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Buscando a la mujer perfecta

en Parodias

BUSCANDO LA MUJER PERFECTA

Había abandonado hace ya mucho tiempo la idea de que alguna mujer me quisiera, pero había otra idea, otro sentimiento, más bien una imperiosa necesidad, que me atormentaba y desquiciaba: necesitaba querer a alguien. Era la única ilusión que me quedaba. Sin embargo, esto tampoco parecía estar a mi alcance.

Ni siquiera el sexo me satisfacía; no conseguía empalmarme y las pocas veces que lo hacía no podía correrme. Recuerdo los tiempos en que me empalmaba tan sólo con hablar con una tía, se me ponía el vello de punta. A veces me daba por satisfecho y dejaba a un lado la posibilidad de enrollarme con ella. No me preocupaba lo más mínimo. Ahora todo era distinto. Llegué a salir con cuatro tías a la vez y de una forma muy diferente; Luisa y yo éramos almas gemelas cuando de sexo se trataba. Nos encantaba hacerlo en la calle y que alguien nos sorprendiera. Sus continuas depresiones me alejaron poco a poco de ella. María era muy distinta, me gustaba mucho estar con ella, aunque nunca hubiera podido querer a una monja. Juani era del barrio y junto a Sofía, una estudiante de medicina que conocí en el cementerio -ella robando huesos para sus clases de Anatomía y yo intentando introducirme en el fascinante mundo de la necrofilia-, constituían mi banco de pruebas en lo que a relaciones sexuales se refiere.

Juani trabajaba de cajera en el Maxcoop. Tenía unas enormes tetas a pesar del uniforme encubridor que la protegía. Iba todos los días a comprar, aunque sólo fuera unos chicles. Ella, al darme el cambio me acariciaba la mano y me sonreía lascivamente. Un día no pude soportarlo más y le pregunté si podíamos vernos aquella noche. Me llevó a su casa. Toda su familia estaba frente al televisor. Me presentó como el encargado de la carnicería (un puesto insignificante dado que nadie se inmutó), dio un poco de volumen a la tele y me metió en su cuarto. Estaba excitada, le sudaban las manos y su respiración era preocupantemente acelerada.

- Me encanta hacer el amor cuando está mi familia en el comedor -dijo acaloradamente.

Me cogió la nuca y me tiró del pelo con todas sus fuerzas. Intentó besarme pero me negué. Me cogió el paquete con suavidad, cosa que me sorprendió dada su anterior brusquedad. Ahora sí me dejé llevar. Desabrochó mi bragueta e introdujo mi venoso miembro en su experta boca. Creí estar en el cielo e incluso me pareció ver figuras angelicales que me sonreían. El sueño acabó con los labios de Juani llenos de un benefactor hilillo blanco filamentoso. Ahora me tocaba a mí. Me subí los pantalones y me los abroché. Comencé a desnudarla con una tranquilidad pasmosa.

- Fóllame, fóllame -era lo único que salía de su boca en aquellos momentos.

Primero la camisa de rayas rojas del uniforme que desprendía un fuerte olor a naftalina, dejando ver la magnífica caída que sus estupendos senos dibujaban entre el sujetador. Después la falda, también roja, cubriendo unos muslos prietos y suaves que me permitieron volver a viajar a través de los tiempos con su solo roce. La tumbé en la cama y empecé a acariciarla lentamente. Pasé mi lengua por sus pechos y mordí ligeramente sus pezones. Pude sentir cómo se estremecía cuando mi boca bajaba desde su ombligo a través de su vientre. Pasé mi dedo húmedo por la costura de sus bragas rosas de algodón -las mismas de su Primera Comunión a juzgar por su actual deterioro y otrora color blanco-, y las deslicé por sus piernas hasta dejarlas en el suelo. Era el momento de los muslos, caras posteriores, anteriores, laterales externas y por último internas. Fue aquí donde comprobé que se hallaba totalmente mojada y, tras echar un vistazo a su cara, pude comprobar que estaba completamente entregada. Me sequé los labios, me incorporé, cogí la chupa y abrí la puerta del dormitorio. Salí del comedor hacia la puerta despidiéndome de la inmutable familia, por supuesto sin obtener respuesta alguna. Volvimos a vernos aunque tuve que abandonar por incompatibilidad con un anterior novio.

