Llovía. Hacía dos días que llovía sin parar. Y aquel
viento... ¿sería el viento? Dicen que el viento afecta la conducta de la gente.
Había escuchado historias increíbles de gente que se comportaba como nunca antes
lo habían hecho, y todo por culpa del viento. Además, a algo le tenía que echar
la culpa, así que decidió culpar al viento. Si no, ¿cómo podía explicar que
estuviese volviendo a aquella casa? Mientras conducía le acudían a la mente
cantidad de recuerdos de la última (y primera) vez que estuvo en aquel sitio,
tan solo tres días atrás: el color de las cortinas... el olor de la
habitación... las sombras... ella... Ella. La deseaba tanto como la temía.
¿Puede alguien convertirse en adicto a algo que solo ha probado una vez? Durante
aquellos tres días se lo había preguntado un montón de veces. La necesitaba,
pero era tan, tan cara...
Ya estaba. Aparcó casi en la entrada de la casa. La otra vez no se atrevió, pero
ahora le daba igual. De hecho, no solo no se escondía, sino que le daban ganas
de hacérselo saber a todo el mundo, que estaba allí, que había sido poseído por
ella y que aquella noche volvería a serlo. Salió del coche y corrió hacia la
puerta. Se sacudió un poco el agua del pelo. No tuvo ni que llamar. La misma
pequeña mujer que lo había hecho la otra noche le abrió la puerta cuando todavía
no había mirado siquiera el timbre. Se sorprendió. La mujer le hizo un gesto con
la cabeza indicándole que entrase. "Te está esperando - dijo - Ya sabes el
camino". Cerró la puerta y desapareció.
Él se quedo allí, quieto, como si hubiese empleado toda su decisión en llegar
hasta allí. Miró el pasillo que se extendía delante de él, alfombrado de un rojo
sangre realmente inquietante, y la puerta del fondo. Respiró hondo y se encaminó
allí. No podía apartar la vista del pomo. Se detuvo delante de la puerta.
Tampoco esta vez tuvo que llamar. Aguantó la respiración mientras se abría.
Aquel olor que tanto le había perturbado la otra noche volvía a invedirle el
cerebro. Cerró los ojos. Cuando los abrió ya estaba dentro de la habitación con
la puerta cerrada. ¿La había cerrado él? No lo sabría decir.
La buscó con la mirada. Giró la cabeza a un lado y a otro. Nada. ¡Malditas
sombras! La habitación era negra, paredes y suelo, tapizadas y enmoquetado. No
se distinguía ninguna ventana. No era demasiado grande, o quizás era el efecto
de las velas. Las había por todas partes. Eran la única fuente de luz. Poca luz.
Podía sentir su presencia, pero aún no la veía. De pronto la notó. Su firme mano
sobre el hombro, quitándole el abrigo. No se giró, solo suspiró y la dejó hacer,
tal como pensaba hacer el resto de la noche. De hecho, por mucho que hubiese
intentado hacer lo contrario no habría podido. Ella no le habría dejado. El
abrigo cayó a sus pies. Ella le cogió de la mano y le hizo sentarse en una
silla. ¿Estaba aquella silla la vez anterior? Empezaron a sudarle las manos.
La miró. Por fin la miró. Estaba de pie delante de él, alta y con aire
orgulloso, con la actitud de quien se sabe en poder del control de la situación.
Llevaba un vestido negro, corto, de cuero, con cremallera delante, de arriba
abajo, de entre sus pechos a entre sus piernas. Lo que habría dado por
arrancárselo en aquel preciso instante... Tenía el pelo largo, hasta media
espalda, color miel. Los pies descalzos. Las piernas fuertes, larguísimas. Los
muslos firmes. La redondez de las caderas no muy pronunciada. Una cintura que
haría volverse loco a cualquiera con sangre en las venas. Los pechos se le
adivinaban suaves, con consistencia de flan, ni grandes ni pequeños, la medida
perfecta para estrujarlos entre las manos. El cuello largo. Las facciones
duras... No era guapa, pero sí atractiva... tan atractiva...
Se puso a su espalda. Le pasó las manos por detrás del cuello haciéndole un
pequeño masaje. La erección de él ya era considerable solo de sentirla tan
cerca. Le desabrochó el primer botón de la camisa. Una mano se deslizó dentro y
empezó a jugar con los cuatro pelos mal puestos que tenía en el pecho. Se
estremeció. La mano llegó al pezón. Lo acarició, lo apretó, lo pellizcó
levemente... Empezó a notarse húmedo. El olor a sexo se mezclaba con el de la
habitación. Las manos fueron avanzando por su cuerpo. Llegaron al estómago,
tenso como todo él. Más masajes. El cosquilleo le estaba volviendo loco. Se
moría de ganas de cogerle las manos y hacerlas bajar más, hacerle comprobar en
qué estado le estaba poniendo, pero sabía que ella no se lo permitiría...
