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C a r m e l i.

en Erotismo y Amor

CARMELI

La verdad es que ni me acuerdo de cómo empecé a andar tras Carmeli, Carmen por buen nombre. Debió ser como pronto hacia mis dieciocho años, pues con dieciséis y cuatro-cinco meses dejé el seminario en que ingresara cerca de cuatro años antes y desde luego los últimos meses de mis dieciséis años y todos los de mis diecisiete fueron más bien algo turbulentos, pues mano a mano con mi amigo de toda la vida, Carlos, hacíamos las primeras “armas” de seductor. Y en qué escenarios, madre: Los bailongos de la zona alta de aquél Arturo Soria de la segunda mitad de los años cincuenta, entonces sembrada de pinares, y por la entonces famosa Cruz de los Caídos, al final de lo que era entonces la Carretera de Aragón, hoy confines de la calle de Alcalá, cuya selecta clientela mayormente eran “macarras” con patillas de “boca de hacha” y navaja al bolsillo más “marmotas" medio “furcias”, si no “furcias” a todo ruedo. El “salón de baile”, un espacio al aire libre acotado por una valla de cañizo sembrado de mesas y sillas de madera de las llamadas de tijera y por música un “pick up”, inmediato antecedente del tocadiscos carente de altavoces por lo que ras imprescindible conectarlo a un aparato de radio para que allí sonaran aquellos discos de pizarra y 78 r.p.m. También solíamos frecuentar a veces salas de baile tan "selectas" como aquél casi mítico "Las Palmeras", en la Glorieta de Quevedo. Vaya, lo ideal para iniciarse en la “navegación de altura” erótica un par de “pipiolos” de la más tradicional clase media española de la época .

En fin, que decididamente me decanto porque mis galanteos hacia la bella Carmeli empezarían allá por el verano de 1958 y, como poco, para el de 1959 yo ardía en amor por aquella chiquita de uno o dos años menos que yo y de la que me cautivaba todo, aunque lo verdaderamente determinante era su rostro radiante tan pronto sonreía, pues la sonrisa le iluminaba la cara y hasta se diría que el sol se oscurecía ante las radiaciones de esa sonrisa. Era una sonrisa que te envolvía y se adueñaba de ti, rindiéndote a ella; a esa sonrisa pero también a esa casi mujer y casi adolescente que era Carmeli a sus, tal vez, diecisiete-dieciocho años del verano de 1959

El verano de 1960 continuó igual que los de 1958-59: Guateques en los que bailábamos y yo le declaraba mi sincero y volcánico amor en tanto ella se lo tomaba a risa sin tomárselo en serio ni por un segundo, al menos eso pienso yo. En fin que así pasaban los días, semanas y meses veraniegos de aquél entonces.

Una cosa tal vez haya observado el avispado lector: Que hablo de mis estancias en Madrid y en el pueblo; y es que, aunque normalmente vivíamos en Madrid, donde mis padres se trasladaron nada más casarse, hacia mediados-fines de Junio nos íbamos todos al pueblo hasta el diez-doce de Septiembre, acabada ya la Feria, que volvíamos a Madrid. Bueno, mi padre nos traía al pueblo y luego nos devolvía a Madrid, pero durante los tres meses de veraneo, él primero y yo desde 1959 en que empecé el viaje junto a mi padre aprendiendo la profesión, solíamos pasar allí sábado, domingo y lunes, pues el viaje no se podía suspender por más días ya que el dinero nunca nos cayó del cielo sino que a diario había que ganarlo logrando pedidos de los clientes porque siempre trabajamos a comisión: Si cursamos pedidos cobramos, más-menos, el 5% de lo servido. pero si no hay pedidos, ni un duro. Y no es fácil vender, pues el cliente difícilmente se abre a ti, porque por mucho que te conozca, por mucho que te aprecie, se defiende como gato panza arriba procurando le “saques” lo que de verdad necesita, pero tu función es “sacarle” lo más posible.

De todas formas la tarde del 26 de Agosto era imprescindible estar en el pueblo para recibir a la Virgen Patrona que era traída desde su ermita al pueblo y ya permanecíamos allí hasta volver a Madrid, a fin de pasar las Ferias y Fiestas anuales del pueblo

El lugar es el de nacimiento de mi madre y “patria chica” ancestral de su familia. Enclavado al pie de una serranía de Albacete, allá por donde esta provincia converge con las de Jaén y Ciudad Real. Mi padre no era de allí, sino de una localidad de Ciudad Real, a más o menos sesenta kilómetros del pueblo. Aquí, a este pueblo que en época no tan lejana fuera ciudad de cierta importancia, emigraron mi padre y sus hermanos mayores a principios de los años veinte, se arraigaron allí hasta poder traerse con ellos a su madre, hermanos menores y hermanas, excepto la mayor, casada ya con un muchacho del lugar. También las raíces ancestrales de Carmeli estaban en ese pueblo-ciudad, aunque tampoco vivía allí sino en una localidad de Murcia donde sus padres se asentaran, pero también ella solía pasar los veranos allí, no con sus padres que no solían venir, sino con un tío suyo, el confitero del pueblo de toda la vida.

Así llegó el verano de 1961. En principio se presentaba como los anteriores, los ratos con los amigos durante el día, con los vinos y cervezas del medio día, el famoso vermut antes de ir a casa a comer, y por la tarde el café, el coñac sempiternamente en mi caso, y la partida al “subastao”. Aunque tampoco era raro jugar al julepe o al dominó. A última hora, las siete más o menos, a la calle Mayor, la “calle del Roce”, a buscar a las chavalas. Eso si no había preparado guateque en alguna casa, la mía o las de mis primos Alberto y Vicente por un lado, Teodoro por otro.

Como antes dijera los guateques eran obligados los domingos, pero también algunos otros días de la semana se montaba alguno que otro. En aquella época las relaciones chico-chica se basaban en pasear, bailar y alguna que otra vez ir de excursión en plan pandilla. Pero lo básico era bailar y un domingo sin guateque era impensable. Guateques en los que de vez en cuando se imponían los cinco minutos, a veces hasta los diez, de “luces apagadas” para que cada cual pudiera hacer alguna que otra gracia con la nena que entonces fuera tu pareja; si te lo consentía, que esa era otra, pues no sabéis lo “estrechas” que solían ser las “gachesis” de aquellos años, fines de los 50-inicios de los 60.

