La ninfómana de mi noche de jogging
por Clarke.
"¡Oh, no, por favor no!", gritó ella. "¡No, por favor, es muy grande, me va
a lastimar, me partirá en dos!", sonreí para mis adentros. Me encantaba cómo esa
hembra exageraba su actuación, a sabiendas del efecto que causaba eso en mí.
Nada
me excita tanto como coger con desconocidas. La libertad que impone el contacto
con una persona que no he visto antes (y que probablemente no volveré a ver) es
una de las experiencias más emocionantes que se puedan imaginar. No hay
espectativas, nadie se siente aburrido, no se establecen pautas. Y lo mejor de
todo es que brinda la posibilidad de intentar nuevos roles. Puede transformarse
uno en lo que desee: un pervertido, una víctima, un voyeur... Pero yo no conocía
nada de esto antes de la mágica noche que pasé con ella.
Ni sabía cuál era su nombre cuando la vi de pie en su dormitorio. Yo había
estado trotando esa noche por el barrio, una variación en mis habituales
excursiones en bicicleta en que realizaba recorridos más largos, cuando de
pronto me detuve junto a un cerco al sentir un tirón en el tobillo. No era nada
serio, pero por esa jornada no podría seguir corriendo. Comencé a caminar,
abreviando el regreso a casa tomando algunas cortadas que casi no conocía. Era
una noche de finales de marzo, algo fresca, y ya estaba oscuro. Una noche
sensacional para correr.
De repente descubrí un parquizado que confundí al principio con una plazoleta.
Era en realidad el jardín de un conjunto de departamentos, en varios bloques de
tres plantas distribuidos entre árboles y senderos ajardinados, en un terreno
con ondulaciones y declives, como todo aquel sector de la ciudad. Sentí que
invadía una zona privada aunque los senderos se prolongaban desde la acera y
permitían circular libremente hasta la entrada de los edificios; de todos modos
no había nadie por allí. Tuve que detenerme porque me sentía más lastimado de lo
que había imaginado. Me senté apoyando la espalda en un muro de ladrillo,
tratando de recuperar el aliento. Sentí un ruido junto a mí; me sorprendí, en
ese instante no pude determinar de qué se trataba. Aguzando el oído, sentí otros
ruiditos y hasta el canto de algún ave nocturna, pero lo que sobresalía en esa
sinfonía eran una serie de gemidos animales prolongados, el sonido de una mujer
durante el coito.
Me di vuelta y me arrodillé, pensando que podría espiar a alguna pareja,
revolcándose cerca de mí en algún rincón de ese amplio parquizado, o por la
ventana de alguno de los departamentos. Miré hacia la del más cercano,
entreabierta, en un primer piso -que desde mi posición en el terreno parecía
casi un entrepiso- y descubrí, entre las ondulaciones que una leve brisa provoca
en un delgadísimo cortinado, a una rubia semidesnuda, estremeciéndose en una
sesión de autoerotismo. Llevaba puesto un camisoncito, de manera que no pude ver
sus pechos del todo al comienzo, pero había anudado el biquini en un tobillo, y
las manos iban y venían, frenéticas, de los genitales al abdomen, mientras ella
se hundía en su orgasmo.
--¡Oohhh, métemela, métemela! --le oí decir entre gemidos, pero a los pocos
segundos decía rogando--: No, no, ¡no lo hagas! ¡Es muy grande, por favor!
Pensé inmediatamente en una de esas mujeres que gustan de luchar y resistirse,
pretendiendo que odian que las posean cuando en realidad es lo que más les
gusta. La chica y sus contorsiones me afectaron profundamente, mi verga en
completa erección parecía a punto de escaparse de mis shorts de jogging si no
hacía algo con ella, y fue entonces cuando tuve ese impulso. ¡Trepé a su balcón
y en un solo movimiento terminé de abrir la ventana!
