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Madriles

en Erotismo y Amor

MADRILES

Allí estaba por fin, yo, Gabriel Montero, a mis 31 años. ¡Qué pena, Dios, qué pena que esto no sucediera hace… ¿Cuánto tiempo? ¡Diez, mejor doce, trece años! Cuando tenía 18, 19 años, cuando todavía mantenía intacta, pujante la ilusión, las ganas de triunfar, de comerme el mundo. Sí, las ansias de triunfar, de llegar a lo más alto, al cénit de la gloria se me habían reverdecido desde aquel día en que casualmente, sin buscarlo ni esperarlo, apareció la oportunidad por la que tanto batallara, tanto sufriera por todos los caminos, carreteras y vías férreas de España, a veces en el coche de San Fernando, unas veces a pie otras andando; otras en los topes de trenes de mercancías o en la baca de algún coche de línea que la conmiseración del conductor de turno me permitiera. Y como yo, tantos otros chavales envenenados por el mismo gusanillo del ansia de gloria… y de dinero.

Del ensimismamiento de esos momentos, puede que para olvidar el miedo, el escénico… y el otro, tal vez menos atenazador que el primero, vino a sacarme la cantarina y aguda voz de los clarines cortando el aire aunados al sordo batir del redoble de timbal conformando esa sinfonía de clarines y timbales que siempre me erizara todos los poros de mi cuerpo cuando briosa saltaba al aire. Las dos hojas del amplio portón se estaban abriendo y la cegadora claridad solar iluminaba la suave penumbra que tamizaba el patio de cuadrillas de la Monumental de las Ventas. Flanqueado por los dos compañeros que me precedían en cartel empecé a avanzar hacia la abertura que el portón abriera a la arena. Tras de nosotros tres seguían las cuadrillas de banderilleros y picadores, mientras todos nosotros, “maestros” y subalternos, ajustábamos, por enésima vez, a la cintura los espectacularmente bordados, bellos, capotes de paseo y, casi maquinalmente, tirábamos del borde superior del capotillo, estirándolo una vez y otra, para que cubriera el hombro izquierdo, en realidad ya perfectamente cubierto. ¿Qué dije de los nervios, el estrés, el miedo? “Tranquilo macho, que el “canguelo”, la “Jindama” desaparece tan pronto  primer “barbas” aparezca en la arena”  

Cada uno de nosotros, “maestros” y “subalternos”, (aunque más de uno, más de dos de estos “peones” sabía más de toros que nosotros, los “maestros”) tan pronto pisamos la fina capa de arena de albero, arrastramos reiteradamente la suela de las zapatillas por la arena para asentarlas, fijarlas al firme de albero y prevenir los peligrosos resbalones en momentos críticos, que a la postre son todos, pues mientras el toro asiente la pezuña en la arena el peligro, el momento comprometido está, permanentemente, en el anillo de la plaza.

Los alguacilillos llegaban ya al portón de cuadrillas, con lo que los tres espadas tomábamos definitivamente la posición que deberíamos ocupar en el paseíllo, el primer espada que abría cartel como el más antiguo, a la derecha, el que le seguía en el orden del cartel y segundo espada a la izquierda, y yo, el tercer espada, el que cerraba cartel, además el “nuevo en esta plaza” pues era la primera vez que toreaba ante el público de las Ventas, en el centro. Tras de cada espada se situaron sus banderilleros y picadores en perfecto orden y tras ellos, repartidos entre las tres hileras que el cortejo de cuadrillas formaba, los monosabios, areneros y, por último, mulilleros. En fin, la cosa ya no tenía remedio. Allí estábamos y en breve pasearíamos airosos por el ruedo, ya no había pues escapatoria: El toro esperaba en los toriles y pronto le tendríamos frente a nosotros. No, ya no había remedio y más valía guardar el miedo en el bolsillo. Se pasaría tan pronto el “barbas” saltara al ruedo.

Por fin los alguacilillos llegaron a nuestros dominios y, caracoleando sus caballos, se volvieron hasta quedar frente al palco de la presidencia, el presidente sacó el pañuelo blanco ordenando que las cuadrillas iniciaran el paseíllo, la banda empezó a atacar el imprescindible pasodoble, en cuyas notas, que a duras penas llegaban a mis oídos, creí reconocer al titulado “La Entrada” y, soltando el primer espada aquel “Que Dios reparta suerte” de ritual emprendimos el paseíllo con paso decidido y firme, garbosos, braceando con el derecho y más tiesos que un palo.

Previamente, como debutante, me había quitado la montera en señal de respeto hacia ese público que por vez primera me iba a ver torear.

Con diez y seis años escasos, Gabriel Montero “Madriles”, es decir yo, empezó las esporádicas escapadas en busca de toros por capeas, tentaderos si había mucha suerte o, lo más frecuente, el campo bravo, a la luz de la luna, procurando escapar de las garrochas y caballos de los mayorales que le acosaban a uno tan pronto adivinaba su presencia y que si te alcanzaban, tras derribarte al suelo a punta de garrocha, como a los becerros en las tientas a campo libre, te molían las costillas que era un primor. Entonces las escapadas todavía eran cortas, no más de ocho diez días a lo sumo, de continua zozobra para mis padres, que con réditos se cobraban a mi regreso, con la ropa en girones y el cuerpo cubierto de magulladuras, recuerdos inseparables de mis lides taurómacas, moretones que crecían se multiplicaban en cardenales merced al cinto de puro cuero de mi padre, que me remolía a modo las costillas, sin consideración alguna a los moretones con que llegara.

Estas breves escapadas se tornaron en una sola, prolongada y perenne por algunos años, a poco de estrenar mis 17 años. Durante otros cuatro años seguí dando tumbos de acá para allá, recorriendo casi toda la geografía española tras de ese sueño de gloria… y millones que insistentemente huía de mí sin encontrar otra cosa que los golpes del toro, las verdaderas palizas que más de una vez hallé en esas capeas en pueblos ignotos con plaza de carros y talanqueras donde el ganado que se soltaba, amén de morucho, sin casta ninguna, también eran duros animales con, al menos las cuatro hiervas en la boca (cuatro, hasta cinco años); además, casi siempre muy, muy toreados, por lo que cualquiera les metía mano. Cuando no era en esas capeas en las que, de verdad, te jugabas la vida… por nada, por un sueño nada más, eran las propias vacadas, los toros hechos y derechos apartados y toreados a la luz de la luna, “hazaña” que no pocas veces acababa a manos del mayoral de turno que te arreaba también verdaderas palizas de muerte.

Y la miseria, el hambre siempre acechando siempre combatiéndola como Dios te daba a entender, casi siempre robando acá o allá lo que se podía en los campos de fruta y verdura, en los corrales cuando, también a la luz de la luna te metías a apoderarte de algún pollo o, las más veces, una gallina, o tal vez dos, tres… las que se pudieran necesitar para el grupo de “maletas” (maletillas) que integrábamos el grupo de “llamados a la gloria” y a los billetes de 1000 pesetas a fajos  y, cómo no, los socorridos huevos.

Y así, de día en día, de mes en mes, de año en año, aquella ilusión de mis 14,15, 16 y 17 años se fue lastimando, erosionando, languideciendo a la par que aquella afición que una vez surgiera en mi corazón, hacía… ni sé cuánto tiempo, fue siguiendo el camino de la ilusión y las ganas de triunfar, de seguir en esa lucha estéril e ingrata.

Hasta que llegó aquella tarde en aquel pueblo perdido de León, en aquella plaza que, para variar… también era de carros, y aquel toro enorme, con cinco o seis años, ese que sabía más que el famoso Lepe Lepijo por la cantidad de veces que por los pueblos de alrededor y a lo largo de algún que otro año había sido toreado (1) me enganchó de mala manera. Me prendió por el costado derecho cuando, terco y en contra de todo sentido común, me empeñaba en torear limpiamente a aquel marrajo más “pregonao” que La Dolores de la copla, a aquel hijo de mala vaca que se arrancaba con la cabeza hecha un molinillo, despreciaba cuanto engaño le ponían por delante, capote o muleta, y buscaba “hacer carne” con saña digna del Destripador de Londres. ¿Resultado? Un cornalón de caballo que me interesó el pulmón y me tuvo no sé cuantos días entre la vida y la muerte.