Pues bien, como digo, respecto al asunto Carmeli todo se desarrollaba como era habitual hasta entonces, emparejándonos tanto al pasear calle Mayor abajo, calle Mayor arriba, carretera Nueva abajo, carretera Nueva arriba o en los guateques. En fin, que todo transcurría así hasta que llegó la Feria, con lo que los guateques se sustituyeron por el diario baile nocturno en la pista que quienes explotaban el bar del casino montaban cada año en la parte posterior al aire libre amenizando el bailoteo una orquestina contratada al efecto. Para entonces, pensando que con Carmeli iba “sobrao”, la emplacé muy en serio: “Dame el Sí o el No definitivo, no me tengas más así, entre el cielo y el infierno”. Y es que aquella situación me impacientaba, estar casi seguro de una cosa pero a la par siempre dudando. Luego prefería saber, de una vez y por todas, a qué atenerme, despejar las dudas que me mataban. Y sí, una de esas noches de baile en el casino me dio la respuesta pedida. El cielo se cayó encima cuando me dio unas “Calabazas” que, la verdad, no me esperaba. Me maldije una y mil veces por haber precipitado así las cosas, pues hasta entonces, al menos, podía balancearme en las nubes, hacerme la ilusión de que al final ella me aceptaría. Pero no era así, no fue así, y yo no tenía más remedio que aceptar aquella realidad por mucho que ello me doliera. No hubo reproches ni nada que se le pareciera ni tampoco ella varió su forma de tratarme: Seguimos bailando y así estuvimos hasta que aquellos días de Feria se acabaron y al poco, regresamos a Madrid.

Desde entonces me negué a volver al pueblo, diciendo a mi padre que prefería seguir de viaje a estar días allí, y se lo creyó.

Con la vuelta a Madrid se impuso la normalidad de la vida. Mi padre y yo de nuevo en viaje temporadas más bien largas, de mes y medio a dos meses con ligeros descansos de domingo al lunes o el martes, pues solíamos arribar a casa el domingo de madrugada tras trabajar todo el sábado hasta que las tiendas cerraban y cenábamos, por lo que casi nunca nos poníamos en marcha antes de las doce de la noche, y tengamos en cuenta que las medias del famoso Renault 4L de mi padre apenas si pasaban de los sesenta kilómetros/hora, por lo que en un recorrido de ciento y pico kilómetros se invertía de dos horas a dos y media. Las estancias en Madrid las pasaba yendo con mi padre a las casas representadas, en definitiva al almacén de ferretería que era la base del negocio, aunque para entonces yo ya llevaba algo por mi cuenta compatible con lo que mi padre llevaba, un almacén de cristalería y algo de menaje cuyo caballo de batalla era el famoso “Duralex” y otro de pequeño material eléctrico, los típicos mecanismos de “Simón” por ejemplo aunque también algo de fábricas de competencia, marcas desconocidas a cuya calidad no se podía exigir mucho pero con precios bastante más económicos. Y los ratos libres, que no eran tantos fuera del domingo, salía con los amigos de allí de toda la vida: Carlos, mi amigo de siempre pues nos conocimos en el colegio a los diez-once años, Fernando, Luis, Pedro y alguno más. Íbamos a tomar vinos y patatas “bravas” bien picantes, al cine de vez en cuando… Nos gustaban ante todo las del Oeste, con John Wayne, James Stewart… Y cómo no, el “western” que interpretara Elvis Presley que, al menos en España, se estrenó como “La estrella de Fuego” y es que cómo íbamos a perdernos el “western” que interpretó nuestro gran ídolo musical, del que ya habíamos visto la mítica “King Creole”. Y el guateque nuestro de cada domingo.

En 1962 me incorporé al Ejército, como “quinto” que era del año anterior, es decir, que entré en caja y sorteé destino, que me cayó en Madrid, pero no en la capital sino en Alcalá de Henares, Regimiento de Infantería Covadonga nº 5 . En la Semana Santa de 1963, meses antes de licenciarme, conocí a una chica, Pili, con la que salí algunas semanas y de la que me hice novio formal algo después del verano, con lo que para 1967, con 27 años yo y 25 ella, nos casamos.

Tuvimos cuatro hijos y las cosas marcharon bien hasta que empezaron a ir mal cuando ella comenzó con la monserga de que era un pesado, que cuando estaba en casa no pensaba más que en una cosa. Y me digo, ¿en qué quería que pensara después de semanas viajando? Poca imaginación que tenía, pienso yo. Aunque las digamos desavenencias empezaron antes, tan pronto los críos tuvieron un par de años el más pequeño y los dos mayores andaban por los cuatro uno y cinco el mayor, pues la pequeña, la única niña, llegó cinco años después. Se empeñó en que la acompañara al Retiro cada tarde mientras yo llegaba con ganas de estar tranquilo en casa, que bastante trajín llevaba fuera y lo que menos me apetecía era andar cada día de acá para allá. Pues no señor: Yo era un egoísta que no pensaba más que en mí, olvidándome de que ella llevaba semanas sin salir de casa, aunque lo cierto era que cada tarde se iba al Retiro con nuestras tres “fieras corrúpeas” junto con un tropel de madres al frente de sus respectivas “fieras corrúpeas”. Y allí me vi cada tarde, en medio de madres, “fieras corrúpeas” y algún que otro padre con la misma cara de tonto que yo. Pero no creáis, que cuando los “ñacos”, como por el pueblo y alrededores llaman a los críos, dejaron de ser tales y empezaron a campar según su real albedrío, fue peor pues las tardes del Retiro, que por lo menos tenía el refugio del periódico al supino aburrimiento del aire puro y demás, se trocaron en interminables tardes de compras, verdadera tortura china con que las “dulces” esposas le obsequian a uno tan pronto se descuida, tortura que se convirtió en el pan nuestro de cada día que pasaba en casa. Ni los domingos me libraba, pues aunque las tiendas estuvieran cerradas, los escaparates no, y bien iluminados además, presentando modelitos, trapitos y todos esos “itos” a los que tan aficionadas son ellas; por lo menos mi “santa”.  Y claro, cuando a la casi diaria “tortura china” se empezó a unir aquello de “Hoy no, cariño mío, que estoy muy cansada”; o el “Hoy no, cariñito mío, que no sé qué me pasa pero no me encuentro bien”… ¡Hasta me preocupaba con eso de estar mi “santa” sempiternamente mal! Si seremos idiotas los hombres… Pero eso aún no era tan malo, pues a ver a quién le gusta andar de “meneítos” si no se encuentra bien, o el cansancio le vence… Hay que ser comprensivos, leñe, hasta con la “dulce” esposa. No, como digo, eso no fue lo peor, pues lo verdaderamente malo vino cuando empezó a dejarse de fruslerías e ir al grano, con esas cosas tan bonitas y edificantes como “A ver cómo te lo tengo que decir, gilí, más que gilí. ¡Que no tengo ganas, leñe! ¡Que me tienes harta ya,  siempre con la misma canción!” Vamos, que si tenía ganas, o ganazas, la metiera en un enchufe y ya vería qué “gustirrinini” iba a recorrer mi cuerpecito serrano.  

En fin, que hacia mediados de los 80, casi veinte años después de casarnos, se impuso lo de “cada mochuelo a su olivo” y nos separamos, gracias a Dios, sin violencias. No quedamos amigos, pero tampoco enemigos. Ni nos divorciamos siquiera, para qué. Ninguno de los dos pensaba en rehacer vida alguna. Yo, ni “atao”, ella ni loca. Alguna amiga “con derecho a roce” no digo que no viniera bien de vez en cuando, pero de ahí p’adelante, na de na, estaría bueno; y por lo que correspondía a mi “santa”, ni eso siquiera: Según ella, los hombres somos una piara de cerdos que sólo piensan en lo mismo, por lo que mejor para nosotros lo del enchufe.

