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Bajo el cielo de siberia

en Erotismo y Amor

CAPÍTULO Iº

Había sido un día límpido, brillando el sol en un cielo sin nubes, por más que heladoramente gélido en ese Noviembre siberiano que, decididamente, se abocaba a Diciembre. La escena tampoco dejaba de tener su toque fantasmal, con aquellas miríadas de lucecitas deambulando, lánguidas, de acá para allá, intentando aclarar una noche tempranamente cerrada, pues aunque en el reloj sólo unos leves minutos rebasaban las seis y media de la tarde, en aquellas latitudes de Siberia Occidental, suroeste de Tiumen-nordeste de Chelyabinsk, la noche hacía ya casi una hora que cerrara, con la luna, en menguante, señoreando un firmamento cuajado de estrellas perfectamente acomodadas para pasar la noche desde quince-veinte minutos antes de cerrar  la nocturna negritud.

Las tales lucecitas eran los cientos, miles, de lámparas de carburo o simples hachones encendidos, portados por cientos y cientos, miles y miles de personas, hombres unos, mujeres otras; unos, unas, buscando seres queridos entre la pléyade de cuerpos inertes que poblaba el infinito campo; otros, otras, intentando hacer su particular Agosto en esa noche novembrina a cuenta de cuánto de valor pudieran encontrar en los cuerpos caídos, sin perdonar las piezas de oro que llevaran en la boca, arrancadas, “manu militari”, a bayonetazo limpio…

Fue entonces cuando, por fin, le encontró. Tendido en el suelo, boca arriba, el pelo en desorden, apelmazado acá y allá por el barrillo de la sangre, el sudor, el polvo y el humo de la pólvora; los ojos entrecerrados y el rostro más sereno que desencajado, aún iluminado por el gesto de decisión que le alentara toda la mañana, hecho rictus por el “beso” de la horrenda Dama Negra, la Muerte… El  rostro, terroso, entre el helor del “beso” fatal y las nubes de polvo levantadas por el combate, sucio de sangre, polvo, y pólvora. El uniforme, hecho girones, roto, desgarrado por ni se sabe los sitios, cubierto de sangre, propia y ajena, cubierto de polvo. El sable, desenvainado, en la mano diestra, aún con sangre en su hoja, todavía empuñado con feroz firmeza. Resultaban evidentes las heridas por las que la vida se le fue: Dos impactos en el pecho, aunque uno hacia el costado derecho, y un tremendo bayonetazo en la parte baja del tórax, por el extremo inferior del esternón.

Se sentó junto al cuerpo, y con el machete, arrancó del suelo helado alguna que otra pella de hielo, con lo que fue limpiando aquél rostro tan querido, tan amado. Le había visto, reconociendo al instante en él a su querido Aleksei Aleksandrevich, por la mañana, cuando, inesperadamente, surgió de la línea de trincheras “Blancas”, dando unos pasos al frente, y cómo, al momento, empezaron a aparecer hombres, y hombres, formando en abigarrado cuadro tras él, con las banderas al frente, seguidas de los músicos, con sus instrumentos, y, por último, la tropa con sus oficiales y suboficiales al mando y las bayonetas armando los fusiles.

Él, entonces, desenvainó el sable, le alzó, para, al instante, bajarle vigorosamente; lo puso sobre el hombro derecho, y comenzó a avanzar al paso, seguido de sus hombres, toda la formación blanca, con las banderas ondeando al gélido viento, los músicos tocando sus instrumentos, oficiales y suboficiales, a sable desenvainado también, y sobre el hombro, al frente de sus respectivas tropas y éstas con el arma, los fusiles, apuntando hacia adelante, en erizado frente de puntas de bayoneta.

