El coro más osado del Oeste *
por Susana Silvestre.
La radio del chofer cantaba 'ahí viene Rosendo por la calle nueva /
trayendo en su carro el fruto de Dios', y yo pensé que no hay mejor manera
de viajar que con los genitales de un hombre puestos en el sitio adecuado.
No
todos los hombres son iguales. Tuve oportunidad de comprobarlo un verano en que
estando yo muy triste acepté dar clases a Los Niños Cantores de Liniers, los
martes y los jueves. Días de novios, pensé para darme un poco de ánimo aunque no
aparecía en el horizonte cosa alguna que me viniera bien; no sentía que ser
joven y bastante linda sirviera para nada y encima si una viaja en el 86 se
somete al derecho consuetudinario del señor que con la excusa del amontonamiento
nos desliza una mano o pretende arropar sus genitales en la raya trasera de
nuestro vaquero. Y yo reacciono pegando. Hasta unos años atrás había usado una
cartera de cuero sin curtir con incrustaciones de metal en los bordes. Me la
colgaba del hombro y la usaba cada vez que alguien se creía con derechos sobre
mi persona. En respuesta recibí insultos y alguna que otra trompada de la que me
defendí como mujer, con las manos abiertas.
Cuando empecé a trabajar con Los Niños Cantores la cartera se había roto y usaba
un bolso pequeño con una piedra adentro. Yo subía en Perú y Belgrano y el
colectivo ya iba lleno, nunca conseguía sentarme para leer, el viaje era tedioso
y lo suficientemente largo como para que yo tuviera tiempo de inventariar
insomnios, malentendidos, disgustos y fracasos de todo tipo.
El viaje confirmaba esa sensación de que la realidad es desleída y lo bueno tan
fugitivo como las nubes que ese verano se habían empeñado en cubrir el cielo
cada tarde, o por lo menos las de los martes y los jueves que encima para verlas
tenía que agacharme y atisbar desde el vidrio y esquivar la cabeza de cualquier
pasajero dormido o despierto pero tan harto y tan triste como yo. Un día, al
agacharme, rocé el típico monte erecto de un apoyador de transporte público; en
realidad sólo rocé la punta e instintivamente me enderecé y descolgué la cartera
dispuesta a pegar apenas se acercara de nuevo, que es lo que sucede siempre.
Pero esta vez no. El dueño de esa punta apenas redondeada que yo había
acariciado sin intención se quedó lejos de mí. Pasó un rato sin novedades y
regresaba yo a mis amarguras cuando, esta vez sin mi intervención, el dueño de
la punta se acercó despacio, la apoyó, no con miedo pero con delicadeza, aunque
lo necesario para que yo pudiera sopesar lo cuantioso de su ofrenda, sobre la
raya del pantalón, que no era un jean sino uno de tela apenas transparente, más
acorde a la estación, pero que me obligaba a usar unas biquinis delgadas para
que no se notaran diferencias. La verdad que era un pantalón bárbaro porque de
la bombacha hacia los pies holgaba y podía disfrutar las piernas libres. Lo usé
muchos veranos y todavía lo tengo. Supongo que a él también le gustó pero no
trató de imponerme nada, se arrimó sólo para que supiera lo que me estaba
ofreciendo, yo era dueña de preferir mi tristeza o aprovechar lo que me daba el
destino y hacer conmigo algo que valiera la pena. Él debió comprender que yo
cavilaba y se quedó lejos, esperando.
