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Apuntes: Otras plumas (27)

en Otros Textos

En el andén*

por José Viñals.


Hay nombres de ríos en el mundo que inducen a soñar y le agrandan a uno el alma: el Tigris y el Éufrates en primer lugar, el Nilo, el Orinoco, el Ródano, el Danubio, el Tajo, el Pilcomayo, el Paraná, el Bermejo.

Son nombres -uno piensa- brotados de la boca de hermosos pueblos en un estado alto de poesía prístina e involuntaria, de inocencia, de sueños; en el estado en que se hallaría Adán en el Paraíso, en la embriaguez y el delirio de nombrar a cada nuevo ser, en aquel viejo instante de la Creación en que la poesía estaba hecha sólo de sustantivos y de perfectas interjecciones.

Oh, leopardo, cebra, luna, avellana, oh mujer, oh jilguero, encina, pez, caballo.

Pero hay nombres de ríos que sólo pueden esterilizar al sueño y al soñador. Piénsese en los ríos mayores de mi provincia, llamados inspiradísimamente Primero, Segundo, Tercero, Cuarto y, desde luego, Quinto.

Bien, el Segundo y el Tercero fueron mi Tigris y mi Éufrates. De allí la calidad de este glorioso cuento.




SI HACE CASI UNA HORA que usted va en un tren y nota que el ruido normal del tren ha cambiado o está cambiando rápidamente, es seguro que usted no dejará de mirar por la ventanilla. Si usted es de reacciones rápidas, se dará cuenta enseguida de que en ese preciso momento el tren marcha sobre un pequeño puente de hierro color negro humo y que el río que usted está atravesando es el famoso río Segundo. Su usted se da cuenta de eso o sabe eso, está entonces en perfectas condiciones de deducir que el pueblo en el que el tren se detendrá dentro de seis u ocho minutos es Despeñaderos, que en otros doce minutos más usted pasará por Monte Ralo y que dentro de media hora, a más tardar, llegará usted a Corralitos, que es donde empieza lo bueno.

Ahora bien, si por una de esas casualidades que a veces ocurren, toda la gente que viaja en su vagón, y que no es tanta al fin y al cabo, desciende en Despeñaderos y el vagón se desocupa por completo, y usted se percata de que, a partir de ese momento, usted dispone de por lo menos veinticinco buenos minutos para disfrutar de la rara condición de ser el único pasajero en el sexto y último vagón de un desvencijado pero noble tren de pasajeros, usted difícilmente dejará de mirar los portaequipajes y de escudriñar, asiento por medio, nada más que para saber si usted tiene suerte esta tarde, si tiene la dicha de hallar algún objeto olvidado, algo valioso de lo que usted se pueda apropiar con la mayor buena fe del mundo.

Si usted es de esos tipos de poca suerte, usted volverá a su asiento, decepcionado, de malhumor, pero con la reciente excitación todavía hormigueándole donde sea que le hormiguee. Y si usted es de la clase de personas que, de tanto en tanto, se da el lujo de usar como corresponde su excitación, usted hará como mínimo lo siguiente: cometerá algún acto reprobable sobre el letrerito que dice Prohibido Salivar por Razones de Salubridad, encenderá un pucho porque está prohibido fumar en su vagón, cruzará las patas sobre el asiento opuesto porque Se Ruega no Pisar los Tapizados y, si usted es un buen creyente, dirá: me cago en Dios.

De ahí en más usted fijará atentamente la vista en su propio equipaje, esto es: una valija grande de cartón imitación cuero con las puntas reforzadas, una jaula con dos loritas australianas que usted lleva de regalo para aguien y que usted subió al tren de contrabando, y una caja redonda de unos cuarenta centímetros de diámetro y veintidós, veinticinco de alto. Y si usted es como yo supongo que es, usted dirá:

--¿Qué carajos traigo yo en esa caja?

Pero usted sabe perfectamente qué lleva en esa caja, porque usted estuvo recorriendo toda la mañana, desde Plaza San Martín hasta el Mercado Norte, por calle San Martín, y desde el Mercado Norte a Plaza San Martín, por calle Rivadavia, todos los negocios del ramo donde se pudiera encontrar lo que usted trae en esa caja. Pero si usted es como creo, usted tenía entonces de antemano una idea bastante clara del asunto y nada de lo que le mostraron le llegó hasta el alma; de modo que, siendo ya mediodía pasado, usted se volvió a su hotelito de mala muerte, calle Balcarce 45, de la ciudad de Córdoba, a dos cuadras de la estación de ferrocarril, para más datos.

