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Apuntes: Otras plumas (6)

en Gays

Así era Rosen. Pero nos equivocamos al creerle la imbecilidad de la sonrisa de beato y estampita. Porque Rosen iba a sorprendernos a todos jugando al ajedrez, clasificándose como el campeón del regimiento.

Apuntes: Otras plumas VI*

"EL CAMPEÓN DEL REGIMIENTO"

Un cuento de Guillermo Saccomanno

HACE UNA SEMANA QUE Rosenberg está en un calabozo. Y como un robot, infatigable, recorre el dos por uno desde la puerta hasta la pared del fondo, arrastrando los borceguíes sin cordones. Para pasar por encima de las piernas de Almirón, su compañero de celda, que apoya como hipnotizado una mejilla en la pared, Rosen repite un saltito infantil uniendo los talones.

A veces Rosen se para frente al ventanuco en lo alto de la pared del fondo y mira caer la llovizna helada.

Y mientras va y viene, se para, mira por el ventanuco y vuelve a ir y venir, Rosen canta:

"Viento, dile a la lluvia

que quiero volar y volar.

Hace más de una semana

que estoy en mi nido

sin poder volar."

Los presos le gritan a Rosen que se calle. Pero Rosen no les hace caso. Cuando más lo putean, más desafina con su voz gangosa, como entonando una letanía.

-Vos seguí -le dice Almirón-. Y esta noche vas a ver.

Almirón está en el calabozo por haberle quebrado una pata trasera a una mula. Estaba alimentando a las mulas de su compañía, la Servicios, cuando una le tiró una patada. Almirón la esquivó raspando. Agarró un palo y golpeó al animal hasta hacerlo caer. En la vida civil, Almirón era peón de estancia. Y se enorgullecía de cojerse ovejas. Las dejaba rengueando, contó. Los que lo vieron bajo las duchas dicen que Almirón tiene la pija de un burro.

"Viento, dile a la lluvia

que quiero volar y volar.

Hace más de una semana..."

Y cuando Rosen va a repetir su saltito por encima de las piernas de Almirón, éste levanta las rodillas y Rosen cae hacia un costado, estrellándose la frente contra la pared. Se toca el dolor y sonríe. Almirón lo levanta de la verdeoliva, acomodándolo para meterle una trompada. Entonces Rosen le sopla un besito. La trompada no le da tiempo para apartar la cara.

-Rompéle el culo -grita un preso.

-Esta noche -contesta Almirón.

Ponerlo a Rosen en la misma celda que Almirón forma parte del castigo.

Pero Rosen no se inmuta:

"Yo estoy con mi compañero

hace una semana

sin poder volar."

Rosen me contó que se hizo puto por aburrimiento una tarde de invierno cuando tenía diecisiete años. Sus padres habían salido. La madre tenía cáncer en la matriz. Y el padre, protestando porque debía abandonar el taller, la acompañaba a visitar especialistas. Rosen había quedado al cuidado de la casa y de su hermano menor, semiparalítico, que tenía catorce. Estaban mirando televisión.

-A mi hermano lo agarró la polio -me dijo-. Pero sexualmente no le dejó secuela.

Rosen se acordaba de la epidemia. Había sido en el 56, ellos estaban de vacaciones en Mar del Plata. La madre se oponía a regresar a Buenos Aires. Las familias que tenían chicos prolongaban sus vacaciones. Las clases iban a empezar más tarde. Pero el padre dijo que el hambre era peor que la parálisis. Y que de su taller de confección de pantalones dependía el futuro de la familia. El taller quedaba en Villa Crespo. Y Rosen se acordaba de que al volver al barrio, los árboles tenían los troncos caleados. Entonces, a los diez años, su hermano había contraído la polio.

-Mis viejos no querían que lo moviera del sillón. Pero yo me puse a jugar con él. Y fue así. Tan inválido no era.