Con respecto a Sofía, debo decir que era excesivamente pija y guapa. Como todas las pijas pensaba en la existencia del pecado y en llegar todo lo virgen posible al matrimonio (o al menos semivirgen). Era hipócrita, puritana, victoriana... Nadie se podía imaginar la enorme satisfacción que experimenté la primera vez que me acosté con ella, eso sí después de mucho tiempo de trabajo a destajo. Me alucinaba infringirle dolor. Le pellizcaba los pezones hasta hacerla gritar. Intentaba apartarme con un empujón y yo le cogía la cabeza y la golpeaba con el espaldar. Hincaba mis uñas en sus pequeños senos hasta juntar mis dedos. Le mordía el clítoris con todas mis fuerzas hasta que el llanto y la extenuación física la invadían. Me creía Dios, el Todopoderoso. Me veía a lomos de un enorme dragón en medio de un fuego apocalíptico y entonces, veía en los ojos de Sofía la cara de mi madre mientras me amamantaba entre sus brazos. Su irreversible condición de pija hizo que lenta pero inexorablemente abandonara este tema por hastío.

Así pues y ante mi imposibilidad de amar, me sumí en una grave depresión que me condujo a sondear caminos hasta ahora inescrutados y que me aseguraran satisfacer la única ilusión que tenía en esta miserable vida.

Decidí que si me enrollaba con una tía lo suficientemente desagradable, nunca tendría el problema de que se fuera con otro, volviera con su antiguo novio... Y fue precisamente en el portal donde atisbé a mi presa. Vivía en el quinto, pelo aceitoso y desaliñado, cuerpo raquítico cubierto siempre por un chándal de algodón verde lleno de lamparones, zapatos acharolados de tacón y un olor ante el que un mes antes no habría podido impedir el más repugnante de los vómitos. Pensé que sería bueno intentarlo. Me decidí y al cabo de unos días subí al piso esgrimiendo el viejo y conocido truco de si tienes sal. Me hizo pasar. Todo estaba oscuro, había ropa por el suelo que ella iba apartando a nuestro paso -debajo de la mesa, de la cama... Sólo había chándals de algodón verdes. Aquella sensación de suciedad y descuido me dio un poco de asco. No sabía qué decirle, cómo entrarle, si atacarle directamente o con suavidad. La opción de acariciarle el pelo quedaba descartada por razones obvias (no quería que se me quedara la mano enredada en aquella pringosa maraña o peor aún encontrar algún diminuto habitante paseando entre mis dedos). Me puse nervioso y decidí marcharme sin la sal. Ella no dijo ni una palabra. Una hora después volví a subir.

- Se me olvidó la sal -dije entrecortadamente.

Sonrió. Le faltaban las dos paletas de arriba. Entré y repetimos los mismos movimientos de hacía una hora, patadas a la ropa, puertas abriéndose y cerrándose velozmente, etc. Entramos en la cocina. Se agachó para coger un papel, se le vieron las bragas por encima del chándal. Pensaba que aquellas bragas ya no se vendían, eran descomunales y con toda seguridad cinco tallas más grandes. Decidí que era el momento de entrarle por detrás, pero se incorporó. Empezaba a inquietarme. Se dirigió hacia la despensa y entró. Tenía ojos de perro callejero. Me pegué a ella por detrás, muy suavemente. Empujé mi bragueta contra su culo a la vez que agarraba sus decrépitos senos con vigor. Llenos de pellejos, eran diminutos y caídos. No pareció asustarse. Se giró y pude contemplar su cara llena de pelos. Tenía pelos en las orejas y un abundante bigote. Saqué mi lengua y los acaricié. No tenía el más mínimo pudor. Enseguida pude comprobar con gozo que no había habido muchos hombres en su vida, o al menos hombres hábiles. Era terriblemente inexperta pero se entregaba con docilidad y diligencia. Le saqué la parte de arriba del chándal. No llevaba sujetador (tampoco le hacía falta). Ante mí, aquellos lamentables senos me reservaban más sorpresas: de sus negros pezones salían seis o siete cerdas aún más negras y del grosor de mi dedo índice. No flaqueé y me dirigí a chuparlos. Tuve que retirar mi cara inmediatamente. Un intenso dolor me poseyó. Me había pinchado los labios y sangraba un poco. Las primeras palabras salieron de ella.