No sabía cuánto rato llevaba así cuando ella de pronto, con un estirón fuerte y
seco, le destrozó la camisa. Él cerró los puños. Siguió la camisa con la mirada
mientras ella la lanzaba cerca del abrigo. Sintió su aliento en la nuca, tan
cálido que casi quemaba. Le lamía detrás de las orejas mientras con las manos le
arañaba delicadamente las costillas. Sintió ganas de girarse, de empujarla,
tirarla al suelo y hacérsela tan salvajemente como le fuese posible. Pero no lo
hizo. Seguía mirando la camisa. Un mordisquito. Un lametón. Le estaba
reinventando la oreja con su puntiaguda lengua. Por dentro... por fuera... Podía
notar su respiración dentro suyo... calor... la movía cada vez más rápido... De
pronto se detuvo. Le pasó una pierna por encima del hombro (!!), después la otra
y tirándole la cabeza hacia abajo se le sentó en la nuca. El vestido era
bastante corto y la maniobra lo suficientemente brusca como para que le notase
la entrepierna... No llevaba ropa interior. Estaba húmeda, pero ni de lejos
tanto como él. Apoyaba los pies en la cintura de sus pantalones mientras se
frotaba contra su nuca. Él estaba tan excitado que los pantalones le apretaban
de mala manera. Y como si todavía quedase sitio allí dentro, ella introdujo la
punta de los dedos. En un momento tenía ya medio pie dentro. Le pareció que su
miembro se orientaba en busca de contacto. Ella apretaba los dedos contra su
vientre, contra sus ingles, los movía, pero evitaba rozar lo que el más deseaba
que le rozase. Siguió así, frotando su sexo contra él, impregnándole el pelo de
ella, pellizcándole los pezones, presionándole el vientre. Él se agarraba a la
silla... ni notaba su peso aplastándole el cuello...
En un acto de puro contorsionismo, ella se giró sobre él y quedó sentada su
ahora enorme tranca, con las piernas rodeándole, silla incluida. Ahora sí notaba
su peso, le hacía daño sentada justo ahí, pensaba que explotaba. Con tanta
maniobra el vestido se le había levantado por encima de las caderas dejando su
deseado triángulo al descubierto. No pudo resistirse más e hizo el gesto (¡solo
el gesto!) de alargar la mano para hacer correr los dedos. Ella le apartó
bruscamente. Sabía que se lo tomaría como una provocación y que pagaría las
consecuencias, pero volvió a probarlo. Ella se levantó desplegando rápidamente
las piernas, le cogió del pelo, le hizo levantar y le lanzó sobre la cama. De
debajo del colchón sacó una cinta roja. Él se estremeció. Le llevó la mano por
encima de la cabeza y se la ató con un extremo de la cinta. Le cogió la otra
mano. A él no le hizo ninguna gracia e intentó resistirse. Ella le cogió la cara
y le miró tan severamente que se le heló la sangre. Sintió miedo. El miedo le
excitó aún más de lo que ya estaba. Ella acabó de atarle las manos y después ató
el otro extremo de la cinta a las barras de madera del cabezal de la cama,
dejando suficiente margen como para poderlo tumbar si le apetecía.
Volvió a sentársele encima. Sus limadas uñas recorrieron su pecho por enésima
vez, pero cada vez menos suavemente que la anterior. Le separó las piernas. Se
dio la vuelta y se quedó sentada donde estaba, pero ahora dándole la espalda. Le
veía el pelo cayéndole por la espalda, la curva de la cintura, el culo tan
perfectamente enfundado en aquel vestido negro... El impulso de tocarlo era
irresistible, la imposibilidad de hacerlo, insoportable... Ella se movió hacia
atrás, hacia la cabeza de él, y se tendió encima suyo, las piernas una a cada
lado de aquel cuerpo deseoso e impaciente, la cabeza sobre su sexo. Tocándole la
barbilla, el de ella. Intentaba inútilmente verlo. Podía notar su aliento a
través de los pantalones.
Ella volvió a frotarse contra él. Le llegaba el olor a mujer como el perfume más
secreto. Instintivamente abrió la boca. Ella también lo estaba haciendo. Podía
sentir su boca entreabierta, aquellos labios de escándalo recorriéndole la
bragueta. Se sentía tan impotente de no poder lamerla... Gimió. Sentía el cuero
cálido sobre la piel... la cremallera fría... y no poder ni tocarla... Ella le
bajó la cremallera de los pantalones con los dientes. Su miembro estaba tan
rígido que cuando le desabrochó el botón y le bajó los pantalones, salió casi a
presión por la abertura de sus boxers, golpeando ligeramente los pechos de ella.