Cuando llegamos al cuartel Rosen fue asignado a la oficina de Intendencia. Cabezón, bajo, morrudo, como un pequeño rinoceronte rubio, mirando siempre oblicuo o desde abajo con sus protuberantes ojos celestes de muñeca. Rosen se empecinaba en acentuar la imbecilidad de su sonrisa babosa. En la oficina había otros cuatro soldados. Pronto empezaron a cargarlo. Pronto fue el punto. Y pronto también lo tomaron de sirvienta. Para todo Rosen tardaba demasiado. Podía pasarse horas barriendo un rincón, o preparando el mate. Y cuando le ordenaban ir a buscar algo fuera de la oficina nunca se sabía cuándo iba a volver. Si iban por él, podían encontrarlo parado frente a la pista de combate desierta, mirando sin mirar el viento y los cerros, cantando una de sus canciones. Podían encontrarlo en la orilla del río, mirando sin mirar la corriente, tarareando. Podían encontrarlo igualmente en el archivo, mirando sin mirar cómo una araña se desplazaba por su brazo. Mirando sin mirar, siempre, con esos ojos tan celestes, tan vidriosos y redondos que parecían artificiales. Así era Rosen. Pero nos equivocamos al creerle la imbecilidad de la sonrisa de beato y estampita. Porque Rosen iba a sorprendernos a todos jugando al ajedrez, clasificándose como el campeón del regimiento.

Fue a medida que escalaba posiciones en el torneo de ajedrez cuando lo sumariaron.

Se había presentado en la enfermería quejándose de fuertes dolores anales. Lo revisaron Chofitol y Lito. Después, "El veterinario".

-Tiene una infección de la san puta -dijo Chofi. Y no se explicaba cómo Rosen había podido aguantar tanto.

"El veterinario" interrogó a Rosen. Con su sonrisa ingenua, Rosen le contó que se lo había cojido la compañía entera, incluyendo al cabo primero Olivares. "El veterinario" elevó el caso. Se labró un sumario. El oficial actuante fue la Conchuda Nabeiro. Le tomó testimonio a todos los soldados, uno por uno, por orden alfabético. A Rosen se lo habían cojido alrededor de treinta. Los acusados se culpaban entre ellos alegando su inocencia. Ninguno había sido. Pero todos habían escuchado que otros sí. Como Wasilevsky, el polaco que antes de la incorporación al servicio había estado preso por robo y estupro. El polaco dijo que lo habían hecho víctima de un infundio y se persignó frente a la Conchuda:

-Dios me libre siquiera de pensar una aberración semejante, mi subteniente.

La investigación se prolongaba. Y en la cuadra surgieron inquinas, afloraron rencores y hubo explosiones de odio. Todas las broncas soterradas subieron a la superficie. De golpe, fuimos enemigos. La confusión y la desconfianza dormían entre nosotros.

-Si usted me dice quiénes fueron, soldado -prometía la Conchuda a todos y a cada uno, -le doy mi palabra que queda al margen de este sumario. ¿Se imagina qué pensarían de usted su madre, su hermana o su novia si se enteraran de esto?

Al salir del interrogatorio cruzábamos miradas recelosas. La delación masiva nos aislaba hundiéndonos en una furia muda.

También el cabo primero Olivares negó. Y declaró que se trataba de una difamación. Indignado, se preguntaba cómo la Conchuda podía creerle a un judío puto antes que a él, un suboficial con sus calificaciones. Y juró romperle los dientes a ese rusito de mierda cuando lo tuviera a tiro. Ni la vieja lo iba a reconocer cuando él lo agarrara.

El número de involucrados excedía la capacidad de los calabozos. De modo que se cerró la investigación y se prohibieron por un mes las salidas de franco.

Con una letra apretada, inclinada hacia la izquierda, la Conchuda caratuló con lápiz, provisoriamente, la carpeta del sumario: "S/C 48 ROSENBERG, Sergio José y otros". El expediente estuvo durante días sobre el escritorio del mayor Balaguer, de quien dependía la oficina de Justicia. Cada vez que el mayor lo examinaba, según el Topo, se atusaba el bigote y volvía a ponerlo en su lugar, en la bandeja de asuntos menos urgentes.

-El caso Rosenberg -le decía el Topo, que ya había completado a máquina el pase del informe, la elevación para el teniente coronel.

-Hay otras cosas antes, soldado -le contestaba el mayor, refunfuñando.

En los días en que Rosen estuvo en el calabozo, el cabo primero Olivares aprovechó para resaltar su reciedumbre bailando a los involucrados en el sumario.

-Hijos del rigor -decía-. No se les puede dar confianza.

A Olivares lo habíamos visto por primera vez en Palermo, cuando nos subieron al tren. Durante el viaje, Olivares caminaba los vagones taconeando, con andar de cowboy, asegurando que en el sur nos iban a sacar machos.

Era rubio, atlético, y sus ojos verdes disfrutaban perversamente en las formaciones. Te miraban de arriba a abajo, intimidatorios. Y te obligaban a clavar los tuyos en algún punto impreciso por encima de su cabeza.

