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Apuntes: Otras plumas (16)

en Gays

Bambino *
por Juan José Hernández

AYER, AL OÍR EL TIMBRE DEL CARTERO, salí a la puerta de calle a recibir la correspondencia. Contrariaba, a sabiendas, una orden de papá, pero valía la pena arriesgarme. Como lo imaginaba, había una carta de Buenos Aires dirigida a mí, que guardé de inmediato en un bolsillo del pijama. No me resultaba difícil adivinar su contenido.

A esa hora de la mañana el calor ya era sofocante. Aunque protegidas por el toldo que cubre el patio, las begonias se veían mustias; los pájaros, con las alas flojas, permanecían silenciosos en sus jaulas; la gata bostezaba en el sillón de la galería donde mamá, después de almorzar, hojea revistas de moda porque no soporta el ruido del ventilador que papá invariablemente pone a funcionar no bien se acuesta a dormir la siesta.

Al volver a mi cuarto me detuve un momento en el umbral de la sala, tan fresca y agradable gracias a la sombra del jacarandá de la vereda. Hasta hace poco había allí un piano, pero papá lo vendió en un remate para cortar por lo sano, sentenció, luego de un episodio que me avergüenza recordar.

Creo que el ventilador es un pretexto de mamá para leer con tranquilidad El Hogar y Rosalinda, sus revistas preferidas, sin necesidad de soportar los ronquidos leoninos de papá, que por lo demás casi desborda la cama matrimonial con su corpulencia.

Por lo que me contaron, el carácter un tanto excéntrico de mamá se agudizó como consecuencia de mi nacimiento: se ponía sombrero y guantes para acostarse, y al salir de compras, en vez de una cartera, llevaba doblado bajo el brazo un corsé. En realidad, fui el culpable de su crisis al negarme a venir al mundo en el término normal fijado por la naturaleza. Instalado cómodamente en el vientre de mamá, tuvieron que desalojarme a la fuerza con pinzas de acero cuyas huellas amoratadas llevé de niño en los pómulos y que se borraron con los años. Nací con cinco quilos de peso, algo que en un principio halagó la vanidad de papá a juzgar por un retrato en que sonríe de oreja a oreja con su rollizo bebé en los brazos.

La noche en que mamá, sonámbula y en camisón, trepó a lo alto de la cornisa del patio, papá resolvió traer una enfermera para que cuidara de ella y de mí cuando por motivos de trabajo él debía ausentarse de la provincia. Así fue como apareció la Mercedes Zárate, que al principio trabajaba por horas y que después, encariñada con nosotros, se quedó en la casa y ocupa todavía el cuarto de servicio, cerca del gallinero. No ignoro que las malas lenguas dicen que papá la había conocido mucho antes, en un bailable de pésima fama que frecuentaba de soltero, comentario que jamás me preocupó. Mis sentimientos hacia la Mercedes son de gratitud. En una oportunidad, su providencial aparición impidió que mamá, distraída, me sumergiera en un lavatorio de agua hirviendo cuando se disponía a bañarme. Este percance, que puso en peligro mi vida, y la obstinada negativa de mamá a cumplir con sus deberes conyugales, determinaron su internación en una clínica, de la que salió bastante restablecida al cabo de un año, pero con los dientes rotos, la mirada opaca y el pelo canoso.

