Dos relatos que reflejan la dura realidad de un pueblo. Una gente sojuzgada, durante siglos, por el colonizador blanco, que sin embargo todavía resiste...
La Teresa *
por Susana Cereijo.
RAMÍREZ
TRABAJABA EN EL ÚLTIMO puesto de la estancia. Lo mandaron allí por provocador y
por llevarse mal con sus compañeros. Cuando se enojaba sacaba rápido el
cuchillo. El invierno era difícil y en el puesto de Pichileufu más difícil aún.
Con la nevada se cerraban los caminos. Ni con el caballo podía uno contar.
Él siempre estaba solo. Tenía casi cuarenta años. No se le conocían mujeres. Era
limpio, prolijo con su persona y con su trabajo.
Un día del mes de octubre apareció de madrugada en la estancia. Su expresión era
casi alegre.
--Patrona, para el mes próximo traigo a mi mujer al puesto.
--Lo felicito --le dije--. Pase por aquí, así la conozco.
Llegaron a caballo. La paisana era chiquita, se llamaba Luisa. Tenía cara de
mala y rengueaba. Resultaba imposible calcularle la edad. Sus ojos negros y
oblicuos no miraban a ninguna parte. La acompañaban dos chicos. La Teresa, de
diez años, con formas de mujer de veinte, cara redonda, retacona, el pelo negro
muy cortito. El varón, de seis años y al que le decían Patito, tenía el tamaño
de una criatura de dos.
--Es hijo de una hija que malparió --me explicó Luisa--. No creció más por el
abandono-- continuó confidencial. Mirando al pequeño le dijo: --A ver, Patito,
guiñale el ojo a la señora--. Patito quiso hacer un gesto simpático que no fue
más que una mueca patética.
Así llegó la Teresa a la estancia.
Los primeros meses casi no tuvimos noticias de ellos. Sabíamos que Luisa estaba
embarazada, lo que nos llamó la atención ya que parecía tener muchos años.
Teresa comenzó a venir con Ramírez cuando él tenía que hacer algún trabajo en el
casco. Se quedaba esperándolo en la cocina del personal. Varias veces la vi
allí. Caminaba entre las mesas donde comían los peones. Sonreía
provocativamente. Verla era doloroso. Tenía sólo diez años. Los hombres le
regalaban caramelos y alguna baratija que traían los mercachifles. ¿Dónde había
perdido su infancia? ¿Cómo se había encontrado de golpe con esa adultez
lastimosa? Nada en ella parecía real. En el fondo de esa mente, creo yo, debía
existir alguna ilusión infantil.
Me descubrí angustiada, pensando más de lo deseado en Teresa. Era para mí un
desafío ayudarla a ganar una dura lucha. Me decidí y hablé con Ramírez:
--No me gusta que Teresa esté siempre entre los hombres --le dije--. No sabe
leer ni escribir, quisiera tenerla un tiempo en mi casa.
Al rato apareció con la chica, que desafiante como un gallo de riña me increpó:
--No quiero vivir con usted, y menos ser su sirvienta.
--Nunca pensé que vinieras a servirme ¿No comprendés que te quiero ayudar?
Ella rápido respondió:
--¿Para qué?, algo querrá ganar o sacarme, nadie lo ayuda a uno por nada.
Su inmediata respuesta me hizo comprender que quizás era yo la que no entendía.
Tercamente insistí:
--Quiero que vuelvas a ser una niña, intentémoslo juntas.
--Usted quiere hacer pruebas conmigo, señora, lo que se fue se fue y lo que pasó
no vuelve. Sus libros no sirven para ayudarme. Déjese de joder. Déjeme
tranquila.
Quise tocarla y se retobó como un animal esquivo:
-Mire, mi hermana fue a trabajar en una casa del pueblo, una casa como la suya.
Le dijeron que querían que aprendiera a leer, que era para ayudarla. ¿Sabe cómo
volvió? Con la panza llena. Ella repetía que era el hijo del patrón. Murió
cuando nació Patito. El chico nunca la conoció.
Los meses pasaron. Se comentaba que Ramírez le compraba ropa a la Teresa y que
vivía con ella.
Una noche de setiembre torearon los perros. Oí algo parecido a un gemido. Salí
con una linterna. En el suelo, casi desfallecida, estaba Teresa. Había venido
caminando desde Pichileufu. Su madre la había echado del puesto.
--Celos, tiene celos --decía con rabia--. Él me prefería a mí, al final no era
mi viejo. ¿Por qué no? --repetía.
Comprendí que para ella lo sucedido era parte de la vida. Nada se apartaba de lo
que debía ser su historia. A Luisa la había pasado lo mismo.