-¿Qué mira, tagarna?

-Nada, mi cabo primero.

-¿Acaso soy su novia, soldado?

-No, mi cabo primero.

-¿Y entonces...?

-...

-¿Usted se la come, recluta?

-No, mi cabo primero.

-¿La mira con cariño?

-No, mi cabo primero.

-¿O duerme abrazado a la culata?

-No, mi cabo primero.

-¿Entonces porqué transpira?

-No transpiro, mi cabo primero.

-Miente, tagarna. Me parece que vamos a tener que hacer un poco de movimiento. ¿Sabe lo que es esto?

-...

-¿No sabe, soldado?

-Un pito, mi cabo primero.

-¿Sabe para qué sirve el pito, tagarna?

-...

-¿Usted tiene pito, soldado?

-No, mi cabo primero.

-¿Entonces es una señorita?

-No, mi cabo primero.

-¿Le gusta mi pito, soldado?

-...

-Usted no tiene pito, soldado. Y yo sí. Lo voy a hacer bailar con mi pito. Y le voy a hacer un hijo macho.

En el tiempo que Rosen estuvo en el dos por uno se lo cojieron los presos. Y les contagió su infección. Pero del contagio nos enteramos más tarde.

Fue puesto en libertad antes de que se cumpliera el mes. El teniente coronel le había otorgado su clemencia. Pero no gratis. A Rosen lo sacaban del encierro para que practicara ajedrez y se entrenara para representar al regimiento en el torneo de la brigada.

Ahora lo tengo a Rosen frente a mí, sentado en una mesa del club de soldados, observando el tablero y las piezas. Es una tarde negra. Y hace un frío polar. La temperatura nos arrincona cerca de la estufa de leña. A nuestro alrededor se van juntando espectadores. Acorralado, trato de terminar en tablas. Rosen me saca permanente ventaja. Ensayo estrategias inútiles que no impiden que Rosen me vaya dejando sin piezas. Finalmente, me asfixia.

-País de competencias consoladoras -dice-. El gran campeón de la rural. El gran macho del box. Los grandes piolas de la cancha. Cocardas, copas y diplomas. Los argentinos tenemos un culo bárbaro. Todavía nadie se dio cuenta de que lo más grande que tenemos es el culo. Jaque.

Cuando juega al ajedrez, su sonrisa melosa se adueña de sus labios carnosos y rosados. Disimuladamente, me aprieto las fosas nasales o prendo un Particulares. Rosen apesta. De su cuerpo brota un hedor espeso. Unos dicen que esa pestilencia es olor a bolas. Otros, los más, que es olor a culo. Su verdeoliva, barnizada de mugre, emite pequeños destellos de grasa. También dan asco sus uñas comidas, casi inexistentes. Me pregunto qué placer puede haber en cojerse este cuerpo que corcovea nervioso cada vez que mueve un alfil, un caballo y extrae mi reina del tablero murmurando con fastidio:

-Jaque- sin perder esa sonrisa estúpida, como si fuera él quien está perdiendo.

La mugre forma capas sucesivas en su cuello. Y Rosen se rasca la nuca levantando la vista, mirándome.

Cubro el jaque con una torre.

Y Rosen la toma con la punta de sus dedos mochos y vuelve a murmurar:

-Jaque.

En las tardes en que jugamos al ajedrez hay apuestas. Un paquete de cigarrillos, una botella de ginebra, un polvo en el quilombo y turnos de imaginaria reemplazan el dinero. Y aunque no entienden el juego, los chatos apuestan lo mismo. Rosen le gana a Chofi, a Lito, a Tacuara y al Topo. Rosen no tiene adversarios. Y se convierte en un ídolo.

Desde el mostrador, el cabo primero Olivares atisba las partidas. Tiene la sangre en el ojo. Y espera la oportunidad para vengarse de su "pupilo", como ha dado en llamar últimamente a Rosen. Pero Rosen no se altera, y mientras mueve su reina, canta lo suficientemente alto como para que Olivares pueda oírlo:

"Yo soy aquel

que cada noche te persigue.

Yo soy aquel

que por quererte ya no vive.

El que te espera,

el que te sueña..."

Ya se hizo de noche. Y es la hora de rancho. Rosen y yo somos los últimos en retirarse del club. Rosen se demora guardando las piezas en la caja de madera. Las piezas caen con un sonido de huesos rotos.

"Y estoy aquí, aquí,

para quererte.

Estoy aquí, aquí,

para adorarte.