El hospital de León avisó del suceso a mis padres que, aterrados, vinieron para verme prácticamente en coma y casi, casi, que desahuciado por aquellos médicos. Pero no, tampoco entonces entregué los “trastos” de lidiar con la vida (2), pues acabé por abrir de nuevo los ojos y me aferré a la vida con unas ganas tremendas.

La convalecencia en el hospital y la posterior recuperación fue cosa lenta, de más de un año, pero todo rodó por buenos caminos y año y medio después estaba por entero repuesto, sin rastro o secuela alguna, con los pulmones funcionándome a las mil maravillas, cosa que la medicina había prácticamente descartado para el resto de mi vida, pero, a Dios gracias, la ciencia en este caso se equivocó de medio a medio.

La parte positiva de esto fue que la cornada acabó con las pocas ganas, la poca ilusión que todavía me quedaba de modo que, desilusionado por entero, mandé al traste todo lo que había sido mi vida en esos últimos seis años. Hasta la afición quise borrar de mi mente, exterminarla, y me negué a leer “El Ruedo”, ese excelente semanario taurino que dejó de editarse en 1977, tras publicar 1696 ejemplares desde 1944. Incluso las corridas televisadas me negué a ver. Claro, que esto no fue eterno, pues andando el tiempo, cuando el veneno del gusanillo de la ilusión, ese que no desaparece tan fácil como pueda parecer, pues siempre quedan rescoldos, frustraciones que casi nunca acaban de desaparecer. Pero, en fin, por lo menos lo fui asumiendo poco a poco, tranquilizando ese rescoldo que, efectivamente, nunca desapareció de mi mente y corazón. Parece mentira la forma en que ese veneno del toro se apodera de uno, que nunca acaba de librarse del todo de él. Pero por fin eso se quedó reducido al gusto por volver a ver los programas y emisiones televisivas de toros; a la plaza, a ver los toros en directo, sí que no me atreví, por si las moscas.

Cuando al fin me dieron el alta médica total, una vez completamente recuperado y otra vez “listo para todo servicio”, me encontré con que a la Patria mis servicios le eran imprescindibles, por lo que con casi 24 años me tuve que incorporar a la “Mili”, licenciándome pues con 25 años y bastantes meses.

Cuando regresé licenciado a casa, sin oficio ni beneficio, pues me tuve que “agarrar” a lo único entonces a mano, peón de albañil en la misma obra donde mi padre trabajaba también como peón.

Pero tuve suerte y allí estuve poco tiempo, menos de un año. Yo nunca había trabajado antes porque, como mis hermanos, pude asistir a un colegio que en el barrio mantenía una orden religiosa dedicada a la enseñanza de niños de familias con recursos muy justos, como la mía, con lo que, amén de asistir si no enteramente gratis casi, casi, nos daban desayuno, comida y merienda.  Pues bien, en aquel colegio no sólo se sabían mis escapadas sino también la cornada y cómo lo pasé. Ya durante mi estancia en casa con la recuperación me visitaron varios de aquellos buenos curas, pero lo bueno fue que cuando me licencié, a pocos meses de trabajar en la obra apareció por casa un cura que había sido profesor mío y de alguno de mis hermanos, para interesarse por mí, lo que hacía y demás. Y nos dijo a mis padres y a mí que vería a ver si podía encontrarme algo mejor.

Y lo encontró aquel buen cura, por lo que a mis 26 y pico de años entré a trabajar en las oficinas de una importante empresa de seguros; como chico de los recados, vale, pero ganaba mejor sueldo y el trabajo

Pero lo malo es que entonces empezó mi verdadero calvario. Al frente de la oficina estaba una mujer, Victoria, un monumento de mujer de 27 años esplendorosos, más alta que de mediana estatura y un cuerpo de ensueño con el rellenito justo para poder presumir de curvas de alto peligro para el masculino mortal que las contemplara. Y claro, yo me colé por ella tan pronto la conocí, a pesar de llevarme un año de edad. Pero a lo que de hermosa y deseable tenía le aventajaba, de largo además, lo que de mala persona también tenía. Era mordaz, hiriente, despreciativa, a veces incluso llegaba a la crueldad más descarnada cuando tenía la debilidad de humillar a alguien, cosa que por otra parte era su hobby predilecto. Y en eso conmigo se recreaba con inusitado entusiasmo. Enseguida se dio cuenta de lo que yo sentía por ella, de que por su palmito bebía yo los vientos. Y los desprecios, la hiriente mordacidad que tan bien sabía utilizar, en mí se exacebaron hasta niveles insufribles que me causaban un daño terrible. Llegué a vivir amargado por ella y al fin sentía por Victoria una mezcla de amor desenfrenado y odio feroz. No me dejaba ni un momento en paz y el tiempo que pasaba en la oficina, bajo su férula, era de infinito tormento.

Así pasé casi dos años. Y llegó el 30 de Junio de 1969, con 29 tacos encima y Victoria abocada a los 30. Era el último día antes de que el primer turno, el mío y el de Victoria, empezara sus vacaciones. La empresa ese año celebró el 50º aniversario, por cuyo motivo obsequió a sus empleados con una Fiesta Campera en una finca de la sierra madrileña donde funcionaba una empresa especializada en montar este tipo de eventos.

Mientras lo que trotaba por el ruedo de la placita eran las vaquillas la cosa transcurrió sin mayores problemas. En la empresa se sabían mis escapadas, no porque yo dijera nada de ellas sino porque casualmente se enteraron de ello. No llevaba mucho tiempo en la empresa cuando una tarde que, por el calor me desprendí de la camisa en el baño para refrescarme bien, entró un compañero al servicio. De momento no se fijó en nada; me saludó y sin más iba a meterse en uno de los compartimentos cuando yo cometí la torpeza de querer taparme poniéndome la camisa. Esto le llamó la atención y entonces sí que se fijó en la tremenda cicatriz que la cornada me legara. Y claro, todo mi pasado salió a relucir, y al poco no había persona que en la empresa lo ignorara. Así, esa tarde, en la fiesta campera salió alguna gracia que otra sobre el hecho de que yo no hubiera bajado a la arena, pero en fin, sin importancia. Nadie se puso pesado con las bromas de si me atrevía o no, y yo no hice caso de nada.

Entre broma y veras algún directivo ya había hablado de una sorpresa que nos tenían preparada, haber si alguien tenía lo que debía tener entonces. Y la sorpresa saltó al ruedo cuando la fiesta estaba a punto de bajar el telón: Un soberbio novillo utrero, es decir, tres años, que más parecía cuatreño, con unos pitones que metían verdadero miedo al más pintado. La cosa la abrió ese mismo directivo con una compañera, también directivo, ambos con cuarenta años más o menos y un tanto pasados de alcohol que ante semejante bicho cometieron la imprudencia de intentar torear al alimón, con un capote agarrado por una punta cada uno. La verdad es que esta forma de torear comporta poco riesgo pues el animal suele circular por el centro del capote, lejos pues de los que lo sostienen; pero las copas son malas consejeras y ni sé cómo se las arreglaron para meter al novillo en su terreno, con lo que el animal les puso en algún aprieto solucionado por el par de profesionales que las fiestas incluían para estos casos. A esto siguieron las baladronadas de los dos “héroes” taurinos por una tarde y las risas y bromas de los invitados en general. Y para darse más “tono”, ambos “héroes” empezaron a reclamar a nuevos “héroes” que bajaran a la arena a continuar la heroicidad ante el buen “pavo” que entonces campeaba a sus anchas por el redondel como dueño absoluto del anillo.

Y claro, las peticiones de que “Madriles” saltara al ruedo no se hicieron esperar, aunque sin tampoco hacer mucha “carne”, era la broma que continuaba en al corear todo el mundo el “¡Que salga Gabriel, que salga Gabriel”, acompañado todo por las palmas de tango que también sonaban. Entonces Victoria, que se sentaba en primera fila no lejos de donde yo me encontraba algo más atrás de ella, saltó en voz lo suficiente alta para que yo y cuantos por allí estaban la escucharan con nitidez.

