La sal de sus lágrimas
por Mario Vargas Llosa *
Justiniana tenía los ojos como platos y no dejaba de accionar. Sus manos
parecían aspas:
¡El niño Alfonso dice que se va a matar! ¡Porque usted ya no lo quiere, dice!
pestañeaba, aterrada. Está escribiéndole una carta de despedida, señora.
¿Es este otro de los disparates que...? balbuceó Doña Lucrecia, mirándola por
el espejo del tocador. ¿Tienes pajaritos en la cabeza, no?
Pero la cara de la mucama no era de bromas y doña Lucrecia, que estaba
depilándose las cejas, dejó caer la pinza al suelo y sin preguntar más echó a
correr escaleras abajo, seguida por Justiniana. La puerta del niño estaba
cerrada con llave. La madrastra tocó con los nudillos: Alfonso, Alfonsito. No
hubo respuesta ni se oyó ruido dentro.
¡Foncho! ¡Fonchito! insistió doña Lucrecia tocando de nuevo. Sentía que la
espalda se le helaba. ¡Ábreme! ¿Estás bien? ¿Por qué no contestas? ¡Alfonso!
La llave giró en la cerradura, chirriando, pero la puerta no se abrió. Doña
Lucrecia tragó una bocanada de aire. El suelo era otra vez sólido bajo sus pies,
el mundo se reordenaba después de haber sido un resbaladizo tumulto.
Déjame sola con él ordenó a Justiniana.
Entró al cuarto, cerrando la puerta a su espalda. Hacía esfuerzos por reprimir
la indignación que iba ganándola, ahora que había pasado el susto.
El niño, todavía con la camisa y el pantalón del uniforme del colegio, estaba
sentado en su mesa de trabajo, la cabeza baja. La alzó y la miró, inmóvil y
triste, más bello que nunca. A pesar de que aún entraba luz por la ventana,
tenía encendida la lamparilla y en el dorado redondel que caía sobre el secante
verdoso doña Lucrecia divisó una carta a medio hacer, la tinta todavía
brillando, y un lapicero abierto junto a su manecita de dedos manchados. Se
acercó a pasos lentos.
¿Qué estás haciendo? murmuró.
Le temblaban la voz y las manos, su pecho subía y bajaba.
Escribiendo una carta repuso el niño en el acto, con firmeza. A ti.
¿A mí? sonrió ella, tratando de parecer halagada. ¿Ya puedo leerla?
Alfonso puso su mano encima del papel. Estaba despeinado y muy serio.
No todavía. En su mirada había una resolución adulta y su tono era
desafiante. Es una carta de despedida.
¿De despedida? Pero ¿acaso te vas a alguna parte Fonchito?
A matarme Lo oyó decir doña Lucrecia, mirándola fijo, sin moverse. Aunque,
después de unos segundos, su compostura se quebró y se le aguaron los ojos:
Porque tú ya no me quieres, madrastra.
Oírselo decir de esa manera, entre adolorida y agresiva, con la carita
torciéndosele en un puchero que intentaba en vano frenar y usando palabras de
amante despechado que desentonaban tanto en su figurilla imberbe, de pantalón
corto, desarmó a doña Lucrecia. Permaneció muda, boquiabierta, sin saber qué
responder.
Pero, qué tonterías estás diciendo, Fonchito murmuró al fin, sobreponiéndose
sólo a medias. ¿Que yo no te quiero? Pero, corazón, si tú eres como mi hijo. Yo
a ti...
Se calló, porque Alfonso, dejando caer su cuerpo sobre ella y abrazándose de su
cintura rompió a llorar. Sollozaba, con la cara aplastada contra el vientre de
doña Lucrecia, su pequeño cuerpo conmovido por los suspiros y con un jadeo
ansioso de cachorrito hambriento. Era un niño, ahora sí, no había duda, por la
desesperación con que lloraba y el impudor con que exhibía su sufrimiento.
Luchando para no dejarse vencer por la emoción que le cerraba la garganta y
había ya mojado sus ojos, doña Lucrecia le acarició los cabellos. Confundida,
presa de sentimientos contradictorios, lo escuchaba desahogarse, balbuciendo sus
quejas.
Hace días que no me hablas. Te pregunto algo y te das vuelta. Ya no me dejas
que te bese ni para los buenos días ni las buenas noches y cuando regreso del
colegio me miras como si te molestara verme entrar a la casa. ¿Por qué
madrastra? ¿Yo qué te he hecho?
Doña Lucrecia lo contradecía y lo besaba en los cabellos. No, Fonchito, nada de
eso es verdad. ¡Qué susceptibilidades eran ésas, chiquitín! Y, buscando la forma
más atenuada, trataba de explicárselo. ¡Cómo no lo iba a querer! ¡Muchísimo,
corazoncito! Pero si vivía pendiente de él para todo y lo tenía siempre en la
mente cuando él estaba en el colegio o jugando al fútbol con sus amigos.