La aparición del comandante blanco, seguido de sus efectivos, llenó de estupor a los guardias rojos, hasta tal punto que, por unos instantes, su fuego, artillería, morteros y demás, enmudeció ¡Aquello no podía ser!.. ¿Es que se había vuelto loca toda aquella gente? ¿No veían, no comprendían, que lanzarse a un asalto a la bayoneta era suicidarse? Porque no cabía duda que ese era el propósito del jefe de los blancos, llevarlos a un ataque así, intención compartida por su gente, del primer al último hombre…

Pero el estupor de los guardias rojos duró menos que nada, pues cuando vieron que toda aquella vanguardia, decidida, se les venía encima, el pandemónium de las explosiones artilleras, los estampidos de morteros y ametralladoras y el “paqueo” de la fusilería, reinició su mortal “concierto”. Las granadas de artillería y morteros comenzaron a estallar entre los “blancos”, abriendo espacios vacíos entre las cerradas formaciones que, al momento, eran cubiertos por los que iban detrás de los caídos. A Nadezhda llegaba el redoble de tambores marcando el paso a la tropa, pero no así lo que cantaban, el himno o marcha que los músicos, incansables, impertérritos, tocaban con sus instrumentos. Esto no llegó a sus oídos hasta que la vanguardia blanca estuvo a tiro de piedra de la primera línea de trincheras rojas. Era el “Adiós a Slavianka”(1), el “Adiós a la Patria y la Mujer Eslava”, canción popularizada durante la Primera Guerra Mundial entre el Ejército y la población rusa en general… “Adiós Patria, adiós Rusia/ No nos olvides/ Todos no volveremos/ Pero tú, a ninguno nos olvides/…/ Se van los barcos con los soldados/ Y los trenes, repletos de hombres/ Adiós Patria…Adiós, Rusia querida”

La vanguardia blanca llegó a esa primera línea de trincheras enemigas y lo que parecía imposible, la utopía, se hizo realidad. Allá llegaron atacando a la carrera, aullando como lobos. Como lobos hambrientos, sedientos de sangre, la sangre de los guardias rojos.  Irrumpieron en aquella primera línea de trincheras rojas como fieras furiosas, matando milicianos, milicianas, a diestro y siniestro, a bayonetazo limpio, ululando  más que gritando: “¡Por la religión, por la Patria!... ¡¡¡VICTORIA O MUERTE!!!... ¡¡¡VICTORIA O MUERTE!!!... ¡¡¡VICTORIA O MUERTE!!!”… Y los guardias rojos, aterrados ante aquella especie de redivivas “Némesis” vengadoras, que mataban, y mataban, sin piedad, salieron corriendo, en franca desbandada, lanzando al suelo sus armas. Los oficiales, suboficiales y, sobre todo, los comisarios políticos, empecinados en sujetar a los hombres, los simples milicianos, aterrorizados ante la ferocidad del ataque de los blancos, sin ningún resultado práctico. Fueron inútiles los zurriagazos, los culatazos sobre esos hombres aterrorizados para hacerles volver al combate, resistir y resistir, el violento empuje del enemigo blanco. Incluso las ejecuciones sumarias, por simple disparo en la cabeza, sirvieron de nada para contener la nutrida estampida de hombres

Los blancos rebasaron aquella primera línea de trincheras y, embriagados, se lanzaron con aún más ímpetu sobre la segunda, seguros de repetir el éxito, pero fue un sueño imposible, pues la victoria sobre la primera línea roja fue “pírrica”, a costa de sufrir pérdidas elevadísimas, por lo que el asalto a la segunda, también a bayoneta calada, fue un derroche de valor, de heroísmo, con las mujeres, damas enfermeras, en sus uniformes blancos, cubiertas por la capa de paño azul oscuro, puestas algunas de ellas a la cabeza de los asaltantes, en primera línea, voceando a los hombres, animándoles, a seguir avanzando hasta el fin; “¡Por la religión, por la Patria!, adelante, camaradas, adelante!”. “¡¡¡VICTORIA O MUERTE!!!, ¡¡¡VICTORIA O MUERTE!!!, ¡¡¡VICTORIA O MUERTE!!!”… Una hubo que, al caer un abanderado, tomó del suelo la bandera y, enarbolándola, corrió hacia la línea roja, haciendo ondear, tremolar, la enseña al viento, arrastrando tras de sí un buen puñado de hombres que, aún más enardecidos por el valor que las mujeres derrochaban, corrieron impetuosos contra las trincheras enemigas. Pero todo fue estéril, pues todos ellos, todas ellas, fueron cayendo, hasta el último hombre, hasta la última mujer, masacrados por la fusilería, las ametralladoras y morteros, la artillería, disparando a alza abatida, en tiro directo sobre infantería.