Yo estoy aquí, aquí,

para decirte

que como yo

nadie te amo."

Abandonando el mostrador, el cabo primero le ordena:

-Soldado, venga.

Me quedo en la puerta, mirando.

-¿Qué pasa, tagarna? -me dispara Olivares.

-Espero a Rosen, mi cabo primero.

-¿Son marido y mujer, soldado?

-No, mi cabo primero.

-Rosen ya va a ir. Afuera, carrera march.

Antes de obedecer la orden, veo que Rosen mantiene una expresión de inquebrantable docilidad, remarcada por la sonrisa almibarada, complacida en la sumisión.

-¿Y Rosen? -me preguntan en el rancho.

-Lo agarró Olivares.

El Topo se burla de mi preocupación. Y suele cargarme por la amistad con Rosen. Me tranquilizo pensando que no pueden pensar que soy puto. De todas formas, la situación no me gusta. Y pienso que una de estas noches voy a volver a escaparme al quilombo. Tengo que sacarme de encima la virginidad, esta enfermedad secreta. Si me sacara el queso de una vez por todas, pienso, no le daría tanta importancia a las jodas del Topo. Si me vaciara la leche, pienso, también dejaría de preguntarme qué se puede sentir al cojerse a un puto. Más de una vez me lo pregunto. Y me conformo pensando que putos son los que reciben, no los que dan. Al menos, eso es lo que piensan todos.

El lugar de Rosen en el rancho permanece libre un largo rato. Y cuando entra al galpón, lo vemos venir a través del vapor fétido de la sopa. Vemos venir a un Rosen cabizbajo que pretende esconder el pómulo amoratado y la oreja enrojecida. Su mirada celeste está húmeda. Sin embargo, sonríe.

-¿Olivares? -le pregunto.

Y me guiña un ojo.

Otra de esas tardes, Rosen tarda en aparecer por el club de soldados. Se desarrollan algunas partidas, pero sin emoción. Me entretengo leyendo una revista de ajedrez. Y mientras analizo una partida de Capablanca, entra el cabo primero Olivares y, como de costumbre, se acoda en el mostrador, su puesto de vigilancia. Sus ojos verdes buscan infructuosamente a Rosen entre las cabezas envueltas en la atmósfera pesada del tabaco.

Es raro que Olivares venga antes que Rosen, pensamos.

Y cuando aparece, Rosen trae la mano derecha vendada.

-No es nada -dice-. Un accidente.

Y mira a Olivares.

-Se me cayó la máquina de escribir -dice-. Quise atajarla y me rompí los dedos.

-Voy a apostar por usted, Rosen -anuncia el cabo primero-. A ver como me mueve hoy.

Rosen lo ignora. Y con la mano vendada, sonriendo, mueve un peón cuatro rey.

-Un porrón de ginebra a que gana mi pupilo -dice estruendoso el cabo primero.

Me asombra que Rosen no perciba que estoy tramando un principiante jaque mate pastor. Y también que se deje derrotar.

Con rabia, Olivares se nos arrima con sus pasos de cowboy.

-¿Es o se hace, Rosen? Aposté por usted.

-No se enoje, mi cabo primero -susurra Rosen.

-¿Por qué perdió?

-No perdí -le contesta Rosen, distribuyendo de nuevo las piezas-. Gané.

Y hacia mí:

-¿No que gané?

A mediados de agosto los días transcurren con una monotonía persistente. La nieve se alterna con lloviznas. Despertar a diana, formar en el contraluz del amanecer, izar la bandera, hacer orden cerrado y practicar en la pista de combate hasta el mediodía son los rituales que debemos ejecutar diariamente, capacitándonos para una guerra que puede detonarse en el segundo menos esperado. Ahora que cepillamos el caballo de un oficial, ahora que lustramos el correaje para una revista, ahora que desarmamos los fusiles que se traban al gatillar, ahora que hachamos leña para las viviendas del barrio, ahora que desparramamos aserrín y kerosene en el piso de la cuadra, ahora que pintamos los cartelitos que prohiben pisar el césped, ahora que alguien se pajea desesperadamente en un retrete, ahora que la nieve otra vez se hizo garúa, puede estallar esa guerra que se agazapa en las hipótesis de conflicto que estudian los oficiales en esas reuniones de la Plana Mayor.