  • ¡No os esforcéis, Gabriel no saltará al ruedo! Ja, ja, ja. (Volviéndose a mí, mirándome desafiante, con ese marcado desprecio en los ojos) Te da miedo Gabriel, no tienes valor para bajar. Hasta aquí llega el hedor de tus pantalones, te has ido por la pata abajo cuando le has visto. Ja, ja, ja. ¡No tienes lo que hace falta para bajar! ¡N tienes huevos, Gabriel! Ja, ja, ja… ¡No tienes huevos, cobarde, poco hombre! Ja, ja, ja…

Yo estaba lívido, o, tal vez rojo de ira… no lo sé. Por esos alrededores las risas habían cesado al oír a Victoria y se veían rostros francamente  reprobadores. Alguien alzó la voz para decir

  • ¡Victoria te has “pasado” siete pueblos con Gabriel! Deberías disculparte. En realidad todo esto era una broma y cualquiera puede entender que a Gabriel no le apetezca volver a las andadas; él sabe bien cómo se las gastan esos animalitos tan bonitos. Discúlpate con él Victoria.

Pero yo ya no estaba dispuesto a seguir aguantando más ofensas de esa mujer, esa verdadera arpía que me estaba haciendo tanto, tanto daño. En dos zancadas llegué al borde del redondel y salté dentro. Al profesional que había más cerca le arrebaté el capote de un tirón seco que le sorprendió, y con la rabia más sorda me dirigí directo al  burel. Quedé quieto a diez o doce metros del novillo; alcé el capote, agitándole para llamar la atención del toro al tiempo que le gritaba

  • ¡Hey toro, hey bonito! ¡Arráncate torito guapo!  ¡Hey! ¡Hey!

Y se arrancó, vaya si se arrancó. Como un tren, pero con un son excelente, sin escarbar un solo segundo, cabeza a media altura metiendo el hocico hasta casi arrastrarlo por la arena cuando entraba al capote, sin echar las patas por delante en ningún momento. Era uno de esos ejemplares con los que sueña todo torero pues es un filón de trofeos que te pueden reportar una buena cantidad de contratos.

Comencé con una serie de capotazos largos, con las piernas flexionadas, casi poniendo rodilla en tierra pero sin llegar a ello,  bajando bien las manos hasta que el capote barriera la arena y, nada más pasar el "tren", volver a llamar la atención del bravo novillo provocando de nuevo su embestida sin dejarle tomar resuello en ningún momento,haciendo en cada capotazo que el burel doblara bien las riñones hasta casi unirse pitones y rabo. Cada uno de estos capotazos significaba una vara que frenaba la codiciosa pujanza con que saltara al redondel, quebrantando al mismo tiempo la tremenda fuerza con que pisó la arena, ahormándole para poderle torear de capote y muleta, pues también el duro castigo que recbía en cada pase hacía que se fuera parando y su atención se fijara casi únicamente en los engaños. Aquello era lidiar al animal, cosa imprescindible para después sacarle lucidos capotazos y poder lugo ligar una buena faena de muleta.

Cuando consideré que mi objetivo estaba logrado, acabé aquella serie de recibo con un afarolado que me permitió alejarme del animal, a la sazón casi desfondado en sus fuerzas. Este se quedó parado, reponiendo la agitada respiración y yo le permití por un par de minutos recuperar el resuello, lo justo para empezar a lucirmecon la capa. Así que le volví a citar para, ya entonces, estirarme con el bicho en unas interminables series de verónocas, rematadas con la eficaz media verónica que deja al toro casi clavado en la arena, prácticamente en suerte para entrar al caballo en festejos con picadores, seguidas a veces por alguna serpentina que hacía volar el capote por el aire, serpenteando al rededor de mi cuerpo al que se ceñía como una serpiente se ciñe al tronco de un árbol; o también por airosas revoleras con el capote surcando alegremente el aire para acabar rodeándome con él la cintura prendido de una sola mano. 

Al final de aquellas series iniciales del toreo de capa, de nuevo me separé del animal, de nuevo le dejé reposar unos minutos para volver a citarle en otras series de chicuelinas, de las clásicas, citando de rente, a pies juntos y girando lentamente sobre mí mismo dejando que los pitones del novillo, al entrar al capote, rozaran ligeramente mi costado. También, de las llamadas "chicuelinas paseadas", en las que, citando  de frente pero no a pies juntos sino "paseando" ligeramente al toro para girar en la misma forma  antes apuntada pero saliéndo del bravo animal " paseándome" ante él, para acabar por "pasearme" así por la arena. Del mismo modo, y tras dejar que pasaran los correspondientes minutos de descanso, aparecieron en el ruedo gaoneras, una variante del pase "De frente y por detras, delantales... En fin un muestrario de toreo de capa

Me separé de nuevo del animal, perdiéndole la cara al  darle descaradamente la espalda, entre una atronadora ovación precedida por los clásicos gritos de “Ooo leeé” “Ooo leee” para llegarme a la tronera que desempeñaba el servicio de capotes, muletas y demás. Con discreción, mientras me acercaba , lancé los ojos hacia donde estaba Victoria. La vi seria, muy seria. A ella no le pasó desapercibido que la observaba pues pude darme cuenta de que no me perdía de vista ni un segundo y su mirada se cruzó abiertamente  con la mía. Y por primera vez vi que en ella no había rastro de mordacidad ni de desprecio alguno. Me miraba serenamente, sin expresión definida y así se mantuvo hasta que fui yo el que desvió los ojos de ella. Tomé estoque y muleta y volví al toro.

A qué seguir con el relato de lo que pasó frente al utrero-cuatreño. Simplemente decir que acabé matándole de la mejor estocada que hasta entonces jamás diera. El novillo estaba pagado pues una vez toreado nunca más podría volver a salir a un ruedo y dije que para qué sacrificarlo en los corrales cobardemente. Se merecía morir como lo que había sido, un verdadero toro bravo, defendiendo su vida hasta el final. La cosecha de trofeos fue generosa, las dos orejas y el rabo y ni sé las vueltas que tuve que dar al ruedo de esa placita. Volví a dirigir mí vista a Victoria y la vi igual que antes, seria, sin expresar emoción alguna en su rostro pero sin tampoco perderme de vista: Nuestras miradas se cruzaron pues y, como antes, ella me la sostuvo hasta el fin.

La Fiesta Campera había acabado tras la suelta del utrero con hechuras de cuatreño. Los compañeros de la empresa abandonaron los someros tendidos de la plaza de tientas, unos rumbo a los autocares que allí nos llevaran, otros, algunos compañeros de las oficinas habían bajado al pequeño ruedo y me felicitaban, diciendo que les había asombrado ver lo que vieron. Apretones de manos… y de pronto, sin saber de dónde pudo haber salido, vi ante mí a aquel hombre, D. Vicente Valcárcel, un patricio de los negocios taurinos, no de primera línea pero tampoco desconocido en este mundillo, que llevaba varias plazas de provincias, también algún torero, un par de novilleros al menos de los entonces punteros.

Cuando la práctica totalidad de empleados estaban ya en los autocares que hasta aquí nos trajeran, también yo accedí al mío. Sí, fui de los últimos que abandonó la placita. Nada subir al coche divisé a Victoria en un asiento de pasillo no muy lejos del asiento del conductor, vamos bastante adelante. Parecía charlar animadamente con uno de los directivos, ocupante del sitio de ventana. Pero de inmediato también ella se percató de mi presencia; y cosa rara, pues parecía no prestar atención a nada salvo al directivo con quien conversaba; pero el advertir mi presencia fue casi tan instantáneo, tan involuntario como para mí el dirigir a ella la mirada tan pronto subí al vehículo. Una vez más nuestras miradas se cruzaron, pero ésta ella desvió de inmediato la vista. No obstante volví a ser consciente de que en sus ojos tampoco ahora había traza de desprecio, dureza o acidez alguna; sólo, ahora caía en ello, un cierto interés que ni me explicaba a santo de qué vendría. Lo cierto es que ahora estaba bastante intrigado con esa actitud suya tan inesperada, tan increíble.

Porque vale que quien se llevaba la palma de sus ofensas, sus puyas crueles fuera yo, pero lo cierto es que, en mayor o menor medida nadie escapaba de ellas, y si de hombres en particular se trataba la cosa adquiría un nivel bastante más intenso que en caso de mujeres.