Desconozco el lenguaje al que uno apela cuando ni la palabra ni la mirada
sirven; él estaba a mis espaldas y en un momento decidí que si volvía me
quedaría con él. Cómo entendió no lo sé, pero esperó a que subiera más gente, a
que el chofer gritara corriéndose al interior del coche y entonces puso sus
manos en el sostén del techo, rodeándome o trabando el paso de otro u otros con
iguales o peores intenciones y volvió a apoyar la punta redondeada justo donde
se perdía el rastro de la costura central trasera de mi pantalón. Como si me
estuviera viendo desnuda. Creo que estábamos atravesando la Plaza del Congreso y
hasta Once no hizo más que dejar la punta, moverla morosamente en redondo y
dentro del contorno que se había fijado, y de a ratos, claro, tenía necesidad de
apartarse y pensar que estaba haciendo fila para cancelar una factura
atrasadísima con intereses resarcitorios y punitorios en Obras Sanitarias. Era
un hombre muy sabio y no sólo había aprendido lo que le pasaba a él sino que
supo que a mí me gustaba mucho lo que estaba haciendo y eso era peligroso porque
si yo me pasaba de la raya y me ponía a dar vueltas y vueltas en el aire, y como
todo lo que sube baja, a menos que se quede en la estratósfera, al caer tomaría
conciencia de lo que estábamos haciendo (que a esa altura sería lo que habíamos
hecho) y me iba a llenar de vergüenza o lo que fuera y terminaría todo. Y en
cambio así, cuando regresaba estábamos como recién nacidos y su punta se iba
endureciendo gracias a mí, quiero decir a mi participación, que después de Plaza
Once fue menos resistente, y permití que entreabriera mis piernas y tomara
provecho de un nuevo amontonamiento de gente para deslizar su miembro entero
sobre la parte oculta de la costura, y darse gusto en toda su longuitud y que yo
me lo diera.
Esa parte del viaje fue intensa y complicada y necesitó alejarse más seguido y
por momentos con precipitación. Aun cuando estaba lejos, yo sentía la vigilia de
su cuerpo a mis espaldas y la actividad de su cerebro que atravesaba la sección
"Reclamos por falta de agua", revolvía los expedientes de "Habilitaciones" o se
iba al subsuelo por "Problemas de medidor". Abandonábamos Primera Junta cuando
decidió volver, manso y la punta miserable, para demostrarme que en descanso sus
atributos resultaban distintos pero tan agradables como eran en actividad.
Pesados, se apichonaban en un gran nido blando, como de leche tibia, que excedía
con creces la costura. Estuvo paseando todo eso desde mi hueso dulce hacia abajo
y hacia los costados mientras la radio del chofer cantaba ahí viene Rosendo por
la calle nueva / trayendo en su carro el fruto de Dios, y yo pensé que no hay
mejor manera de viajar que con los genitales de un hombre puestos en el sitio
adecuado. En Plaza Flores, un repentino desenso de pasajeros lo obligó a irse de
mí. Después el cielo se había limpiado de nubes, un sol rojo se recostaba por el
oeste y, si la altura escasa de los edificios me permitía ver el resplandor en
las bocacalles o escandalosamente en la mitad de la cuadra, eso significaba que
estábamos llegando a Floresta sin novedades y un nuevo contingente lo trajo
hasta mí como un río sucio.
De dónde sacó que yo bajaba en Liniers no lo sé pero se ve que no estaba
dispuesto a que yo me fuera del colectivo otra vez enterrada en mi tristeza. El
tren sonó lejano y él usó alguna distracción del pasaje para interponer su
pierna entre las mías, permitió que su miembro creciera todo lo que le diera la
gana, que era mucha y hasta sentí temor de que la señora que estaba sentada
delante de mí lo viera asomar junto al cierre relámpago de mi pantalón. Pero no
era más que una fantasía y se diluyó en el momento en que tuve que poner todo mi
esfuerzo en que no se notara que escondía la cara y me mojaba, mientras,
supongo, él hacia lo mismo y el 86 llegaba a toda máquina y echando humo a
Rivadavia al 11000. Usó todavía el camino entre las dos últimas paradas para
dejarme su miembro blando por si a mí me servía para algo y después se apartó
para dejarme bajar en la estación. Él siguió viaje, estoy segura; de no ser así
lo hubiera reconocido entre el montón de hombres y mujeres que bajaron conmigo y
se avalanzaron escaleras arriba atropellando el andén. Yo también subí, pero
para cruzar las vías por el puente aéreo. Ese día di una clase estupenda y Los
Niños Cantores se mostraron muy conformes conmigo. El asunto ahora consistía en
saber qué sucedería en adelante; era martes y yo debía volver a dar clase el
jueves. Generalmente soy puntual pero la línea 86 tiene muchas unidades que
circulan con una frecuencia de pocos minutos. Era posible que volviera a
encontrármelo alguna vez o nunca y pensé que esta última resultaba la mejor
versión.