Los “nenes” hacía ya tiempo que dejaron de serlo, por lo que, aunque quedaron con su madre por aquello de que yo apenas si paraba en Madrid, y desde entonces menos aún pararía, cuando yo llegaba solían venirse conmigo casi todos los días que yo pasaba en Madrid, pocas veces más de dos, tres como mucho.

En fin, que desde que recuperé mi soltería me apliqué más aún al viaje, a trabajar; no porque tuviera vocación de ir a destajo, sino porque de viaje estaba más a gusto, me entretenía más que en Madrid, pues al final en cada pueblo, en cada ciudad, tenía más amigos que en mi barrio y, sobre todo, me apetecía más compartir con ellos, clientes en general, los “chatos” de vino o las “cañas” de cerveza, pues me entendía mejor con ellos que con ajenos al oficio. La verdad es que desde que me casé no fui mujeriego en absoluto, jamás le falté a mi mujer en ese aspecto, pero desde que volví a ser soltero las cosas variaron un tanto. Por Carnaval, que en las zonas manchegas de Toledo, Cuenca, Ciudad Real y Albacete desde siempre se han celebrado muchísimo. Una curiosidad al respecto: Durante la época anterior, como se sabe, el Carnaval estaba absolutamente prohibido; y salir a la calle con la cara cubierta por una máscara no digamos: Al cuartelillo del tirón. Pues bien, hasta el último rincón manchego, desde las ciudades más importantes hasta la más mísera aldea, celebraba abiertamente el Carnaval; por la calle chicos y chicas, hombres y mujeres, disfrazados y con la cara tapada por las más variopintas caretas o antifaces, con el típico “A que no sabes quién soy”; y por las paredes los carteles anunciando los bailes y los artistas que venían, que en las ciudades más importantes y ricas, Albacete capital, Villarrobledo, Alcázar de San Juan, Valdepeñas, Manzanares, etc. los principales intérpretes del momento pasaban, Joan Manuel Serrat, Juan y Junior, Rocío Dúrcal, Sara Montiel, que nunca faltaba a las celebraciones de su natal Campo de Criptana, junto a Alcázar… Y en los carteles anunciadores campeando lo de Bailes de CARNAVAL y no “FIESTAS DE PRIMAVERA” que se anunciaba en Tenerife y Cádiz, a pesar de su suntuosidad, riqueza de ornamentos y disfraces. Y fama que atraía y atrae el turismo; sí, disfraces decía, pero con la carita descubierta y al aire. También en aquellas tierras manchegas había Guardia Civil pero a la chita callando, haciendo como si nada “prohibido” allí sucedía; y los guardias a disfrutar del Carnaval siempre que podían, como cualquier otro hijo de vecino.

Pues bien, yo también y una vez recuperado mi estatus de soltero me sumergí en la “órgia” y “desénfreno” de aquellas fechas y, admitámoslo, hacía lo que podía. Vamos, que lo del sexo extra hogareño me pareció  un invento de “narices” y, si podía y la circunstancia se daba, me dedicaba a él con ímpetu digno de mayores empresas; mayores seguro que haberlas, haylas, pero más placenteras diría que no.

Hasta me salió un “ligue” la mar de interesante con la nunca bien ponderada Patricia, una “colega” del ramo de la bisutería y algo de perfumería. Esta mujer, mujerona mejor le cabría, era una exuberante cuarentona alta de estatura, ojos marrones y cabello rubio tirando a cobrizo; tetona, buenas caderas y mejor “culamen”; las piernas, largas pero musculosas y poco menos que cilíndricas, era lo único que la afeaba, amén de la expresión de su rostro, más bien hombruna. Vamos, un tipo de fémina con bastante “materia donde agarrarse” que, dicho sea de paso, hoy a las “gachesis” no les gustará, pero que a mí me vuelve turulato. La buena de Patricia, aunque mejor la “buenorra” o la “buenaza”, una vez me hizo una oferta que como un auténtico gilipuertas rechacé: Hacer el viaje juntos, en un solo coche que unas veces sería el suyo, otras el mío, ocupando el día en trabajar, pero las noches en quehaceres más entretenidos y gustosos. Total que cuando a los cinco o seis meses de otra vez estar en estado de merecer me la encontré una tarde en una cafetería de Ciudad Real capital, decididamente me dirigí a su mesa solicitando venia para sentarme a su vera, lo que graciosamente consintió. Sin más fui directo al grano inquiriéndole si la oferta que me hiciera tiempo atrás seguía en pie. Ella me envolvió en su seductora mirada y, con ese tono de niña inocente que jamás rompiera un platito, cuando ni se sabe las vajillas que llevaría hechas cisco, me anduvo tomando el pelo cuanto quiso con que si ahora venía a ella era porque desde que mi dulce y amante mujercita me cerrara sus piernas a cal y canto andaba yo más “salido” que la esquina de una mesa, con lo que en ella sólo pretendía un “calmante de urgencia” al “calentón”. En fin, pura mala leche femenina para reírse de uno un rato, pero sin intención de “hacer sangre”, por lo que al final todo se arregló con una noche en la que, indudablemente, me “curé” del crónico “calentón” superior-supremo que de meses atrás llevara sufriendo. Durante cerca de un año mantuvimos aquella tan peculiar relación en la que apenas si parábamos en Madrid.

En fin, que conectamos bastante bien desde un principio, si bien había algo entre nosotros que por finales me obligó a cortar la relación. La cosa fue que yo no daba una en aquello de escoger pareja, pues si mi mujer acabó teniéndome a dos velas y pasando “hambres”, la Patri resultó ser una ninfómana que permanente me mantenía en nocturnos trabajos forzados que a ella parecían vitalizarla día a día pero que a mí me llevaban a la tumba fría del tirón. La verdad es que lo del sexo en sesión continua y permanente estaba pero que muy bien, pero al parecer los dichosos glóbulos blancos se me estaban más bien transparentando amén de desaparecer bastantes de ellos de mi torrente sanguíneo, lo que tampoco era plan, con lo que al final perdoné el “bollito sabrosón” por los “pescozones” a mi salud. Cuando a la “Patri” le planteé que por evidentes motivos de salud me iba de su lado con viento fresco, menos “bonito”, me dijo de todo. Desde lo de “Fil de la grande putaine” que diría cualquier “franchute” o “gabacho” hasta, lisa y llanamente, en castellano puro y duro, “Maricón de mierda que no puedes ni con los pantalones”, lo que me dio las necesarias excusas para largarme de su casa dando un portazo y con la cabeza bien alta.

El tiempo siguió su marcha y con el tiempo quedaron atrás un par de años más. Así que, agonizando ya la década de los 80, se me ocurrió ceder a la insistencia que de tiempo venía poniendo mi hermana en que volviera alguna vez por el pueblo, aunque sólo fueran algunos días. Y ese año, 1988, al fin me convenció.