En esos días, a Rosen lo rapan, lo obligan a bañarse con agua fría y lo visten con un impecable uniforme de salida. Con disgusto evidente, el teniente coronel endereza el birrete de Rosen antes de que suba a la camioneta que se perderá por el camino de ripio, en dirección a Zapala, donde se libra la competencia y Rosen representará al regimiento.

Todos, quien más, quien menos, despedimos la camioneta con un "Fuerza, Campeón". Todos, inclusive los que se lo cojieron, sienten que un poco de la gloria de Rosen les pertenece. Todos, incluso Tacuara que masculla:

-Es indiscutible, los judíos son bochos.

Todos, quien más, quien menos, cada uno a su manera, sentimos una solidaria admiración hacia el Rosen manso y sonriente que se sienta en al camioneta y saca un brazo por la ventanilla, saludando con una V en los dedos todavía vendados.

Eso, un lunes.

Y el miércoles, temprano, arrugado y maltrecho, con la cara tiznada por el polvo del viaje, dedicándonos otra de sus sonrisas dulzonas, Rosen vuelve al cuartel como si nada hubiera ocurrido. Pero Rosen perdió. Rosen fue descalificado. Rosen arruinó el honor del regimiento, dice el teniente coronel. Y el cabo primero Olivares, paladeando su resentimiento, nos sugiere que lo liquidemos en una manteada. Pero no lo manteamos.

Rosen es encerrado nuevamente en un dos por uno.

En esos días, durante una tormenta de nieve, me toca otra vez hacer guardia. Rosen se pega a la puerta del calabozo y me pide algo de comer a través de la mirilla. Todo lo que tengo es un caramelo.

-Lástima que no tengas chicles -me dice-. Hacer globos me entretiene.

Y después:

-Gané. Les gané a todos.

En esta noche Rosen me cuenta cómo se hizo puto. Y también me cuenta que cuando salga de la colimba va a dejar la carrera de economía, que empezó para no contrariar a los padres.

-Cuando salga -dice-, voy a juntar guita. Me voy a ir a Europa. Y me voy a operar. Quiero ser hermosa.

-Dormite -le digo.

-No tengo sueño -dice- Y vos, sí. No te podés quedar dormido. Yo te doy conversación y aguantás.

Y se pone a contar cómo es la casa de sus padres en Villa Crespo, a describir la belleza de su madre.

-Me gustaría ser como ella -dice.

En esos días, los presos se lo cojen de nuevo. Y se le reanuda la infección provocándole fiebre. Enflaquecido, demacrado, Rosen no se lamenta. La piel le trasparenta las venas. Ardiendo, debilitado, se tumba debajo del ventanuco y, ovillado, se acurruca balbuceando frases inconexas. Cuando la guardia se da cuenta de su gravedad, lo transportan entre cuatro, como si fuera un muerto, a la enfermería donde seguirá delirando durante dos días y dos noches.

"Rosen, Rosen, tan maravillosen,

como blanca diosen,

como flor hermosen,

tu amor me condena

a la dulce pena de sufrir."

Cuando vuelve en sí, Rosen sonríe a los internados que le cantan. Se siente halagado. Está a gusto en la enfermería. Revolea sus ojos celestes hacia cada uno de los que rodean su cama, agradecido por esta recepción a la vida.

Al mejorar un poco, Rosen colabora con el cuidado de los enfermos. Les controla la temperatura, da inyecciones y los lleva hasta el baño. Hace las camas, arropa a uno y le lee una carta al otro. No hay supuración ni excrecencia que le dé asco. Está siempre alerta y dispuesto a atender las necesidades de cualquiera.

El nuevo Rosen también nos deja con la boca abierta por su higiene. Está limpio, perfumado. Y se deja crecer las uñas. Muestra satisfecho cómo le crecen.

-Lo podríamos dar de alta -dice Chofi-. Pero la Conchuda no quiere que vuelva a la cuadra. Mejor para Rosen. Cuanto más lejos esté de Olivares, mejor.

Una noche el Topo introduce fumo y ginebra en la sala de internaciones. Y con la ayuda de una linterna, parado sobre una mesita de luz, Rosen improvisa un strip-tease. Los enfermos le hacen el coro:

"Quiero llenarme de ti..."

Y Rosen, que se sabe de memoria todas las letras de Sandro, se desnuda contorneándose en la oscuridad agujereada por la linterna. Impostando la voz, tirándole besos al público, Rosen salta a una cama y finge tirar del cable de un micrófono imaginario.

"Quiero encerrar a tu mirada entre mis manos,

luego abrazarte y llenarte de calor..."

