La dulce crueldad de la inocencia *
por José Ángel Scangarello
"... cuando elijo la siesta para abrir
la boca, y me mojo las manos
y abro las jaulas del vecino
entonces soy libre, mamá... "
Daniel Salzano
Como todas las siestas de los clásicos veranos en la casa quinta de tía
Mercedes, el dormir era ritual. Mis primos lo aceptaban sin protestar, total era
sólo una hora. Dormíamos todos en la misma habitación, ellos dos y yo. Mamá en
el cuarto contiguo y mi tía en el que había pertenecido a abuela, el cual ella
se encargaba de mantener intacto como si abuela aún viviera. Con sus santos y
cortinados de felpa oscura, la enorme cama estilo Luis XV y el pomposo
mosquitero coronándola, la alfombra persa bajo la mesita con los retratos
familiares, ¡ah! y el olor a lavanda. Yo esperaba que mis primos se durmieran (a
veces creía odiarlos por su obcecado sometimiento) y de un salto estaba en la
galería que daba al sur. En ella todo era silencio, aunque el zumbido de las
moscas y el brillo del rojo de las baldosas hacían presentir vida. Recostada en
una columna dormitaba la Juana sentada sobre un banco de paja. Dormía con la
boca abierta y con la mano izquierda espantaba las moscas con un gesto mecánico.
Ella servía en la casa desde la época en que la abuela se casó. Ya era una
integrante más de la familia. Apoyado en el brocal del aljibe, Eulogio tiraba
sobre sus ojos el sombrero y dormía o pensaba, no sé; pero así permanecía
inamovible aunque la tierra temblara. Rompía su posición cuando la Juana le
ordenaba prender el fuego para el mate, mientras ella preparaba los bizcochos
antes que acabara la siesta y tía Mercedes apareciera en la galería dispuesta a
continuar con su bordado de los veranos.
Yo regresaba de mis juegos clandestinos a orillas del arroyo sin que nadie lo
notara. Sólo bastaba con sentarme en la escalinata de la galería unos instantes
antes de las cuatro. A veces pienso que Juana lo sabía y se hacía la zonza
mientras amasaba los bizcochos. Eulogio no tenía edad. Desde siempre había sido
el casero. Se encargaba de todos los trabajos y respondía a las órdenes de tía
con una sonrisa. Su vida era un misterio, no tenía mujer ni familia. Vivía solo
en la casita del bajo. Yo siempre deduje que era un tipo algo raro. Él y mis
primos jugaban por las tardes en el jardín de la fuente, en las mañanas les
preparaba los mejores caballos y hasta los acompañaba en las diarias cabalgatas.
Yo no lo hacía. Mamá no quería pues tenía miedo a los accidentes. Me dedicaba a
juntar bichos, hurguetear en los gallineros para ver si habían olvidado recoger
algún huevo, explorar el campo o caminar por la orilla del arroyo. A veces solía
pescar, pero enseguida venían mis primos y me arruinaban el pique al arrojarse
al agua brincando como canguros. Con Eulogio yo no tenía trato, salvo aquélla
vez. Me dirigí al arroyo y sentí chapoteo de agua y la risa de Eulogio. Allí
estaba, jugando con Chino, nuestro perro. Él emergía a partir de la cintura y su
torso develaba una fuerte contextura musculosa.
El Chino saltaba del agua y se sumergía nuevamente. Eulogio lo sujetaba hasta que se resbalaba y lo lanzaba nuevamente riéndose estrepitosamente, mientras mostraba sus blancos dientes. Esa escena me sorprendió y sedujo. Parecía una danza bailada por una rara mezcla de cuerpos, una especie de lucha sensual entre un hombre y un animal. Allí estuve como paralizado un largo rato contemplando aquello. Eulogio no me veía, escondido detrás de ese arbusto. Ellos en su juego y alegría me fueron contagiando aquel estado e instintivamente fui dirigiéndome despacio hacia la orilla. Allí me senté en una roca y los contemplaba sonriendo. El Chino fue le primero en verme. Sus patas embarradas se plantaron sobre mi ropa queriendo continuar conmigo el juego. Alcé la vista y Eulogio me contemplaba muy serio con las manos en la cintura. Sin hablarle seguí jugando con el Chino, mientras con el rabillo del ojo veía como Eulogio comenzaba a salir del arroyo.
Estaba
desnudo, su cuerpo brillaba bajo el sol de enero. Musculatura de cobre parecía
su tórax, desde cuyo centro bajaba una espesa mata de pelos hasta el sexo. Nunca
había visto a nadie desnudo. En el colegio los curas decían que era pecado.