Llegué al pueblo en los dos o tres primeros días de julio de 1988, con cuarenta y ocho años estrenados veinte escasos días antes. Había decidido tomarme las primeras vacaciones de mi nueva vida solteril. Pasaría seis, ocho días a lo más en el pueblo de mis mayores y otros tantos en la desde el pueblo no muy lejana Costa del Sol.

Pero mis planes iniciales pronto se fueron al traste, pues tras un montón de años volví a encontrarme con ella.

Fue en la mañana que siguió a la noche de mi llegada. Me levanté tarde, entre las once y las doce de la mañana y, tras arreglarme un poco y con un ligero polo veraniego más un pantalón de lana fresca me lancé a la calle, a aquella vieja confitería que regentara y no sé si fundara el tío de Carmeli pero que ahora la llevaban otras gentes que cambiaron la decoración y ampliaron el local a costa de buena parte del antiguo obrador de pastelería que tan bien atendía el tío de Carmeli, obteniendo una pastelería a la que la actual ni de lejos le llegaba. No sé bien por qué, pero lo cierto es que no me gustó, añoré aquella confitería que hacía como un siglo yo conociera y en la que tantos cafés helados, tantas copas de coñac tanto de todo tomaría en unos tiempos que, la verdad, me eran bastante más agradables que los actuales. Entonces viví verdaderamente feliz, tenía ilusiones y proyectos de futuro… De futuro junto a Carmeli… Pero todo aquello pasó aventado por los vientos de la vida y de todo aquello sólo permanece el recuerdo, un recuerdo, unos recuerdos que esa mañana volvieron a mí tras quedar aparcados en lo más profundo, lo más alejado de mi memoria por bastante tiempo pues cuando conocí a la que, según la ley, es mi mujer pues no media divorcio ni separación legal alguna entre nosotros, ya no estaba ella en mis pensamientos. Fue entonces, cuando volví de nuevo por esa más que confitería cafetería hoy en día, cuando volví a recordar ese pasado que se fue para no volver.

Desayuné un único café con leche, largo de café como a mí me gusta tomarlo, y me volví a la calle. Era poco antes de las dos de la tarde y de sobras sabía que mi hermana no estaría en casa; ni ella ni su marido, mi cuñado, que dicho sea de paso me caía como patada en lo más noble de mi anatomía. Así que me encaminé a la plaza Mayor seguro de encontrarlos allí, en la terraza de cualquier establecimiento, del casino, del bar “La Cueva” o en el del valenciano, verdadera institución hostelera del pueblo que en tiempos fuera ciudad de relativa importancia, pues regentó su tradicional pensión convertida ahora en un pomposo Hotel Alfonso VIIº que una vieja lugareña, cuando vio por vez primera el letrero anunciador leyó en voz bien alta para que se la oyera, vamos: “Hotel Alfonso vií”, del verbo ver. Si sería bruta la buena señora. Y como “Hotel Alfonso vií” se quedó, en plan de sorna claro, que también la gente del pueblo es suave cuando una cosa se la toma a chanza. En fin, la cosa es que entré en la plaza, enfilé la terraza del casino y el corazón me dio un vuelco en el pecho, pues ni me lo esperaba ni, mucho menos, estaba preparado para ello: Allá en la terraza, integrada en el grupo que rodeaba a mi hermana, estaba ella, Carmeli. De milagro no quedé clavado al piso de la plaza cuando la vi. Seguí andando, acercándome al sitio, pero con el corazón en la garganta… ¡Señor, qué impresión, qué sacudida recibió todo mi cuerpo cuando la vi y reconocí. Era la primera vez que la veía desde aquel Septiembre de 1961, veintisiete años atrás, veintisiete años más viejo yo… Y digo yo porque a ella la vi joven y más bella que nunca, como si por su ser los años no hubieran pasado. Pero no, no era así porque los años también habían pasado por ella, pero no para desgastarla, pues estaba tan lozana y juvenil como antaño, sino para hacerla mujer, una mujer rotunda de marcadas y femeninas redondeces; una verdadera mujer, más hermosa, más bella y deseable que nunca. En fin, que sin llegarme la camisa al cuerpo y casi más muerto que vivo, subí los dos o tres escalones que separaban del firme de la plaza el suelo de la lonja corrida que ubica las terrazas del casino y el bar “La Cueva”. Pero lo malo es que cuando estuve allí, entre aquella gente y con la vista fija en ella, en Carmeli, me quedé mudo, callado como un pasmarote, como un “pipiolillo” ante una mujer hermosa, hecha y derecha, desnuda. ¡Maldita sea mi suerte y lo “cortado” que a veces me pongo cuando menos debiera ponerme. Menos mal que fue ella, Carmeli, quien vino a sacarme del atolladero cuando se levantó, vino a mí y me dio dos besos, uno en cada mejilla… Sólo entonces fui capaz de salir del inoportuno atontamiento. Me senté entre aquellas personas, amigos de mi hermana y mi cuñado, algunos también amigos míos de otros tiempos, como mi primo Alberto o ella misma, Carmeli, pero los más personas que conocía de tiempo atrás pero a las que nada me uniera nunca y, por tanto, para mí auténticos extraños y otros que ni siquiera conocía o recordaba. En medio de una conversación generalizada e insulsa, como comúnmente suelen ser este tipo de conversaciones que nunca me gustaron en absoluto, pasó el tiempo. El trato entre Carmeli y yo aquella mañana no pasó de los protocolarios “Me alegro de verte”, “Cuánto tiempo sin saber de ti”, “¿Cómo estás” y lo de “Bien, muy bien, gracias. A ti te veo magnífica/o”. O lo de “¿Cuántos hijos tienes?... En fin, todo de lo más protocolario e impersonal que pueda darse. Cerca ya de las tres de la tarde nos encaminamos calle Mayor abajo, cada uno hacia su casita, por lo que nosotros, mi hermana, mi cuñado y yo, nos quedamos en casa en tanto los demás seguían calle abajo. Durante la comida mi hermana me puso al corriente del devenir más o menos reciente de Carmeli. Como es natural, a su tiempo se casó y tuvo tres hijos, dos niñas y un niño que ya, desde luego, no lo eran pues nacieron antes que los míos ya que ella se casó uno o dos años antes que yo. También supe que era viuda desde siete u ocho años atrás, desde antes de cumplir los cuarenta. Eso me interesó más que lo demás y quise saber si se le había conocido alguna relación masculina posterior. Pero no, ninguna había, al menos de forma estable, pues de lo esporádico era casi imposible afirmar o negar nada. Otra cosa que me chocó mucho fue la evidente amistad que ahora unía a las dos, cosa que antes no pasaba, pues aunque se conocían de antiguo nunca habían mantenido relación alguna; así supe que esa amistad surgió hacia primeros de los 70, cuando más o menos frisaban ambas en la treintena, si es que no anduvieran ya en ella. Carmeli congenió bastante bien con mi hermana y mi cuñado, lo mismo que el marido de Carmeli. Según los dos, mi hermana y mi cuñado, era un hombre bueno, amable y servicial con todo el mundo y profundamente enamorado de su mujer. Al parecer, la pareja debió ser muy feliz el tiempo que el matrimonio duró. Falleció de un cáncer fulminante, un cáncer que interesó conjuntamente hígado y páncreas que en meses se lo llevó con cuarenta años casi sin cumplir. Cosas de la vida.