Rosen sacude la cadera, se acaricia la pelvis y se curva incitando al coro de fumados y borrachos. Están todos demasiado idos para notar la entrada del cabo primero Cardozo. Ni Chofitol ni Lito, que está de campana pero que se ha distraído por no perderse un detalle del espectáculo, se dan cuenta de que esa sombra es Cardozo que avanza entre las camas, cruzando la luz que sigue a Rosen como un spot, proyectando sus gestos sensuales sobre una sábana que hace de telón de fondo.

"Tu peligrosa inocencia me estremece,

tu picardía me hace sonreír,

la calidez de tu mirada me enloquece...

Dime, pequeña, qué te puedo pedir..."

Y el coro no termina de entonar:

"Quiero llenarme de ti..."

Cuando suena el silbato y un grito desgarra la función:

-¡Atención!

Después de esa noche, a Rosen lo mandan al horno de ladrillos. El trabajo embrutecedor y el salvajismo de sus nuevos compañeros lo desintegran.

En octubre lo devuelven a la enfermería. Y de ahí lo despachan hacia el Hospital Militar Central.

No vamos a saber de Rosen hasta fines de febrero.

En cierta forma, todo lo que pasó con Rosen, favorece a Sabañón.

Sabañón es enclenque, tímido y no soporta que le escondamos los guantes de lana. Siempre está junto a la estufa de la oficina de Logística, donde fue asignado, frotándose las manos. A pesar de que su padre le ha escrito al teniente coronel y de que le hizo llegar una botella de whisky importado, Sabañón se pierde la primera baja. Y la segunda.

Sabañón es un blando, como muchos. Quizás no tanto como para ser el punto de la cuadra. Pero, ahora que quedamos menos, en enero, allí está, quieto, acorralado, como implorando con su mirada huidiza que no reparemos en él. Y por supuesto provocando el efecto contrario.

Los días se alargan cálidos y limpios. Los calabozos ya no amedrentan. Al reducirse la tropa, si se la encierra se desarticulan los engranajes que hacen funcionar el cuartel. Si te meten en un dos por uno es por la noche nomás. Porque a la mañana tienen que sacarte para que des curso a los expedientes, cortes el pasto, cuides el jardín de un milico o le laves el auto.

El tiempo es propicio para tomar sol, zambullirse en el Chimehuin y, por las noches, impulsados por la ginebra, escaparse al quilombo.

Sabañon se pasa los días en la penumbra fría de su oficina y cuando oscurece, después de rancho, se apura a acostarse.

Un sábado a la tarde lo sorprendemos en el club de soldados, calentando agua en unas cacerolas. Después, las lleva a los baños de los sumbos. Intrigados, lo seguimos en silencio. Y vemos cómo vuelca el agua en una regadera para bañar al cabo primero Olivares.

-Está hirviendo, tagarna -le ordena Olivares-. Y écheme más en la espalda. ¿No ve que tengo jabón, todavía?

En el Correo, el Topo despega una carta dirigida a Sabañón. Así descubrimos que no es un empleado de un banco, como nos contó, sino bailarín del Teatro Colón.

-No, vos puto no sos -le dice el Topo-. Para ser puto hace falta tener huevos, como Rosen. Vos sos una marica, olfa.

A fines de febrero, Rosen vuelve al cuartel. Viste una camisa roja a cuadros, un jean y mocasines marrones. Trae un pulóver azul anudado a la cintura. Y la sonrisa, su sonrisa eterna, inseparable. Rosen vuelve a ocupar su vieja cama en la cuadra. Aunque ahora tiene camas para elegir, vuelve a ocupar la misma que ocupó al principio. Vuelve a jugar ajedrez. Vuelve también a extraviarse en los límites de la guarnición, mirando sin mirar el paisaje. Y vuelve especialmente a que le entreguen la libreta de enrolamiento firmada y sellada. En el documento habrá de constar que él, el soldado clase 48 Sergio Rosenberg cumplió el servicio militar.

Y cuando le entregan la libreta, la guarda en un bolsillo trasero del jean y se marcha sin despedirse de nadie.

* este cuento está incluido entre los relatos de "Bajo Bandera" de Guillermo Saccomanno (Editorial Planeta, Buenos Aires, 1991, 258 págs.). Su autor nació en Buenos Aires en 1948. Ha publicado entre otros "Prohibido escupir sangre" (1984), "Situación de peligro" (1986), "El buen dolor" (1999) y "La lengua del malón" (2003).

Espero que les haya gustado. R.

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