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Nouvelle 1: Otras plumas (06)

en Otros Textos

Seda

por Alessandro Baricco.

56.

POR DÍAS Y DÍAS Hervé Joncour tuvo la carta con él, doblada en dos, metida en el bolsillo. Si cambiaba de vestido, la ponía en el nuevo. No la abrió nunca para mirarla. De vez en cuando le daba vueltas en la mano, mientras hablaba con un aparcero, o esperaba que llegara la hora de la cena sentado en la terraza. Una tarde se puso a observarla contra la luz de la lámpara en su estudio. En transparencia, las huellas de los minúsculos pájaros hablaban con voz desenfrenada. Decían algo completamente insignificante o algo capaz de revolucionar una vida: no era posible saberlo; esto le gustaba a Hervé Joncour. Sintió llegar a Hélene. Puso la carta sobre la mesa. Ella se aproximó y, como todas las tardes antes de retirarse a su habitación, se inclinó a besarlo. Cuando se dobló hacia él, la camisa de noche se le abrió un poco en el pecho. Hervé Joncour vio que no tenía nada debajo, y que sus senos eran pequeños y cándidos como los de una chiquilla.

Por cuatro días siguió haciendo su vida, sin cambiar nada en los prudentes ritos de su jornada. La mañana del quinto día se puso un elegante conjunto gris y partió para Nimes. Dijo que regresaría antes del anochecer.

 

57.

EN LA CALLE MOSCAT, en el 12, todo era igual a tres años antes. La fiesta no había terminado aún. Todas las muchachas eran jóvenes y francesas. El pianista tocaba, con sordina, motivos que hablaban de Rusia. Tal vez era la vejez, tal vez algún dolor miserable: al final de cada pieza no se pasaba ya la mano derecha por entre el pelo y no murmuraba, quedo:

—Voilà

Permanecía mudo, mirándose desconcertado las manos.

 

58.

MADAME BLANCHE lo recibió sin una palabra. Los cabellos negros, brillantes; el rostro oriental, perfecto. Pequeñas flores azules en los dedos, como anillos. Un traje blanco, largo, casi transparente. Pies desnudos.

Hervé Joncour se sentó frente a ella. Sacó de un bolsillo la carta.

—¿Se acuerda de mí?

Madame Blanche asintió con una milimétrica señal de la cabeza.

—De nuevo necesito de usted.

Le entregó la carta. Ella no tenía ninguna razón para hacerlo, pero la tomó y la abrió. Miró las siete hojas, una por una, y después levantó la mirada hacia Hervé Joncour.

—Yo no amo esta lengua, Monsieur. Deseo olvidarla, y deseo olvidar esa tierra, y mi vida allá, y todo.

Hervé Joncour permaneció inmóvil, con las manos aferradas a los brazos de la poltrona.

—Yo leeré para usted esta carta. Lo haré; y no quiero dinero. Pero quiero una promesa: no vuelva a pedírmelo nunca.

—Se lo prometo, madame.

Ella lo miró fijo a los ojos. Después bajó la mirada hacia la primera página de la carta, papel de arroz, tinta negra.

—Mi señor amado

Dijo:

—no tengas miedo, no te muevas, quédate en silencio, nadie nos verá

 

59.

PERMANECE ASI, te quiero mirar, yo te he mirado tanto pero no eras para mí, ahora eres para mí, no te acerques, te lo ruego, quédate como estas, tenemos una noche para nosotros, y quiero mirarte, nunca te había visto así, tu cuerpo para mí, tu piel, cierra los ojos y acaríciate, te lo ruego,

dijo Madame Blanche, Hervé Joncour escuchaba

no abras los ojos si no puedes, y acaríciate, son tan bellas tus manos, las he soñado tanto que ahora las quiero ver, me gusta verlas sobre tu piel, así. sigue, te lo ruego, no abras los ojos, yo estoy aquí, nadie nos puede ver y yo estoy cerca de ti, acaríciate señor amado mío, acaricia su sexo, te lo ruego, despacio.

Ella se detuvo. Continúe, por favor, dijo él,

es bella tu mano sobre tu sexo, no te detengas, me gusta mirarla y mirarte, señor amado mío, no abras los ojos, no todavía, no debes tener miedo estoy cerca de ti, ¿me oyes?, estoy aquí, puedo rozarte, y esta seda, ¿la sientes?, es la seda de mi vestido, no abras los ojos tendrás mi piel,

dijo ella, leía despacio, con una voz de mujer niña,

tendrás mis labios, cuando te toque por primera vez será con mis labios, tú no sabrás dónde, en cierto momento sentirás el calor de mis labios, encima, no puedes saber dónde si no abres los ojos, no los abras, sentirás mi boca donde no sabes, de improviso,

él escuchaba inmóvil, del bolsillo del traje gris asomaba un pañuelo blanco cándido,

tal vez sea en tus ojos, apoyaré mi boca sobre los párpados y las cejas, sentirás el calor entrar en tu cabeza, y mis labios en tus ojos, dentro, o tal vez sea sobre tu sexo, apoyaré mis labios allí y los abriré bajando poco a poco.