Sin embargo, siendo usted como supongo que es, usted no fue al hotel a comer y a dormirse la siestita que se tenía merecida; usted fue nada más que para ver cómo andaban sus loritas australianas y enseguida a pagar la cuenta, no sea que tuviera usted que aguantar que le cobraran un día más de pensión. De modo que habiendo hecho usted todos esos arreglos y hasta conseguido una buena bolsa de papel por si se volvía necesario disimular la jaula, habiéndose engullido cuatro jugosas empanadas y bebido un largo porrón de cerveza, lo cual no es excesivo ni para su juventud ni para su tamaño ni seguramente para su oficio, y siendo que se habían hecho casi las tres y media de la tarde y su tren partiría a las seis menos diez, era ya hora de salir nuevamente a recorrer el mundo en busca de su bendito sombrero.

No obstante y siendo que usted es, como todo lo hace suponer, una persona robusta plena de calma y tenacidad, usted no salió de inmediato del barcito en que estaba; usted todavía pidió duraznos al natural y café; y al café lo pidió por capricho de forastero, no porque fuera su costumbre ni le gustara especialmente. Y si, bien sea por causa de estas demoras, bien porque el azar no está hoy de su parte, recién a las cinco y cuarto de la tarde, con todos los plazos a punto de vencer, encontró usted el sombrero de fieltro peludito color mostaza que exactamente andaba buscando, de seis centímetros de ala y copa chata y cinta trenzada y fina, usted pagó sin retaceos lo que le pidieron; y hubiera pagado más si así se lo hubieran pedido, porque no va uno a andarse con miserias cuando es el primer sombrero que uno va a usar en la vida y siendo que uno va a ponérselo por primera vez para la ceremonia civil de su propia boda.

Pero si las cosas ocurrieron así, si usted tuvo que tomar una resolución hasta demasiado rápida si se quiere; si, como es seguro que suceda, su novia estará esperándolo en el andén y ella y todo el pueblo se dará cuenta de lo que lleva usted en esa caja; si usted no ha tenido aún tiempo suficiente para comprobar hasta que punto ese sombrero le cae que ni pintado, es comprensible que le acometa a usted la tentación de probarse su sombrero en un vagón de tren que, de todos modos, se ha vaciado de gente.

Si, estando las cosas como están, usted llegara a tomar en cuenta que, a cada extremo del vagón hay sendos espejos grandes con paisajes esmerilados y letras de propaganda, esmeriladas también, que dicen Alfajores Calchaquíes 50 Años Deleitando su Paladar, usted se pondrá de pie para lanzarse a su propio deleite y bajará la caja redonda y la abrirá y se encasquetará en su loca cabeza un loco sombrero. Y se paseará usted con modales y arrogancia por el pasillo del vagón, mirando cara a cara a los viajeros que, a su vez, lo mirarán a usted con asombro y admiración enteramente justificados, dejando en suspenso todas las actividades que pudieran tener en ese momento, sea una partida de naipes, sea un tejido de medias con cuatro aguja, sea el amamantamiento de un bebé, sea la masticación de una manzana, sea un liviano sueñito al que, si bien no correspondería considerarlo propiamente una actividad, se lo podría tomar al menos como una ocupación propia de viajeros. Esto si tiene usted coraje suficiente para imaginar uno a uno a sus compañeros de viaje, tomándolos o no directamente de la realidad, lo cual sería bonito y aumentaría el valor de su triunfal y desafiante caminata.

Si yo entrara casualmente en ese momento a su vagón, habiendo salido del mío de primera clase y recorrido el tren, sea por pura fantasía de caminador, sea por el simple placer de estirar las piernas, sea acuciado por el vago escozor de la aventura y lo viera a usted ahora contemplándose arrobado en el espejo, con su cara enteramente seductora, las cejas contraídas, la mirada de tres cuartos de perfil, el pucho en la comisura, la boca sobradora, yo me daría cuenta de que usted está ya definitivamente más allá del bien y del mal.