Llevaba allí la muchacha escasos minutos,  sentada junto al cuerpo exánime, cuando dos sombras se le acercaron por detrás; eran dos camaradas, dos “guardias rojos”, ya, francamente, entrados en años, más sesentones que cincuentones. La saludaron, “Buenas noches, camarada”, y, sin esperar respuesta el que parecía de más edad, un hombre de  sesenta y pico años, barba hirsuta y pelo más blanco  que oscuro, sin más, se sentó a su lado, alumbrando con su antorcha la escena

  • ¿Le conocías, compañera?

  • Sí; era mi amo…mi amo joven

  • Comprendo, camarada; y entiendo que le odies. Estos señoritingos de aristócratas eran muy crueles con nosotros, los pobres “muzhiks”(2). Pero, camarada, tu amo ya está muerto, ha pagado, pues, cuantas maldades te hiciera, y no está  bien ensañarse en un cadáver…

  • No camarada; yo no le odio; en realidad, le quiero; le quiero mucho, y su muerte me duele muchísimo, pues fue muy bueno conmigo; la única persona que me tendió la mano,  me ayudo, me protegió, cuando más lo necesité… Y sin pedirme nada, pero nada, ¿entiendes?... Nada, nada, a cambio; sólo lo hizo por lo bueno, la gran persona que era…

  • ¡Vaya! Lamento entonces su muerte... Y ¿qué piensas hacer?... Estar aquí, sentada, no soluciona nada; estos páramos, enseguida, quedarán desiertos, a disposición de los lobos. Los camaradas están abriendo huecos en el hielo, para, por ellos, dejar caer los cadáveres de camaradas, de amigos. Se hundirán en el lago, quedando a salvo de los lobos… Y, para cuando llegue el deshielo, lo más seguro es que ya no quede nada de ellos. Si quieres, podemos ayudarte a llevar el cuerpo de tu amo a uno de esos agujeros;  así, también quedará libre de los lobos; no se ensañarán ellos en su cadáver

    -------------------------------------------

    Nadezhda Semionovna Abramova había nacido en la mansión de los Boronsov, hija de dos sirvientes de la casa, la doncella personal de la señora, “madama” Boronsova y el cochero y casi hombre de confianza del príncipe Boronsov, Aleksandr Alekseievich. Como era bastante normal entre la nobleza rural rusa, la  niña Nadezhda, Nadia en familia, creció jugando con los hijos de la casa, la pequeña Anna,  Anya en familia, año y pico mayor que Nadia, y el amito Boris, Boria en la corta distancia(3), algo más de tres años mayor que la hija de los sirvientes; no ocurrió lo mismo con el primogénito de los príncipes, Aleksei Aleksandrevich, casi diez años mayor que Nadezhda, lo que, de por sí, ya marcaba una cierta barrera entre ambos, barrera a la que ajenos ni sus hermanos eran, pues el chaval, amén de llevarles ya unos años, también era poco amigo de barrabasadas, travesuras y demás dislates propios de críos revoltosos como eran Anya y, sobre todo, Borya

    Y es que Aleksei, desde muy pequeño, fue un niño serio, más que menos introvertido, poco amigo de juntarse, jugar, con otros niños, prefiriendo, desde siempre, la soledad enfrascado en lo que más le gustaba, los “rompecabezas”, juegos de construcciones, aquellos antiguos “Mecanos”, etc., lo que le hacía un tanto antipático, algo parecido a lo que de siempre ha pasado con los llamados “empollones”, que de siempre resultaron antipáticos a sus compañeros. Pero tampoco pensemos que “Alyosha” (Diminutivo de Aleksei) fuera adusto con nadie, menos altanero “muzhiks o despreciativo, pues siempre trató a sus inferiores, los sirvientes de la casa, incluso los “muzhiks”, los braceros que trabajaban las tierras de labor, con delicada cortesía, gran respeto, realmente.