Es probable que durante la internación de mamá la Mercedes, conocedora del temperamento fogoso de papá, haya tomado la iniciativa de aliviar una abstinencia cuyas involuntarias fisuras percibía al retirar su ropa del canasto y enviarla al lavadero. Esto explicaría su turbación la vez que al volver del colegio una hora antes de lo habitual, la sorprendí arrodillada ante papá con el pretexto de atarle los cordones de sus zapatos. En cierto modo, su forma de actuar se asemeja a la de una persona precavida que abre un escape de vapor en una caldera a punto de reventar. Porque la energía de papá es incontenible como una marea y superior a la de los demás hombres. En una ocasión fui testigo de esa superioridad; yo tendría cinco años, y a veces él me sacaba a pasear por el parque 9 de Julio en su cupé Ford descubierta, o me llevaba al Club de Viajantes donde se reunía con sus amigos a jugar a las cartas o al billar mientras su bebé se hamacaba en un columpio y engullía cucuruchos de helado de crema. Aquella noche, al abandonar el club, papá y sus amigos, que habían bebido mucha cerveza, resolvieron hacer un torneo de competencia. Tambaleándose, se internaron por una calle desierta para detenerse frente a un paredón de ladrillos. Parados en el cordón de la vereda con las piernas abiertas, bajo la luz mortecina de un farol, cada cual se dispuso a obtener la victoria. El chorro de papá fue el más potente; un vibrante arco ambarino que atravesó la calle de tierra y humedeció el paredón. Mi modesta participación en el torneo provocó la risa de todos. Hasta el presente, soy incapaz de emular esa hazaña de papá; tampoco he podido, como lo hace él, destapar una botella de gaseosa con los dientes, o bañarme en invierno con agua fría. La Mercedes suele decirme, en tono burlón, que con las mangas de una camisa de papá ella podría confeccionarme un pantalón. Debo reconocer que, a pesar de sus años, papá se conserva bastante bien, aunque gran parte de su aspecto juvenil se deba a una faja elástica que usa permanentemente y a su pelo y bigote retintos que la Mercedes se encarga de retocar con un pincel.

Ser distinto de papá tiene sus ventajas: mi rostro redondo y lampiño, mi pelo rubio y mis ojos azules, me dan un aire infantil que justifica mi apodo. En los últimos meses, a la par de un ligero enronquecimiento de mi voz, he notado la aparición de algunos pelos sobre mi labio superior y en mis pantorrillas, que me apresuré a arrancar con una pinza de cejas. En esta provincia tórrida, ha de ser una tortura tener esa vellosidad de papá que desborda en su camiseta; trepa, rasurada y celeste, por su nuez de Adán y sus mejillas; reaparece en su bigote; asoma como un yuyal en sus orejas y se arremolina en sus cejas fruncidas, amenazadoras. Cuando se enoja, su aspecto es aterrador. Es comprensible el pánico que se apoderó de don Giovanni Frascati, mi profesor de piano, cuando papá salió detrás del biombo de la sala, donde estaba escondido, gritando como un energúmeno. Pero la víctima inocente fue el piano, que se vendió tirado en un remate.

No obstante la simpatía que mamá le demostraba a don Giovanni (es un perfecto caballero, un europeo, solía decir de él) no movió un dedo en su favor, y en un primer momento hasta pareció que aprobaba la brutalidad de papá en aquella ocasión. Pero con mamá nadie sabe nunca a qué atenerse. Uno la cree en Babia y en el fondo lo ha comprendido todo.

A decir verdad, don Giovanni era un músico mediocre: había nacido en Nápoles donde se recibió de profesor de piano, especializado en la enseñanza de la técnica del pedal. Precisamente, a esa tarea estaba entregado el día del escándalo. Debido a mi escasa estatura, apenas podía yo alcanzar los pedales con la punta de mis zapatos. Fue entonces que don Giovanni me hizo sentar sobre sus rodillas y apoyar mis pies encima de los suyos para distinguir de ese modo los matices de sonidos en el Claro de Luna de Beethoven. No hubo manera de explicárselo a papá, que amenazó con denunciarlo a la policía.

Don Giovanni, asustado, tomó el primer tren a Buenos Aires. Yo, hábilmente, pude salir airoso de los interrogatorios a que me sometió papá y al mismo tiempo hacerlo desistir de su propósito de corroborar mi inocencia con un médico.

