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Todavia Virgen

en Fetichismo

La reconocí cuando la vi. Había sido mi secretaría hacía cosa de unos 5 años o un poco más. Seguía siendo muy bella, aunque con aspecto triste.

- Hola -dije dirigiéndome a ella- Tú eres Inma, ¿verdad? Trabajaste conmigo hace unos años.
- Oh, hola señor Esteve -me contestó reconociéndome al instante- Cuánto tiempo sin verle.
- No, por favor -le dije- No me llames de usted. Recuerda que no soy mucho mayor que tú.
- Perdón -me contestó ruborizándose ligeramente- Es la costumbre. Me alegro mucho de verte.
- Y yo a ti -le dije sinceramente- ¿Tienes tiempo para tomarte un café conmigo? Así podremos hablar de cómo nos ha ido desde que te fuiste.
- Claro -me contestó animadamente- Hoy tengo el día libre. ¿A dónde vamos?

La llevé a una cafetería cercana que yo conocía y que sabía que le iba a gustar. Y así fue, le encantó. Estuvimos hablando mucho rato mientras nos tomábamos un café. De lo que contaba deduje que no tenía novio y aquello me inquietó pues en los dos años que fue mi secretaria tampoco supe nunca que tuviera ninguno.

- ¿Y cómo es eso de que no tienes novio? -le pregunté discretamente- Tampoco lo tenías cuando trabajabas conmigo, ¿no? Y no creo que sea por pretendientes.
- No, si por suerte, pretendientes no me faltan, pero... es que le tengo miedo a los hombres -me contestó diciendo estas últimas palabras como quien tiene miedo de ser oído.
- ¿Por qué? Si no somos tan feos... Bueno, la mayoría -le pregunté bromeando a ver si así me decía algo más del asunto.
- Ja, ja -rió sonoramente- Ya lo sé. No se trata de eso. Es que vengo de una familia muy estricta y tradicional y siempre me han enseñado a tener cuidado con los hombres y a mantenerme separada de ellos.
- No serás lesbiana, ¿verdad? -le dije sonriendo.
- ¡No! -dijo un poco ofendida- No es que esté en contra de ellas, pero yo no lo soy. A mí me encantan los hombres, pero me dan miedo. Mi madre sufrió un gran desengaño con mi padre. Nos abandonó nada más nacer yo, y mi madre tuvo que hacerse cargo de mí desde muy joven.
- Vaya, lo siento -le dije poniéndome serio- Pero no todos los hombres son así, igual que tampoco todas las mujeres son iguales. Cada persona es diferente y especial.
- Ya lo sé, pero es que... -dudó.
- Tienes que darte una oportunidad de abrirte y probarte como mujer -le dije y aquello parece que la asustó un poco.
- ¿Cómo dices eso? -me dijo un poco afectada- Lo que más miedo me da de los hombres es el tema del sexo.
- No, me has entendido mal -le aclaré- Yo hablaba en sentido figurado. Me estaba refiriendo a tus capacidades como mujer, como ser humano.
- Oh, lo siento -dijo, poniéndose roja como un tomate- Es que pensé...
- Tampoco quiero decir que tengas que olvidarte del sexo -le dije aprovechando que ella misma había sacado el tema- El sexo es uno de los varios aspectos que debes explorar porque no tiene nada de malo, y bien entendido, se puede disfrutar plenamente sin tener riesgos de ninguna especie.
- Ya, pero... -empezó a decir ya un poco menos asustada.
- ¿Tú confías en mí? -le pregunté súbitamente.
- Sí, claro -me contestó, seguramente recordando los años que fue mi secretaría y lo bien que me había conocido.
- Pues, si tú quieres, yo mismo me comprometo a enseñarte todo lo que desees sobre el tema del sexo, que es lo que más te preocupa -le ofrecí y esperé que me diese una respuesta.
- ¿De veras harías eso por mí? -me dijo, tras pensárselo un buen rato.
- Sería un verdadero placer -dije sinceramente.
- De acuerdo -me dijo tendiéndome la mano para que se la estrechase.
- Muy bien -continué mientras cerrábamos el trato- Y vamos a empezar ahora mismo. Lo primero es irnos a un lugar en que podamos estar solos. Allí comenzará tu educación... y tu nueva vida.

Fuimos a un hotel cercano, cogimos una habitación y subimos en el ascensor. Cuando entrábamos, empezó a ponerse algo nerviosa.