    Por su parte, su hermano menor, Borya, de siempre fue todo lo contrario; festivo, alegre, simpático, muy, pero que muy poco amigo de esforzarse en nada, un vaguete empedernido, sin responsabilidad ni, casi, respeto por nadie, sin tampoco parar mientes en lograr lo que quería, normalmente, ganándose la voluntad de quien fuese, merced a esa gracia, esa “labia”, de cara dura que Dios le diera, ante cuya simpatía arrolladora no había voluntad que se resistiera. Y la pequeña Anya pues nadando a dos aguas, entre la buena voluntad con todos y los arranques de “niña mimada” que la hacían casi insoportable a todo el mundo y qué decir respecto a los sirvientes, que raro era el día que no los traía de coronilla

    Esto se mantuvo así hasta los ocho-nueve años de la niña Nadezhda, edad a la que ella se empezó a “ganar el pan con el sudor de su frente”, y el  joven amo Aleksei Aleksandrovich, con casi diecisiete años, salió de su casa para incorporarse a una escuela militar, de la que saldría con el empleo de oficial de la Armada Imperial rusa. Bien se dice que el tiempo nunca se detiene, de modo que los años fueron pasando y Nadezhda se empezó a hacer casi niña aún pero también casi mujer, con sus ya bien floridos doce-trece años, con un cuerpecito que empezaba a quitar el hipo a cualquier chaval, o jovenzuelo, aunque tampoco a varón bastante más que jovenzuelo, que todo hay que decirlo, por las redondeces que empezaron a adornar tal cuerpecito en senos, caderas, culito, cambios que al joven amo Boria en absoluto pasaron desapercibidos, sino que enseguida empezó a mirar a la que fuera su compañera de juegos de antaño, con ojos más propios de lobo hambriento ante tierna corderita que cualquier otra cosa.

    Y como las cosas son como son, y no como debieran ser, a sus catorce añitos, aún sin cumplir, la casi niña Nadezhda pasó a ser mujer por obra y gracia del joven amo Boria; en fin, que qué se le va a hacer, que eran muchos años, generaciones y generaciones, de casi servidumbre para oponerse, con firmeza, a los caprichos del amo. Claro que, a esa claudicación en toda regla, tampoco  fue tan ajeno el sincero cariño que la aún casi niña, profesaba al que fuera su compañero de juegos

    En España  hay un dicho muy antiguo: “Que tanto va el cántaro a la fuente, que acaba por  romperse”, y eso, justamente, es lo que le pasó a la “pobriña” Nadezhda, que su “cántaro” se rompió antes de cumplir los quince añitos, a casi un mes de estrenarlos, cuando se supo embarazada de más de dos meses. ¿Qué pasó  entonces? Sencillo, que su ardiente “enamorado” se lo hizo pencas abajo cuando supo tan “fausta” nueva, pues menuda era su señora “momó” en lo tocante a ciertas cuestiones de entrepierna, con lo que el mocer prefirió curarse en salud antes que correr riesgos innecesarios… En fin, que el “nene” fue a su “momó” con mil y un cuentos que pusieron a la “pobriña”,”ipso facto” en la “rue”, esto es, “soltera y sola en la vida”, compuesta y sin techo, amén de con lo puesto. Vamos, que ni su señora madre, menos, su señor padre, se atrevió a sacar la cara por la jovencita, no fueran a seguir su camino en la  indigencia; eso sí, su señora madre le recomendó se alejara lo más posible de aquellos predios, irse no ya al pueblo con vocación de ciudad que quedaba a unas 30 verstas del lugar (unos 32 km.), sino al mismísimo San Petersburgo, la gran urbe capital  imperial de Todas las Rusias. También le aconsejó que, de momento, se dirigiera a la casi vecina aldea donde moraban la mayoría de los muzjiks, campesinos que labraban las tierras de los Boronsov, entre ellos, un tío de la joven, hermano de su madre; allí, por esa noche, encontraría cobijo y comida, y mañana Dios decidiría, si quedarse en el pueblo-ciudad o seguir hasta la capital del Imperio

    Y allá quedó la pobre Nadezhda, toda llorosa y más que atribulada, sin saber muy bien qué hacer, cómo enfrentar la vida en tal situación, aunque, finalmente, tomó el camino de la aldea, el mismo que llevaba al referido pueblo, sólo que a unas veinte, veinte y alguna versta menos, a unas 10-12 verstas de la mansión en que naciera (11-13 km. más-menos).