Enfrente Eulogio comenzó a vestirse lentamente, en tanto su mirada no dejaba de
escudriñar la mía que no podía desprenderse de su imagen. Se puso solamente los
pantalones, con la camisa y las alpargatas hizo un bollo y antes de irse lanzó
un silbido. El Chino saltó y sorteando piedras fabricó cataratas en su apuro por
correr a su lado. Eulogio comenzó a caminar, giró su cabeza para volver a
mirarme y me sonrió extrañamente, guiñándome un ojo. Luego desapareció tras los
sauces. Aquella tarde distinta me dejó una rara sensación girando en la cabeza,
que por la noche se acentuaba. Daba vueltas y vueltas en la cama para poder
dormirme. Siempre la imagen era la misma: Eulogio saliendo del arroyo. En los
días siguientes, todo continuó igual. Salvo yo, que intentaba encuentros de
miradas con Eulogio, sin lograrlo. Parecía que todo había sido un sueño. Ya no
había santo a quien no hubiera rogado que se fueran esas ideas de mi cabeza. Tía
Mercedes y mamá continuaban su abúlica vida asistidas por la Juana. Eulogio
hacía sus tareas y jugaba con mis primos. Para mí, aquel verano se convertía en
tormento.
La noche de mi cumpleaños cenamos en la galería. Hacía calor. La Juana había
hecho pollos asados en el horno de barro. Como cumplía doce años dejaron que
tomara media copa de vino como premio a mi inminente adolescencia. Eulogio
tocaba la guitarra, sentado en el aljibe. Hubo torta de chocolate y velitas.
Cuando pedí los tres deseos, miré a todos los que cantaban esperando que
soplara. Me topé con los ojos de Eulogio y su sonrisa y su guiño. Soplé para
acabar con aquello. Noté que mis mejillas estaban calientes. Eulogio había
vuelto a tocar la guitarra. Luego mis primos y yo organizamos una función de
teatro, nos disfrazamos y representamos a nuestra manera "Los tres mosqueteros".
Mamá y tía charlaban por lo bajo, mientras la Juana y Eulogio observaban casi
sin pestañear.
Faltaba ya poco para volver a la ciudad. Papá había escrito avisando que no
vendría, pues le había surgido inconvenientes en el negocio. Todo hacía suponer
normalidad. Yo no buscaba ya la mirada de nadie, salvo la de mamá. Aquello era
un calvario y deseaba volver cuanto antes al colegio. Fastidiado, una tarde
arrojé con fuerza una piedra al arroyo. Mi furia crecía. Día a día se había ido
acrecentando, se mezclaba con la de la naturaleza que parecía estallar en aquel
agreste paisaje. Hacía tanto calor. Me quité las ropas y desnudo me dormité
sobre el fresco verde de la costa. El ruido del agua y el sol filtrándose entre
las ramas de los sauces me despertaban. Para quitarme aquella laxitud pensé en
meterme al agua y lentamente lo hice hasta que la frescura invadió mis sentidos
y me lancé de lleno a la caricia líquida. Nadé de una a otra orilla varias veces
y luego permanecí flotando un largo rato mientras observaba la belleza que me
rodeaba en la soledad de aquella silenciosa siesta.
De pronto vi un arbusto moverse y a Eulogio acercarse a la orilla opuesta. Echó un vistazo general pero no me vio. Comenzó a desprenderse la camisa mirando el cielo. Yo había quedado inmóvil. Bajó lentamente los ojos, y como atraídos por los míos los detuvo en ellos, como si desde antes hubiera sabido que estaba allí. Siguió desvistiéndose sin dejar de observarme. Cuando estuvo desnudo comenzó a entrar al arroyo y dirigiéndose hacia donde yo estaba empezó a sonreír con aquella sonrisa que tanto había añorado. Ya a mi lado me dijo: -hola, mocoso-, apoyó su mano en mi hombro diciendo: -no temblés, bonito, si vamos a ser amigos-, comenzó a bajar su mano por mi pecho hasta llegar a mi vientre y tomándome de la cintura me apretó contra sí hasta casi no dejarme respirar. Lo que vino después jamás imaginé que iba a suceder.
Cuando desperté, estaba tirado en la playa de arena todo sucio de
barro; mi cuerpo dolorido apenas me permitió sentarme. Observé mis piernas
manchadas de sangre. Poco a poco me levanté y noté que estaba solo, me lavé en
el arroyo, me vestí y despacio me encaminé hacia la casa. Al llegar, la Juana
presintió algo. Cuando estuve junto a ella, sus ojos me estudiaron de arriba a
abajo, preguntándome que me había pasado. Iba a contestarle cuando todo a mi
alrededor se comenzó a mover y me desplomé a sus pies desmayado.
Reaccioné rodeado de olor a lavanda y toda la familia revoloteando a mi
alrededor. Mamá lloraba y daba gracias a Dios por recuperarme a la vez que me
regañaba por comer tanta jalea de membrillo. La Juana me acercó un té y me
acarició la cabeza. Mis primos se rieron como tontos y corrieron hacia la
galería casi volteando a tía Mercedes que se paseaba nerviosa por ella. Me
acomodé en la cama y la Juana me dijo que no pensara en levantarme hasta la
mañana. Me sentía bien. Una rara sensación de paz me invadía. Le pregunté por
Eulogio. Se fue de compras al pueblo, me contestó.
