motivo para no seguir llegando
tarde al trabajo.
***
* "Superend"
colgó este relato -que aquí presento con ligeras modificaciones y agregados- en
el mismo sitio de mi 'Apunte' anterior: segundapoesia.com.ar
Creo que está muy bien y descuento que han disfrutado leyéndolo. Un saludo.
Clarke.
fuente: [ http://www.segundapoesia.com.ar/phpBB2/viewtopic.php?t=718 ]