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Caprichos: Otras plumas (4)

en Otros Textos

La serenidad *

por Santiago Kovadloff

I

No escribo sobre la serenidad: la invoco. No hablo de lo que tengo sino de lo que me falta. No dispongo de un tema; me abrasa, en cambio, una necesidad. Busco acercarme a lo que en mí fulgura únicamente como ausencia. A la emoción que me apacigüe y que no encuentro. Deseo, escribiendo, que las palabras me lleven adonde no me siento capaz de llegar, que ellas me brinden lo que no sé ofrendarme.

Escribo para aquietarme, para apagar la pena de esta hora en la que no me reconozco, el malestar de ser así: alguien en quien me veo y con quien no coincido. Escribo para deshacerme de este vértigo interior en que me pierdo, de este desvelo en que consisto y me devora y en el que, enmarañado, no logro discernir ni discernirme.

Lo que me importa no está a mi alcance más que en la forma de algo que me elude y me rechaza. Es sed, un sueño, un vacío colmado de pesar.

La serenidad no tiene hoy en mí otra consistencia que la que le infunde el efecto de su falta. A fuerza de invocarla, se hace presente como un hueco, nada más. Convocándola, digo de mi indigencia, de este regusto amargo, de esta infecundidad. En mis manos, sólo es verdadera la estela exigua de su paso y a ese residuo lo roza esta inclemencia, el puño con que golpeo a una puerta que es de nadie.

Exploro el páramo en que consisto. Esta miseria en que se agota el sentido de mi nombre. Tiendo hacia su raíz como un ciego obstinado, implorante, incierto. Tanteo, oscilo y no entiendo; presiento y no sé, maniatado por la vacilación, queriendo y no queriendo deshacerme de este mar de tareas, deberes, obligaciones, que me sumerge y arrastra de hora en hora, de día en día, y al que me someto con un deleite perverso, con servilismo y culpa, sin convicción. Como el que embiste y sabe que chocará contra un muro. Aturdido, abotagado, disuelto en el remolino de mi insolvencia. Incapaz de advertir, de frenar, de reencontrarme.


II


Me escapo, es cierto. ¿Pero de qué? Soy un hombre a la deriva. No avanzo en una dirección: me empuja el acaso hacia el acaso. El anónimo mandato de los hechos decide mi rumbo desde hace meses. Lo altera, lo interrumpe, lo vuelve a rectificar. Un despotismo interior cuyo fondo no controlo ni discierno hace de mí lo que quiere; me doblega y dibuja el páramo en que consisto.

El acoso no cesa y siempre se transforma, cambia de aspecto, de tema pero no cede. Soy yo el que cedo, mi consistencia, lo poco que de mí queda, esta ruina que me resume y pone en evidencia que si fui, ya no soy, que si estuve ayer, hoy falto. Ya no sé acotar, no sé fijar un límite. Soy incapaz de administrar este aluvión de compromisos en los que me hipoteco; que se suceden o embisten al unísono y piden, reclaman, requieren, y a los que me entrego hasta el agotamiento con la docilidad de un buey domeñado o la pasividad de un hechizado al que manipulan, traen y llevan, alzan y sientan sin que sus ojos acusen un solo temblor ante lo que pasa. Ido, desasido, inerte. Decapitado por sus concesiones al minotauro insaciable de la demanda, al imperativo de la responsabilidad-sin-desmayos.


III


Desde hace mucho, cuando me alcanza, la noche no me invita sino al derrumbe. El sueño brutal que me vence es mi único alivio. En él, extenuado, radicalizo mi ausencia, le doy su forma final. Me duermo como quien se petrifica. Ya nadie llama, ya no debo responder. Paz de residuo, quietud de deshecho, niebla espesa de abrumado. Típica pesadez de los hombres calcinados por el agotamiento.

Yo alenté con mi obsecuencia esta avalancha que no cesa. Yo me planté en el escenario, bajo las luces, vociferando ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!, como un títere amaestrado para el espectáculo. ¡A mí los huérfanos de consejo! ¡A mí los que demandan un padre! ¡A mí los cazadores de opinión, los animadores del teleteatro del pensamiento! ¡A mí los devotos de la hondura fugaz en busca de burbujas conceptuales! ¡A mí los recaudadores de ideas oportunas, los proveedores de juicios certeros, los abanderados de la sensatez imprescindible, los apólogos superfluos de un pulcro castellano y la filosofía adaptada al formato de la pantalla chica! ¡Entrevistadores que nunca me han leído y que buscan, sin embargo, mi reflexión; presidentes de círculos culturales que oyeron hablar tanto de mí y a los que termino importándoles nada más que por eso! ¡Autores necesitados de una palmada de aliento que no puede sino ser mía! Son decenas y decenas los carenciados. Desvalidos de la poesía, de la novela, del ensayo.