Los días que siguieron fueron distintos. Eulogio me hablaba ya, jugaba también
conmigo tal como lo hacía con mis primos y siempre me guiñaba un ojo sonriéndome
de la manera que a mí me gustaba. Era feliz. Me apenaba el cercano fin del
verano, pensé en el próximo. Ahora íbamos con mis primos a bañarnos al arroyo.
Eulogio solía ir de vez en cuando. A veces pensaba que evitaba estar a solas
conmigo. Eso me gustaba y me halagaba. Éramos cómplices de algo tácito que él
rubricaba sonriéndome y guiñándome picaronamente el ojo.
Aquel final de febrero fue muy caluroso. Tanto que por las noches tía Mercedes
nos dejaba sacar nuestras camas a la galería. Recuerdo todavía el sonido de una
carcajada de mujer retenida por un chistido entre el croar de las ranas y el
canto de los grillos en la madrugada. Creí que sería un zorro merodeando, cuando
un resplandor bajo la puerta de tía Mercedes me sorprendió. Me levanté despacio,
sorteando los bultos que respiraban pesadamente en el sueño nocturno. Llegué a
la puerta y apoyé mi oreja contra ella. Alguien hablaba, era la voz de mi tía
hecha murmullo. Me llamó la atención la voz varonil, tío Alberto había muerto
hacía tiempo. Además la radio no funcionaba tan tarde. ¿No estaría tía en algún
apuro? Después de todo ya con mis doce años era el hombre mayor de la casa.
Trepé a un sillón de mimbre para poder observar por la banderola superior de la puerta que estaba abierta, pero lamentablemente no llegaba. Bajé y puse sobre el sillón una silla. Sobre esa endeble montaña pude llegar al hueco luminoso. Allí estaba en primer plano el antiguo ventilador, apuntando a la cama estilo Luis XV con el mosquitero recogido. Tía estaba sentada y cubierta la mitad de su cuerpo por la sábana de seda dejando ver sus blancos hombros y el inicio de sus senos. A su lado totalmente desnudo estaba Eulogio, con su mata de pelos y su belleza de hombre de cobre. La silla trastabilló por el temblor de mis piernas. Tía no escuchó, pero Eulogio sí. Irguió su cabeza en la almohada, y como si desde antes hubiera sabido que estaba, miró hacia la banderola donde mis ojos se enfrentaron con los suyos. No pude dejar de mirarlo. Él, dejó ver sus blancos dientes sonriendo como a mí me gustaba y picaronamente me guiñó un ojo.
***
* publicado en la revista argentina "Puro Cuento" nro. 31, nov-dic ´91, pág. 46
José Angel
Scangarello (1948-3 de agosto, 2004. Córdoba, Argentina). Obra: "La
dulce crueldad de la inocencia y otros cuentos". El periodista, escritor y
gestor cultural José Scangarello fue un activo protagonista del campo cultural
de Córdoba. Tras terminar sus estudios de artes plásticas y publicidad en la
Escuela Lino E. Spilimbergo, formó parte del Centro de estudios literarios
Alfonsina Storni, y luego integró el grupo Lectura y creación.
Sus trabajos literarios integraron diversas antologías realizadas por la Sade
Córdoba. En 1987, junto a los escritores Enrique Aurora y Patricia Bertoa,
publicó el libro "Cuentos para tres voces y una pequeña orquesta". Ese
mismo año fundó el taller Palabra Libre, desde donde coordinó antologías con
trabajos de sus alumnos.
En 1990 creó el taller Alvear 419, y entre 1992 y 1993 estuvo a cargo del taller de narrativa del Centro Cultural General Paz.
José Scangarello obtuvo varios premios en certámenes provinciales y nacionales de literatura, y fue jurado del Primer Concurso Provincial de Cuentos organizado por la Provincia de Córdoba.
Sus relatos aparecieron en revistas como Puro Cuento, dirigida por Mempo Giardinelli, y Papeles de Córdoba, además de en diarios locales y nacionales. En 1994 publicó "Debajo de una luna..." (Editorial Lerner), una antología de sus cuentos que incluye un estudio crítico de María Luisa Cresta de Leguizamón.
Inquieto y apasionado por la cultura, Scangarello coordinó las actividades paralelas de la Feria del Libro de Córdoba entre 1991 y 1994.
El periodismo fue otra de sus pasiones. Colaboró en el suplemento Cultura de La Voz del Interior, y luego en el diario Página 12 Córdoba. (fuente: La Voz del Interior, Córdoba, edición del 4 de agosto de 2004)