A la mañana siguiente me pidió que la llevara a Bariloche, que la dejara en
alguna casa conocida. A la policía no, repetía con insistencia. Era la primera
vez que imploraba. Una vez ubicada en el pueblo, me obligué a sacarla de mis
pensamientos.
Transcurrieron nueve años desde su partida. Mi hija Laura estaba de visita en la
casa de una amiga en Bariloche. Al llegar a buscarla me abrió la puerta una
pequeña mapuche de unos ocho años.
--¡Teresa! --exclamé.
--Teresa es mi mamá, señora. ¿Quiere que la llame?
De la puerta de la cocina, silenciosamente, surgió la figura de Teresa. Sonrió
al verme, me tendió la mano y susurró:
--¿Vio que linda es mi hija, señora?
--Es tan parecida a vos que pensé que el tiempo se había detenido.
--El tiempo no se detiene ¿se acuerda? Usted quería que yo fuera una nena, pero
ya no se podía.
Mirándome a los ojos, con timidez, dijo:
--Hoy, con su ayuda, quiero enseñarle a mi hija que en este mundo existen casas
de muñecas.
***
Los Manillanca *
por Susana Cereijo.
NADIE
CONOCÍA EL ORIGEN DE esos gemelos de tez oscura y expresión salvaje. Los peones
los consideraban algo propio. Eran parte del lugar. En las madrugadas, sentados
en el piso de la matera, esperaban que Ramón, el cocinero, abriera la puerta que
cerraba con candado. Eran iguales; mirarlos llevaba a confusión. Se
diferenciaban por una cicatriz en la mejilla; Gerardo en la izquierda, Luis en
la derecha. Por la mañana tomaban el tazón de cascarilla y desaparecían hasta la
hora del almuerzo.
Los más viejos decían que llegaron a la estancia con un mercachifle, cuando no
tenían más de ocho años. El hombre los había encontrado cerca de la mina de Pico
Quemado. Los dejó en la cocina.
--Escuchen la radio --recomendó--, en una de esas alguien los reclama.
El tiempo pasó. Nadie quiso llevarlos al Hogar de Niños; les dio lástima que los
separasen. Siempre estaban juntos. Hablaban entre ellos en un dialecto
incomprensible. Solían perderse con los caballos y volver casi de noche con
alguna liebre o zorro atado con tientos a los cueros.
Pasaron los años. Se convirtieron en dos adolescentes fuertes, de baja estatura,
muy morrudos. Yo los conocí cuando tendrían dieciocho o veinte. En la zona eran
los famosos mellizos Manillanca. Impenetrables, corajudos, nunca se consideraron
empleados de la estancia, ni cobraban sueldo alguno. En su vagabundez eran
libres. Era evidente que a su manera amaban la vida. Los respetaban porque les
temían; no se sabía qué pasaba por sus mentes. Eran de reacciones rápidas con el
rebenque o con el cuchillo.
Dormían al sereno abrazados invierno y verano, a veces tapados con un poncho de
castilla o cubiertos por unas chapas. Los rodeaban infinidad de gatos de todos
los pelajes. Eran seres en el límite de lo humano.
Un día apareció un vendedor de baratijas acompañado por esa mujer vestida de
colores. El revuelo fue terrible. El tono rubio de sus cabellos y el rosado de
sus mejillas brillaba entre la oscuridad de tantos ponchos. Cuál fue el arreglo
del vendedor con el cocinero, nunca se supo, pero Juana se quedó en la estancia.
Ese paraje tranquilo, rutinario, se convirtió en un lugar tumultuoso. Todos
competían a su manera. Los encargos que debíamos traer del pueblo eran de lo más
variados: "Un panqueik y un can can, algunos collares que le gusten a usted,
patrona", se sucedían los pedidos.
Todos aceptaban que el cocinero era el propietario de Juana:
--El hombre me la dejó encargada a mí; no quiero que tenga problemas-- repetía
cauteloso.
Solamente Luis y Gerardo continuaban con la vida de siempre.
La estancia brillaba con el resplandor de tantas fajas y bombachas recién
estrenadas. Sospechábamos que los sueldos de los admiradores pasaban a las manos
de Juana. Todo era un hervidero de pasiones y odios contenidos. Los hombres se
miraban entre sí con recelo. Juana, desde su asiento, con los ojos pintados de
violeta, marcaba con un gesto su alegría o desacuerdo con alguna actitud. Creo
que fue el capataz el primero en darse cuenta de que algo terrible sucedería.