Y podría sentir, si es que realmente soy como soy, el deseo de bajarme con usted en Corralito, de festejar su fiesta y hasta de imaginar que soy su padrino de bodas.

Si todo sucediese de esa manera, yo bajaría inmediatamente después de usted, por la misma escalerilla y el mismo estribo, usted con su alegría, su valija de cartón, su jaula y su caja, yo con mi maleta de cuero negro, mi traje de buen corte, mi camisa de seda, mi corbata italiana. Y a usted le estaría esperando su linda novia y sus amigos y a mí no me estaría esperando nadie.

De modo que no, que no estaría bien que yo bajase; no sería oportuno y correríamos el riesgo de dañar una boda admirable. Así que, mal que me pesara, yo no debería salirme de mi negocio, sino continuar mi viaje aunque más no fuera unos quince minutos más aún, hasta la ciudad de Río Tercero, y saber darme cuenta, cuando el ruido del tren estuviera cambiando, que yo estaría atravesando otro famoso río.


***


Cuando los días son importantes*


por José Viñals.


Después de los sucesos que aquí se narran, mi mamá no quería que mi papá se dejara afeitar por el viejo Acosta; pero mi papá decía que no era justo ser aprensivos y que no había mejor peluquero que el viejo Acosta.

En lo que a mí respecta, siempre he creído que una navaja es más interesante que un cuchillo.



EL DÍA EN QUE EL VIEJO ACOSTA se volvió loco, se afeitó con agua fría y no lavó la brocha ni la palangana pero limpió cuidadosamente su navaja y hasta la asentó después de la afeitada, aún antes de quitarse los restos de jabón de la cara. No había ningún motivo para que, después de asentarla, el viejo Acosta se guardara, como se guardó, la navaja en un bolsillo del pantalón. Tampoco había motivo para que mojara una punta de la toalla con agua del aljibe y se limpiase con ella la cara, siendo que era más sencillo y agradable tirar el agua jabonosa y sucia de pelos de la palangana, enjuagarla, echar en ella un buen balde de agua de lluvia y hundir en el agua fresca y limpia las manos y el hocico bigotudo y lavarse al mismo tiempo las orejas y el cogote. Pero fue el día en que el viejo Acosta se volvió loco y tampoco debe tener tanta importancia que no se pasase la pastilla de alumbre por la cara.

Algo le debe haber estado cambiando de lugar en la cabeza al viejo Acosta ya desde antes, porque la noche anterior no estuvo tocando la guitarra como era su costumbre, y se puso a tocarla de madrugada, cuando apenas estaba saliendo el sol, y afuera, en el patio, sentado en un banquito bajo, en camiseta, descalzo, pero peinado a la gomina, con la raya incomprensiblemente torcida en un hombre como él.

Nada de lo que hizo don Acosta esa mañana estuvo bien hecho; nada, ni siquiera lo que de verdad hizo bien, porque lo que hizo bien era muy malo. Y no debió haber hecho eso el viejo Acosta, no debió; no había ningún motivo para que lo hiciera; si lo hizo tuvo que ser porque se volvió loco, por otra causa no pudo ser. Antes de volverse loco, el viejo Acosta era un buen hombre y también un excelente peluquero.

Don Acosta cortaba el pelo a domicilio y afeitaba y ponía fomentos. No tenía peluquería porque no era rico para tener peluquería; pero tenía un buen equipo portátil de peluquero en un maletín de cuero, con varios tipos de tijeras y navajas, peines de hueso, maquinita para rebajar, pulverizador, piedra de afilar, asentadora de filos, bacia de bronce niquelado, brocha, algodón, agua oxigenada, alcohol, piedra alumbre y lápices para cauterizar, una sábana blanca, toallitas para fomentos, fijador, brillantina, loción, talco y dos cepillos: uno de cerdas largas y rubias para limpiar la frente, las mejillas y la nuca y otro de crines duras para sacudir la ropa.

