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Un fin de semana hace diez años

en Hetero: General

Un fin de semana hace diez años.

Siempre recordaré aquel fin de semana. Está tan presente en mi memoria que parece haber sucedido ayer, cuando lo cierto es que han pasado ya diez años. Aún en ocasiones cuando escucho tu nombre, Cristina, me giro para intentar descubrir si eres tú.

Fue un verano extraño. Me había pasado la mayor parte del mismo con unos amigos en la sierra, nuestra intención era hacer escalada y montañismo, y así transcurrió casi todo el verano, pero cuando el mes de Septiembre se aproximaba, recibí una llamada de mis abuelos, una nostálgica llamada que me hizo recordar mis veranos de niño en el norte de España, y decidí aceptar la invitación para pasar un fin de semana con ellos.

El pueblo parecía no haber cambiado mucho. Múltiples casitas diseminadas por todas partes, colores luminosos, el puerto con sus barcos pesqueros de muy diversos tamaños y el bullicio de la gente entre los distintos puestos del mercadillo del casco antiguo. Todo como una postal sacada del tiempo. Abrazos y charla con la familia lo primero. Hacía mucho que no les veía. 

Después, era más que evidente que necesitaba un corte de pelo, y es que mes y medio en la montaña había hecho estragos en mi cabello. Llegué a una coqueta peluquería y me decidí a entrar. Allí te descubrí, allí me quedé alelado contemplándote. Tu pelo rubio lleno de rizos, esos ojos verdes profundos y expresivos, esa boca carnosa siempre sonriente. Te dirigiste a mí con una bata blanca mojada y salpicada de jabón.

- "¿Qué desea?". Tu voz me despertó de mi embelesamiento.

- "Quería cortarme el pelo, ¿puede ser?".

- "Sí, claro, pero has de esperar unos minutos, enseguida estarán contigo. Puedes sentarte y leer algo si te apetece".

- "Gracias".

Mientras esperaba te observé más detenidamente. No solo te encargabas de recibir a los clientes, también lavabas los cabellos de aquellos y aquellas que esperaban su corte de pelo. Aunque era una peluquería unisex, lo cierto es que yo era el único varón que había, así que la mayoría de las mujeres charlaba animadamente sobre distintos asuntos.

Me acompañaste a la silla para el lavado y yo te seguí como un cordero que va al matadero. El agua templada empapaba mi pelo. Tus manos lo acariciaban. Tus dedos me enjabonaban, ensortijaban mi cabello con caricias relajantes. Te movías detrás de mí con soltura y movimientos felinos. Tus pechos rozaban de vez en cuando mi espalda y yo cerraba mis ojos intentando controlar mi erección, a la vez que deseando que aquello no terminara nunca.

Todo tiene su final, y yo iba a que me cortaran el pelo, así que la peluquera llegó y llevó a cabo su tarea. Tú mientras atendiste a otra cliente y ya no te vi. Una vez terminado, pagué y me fui.

Eran las diez de la noche, estábamos en una terraza cerca del puerto y de repente te volví a ver, radiante, como una estrella luminosa. Te acercaste a mi mesa, saludaste a uno de mis primos y éste nos presentó. Me perdí en tu mirada, fue como caer en un pozo profundo, sin fondo casi.

Habíamos tomado unas copas y decidimos pasear. Mis primos se detuvieron al rato a charlar con unas amigas, y mientras, nosotros continuamos el paseo. Casi no hablábamos, solo caminábamos y nos mirábamos, miradas penetrantes que decían tanto y a la vez nada. Me cogiste del brazo y sentí tu calor en mi costado. Unos metros más adelante, tiraste de mí y me condujiste por una callejuela estrecha y oscura. Me dejé llevar como si fuera una cometa.

En un recodo de aquella calleja había un pequeño parque, unas flores, un par de bancos y una solitaria mimosa. Nos sentamos y me miraste a los ojos. Acerqué mis labios a los tuyos y nos besamos, dulcemente al principio, saboreando nuestros labios, explorándonos con las lenguas. 

Pequeños mordiscos y juegos nos llevaron a besos más frenéticos y apasionados. Acariciaba tu pelo mientras tú lo hacías con mi espalda. Tu cuello era suave, como si de seda se tratase. Lo acaricié y luego dirigí allí mis labios. Te besé, te lamí. Tu respiración se hizo más dificultosa. De tu garganta salían pequeños y casi imperceptibles gemidos.

Mis manos bajaron a tus pechos, los acariciaba sobre tu vestido negro, notaba como tus pezones se erizaban bajo tu delicado sujetador. Los acaricié, los amasé, los estiré y los hice balancearse. Tus gemidos subieron un poco de tono, y de repente, te levantaste y te sentaste sobre mí.