--Hay que sacar a esta mujer de aquí cuanto antes, patrón, rapidito. Si no, va a
haber una desgracia.
Una helada mañana de junio nos despertó el ruido de un motor y unos fuertes
golpes en la puerta.
--Es la autoridad --gritaban--, denunciaron que aquí ha habido una muerte.
Nos vestimos con rapidez. Dos gendarmes gordos y bigotudos nos miraban con
severidad.
--Vengan con nosotros, traigan sus documentos.
En el piso de la cocina yacía Juana. A su lado, Gerardo, con las manos
ensangrentadas, la miraba impasible. Luis, de pie junto a él, era el perro
guardián.
--No hay ninguna duda, aquí tenemos al culpable --dijo uno de los policías
mientras esposaba al gemelo.
Apenas alcanzó la fuerza de varios para sujetar a Luis cuando vio que se
llevaban a su hermano. Sus gemidos de dolor y sus gritos de rabia han vuelto a
mi memoria muchas veces en estos años.
Muchas eran las cosas que no coincidían. Las circunstancias aparecían
insuficientes y engañosas. Sin embargo, callamos. Los hermanos jamás se habían
acercado a la mujer. La autoridad había resuelto y no podía equivocarse. Al no
saber hablar como el resto de la gente no pudieron defenderse, pero sabían que
el estar juntos era lo más importante. La vida así lo había dispuesto y ellos
respetaban su mandato. ¿Por qué nadie acudió en su ayuda? ¿Fue el miedo a la
policía, la difícil personalidad de los gemelos o el escaso sentido de justicia
que nos invadió a todos por igual?
Luis desapareció al día siguiente; llegó a la comisaría guiado por su olfato y
la fuerza de su amor fraternal. Estuvo días y días sentado en la vereda, tirando
mordiscos a los que por lástima o curiosidad se acercaban a él con un plato de
comida. Empezó a desfallecer. Ordenaron llevarlo a la sala de primeros auxilios.
No era decorosa la visión de ese hombre sucio que día y noche miraba la ventana
de la alcaldía, tirado en medio de la calle principal.
Gerardo fue interrogado sin éxito. Gracias a un médico comprensivo, se dieron
cuenta de que no entendía lo que le preguntaban. Para la justicia las evidencias
eran irrefutables, la sangre en las manos era la prueba definitiva que daría fin
a su libertad.
Dos meses más tarde, Luis murió repitiendo el nombre de su hermano. Gerardo no
llegó jamás a la justicia provincial. Se ahorcó con su faja vieja y raída.
Años después nos enteramos que el vendedor de baratijas, con el dinero que
aquella noche robó a Juana, se había instalado en un paraje del Sur y era
candidato a intendente...
***
* dos cuentos pertenecientes a "El sur
inextinguible" de
Susana Cereijo
(Grupo Editor Latinoamericano, mayo de 1977, 96 páginas).
"Susana Cereijo conoció la Patagonia a la edad de 27 años, cuando se instaló
a vivir con su familia al pie de la Cordillera en la zona de Pilcaniyeu,
provincia de Río Negro. El sur inextinguible nació entonces a partir de
aquel encuentro con el suelo patagónico y su gente, la gente mapuche. La propia
autora nos dice en el prólogo que 'estos relatos expresan mi admiración por la
lucha silenciosa con que este grupo humano defiende su modo de vida y su
identidad'. Así surgieron estos cuentos, desde la tierra misma, y desde el amor
de Susana hacia aquellos parajes de viento y silencio que ejercen un extraño
encantamiento sobre todos los seres que los transitamos." (Fragmento del
texto en la contratapa, por Teresa Pereda)
"... Sé que el lector, como a mí también me ocurrió, pensará, al leer estas
historias, que en este pueblo ha predominado un fatalismo autodestructivo. No es
así, los mapuches viven su realidad intensamente. Cuando se niegan al cambio,
cuando impasibles aceptan una injusticia, cuando vuelven una y otra vez con el
'huinca' menos considerado ignorando al que quiere ayudarlos, toman una posición
clara y directa respecto de lo que su cultura significa para ellos. Están
diciéndonos con entereza que no pueden ni quieren mezclarse con nosotros, que no
nos aceptan, que para ellos somos y vamos a seguir siendo usurpadores y
perturbadores de sus costumbres. Cada uno de sus actos tiene una explicación
clara y coherente. Cada uno de sus actos nos comunica que son diferentes."
(La autora, en un fragmento del prólogo)
En estos 'Caprichos' pueden aparecer textos muy diversos. Espero que estos
cuentos les gusten, a mis lectores fieles, persistentes, tanto como a mí. Un
saludo. Clarke.