Aquella tarde volví a salir con mi hermana y su marido y, como era lo diario, nos juntamos con los amigos de ellos, Carmeli incluida. Pero esta vez no fui tan “panoli” como por la mañana fuera, pues me apliqué muy mucho a sentarme al lado de ella, por lo que pudimos estar hablando tranquilamente toda la tarde. Me habló de cómo conoció a aquel chico que luego fue su marido, de que se enamoró de él a “prima vista” y se casaron en menos de dos años. De lo doloroso que para ella fue la muerte de ese hombre, de cómo se quedó, sin ilusión que le valiera, hundida, sin ganas de nada. Pero también de cómo logró salir del hoyo en que se sumiera. Y, sobre todo, la ayuda y consuelo que sus hijos le brindaron y que tanto ayudó a irse recuperando. Me habló de cómo para ese momento que vivíamos, el que fuera su marido era un recuerdo hermoso, el recuerdo de los mejores años que hasta entonces pasara en su vida, pero que ya no era nada doloroso, nada que la hiciera daño cundo lo recordaba, que ya no eran tantas veces. Aquello ya sólo era algo que en su vida sucedió, que fue bonito y dulce en su momento pero que ya sólo era el pasado, ese pasado que ya no volvería nunca y que debemos superar para poder seguir viviendo con normalidad y disfrutar de lo que la vida a diario nos ofrece. Me habló de sus hijos, de su hija mayor que con casi veintidós años estaba a punto de casarse con un gran muchacho; de su otra hija que, con algo más de dieciocho años estaba abriéndose a la vida, empezando carrera en la Universidad murciana; y de su hijo con veinte años casi clavados que, a fe mía por cómo hablaba de él, era su ojito derecho. Buen estudiante por lo que me decía, cursaba una carrera de Ingeniería en la Universidad de su tierra murciana y a dos cursos de terminarla. Me preguntó por mí, de cómo por mi hermana sabía el derrumbe de mi matrimonio, de lo que se lamentaba, aunque yo le dije que no la inquietara tal cosa pues aquello había llegado a un punto insostenible para ambos y que ahora vivíamos mejor los dos. Al menos más tranquilos y a gusto ambos; de cómo incluso la relación, tras los años separados, había mejorado, de modo que al no mediar peleas y demás, se había convertido más que nada en una relación bastante amistosa, que incluso alguna vez la había invitado a comer en mi casa, junto a nuestros cuatro hijos. Lo que me guardé muy bien de contarle, y no sé muy bien por qué, fue lo del día que, tras comer con nuestros hijos en mi casa, nos dejaron solos al irse de “marcheta” con sus “coleguis” y, como una cosa lleva a la otra, acabamos en la cama por un par de horas tras las cuales ella se vistió y se marchó. La verdad es que aquella fue casi la mejor relación que entre nosotros nunca hubo, pues cómo se portó mi “santa”, desmelenada, como una diosa del sexo… Vamos, que a punto estuve de volver a hacerle la “rosca” a ver si el “desmelene” se repetía, pero finalmente me dije “Lagarto, lagarto” y que “Segundas partes nunca fueron buenas”. En fin, que continuó la buena relación con mi ex, pero desde entonces ambos evitábamos, a toda costa, volver a quedarnos solos.

Como no podía ser de otra forma dada la vara que con sus hijos me dio, me preguntó por los míos, a lo que todo orgulloso le saqué mi cartera con sus fotos, muy especialmente la de los dos mayores, el primogénito Antonio y mi segundo hijo Gerardo, ambos luciendo sus uniformes, Antonio el de alférez de navío de la Armada y Gerardo el de cadete de la General del Aire, en San Javier. Ella me dijo que cuando se reemprendiera el curso le gustaría visitarle en la Escuela, pero la desilusioné, pues ese año pasaría a la Escuela de Reactores de Talavera la Real, junto a Badajoz, ya que sería el último de la carrera, de manera que para el siguiente Junio recibiría el despacho de alférez y el de piloto de combate con el de reactores.

Así, charlando amigablemente y conmigo en las nubes de la felicidad acabamos la tarde, cenamos y volvimos a encontrarnos tras la cena. Tomamos otras copas, esta vez en la famosa confitería, y luego acabamos paseando calle Mayor abajo, calle Mayor arriba. Para entonces el grupo compacto se había disuelto para, en general, andar los hombres juntos por un lado y las mujeres por otro. Pero sucedió que tanto Carmeli como yo nos empezamos a despegar de nuestros respectivos grupos: Ella retrasándose de las féminas y yo adelantando a mis compañeros masculinos, hasta emparejarnos ambos en la tierra de nadie. Entonces nos retrasamos más los dos, de forma que el grupo masculino nos dejó atrás. De nuevo volvía a pasear con ella, como casi treinta años atrás; y de nuevo disfrutaba de su compañía en exclusiva.

Así fue pasando el mes de Julio y yo, sin dudarlo ni un momento, no me fui a la Costa del Sol… Para qué si allí estaba como en la Gloria, paseando de nuevo con aquella mujer que fuera mi amor de casi adulto, casi adolescente. Pero el mes avanzaba y los días veinte se aproximaban inevitablemente. Se aproximaban y llegaron con el día 20, el 21, el 22 y hasta el 25, día de Santiago, patrón de España llegó y con él mi convicción de que mi estancia en el pueblo, al menos de la forma que hasta ahora había sido, permanente, no podía extenderse más, pues el viaje, el trabajo, no podía esperar más. Me decidí y se lo dije una noche a Carmeli. Mañana me marcho. Las vacaciones acabaron y debo volver a trabajar, a viajar. La desilusión brillaba en sus ojos cuando se lo dije.

  • Claro, claro… Tienes que trabajar… ¿Sigues sólo a comisión, sin nada fijo, sin derecho a vacaciones y tal?
  • Sí, como siempre… Ya sabes, perro viejo no aprende trucos nuevos, y así aprendí, así ha sido siempre… Ya no podría hacerme a la disciplina de una empresa, a una ruta marcada desde arriba que me impusiera tal día aquí, al siguiente allá y así sucesivamente. Estoy hecho a la libertad, a no depender de jefe alguno, a moverme a mi aire…
  • Lo entiendo… Que te vaya bien Antonio y tengas suerte…

Carmeli estaba nerviosa. O, mejor dicho, cohibida… Se le notaba a la legua que quería decir algo pero no se atrevía… Le daba vergüenza decir lo que fuera. Al fin se decidió, reunió el valor necesario para decir lo que quería. Alzó los ojos centrándolos en los míos

  • ¿Vendrás de vez en cuando, como antes hacías?