Iluminados virtuales del talento que sólo esperan una mirada que los descubra y golpean a mi puerta cargados de adjetivos laudatorios, de fraternidades presentidas, hambrientos de bendición. Promotores de inicativas solidarias que acuden con pruebas en la mano de la magnanimidad de mi corazón. Académicos, empresarios, facultativos, idólatras que vocean la existencia de altares disponibles donde aseguran que no puedo faltar. Visionarios que presienten en mi cara el perfil de un oráculo oportuno. Magnetismo consensuado de mi sonrisa incansable. Templanza comprobada de mi voz cortés. Amplitud sin límite de mi tiempo para oír, para dar, y recibir. Sordidez decantada de mi demagogia infinita. Idoneidad de psicópata en la siembra eficiente de expectativas. Habilidad de demagogo para devolver vida a los muertos. Tolerancia de sometido que pasa por ser paciencia de sabio. Equilibrista consumado en el arte de escapar a las definiciones y lograr que se palpe lo intangible. Trapecista eximio de todos los circos. Encanto invulnerable a la desilusión; alma equitativa inmune al odio; déspota de mi propio dolor. Eximio profesional.

IV


Ocupado y preocupado, demolido por todo lo que yo mismo me impongo hasta destrozar mi intimidad; sumido en lo que me permito y promuevo e impugno luego con la desesperación de quien se siente sucumbir bajo el peso de lo que sin embargo quiso sostener. Ése soy, consisto en eso, en este saldo que es indigencia, indignación, ineptitud.

¿Qué me desespera como para vivir así? ¿Huyo de qué? ¿A quién ofrendo lo que más amo --mi recogimiento-- como para despedazarme de este modo en un ir y venir se multiplica; en esta marea de iniciativas que envenenan mi vida de escritor y se generan unas a otras y desbordan y se realimentan y expanden --en pro del goce de una eficacia efímera y jactanciosa, de una solicitud que es obsecuencia, pleitesía, lo banal--, pulverizando toda posibilidad de sentirme habitar mi tiempo, mi cuerpo, y oírme respirar?

Soy un contemplativo que ha resuelto aniquilarse. Siempre me intrigó la forma que en mí podría tomar el suicidio de mi abuelo. Por fin la descubrí. Todo ha sido más sutil de lo que yo esperaba. Aguardé casi con fatalismo la circunstancia que me impidiera arribar adonde quería. Esa circunstancia jamás se presentó. Llegué adonde quería y la trampa consistía en otra cosa. Se trataba de que yo terminara destrozando lo que nada me impidió obtener. Puedo imaginar sin esfuerzo la abrumadora perplejidad de Edipo ante la revelación final: el camino hacia su perdición no era otro que el elegido para eludirla.

Fui, hasta no hace mucho, un huésped privilegiado de tres días semanales en los que me despedía de lo necesario para sumergirme en lo imprescindible. Un hombre templado, en suma, que solía y sabía recibir las palpitaciones más sutiles de cada jueves, de cada viernes, de cada sábado, en un contexto poco menos que monástico, de estricta intimidad y silencio venturoso; la música, los libros, mis papeles. Escribir fue, es y será siempre para mí una manera de orar. Y yo oraba. Lenta, lentamente, habitando la médula de cada hora, recibiendo la ofrenda de esa entrega, acatando el misterio de ser en el júbilo y el padecimiento de mi vocación; de cada ensayo, de cada poema, de cada traducción.

Poco a poco o súbitamente, ya no lo sé: el hecho es que, al cabo de muchos años, esa atmósfera se desvaneció y mi vida, sin dejar de ser la mía, pasó a ser la de otro. Un tipo ocupado, preocupado, diligente. Un tipo telefónicamente accesible. Con opiniones sobre todo para todas las emisoras. Una presencia en los escenarios televisivos. Frecuente, requerida, precisa, eficaz. Un consultado. Un "referente", como propone la perversa ligereza de los cultores de consenso y de los vendedores de opinión. Solicito pensador de los dilemas que trae y se lleva el día. De lo crucial que ayer no estaba y que mañana no estará. Y fue así como me perdí con lo que extravié. El dolor de saberlo es hoy mi tesoro más preciado. Si no pude o no quise darme abrigo, resguardarme de lo que hay de perverso en la pasión desatada por lo público, puedo al menos denunciarlo. Soy mi víctima pero no mi cómplice.