Dijo ella, tenía la cabeza pegada a las hojas, y con una mano se acariciaba el cuello, lentamente...

Dejaré que tu sexo cierre a medias mi boca, entrando entre mis labios, y empujando mi lengua, mi saliva bajará por tu piel hasta tu mano, mi beso y tu mano, uno dentro de la otra, sobre tu sexo...

él escuchaba, tenía la mirada fija en un marco de plata, colgado en la pared,

hasta que al final te bese en el corazón, porque te quiero, morderé la piel que late sobre tu corazón, porque te quiero, y con el corazón entre mis labios tú serás mío, de verdad, con mi boca en tu corazón tú serás mío para siempre, y si no me crees abre los ojos, señor, amado mío, y mírame, soy yo, quién podrá no borrar jamás este instante que pasa, y este mi cuerpo sin más seda, tus manos que lo tocan, tus ojos que lo miran.

Dijo ella, se había inclinado hacia la lámpara, la luz daba contra los folios y pasaba a través de su vestido trasparente...

Tus dedos en mi sexo, tu lengua sobre mis labios, tú que resbalas debajo de mí, tomas mis flancos, me levantas, me dejas deslizar sobre tu sexo, despacio, quién podrá borrar esto, tú dentro de mí moviéndote con lentitud, tus manos sobre mi rostro, tus dedos en mi boca, el placer en tus ojos, tu voz, te mueves con lentitud, pero hasta hacerme daño, mi placer, mi voz,

él escuchaba, en determinado momento se volvió a mirarla, la vio, quería bajar los ojos pero no lo consiguió,

mi cuerpo sobre el tuyo, tu espalda que me levanta, tus brazos que no me dejan ir, los golpes dentro de mi, es dulce violencia, veo tus ojos buscar en los míos, quieren saber hasta dónde hacerme daño, hasta donde tú quieras, señor amado mío, no hay fin, no finalizará, ¿lo ves?, nadie podrá cancelar este instante que pasa, para siempre echarás la cabeza hacia atrás, gritando, para siempre cerraré los ojos soltando las lágrimas de mis ojos, mi voz dentro de la tuya, tu violencia temiéndome apretada, ya no hay tiempo para huir ni fuerza para resistir, tenía que ser este instante, y en este instante es, créeme, señor amado mío, este instante será, de ahora en adelante, será, hasta el fin,

dijo ella, con un hilo de voz, luego se detuvo.

No había más signos sobre la hoja que tenía en la mano: la última. Pero cuando la volteó para dejarla vio en el reverso unas líneas adicionales, tinta negra en el centro de la página blanca. Alzó la mirada hacia Hervé Joncour. Sus ojos la miraban fijamente, y ella entendió que eran ojos bellísimos. Bajó de nuevo la mirada al folio.

—No no veremos más, señor

Dijo.

—Lo que era para nosotros, ya lo hemos hecho y tú lo sabes. Créeme: lo hemos hecho para siempre. Conserva tu vida al margen de mí. Y no dudes ni un segundo, si es útil para tu felicidad, en olvidar a esta mujer que ahora te dice, sin remordimiento, adiós.

Estuvo un rato mirando la hoja, después la puso sobre las otras, cerca de sí, encima de una mesita de madera clara. Hervé Joncour no se movió. Sólo volteó la cabeza y bajó los ojos. Se encontró mirándose la raya de los pantalones, apenas insinuada pero perfecta, sobre la pierna derecha, de la ingle a la rodilla, imperturbable.

Madame Blanche se levantó, se inclinó sobre la lámpara y la apagó. En la habitación quedó la poca luz que, desde el salón, llegaba hasta allí. Se acercó a Hervé Joncour, se quito de los dedos un anillo de minúsculas flores azules y la dejó cerca de él. Después atravesó el cuarto, abrió una pequeña puerta pintada, escondida en la pared, y desapareció, dejándola entreabierta detrás de sí.

Hervé Joncour permaneció largo rato en esa extraña luz, girando entre los dedos un anillo de minúsculas flores azules. Llegaron del salón las notas de un piano cansado: disolvían el tiempo, hasta hacerlo casi irreconocible.

Finalmente se levantó, se acercó a la mesita de madera clara, recogió las siete hojas de papel de arroz. Atravesó el cuarto, pasó sin volverse delante de la pequeña puerta entreabierta y se marchó.

 

60.

