Fermín Biela.
Biela era el jefe de los internos. Y eso era tanto como decir el jefe del colegio.
Biela era un verdadero ciclón viviente. Una vez que tomaba una de sus descabelladas decisiones - y las tomaba continuamente - resultaba imposible de detener. Biela era un espíritu libre, un hombre irreductible. Hacía en todo momento lo que creía que debía hacer, sin pararse a pensar en las consecuencias de sus actos.
Biela despreciaba el peligro físico, despreciaba los castigos; despreciaba las amenazas de expulsión; amaba el riesgo y la aventura.
Era John Wayne, Doglas Fairbank y Johnny Weissmuller juntos.
Cuando aquel mes de junio, cercano ya al final del curso, el hermano Ambrosio, un recién llegado, cometió la imperdonable estupidez de encerrar a Biela en la carbonera del colegio, tal vez pensaba que semejante castigo obligaría a aquel díscolo y corpulento alumno a meditar sobre su mal comportamiento. El hermano Ambrosio ignoraba que Fermín Biela no meditaría sobre sí mismo ni pasando el resto de su vida en un monasterio trapense.
Y cuando Biela se hartó de soportar tan insensato cautiverio unos diez minutos después de iniciado -, decidió que ya era hora de hacer algo por recuperar la liberta.
Contemplo el enorme montón de carbón allí almacenado. Contemplo las enormes calderas que durante el invierno proporcionaban calefacción al colegio. Vio una pala apoyada en un rincón. Y rió por lo bajo.
Media hora más tarde, mientras en la calle los termómetros marcaban treinta y seis grados Celsius a la sombra, los radiadores de todas las aulas alcanzaban los noventa y las conducciones de la calefacción temblaban apocalípticamente, llenando el aire con un campaneo aterrador.
-¡Dios todo poderosooo! ¿Qué está pasando aquí?- Vociferaba el hermanos Avelino, paseando angustiado sus ciento veinte kilos arriba y abajo del pasillo de segundo de bachiller.
- ¡El fin del mundooo! ¡Ha sonado la horaaa! ¡Arrepentíoos!- clamaba a voz en grito el hermano Basilio desde su silla de ruedas, con toda la energía de sus noventa y tres años.
- ¡Las ventanas...! Suplicaba Don Leoncio a sus alumnos, sudando como un trompetista de jazz.- ¡Abrid las ventanas o pereceremos!
Pero las ventanas ya estaban abiertas y la situación, lejos de mejorar amenazaba con tornarse asfixiante.
Diez minutos más tarde el padre director , con la sotana arremangada y abierta hasta el ombligo como la camisa de un legionario, dio orden de desalojar el colegio y llamar a los bomberos. Para entonces, las válvulas de los radiadores dejaban escapar impresionantes corros de vapor a presión.
El pánico se había apoderado del alumnado al completo.
Solo entonces cayó en la cuenta de cual podía ser el origen de aquel desaguisado.
Corrió com0o una locomotora y temiéndose lo pero. Introdujo nerviosamente la llave en la cerradura y, al abrir la puerta, el golpe de calor que escapo del cuartucho le hizo retroceder varios pasos.
- ¡Bielaaa!- gritó el hermano, incapaz de acercarse más.- ¡Bielaaa! ¿Sigue usted ahííí? ¿Se encuentra bien?
Fermín biela apareció entonces bajo el marco de la puerta, pala en mano, en calzoncillos, sudando a todo sudar tiznado de carbón como el fogonero de un trasatlántico. Riendo a carcajadas.
Alzo la mano derecha hasta la frente y saludo militarmente.
¡Sin novedad, hermano!- exclamó.
Nadie logró acercarse a las calderas, que tardaron casi doce horas en apagarse por sí solas.
El edificio del colegio se recalentó de tal forma que durante dos días fue imposible impartir clases en él. Hubo que alojarse a los internos en un albergue del ayuntamiento y todos los curas, incluido el hermano Basilio, en la pensión Holgado, en la plaza del portillo.
Biela, por su parte, se refugio en el cine Fuenclara aprovechando su amistad con el acomodador, un antiguo conserje del colegio. Permaneció allí escondido siete días con sus noches, disfrutando de la refrigeración; y salió enamorado a hasta los huesos de Ava Gardner tras haber visto Mogambo veintiocho veces consecutivas...