    Y andando que te andarás iba la muchacha, tras dos horas largas de caminata, con los pies desnudos más que lacerados por lo acre del camino, cuando sintió el galope de un caballo acercándose, desde atrás, a más que buen paso; se detuvo un instante, curiosa, ante el desconocido, para quedar petrificada al reconocer ni más ni menos que al joven amo  Alexei Aleksandrevich; “¡Dios mío, qué querrá!”, se dijo la muchacha, más aterrada que temerosa ante el primogénito de los Boronsov. Ya sabemos que este joven amo de siempre la había acobardado, pero entonces no es que estuviera asustada, sino aterrorizada, temiéndose que hasta le moliera las espaldas a latigazo limpio para hacerla purgar, bien purgado, su enorme “pecado”

    Y así, temblando como hoja en pleno vendaval, encontró el joven Aleksei a la muchacha, cuando, al llegar a su altura, frenó al caballo, que caracoleó inquieto ante la joven. El joven Boronsov se quedó a caballo, mirándola, interesado, unos instantes, hasta que, inclinado sobre el cuello del caballo, le  extendió la mano, diciéndole

  • Anda pequeña; dame la mano y súbete a la grupa, detrás de mí.

Y Nadia intentó hacerlo, subirse a la grupa del caballo, pero malamente, pues saltar, sin más, hasta tal altura, le resultaba casi imposible, por lo que, el joven Alyosha volvió a hablarle

  • Apóyate en mi pie; pon tu  pie en el mío y aúpate…

Y eso es lo que la jovencísima Nadia hizo, logrando encaramarse a donde debía, pero ciñéndose, fuertemente, al amo Alyosha, para evitar caerse. El  joven picó espuelas y el caballo reinició su marcha, a un trote largo. Llevaban ya doce, quince minutos de viaje cuando, al  fin, ella se atrevió a hablarle.

  • ¡Te lo juro, amo; te lo juro!... Yo no…yo no he hecho lo que…

  • No te preocupes, pequeña… No te preocupes…

Y Nadia volvió a guardar silencio por unos minutos más, hasta que volvió a hablar para preguntar

  • ¿Dónde vamos, amo?

  • Al pueblo; necesitas, lo primero, un sitio donde cobijarte, donde vivir. Luego, también necesitarás ropa… Y un médico que te atienda, ahora, con el embarazo, luego, en el parto

  • Pero eso no es necesario, amo; no tienes que preocuparte de nada de eso… Ya me las arreglaré yo… No es necesario que te ocupes…te preocupes de mí. Buscaré trabajo, bien en el pueblo o, incluso, en la capital, en San Petersburgo… Saldré adelante por mis medios… No se preocupe por mí, amo… Bueno, si quiere, puede acercarme a la aldea, con mi tío… Se lo agradecería, amo…

  • Tonterías… Haremos lo que te he dicho… Yo cuidaré de ti; deseo hacerlo, ¿sabes?... Y no se hable más del asunto

Y Nadezhda no habló más. Lo tenía más claro que el agua: Simplemente, pasaría de ser la entretenida, la amante de un hermano para serlo del otro. Así de fácil… y ella, acostumbrada ya a no negarse a nada, respecto a los amos, se resignó a su suerte.. Siempre fue así, siempre sería así

Transcurrió otra hora y media, más sobrada que cumplida, de cabalgar y cabalgar, hasta que,  finalmente, comenzaron a discurrir por las calles del pueblo-ciudad, hasta frenar Aleksei Aleksandrevich el caballo ante la posada del lugar; desmontó y ayudó a desmontar a la muchacha, tomándola por la cintura hasta ponerla en el suelo y juntos, cogidos ambos de la mano, penetraron en el hospedaje. Lo primero que él ordenó fue que se les preparara una habitación, un dormitorio, el mejor acomodado; seguidamente, que se les preparara algo para cenar, pues traían hambre los viajeros. Nadia se quiso excusar, aduciendo no tener hambre, a lo que él replicó con su habitual rotundidad

