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Nouvelle 1: Otras plumas (02)

en Otros Textos

Seda

por Alessandro Baricco.

12.

HERVÉ JONCOUR partió con ochenta mil francos en oro y los nombres de tres hombres, procurados por Baldabiou: un chino, un holandés y un japonés. Cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, alcanzó en tren Viena y Budapest para luego proseguir hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó por cuarenta días hasta encontrar el lago Bajkal, que la gente del lugar llamaba: el mar. Remontó el curso del río Amur, caboteando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk por once días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, sobre la costa oeste del Japón. A pie, recorriendo caminos secundarios, atravesó las provincias de Ishikawa, Toyama, Niigata, entró en la de Fukushima y alcanzó la ciudad de Shirakawa, la rodeó por el lado este, esperó dos días a un hombre vestido de negro que lo vendó y lo llevó a un poblado en las colinas, donde pasó la noche, y a la mañana siguiente hizo el negocio de los huevos con un hombre que no hablaba y tenía el rostro cubierto con un velo de seda negra. Al atardecer escondió los huevos entre las maletas, le dio la espalda al Japón y se dispuso a tomar el camino de regreso.

Apenas había dejado las últimas casas del lugar cuando un hombre lo alcanzó, corriendo, y lo detuvo. Le dijo cualquier cosa en un tono conciso y perentorio; luego lo acompañó de vuelta, con firme cortesía.

Hervé Joncour no hablaba japonés, ni era capaz de comprenderlo. Pero entendió que Hara Kei quería verlo.

 

13.

HICIERON descorrer un panel de papel de arroz, y Hervé Joncour entró. Hara Kei estaba sentado con las piernas cruzadas, en el piso, en la esquina más lejana de la habitación. Llevaba una túnica oscura; no tenía joyas. Único signo visible de su poder: una mujer extendida a su lado, la cabeza apoyada en su regazo, los ojos cerrados, los brazos escondidos en el amplio vestido rojo que se extendía alrededor, como una llama, sobre la estera color ceniza. Él le pasaba lentamente una mano por el cabello: parecía acariciar la piel de un animal precioso y aletargado.

Hervé Joncour atravesó el cuarto, esperó una señal del anfitrión y se sentó frente a él. Permanecieron en silencio, mirándose a los ojos. Llegó un siervo, imperceptible, y puso delante de ellos dos tazas de té. Luego desapareció en la nada. Entonces Hara Kei comenzó a hablar, en su lengua, con una voz cantilenante, disuelta en una especie de falsete fastidiosamente artificial. Hervé Joncour escuchaba.

Tenía los ojos fijos en los de Hara Kei y sólo por un instante, sin advertirlo casi, los bajó hacia el rostro de la mujer.

Era el rostro de una chiquilla.

Los alzó de nuevo.

Hara Kei se detuvo, levantó una de las tazas de té, se la llevó a los labios, dejó pasar un instante y dijo:

—Intentad decirme quién sois.

Lo dijo en francés, arrastrando un poco las vocales, con una voz ronca, verdadera.

 

14.

EL HOMBRE más buscado del Japón, al dueño de todo lo que el mundo intentaba llevar fuera de aquella isla, Hervé Joncour, intentó contarle quién era. Lo hizo en su propia lengua, hablando lentamente, sin saber con precisión si Hara Kei era capaz de comprender. Instintivamente renunció a cualquier prudencia, refiriendo sin invenciones y sin omisiones todo lo que era verdad, simplemente mezclaba pequeñas minucias y eventos cruciales con la misma voz y los gestos apenas acentuados, imitando la hipnótica andadura, melancólica y neutral, de un catálogo de objetos salvados de un incendio. Hara Kei escuchaba, sin que la sombra de una expresión descompusiera los rasgos de su rostro. Tenía los ojos fijos en los labios de Hervé Joncour, como si fueran las últimas líneas de una carta de adiós. En la habitación todo estaba tan silencioso e inmóvil que lo que sucedió de repente pareció un acontecimiento enorme y, sin embargo, fue una pequeñez.

De pronto,

sin moverse en lo más mínimo, esa chiquilla

abrió los ojos.

Hervé Joncour no dejó de hablar, pero bajó instintivamente la mirada hacia ella y lo que vio, sin dejar de hablar, fue que esos ojos no tenían un aspecto oriental y estaban clavados, con una intensidad desconcertante, en él, como si desde el comienzo no hubieran hecho otra cosa debajo de los párpados. Hervé Joncour desvió la mirada hacia otro lado, con toda la naturalidad de que fue capaz, tratando de continuar su relato sin que nada, en su voz, pareciera diferente. Sólo se interrumpió cuando su mirada cayó en la taza de té, delante de él. La tomó con una mano, se la llevó a los labios y bebió con lentitud. Volvió a hablar, mientras la posaba de nuevo delante de sí.