Ella hacía tanto ruido masturbándose... No me sorprendió que no se percatara de
mi irrupción. Pero una vez que estuve adentro, junto a su cama, iluminado por la
tenue luz del velador, ella se alteró. Abrió los ojos y se le aflojó la
mandíbula, como si estuviera a punto de dar un grito de auxilio. Pero
inmediatamente desvió sus ojos hacia mi entrepierna y se quedó con la mirada
allí, como hipnotizada. La enorme erección, que la delgada, elástica -y
convenientemente sudada- tela del short no hacía más que destacar, debió
resultarle muy atractiva. Comenzó a lamerse los labios. Era una puta calentísima
cuyos genitales inflamados podía ver ahora yo en primer plano, entre sus piernas
separadas.
--Lo que querés es que te la metan, ¿no es cierto? --le dije acariciándome el
miembro duro por encima del pantalón--. Querés que te metan algo grande, y
duro... reconocelo.
La seguí mirando mientras me bajaba la prenda. Mi pija saltó al aire, morada por
la sangre urgente que la invadía y palpitante ante la mirada de la chica.
Mientras sus manos iban en busca de sus tetas, asintió con la cabeza a la vez
que apretaba unos pezones redondos y puntiagudos. Levantó uno de esos adorables
pechos y comenzó a lamérselo.
-Tenés unas tetas hermosas --le dije suavemente, acercándome--. Apuesto a que
nunca usás corpiño y por la calle los hombres se dan vuelta para mirarte,
enloquecidos. Y seguro que eso te calienta... mucho --terminé, mientras les daba
un delicado pellizcón a cada uno de los pezones, viendo que se endurecían aún
más.
Ella gimió y cerró los ojos, arqueando ligeramente la espalda como si a través
del lenguaje de su cuerpo me dijera que había otros sitios más sensibles de ella
que yo estaba habilitado a acariciar con mis manos. Bajé una hasta su raja.
Tenía la vagina empapada. Sentí su vello suave y ondulado. Le separé bien los
muslos, luego metí el pulgar en la resbalosa hendidura mientras usaba el dedo
mayor para sentir su ano.
--¡Lo que a vos te gusta es que te la metan en los dos agujeros! --le dije
mientras demoraba mis caricias en su entrepierna. Ella se contorneaba muy
complacida por el contacto. La excitaba enormemente sentirse dominada y a mí me
estaba enloqueciendo cada vez más ese juego.
--Lo necesitás mucho... --me lancé sobre la rubia calentísima, hace instantes
una completa extraña--, pero primero vas a tener que mostrarle a mi verga cuánto
la deseás.
Le metí los dedos en la concha de manera de sacar una buena porción de sus
jugos. Luego introduje un par de dedos en su ano. Ella se sacudió con violencia,
bamboleando su cabeza mientras yo probaba los dos orificios. Cuando la tuve a la
puerta del orgasmo, saqué los dedos de su interior y le ordené levantarse de la
cama:
--Arrodillate, puta. Sacáte ese estúpido camisón, quiero verte el trasero
desnudo. Quiero ver cómo jugás con tu cuerpo mientras me pedís que te deje
chupármela.
Ella salió de la cama y lanzó lejos el camisoncito en un movimiento aparatoso.
Yo me senté y me quité la remera. Ella jugaba con su cuerpo siguiendo mis
instrucciones, frotándose con una mano los senos en forma circular mientras con
la otra se acariciaba la concha.
--Así me gusta, seguí... seguí, puta --le dije--. Pajeate bien mientras te la
tragás toda.
Le acerqué mi estaca palpitante, tocándole con la punta ligeramente las
mejillas.
--Ahora pedímelo --insistí--. Decime cuánto deseás chuparla...