Sonreí ampliamente. Era lo más bonito que podría decirme: Quería verme, seguir viéndome, seguir paseando y conversando conmigo. Ahora no cabía duda de que si estábamos juntos no era porque yo se lo imponía, como a veces pensara, sino porque ella también lo quería.

  • Desde luego Carmeli. Cada sábado, domingo y lunes estaré aquí.

Carmeli sonrió de oreja a oreja. Se me acercó y depositó un beso en mi mejilla. Luego se rió alegremente de la cara de tonto que puse ante la inesperada caricia

  • Antoñito, sigues tan alelado como hace treinta años. ¡Eres un caso, chico!

Yo también reí de buena gana

  • Hombre generosa, gracias por lo de chico. A los cuarenta y ocho “tacos” eso se agradece

Riendo los dos iniciamos el regreso cuesta arriba hacia el centro de la calle Mayor y al llegar a su puerta nos detuvimos. Yo me despedía de ella dándole la mano pero ella quiso darme otros dos besos entonces, uno por mejilla

  • Que tengas buen viaje y que todo te salga bien. Que vendas mucho. Te espero el sábado Antonio
  • Aquí estaré, aunque se hunda el mundo

Julio agonizó y llegó Agosto. Yo esperaba ansioso los viernes de cada semana para volar junto a ella y pasar juntos esos tres días de cada semana. Un día mi hermana me llamó al teléfono, al móvil. Me dijo que no dejara de aparecer por casa aquel sábado, que me llevaría una grata sorpresa. Llegué el viernes de madrugada, como siempre. Abrí con la llave que mi hermana me diera para no depender de ella o mi cuñado cuando quisiera entrar en casa, intentando hacer el menor ruido posible para no despertar a nadie, pero se ve que ella me esperaba, pues no había llegado todavía a mi habitación cuando apareció ante mí; sí, mi habitación pues ella, mi hermana, siempre tuvo reservada la que yo desde antiguo ocupara, cuando vivía con mis padres. La sorpresa más agradable, la verdad, no podía ser: Por iniciativa de mi primo Teodoro, un hijo de una prima hermana de mi madre lo mismo que mis primos Alberto y Vicente, se había preparado uno de aquellos guateques de los años cincuenta y sesenta, en casa, en la inmensa terraza de casa, terraza que mi padre hiciera construir sobre una habitación de la casa, un más que grande salón, de forma casi cuadrada con una baranda de hierro forjado que da a un callejón que discurre en pendiente cuesta abajo hasta las afueras del pueblo. Los otros tres lados de la terraza son la pared de una vivienda frontera con la nuestra, perpendicular a la baranda, el tejado de nuestra misma casa que se alza, elevándose cerca de un metro justo al otro lado de la baranda y el tejado de la vivienda que queda detrás de la nuestra que sobre la terraza se alza unos sesenta-setenta centímetros y que acaba de cerrar la terraza corriendo desde la puerta de entrada a la terraza hasta la baranda.

Aquel sábado transcurrió normal, como todos en general. El “vermut” en uno de los bares de la plaza, el del valenciano este día, comer, la siesta…  Pero en vez de las cervezas y el paseo vespertino, el guateque preparado. A eso de las siete empezaron a llegar Teodoro y su mujer, mi prima Maruchi con su marido Pepe Garrido que, la verdad, nunca le tragué demasiado pues era uno de esos tipos que por la vida suelen ir de altaneros. Con la carrera de Derecho cursada y su título de abogado en el despacho, en una orla, no parecía sino que los demás, frente a él, fuéramos seres inferiores. También aparecieron mis primos Alberto y Vicente con sus respectivas “santas”. Estos eran primos segundos míos pero primos hermanos de Teodoro y “Maru” pues su padre fue hermano de la madre de Teodoro y Maruchi. Además un par de matrimonios de los amigos  de mi hermana y su marido. Y Carmeli, que llegó con Alberto y su mujer, Blanca, que pasaron por su casa a recogerla.

¿Hará falta decir que tan pronto Carmeli apareció me constituí en su sombra? Pues eso, que tan pronto ella llegó la acaparé como en otros tiempos y ya no me separé de ella hasta que el evento acabó.

Aquella tarde fue una de las más felices de mi vida. Ahí es nada, bailando de nuevo con Carmeli… El tiempo, a mí al menos, me devolvió a treinta años atrás y estaba como en una nube. Cuando empezamos a bailar Carmeli puso la “barrera fronteriza” de separación de cuerpos. Era la típica forma en que las chavalas de aquellos años tomaban al ser enlazadas para bailar: Al tiempo que dejaban la mano derecha en tu izquierda, su izquierda la apoyaban en tu hombro con el brazo rígido, de forma que la longitud del brazo era el espacio mínimo que debía mediar entre el chico y la chica. Cierto que más de una vez y más de dos esa rigidez se laxaba un poco o un mucho, eso dependía de cómo el tío le cayera a la nena, mejor o peor; pero lo definitivo era la relación chico-chica, si era simple amistad o si la cosa iba o podía ir a más, porque si la relación ya superaba lo puramente amistoso la barrera se solía derrumbar con más o menos estrépito. Y es que, salvando los casos de “Calentorras a toda prueba” que también habíalas, en aquellos casi tiempos del cuplé lo de “La española cuando besa, es que besa de verdad, y a ninguna le interesa, besar por frivolidad” de manera general iba bastante en serio. Pero sin saberse muy bien por qué, la famosa “Barrera” empezó a distenderse en pocos minutos. La cosa no fue de aquí te pillo y aquí te mato, sino casi tenuemente, poquito a poco y de cuando en cuando, pero la cosa fue que acabamos con ambos cuerpos arrimados como lapas y las caritas más bien juntas que separadas, típica postura que las parejitas románticas que aspiraban al casorio adoptaban por aquellos tiempos de “Mari Castaña”. Mientras Carmeli mantuvo la “Barrera Fronteriza” en todo su esplendor, incluso cuando iba medio cediendo esa barrara, manteníamos una charla bastante animada entre los dos, cual era lo habitual desde que volviéramos a encontrarnos, pero desde que nuestros cuerpos adoptaron la proximidad de lapas la charla cesó. El por qué del silencio de Carmeli, la verdad es que no lo sé, pero la razón del mío era puro miedo, si no pánico. Pánico a que si hablara aquél sueño se acabara, el sueño de tenerla así, tan pegadita, tan arrimadita a mí que casi podía percibir los latidos de su corazón en mi pecho. O, al menos, eso me parecía. Al rato, fue ella la que rompió el silencio.