Ahora eras tú quien llevaba la iniciativa. Llevaste tus manos a tu espalda y soltaste el sujetador. Me miraste a los ojos. Mis manos bajaron los tirantes de tu vestido y también los de tu sostén. Ante mí aparecieron dos pechos hermosos, como dos copas de champagne, con dos grandes y oscuras aureolas coronadas por dos pezones prominentes.

Mis labios se acercaron a ellos, los besaron. Mi lengua jugaba con tus pezones, los lamían, los chupaban como si en ello me fuera la vida. Tu cuerpo temblaba. Sudabas y yo me bebía tu sudor. Te acariciaba y tú te movías como una serpiente sedosa.

Tus manos bajaron a mi pantalón, lucharon y vencieron a mi hebilla. Desabotonaron uno a uno los botones de mi bragueta y tu mano entró dentro de mis pantalones, acariciando mi sexo sobre el boxer.

- "Oh Dios, Cristina... me matas".

- "Y tú consigues que me derrita".

Tu mano penetró bajo mi calzoncillo y tomó con dulzura mi sexo, ya en bastante erección. Lo acariciaste suavemente, un dulce y ligero vaivén. Lo sacaste a la luz de la luna y las estrellas, y mientras yo te besaba los pechos, comenzaste una lenta y rítmica masturbación. 

Tus dedos se desplazaban sobre el tronco de mi pene como si eso fuera para lo que estuvieran hechos. Jugabas con mi glande y hacías que me estremeciera de placer. Alterabas el ritmo de tu mano para que mi sexo no se acostumbrara y estuviera siempre al máximo de excitación. Yo te chupaba los pezones con avidez, con fiereza, comiéndomelos, casi mordiéndolos. Tu mano aumentaba el ritmo y yo me moría de placer.

Te bajaste de mis rodillas y me miraste con esa sonrisa pícara y burlona, te inclinaste sobre mí y, cuando tus labios aprisionaron mi glande, creí desmayarme de gusto. Tu lengua jugaba con él, recorría toda la longitud de mi pene, lo lamías con pasión y provocabas en mí gemidos descontrolados. Sujetaste mi sexo por la base y, lentamente, fuiste engulléndolo todo.

Notaba tu lengua, tu paladar, las cosquillas que tus dientes hacían sobre la sensible piel de mi sexo. Mientras, y debido a la postura, yo solo podía acariciar tus pechos, y lo hacía con una pasión descontrolada. Tu boca tragaba todo mi pene hasta casi la base, y luego volvía a subir hasta mi glande, pero sin sacarlo de tu boca. Tu lengua me volvía loco, y la operación se repetía continuamente, cada vez con un ritmo más acelerado.

El placer era enorme, cada vez más difícil de controlar. Estaba a punto de estallar y te avisé de que me iba a correr. Separaste tu boca de mi pene y te apartaste un poco de lado. Tus manos siguieron masturbándome hasta que una increíble descarga salió de mí.

Me corrí como nunca antes lo había hecho. Varios y espesos chorros salieron como si de cohetes se tratase, y tú mientras seguías masturbándome. Me vaciaste por completo. Sudaba a mares. Cogiste un pañuelo de papel y, dulcemente, me limpiaste las gotas de semen que quedaban en mi pene. Volviste a chuparlo y lamerlo hasta dejarlo limpio y brillante, y me miraste a los ojos.

- "Jesús, es tarde ya, he de irme, lo siento. Espero verte mañana".

- "¡¿Cómo vas a irte ya?!. Aún no, quiero hacerte el amor, no puedes irte... ¡no me dejes!".

- "Lo siento de veras, no puede ser. Mañana, mañana habrá más, te lo prometo, ha sido maravilloso y mañana seguro que será mejor. Ten paciencia, no seas glotón",  me dijo burlonamente.

- "Joder, ¡no podré descansar pensando en ti!... Las horas hasta mañana se me harán eternas... ¡Te necesito!".

- "Sé paciente, me tendrás, pero ha de ser mañana". 

Me besaste y nos fundimos en un apasionado y húmedo beso. Te costó que me separara de tí. Me dijiste adiós y te fuiste. Unos metros más allá, te giraste de nuevo y me lanzaste un beso.  

- "Búscame por la zona del puerto por la mañana", me dijiste como despedida, y te volviste a ir corriendo.