Pasé junto a ella sin decirle nada, sin mirarla siquiera, dirigiéndome hacia el fondo del vehículo aunque no al final del todo donde los asientos están corridos, sino en los últimos o penúltimos asientos adosados de a dos. Ocupé el de la ventanilla mirando por ella distraídamente; casi a segundos de yo sentarme noté que alguien también se sentaba a mi lado. No necesité volverme para saber que era ella, ni siquiera para saber que se estaba acercando a donde yo estaba: Su inconfundible aroma la delataba a distancia aunque en modo alguno el perfume que usaba fuera de esos profundamente penetrantes. No, ni mucho menos, pues el suyo era suave, muy suave; y personal, con ese toque de gusto y elegancia que en ella resultaba casi connatural a su ser femenino, altamente femenino a pesar de sus formas duras, despiadadas tantas veces. En fin, ese aroma a mujer que a un tiempo me embriagaba de placer anticipado y me condenaba al más pérfido infierno.

Pues bien, efectivamente allí estaba Victoria, sentada a mi lado, los dos juntos a la par que aislados, solitarios los dos allá al fondo del autobús, a distancia de los demás ocupantes del coche. A pesar de todo, a pesar de que mi pulso, mi corazón se dispararan al momento en desbocada cabalgata, mantuve mi rostro pegado al cristal de la ventanilla, como si no me hubiere apercibido  de su presencia, o como si “pasara” olímpicamente de su compañía en evidente actitud de absoluto desinterés por ella, actitud en verdad enteramente opuesta a la que realmente había en mi interior, absolutamente pendiente de ella pues ese detalle de venir a buscarme para no largarme una serie de improperios tan pronto no llegar hasta donde yo estuviera, sino tan pronto como me veía a suficiente distancia para hacerse oír, era por entero inconcebible en esa mujer.

  • ¿Se puede saber por qué has hecho eso Gabriel?

Continué como estaba, mirando terco por la ventanilla y sin hablarle, como si no la hubiera oído, como si allí no estuviera, como si ella no fuera más que un ser invisible, etéreo.

  • Vamos Gabriel, no te hagas el tonto conmigo que sé que me has oído. ¿Por qué hiciste esa más locura que tontería? Aunque ninguno de ambos sentidos faltaba en lo que hiciste.

Me volví hacia ella

  • ¿A qué locura te refieres?
  • Gabriel, te he dicho que no te hagas el tonto conmigo. Bien sabes a lo que me refiero. Contéstame, y no con preguntas tontas.
  • ¿Te refieres a haber saltado al ruedo? Y… ¿qué esperabas que hiciera después de negarme toda masculinidad?
  • ¡Si seréis tontos y presuntuosos los hombres! ¡Y ni uno os salváis, todos lo mismo de tontos y pagados de vosotros mismos! Señor… ¿Cuándo aparecerá uno medianamente inteligente y sensato?
  • El ser inteligente y sensato… ¿Para ti qué es? ¿Ser un monigote con el que siempre puedes hacer lo que se te antoje? ¿Dejar que me humilles, me ofendas hasta lo más íntimo, romperme el alma siempre que te apetezca y yo, a todo eso responder “Más ama, más que es poco, me merezco aún más, más, más? ¿Eso es lo que deseas de un hombre?
  • Lo dicho, tonto, tonto de remate.

Con gesto francamente raro en ella, pues hasta me pareció con cierto tono de afecto, Victoria se me quedó mirando un momento; luego, haciendo intención de levantarse me dice

  • Gabriel, mañana a eso de las siete te espero en la cafetería California que hay junto a la oficina
  • ¿Qué dices? ¿Te has vuelto loca o te quieres “quedar” conmigo Victoria?
  • ¡Tonto, más que tonto! Ni lo uno ni lo otro. O… ¿es que no te apetece pasar una tarde conmigo? ¿ Te amarga ese dulce?

Victoria se levantó, dudó un momento, e inclinándose ligeramente sobre mí… posó durante un segundo sus labios sobre los míos, muy levemente, casi únicamente rozándolos. Se irguió y, lanzando al aire una risa cantarina, como tampoco nunca la oyera antes reír, se iba a marchar a su asiento. Entonces, yo también me levanté, casi gritando

  • ¡Victoria!
  • Mañana, mi corderito, mañana
  • ¿Y si te dijera que lo de esta tarde, lo de torear, puede hacerse cotidiano?

Victoria se paró en seco. Se volvió a mí, y volvió al asiento que ocupara junto a mí, para muy seria, decirme

  • ¿Qué significa eso de que lo de torear puede hacerse cotidiano?
  • Victoria, ¿recuerdas al hombre que se paró ante mí y con el que hablé un rato?
  • Sí le recuerdo:  Un directivo al que no conozco. ¿No es así?. ¡Otro rendido admirador del “Héroe” de la tarde, ¿no?
  • Victoria, ese hombre es D. Vicente Valcárcel, un hombre de negocios taurinos. Yo le conocía de antes, de cuando andaba por ahí, rodando de pueblo en pueblo. Una vez le pedí una oportunidad y me la negó. Pero parece que se quedó con mi “copla” y quiso verme. Precisamente la tarde de la cornada. Me ha ofrecido una exclusiva de veinte novilladas picadas esta temporada. Después ya verá lo que se hace esta temporada… y las demás que ven

Victoria seguía seria, muy seria… y en silencio por unos ¿Segundos? ¿Minutos? No sé. Luego habló

  • Y… ¿Qué dijiste? ¿Qué le contestaste?
  • Que sí
  • ¿Por qué Gabriel, por qué quieres volver a eso? A las palizas de los toros, a las cornadas, al miedo que sé que sentís cuando os vestís de luces… ¿Por qué Gabriel? Aquí tienes un empleo que no está mal, podrías incluso ascender, prosperar dentro de la empresa. No lo hagas Gabriel, no lo hagas. Al final lo que podría pasar es que arruinaras otra vez tu vida.
  • Me sorprendes Victoria. No me digas que… ¿Te preocupas por mí? ¿Tú? La mujer que más me ha hecho sufrir en la vida, la que se recreaba humillándome hasta lo indecible. Permite que diga que no te creo. ¿Por qué este cambio? Perdona pero no lo entiendo, no me lo puedo explicar.
  • ¡Qué sabrás tú de mí! Bueno no me digas nada, en realidad a mí qué me importa nada de ti. Haz lo que quieras

Victoria se levantó separándose de mí. Desde luego estaba furiosa, muy furiosa. Por el pasillo emprendió la vuelta a su asiento pero al poco se detuvo y, volviéndose hacia mí dijo

  • No lo olvides, mañana a las siete de la tarde te espero en California. Por favor no faltes. De verdad que te espero.

Eran poco más de las seis y media de la tarde cuando entraba en la cafetería California y tomé asiento en una mesa, reservando la comanda a cuando llegara la persona que esperaba. Apenas habían pasado diez minutos, sobre la siete menos cuarto cuando vi entrar a Victoria. Levantándome le hice señas con la mano y ella, sonriendo con esa sonrisa que ahora me dedicaba y me encandilaba, se dirigió hacia la mesa que ocupaba. ¡Señor, qué espléndida me pareció, con aquel vestidito veraniego, vaporoso y sin mangas, en tono azul intenso, ese que también se suele llamar azulón y los zapatos de finísimo tacón que realzaban hasta el infinito aquellas piernas de ensueño que la adornaban, a juego con el vestido. Este era entallado, muy ceñido, esculpiendo más que marcando esas curvas de perdición que su cuerpo de diabólicas tentaciones exhibía. El escote generoso, marcando una V cargada de prometedores secretos en cuyo vértice se dibujaba el nacimiento de unos senos, altos, firmes, colmados de divina ambrosía y el justo volumen propio de los cánones de belleza de la Grecia clásica, de los Fidias, Mirón, Praxíteles,  … Desde luego… deliciosa, adorable… un ensueño de belleza y tronío femenino.

Se llegó hasta mí y, como ayer hiciera en el autocar, por unos segundos sus labios rozaron los míos. Nos sentamos y ante un par de cervezas dejamos transcurrir unos veinte minutos de charla intranscendente al cabo de los cuales ella me indicó que le gustaría pasear un poco. Salimos a la calle y Victoria, confianzudamente, se colgó de mi brazo cargando su cuerpo contra el mío. Gran Vía arriba fuimos paseando hacia la Plaza de España, lugar al que mi adorada quería ir. Así, apoyándose indolente en mí, comenzó a hablarme.

