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Nouvelle 1: Otras plumas (05)

en Otros Textos

Seda

por Alessandro Baricco.

45.

VIAJARON DURANTE días, hacia el norte, por las montañas. Hervé Joncour no sabía por dónde estaban caminando: pero dejó que el chiquillo lo guiase, sin intentar preguntarle nada. Encontraron dos pueblos. La gente se escondía en las casas. Las mujeres escapaban. Él chiquillo se divertía como loco gritándoles cosas incomprensibles. No tenía más de catorce años. A menudo soplaba dentro de un pequeño instrumento de caña, del cual sacaba los cantos de todos los pájaros del mundo. Tenía el aire de hacer la cosa más bella de su vida.

El quinto día llegaron a la cima de una colina. El chiquillo indicó un punto, delante de ellos, sobre el camino que descendía al valle. Hervé Joncour tomó el catalejo y lo que vio fue una especie de cortejo: hombres armados, mujeres y niños, carros, animales. Un pueblo entero: de viaje. A caballo, vestido de negro, Hervé Joncour vio a Hara Kei. Detrás de él oscilaba una litera cerrada por los cuatro lados con telas de vistosos colores.

 

46.

EL CHIQUILLO bajó del caballo, dijo algo y se marchó. Antes de desaparecer entre los árboles, se dio la vuelta y por un segundo permaneció allí, buscando un gesto para decir que había sido un viaje bellísimo.

—Ha sido un viaje bellísimo —le gritó Hervé Joncour.

Durante todo el día Hervé Joncour siguió, de lejos, la caravana. Cuando la vio detenerse por la noche, continuó por todo el camino hasta que vinieron a su encuentro dos hombres armados que tomaron su caballo y el equipaje y lo condujeron a una tienda. Esperó largo rato, después Hara Kei llegó. No hizo un gesto de saludo. Ni siquiera se sentó.

—¿Cómo has llegado hasta aquí, francés?

Hervé Joncour no respondió.

—Te he preguntado quién te ha traído hasta aquí.

Silencio.

—Aquí no hay nada para ti. Sólo guerra. y no es tu guerra. Vete.

Hervé Joncour sacó una pequeña bolsa de piel, la abrió y la vació en el suelo. Pepitas de oro.

—La guerra es un juego caro. Tú necesitas de mí. Yo necesito de ti.

Hara Kei ni siquiera miró el oro derramado en el suelo. Dio la vuelta y se marchó.

 

47.

HERVÉ JONCOUR pasó la noche en los márgenes del campamento. Nadie le habló, nadie parecía verlo. Todos dormían en el suelo, cerca de los fuegos. Sólo había dos tiendas. Al lado de una, Hervé Joncour vio la litera, vacía; colgadas en las cuatro esquinas se veían pequeñas jaulas: pájaros. De las rejas de las jaulas pendían minúsculas campanitas de oro. Sonaban, ligeras, en la brisa de la noche.

 

48.

CUANDO SE despertó, vio a su alrededor el pueblo que se aprestaba a ponerse en camino. Ya no había tiendas. La litera todavía estaba allí, abierta. La gente subía a los carros, silenciosa. Se levantó y miró alrededor por un largo rato, pero sólo eran ojos de aspecto oriental los que cruzaban los suyos y enseguida se bajaban. Vio hombres armados y niños que no lloraban. Vio los rostros que tiene la gente cuando huye. Y vio un árbol, al borde del camino. Y colgado de una rama, ahorcado, al niño que lo había llevado hasta allí.

Hervé Joncour se acercó y durante un rato se quedó mirándolo, como hipnotizado. Después cortó la cuerda amarrada al árbol, recogió el cuerpo del chiquillo, lo posó en el suelo y se arrodilló a su lado. No era capaz de apartar los ojos de ese rostro. Así, no vio al pueblo ponerse en camino; sólo sintió, a lo lejos, el rumor de aquella procesión que lo acariciaba, remontando el camino. No alzó la mirada ni siquiera cuando oyó la voz de Hara Kei, a un paso de él, que decía:

—Japón es un país antiguo, ¿sabes? Su ley es antigua: dice que existen doce crímenes por los cuales resulta lícito condenar a un hombre a muerte. Y uno es llevar un mensaje de amor de su ama.

Hervé Joncour no apartó los ojos del chiquillo asesinado.

—No llevaba mensajes de amor con él.

—Él era un mensaje de amor.

Hervé Joncour sintió alguna cosa oprimir su cabeza, y doblarle el cuello hacia la tierra.

—Es un fusil, francés. No levantes la mirada, te lo ruego.