Estoy ocupado, soy ocupado. Entro, salgo, resuelvo, propongo, dispongo, regreso y vuelvo a salir. Aclaro, anoto y tacho. Agendo y cumplo. Sumo, despido, saludo, acuerdo, dicto, respondo. Alzo el dedo, bajo la mano, publico, difundo, grabo. Me doy a conocer. Me reconocen. Digo hola y adiós, siempre cordialmente.

V

Esto no es lejanía. Es distanciamiento. La lejanía puede, siempre, confirmar la proximidad entre quienes están separados. El distanciamiento, en cambio, es pérdida, un corte. Es una ruptura de mí conmigo. Este padecimiento que es anonimato.

Necesito volver, devolverme. Digo serenidad como quien implora. Pronuncio esa palabra en un murmullo; cautivo y cautivado. La pronuncio temeroso como cuando de pronto, se nombra, todavía secretamente, a quien se ha descubierto que se quiere, que se anhela y necesita. Es muerte y no serenidad lo que ronda cuanto digo. Quisiera saber morir. No morir sino saber morir. Estoy lejos de poder asegurar que la filosofía es para mí, como lo fue al parecer para Platón, una "preparación para la muerte". Quisiera, no obstante, morir serena, lúcidamente. Despedirme a conciencia. Partir como quien se sabe haciéndolo. Con resignación, con dignidad y mesura sepultadas por el rigor y la asepsia encubridora de los hospitales modernos.

Quisiera recorrer los tramos de ese instante terminal oyendo, como dicen que Toulouse-Lautrec oyó, los tenues sonidos callejeros de un día nuevo que nace. Saberme y sentirme en la partida. Ser quien va y no eso que se llevan. Que sea mío, centralmente mío también, ese último instante. Ésa es mi veleidad. El decorado romántico que solicito. Mi pretensión operística postrera. Ser, protagonizar, aun en el umbral de la nada. Pido (¿a quién?) hundirme en el abismo, en la absoluta exterioridad a la que da acceso la muerte, como nos hundimos a veces en el sueño que buscamos con deleite y no en el que nos acosa y abruma hasta el embrutecimiento cuando estamos rendidos.

No se me escapa --y me río al advertirlo-- lo ridículo de este afán estelar a ultranza. No puedo --me doy cuenta y me sonrojo al darme cuenta, acaso porque la lucidez en mí no ha terminado de perder por completo la cordura-- no puedo, digo, renunciar al deseo de que sea mía esa última y presentida emoción. Es evidente: también aquí las reivindicaciones del personaje en el que me he hipotecado buscan imponerse, reclaman reflectores: aspiran, solemnemente, a ser oídas. Hasta la muerte quiere usurparme la voracidad de este atareado, de este eficiente promotor de su prestigio. Hasta esa muerte que sólo será la mía si no me pertenece. Si me doblega y me aniquila como y cuando quiera y donde quiera. Fulminándome o bien deshaciéndome de a poco --indiferente, gradual o repentina, precisa siempre. Imbecilizándome tal vez primero, deshilachándome después, como una tela reseca, consumida. Extrayéndome la vida gota a gota, como se vacía el agua de un cuenco rajado.

Sí, también para esa hora fronteriza, el hombre ocupado en que consisto tiene planes. Su afición al estrellato no se colma. Quiere, hasta el final, reflectores sobre sus pasos. Le repugna, en verdad, lo que creía haber amado: la reclusión, cierta humildad, lo recoleto de la lectura y el trabajo manual sobre el papel. Le asquea saberse naturaleza. Reconocerse gobernado por leyes que él no establece ni controla. Y por eso reclama, soberbio, actoral, facultades para un último gesto escénico que permita, más tarde, cuando él ya no esté, evocarlo en su esplendor de moribundo ejemplar. Aquí yace quien se fue con inédito aplomo. Pero no, el aplomo nada tiene que ver con la serenidad. Así como nada tiene que ver la serenidad con la farsa. La serenidad es un don superlativo. Sé de qué hablo. Soy el residuo de ese don. La memoria desvelada de esa alegría. la nostalgia de esa bendición.

 

* texto incluido en "Ensayos de Intimidad" de Santiago Kovadloff (n. Buenos Aires, 1942). Ensayista, poeta y traductor. En 1998 se incorporó a la Academia Argentina de Letras. Colabora actualmente en el diario La Nación, de Buenos Aires. "¿Qué otra cosa puede ser un ensayo más que una ofrenda de sostenida intimidad?" se pregunta el autor en la contratapa del libro, editado por Emecé de Argentina (224 págs - mayo, 2002).

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