 

15.

FRANCIA, los viajes por mar, el perfume de las moreras en Lavilledieu, los trenes de vapor, la voz de Hélene, Hervé Joncour continúo relatando su vida como nunca, en su vida, lo había hecho. Esa muchachita seguía mirándolo, con una violencia que arrancaba a cada una de sus palabras la obligación de sonar memorable. Ahora el cuarto parecía caer en una inmovilidad sin retorno cuando de improviso, y de un modo absolutamente silencioso, ella sacó una mano del vestido, haciéndola deslizar sobre la estera delante de sí. Hervé Joncour vio llegar esa mancha pálida al margen de su campo visual, la vio rozar la taza de té de Hara Kei y después, absurdamente, continuar deslizándose hasta apretar sin siquiera dudarlo la otra taza, que era inexorablemente la taza en que él había bebido, levantarla ligeramente y llevársela. Hara Kei no había dejado de mirar por un instante, sin expresión, los labios de Hervé Joncour.

La chiquilla alzó ligeramente la cabeza.

Por primera vez desvió los ojos de Hervé Joncour y los posó en la taza.

Lentamente la hizo girar hasta tener en sus labios el punto preciso en que él había bebido.

Entrecerrando los ojos, bebió un sorbo de té.

Alejó la taza de sus labios.

La hizo deslizar hasta donde la había encontrado.

Hizo desaparecer la mano en el vestido.

Volvió a apoyar la cabeza sobre el regazo de Hara Kei.

Los ojos abiertos, fijos en los de Hervé Joncour.

 

16.

HERVÉ JONCOUR habló todavía un rato largo. Sólo se interrumpió cuando Hara Kei desvió los ojos de él e insinuó una reverencia con la cabeza.

Silencio.

En francés, arrastrando un poco las vocales, con voz ronca, verdadera, Hara Kei dijo:

—Si quisieras, me gustaría verte volver.

Por primera vez sonrió.

—Los huevos que tienes contigo son huevos de pez, valen poco más que nada.

Hervé Joncour bajó la mirada. Ahí estaba la taza de té, frente a él. La tomó y comenzó a voltearla, y a mirarla, como si estuviera buscando alguna cosa en el filo colorado de su borde. Cuando encontró lo que buscaba, apoyó allí los labios y bebió hasta el fondo. Luego puso la taza de té delante suyo y dijo:

—Lo sé.

Hara Kei rió divertido.

—¿Y es por eso que has pagado con oro falso?

—He pagado lo que he comprado.

Hara Kei volvió a ponerse adusto.

—Cuando te vayas de aquí, tendrás lo que deseas.

—Cuando me vaya de esta isla, vivo, recibirás el oro que te corresponde. Tienes mi palabra.

Hervé Joncour ni siquiera esperó la respuesta. Se levantó, dio un par de pasos atrás, luego se inclinó.

La última cosa que vio, antes de salir, fueron los ojos de ella fijos en los suyos, perfectamente mudos.

 

17.

SEIS DÍAS después Hervé Joncour se embarcó en Takaoka en un barco de contrabandistas holandeses que lo llevó a Sabirk. De allí remontó de nuevo la frontera china hasta el lago Bajkal, atravesó cuatro mil kilómetros de tierra siberiana, superó los Urales, alcanzó Kiev y en tren recorrió toda Europa, de este a oeste, hasta llegar, después de tres meses de viaje, a Francia. El primer domingo de abril –a tiempo para la Misa Mayor—, llegó a las puertas de Lavilledieu. Se detuvo, le dio gracias a Dios y entró en el pueblo a pie, contando sus pasos, para que cada uno tuviera un nombre, y para no olvidarlos nunca más.

—¿Cómo es el fin del mundo? —le preguntó Baldabiou.

—Invisible.

A su mujer Hélene le llevó de regalo una túnica de seda que ella, por pudor, no se puso jamás. Sí se la sostenía entre los dedos, era como apretar la nada.

 

18.