HERVÉ JONCOUR transcurrió los años que siguieron escogiendo para sí la vida límpida de un hombre ya carente de necesidades. Pasaba sus días bajo la tutela de una mesurada emoción. En Lavilledieu la gente volvió a admirarlo, porque en él les parecía ver un modo exacto de estar en el mundo. Decían que era así incluso de joven, antes del Japón.

Con su mujer, Hélene, tomó la costumbre de realizar, cada año, un pequeño viaje. Vieron Nápoles, Roma, Madrid, Mónaco, Londres. Un año llegaron hasta Praga, donde todo parecía: teatro. Viajaban sin fechas y sin programas. Todo los sorprendía: incluso su felicidad. Cuando sentían nostalgia del silencio, volvían a Lavilledieu.

Si se lo hubieran preguntado, Hervé Joncour habría respondido que vivirían así para siempre. Tenía la inatacable serenidad de los hombres que se sienten en su lugar. De vez en cuando, en los días de viento, descendía a través del parque hasta el lago se quedaba por horas, en la ribera, mirando la superficie del agua encresparse formando figuras impredecibles que brillaban por casualidad en todas las direcciones. Era uno solo, el viento: pero, sobre aquel espejo de agua, parecían miles, soplando. De todas partes. Un espectáculo. Leve e inexplicable.

De vez en cuando, en los días de viento, Hervé Joncour descendía hasta el lago y pasaba horas mirándolo, ya que, diseñado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.

 

61.

EL 16 DE JUNIO de 1871, en la parte trasera del café de Verdun, poco antes del mediodía, el manco acertó un cuatro bandas increíbles, con efecto hacia adentro. Baldabiou permaneció inclinado sobre la mesa, una mano detrás de la espalda, la otra sosteniendo el taco, incrédulo.

—No me digas.

Se levantó, guardó el taco y salió sin despedirse. Tres días después partió. Le regaló sus dos hilanderías a Hervé Joncour.

—No quiero saber nada más de seda, Baldabiou.

—Véndelas, idiota.

Nadie fue capaz de arrancarle adónde diablos pensaba ir. Y a hacer qué, después. Mientras tanto, él sólo dijo algo sobre Santa Inés que nadie entendió bien.

La mañana en que partió, Hervé Joncour lo acompañó, junto con Hélene, hasta la estación ferroviaria de Avignon. Llevaba una sola maleta, y también eso era discretamente inexplicable. Cuando vio el tren, detenido en la vía, puso la maleta en el suelo.

—Una vez conocí a alguien que se hizo construir toda una ferrovía para él.

Dijo.

—Y lo bueno fue que la hizo construir toda derecha, centenares de kilómetros sin una curva. Había un porqué, pero ya no lo recuerdo. No se recuerdan nunca los porqués. Sea como sea: adiós.

No le gustaban mucho los asuntos serios; y un adiós es un asunto serio.

Lo vieron alejarse, a él y su maleta, para siempre.

Entonces Hélene hizo una cosa extraña. Se desprendió de Hervé Joncour y corrió detrás de él, hasta alcanzarlo, y lo abrazó, fuerte, y mientras lo abrazaba rompió a llorar.

No lloraba nunca, Hélene.

Hervé Joncour vendió a un precio ridículo las dos hilanderías a Michel Lariot, un buen hombre que por veinte años había jugado cada sábado dominó con Baldabiou, perdiendo siempre, con granítica coherencia. Tenía tres hijas. Las dos primeras se llamaban Florence y Sylvie. Pero la tercera: Inés.

 

62.

TRES AÑOS después, en el invierno de 1874, Hélene se enfermó de una fiebre cerebral que ningún médico pudo explicar ni curar. Murió a principios de marzo, un día que llovía.

Para acompañarla, por la alameda del cementerio, vino toda Lavilledieu: porque era una mujer alegre, que no había diseminado dolor.

Hervé Joncour hizo esculpir sobre su tumba una sola palabra:

Hélas.

Le dio las gracias a todos, dijo mil veces que no necesitaba nada y regresó a su casa. Nunca le había parecido tan grande: y nunca tan ilógico su destino.

Como la desesperación era un exceso que no le pertenecía, se inclinó sobre cuanto había quedado de su vida y volvió a preocuparse por todo con la indestructible tenacidad de un jardinero en el trabajo, la mañana después de la tormenta.

 

63.

DOS MESES y once días después de la muerte de Hélene le ocurrió a Hervé Joncour acercarse al cementerio y encontrar, al lado de las rosas que cada semana dejaba sobre la tumba de su mujer, una coronita de minúsculas flores azules. Se inclinó a observarlas, y durante largo rato permaneció en esa posición, que desde lejos no habría dejado de resultar, a los ojos de eventuales testigos, bastante singular, si no francamente ridícula. Vuelto a casa, no salió a trabajar en el parque, como era su costumbre, sino que permaneció en su estudio, pensando. No hizo otra cosa durante días. Pensar.