Hervé Joncour no comprendió de inmediato. Después sintió, en el rumor de aquella procesión en fuga, el sonido dorado de mil minúsculas campanas que se acercaban, poco a poco, remontaban el camino hacia él, paso tras paso, y si bien ante sus ojos sólo estaba aquella tierra oscura, podía imaginarla, la litera, oscilar como un péndulo, y casi verla, remontar la vía, metro a metro, acercarse, lenta pero implacable, llevada por aquel sonido que se volvía siempre más fuerte, intolerablemente fuerte, siempre más cerca, cerca al punto de acariciarlo, un estruendo dorado, justo delante de él, ahora, exactamente delante de él —en aquel momento— aquella mujer delante de él.

Hervé Joncour levantó la cabeza.

Telas maravillosas, seda, todo en torno a la litera, mil colores, naranja, blanco, ocre, argento, ni una hendidura en aquel nido maravilloso, sólo el rumor de esos colores ondulantes en el aire, impenetrables, más ligeros que la nada.

Hervé Joncour no sintió una explosión destrozarle la vida. Sintió aquel sonido alejarse, el cañón del fusil separarse de él y la voz de Hara Kei decir despacio:

—Vete, francés; y no vuelvas nunca más.

 

49.

SOLAMENTE SILENCIO, en el camino. El cuerpo de un chiquillo, en el suelo. Un hombre arrodillado.

Hasta las últimas luces del día.

 

50.

HERVÉ JONCOUR tardó once días en llegar hasta Yokohama. Corrompió a un funcionario japonés y se procuró dieciséis cartones de huevos de gusano, provenientes del sur de la isla. Los envolvió en paños de seda y los disimuló en cuatro cajas de madera, redondas. Halló un barco para el continente, y a principios de marzo llegó a la costa rusa. Escogió la vía más al norte, buscando el frío para bloquear la vida de los huevos y alargar el tiempo que faltaba para que se abrieran. Atravesó a marchas forzadas cuatro mil kilómetros de Siberia, cruzó los Urales y llegó a San Petersburgo. Compró a peso de oro quintales de hielo y los cargó, junto con los huevos, en la bodega de un mercante directo a Hamburgo. Necesitó seis días para llegar. Descargó las cuatro cajas de madera, redondas; salió en un tren directo hacia el sur. Después de once horas de viaje, apenas salidos de un sitio llamado Eberfeld, el tren se detuvo para reaprovisionarse de agua. Hervé Joncour miró alrededor. Picaba un sol veraniego sobre los campos de grano, y sobre todo el mundo. Sentado frente a él estaba un comerciante ruso: se había quitado los zapatos y se daba aire con la última página de un periódico escrito en alemán. Hervé Joncour se puso a mirarlo. Vio las marcas de sudor en la camisa y las gotas que le perlaban la frente y el cuello. El ruso dijo algo, riendo. Hervé Joncour le sonrió, se levantó, tomó las maletas y bajó del tren. Lo recorrió hacia atrás hasta el último vagón, un vagón de carga que transportaba pescado y carne conservados en el hielo. Escurría agua como una palangana acribillada por mil proyectiles. Abrió la portezuela, subió al vagón y una tras otra tomó las cajas de madera, redondas; las sacó y las puso en el suelo, al lado del andén. Después cerró la portezuela y se puso a esperar. Cuando el tren estuvo listo para salir, le gritaron que se apresurara y que subiera. Él respondió sacudiendo la cabeza e insinuando un gesto de despedida. Vio el tren alejarse y después desaparecer. Esperó hasta no sentir ni siquiera el rumor. Después se inclinó sobre una de las cajas de madera, quitó los sellos y la abrió. Hizo lo mismo con las otras tres. Lentamente, con cuidado.

Millones de larvas. Muertas.

Era el 6 de mayo de 1865.

 

51.

HERVÉ JONCOUR entró en Lavilledieu nueve días más tarde. Su mujer Hélene vio de lejos la carroza subir por la alameda. Se dijo que no debía llorar y que no debía escapar.

Bajó hasta la puerta de ingreso, la abrió y se detuvo en el umbral.

Cuando Hervé Joncour llegó cerca de ella, sonrió. Él, abrazándola, le dijo

—Quédate conmigo, te lo ruego.

Esa noche se quedaron despiertos hasta tarde, sentados en el prado delante de la casa, uno al lado del otro. Hélene le contó de Lavilledieu, y de todos esos meses pasados esperando, y de los últimos días, horribles.

—Estabas muerto.

Dijo.

—Y no quedaba nada hermoso en el mundo.

 

52.