  • Antonio, quisiera decirte una cosa.
  • Dispara
  • ¿Recuerdas cuando te di calabazas?
  • Carmeli, no nombres la soga en casa del ahorcado…
  • Anda, no seas tonto. ¿Sabes una cosa? Pues… Que lo mismo que te dije No, pude haberte dicho Sí

Me quedé de una pieza y la carita que debí poner tenía que ser todo un poema, pues hay que ver con qué ganas se me echó a reír Carmeli. Pero me rehíce en un santiamén y repuse

  • O sea, que alguna oportunidad aún tuve
  • Pues sí Toñito, alguna oportunidad tuviste. Y no te creas, la tuviste muy, pero que muy clara, porque la verdad es que me gustabas mucho. Pero tuve miedo. Miedo del compromiso que me pedías. Era muy joven todavía, apenas si llegaba a los diecinueve y comprometerme tan en serio como me pedías me echaba para atrás. Yo prefería seguir como estábamos, como buenos amigos. Bailar, pasear. Divertirnos… Sí, eras divertido, muy divertido. Pero te lo tomaste tan a pecho que hasta desapareciste. ¿Sabes? Te esperé al año siguiente y me fastidió mucho que no vinieras. Casi te odié entonces. Era el verano de 1962 y yo ya andaba por los veinte años. Llegó 1963 y conocí a Enrique, mi marido. Era compañero de curso, le conocía, sabía su nombre como él conocía el mío, pero nunca había hablado con él. Hasta que él un día me habló, y luego volvió a hablarme; y me siguió hablando hasta que al acabar el curso y recibir los dos nuestro título de maestros nos pusimos novios. Y en 1965, con las oposiciones para maestro titular de un pueblo ganadas, nos casamos. Te habías ido Antonio, te apartaste de mí. Tú no estabas allí, conmigo, ni esperaba ya verte en el pueblo los veranos. El sí estaba allí, junto a mí, rondándome, pretendiéndome como antes decíamos. Y me gustaba como tú me habías gustado antes.

No dije nada pero por dentro maldecía mi torpeza. ¡Qué tonto fui, Dios mío! No, no dije nada pero la atraje más aún hacia mí, si es que eso era posible. Y ella aceptó. Se pegó todavía más a mi cuerpo. Entonces ya no pude retenerme más. Esa parte especialmente masculina de la anatomía del hombre pedía guerra desde hacía ya rato, pero a partir de oír a Carmeli se encabritó de tal manera que ya no pude seguir dominándola por lo que salió disparada a estrellarse contra las partes bajas de Carmeli. Y sucedió que… ¡Ella no se retiró de mí! No sólo aguantó impávida la embestida sino que sus caderas respondieron avanzando al encuentro de mi ariete la parte más femenina de su organismo. Retiró entonces la mano que mantenía apoyada en mi hombro para elevarla hasta mi nuca donde se posó dulcemente. Y me la empezó a acariciar. Sus dedos se hundían en ese final de mi pelo y sus uñas lo surcaban. El rostro lo había hundido entre mi hombro y mi pecho dejando en contacto con mi mejilla la sien y el pelo. Acaricié su rostro, su pelo… Y la besé, la besé en el cuello tras retirarle de allí el cabello. Ella respondió a ese beso besando a su vez mi propio cuello. Bajé la mano buscando su barbilla que giré hacia mí y mis labios se dirigieron a los suyos. Pero sólo hasta allí llegó todo. Ella no es que me volviera la cara evitando así que mis labios se unieran a los suyos; no, no hizo eso: Simplemente, la mano que acariciaba mi nuca bajó hasta interponerse entre sus labios y los míos, acariciándomelos con sumo cariño.

  • No sigas Antonio, por favor. Dejémoslo así. Conténtate con lo que he consentido a tus labios y lo que mis labios respondieron a los tuyos. Pero no me des la espantada por esto, como la otra vez hiciste. Ten paciencia, espérame. A mañana. A pasado mañana. O al año que viene, o hasta el otro incluso… Recuerda lo que dice el dicho: “El que la sigue, la consigue”

El guateque o reunión, como en verdad nosotros llamábamos a esas reuniones de amigos que se juntan en la casa de uno de ellos para bailar y que a mí me sale ese término, “Reunión”, más fluidamente que el de “Guateque”, por universalizado que esté, acabó casi de madrugada. Yo acompañé a Carmeli hasta su casa. Y otro atrevimiento me permití: Tomarla de la mano durante el corto trayecto que hicimos. Ridículo verdad. Ridículo que en el siglo XXI llame “Atrevimiento” al hecho de tomarse un hombre y una mujer de la mano. Ni para entonces, agonizando 1988, eso era motivo de escándalo para nadie pues todo el mundo hacía lo mismo, amigos, novios o lo que fuera. Pero para mí entonces lo era, pues mi espíritu estaba transportado a treinta años atrás, cuando tales transportes no estaban nada de bien vistos por una sociedad tal vez en exceso pacata, pero que era la de la época, hasta al menos 1964-65.

Llegamos al fin a la puerta de su casa y con un recíproco ósculo en cada mejilla nos dispusimos a separarnos. Ella se volvió hacia esa puerta sacando de un bolsillo la llave del portal. Abrió, entró al portal y entonces se paró. Se volvió hacia mí y, corriendo, se llegó hasta mi lado. Y entonces, ¡Oh milagro!, llevó sus labios a los míos y los besó. Sólo eso, unir sus labios a los míos, sin que de ahí pasara lo erótico. “La paciencia debe tener recompensa” me dijo al separarse.

Agosto siguió su curso normal, con lo que llegó el día 26, tal vez el día más importante del año tanto en el pueblo como en su comarca, el día de la fiesta grande de la Virgen Patrona, el día en que la Virgen es llevada al pueblo desde su Santuario, al que será devuelta en la madrugada del 8 de Septiembre, terminadas ya las Ferias y Fiestas anuales del pueblo, cuyo colofón es la Feria de Cortes, nombre del Santuario y de la Virgen Patrona, María Santísima de Cortes o, más popularmente llamada, la Virgen de Cortes. Y como siempre mi padre hiciera, para ese día estaba yo allí sin volver a salir de nuevo de viaje hasta después del 8 de Septiembre. Salimos a esperar a la Virgen hasta las afueras del pueblo, la parte llamada los Arcos, donde la calle Mayor pasa sin solución de continuidad de ser vía más bien angosta a ser una especie de ancha avenida hasta su final no muchos metros más allá, doscientos-trescientos, no creo que más, donde empieza o acaba, según se mire, el Camino de la Virgen, un sendero de tierra y pedregal que en pronunciada pendiente serpenteante desciende hasta la carretera general Valencia-Jaén por la que viene la Virgen desde su Santuario.

Se me hizo un nudo en la garganta cuando vi aparecer a la Virgen por su camino iniciando la segunda de las “carreras” que la tradición del lugar hace dar a la Virgen. “Carreras” que se no son sino las que los costaleros que portan el “paso” se pegan, echando a correr con las andas de la Virgen a cuestas tras llevarlas a hombros los ocho kilómetros que separan el Santuario del pueblo, con la imagen tambaleándose por el correr de sus portadores, haciendo sonar las campanillas que rodean el dosel del “paso”. Así, haciendo “correr” a la Virgen, el sencillo sentir popular “expresa” la alegría de la Virgen a la vista de “su” pueblo y de su amado Hijo, pues en el ángulo superior izquierdo del nacimiento de esa ancha avenida en que la calle Mayor se convierte espera a su Madre un Cristo Crucificado, El Santísimo Cristo de los Ángeles, que tan pronto como la Virgen aparece y echa a “correr” al encuentro del Hijo, el Hijo también echa a “correr” al encuentro de la Madre.