  • ¡Bah!... ¡Cómo no vas a tener hambre si, seguro, que desde esta mañana no has metido bocado en el estómago!... ¡Anda, anda; déjate de pamplinas, de niñerías, y prepárate a comer mientras tengas hambre             ¡

Les sirvieron la  cena, más que abundante, por cierto, que el joven viajero era más que conocido en todo esos derredores, y mejor llevarse bien con tan poderos señores; para Nadia, la cena fue de alivio, presa de una sensación la mar de desagradable, ante la perspectiva que se le cernía tan pronto acabaran de cenar y subieran al cuarto… Que resignada estaría, pero ya se sabe, que a la fuerza ahorcan, y no por gusto. Y, por fin, llegó el momento crítico, decisivo, podría decirse, cuando, acabado ya el condumio, Aleksei Aleksandrevich dijo de subir, finalmente, al cuarto. Casi como los cristianos salían a las fieras en los anfiteatros romanos, subió Nadia al dichoso dormitorio.

Accedieron al fin, al cuarto de marras, que, en verdad, era casi regia, destacando esa gran cama, en la que parecía que uno se perdería, y qué decir de sus dos colchones, de pura lana, más que mullidos los dos… O la chimenea, con su buen fuego hecho ya rojizas ascuas, que calentaban la estancia sin agobiar con su calor, en aquella noche de fines de primavera-inicios del verano, pero que aún podía darse un relente en las madrugadas que podía calar hasta los huesos… O el samovar que campeaba en un rincón de la estancia, y que representaba disponer, permanentemente, del típico té, bebida más que popular en todas las Rusias.

Aleksei, se adelantó, decidido hasta la cama y la abrió; luego se  volvió a Nadia, se llegó hasta ella y la besó en la frente, persignándola con la señal de la Cruz, diciéndole finalmente.

  • ¡Hala, pequeña!... Métete en la cama y a dormir… ¡Y, ni se te ocurra madrugar!; tú, en la cama hasta las diez de la mañana, como poco… Mañana por la  mañana volveré, pues tenemos mucho que hacer; lo primero, encontrar un médico que te reconozca, te vigile el embarazo y te asista en el parto; luego, una modista que te haga la ropa que necesitas, pues, supongo, saldrías de casa con lo puesto…

Aleksei se quedó mirándola con ojo clínico, como estudiando sus medidas, para, finalmente, decir

  • Diría que, más menos, mi  hermana y tú sois muy parejas de cuerpo, con lo que lo de ella, seguro, te irá como un guante… Le tomaré, “prestadas”, alguna que otra prenda de las muchas que tiene… Seguro que ni lo nota, pues habrá que vestirte de inmediato, que la ropa que encarguemos hasta, al menos, dos o tres semanas, no tendrás nada disponible…

  • ¡Por Dios amo…Alyosha! No te tomes tantas molestias por mí; todo eso que dices vale mucho, pero que mucho dinero, para que te lo gastes en mí; no es  necesario, amo… Las mujeres hemos parido, por nosotras mismas, de toda la vida; en todo caso,  una partera;  y ni  eso  sería necesario.  Y lo de la ropa, aún menos preciso me parece… No amo; no es necesario nada de eso… Y no quiero que te gastes tanto dinero en mí

  • ¡Tonterías!... ¡Tonterías y nada más que tonterías!... Como si el dinero fuera lo único importante en la vida… Venga, no se hable más de eso… Y tú, lo dicho, a dormir hasta mañana…

Aleksei, Alyosha, volvió a besarla en la frente,  pero también ahora en las mejillas, para seguidamente abandonar la habitación. Y allí quedó Nadia, donde estaba, hacia el centro de la estancia, bastante desorientada. Por finales, el amo Alyosha no sólo no había querido “cobrarse” los favores dispensaos, sino que insistía en regalarla más y más… En fin, que estaba sin saber ni qué pensar, pero, enseguida, se sintió tranquila, contenta, hasta segura; y, en consecuencia, embargada por una muy, pero que muy honda sensación de gratitud hacia ese hombre, el joven amo Alyosha, que había cambiado tan rotundamente la perspectiva de su vida. Y así, sosegada y más feliz que menos, se metió en la cama, durmiendo como una niña