  • Verás Gabriel, esa pose de mujer terrible que tan bien conoces, (riéndome ) y has sufrido, no pasa de ser eso, una pose. Yo en realidad no soy así (volviendo a reír) La verdad es que soy muy sensible… muy dulce… aunque no te lo creas. (Ahora poniéndose más seria) Pero tengo miedo Gabriel, mucho, mucho miedo de vosotros, los hombres. Hace ya algunos años, por cuando a ti te cogió aquel toro, yo me enamoré locamente de un hombre. Bebía los vientos por él, (de nuevo, riendo) casi tanto como tú los bebes por mí. Sí gitano, gitano malo, que te “guipé” cómo me comías con los ojos… ¡Serás descarado, gitanillo malísimo!... Pues sí, me enamoré de ese hombre hasta los huesos… pero se portó muy malamente conmigo… Me hizo mucho daño… Fui tan tonta que le di “eso”, lo único que de mí realmente quería… Me lo arrebató con el pedazo de “labia“que tenía, con sus falsas promesas y protestas de amor eterno, sincero… que sólo duró hasta lograr lo que quería. Entonces me abandonó, me dejó por otra, y por otra... por muchas más. Les tomé prevención a los hombres, les cogí miedo, mucho miedo a sufrir lo mismo de nuevo. Me cubrí con esta máscara de mujer malvada, cruel, para manteneros a raya, lejos de mí. Y sí, fui, soy cruel…  (otra vez riendo) ¡En especial contigo! ¿Sabes por qué?... ¡Porque me gustaste en cuanto que te vi. ¡En cuanto me fijé en esos ojitos de gitano canastero que tienes! Y es que eres guapo Gabriel, puñetero, gitano, más que gitano. Y cuando me mirabas con esos ojos de corderito degollado que me ponías… ¡Estabas graciosísimo así! Y yo… yo saltaba de contento en mi interior… ¡Pero qué delicioso que me parecías! ¡Me pareces, ladrón de corazones femeninos, Landru!

Entonces, ante aquella espontánea declaración, que me dejó… sí, turulato, intenté besarla… en forma, como se besa a una mujer, pero ella riendo, me apartó mientras decía

  • ¡Oye, oye… salido, más que salido… que para “eso” aún no tienes permiso.

Habíamos llegado ya a la Plaza de España y Victoria quiso pisar al césped, allá, junto a las estatuas de D. Quijote y Sancho. Se descalzó a la vera de la alfombra de hierba y, riendo como casi toda la tarde llevaba, echó a correr cual cría juguetona. Yo la miraba embelesado. No lo podía creer, no cabía en mi cabeza que aquello fuera verdad, que Victoria me quisiera, estuviera enamorada de mí… ella… la diosa ebúrnea… la inalcanzable… la bella entre las bellas… ¡Me amaba a mí, al pobre chico de los recados, al “juguete roto”. Increíble. Increíble… pero ¡Era cierto! 

Victoria se sentó sobre el verde césped y me llamó… y yo me descalcé también junto al manto verde y corrí hasta ella. Cuando nos encontramos ella me tumbó al suelo tras besarme de nuevo como últimamente acostumbraba, rozando mis labios con la miel de los suyos y ambos rodamos después por la hierba. Al final, cuando nuestros cuerpos pararon de rodar yo había quedado encima de ella, sin que Victoria rechazara  esa situación;  antes bien, me rodeó el cuello con sus brazos apretándose contra mí. Yo entonces, de nuevo, intenté ese beso de apasionado amor que tanto ansiaba buscando el manjar de su boca de labios rojos, carnosos, de locura vamos, pero otra vez lo impidió, tapándome la boca con su mano al tiempo que, una vez más, reía con esa alegría que durante toda la tarde bien se veía que disfrutaba, al tiempo que me decía

  • ¡Que todavía no tienes permiso para eso, golfo, Don Juan, que eso es lo que eres un conquistador de corazoncitos tiernos como el mío.
  • Es que lo necesito Victoria, mi amor, mi vida,… mi todo en la vida.
  • Golfo, más que golfo; ¿es que no tienes suficiente con… tenerme así, debajo de ti? ¿Cuándo podrías soñar con estar así conmigo?
  • Nunca, verdad, nunca… Pero  es que…
  • Pero nada, sátiro, más que sátiro, ¡FAUNO! Sí Fauno, que te dedicas a seducir a inocentes Ninfas, como yo por ejemplo Ja Ja Ja  Y quítate de encima de mí,(Victoria entonces se escabulló de debajo de mí) que te estás poniendo demasiado… ¡Eufórico! Ja, ja, ja.  Sí, demasiado eufórico…   ¡Que lo estoy notando “ahí”, por las “bajuras”! Y… ¡Bien que se te nota!… ¡Menuda “cosa” que te gastas, Landrú, “violador” de inocentes e ingenuas ninfas…Ja, ja ja.

Victoria había echado a correr tan pronto como, una vez libre de mi peso sobre ella, se levantó de un salto. Corriendo, corriendo, conmigo tras de ella y los dos riendo a carcajadas, volvió al sitio donde antes retozáramos los dos rodando por el césped y, tirándome al suelo de un empujón, ágil cual pluma recuperó del suelo sus zapatos y tras corretear otro poco acabó dejándose caer de nuevo en el mullido suelo, tumbándose cuan larga era a continuación. Yo hice lo propio, pero ahora guardándome mucho de adoptar las confianzas que antes me permitiera. Quedamos allí, tumbados uno junto al otro, las manos entrelazadas, y yo, vuelto hacia su lado, mirándola; bueno, más que mirarla era admirarla embelesado lo que hacía. Al poco, también ella volvió sus ojos hacia mí.

  • ¡Pero qué carita de… TONTO que pones cuando me miras! ¡Pareces embobado!

Victoria llevó su mano a mi pelo, mi mejilla… acariciándome dulcemente. Y, una vez más, sus labios rozaron los míos

  • ¡Me encanta verte con esa carita de tonto… quea mí me embruja .

Una vez más Victoria abortó mi intento de asalto a su boca… y lo que no era su boca precisamente. Simuló darme unos azotes en el brazo, miró su reloj y dijo

  • Ya son casi las nueve y... ¿Sabes lo que me gustaría que hiciéramos? Tomar cualquier cosa en cualquier lado y después ir al cine, a ver una “peli” muy, muy romántica. 

Como es natural, se hizo lo que ella quería. En un snack bar tomamos unos típicos sándwich de jamón-queso a la plancha, con unas cervezas y luego nos metimos en un cine de la Gran Vía. Como ella quería vimos una película sumamente romántica. Conviene aclarar que, antes de entrar al cine Victoria me impuso un acuerdo por el que yo no intentaría “asalto” alguno ni tampoco me pondría a hacer el “pulpo” con ella. De modo que me porté como un chico bueno durante toda la proyección, con el premio por parte de Victoria de cogerme del brazo izquierdo, estaba a su derecha por lo que ese brazo era el que estaba arrimado a ella, le pasó por sus hombros, de modo que quedó acunada por mi brazo, apoyando ella entonces su cabeza en mi pecho, allá junto al hombro, pasándome su brazo sobre mi regazo hasta enterrar su mano entre las mías, en una especie de abrazo.

Acabada la película volvimos a la calle y Victoria rechazó mi intención de tomar un taxi hasta su casa. En verdad ella vivía cerca, por la Plaza de Santo Domingo, en la calle de Campomanes, y le apetecía pasear otro rato. Colgada de mi brazo y recargando su cuerpo sobre el mío, como ya aquella tarde bajáramos a la Plaza de España,  fuimos caminando hacia su casa. Fuimos en silencio hasta que Victoria lo rompió.