Cortaba bien el pelo el viejo Acosta. Aprendió en una peluquería de Oncativo y se perfeccionó en el ejército. Después del servicio militar empezó a trabajar por su cuenta, o sea cuando no tenía ni veintidós años siquiera. De modo que ya contaba con casi treinticinco o más de experiencia cuando se volvió loco. Dijeran lo que dijesen, sabía mucho del oficio el viejo Acosta; sabía más que todos los otros juntos, aunque no tuviera salón. Si hubiese querido también podría haber cortado melenas perfectamente. Pero se sabe que el que corta pelos de mujer, más tarde o más temprano adquiere la mala fama y pierde la clientela masculina. En esto hay que decidirse: el que corta cabellos, corta cabellos; el que corta melenas, corta melenas. Y don Acosta estaba completamente decidido.

A su mujer sí le cortaba la melena en la intimidad. Era hermosa esa mujer; y joven, demasiado joven; no demasiado joven para él, demasiado joven para ella misma. A los dieciséis años no se es nunca buena ama de casa y el viejo Acosta necesitaba una ama de casa. Así que eso no podía durar; el pueblo entero sabía que eso no podía durar. Nadie le dijo una palabra al viejo Acosta; todo el mundo fue muy prudente; pero saber cualquiera sabía que ese matrimonio no podía durar.

Solamente el Atilio Yedro le dijo alguna cosa; no tanto porque el Atilio Yedro tuviera mucho coraje, que lo tenía probado, sino porque a él también le gustaba esa mujer. Ahora el Atilio va llegando a los sesenta, pero por aquel entonces andaba por los veintisiete o veintiocho, que es la edad en que se empieza a pensar dos veces lo que se debe decir una sola vez, así que dos veces pensó lo que iba a decir y le dijo:

--Cortámelo bien corto; no me gusta el pelo a lo marica.

Después le dijo:

--¡Pucha que se han venido grandes los muchachos suyos, eh! Ya no han de necesitar que nadie les dé de comer en la boca, como a pichones.

-Así es --respondió el viejo Acosta.

--Cuando yo tenía más o menos la edad del chico menor suyo, mi papá también se estuvo por casar otra vez.

El viejo Acosta no dijo nada pero le miró los ojos al Yedro; los ojos, no el pelo o la barba, que es lo que debe mirar un peluquero; y más cuando se tiene la navaja en la mano y se está por emparejar la patilla.

--A mí no me gustó que mi papá se quisiera casar con una mujer que era casi de mi edad. Yo pensé que un día él y yo íbamos a tener dificultades.

--¿Está bien así o la querés más corta, eh?

--No, está bien así, don Acosta. ¿No le parece que la derecha está un poquito más larga que la izquierda?

--A ver... Miremos... No.

Las gotas frías del pulverizador le gustaban al Yedro, sobre todo en la nuca y cuando le rociaban la cara. Era agua perfumada, como agua de rosas; pero eso no afecta: el olor se va enseguida. También hay hombres que se perfuman. El Yedro conocía por lo menos a tres que tenían siempre los pañuelos de mano perfumados. Los tres eran personas educadas y ricas y él era peón de uno de ellos y sabía que por lo menos ése era bien varón. Le pareció que el viejo Acosta le estaba mojando la cabeza más de la cuenta, pero no dijo nada. Mejor dicho, le dijo:

--¿Cuánto se le debe, maestro? No me dé con un hacha porque usted mismo se va a perjudicar; mire que ando ahorrando para hacerle un buen regalo de casamiento.

Eso fue todo lo que le dijo, o sea que no fue tanto. En todo caso fue bastante menos que lo que el Yedro contó que le había dicho. Y no es que le Yedro fuera fanfarrón; valor para decirle al viejo lo que le dijo, tuvo; sería poco decir, pero otros no se atrevieron a nada. A lo mejor él creyó que le había dicho mucho más de lo que le dijo, o bien fue que se desahogó diciéndolo después en el boliche. El Yedro no necesitaba exagerar su coraje; no había quien no se lo reconociera; así que, si exageró, fue por otra razón.

Y bien, nadie, ni el propio Yedro, pensaba que estuviera mal que el viejo Acosta le cortara el pelo en la intimidad a su mujer. Distinto hubiera sido si el viejo Acosta no fuese el marido. La clientela no se le iba a ir por eso, más siendo que el viejo Acosta no andaba cortando melenas por ahí. Ni a las hermanas de su mujer les arreglaba nunca las melenas, por más que ellas pudieran necesitarlo o desearlo, si es que lo deseaban. Y posiblemente sí, comparándose con lo lindo que la hermana llevaba el pelo. Y ni a la misma madre de su mujer, si hubiera estado viva, se lo hubiese cortado por más consideraciones que le tuviera. Y a su propia mujer no se lo cortó hasta que no se fue a vivir con él; eso no fue propiamente un casamiento: ya se sabe.

