La forma en que ocurren las cosas, no los grandes movimientos del tiempo sino las cosas comunes y corrientes que nos hacen ser lo que somos; el violento accidente de nuestro nacimiento; las simples lujurias que, por un capricho o porque son un desafío a nuestro orgullo, terminan transformándose en complejas tragedias amorosas; la insensible operación de los cambios; la salvaje dulzura de otras almas que intersectan las órbitas de nuestras vidas, que nos acompañan por un tiempo siguiendo nuestro mismo curso para luego virar y sumergirse en el olvido, sin dejarnos una figura formal que podamos evaluar, ningún patrón fácilmente comprensible que pueda esclarecernos...
Cuando se elaboran cuentos a partir de elementos como estos, con frecuencia me pregunto por qué el narrador, por lo general, termina convenciéndose de que debe perfumar el crudo hedor de la vida, reemplazar las malditas pérdidas con palabras sobre la nobleza del sacrificio, dejar lo agudamente doloroso reducido a una pensativa tristeza.
La mayoría de la gente, supongo, desea que le sirvan la verdad con una guarnición de simpatía; la azarosa incertidumbre del mundo los abate y desean evitar que los enfrenten a ella. Sin embargo, con este acto de evasión, están dejando de lado la profunda tristeza que puede originar la contemplación del espíritu humano in extremis y están cerrando los ojos a la belleza.
Es decir, a esa belleza que es el lastre de nuestra existencia.
La belleza que entra a través de una herida y que en los funerales nos susurra al oído una palabra negra, una palabra que nos hace olvidar, encogiéndonos de hombros, nuestra debilidad de personas que sufren, para decir "Basta, Nunca más". La belleza inspiradora de ira, no de arrepentimiento, y que incita a la lucha, no a la estética ociosa del simple espectador.
A mi parecer, es eso lo que existe en el corazón de los únicos cuentos que vale la pena contar. Y es ése el propósito fundamental del arte del narrador: hacer resaltar esa belleza, manifestar su central importancia y lograr que siga destacándose por encima del inevitable naufragio de nuestras esperanzas y de la despreciable materia de nuestra decadencia.
Aquí está, entonces, la historia más bella que conozco...