  • Imagino que seguirás empeñado en perseguir tus sueños de gloria y dinero.
  • Victoria, creo que será mejor dejar de lado el tema.
  • Es posible… Pero… ¿No habría nada que te hiciera desistir? La verdad Gabriel, es una locura… A tu edad… Ya no eres aquel chiquillo que se echó a los caminos… Cierto que ayer seguro que estuviste imponente, yo no entiendo de eso… ni me gustan los toros… pero, ¿estarás en condiciones de aguantar toda una temporada, compitiendo con chavales a los que podrás llevar diez años?… Y más ¿Por qué no recapacitas un poco? Lo piensas bien… no sé. Gabriel, sólo sé una cosa, me da miedo, mucho miedo. Gabriel, tengo terror de que te pase algo, lo de aquel toro… algo peor tal vez. ¿No comprendes que nunca me lo podría perdonar? ¡Yo te incité ayer, con mi actitud absurda, sabiendo que si te llegaba a ver allí abajo, ante aquella fiera… no podría soportarlo. Por favor, perdóname, no me hagas caso por… ¡Dios mío, por qué tuve que ser tan borde contigo! Y hasta el final además.
  • Venga, venga Victoria, no hagas dramas donde no los hay. Ya verás, no me pasará nada. Y no creas, que no voy tan descalzo, que, lo que es experiencia, conocimiento del toro… casi me sobran. Y no te culpes de nada; esto, estoy ahora seguro, hubiera acabado pasando, ahora o más tarde, pero estaba escrito que volviera al toro… si es que alguna vez, de verdad, me alejé de él.

Durante un tiempo Victoria volvió a guardar silencio, hasta que de nuevo rompió a hablar.

  • ¿De cuánto tiempo se trata, cuando toreas la primera vez?
  • La fecha de mi reaparición todavía no la sé, ni creo que D. Vicente la tenga aún apalabrada; sólo sé que en cuatro días debo estar en el hall del hotel Nacional para ir al campo extremeño, a una ganadería de la tierra que tampoco sé cuál es.
  • ¿De cuantos días dispones, tres, cuatro?
  • Tres, contando mañana
  • ¡Vaya, qué pocos! ¿Te has despedido ya de la empresa?
  • No, mañana, tal vez pasado me ocuparé de ello.
  • Déjalo, ya enviaré yo un télex con tu dimisión. También me ocuparé de que te envíen el finiquito donde me digas. Bueno, en la cuenta donde te ingresan la nómina. Y olvidemos ahora todo eso. Ya lo tendremos que recordar en su momento.

Victoria descolgó su brazo del mío para pasármelo por la cintura, estrechándose contra mí. Yo seguí su iniciativa y la enlacé por la cintura, formándose así un verdadero abrazo entre ambos. Además, ella, como en el cine hiciera, descansó su cabeza en la parte alta de mi pecho, casi en el omóplato.

Por fin estábamos a la puerta de su portal. Una vez más la miel de sus labios rozaron los míos, cual tormento de Tántalo, diciéndome

  • Cariño, conténtate con esto… y la tarde que hemos pasado. Todavía es pronto para que subas a casa.

Así, viéndonos a diario de siete de la tarde hasta la hora que Dios quiso pasaron aquellos tres días. Tomamos cervezas en California, paseamos por la Gran Vía, retozamos más de una vez en el césped de la Plaza de España, pero también en el de la Casa de Campo, remamos en el lago de esa misma Casa de Campo, bailamos hasta la madrugada… fuimos muy felices. Reímos, jugamos a perseguirnos… y nos besamos… pero nunca como yo quería.

Así también llegó mi última noche, de momento, en Madrid. Eran ya cerca de las dos de la madrugada cuando llegamos a su portal. Y, mientras yo creía que me volvería a despedir con el consabido ligero roce de labios, Victoria elevó ambos brazos, los enroscó a mi cuello y, haciéndome agachar la cabeza buscó, no ya mis labios, sino mi boca con inusitada pasión. En ese momento, por fin, me abrió sus labios y la lengua avanzó entre los míos presionando sobre mis dientes en demanda de que se los abriera. Se los abrí, poniendo mi cavidad bucal a su disposición mientras ella ponía a mi disposición su lengua divina. Aquel beso para mí fue memorable. Pude gustar el dulce, tierno manjar de su lengua entrelazada con la mía, su deliciosa saliva mientras ella recorría hasta el último rincón del interior de mi boca. Victoria se me manifestó entonces como una auténtica diosa erótica, pues la forma que tuvo de “morrearme” era increíble y me trasladó a las más excelsas alturas del placer erótico en las alas de su indomable pasión. Cuando por finales se separó de mí para tomar alentó dijo.

  • Hoy no es pronto para que subas a casa cariño mío. Hoy quiero dormir contigo, pasar la noche amándote y siendo amada por ti

Aquella fue, con mucho, la noche más hermosamente maravillosa de lo hasta entonces vivido. La noche más inolvidable de mi vida, por mucho que también, con el tiempo, surgieran otras noches inolvidables, pero como aquella ninguna, nunca otra más, mínimamente semejante.

A la mañana siguiente Victoria me despidió no con el consabido roce de labios, sino con un beso de auténtico amor, tan apasionado, tan arrebatador como los maravillosos de la noche anterior.

Pero cundo ese beso se acabó, junto a la puerta del piso ya, me dijo

  • Gabriel, no quiero que vuelvas nunca más. Estos días juntos han sido divinos, lo más bello y hermoso de mi vida y nunca los olvidaré, te lo juro. Pero no quiero llorar otra vez por ningún hombre, y sé que contigo lloraría muchas veces, sufriría todas las penas del infierno, no porque tú, tu ser de hombre me hiciera llorar, sufrir, que sé que me quieres demasiado para eso, pero no podría verte salir de casa sin saber cómo ibas a volver… peor aún, si volverías incluso. No podría vivir esa vida que tú vas a llevar, me moriría un poco cada día junto a ti y no quiero eso. No quiero saber si toreas, ni dónde, ni qué te pueda pasar. Deseo mantenerte en mis recuerdos como lo más bonito y entrañable que he tenido, pero que se fue, se acabó en paz, sin rabietas, sin encontronazos ni sufrimientos. Un amor que se murió de amar precisamente, pero que murió dulcemente, como una liberación de las ataduras de la vida. Adiós Gabriel, hasta siempre y hasta nunca, que encuentres la felicidad que tanto buscas y ansías, y que no me odies por esto, compréndelo, comprende que no puedo obrar de otra forma. Me destruiría poco a poco si hiciera otra cosa.

Y me despedí de ella, dejándola allí, con mucha pena, para irme en pos del sueño de triunfo, de gloria, tal vez otra utopía. 

Mi debut con picadores se produjo cuando Julio iba ya de retirada, sobre el 27 ó 28 de ese mes. Las cosas, a partir de ese momento, me empezaron a rodar a pedir de boca. Esa temporada, 1969, la concluí a fines de Octubre con 33 o 34 novilladas, una de ellas en la feria del Pilar de Zaragoza, donde por vez primera hice el paseíllo en una plaza de primera, y la de 1970 con casi 70 novilladas, temporada en la que hice mi presentación en Sevilla, Valencia, Barcelona y la dura plaza de Bilbao, donde tuve un gran éxito, cortando tres orejas. En 1971 hice el paseíllo dos tardes en la feria de Abril de Sevilla con dos orejas en una y una en la otra tarde.

Y por fin, aquel 18 de Mayo de 1971, cuando por primera pisé el albero de las Ventas en una novillada del ciclo de San Isidro, muy bien presentada, con pitones terroríficos cual corresponde a lo de D. Carlos Urquijo de Federico, los antiguos y serios “Murube”, en la que corté tres orejas. A esta primera novillada en las Ventas le siguieron otras dos, todas ellas en la feria de San Isidro. La primera de ellas como cartel original; la segunda fue una sustitución por convalecencia del titular de una cornada. Aquel éxito de mi presentación me abrió las puertas del Olimpo taurino pues, como es lógico, de ese éxito se hizo eco toda España, pues las Ventas es un estupendo amplificador de todo cuanto en su albero suceda mínimamente importante, y un triunfo de tres orejas…

El altavoz que un triunfo en Madrid representaba, aumentó la cantidad de novilladas a torear en los próximos meses, pero lo más importante fue que me allanó el camino a la alternativa, que tomé en Valencia, en la primera de las dos corridas que en la feria de Julio me consiguió D. Vicente Valcárcel, ya mi apoderado a todo ruedo.

Pero lo realmente importante para mí en esos meses tuvo lugar la misma tarde de Mayo en que por primera vez toreé en las Ventas.