Acabó de desnudarle, dejándole, eso sí, los calcetines puestos, y volvió a
sentarse de cara a él. Se quedó mirándole un buen rato. Él se esforzaba por
controlar la respiración. Lentamente fue bajándole la cremallera. El vestido se
le iba abriendo dejando entrever una blanquísima piel que parecía suave como una
sábana de seda. Seda negra, como la de las sábanas sobre las que estaba tumbado.
Aguantó el aliento mientras ella acababa de separarse el cuero de la piel. Por
fin la tenía desnuda ante sí, encima de él. No tenía un cuerpo perfecto, pero lo
que habría dado por tocarlo... Sus pechos eran más grandes de lo que le habían
parecido. Le encantaban los pechos grandes con los pezones pequeños, como
aquellos. Quería acercarse a ellos, hundir la cara, morderlos, tocarlos,
lamerlos, ¡lo que fuese! Sus gemidos eran ya tanto de excitación como de pura
desesperación. Ella comenzó a acariciárselos, a estrujarlos, a recorrérselos con
un dedo mojado.
Bajo sus nalgas podía notar los efectos de su provocación. Con el dedo llegó
hasta el ombligo. Siguió avanzando. Vio que él alargaba los dedos. Pasó una mano
entre ella y el estómago de él y empezó a jugar con los pliegues que él tanto
deseaba. Apoyó una mano en la cama, echó atrás la espalda un poco y le enseñó su
agujero. Él sudaba. Querría ser sus dedos. Querría ser él el que la estuviese
tocando, el que la estuviese haciendo respirar de aquella manera, el que
estuviese apretando aquella bolita de carne, el que estuviese penetrándola...
Primero se penetró con un dedo, después con dos... Con los dedos todavía húmedos
de ella, le tocó la mejilla. Todo su cuerpo se tensó. Se os pasó por toda la
cara. Él cerró los ojos y movió la cabeza para hacerlos llegar a la boca,
pequeño detalle que ella le concedió. Aquel sabor... Los apartó enseguida y le
desmontó. Le quitó los boxers. Hizo que se le pusiese la piel de gallina
paseando por sus ingles.
Le pasó la lengua por la base de su verga. Le recorrió toda
su longitud poco a poco. En la punta se entretuvo un poco más. Los dientes le
rozaban la parte más sensible y le hacían sentir escalofríos por todo el cuerpo.
De pronto sintió una oleada de calor que le envolvía el miembro. Se lo había
metido en la boca. Todo entero. Seguía moviendo la lengua. Él cerró los puños.
Ahora solo la punta seguía dentro de la boca de ella. Le pasaba la lengua
rápidamente mientras con una mano le acariciaba el resto. De los lametones pasó
a los mordiscos. Suaves, pequeños, pero lo suficientemente incómodos como para
hacerle dudar del placer que sentía. Y qué placer... La imposibilidad de
arañarle la espalda, el hecho de tenerla allí y no poderla hacer suya... De
pronto ella se detuvo, justo cuando él estaba a punto de estallar. No pudo
reprimir una queja. Ella sonrió. ¿Acaso le estaba desafiando?
Se levantó y le hizo tumbarse de espaldas. Desapareció de su campo visual. La
sensación de no poder ver qué le esperaba era exasperante. Ella se puso unos
guantes. No tenían las palmas lisas. Tenían pequeñas puntitas redondeadas de
metal. Se sentó sobre sus nalgas. Él tensó la espalda cuando ella le puso las
manos encima. Notó la humedad de ella otra vez y volvió a encenderse. Ella
comenzó a hacerle un masaje. Las puntitas metálicas le arañaban la piel. Los
gemidos de él se volvieron gritos ahogados por el cojín en el que enterraba la
cabeza. ¿Qué podía más, el placer de sentirla frotándose encima de él o el dolor
de sentir cómo le destrozaban la piel? Aquel placer le provocaba dolor, ¿o era
el dolor que le provocaba placer? Estaba tan confuso que no podía ni pensar,
solo sentía, y fuese lo que fuese lo que estaba sintiendo, le estaba sacando
fuera de sí. Cuando le dejó la espalda lo bastante marcada para su gusto, la
mujer se sacó el guante derecho. Él suspiró al sentir la espalda libre. Bajo
aquel perverso guante se había puesto uno de látex. Se arrodillo entre las
piernas de él. Siguió tocándolo con la punta de los dedos, ahora tan lisamente
recubiertos. Le agarró las nalgas, una con cada mano.