LOS HUEVOS que Hervé Joncour había traído del Japón —pegados por centenares encima de pequeñas hojas de corteza de morera—, resultaron perfectamente sanos. La producción de seda, en la zona de Lavilledieu, fue aquel año extraordinaria, en cantidad y calidad. Se decidió la apertura de otras dos hilanderías y Baldabiou hizo erigir un convento al lado de la capilla de Santa Inés. No está claro por qué, pero se lo había imaginado redondo; por eso le encargó el proyecto a un arquitecto español que se llamaba Juan Benítez, y que gozaba de cierta notoriedad en el ramo de plazas de toros.

—Naturalmente, nada de arena en el medio, sino un jardín. Y, si fuera posible, cabezas de delfín en lugar de las de toro, a la entrada.

—¿Delfines, señor?

—¿Tienes presente a esa criatura, Benítez?

Hervé Joncour hizo un par de sumas y se descubrió rico. Adquirió treinta acres de tierra al sur de su propiedad, y ocupó los meses del verano en diseñar un parque donde sería fácil, y silencioso, pasear. Lo imaginaba invisible como el fin del mundo. Cada mañana iba hasta el café de Verdun, donde escuchaba las historias del pueblo y hojeaba las gacetas de París. En la tarde permanecía sentado largo rato en el pórtico de su casa, junto a su mujer Hélene. Ella leía un libro, en voz alta, y esto lo hacía feliz porque pensaba que no había una voz más bella que ésa en el mundo.

Cumplió 33 años el 4 de septiembre de 1862. Iba lloviendo su vida frente a sus ojos, sereno espectáculo.

 

19.

—NO DEBES temer nada.

Puesto que Baldabiou lo había decidido, Hervé Joncour partió de nuevo para Japón el primer día de octubre. Cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, alcanzó en tren Viena y Budapest para luego proseguir hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó por cuarenta días hasta encontrar el lago Bajkal, que la gente del lugar llamaba: el demonio. Remontó el curso del río Amur, caboteando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk por once días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, sobre la costa oeste del Japón. A pie, recorriendo caminos secundarios, atravesó las provincias de Ishikawa, Toyama y Niigata, entró en la de Fukushima y alcanzó la ciudad de Shirakawa, la rodeó por el lado este y esperó dos días a un hombre vestido de negro que lo vendó y lo llevó al villorrio de Hara Kei. Cuando pudo reabrir los ojos se encontró delante de dos siervos que tomaron su equipaje y lo condujeron hasta el final de un bosque, donde le indicaron un sendero y lo dejaron solo. Hervé Joncour empezó a caminar en la sombra que los árboles, encima y alrededor de él, le recortaban a la luz del día. Sólo se detuvo cuando de repente la vegetación se abrió, por un instante, como una ventana, al borde del sendero. Unos treinta metros más abajo se veía un lago y sobre la orilla del lago, sentados en el suelo, de espaldas, Hara Kei y una mujer en un vestido color naranja, los cabellos sueltos sobre la espalda. En el instante en que Hervé Joncour la vio, ella se volvió, lentamente y por un segundo, el tiempo justo para cruzarse con su mirada.

Sus ojos no tenían aspecto oriental, y su rostro era el rostro de una chiquilla.

Hervé Joncour echó a andar de nuevo por la parte intrincada del bosque y cuando salió se encontró al borde del lago. Pocos pasos delante de él, Hara Kei, solo, de espaldas, estaba sentado inmóvil, vestido de negro. Cerca de él había un vestido color naranja, abandonado en el suelo, y un par de sandalias de paja. Hervé Joncour se acercó. Minúsculas olas circulares posaban el agua del lago en la orilla, como enviadas allí desde lejos.

—Mi amigo francés —murmuró Hara Kei sin volverse.

Pasaron horas, sentados el uno al lado del otro, hablando y callando. Luego Hara Kei se levantó y Hervé Joncour lo siguió. Con un gesto imperceptible, antes de retomar el sendero dejó caer uno de sus guantes cerca del vestido color naranja abandonado en la ribera. Llegaron al pueblo cuando ya atardecía.

 

20.

HERVÉ JONCOUR permaneció como huésped de Hara Kei por cuatro días. Era como vivir en la corte de un rey. Todo el lugar existía para ese hombre, y casi no había gesto en esas colinas que no fuera cumplido en su defensa y para su placer. La vida bullía en voz baja, se movía con una lentitud astuta, como un animal perseguido en su cueva. El mundo parecía estar a siglos de distancia.