Esa tarde cuando, finalizada la corrida, con el cuerpo un tanto molido por algún “varetazo” que otro, muerto de sueño y de cansancio y lleno de polvo de pies a cabeza, llegué, con la gente de mi cuadrilla, mi mozo de espadas, D. Vicente Valcárcel y algún pelmazo que otro, al vestíbulo del hotel. Como es habitual en estos casos, el vestíbulo era un hervidero de gente. Fogonazos del flash de los fotógrafos, periodistas intentando hacer su trabajo, o  gritos de la concurrencia, la masa de aficionados, curiosos y algún ganapán que otro, pendientes de lo que pueda “caer” de la adulación al torero triunfador.

Entonces, cuando distraídamente y con muchas ganas de llegar a la habitación para quitarme el vestido de torear, el célebre “traje de luces”, sentí que el corazón se me paralizaba en el pecho, un molesto vacío se me formaba en la boca del estómago y en la garganta un nudo impedía que el aire circulara como es debido. Como siempre ocurría, nuestras miradas se fundieron al cruzarse y vi cómo su rostro se iluminaba en una feliz sonrisa. Sin poderme contener, instintivamente, grité.

  • ¡Victoria, Victoria! ¡Mi amor, mi vida, mi todo!

Y eché a correr presuroso hacia ella, que me esperaba anhelante, un tanto cohibida.

Llegué hasta ella, que me echó los brazos al cuello besándome, besándonos los dos con la misma pasión que aquella noche inolvidable. Incomprensiblemente, fui capaz de alzarla sobre el suelo enlazándola por la cintura y, girando con ella sobre mí mismo dándole vueltas suspendida en el aire, repetía incesantemente

  • ¡Victoria, mi amor, mi cielo, estás aquí, has venido! ¡No te marches nunca más, no me dejes, no me alejes de tu vida nunca, jamás otra vez!
  • ¡No Gabriel, nunca te dejaré! ¡No podía vivir sin ti! Acepto cuanto quieras, seré lo que tú quieras que sea… Me quieres aún, ¿verdad? ¿Verdad que me quieres, cariño mío? De verdad eres mi vida Gabriel, de verdad sólo contigo, a tu lado puedo vivir. Sin ti mi amor no soy nada… ¿Verdad que me aceptas contigo?

Nunca me había desprendido del vestido de torear y sustituido por la ropa de calle como aquella tarde, casi noche ya. En menos de 40 minutos estaba listo para salir a la calle, duchado, afeitado, perfumado… hecho un brazo de mar… y en la calle con Victoria. Aquella noche no quise salir a cenar con nadie, como era la costumbre de todas las noches tras torear, sino que Victoria y yo nos fuimos, solos los dos. ¿A quién más necesita una pareja de enamorados?

Salimos a la calle y tomamos uno de los taxis que solían aparcar junto al hotel.

Le pedí que nos llevara a la casa de mis padres, que ya no era la humilde vivienda que mis padres alquilaran en una de las zonas más deprimidas, y por ende baratas, de la popular y populosa barriada del Puente de Vallecas, sino en un confortable piso del moderno barrio del Niño Jesús, junto a Doctor Esquerdo.

Quería que mis padres conocieran a Victoria y ella, aunque muy nerviosa por ello, aceptó ilusionada. Los comienzos de la relación entre Victoria y mi familia no fueron del todo buenos, pues mi madre y mi hermana mayor la verdad es que la recibieron de uñas: Ella era la fémina que tan malitamente tratara a su hijo, a su hermano, pero Victoria sacó a relucir una increíble “mano izquierda”.

Aquella noche salimos todos a cenar en un restaurante yéndome después con Victoria a su casa. Cuando llegamos, Victoria me salió diciéndome, como en tiempos, “Todavía es pronto para que te invite a subir”. A mí me sentó aquello como si me arrojara encima un jarro de agua fría, luego le repuse

  • ¡A qué juegas Victoria! No me fastidies con esto ahora.
  • (Riendo) ¡No es ningún juego mi amor! (Recobrando un gesto más normal) Cariño, tus padres se nota que son bastante conservadores y no quiero que tu madre piense de mí aún peor de lo que piensa. Tú déjame a mí, que ya verás como es mejor. ¡Además, que no creas que vamos a tardar tanto en casarnos; que a este paso se me va a “pasar el arroz”, que son ya 32 los años que tengo y yo te quiero dar unos pocos hijos. ¡Lo menos media docena!
  • Hala, hala ¡A ver si ahora me vas a resultar una coneja!
  • ¡No cariño, que no tengo tan largos los incisivos! ¡Sólo una mujer muy enamorada de ti y que te lo quiere demostrar!

Así pues, volví a casa. Para entonces, todo el mundo estaba acostado ya. A la mañana siguiente me levanté algo después de las diez de la mañana. En casa no había nadie a esas horas pues mis hermanos estarían trabajando, mi padre en la mercería que meses antes les pusiera a mi madre y a él, con mis ahorros y un dinero que me adelantó mi apoderado, D. Vicente Valcárcel; y mi madre, casi seguro, comprando por el barrio lo necesario para la despensa. Así que me bajé a una cafetería a desayunar. Cuando volví ya estaba mi madre en casa, como mi hermana, que la había acompañado, y ambas trajinando por la casa, mi madre en la cocina. Allí me senté con un café, otro más en esa mañana. Al rato, mi madre empezó la charla

  • Anoche viniste pronto. Te oí y no te esperaba. Creía que pasarías la noche con ella
  • ¡Y también yo lo creía! Pero ya ves, me mandó de vuelta a casa desde el portal, ni me permitió subir a su casa. No te fastidia, me salió con que ahora éramos novios formales y eso no estaba bien, que mejor lo dejáramos para la Noche de Bodas. Me dejó planchado.

Mamá cayó un momento y luego volvió a hablar

  • ¡Valla, eso está bien! Gabriel, yo no soy tonta y sé que eso no es del todo así. Anoche me di cuenta de que Victoria te quiere de verdad. ¡La tienes loquita hijo, se le nota a la legua! Y por eso ella quiere ganarnos, mejor dicho, ganarme a mí. Y a eso es a lo que he dicho que no está mal. Saldréis hoy imagino, ¿No es así? ¿A qué hora la recogerás?
  • Sí, saldremos. Hemos quedado a las siete de esta tarde.
  • Bueno, pues no se te ocurra llevarla a cenar por ahí, tráetela a casa y cenáis aquí los dos, con todos nosotros. Ayer me cogisteis por sorpresa, sin nada que poneros, por eso acepté ir a cenar fuera; pero mira, (Y con una amplia sonrisa me enseñó una bolsa de compra repleta de exquisiteces culinarias, más que suficientes para elaborar una exquisita y suculenta cena) mira cuánto he comprado ya para esta noche, porque, Victoria a cenar, hoy y todos los días, estés tú o no estés, desde luego que vendrá. Faltaría más, que mi futura nuera cenara ella sola.  Y ya veremos las veces que va a comer por ahí, como perro sin amo. Además, que nos tenemos que tratar, tenemos que conocernos bien. Yo, desde luego, sí que la quiero conocer bien, entender cómo es posible que ahora te quiera como desde luego te quiere y antes se portara contigo de aquella forma tan rastrera, tan cruel a veces. Tiene que haber una explicación, pues ahora estoy segura de que no es una mala chica. En fin, ya veremos.

Efectivamente, Victoria y yo fuimos esa noche a cenar a casa esa noche, y las demás que todavía pude estar en Madrid, antes de tener que volver a torear. A cenar y, desde el mismísimo siguiente día, a comer también, pues desde entonces, tan pronto llegaba la una del medio día, Victoria tenía un montón de asuntos que atender, por lo que se despedía de la oficina hasta la mañana siguiente, cosa que, desde ese mismo día también, se extendió a siempre que yo podía pasar al menos un día en Madrid.

Pero hubo algo más aquella noche que, por vez primera Victoria cenó en casa, con mis padres y hermanos, como un miembro más de nuestra familia, pues así es como todos los míos la acogieron aquella noche. Victoria y yo habíamos acordado salir a bailar después de la cena. Cuando nos despedíamos de ellos, tras la cena, mi madre me dio la sorpresa casi más agradable de mi existencia. Y no quiero decir nada de cómo le llegó el hecho a Victoria.