 

64.

EN LA CALLE MOSCAT, en el 12, encontró el taller de un sastre. Le dijeron que Madame Blanche no vivía allí desde hacía años. Pudo averiguar que se había trasladado a París, donde se había convertido en la mantenida de un hombre muy importante, tal vez un político.

Hervé Joncour fue a París.

Tardó seis días para descubrir dónde vivía. Le envió un mensaje, pidiéndole ser recibido. Ella respondió que lo esperaba a las cuatro del día siguiente. Puntualmente, subió al segundo piso de un elegante palacio en el Boulevard des Capucines. Le abrió la puerta una camarera. Lo introdujo en el salón y le pidió que se acomodara. Madame Blanche apareció vestida con un traje muy elegante y muy francés. Tenía el pelo largo, cayéndole por la espalda, como quería la moda parisina. No tenía anillos de flores azules en los dedos. Se sentó frente a Hervé Joncour, sin una palabra, y se puso a esperar .

Él la miró a los ojos. Pero como hubiera podido hacerlo un niño.

—¿Usted escribió esa carta, no es verdad?

Dijo.

—Hélene le pidió escribirla y usted lo hizo.

Madame Blanche permaneció inmóvil, sin bajar la mirada, sin traicionar el mínimo estupor.

Después, lo que dijo fue:

—No fui yo quien la escribió.

Silencio.

—Esa carta la escribió Hélene.

Silencio.

—Ya la había escrito cuando vino a verme. Me pidió que la copiara en japonés. y yo lo hice. Es la verdad.

Hervé Joncour entendió en aquel instante que seguiría oyendo esas palabras por toda la vida. Se levantó, pero permaneció quieto, de pie, como si de improviso hubiera olvidado adónde iba. Le llegó como desde lejos la voz de Madame Blanche.

—Incluso quiso leerme la carta. Tenía una voz bellísima. y leía esas palabras con una emoción que, no he podido olvidar. Era como si de verdad fueran suyas.

Hervé Joncour atravesaba, con pasos lentísimos, la habitación.

—Sabe, monsieur yo creo que ella hubiera deseado, más que ninguna otra cosa, ser esa mujer. Usted no lo puede entender. Pero yo la escuché leer esa carta. Sé que es así.

Hervé Joncour había llegado a la puerta. Apoyó la mano en la manija. Sin volverse, dijo quedo

—Adiós, Madame.

No se vieron nunca más.

 

65.

HERVÉ JONCOUR vivió todavía veintitrés años, la mayor parte de ellos en serenidad y buena salud. No se alejó más de Lavilledieu, ni abandonó nunca su casa. Administraba sabiamente sus haberes, y eso lo mantuvo siempre al resguardo de cualquier trabajo que no fuera el cuidado de su propio parque. Con el tiempo empezó a concederse un placer que al principio siempre se había negado: a los que iban a buscarlo, les contaba de sus viajes. Escuchándolo, la gente de Lavillodieu conocía el mundo y los niños descubrían qué cosa era la maravilla. Él relataba despacio, mirando en el aire cosas que los demás no veían.

El domingo iba hasta el pueblo, para la Misa Mayor. Una vez al año daba una vuelta por las hilanderías para tocar la seda recién nacida. Cuando la soledad le apretaba el corazón, iba al cementerio a hablar con Hélene. El resto de su tiempo lo consumía en una liturgia de hábitos que conseguían defenderlo de la infelicidad. De vez en cuando, en los días de viento, descendía hasta el lago y pasaba horas mirándolo, ya que, diseñado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.

Fin.

 

Alessandro Baricco (n. Turín, Italia, 1958). Novelista, dramaturgo y periodista. "Seda", traducida a diecisiete idiomas y con más de 700.000 ejemplares vendidos, es la novela que significó su consagración internacional. Sutilísima mezcla de historia y fábula, relato delicado sobre el amor, de un erotismo contenido, "Seda" es un tejido de silencios, de gestos casi simbólicos, que recubren, angélicamente, una pasión volcánica. Es autor además de las novelas: "Tierras de cristal" (Premio Médicis, 1991), "Océano mar" (Premio Viareggio, 1993), "City" (1999) y "Sin sangre" (2003); del monólogo teatral "Novecento" (1994) y de los ensayos, "Rossini: Il genio in fuga" y "El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin".

Espero que les haya gustado esta poética historia y agradezco los comentarios y mails de algunos pocos pero fieles lectores que confiesan disfrutar de mis series 'Otras plumas' en TodoRelatos. Un saludo. Clarke.

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