El jueves se negaron a detenerse dos 86 y el siguiente tardó diez minutos.
Cuando subí me dediqué a mirar las nubes agachándome de a ratos pero con mucho
cuidado de no tocar a nadie: ese día no llebaba puesto el pantalón amarillo sino
una pollera minifalda fruncida en la cintura. A mí ese tipo de polleras me
quedan bien, no resultan tan llamativas como las ajustadas aunque me tengo que
cuidar porque cualquier golpe de viento me las pone de sombrero y yo no soy
Marilyn Monroe. Iba fresca, es cierto, pero otra vez estaba triste y hundida en
mis pensamientos siniestros, y en eso algo llegó hasta mí y tuve que reprimir el
suspiro que su punta desataba acariciando mi pollera. Quise descolgar el bolso
para pegar y mi brazo quedó vencido en el camino; para colmo, la señora que iba
sentada delante de mí consiguió abrir la ventanilla atascada y una ráfaga del
aire veraniego se me coló entre los brazos y agitó la pollera, y sentí mis
piernas desnudas y me pareció una pavada no aprovechar que iba vestida de ese
modo tan adecuado, sólo que sería la última vez. Desde donde estaba, él escuchó
mis pensamientos y vino. Como el colectivo había tardado, el amontonamiento era
grande así que nadie se dio cuenta cuando empujado por el mismo viento se
desabrochó unos botones y su miembro encontró lugares agradables en la bombacha
negra y sin elásticos que yo llevaba puesta. No es que nadie hubiera usado esos
lugares con anterioridad pero no era lo mismo con un hombre como ese, arriba de
un colectivo y estando yo tan triste. Conocer su miembro desnudo fue una novedad
excelente, era tan suave y cálido como el borde de la lengua y adquiría mejores
dimendiones, mayor turgencia y una gran libertad de movimientos. En Rivadavia al
11000 dejó que yo hiciera con él (dentro de las limitaciones del caso) todo lo
que quisiera y él también hizo lo que tuvo ganas (dentro de las limitaciones del
caso), y otra vez lo dejó durante una parada y media y entonces supo que mi
reacción en cadena era más larga de lo que él había supuesto, y no quiso
apartarse aunque estábamos llegando a Liniers. Doy fe de que no era por su
gusto, que ya se lo había dado, sino por mí, por no dejarme triste y que me
fuera mal con Los Niños Cantores. Yo temí que eso durara hasta Ciudadela pero
no, él sabía del tiempo y de los viajes y me dejó justito para bajar, y subir y
cruzar el puente aéreo y volver a bajar, y llegar puntual a mi clase y los Niños
Cantores no pudieron más que expresar su admiración por mi elocuencia y mi buen
trato, y dijeron que pedirían a la Institución que me aumentaran el sueldo.
Y entonces sobrevino una catástrofe. Llegó el sábado y yo me sentía
terriblemente bien. Tomé sol desnuda en la terraza y para tostarme de frente
escuché a Beethoven y cuando me puse boca abajo terminé de leer Las minas del
rey Salomón. El domingo preparé una lona y un traje de baño y estaba por salir
para la pileta cuando reparé en mi alegría, yo que siempre tuve síndrome de
domingo, y fue como si se me aparecieran los niños cantores de todo el mundo
gritándome que era más viciosa que Lolita, que Naná y Manón Lescaut. Dejé el
bolso, guardé la biquini y decidí presentar el mismo lunes la renuncia a mi
trabajo. El lunes y no el martes, y además al mediodía, para no correr el riesgo
de encontrármelo. El resto del día me sentí triste y llena de pesadillas pero
firme en mi propósito, y si llegado el momento me vestí con pollera fue por
distracción. Durante el viaje pensé que con el tiempo me olvidaría de todo y
hasta podría sentirme de nuevo una mujer decente. El cielo me pareció más
nublado que de costumbre y el verano más deslucido y pesado, el viaje tedioso, y
supe que había vuelto para quedarse la sensación de que todo lo bueno es
fugitivo. Cuál no habrá sido mi sorpresa al sentir sobre mi pollera ajustada la
punta alegre y redonda que conocía tan bien y la mano que la acomodó bajo la
tanga lila que es la que uso siempre con esa pollera negra.