- No creo que esto sea una buena idea -dijo al ver la cama.
- Al contrario -la atajé- Si no te libras ahora de tus prejuicios seguirás siendo toda la vida una persona triste y amargada.
- Es que quiero llegar virgen al matrimonio -me dijo suavemente.
- Ah, bueno -dije sonriendo ampliamente- Eso no será ningún problema. Se pueden aprender muchas cosas y disfrutar muchísimo sin tener que perder la virginidad.
- ¿De veras? -me dijo más animada.
- Por supuesto -seguí, viendo que estaba más tranquila- Y si realmente quieres llegar virgen al matrimonio, así será. Pero eso no tiene que constituir una obligación para ti.
- Ya lo sé. Pero yo lo quiero así -repitió.
- Perfecto -concluí, dando por zanjado el tema.

Comencé deseándola a distancia, mirándola y mandándole con los ojos mensajes de amor y de cariño. Me acerqué lentamente y la rocé suavemente, con ternura, recorriendo cada parte de su cuerpo, sin detenerme demasiado tiempo en un solo lugar. Mis labios se acercaron a su boca expectante, pero no los tocaron. Sentimos nuestros alientos y nuestra mutua sed de amor. Entonces sí, nuestros labios se juntaron. Con los ojos cerrados fui reconociendo o, más bien, conociendo por primera vez sus labios, su cara, sus ojos, su frente, sus oídos, su cuello, su pecho y el resto de su cuerpo.

Al regresar a su boca abierta, mi lengua se aproximó a la suya. Nuestras lenguas se besaron, se acariciaron y se amaron. Mi lengua contó sus dientes y acarició sus encías. Ella suspiró y probablemente alcanzó su primer orgasmo. Le sonreí amorosamente, la abracé y le miré profundamente en sus bellos ojos. Le di tiernos mordiscos en sus labios, en sus oídos y en sus pechos, por encima de su blusa. Lentamente la fui desnudando. Su blusa, su falda, sus bragas y su sujetador fueron descubriendo poco a poco su hermosísimo cuerpo y su blanca aunque algo ruborizada piel.

Con algo de timidez y de recato, se tapó los pechos y el sexo. La abracé, ella desnuda, yo vestido. Le di calor y seguridad. La besé y, por primera vez ella me correspondió; ya estaba aprendiendo e incluso experimentando. Recorrí con mis manos su piel desnuda. Ella vibraba. Esta vez me detuve un poco más en algunos lugares: su nariz, su cabello, sus brazos, sus muslos, su redondo culo y la parte carnosa de debajo de él, donde se unen las nalgas. También acaricié suavemente sus pies, sus pechos y su ombligo. Ella se sentía amada. Mis labios saborearon cada rincón de su cuerpo desnudo. Los sabores, los olores... y los colores del erotismo.

Mi lengua jugueteó con sus pezones. Mis labios los pescaban traviesamente y ella jadeaba. Los chupé con suavidad primero, y con un poco más de fuerza después, cuando ella me lo pidió. Entonces descubrí cuánta era la fuerza que sus pechos resistían. Sus pezones endurecidos me amamantaban. Ella me abrazaba la cabeza y jadeaba con emoción. De repente, explotó en su segundo orgasmo. Mi boca siguió el camino del amor, entre sus pechos, su cuello, sus hombros. Luego, bajé por un pecho y mordí suavemente un pezón. Después seguí por su ombligo, su cintura, sus piernas y la parte interna de sus muslos hasta llegar a aquella hermosa mata de pelo, la entrada a su cueva del amor. Ella acercó su sexo a mi boca.

Mi lengua recorrió su sexo, primero por fuera y luego, poco a poco por dentro. Lo recorría de arriba a abajo y de abajo a arriba. Por su raja, por la profunda línea del gozo máximo. Mis labios besaron los labios de su sexo y ella disfrutaba. Por fin detecté con mi lengua su botón en flor, su clítoris, el punto supremo de su placer... y del mío. Mis labios pescaban juguetonamente el centro de su flor. Mi lengua acariciaba, rozaba, rodeaba y apretaba. Me retiraba un poco y de nuevo la introducía un poco. La hacía aletear, provocándole cosquillas y ella subía y subía, y disfrutaba. Gimió de felicidad y tuvo su tercer orgasmo.

Nos entrelazamos en un abrazo y la apreté. Yo, todavía vestido. Ella sonreía.

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