Manitos traviesas
por Clarke.
El pobre doctor Markus no hacía otra
cosa que mirarla, con la pipa recta igualita a la del cuadro de su mentor
Segismundo, apagada y a punto de caérsele.
SEBASTIANA,
QUE VEÍA A NUESTRA gentil criadita con serios problemas de conducta, no tuvo
mejor idea que consultar, para una entrevista, a un renombrado psicoanalista.
--La chica es de lo más sanita. Se mueve por impulsos, como un animalito. ¡Qué
conflicto puede tener! --protesté ante el despropósito de mi amiga.
--Ese es precisamente el problema --replicó Sebastiana--. Que no tiene límites y
el día menos pensado nos mete en un lío de los gordos. Una cosa son los
jueguitos de alcoba y otra, muy distinta, los desatinos que comete por ahí. Hay
que frenarla un poco, che.
Dicho y hecho. Angelita, siempre lista para lo que viniera, no se opuso en
absoluto (hasta me pareció encantada con la novedad) y al día siguiente ya
acudía a la cita con el doctor Markus, una garantía, en opinión de Sebastiana,
claro.
Toda esa tarde nos morimos de ansiedad por saber cómo había andado ese primer
encuentro.
--Un señor muy simpático, pero no pasó nada fuera de lo común --comentó
Angelita, al regresar a la casa--. Recién el viernes empezará el asunto ese de
las sesiones. Eso sí, habla medio raro este doctor: me preguntó si vivía
conflictivamente mi relación con el entorno urbano. Ahí me tenté, pero, por
salir del paso, le dije que a veces más y a veces menos, según viniera apretando
la sensación térmica.
Sebastiana, doblada de la risa, casi se va al suelo, pero estábamos apenas en
las preliminares. La verdadera fiesta estaba por comenzar (en el fondo, la
cretina de Sebastiana lo sabía de sobra).
En la primera sesión, ya tendida en el diván, estimulada por el doctor Markus,
que, como un freudiano cabal, la instaba a remontarse hacia sus primeros añitos,
Angelita se largó a hablar sin parar. Contó cómo fue la primera experiencia
sexual, lo que ella, candorosamente, consideraba una mera travesura: un primito,
algo mayor (14 años), le pedía constantemente que le desprendiera el pantalón y
le llevara el pajarito a desagotar. "Un día cansada de tanto cargoseo, le di el
gusto. Pero no hizo pipí el pajarito aquel. En contacto con mis manitos creció
que era un susto y acabó de una manera que era un enchastre. Ese día volví a
casa con mi vestidito a la miseria. Viera, doctor, cómo se puso mami."
A la sesión siguiente, Angelita ya se sentía mucho más cómoda en el diván, y
comenzó a recordar en voz alta lo barato que le salían las compras, allá en su
pueblito en La Pampa, cerca de Santa Rosa, cada vez que iba a la despensa de don
Mateo con la pollerita aquella. "Fui la primera en usar minifalda en la zona. No
se imagina el revuelo. Para colmo, como soy medio distraída, dos por tres me
olvido de calzarme la bombachita y los varones se ponen como locos. Ni le cuento
lo que pasaba con don Mateo. El pobre tenía sus manías. Me pedía que viniera al
negocio a la hora de la siesta. Me hacía subir hasta el peldaño más alto de la
escalera para alcanzarle las conservas (abajo yo lo veía que se iba poniendo
todo coloradote), me tenía ahí un rato, dele que dele con las latitas, y al
final me hacía bajar y me llenaba toda la canastita con lo que se me ocurriera.
Con don Mateo nunca me faltó nada. Por lo general, lo dejaba tan amodorrado que
hasta se olvidaba de cobrarme. Me cansaban un poco aquellos mandados, no le voy
a negar."
En las sesiones que siguieron, Angelita contó (con detalles) su pasión por los
colectivos llenos, las cositas que pueden hacerse corriéndose al interior en las
horas pico, los favores que le prodigó al indeciso sobrino Santiago, cuando éste
paró en casa una temporada, lo bien que se sentía jugando al hico-hico con la
nena del portero (y con el propio portero), y la vez que se encariñó con doña
Tota, una patrona de lo más tierna, viuda reciente ella, que la acogió en su
seno durante largos meses sin darle resuello. "Y no era que me exigiera
demasiado en las tareas domésticas, ¿eh, doc? Nada de eso. Doña Tota
tenía otras urgencias. Le gustaba que la bañara, que le hiciera correr mucha
espumita por el cuerpo, que la entalcara y la perfumara y le pusiera cremita por
aquí y por allá. También le encantaban los masajes. De la nuca a los pies,
vuelta y vuelta, haciendo largas estaciones en algunas partecitas que la hacían
quejarse y corcovear. No sé lo que pasa: parece que mis manitos hacen las
delicias de la gente. ¿Será grave, doctor?"
Aquí, el pobre doctor Markus no hacía otra cosa que mirarla, con la pipa recta
igualita a la del cuadro de su mentor Segismundo, apagada y a punto de caérsele,
mientras los dedos de Angelita, como corriendo por su propia cuenta, subían la
pollerita y se perdían en el pubis, que se iba combando como el de doña Tota, a
medida que progresaba el relato.
A la semana siguiente, el analista pidió hablar con Sebastiana.
--Vea, esta chica no es un paciente para mí. Necesita un sexólogo, un
reflexólogo... alguien dispuesto a encausar todos esos desbordes que a ella le
parecen absolutamente naturales.
--Doctor, ¡qué no se diga! --lo apuró Sebastiana--. ¿Va a darse por vencido tan
pronto, ante una pobre chiquilina de un pueblito de la llanura que no conoce
límites? Usted me decepciona.
--En fin, déjemela una semana más. Veré que puedo hacer --balbuceó el
profesional, atribulado.
Transcurrió una semana y después fueron dos, sin que Angelita diera señales de
que la terapia se interrumpía. Un día Sebastiana no pudo con su genio y la
arrinconó al entrar no más.
--¿Seguís con el análisis vos? ¿O ya te echaron?
--Sigo yendo, señora, pero sabe la novedad: ya no tengo que pagar. Ahora es el
doctor el que se tira en el diván, me larga sus buenos pesos y deja que yo le
haga delicias con mis manitos, mientras me cuenta la primera vez que, de
chiquito, se sentó sobre el chupete. ¡Un amor!
Por supuesto, ya nadie le cree a Angelita, pero...
***