Las apretaba la una contra la otra, las separaba, las manipulaba en todas las direcciones posibles. Le dio una fuerte palmada en el cachete izquierdo. Él estuvo a punto de gritar. Solo a punto. Después otra. Y otra. Hasta que se lo dejó tan marcado como la espalda. Le recorrió la abertura con la mano de látex. Él se puso nervioso e instintivamente la contrajo. Ella respondió con un mordisco en el cachete enrojecido. Él dio un pequeño salta e inconscientemente relajó su ojete. Ella se aprovechó y le introdujo un dedo. Él apretó los dientes. Solo tenía una punta dentro. No la movía. Esperó a que se adaptase un poco. Movió la otra mano hacia el vientre y le hizo levantar la pelvis. Le volvió a coger la tranca. El contacto con las puntas metálicas le hizo estremecerse. Mientras le recorría otra vez, fue entrándolo más profundamente. La sensación de ser ella quien penetrase a un hombre y no al revés le producía una sensación inhumana. Él se debatía entre dolor y placer. Nunca había experimentado sexo anal. Hasta solo unas horas antes, solo de pensarlo se ponía increíblemente violento, como la mayoría de hombres. Pero ahora allí estaba y después del rechazo inicial, le inquietaba la idea de que llegase a gustarle. Le hacía daño, pero no era un dolor desagradable. Quería centrarse, poner toda su atención sensitiva en aquella nueva experiencia, pero el fuego de su verga no se lo permitía. Ella la manipulaba poco a poco.
Cada movimiento era un pequeño calvario, pero cada pausa se
le convertía en eterna espera deseando que no parase. Se agarraba a las barras a
las que estaba atado, apretaba los dientes con cada movimiento de alguna de las
manos de ella. No podía más. Por un momento creyó que perdería el conocimiento.
Solo la obsesión de no perderse ninguna de les contradictorias sensaciones que
le invadían le hizo aguantar. Se convulsionaba de placer. Se convulsionaba de
dolor. Mordía la ropa de la cama para no gritar. Eran las normas. No podía ni
tocarla ni gritar. Perversas normas. El esfuerzo para no hacer sonar su voz por
encima de los ruidos de la tempestad le excitaba aún más, y solo era superado
por el esfuerzo de no vaciarse sobre la dulce mano torturadora. Una norma cruel.
Cuando soltabas la leche, final de trayecto. Ya podía haber pasado un solo
minuto, que ella se iría y tú tendrías que pagar lo mismo que si llevases toda
la noche. Todo un reto de autocontrol que la última noche le había hecho
fracasar.
Ella retiró el dedo. Ya estaba fuera. Le soltó la dolorida y empalmadísima
verga. Él seguía gimiendo. Sudaba. Respiraba violentamente. Padecía.
Disfrutaba... Volvió a dejarse las manos desnudas. Le recorrió la espalda con
suavidad. Le hizo darse la vuelta. Su propio peso sobre la maltratada espalda le
hicieron morderse la lengua. Ella acercó la boca a la otra parte dolorida de
aquel cuerpo. Le pasó la lengua. El sabor no era tan amargo ahora. Estaba
destrozado. Se moría por penetrarla a fondo, pero no se veía capaz de aguantarlo
sin un solo grito. Ella volvió a montarlo. Se besaba encima de él. Se frotaba.
Sus jugos le calmaron el calor, pero no el dolor, y mucho menos la excitación y
las ganas de meterse dentro de ella. Y justo mientras lo pensaba, ella lo hizo.
Lo acogió en su interior con toda la furia del trueno que todavía resonaba. Le
sentía latir en su interior. Él se sentía profanador de un templo oscuro y
sagrado. Le cayó una lágrima. Había luchado contra él mismo, contra sus
impulsos, le había obedecido con una resistencia prácticamente nula. Merecía
aquel absurdo trofeo. Se sentía triunfador. Esta vez había resistido hasta el
final y la satisfacción era tal que ni el insoportable dolor de la espalda ni el
que le había producido aquella entrada salvaje, podían enturbiar aquel momento
de gloria. Respiraba tan deprisa que le dolía la cabeza. Palpitaba tan fuerte
que podía escucharse. Sudaba como un cerdo. ¡El corazón le iba a cien! ¡A mil!
¡A... cero!
Su última visión fue la malévolo sonrisa de ella. Entendió que la victoria final
no había sido de él. Entendió por qué había tenido que pagar por adelantado, y
es que no está bien registrar la ropa de un difunto...