Hervé Joncour tenía una casa para él y cinco siervos que lo seguían a todas partes. Comía solo, a la sombra de un árbol coloreado de flores que no había visto nunca. Dos veces al día, le servían con cierta solemnidad el té. Por la noche, lo acompañaban a la sala más grande de la casa, donde el piso era de piedra y donde consumaba el rito del baño. Tres mujeres, ancianas, el rostro cubierto por una especie de mascarilla blanca, hacían escurrir el agua por su cuerpo y lo secaban con paños de seda, tibios. Tenían manos leñosas, pero ligerísimas.

En la mañana del segundo día, Hervé Joncour vio llegar al pueblo a un blanco: lo acompañaban dos carros llenos de grandes cajas de madera. Era un inglés. No había ido a comprar. Había ido a vender.

—Armas, monsieur, ¿y usted?

—Yo compro. Gusanos de seda.

Cenaron juntos. El inglés tenía muchas historias que contar: hacía ocho años que iba y venía de Europa al Japón y viceversa. Hervé Joncour estuvo oyéndolo y sólo al final le preguntó:

—¿Usted conoce a una mujer, joven, europea, creo, blanca, que vive aquí?

El inglés continuó comiendo, impasible

—No existen mujeres blancas en el Japón. No hay una sola mujer blanca en el Japón.

Partió al día siguiente, cargado de oro.

 

21.

HERVÉ JONCOUR sólo volvió a ver a Hara Kei en la mañana del tercer día. Se percató de que sus cinco servidores habían desaparecido de improviso, como por encanto, y después de unos segundos lo vio llegar. Aquel hombre por el que todos en ese lugar existían, se movía siempre en una burbuja de vacío. Como si un precepto tácito le ordenara al mundo dejarlo vivir solo.

Subieron juntos por el flanco de la colina hasta llegar a un claro donde el cielo era rayado por el vuelo de docenas de pájaros con grandes alas azules. La gente de allí los mira volar, y en su vuelo leen el futuro.

Dijo Hara Kei:

—Cuando era un muchacho mi padre me llevó a un lugar como éste, puso en mi mano su arco y me ordenó dispararles. Yo lo hice, y un gran pájaro, con alas azules, cayó a tierra como una piedra muerta. Lee el vuelo de tu flecha si quieres saber tu futuro, me dijo mi padre.

Volaban lentos, bajando y subiendo en el cielo, como si quisieran borrarlo, meticulosamente, con sus alas.

Volvieron al pueblo caminando en la extraña luz de una tarde que parecía noche. Al llegar a la casa de Hervé Joncour, se despidieron. Hara Kei se volvió y empezó a caminar con lentitud, bajando por el camino que bordeaba el río. Hervé Joncour permaneció de pie, en el umbral, mirándolo: esperó que se hubiera alejado unos veinte pasos, luego dijo:

—¿Cuándo me dirás quién es esa chiquilla?

Hara Kei continuó caminando, con un paso lento en el cual no se advertía ningún cansancio. En torno había el silencio más absoluto, y el vacío. Como por un singular precepto, dondequiera que fuese, aquel hombre habitaba en una soledad incondicional y perfecta.

 

22.

EN LA MAÑANA del último día, Hervé Joncour salió de su casa y se puso a vagabundear por el pueblo. Encontraba hombres que se inclinaban a su paso y mujeres que, bajando la mirada, le sonreían. Entendió que había llegado a la morada de Hara Kei cuando vio una enorme jaula que alojaba un número increíble de pájaros de todo tipo: un espectáculo. Hara Kei le había contado que los había hecho traer de todas partes del mundo. Había algunos más costosos que toda la seda que Lavilledieu podía producir en un año. Hervé Joncour se detuvo a mirar aquella magnifica locura. Recordó haber leído en un libro que los hombres orientales, para honrar la fidelidad de sus amantes, no acostumbraban regalarles joyas, sino pájaros refinados y bellísimos.

La morada de Hara Kei parecía anegada en un lago de silencio. Hervé Joncour se acercó y se detuvo a pocos metros de la entrada. Allí no había puertas, y sobre las paredes de papel aparecían y desaparecían sombras que no difundían ningún rumor. No parecía vida; si había un nombre para todo eso era: teatro. Sin saber nada, Hervé Joncour se detuvo a esperar: inmóvil, de pie, a pocos metros de la casa. Por todo el tiempo que concedió al destino, sólo sombras y silencios fueron lo que aquel singular escenario dejó filtrar. Así, al final, Hervé Joncour se dio media vuelta y volvió a caminar, veloz, hacia su casa. Con la cabeza inclinada, miraba sus pasos, ya que eso le ayudaba a no pensar.

 

[segunda entrega, de una serie de seis]

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