- ¿Te ocurre algo?
- No tiene importancia -respondí volviendo a mi trabajo, con más cuidado ahora.

Era imposible acariciarle las tetas; esos negros pelos me pinchaban las palmas de las manos. Le quité el pantalón del chándal. Las bragas cayeron al suelo sin tocarlas; ni siquiera tenían goma. Ahora podía contemplarla en todo su esplendor. Sonreí. Jamás podría quitarme nadie una tía así. Era un saco de huesos. Pasé la mano por el pubis y tembló un poco. Con el dedo le froté el clítoris. Me dispuse a comérselo pero un hiriente hedor me hizo desistir. Necesitaba vomitar. Dije adiós y salí corriendo hacia mi casa. No pude llegar a tiempo y tuve que potar por el hueco de las escaleras. Menos azorado ya, abrí la puerta y entré en el piso con una ligera sonrisa de triunfo en mi estúpida cara. Me lavé los dientes, me puse el pijama y me acosté pensando en un futuro prometedor.

A los dos días, más o menos el tiempo que había calculado, llamó a mi puerta. La invité a entrar y lo hicimos en mi cuarto. A partir de aquel día la relación se estabilizó. Íbamos al cine, paseábamos cogidos de la mano, nos besábamos en público, etc. No podía ser más feliz, al fin podía querer a alguien. La inundaba de regalos a diario, le permitía todos los caprichos que quisiera, todo era maravilloso.

Hoy, hace dos meses que hicimos el amor por última vez. Fue en mi casa. Teníamos muchas ganas. Quise hacer algo nuevo. Se la metí por el culo. Una mezcla de dolor y placer se apoderaron de ella. Se movía violentamente, tanto que se golpeó con el espaldar de madera de pino de la cama rompiéndolo. Cayó fulminada sobre el colchón e inconsciente. Me asusté pero mantuve la calma. Llamé a un colega médico y se presentó en seguida. La examinó detenidamente. Estaba preocupado. Dijo que la lleváramos inmediatamente al hospital aunque no sabía qué le ocurría. La metimos en su coche y la dejamos ingresada. Aquella noche no pude dormir. A las ocho de la mañana me presenté de nuevo en el hospital. Ella había recuperado la consciencia. Sin embargo no hablaba. Después de dos semanas en esa situación, los médicos decidieron ingresarla en un centro especializado para enfermos mentales. Todos los domingos por la tarde iba a visitarla cuando regresaban de la excursión semanal organizada por el centro. Cada día que pasaba estaba mejor, me presentó a sus amigos (bastante alienados, por cierto).

El domingo pasado, como de costumbre, fui a verla. Me llevé una gran sorpresa cuando la asistenta social me dijo que se había fugado con un interno. Un tal Paco "Chupes", un loco de mucho cuidado, deforme físicamente y mentalmente sonado. Lo primero que se me vino a la cabeza fue la infinidad de veces que el tal Paco me pedía cosas.

- No tengo ni tabaco, ni dinero, ni 'nara' de 'nara' -repetía continuamente.

Anoche, mientras dormía, tuve una magnífica experiencia. Soñé que amaba a una mujer.

tororojo12000@yahoo.es

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