Después de esta noche maravillosa, me quedé unos minutos sentado en el banco, pensando en lo que había pasado y sobre todo, lo que me depararía el día siguiente. Tras un rato, me puse en pié y me fui caminando lentamente hasta casa, donde me acosté y disfruté de un reparador sueño.

Los rayos del sol se filtraban por mi ventana y daban directamente sobre mi cara. Me desperté perezosamente y miré el reloj. Eran las 10:30 de la mañana, la noche había pasado6 rápidamente y tan solo la ritual erección matutina me recordó que no había sido un sueño. Me levanté y decidí hacer algo de footing y mis tablas de ejercicios. Una vez de vuelta en casa, una estupenda ducha y el desayuno terminaron de despertarme.

Me vestí y bajé paseando hasta el puerto. Deambulé de un lado a otro, viendo los barcos que llegaban a puerto y aquellos que se hacían a la mar. También observé como los camiones frigorífico recogían las mercancías que habían comprado y que transportarían a diversos lugares. El tiempo pasaba y no te veía por ninguna parte. Temí que no aparecieras. Un escalofrío de temor al pensar que no te volvería a ver recorrió mi cuerpo. 

Y de pronto, a lo lejos, te vi, como una nube, como una nube de algodón de las ferias. Vestías un traje blanco inmaculado que la brisa marina agitaba, al igual que los rizos de tu cabello. Tu sonrisa, siempre hermosa, me descubrió, y me hiciste señas con tu mano, esa mano que la noche anterior me había proporcionado tanto placer.

Me acerqué a tí y me besaste en la comisura de los labios. Había olvidado cual era tu olor, y al estar nuevamente a tu lado, tu fragancia me embriagaba.

- "Iremos a pasar el día a Cala Oscura. He preparado algo para el almuerzo, está en el coche". 

Tiraste de mí en dirección a un Renault-5 azul.

- "Está bien, tú mandas, eres mi Cicerone".

Me llevaste por una angosta carretera que bordeaba la costa hasta llegar a un pequeño acantilado. Aparcaste a un lado y me indicaste el camino que serpenteaba en dirección a la pequeña cala que se intuía desde lo alto del precipicio. 

Con precaución, bajamos hasta la playa. Allí me encontré con una hermosa y pequeña playa de arena grisácea. Estiramos nuestras toallas y pusimos a resguardo del sol la cesta con el almuerzo.

Comenzaste a desnudarte, como si fuera lo más natural del mundo. Era como un sueño, estabas ante mí como una ninfa, desnuda, hermosa.

- "Cierra la boca o te entrarán moscas, jajajaja. ¿A qué esperas?, ¿no vas a desnudarte?, aquí nadie nos molestará, podemos hacer nudismo", me dijo mientras yo la miraba embelesado y algo atolondrado.

Me desnudé sin apenas darme cuenta. Te acercaste a mí y me empezaste a poner protector solar por mi cara, mis hombros, mi pecho, por todo mi cuerpo. Después fui yo quien te puso el protector, repartiendo la crema por todo tu cuerpo. Acariciaba tus brazos, tus pechos, tu vientre, dando a tu cuerpo un color brillante. Me besaste de nuevo, esta vez en los labios, fugázmente, como un suspiro.

- "Tumbémonos a tomar un rato el sol", dijiste.

Y así lo hicimos. Mientras tomabas el sol, yo te observaba, te admiraba, te comía con mi mirada. Mientras leías, yo me recreaba en tu cuerpo, estudiando cada centímetro de tu piel, cada pliegue, cada peca o lunar.

Al cabo de un rato, cerraste el libro que leías y decidiste que era un buen momento para bañarse. Me cogiste de la mano y m6e llevaste al mar. El agua estaba fría, y te zambulliste como una sirena. Nadamos un poco, pero enseguida nos acercamos y comenzamos a besarnos.

Nuestros cuerpos se acariciaban entre sí y se balanceaban al ritmo de las olas. Mis manos aprisionaban tus pechos6 con lujuria, tu boca lamía mi cuello mientras tus manos acariciaban mi culo y hacían que me acercara más y más a tí. Mi pene rozaba tu vientre y nuestras caricias hacían que la temperatura del mar aumentase. Te acerqué aún más a mí y tus piernas aprisionaron mi cintura. Sentía tu sexo sobre mi vientre, ardiente, palpitante.

- "Hazme el amor en la orilla, hazme el amor eternamente, como si el mundo no existiera, como si solo quedáramos tú y yo, como si el tiempo no existiera, como si no hubiera mañana ni ayer, tan solo el ahora...", me susurraste al oído mientras me mordías la oreja.