A partir de ese día, se ha desatado una guerra entre papá y yo. Debo vestirme como los demás chicos y no con esas camisas que la Mercedes me cose utilizando algunos vestidos viejos de mamá; olvidarme de la música, o bien resignarme a cambiar el piano por el violín, instrumento que a él se le antoja más apropiado para un varón, así como un ovejero alemán es un perro más acorde con un chico que un caniche o un Lulú de Pomerania. Lástima. La Mercedes me había prometido un pijama de seda cruda. Mamá le ha confiado la llave de su ropero, repleto de ropa pasada de moda que jamás volvió a usar después de su internación; desde entonces sólo se viste con amplias camisolas que disimulan su extrema delgadez. Parecería no importarle la familiaridad de la Mercedes con papá, y mantiene hacia ella una actitud distante, silenciosamente despectiva, salvo algunas noches de luna en que pierde su habitual compostura. Entonces la insulta, la llama mulata hocico negro.

Estoy ahora en la sala, angustiado ante la idea de que pronto me iré de casa para siempre. Me gusta este lugar silencioso y dorado, con su vitrina de abanicos preciosos, que pertenecieron a la familia de mi mamá, y un viejo narguile de Oriente, reliquia de mi abuelo paterno. Como es verano, las persianas de los balcones están cerradas, las sillas enfundadas, y un tul cubre la araña para protegerla del polvo. Las flores del empapelado de la pared se ven mucho más nítidas en el sitio que ocupaba el piano.

Tengo conmigo la carta de don Giovanni y el pasaje a Buenos Aires que la acompañaba. Por momentos me parece oír los primeros compases del Claro de Luna que él, con exagerada lentitud, empieza a modular, su voz acariciadora que susurra a mi oído: Bambino, Bambino. ¿Por quién decidirme? Rompo la carta y el pasaje dispuesto a continuar hasta el final la encarnizada batalla con papá.

Aquella tarde, poco antes de empezar la clase, gracias al espejo que reflejaba un rincón de la sala, pude descubrir a papá agazapado detrás del biombo. Al principio pensé en evitar el fatal desenlace, pero fue mayor la tentación de provocar su cólera, peligrosa y magnífica, semejante a la erupción de un volcán. Debió sentirse derrotado al ver que yo reía, feliz y un poco aturdido por el par de bofetadas que acababa de propinarme, mientras don Giovanni huía como un conejo ante la sombra inesperada del cazador.


(en Así es mamá, Seix Barral, Buenos Aires, 1996)

 

* cuento transcripto desde la compilación de Leopoldo Brizuela "Historia de un deseo. El erotismo homosexual en 28 relatos argentinos contemporáneos" (Ed. Planeta, 2000, 328 páginas), donde también se reseña al autor:

"JUAN JOSÉ HERNÁNDEZ. Nació en Tucumán en 1932. Periodista, traductor [ver su versión de poemas de Verlaine en mi selección 'Apuntes: Otras plumas (1)'], coordinador de talleres literarios. Sus primeros libros de poesía: Negada permanencia (1952), La siesta y la naranja (1952), Claridad vencida (1957), se caracterizan por un lirismo lacónico, intenso y profundamente sensual, que encuentra en el paisaje de provincia sus principales metáforas; un libro reciente, Cantar y contar (1999) inaugura una modalidad nueva, los «retratos», extensos poemas narrativos dedicados a personajes homosexuales del pasado. Sus dos volúmenes de cuentos, El inocente (1966) y La favorita (1977), le han ganado un sitio impar en la narrativa argentina: sencillez, virtuosismo en la reproducción del habla tucumana, agudo manejo de la ambigüedad, son las herramientas con que refleja sin alardes ni piedad una sociedad feroz. Hernández publicó también una novela, La ciudad de los sueños (1972). En muchísimos de sus textos el deseo homosexual está presente no sólo como vivencia de sus personajes, sino como generador de un modo muy particular de mirar el mundo: lateral, irónico, muchas veces implacable.

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