FIN DEL CAPÍTULO

NOTAS ALTEXTO

  1. “El Adiós a Slavianka” o “El Adiós a la Mujer Eslava” o,  simplemente, “El Adiós a La Eslava”,  es una canción o marcha militar que un compositor militar ruso escribió en honor a las mujeres búlgaras, las que despedían a sus hombres, hijos, esposos, hermanos, o novios, al marchar ellos al frente en la 1ª Guerra Balcánica, 1912-13. Luego, en la Iª Guerra Mundial, se hizo popular en toda Rusia, dedicada no ya a las mujeres búlgaras, sino a las rusas que quedaban en casa esperando a sus hombres que marchaban a los Frentes de Guerra. Durante la Guerra Civil Rusa, 1918-1922, fue Himno Nacional del Gobierno Siberiano del Almirante Kolchak, del Ejército Blanco, conservando ese sentido de honrar a la mujer rusa, pero también asimilando a Slavianka con la Gran Patria Eslava,  Rusia, la Nación Rusa y la Sagrada Tierra Rusa, en perfecta fusión del Pueblo, el individuo, con la tierra. Tras la Guerra Civil, la canción fue desterrada de Rusia y  la URSS, por sus reminiscencias zaristas y “Blancas”, pero, en 1941-42, tras la invasión alemana de la URSS, el “Zar Rojo”, Stalin, la rescató del “exilio”, confiriéndole ese mismo sentido que el Almirante Kolchak le diera, como forma de galvanizar al Ejército y pueblo soviético en la lucha contra el invasor, propulsando así el patriotismo del campesino, el soldado ruso, en definitiva. Y ya, desde entonces, quedó como repertorio oficial de las Orquestas Militares soviéticas, en especial de los famosos “Orquesta y  Coros del Ejército Rojo”, transmitida, como repertorio habitual, a la Orquesta y Coros del actual Ejército Ruso.

  2. Es bastante normal en muchos medios oficiales, periódicos etc. occidentales, escribir la palabra “mujik” para definir al campesino ruso, pero esta es una transliteración errónea del término ruso, cirílico, “Мyжик”, cuya transliteralización sería, más bien, “muzhik” y, fonéticamente sonaría, más menos, “muzsik”

  3. Tanto “Anya” como “Boria”, son diminutivos, respectivamente, de “Anna” (Ana) y “Boris”. (Boris; nombre ruso, sin traducción a ningún idioma; es, sencillamente, ruso, y punto)

  4. “Don Tancredo” fue un personaje que surgió a fines del siglo XIX en los espectáculos taurinos, las corridas de toros, y que se mantuvo vigente hasta los años 50, del pasado siglo, cuando fue prohibido por lo peligroso que resultaba, pues eran muchos los “Don Tancredo” que morían de resultas de las cornadas recibidas. El espectáculo, consistía en que el personaje, con ropajes ridículos, semejantes a los del payaso “Carablanca”, todo él, además, pintado de blanco, de pies a cabeza, salía al ruedo  y se colocaba sobre un pedestal, con los brazos cruzados; entonces, se le soltaba un toro, y el “Don Tancredo” se quedaba enteramente quieto ante el animal,  sin mover un músculo. Existía la creencia de que, si el individuo se quedaba totalmente quieto, el bicho no acababa de embestirle; se le arrancaba, pero se paraba al llegar a su lado, sin embestirle, atacarle en serio. Pero esto, pocas, poquísimas veces, pasaba; efectivamente, digamos que, en principio, el toro, al llegar, embalado, ante el personaje, si  este, en efecto se mantenía quieto como una estatua, se paraba, digamos que confundido; efectivamente, solía olisquearle, incluso, separándose de él, trotando por el ruedo, pero, lo común era que, finalmente, se arrancara a esa especie de estatua, corneando al  “Don Tancredo” de turno, las más de las veces

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