Así, como estabas, anudada a mi cintura, te acerqué a la orilla, donde las ligeras olas del mar rompían con la arena, apoyé tu espalda sobre la arena, te miré a los ojos y te besé, te besé como si la vida me fuera en ello. Tus manos acariciaban mi sexo ya erecto, y las mías jugaban con el tuyo, acariciaban tus labios mayores, surcándolos de arriba a abajo, despacito y muy suavemente, como separando los pétalos de una hermosa y delicada flor. Después acaricié tus labios menores, más sensibles y rosados, para, por fin, acariciar tu clítoris ya prominente.

Me separé de tí, y bajé mi rostro por tu vientre hasta alcanzar tu sexo. Tu olor penetrante me emborrachaba. Bajé mis labios a tu sexo y lo besé, jugué con mi nariz a abrir tus labios vaginales y con mi lengua acaricié tu clítoris, primero de arriba a abajo, luego en círculos, y por fin con mis labios en forma de "O" atrapé tu clítoris mientras lo acariciaba y lamía con mi lengua. Tus piernas se cerraron sobre mi cara, tus gemidos eran maravillosos, la humedad de tu sexo cada vez era mayor. 

Mi dedo índice se aproximó a la entrada de tu vagina, y mientras mis labios y mi lengua se entretenían con tu botoncito mágico, mi dedo te comenzaba a penetrar despacio, lentamente, haciendo círculos mientras entraba y rozando todas las paredes de la vagina. Te penetró hasta el fondo y de tu garganta salió un ronco gemido de placer. A mi dedo índice le siguió el corazón, y más tarde el anular.

Cada vez, el ritmo con el que mis dedos te penetraban era mayor, y cada vez faltaba menos para que tu cuerpo estallara como un volcán en erupción. Unas contracciones de tu vientre y de tus muslos me anunciaron lo que tanto ansiaba. Tus jugos comenzaron a salir de tu sexo como de una catarata, para correr por tus muslos y nalgas como múltiples riachuelos. Lamí y bebí con fruición, como si estuviera en medio del desierto.

Levanté mi cara de entre tus piernas y te miré, sudorosa, colorada, pero con una sonrisa de placer enorme en tu cara. Me acerqué a tu rostro y te besé, giraste sobre mi cuerpo y quedaste sobre mí.

Lamiste mi pecho y tu mano bajó por mi vientre hasta alcanzar mi sexo, ya en plena erección. Te pusiste de cuclillas sobre mí, aproximaste mi pene a la entrada de tu vagina y, lentamente, te fuiste dejando caer, penetrándote dulcemente, sintiendo como entraba cada centímetro, hasta que la penetración fue completa.

Te quedaste unos segundos completamente quieta, disfrutando de esa sensación, y luego, poco a poco, comenzaste a moverte, arriba y abajo, y haciendo círculos a la vez, marcando el ritmo, llevando las riendas de la penetración y cabalgándome como una experta amazona. Así nos pasamos un buen rato. Tú me llevabas al extremo en que estaba a punto de eyacular y luego te parabas y me impedías terminar, para continuar nuevamente. Un dulce martirio. Cuando ya estabas a punto de volver a correrte, aceleraste el ritmo de nuestra penetración. Me cabalgabas como si fueras a galope tendido por una pradera.

- "¡Oh Dios!, ¡oh Dios!, ¡¡qué placer!!, me voy a correr... ¡vente conmigo, intentemos llegar los dos a la vez, mi vida!".

- "Sí, cielo, los dos a la vez, yo también me voy a correr. Ufff, Diosssssss, ¡¡Siiiiiiii...!!".

Y así, como dos animales en celo, locos de pasión y lujuria, llegamos al orgasmo los dos a un tiempo, y como dos cuerpos desmadejados, pero unidos, nos dejamos desfallecer sobre la arena mojada.

Decidimos reponer fuerzas, y para ello almorzamos unos sandwiches que habías preparado con unas cervecitas frías. Había hambre.

- "Después de hacer el amor siempre me entran ganas de comer, ¡jajaja!", dijiste con esa hermosa sonrisa tuya.

Tras el almuerzo paseamos un rato, siempre viene bien para hacer la digestión, y así, durante casi dos horas, pasamos el rato caminando y charlando de trivialidades. Volvimos a la playa.

- "Vamos al agua, me apetece darme un chapuzón".

Nadamos y jugamos durante un rato en las aguas de aquel mar Cantábrico que tanto añoro. Yo fui el primero en salir, me tumbé sobre la arena y me dediqué a ver las tonterías que hacías en el agua.

A los pocos minutos salías del mar, como si fueras una sirena, hermosa, altiva, serena. Me besaste, sabías a mar. Nuestros cuerpos rodaron por la playa, rebozándonos en la arena pero sin separar un milímetro nuestros labios.