EN LAS GRANJAS de Lavilledieu la gente miraba las moreras cargadas de hojas y veía la propia ruina. Baldabiou había encontrado algunas partidas de huevos, pero las larvas morían apenas salían a la luz. La seda cruda que se logró recabar de las pocas larvas sobrevivientes bastaba apenas para dar trabajo a dos de las siete hilanderías del pueblo.

—¿Tienes alguna idea? —preguntó Baldabiou.

—Una—respondió Hervé Joncour.

Al día siguiente anunció que haría construir, en esos meses del verano, el parque de su villa. Contrató hombres y mujeres en el pueblo por docenas. Desboscaron la colina y nivelaron el perfil, haciendo más suave el declive que conducía al valle. Con árboles y setos diseñaron sobre la tierra laberintos leves y transparentes. Con flores de todo tipo construyeron jardines que se abrían como claros, sorpresivos, en el corazón de pequeños bosques de abedules. Hicieron llegar el agua desde el río y la hicieron bajar, de fuente en fuente, hasta el límite occidental del parque, donde se recogía en un pequeño lago rodeado de prados. Al sur, en medio de los limoneros y los olivos, construyeron una gran jaula. Hecha de hierro y madera, parecía un bordado suspendido en el aire.

Trabajaron cuatro meses. A fines de septiembre el parque estuvo listo. Nadie, en Lavilledieu, había visto nada parecido. Decían que Hervé Joncour había gastado todo su capital. También decían que había regresado cambiado, tal vez enfermo, del Japón. Decían que había vendido los huevos a los italianos y que ahora tenía un patrimonio en oro que lo esperaba en los bancos de París. Decían que si no hubiera sido por su parque, se habrían muerto de hambre ese año. Decían que era un estafador. Decían que era un santo. Alguien decía: tiene algo por dentro, como una especie de infelicidad.

 

53.

TODO LO que Hervé Joncour dijo sobre su viaje fue que los huevos se habían abierto en un lugar cercano a Colonia, y que el sitio se llamaba Eberfeld.

Cuatro meses y trece días después de su regreso, Baldabiou se sentó frente a él sobre la orilla del lago, en el límite occidental del parque, y le dijo:

—Tarde o temprano, de todos modos, tendrás que decirle a alguien la verdad.

Lo dijo quedo, con fatiga, porque no creía, nunca, que la verdad sirviera de algo.

Hervé Joncour dirigió la mirada hacia el parque.

Todo en derredor era otoño, falsa luz.

—La primera vez que vi a Hara Kei llevaba una túnica oscura, estaba sentado con las piernas cruzadas, inmóvil, en una esquina del cuarto. Extendida a su lado, con la cabeza apoyada en su regazo, había una muchacha. Sus ojos no tenían un aspecto oriental, y su rostro era el rostro de una chiquilla.

Baldabiou estuvo oyendo, en silencio, hasta el final, hasta el tren de Eberfeld.

No pensaba nada.

Escuchaba.

Le hizo daño oír, al final, que Hervé Joncour dijera quedo:

—Nunca oí ni siquiera su voz.

Y después de una pausa:

—Es un dolor extraño.

Quedo.

—Morir de nostalgia por algo que no vivirás jamás.

Subieron por el parque caminando uno al lado del otro. La única cosa que Baldabiou dijo fue:

—¿Pero por qué diablos hace este frío de mierda?

Lo dijo de un momento a otro.

 

54.

Al COMIENZO del nuevo año —1886— Japón declaró oficialmente lícita la exportación de huevos de gusano de seda.

En el siguiente decenio, la sola Francia llegaría a importar huevos japoneses por diez millones de francos.

Desde 1869, con la apertura del canal de Suez, llegar a Japón, por otra parte, habría significado no más de veinte días de viaje y poco menos de veinte días volver.

La seda artificial sería patentada, en 1884, por un francés llamado Chardonnet.

 

55.

SEIS MESES después de su retorno a Lavilledieu, Hervé Joncour recibió por correo un sobre color mostaza. Cuando lo abrió, se encontró siete hojas de papel, cubiertas por una densa y geométrica escritura: tinta negra, ideogramas japoneses. Además del nombre y la dirección en el sobre, no había una sola palabra escrita en caracteres occidentales. Por los timbres, la carta parecía provenir de Ostende.

Hervé Joncour la hojeó y la observó largamente. Parecía un catálogo de huellas de pequeños pájaros, compilado con meticulosa locura. Era sorprendente pensar que en vez de eso eran signos, es decir, cenizas de una voz quemada.

 

[quinta entrega, de una serie de seis]

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