--Por favor, síí... dejame mamártela --murmuró ella mirándome, entre gemidos,
como exagerando la actuación. Luego, sonriendo levemente ante mi gesto de
asentimiento, bajó la cabeza y abrió los labios gruesos y rojos. Introduje el
miembro en su boca y ella comenzó a succionar inmediatamente el glande. Era una
maravilla usando la lengua como una serpiente, metiéndose el aparato hasta el
fondo de la garganta sin ningún reparo. Luego, y probablemente para que yo no me
corriese inmediatamente, me empujó de espaldas contra la cama y me levantó las
piernas para poder meter la lengua en mi ano. Y al rato volvió a succionarme
mientras seguía acariciándome el orificio resbaladizo. Se estremecía en un
orgasmo, gemía sobre mi verga, me llenaba de furiosa lujuria.
Su cabeza rubia subía y bajaba comiéndose por completo mi sexo, hasta la
garganta. De improviso metió un dedo en mi ano y comenzó a moverlo. Yo estallé a
borbotones, emitiendo una interminable seguidilla de trallazos de semen,
inundándole la boca. Ella se lo tragó todo y luego aspiró aire, pero no abandonó
mi sexo hasta dejarlo totalmente limpio.
Mientras estaba allí acostado pensé en la forma más loca de poder poseerla. No
tenía intención de salir de esa habitación sin habérsela metido en sus dos
estrechos orificios. Pensaba que me la chuparía de nuevo, porque aunque ahora la
tenía floja, para nada me había cansado de sus atenciones. Ella estaba acostada
a mi lado en la cama, las manos se movían lentamente en la parte baja de su
cuerpo y dejaba escapar un ligero ronroneo, medio de alegría, medio de
agotamiento.
--Tocate vos --le dije--, quiero ver bien de cerca cómo lo hacés.
Obediente, las manos de la rubia volvieron a sus tetas y a su entrepierna. Se
pellizcó un pezón y metió varios dedos en su caliente caverna, separando los
labios inflamados, chorreantes de jugos, mientras yo la miraba.
--Quiero que me digas cuándo llegás --la desafié--, quiero ver cuánto te dura el
orgasmo.
--Oh, ¡estoy en un orgasmo desde que llegaste aquí!... --me murmuró mientras
seguía manoseándose el clítoris--. Llegué cuando te la chupaba, tiene una sabor
delicioso... Soy una chica mala, jugando así conmigo frente a vos, deseándola
adentro.
Eso me dio otra idea. La hice sentar y poner a un lado de la cama. Luego me
senté como para una fellatio, pero la puse sobre mis piernas, como a una niñita,
con el trasero al aire y le di unos chirlos en las nalgas.
--Te voy a dar una paliza, puta, por cochina, y vos me vas a decir que te
gusta...
--¡Sí, sí, sí! --decía ella con cada nalgada que le daba--. ¡Soy una chica mala,
me tenés que pegar cada vez más fuerte, me lo merezco!
No necesité mucho con eso para tener nuevamente la verga en completa erección.
Tenía una de sus tetas atrapadas mientras le daba los chirlos, y ella se
estremecía, elevando su trasero colorado. Los jugos le salían de su raja y
empapaban mi muslo. La volví a colocar sobre la cama. Me puse entre sus piernas
y le dije que las levantara hasta que las rodillas le tocasen los hombros. Tomé
mi miembro nuevamente duro como acero y lo froté contra los labios de su concha.
Luego metí dos centímetros en su hambriento agujero.
--¡Oh, no, por favor no! --gritó ella, llevando la cabeza de un lado al otro--.
¡No, por favor, es muy grande, me va a lastimar, me partirá en dos! --sonreí
para mis adentros. Me encantaba cómo esa hembra exageraba su actuación, a
sabiendas del efecto que causaba eso en mí.
Un grito de placer escapó de sus labios cuando hundí todo el ariete en su
interior, la cabeza bulbosa se deslizaba sin dificultad. Sentía cómo las paredes
de su caverna se apretaban alrededor de mi sexo. Era estrecha y profunda, como
en ninguna otra mujer que hubiese tenido antes; me envolvía entre sus piernas el
cuello, haciendo que se la metiera hasta el fondo.