Bueno, que no me fui de Los Niños Cantores. Hice un bollo con la nota y la tiré
a la alcantarilla y les dije que había pasado a saludar. Se mostraron encantados
con mi visita y además vino el director a comunicarme que me habían aumentado el
sueldo y a preguntarme humildemente si aceptaba dar clases todos los días,
porque desde que estaba yo los chicos se habían convertido en el coro más osado
del Oeste. Yo no sabía si él iba a poder de lunes a viernes pero hice mal en
dudar. El día siguiente fue el último del mes y se me juntó la alegría del
aumento de sueldo y la que él me estuvo dando durante todo el viaje. No
obstante, al llegar a Rivadavia al 11000, noté que su miembro seguía tan erguido
como en Perú y Belgrano y supe que iba a pasar algo y no supe si podía ser
bueno.
Me soltó y al bajar lo vi caminar adelante y cruzar el puente aéreo, ocultando
su hermoso miembro en erección con una mochila. Al salir de la estación caminó
por una calle desconocida sin darse vuelta para comprobar si lo seguía. Como la
primera vez, él había decidido darme algo, si yo quería lo tomaba, si no, era la
dueña de irme por donde se me antojara. Lo seguí hasta la entrada de un hotel y
después hasta el hall, y cuando pidió una habitación me preguntó si un turno
estaba bien o yo podía quedarme más, o si prefería probar y confirmarlo después,
y yo le contesté que hiciera lo que quisiera y él pidió que nos avisaran al cabo
de dos turnos. Fue raro vernos las caras y cada uno se desnudó a sí mismo en una
habitación junto a las vías y lo único que lamenté de esa tarde fue haberles
fallado a Los Niños Cantores. Cuando me dejó en la parada del colectivo dijo que
en adelante no habría necesidad de fallarles, porque él no tenía problema en
cambiar el horario del viaje y que lo mejor era que yo subiera al colectivo
después del mediodía, que viajaba más gente, y me preguntó si estaba dispuesta y
me atrevía a una penetración completa en el 86, y me garantizó que nadie se
daría cuenta y que se quedaría adentro de mí todo el timepo que yo quisiera.
Confrimó que él pensaba en Obras Sanitarias y que por eso podía darme el gusto
todas las veces que quisiera. Como prueba, me puso de espaldas a él en la
oscuridad de la parada y me recostó en el poste.
Así que empecé a viajar al mediodía, con el calor de la siesta, y él se acercaba
en Perú y Belgrano y terminaba en Rivadavia al 11000 y después nos íbamos al
hotel junto a las vías hasta la hora en que yo tenía que ir a dar mis clases. Y
cuando me quise acordar mi tristeza había desaparecido y fue un verano como
pocos. Ahí, finalmente, yo entendí que no todos los hombres son iguales y que lo
único que pretendo de ellos es que estén donde deben estar, para servirse.
***
* Susana Silvestre
nació en Buenos Aires, en 1950. Narradora y guionista. Obra: El espectáculo
del mundo (1982), Si yo muero primero (1991), Mucho amor en
inglés (1993) y No te olvides de mí (1995). "El coro más osado
del Oeste" fue publicado en la revista El Libertino
(Año I, Nro. 3, Buenos Aires, 1992). Y luego seleccionado para integrar la
colección "La Venus de Papel. Antología del cuento erótico argentino",
a cargo de Mempo Giardinelli y Graciela Gliemmo
(Editorial Planeta, diciembre de 1998, 240 páginas), de donde ha sido
transcripto.
[También pueden encontar otro cuento de esta antología: "Zona erógena", de Viviana Lysyj, publicada antes en mi 'Apunte' nro. 30]
Un saludo. Clarke.