Y todo comenzó de nuevo, los juegos, las caricias, la pasión, la entrega absoluta. Tus pechos bailaban siguiendo un ritmo acompasado, tus caderas se movían como si hubieran sido creadas solo para hacer el amor, tu sexo me inundaba, me exprimía, mi pene era absorbido por tu vagina, oprimido contra las paredes de tu sexo, rozando sus paredes en un acompasado balanceo. Penetraciones largas, profundas y cálidas, gemidos, lamentos, susurros. Así se nos pasó la tarde.

Tuvimos que volver al pueblo, era tarde ya. Decidimos vernos después de la cena en la terraza junto al Ayuntamiento.

A las 23:00 coincidimos en el lugar acordado. Yo iba con mis primos y algunos de sus amigos, tú llegaste con algunas de tus amigas. Todos nos sentamos juntos y disfrutamos de la noche entre charlas y copas.

- "Mañana me voy", te dije al oido.

- "Vámonos de aquí, escapémonos al espigón. Tu sonrisa... siempre tu hermosa sonrisa... y esa forma tuya de apartarte los rizos de la cara... me encanta".

Nos escabullimos del grupo, no se dieron ni cuenta o eso nos pareció. Tampoco nos preocupaba. Agarrados de la cintura, atravesamos el puerto en dirección al espigón. Allí, abrazados, contemplamos las estrellas y las olas que rompían embravecidas contra las rocas.

Nuestras bocas se buscaban, teníamos ansiedad el uno del otro. Tu saliva saciaba mi sed, nuestras lenguas batallaban como si de espadas se tratasen. Te pusiste en pie y, lentamente, metiste tus manos bajo el vestido y te quitaste las bragas. Desabotonaste mi pantalón, me lo bajaste junto con mis calzoncillos, y te sentaste sobre mí.

Tus manos aprisionaron mi pene, tus dedos lo recorrían de arriba a abajo, masturbándome como nunca nadie lo ha hecho. Mis manos, mientras acariciaban tu hermoso culo bajo tu vestido, te acariciaban intensamente. Notaba tu sexo palpitante y húmedo.

Acercaste tu boca al mástil en que se había convertido mi sexo y lo engulliste como si la vida te fuera en ello, empapándome con tu saliva, que caía por las comisuras de tus labios, goteando sobre mis testículos. Lamías y besabas con frenesí, con glotonería, hacías que me volviera loco, que perdiera la noción de todo.

Mis manos te cogieron de la cabeza, te separaron de mi pene, ya absolutamente lubricado, y con una imponente erección. Te besé, te lamí el cuello y también los pechos, y chupé de tus pezones como si volviera a ser un niño. Mientras, tú levantaste un poco tus caderas, con tu mano izquierda abriste tu sexo y con la derecha aproximaste mi pene a la entrada de tu vagina. Y yo, despacito, fui empujando mis caderas, disfrutando de la presión que tu sexo ejercía sobre el mío, hasta que estuviste completamente penetrada. 

Te hice el amor como un loco, como si fuera el día del juicio final (porque lo cierto, es que para mí, era como si lo fuese), te empalé como nunca antes lo había hecho con ninguna otra mujer, mi pene entraba completamente y salía casi por completo. El ritmo era alto, y cada vez iba a más, hasta llegar a ser casi infernal. Gemías, casi gritabas, y yo continuaba penetrándote sin descanso, sin tregua alguna. Tu sexo me empapaba. Habías tenido ya un par de orgasmos y mi pene seguía perforándote, horadando tu interior, hasta que por fin, los dos llegamos a un orgasmo casi conjunto que nos inundó por completo. Quedamos completamente exhaustos, tu cuerpo sobre el mío, y yo aún dentro de tí.

Jamás he vuelto a hacer el amor como aquel día, jamás. Se había hecho tarde. Al día siguiente tenía que madrugar para coger un tren. Era el momento del adiós, aunque ninguno de los dos quería reconocerlo.

- "No te despidas de mí, no me gustan las despedidas, tan solo un "hasta luego" o un "ya nos veremos", pero nada más".

Me besaste por última vez, con los ojos húmedos y brillantes, te diste la vuelta y corriste, sin volver la vista atrás, sin dejarme decir nada, aunque nada había que decir.

Y ese fue el final. Hoy, casi diez años después, te recuerdo con melancolía, aquí, sentado nuevamente en el espigón donde hicimos el amor por última vez, en el último lugar donde te ví.

tororojo12000@yahoo.es

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