Entonces, dirigiéndose a mí, en el beso de despedida me soltó.

  • Cuando salgáis de bailar no vengas a casa Gabriel, vete con Victoria y pasa allí la noche, con ella, y todas las demás noches que estés aquí, en Madrid. La Biblia dice “Dejará  el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Gen. 2.24) Para mí, cuando Victoria se entregó a ti, por amor y solamente por amor, se convirtió en tu mujer. Y estoy convencida que incluso ante Dios es así. Luego ve con ella, ve con tu mujer y amala y respétala siempre. Y formaliza ante el mundo esta unión cuanto antes, desposándola como Dios manda. Pero venid, los dos, a casa todos los días, a comer y a cenar. Recuérdalo Gabriel, sin ella no te quiero volver a ver. Y tú, Victoria, hija, pues también eres ya nuestra hija, cuando Gabriel no esté aquí, ven también a vernos, de vez en cuando, cuando quieras, pero ven alguna vez. Y siempre que te encuentres sola, baja de ánimo o lo que sea, ven a casa. Aquí tienes también una familia que siempre te querrá, pues eres la mujer de Gabriel y sé que le haces feliz.

Entonces Victoria, llorando como una Magdalena, se abrazó a mi madre diciéndole.

  • Gracias… ¡Madre! No sabes lo feliz que me haces, que me hacéis todos. Sí, también vosotros, todos vosotros, sois mi familia y yo estoy orgullosa de ser una de vosotros. También sois unos padres y unos hermanos para mí.

En Madrid solamente pude estar otros cuatro días más, pues al quinto no tuve más remedio que marchar de nuevo a torear.

Y así, con cortas estancias en Madrid, cada vez más cortas pues los contratos se multiplicaban, en especial desde que en Valencia tomé la alternativa, entre las ineludibles salidas para hacer el paseíllo en plazas de buena parte de la geografía española.

Para cuando, por indicación de mi madre, empecé a vivir con Victoria, ya llevaba varias corridas apalabradas en América. Pero a partir de ese día le dije a Valcárcel que sólo torearía en esas tierras hasta vísperas de Navidad, pues esas Navidades, especialmente, las quería pasar en Madrid, en casa.

Y quería pasar muy especialmente esas Fiestas en Madrid, con mi familia, pues el día seis de Enero del año siguiente, 1972, en la iglesia parroquial del pueblo de Molina de Segura, en la provincia de Murcia, villa natal de Victoria, ella, Victoria y yo contrajimos canónico y civil matrimonio (En aquellos años el juzgado se presentaba en la sacristía de la iglesia y, tras la ceremonia religiosa tenía lugar el acto civil, firmando en el registro los nuevos esposos, padrinos y testigos)

Todavía anduve toreando otros catorce años, hasta los 46, cuando cediendo a las súplicas, lloros incluso de Victoria y, claro, de mi madre, me “corté la coleta” para nunca más vestirme otra vez de luces. Desde entonces, la “morriña” del toro me la sacaba en  tientas y festivales con traje corto. Desde entonces Victoria hasta se aficionó, no a los toros en sí, pues una plaza de toros nunca la ha pisado, sino a verme a mí torear en la placita de tientas de nuestra finca. Allí, le encantan los toros; bueno, realmente las vaquillas, pues becerros machos no se pueden torear antes de salir al ruedo. Y, desde luego, limitado este gusto por verme torear a las vaquillas de las tientas, pues cuando salgo a torear algún festival los lloros y terrores a lo que pueda pasar vuelven a aparecer, pues el ganado son novillos con tres añitos cumplidos, que también pueden dar sustos serios.

Y sí, compré una finquita en el norte de Madrid, por la sierra llamada rica, en Galapagar exactamente. Esta finca la dedicamos, principalmente, a viñedo de la tierra, aunque también una parte, más bien pequeña, la dediqué, pues fui yo quien se llevó “el gato al agua” ante la tenaz resistencia de Victoria a nada que mínimamente “oliera” a toro, la dediqué digo a pastos y allí coloqué una punta de vacas, treinta más o menos, y un par de sementales que compré al excelente ganadero Victorino Martín, muy de moda por entonces. Pero el verdadero negocio, tanto entonces, cuando comenzaba, como ahora, es la uva. Al propio tiempo de comprar la finca levantamos en ella unas buenas y modernas bodegas, donde del mosto de la uva obtenemos un excelente vino, de la moderna Denominación de Origen “Madrid”. Los negocios los llevamos divididos entre Victoria y yo, de modo que ella regenta todo cuanto son las bodegas, materia esta en la que es hoy día una verdadera experta, y yo la ganadería, que hoy ya tiene una cierta importancia, lidiando corridas en varias plazas de alguna importancia, amén de surtir de ganado a la mayoría de localidades de la zona para sus fiestas patronales.

Y qué más voy a decir. Que desde el primer momento he sido inmensamente feliz con mi mujer, que me ha dado, hasta el momento, cinco hijos… Pero con la “fábrica” a pleno rendimiento quien sabe lo que llegue a ser la prole. Además y , por cierto, los cinco embarazos no dejaron rastro en su figura, que sigue siendo tan espléndida como siempre. Y qué decir de su belleza, más radiante que nunca, acentuada además por estos años, que no sólo la han tratado de maravilla, sino que la han asentado, la han resaltado con esa serenidad en la expresión que los años dan. Y, francamente, pienso que a ella la he sabido hacer casi tan feliz como ella me ha hecho a mí; y digo casi por que tan sólo igualarla sería cuestión prácticamente imposible, luego superarla…

 

F I N

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Jugando al gato y el ratón

La chica del parque

Historia de dos mujeres.- capítulo 4º

Historia de dos mujeres.- capítulo 3º

Historia de dos mujeres

Historia de dos mujeres.- capítulo 2º

¡ay, morita!

Euterpe y tauro

Pretty woman

Ángélica

La casa de las chivas

Mi amada prima

Nos habíamos odiado tanto

D o ñ a s o l e

Carmeli

J u n c a l

La segunda oportunidad.

La primera vez de curro “el patas”

El matrimonio de d. pablo meneses. capítulo 2º

El matrimonio de d. pablo meneses.- capítulo 3º

El matrimonio de d. pablo meneses. capítulo 1º

Pepita jimenez

Romance en caló

Romance en caló.- capítulo 2

Hanna müller.- capítulo 2º

Hanna müller.- capítulo iº

Don ismael y la madre de paco

El destino es caprichoso

El cabo fritz lange

Historia de un idiota

Porque te vi llorar

La tía tula

En busca de sus orígenes

Unos años en el infierno.- capítulo ii

Unos años en el infierno.- capítulo 1º

El patito feo

Cuando mario embarazó a claudia

Tio juan

Entre el infierno y el paraiso

Una historia de amor y chat

C a r m e l i.

Mi historia con gabi

RIBERAS DEL DONETZ.- Capítulo 3º y Ultimo

RIBERAS DEL DONETZ.- Capítulo 2

RIBERAS DEL DONETZ.- Capítulo 1

Primavera en otoño

ARRABALES DE LENINGRADO.- Capítulo 2

ARRABALES DE LENINGRADO.- Capítulo 1

JUGANDO AL GATO Y AL RATÓN.-Capítulo 4

JUGANDO AL GATO Y AL RATÓN.- Capítulo 1º

JUGANDO AL GATO Y AL RATÓN.- Capítulo 3

JUGANDO AL GATO Y AL RATON.- Capítulo 2

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD.- Capítulo 1

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD.- Capítulo 2.-

La segunda oportunidad

¿amar? ¿no amar?

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 4

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 3

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 1

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capìtulo 2

El futuro vino del pasado

¡Mi hermana, mi mujer, ufff!.- Epílogo. Versión 2

La fuerza del amor

El reencuentro - Capítulo 4

El reencuentro - Capítulo 3

El reencuentro - Capítulo 2

El reencuentro - Capítulo 1

Gane a mi mujer en una apuesta

Mi hermana, mi mujer, ufff!.- autor onibatso

Mi hermana, mi esposa ¡Uff!.- Epílogo a cargo de

LIDA.- Capítulo 1º

L I D A . - Capítulo 2

LIDA.- Capítulo 3

LIDA.- Capítulo 4 y último