¿Cuántas veces pudo haberle cortado el pelo hasta el día en que el viejo se volvió loco? Dos, tres veces a lo sumo. Hay mujeres que se pasan hasta un año o más sin cortarse el pelo. Dicen que la viuda de Rojo, doña Nicolasa Nieto de Rojo, no se lo cortó jamás en la vida, pero no debe ser verdad. Ahora, como la mujer de don Acosta llevaba melena a la garsón, seguramente necesitaba más continuas atenciones. Pero, en los tres meses que vivieron juntos, no pudo haber tenido tantas ocasiones de arreglárselo, más teniendo en cuenta que no puede haber empezado a cortarle el pelo desde el primer día, que algo más de una semana, quince días, tuvo que haber dejado pasar. Tampoco le pudo estar cortando el pelo el día que la degolló, porque eso fue como a las nueve de la mañana, en un maizal que estaba a unas dos leguas del pueblo, en el camino a Laguna Larga.

A las seis de la mañana, minutos más, minutos menos, el viejo Acosta estaba tocando la guitarra en el patio y tres horas después ya la estaba degollando Y no la iba a llevar tan lejos y a un maizal para arreglarle la melena. La llevó, como llevó la navaja, nada más que para matarla. Con esa intención debe haberla llevado y porque ya se había vuelto loco; de otra forma no puede ser.

Ahora, lo que no se comprende y nadie en el pueblo comprende, es por qué le tuvo que rebanar los dos pechos, como se los rebanó, por enloquecido que estuviera. Sería que la locura lo llevó más lejos de lo que hacía falta. Algunos, los que dicen que llegaron a ver el cuerpo, dicen que la mujer, con el pelo cortado a lo varón y sin senos, era bastante parecida a un muchacho.

Vaya a saber. El Yedro no la vio muerta pero no lo cree. Eso sí, ese día fue un día importante para el pueblo; de los que no se olvidan.


***

 

* estos dos cuentos han sido transcriptos del volumen de relatos "Miel de Avispa" de José Viñals (Editorial de Belgrano, Buenos Aires, enero de 1982, 224 páginas).

José Viñals. Nació en Corralito, aldea de la provincia de Córdoba, Argentina, en 1930. Su padre, que era panadero, había nacido en el barrio de Gracia, en Barcelona. Viñals llegó en 1979 a España. Reside en Jaén. Es autor de una extensa obra literaria que se empezó a conocer aquí en los años 90, convirtiéndose pronto en un autor de culto. El poema pertenece al libro "Animales, Amores, Parajes y Blasfemias" (Ed. Germanía, Alzira, 1998).


BARCELONA (fragmentos)

ALLÍ vivió mi padre, mas no es nada seguro que allí naciera. Es todo lo que de ella sé. Bueno, no, he andado por sus parques y plazas, caminado sus ramblas y sus calles, su lento barrio gótico, su amenazante barrio chino, sus estaciones y su puerto, y su ríspida Aduana que, sin pena ni gloria, soslayaron mis libros. […]

Allí he llevado a Paula para que la curaran de su ojuelo izquierdo malherido. Noches de repetido y angustioso insomnio pasé allí, el pecho desgarrado, y fluyente en el alma el manantial oscuro de los oscuros cementerios enanos. Allí no fui feliz; en verdad no lo he sido en casi parte alguna. Allí tuve un asomo de alcohólica locura, si aquello fue locura, no un melancólico incidente trizado por la pena.

A nadie conocí, salvo a mis pálidos parientes, y a una extraña mujer de ojos dorados que bebía licores diamantinos en una tabernita, y que me dijo: “Conocí a tu padre y tal vez fui su amante”. Pero no era a mi padre sino a un fantasma de las soledades.

En la rambla de los pájaros quise comprar para mi hija enferma un guacamayo, pero no tuve suficiente dinero y compré un ramo de violetas y una varilla de jacintos. […]

 

***

fuente de esta breve reseña y del fragmento del poema Barcelona:
http://www.elciervo.es/elciervo/poesia/barcelona.html




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