Ocurría, simplemente, que no era bueno que fuera tan pegado a ella, que se
desviviera en esa forma por su madrastra. Podía hacerle daño, zoncito, ser tan
impulsivo y vehemente en sus afectos. Desde el punto de vista emocional, era
preferible que no dependiera tanto de alguien como ella, tan mayor que él. Su
cariño, sus intereses debían compartirse con otras personas, volcarse sobre todo
en niños de su edad, sus amiguitos, sus primos. Así crecería más pronto, con una
personalidad propia, así sería el hombrecito de carácter del que ella y don
Rigoberto se sentirían después tan orgullosos.
Pero, mientras doña Lucrecia hablaba, algo en su corazón desmentía lo que iba
diciendo. Estaba segura de que el niño tampoco le prestaba atención. Acaso ni la
oía. No creo una palabra de lo que le digo, pensó. Ahora que sus sollozos
habían cesado, aunque aún lo sobrecogía de tanto en tanto un hondo suspiro,
Alfonsito parecía concentrado en las manos de su madrastra. Se las había cogido
y las besaba despacito, tímidamente, con unción. Luego, mientras se las frotaba
contra la mejilla satinada, doña Lucrecia lo escuchó murmurar quedo, como si se
dirigiese sólo a los dedos afilados que apretaba con fuerza: Yo a ti te quiero
mucho, madrastra. Mucho, mucho... Nunca más me trates así, como en estos días,
porque me mataré. Te juro que me mataré.
Y, entonces fue como si dentro de ella un dique de contención súbitamente
cediera y un torrente irrumpiera contra su prudencia y su razón, sumergiéndolas,
pulverizando principios ancestrales que nunca había puesto en duda y hasta su
instinto de conservación. Se agachó, apoyó una rodilla en tierra para estar a la
misma altura del niño sentado y lo abrazó y lo acarició, libre de trabas,
sintiéndose otra y como en el corazón de una tormenta.
Nunca más repitió, con dificultad, pues la emoción apenas le permitía
articular las palabras. Te prometo que nunca más te tratare así. La frialdad de
estos días era fingida, chiquitín. Qué tonta he sido, queriéndote hacer un bien
te hice sufrir. Perdóname corazón...
Y, al mismo tiempo, lo besaba en los alborotados cabellos, en la frente, en las
mejillas, sintiendo en los labios la sal de sus lágrimas. Cuando la boca del
niño buscó la suya, no se la negó. Entrecerrando los ojos se dejó besar y le
devolvió el beso. Luego de un momento, envalentonados, los labios del niño
insistieron y empujaron y entonces ella abrió los suyos y dejó entrar una
nerviosa viborilla, torpe y asustada al principio, luego audaz, visitara su boca
y la recorriera, saltando de un lado a otro por sus encías y sus dientes, y
tampoco retiró la mano que, de pronto, sintió en uno de sus pechos. Reposó allí
un momento, quieta, como tomando fuerzas, y después se movió y, ahuecándose, lo
acarició en un movimiento respetuoso, de presión delicada. Aunque, en lo más
profundo de su espíritu, una voz la urgía a levantarse y partir, doña Lucrecia
no se movió. Más bien, estrechó al niño contra sí y, sin inhibiciones, siguió
besándolo con un ímpetu y una libertad que crecían al ritmo de su deseo. Hasta
que, como en sueños, sintió el freno de un automóvil y, poco después, la voz de
su marido, llamándola.
Se incorporó de un salto, espantada; su miedo contagió al niño cuyos ojos se
impregnaron de susto. Vio la ropa desordenada de Alfonso, las marcas de carmín
en su boca. Anda a lavarte, le ordenó, de prisa, señalando, y el niño asintió
y corrió al baño.
Ella salió de la habitación mareada y, poco menos que a tropezones, cruzó el
saloncito que daba al jardín. Fue a encerrarse en el baño de visitas. Estaba
desfalleciente, como si hubiera corrido. Mirándose en el espejo, le sobrevino un
ataque de risa histérica que sofocó tapándose la boca. Insensata, loca, se
insultó, mientras se mojaba la cara con agua fría. Luego, se sentó en el bidé y
soltó la regadera, largo rato. Se sometió a un aseo minucioso y compuso sus
ropas y sus facciones y permaneció allí hasta sentirse de nuevo totalmente
serena, dueña de su cara y de sus gestos. Cuando salió a saludar a su marido,
estaba fresca y risueña como si nada anormal le hubiera sucedido. Pero, aunque
don Rigoberto la notó tan cariñosa y solicita como todos los días, desbordante
de mimos y atenciones, y escuchó sus anécdotas de la jornada con el interés de
siempre, había en doña Lucrecia un escondido malestar que no la abandonó un
instante, una desazón que, de tanto en tanto, le producía un escalofrío y le
ahuecaba el vientre.
El niño cenó con ellos. Estuvo discreto y formalito, igual que de costumbre. Con
risa saltarina celebró los chistes de su padre y le pidió incluso que les
contara otros, esos chistes negros papá, esos que son algo cochinos. Cuando
sus ojos se cruzaban con los de él, doña Lucrecia se admiraba de no encontrar en
esa mirada despejada, azul pálido, ni la sombra de una nube, el más mínimo
brillo de picardía o de complicidad.
***
* fragmento transcripto de la novela erótica del escritor peruano Mario Vargas Llosa "Elogio de la Madrastra". Espero les guste tanto como a mi... y otra vez: a buscar la novela completa. Imperdible. Clarke.