Comencé a cabalgarla lentamente, deleitándome con la forma en que ese delicioso
sexo se aferraba a mi verga y parecía gobernar cada uno de mis movimientos. Cada
vez que yo me descargaba con todo mi peso sobre ella, se estremecía en un
espasmo que parecía succionarme para llegar aún más adentro. No me sorprendió,
considerando la actividad que su cuerpo había tenido durante esa noche. Se había
decidido a que me quedase todo el día haciéndole el amor. No le veía el rostro a
causa de la posición, ella era para mí una vagina sin rostro, que me absorbía
dentro de ella dejándome totalmente seco.
Cambié mi ritmo haciéndolo más veloz, hundía su cuerpo en el colchón una y otra
vez.
--Me estás haciendo llegar de nuevo, tesoro --gritaba ella--. ¡Todo mi cuerpo
está loco por vos! ¡Más fuerte, por favor, más fuerte!
Luego, como una pareja que es electrocutada junta, nuestros cuerpos se
sacudieron y enseguida descargaron su tensión acumulada. Un chorro de mi espeso
semen inundó su ansioso orificio. Ella se tensó contra mis caderas, apretando su
clítoris contra mi hueso pubiano, y mojándose en un orgasmo intenso. Se relajó
después: se apartó de mí, acostándose agotada, tan cansada que ni siquiera
desenredó sus piernas de mi cuello.
Caí sobre ella, jadeando contra sus tetas, hasta que finalmente, con mi pija ya
fláccida, salí de sus entrañas. Me quedé acostado a su lado, respirando con
dificultad, pensando en lo maravillosa que era y en lo que había sucedido. Nunca
había gozado con una intensidad tan fantástica, sentía que mi vida había sido
gastada a cien veces más velocidad durante esas horas. Apenas podía creer lo que
me estaba pasando.
Después de un rato, ella emergió de lo que parecía un trance y comenzó a
hablarme, realmente a hablarme sin mencionar nada sobre la sesión de alto
voltaje erótico que habíamos compartido. Quería saber mi nombre. No iba a
decirle el verdadero. Ella quiso decirme el suyo, no se lo permití. Quiso
hacerme una serie de preguntas, y la única forma que se me ocurrió para
acallarla fue volverme otra vez sobre ella y meter mi miembro fláccido en su
boca y hacer que ella lo succionara para dejarlo nuevamente duro.
Ella me empujó de espaldas contra la cama y se colocó entre mis piernas, con la
cabeza sobre mi muslo; me chupaba con tanto contento como un becerro a la jugosa
prominencia de una ubre, hizo que mi imaginación navegara de nuevo en un mar de
deliciosas sensaciones. Pero arruinaba las cosas intensificando a tal punto sus
succiones. De pronto me invadió la cabeza la idea de que podría acabar aceptando
otro encuentro con ella, enamorándome, acabando en una relación más
convencional, un noviazgo o hasta un casamiento y nada de eso lo quería para mí.
Entre esos nubarrones en mi mente la detuve en sus succiones cuando volví a
sentir mi verga lista, me incorporé, la acomodé en cuatro y se la metí por atrás
sin muchos preámbulos, hasta el fondo, dejando que sus lindos pechos colgaran
para poder apretárselos. Ella gritó y se zarandeó un poco, pero al rato estaba
reculando para colaborar con mis furiosas embestidas. Esta vez, cuando
finalmente logré acabar, me retiré de su interior y la dejé dormir. Me vestí y
salí sigilosamente por la ventana. Mientras retomaba el camino a casa pensé que,
si resultaba que había sido el mejor amante de esta mujer, quizá ella me buscara
toda su vida... y deseé que nunca me encontrase. Mi ideal es seguir consiguiendo
satisfacción fuera de casa, con desconocidas.
***