Sí, se me hizo un nudo en la garganta con el acelerado latir del corazón, pero también el escozor de tenues lágrimas acudió a mis ojos y mi garganta rompió en gritos del más alto tono con un hasta enronquecer repetido -“¡Viva la Virgen de Cortes!”- que me surgió de lo más hondo del corazón, del alma, para al final verme llorando a lágrima viva por la emoción del momento, un momento casi olvidado en mi cerebro tras un montón de años de faltar de ese pueblo que, aunque no sea el mío natal, le llevo muy dentro de mí por muchas, muchísimas cosas cuya hondura en mi alma se hizo entonces más patente que nunca.

El paso de la Virgen concluyó y echamos a andar calle Mayor arriba hacia la plaza Mayor y su aneja iglesia de la Trinidad donde se trasladaba la acción con la entrada en la iglesia de la Virgen. A eso ya no me quise unir, ni sé por qué, aunque mi hermana, su marido, mis primos y demás fueron a la iglesia a ver el ambiente que allí se respiraba. Allí nos quedamos solos los dos, sentados en la escalinata de la lonja del Ayuntamiento, Carmeli y yo, con mis ojos todavía enrojecidos y el corazón bombeando sangre a modo y manera. Sí, todavía emocionado. Puede que por eso fuera por lo que no quise entrar en la iglesia, por frenar una emoción que de seguirse manteniendo me haría llorar todavía más. No hablábamos ninguno de los dos, ni Carmeli ni yo, pero ella me tomó cariñosamente las manos y me besó en la mejilla con ternura. Pasaron así unos minutos, ella reteniendo mis manos entre las suyas y besando tiernamente mi mejilla y yo callado; el ritmo cardíaco fue regularizándoseme y el escozor de ojos cediendo hasta que Carmeli me dijo

  • Sería mejor que buscaras unos servicios y te lavaras un poco la cara… Los ojos… Te sentará bien…

Asentí, nos levantamos y nos dirigimos hacia el casino. Ella me esperó abajo, en la entrada y junto a las escaleras que subían hasta la planta del círculo ciudadano y yo subí a los servicios. Me lavé, bañando en abundante agua los ojos, me mojé el pelo, me peiné y bajé abajo mucho más compuesto

  • ¿Mejor?
  • Mucho mejor. Estoy ya bien Carmeli. Gracias por quedarte conmigo.
  • No hay de qué… ¿Es que no somos amigos?... ¿Dónde quieres que vayamos ahora?
  • No sé… Donde quieras. Si quieres nos sentamos aquí o en cualquier otro sitio… Lo que tú quieras Carmeli
  • ¿Sabes? Pues me apetece más que andemos, que paseemos… ¿Qué dices?
  • Pues qué voy a decir, que estupendo.

Nos marchamos y paseamos por la carretera Nueva, carretera abajo, carretera arriba… Charlamos, reímos y fuimos felices los dos durante algunas horas. Las primeras que pasábamos los dos solos, sin compañía alguna, por lo que la confianza entre ambos, la complicidad entre los dos fue por vez primera más bien intensa. Además Carmeli me sorprendió con una afectuosidad nunca antes demostrada pues con toda familiaridad se me colgó del brazo y así se mantuvo todo el rato que permanecimos juntos aquella noche.

Pasó aquel día 26 como también pasaron el 27, 28, 29 y todos los demás días de Agosto. Y tras Agosto llegó Septiembre y con el mes su día cuatro, el primero de la Feria anual del pueblo. Desde ese día cuatro y hasta el seis, último de las Ferias, en las noches se imponía, al menos entre nosotros, las personas no tan jóvenes, los bailes en la famosa “pista” del casino, aunque ya sin la pequeña orquestina de otros tiempos sustituida por la música enlatada de una serie de “cassettes” enlazados que mantienen la música sonando cuanto haga falta.

Volví a bailar con Carmeli, muy arrimaditos los cuerpos y juntitas las mejillas, con ese atrevimiento mío de rozar de vez en cuando su cuello con mis labios que depositaban en aquel cuello maravilloso y nuevamente adorado, si es que alguna vez dejó de serlo, besos suaves, casi fugaces, que ella respondía con besos en mi cuello imbuidos de la misma suavidad, casi la misma fugacidad que los míos. Mi atrevimiento llegó al punto de no sólo rozar la piel de su cuello con mis labios, sino de llevar esos labios a rozar los suyos, sin que ahora ella interpusiera los dedos de su mano entre ambos labios, sino que correspondía a mis caricias con la misma ternura con que yo le dedicaba a ella.

Aquellos intercambios de caricias pronto fueron del dominio público para el grupo de más o menos amigos que solíamos reunirnos, con lo que las bromas de la concurrencia, con lo de que en no mucho tiempo sonarían campanas de boda entre dos miembros del grupo cuyo nombre preferían no decir, dichos acompañados y realzados por torrentes de carcajadas a coro por mi patente nerviosismo y la rojez del rostro de Carmeli, que solía estallar clamando que los rientes se dejaran de tonterías e infundios, cosa que hacía reverdecer las carcajadas de la concurrencia hasta decibelios casi que prohibidos, con lo que la furia de Carmeli alcanzaba límites casi homéricos y que a mí me hacían intervenir para calmar las cosas, temeroso de que el cabreo de mi amada, que de ello ya ninguna duda abrigaba, llegara a extremos que hicieran peligrar los más bien limitados avances logrados de cara a, por fin, en incondicional rendición conquistarla, si bien el éxito de mis gestiones disuasorias a veces no era tan completo.

Pero también los días de Feria iban pasando de modo que llegó el fatídico día seis, último de bailes y fiestas oficiales, los de la pista del casino incluidos, quedando sólo las algarabías de la población jovenzuela organizadas en los locales por esos grupos de amigos alquilados para esos días, que por cierto, podían alcanzar precios de mansión noble.

Salimos de casa ese día seis después de cenar y en la puerta de casa ya nos esperaban mi primo Pepe Luís y su mujer, mi primo Teodoro con la suya y otro matrimonio, más amigos de mi hermana y su marido que míos. De casa salió con nosotros Carmeli y mi primo Alberto con Blanca, su mujer, única pareja de aquellas reuniones o guateques de casi treinta años atrás que llegó a buen fin casándose. Avanzamos hacia la plaza para alcanzar el casino y su pista, Carmeli y yo retrasados como siempre y, también como siempre, urgiéndonos los demás, mi hermana en especial, para que apretáramos el paso integrándonos más en el resto del grupo, premisa a la que hacíamos tanto caso como el que oye llover a la lluvia. Así alcanzamos la plaza y yo, al momento, aminoré aún más el paso. Y es que no me apetecía en absoluto mezclarme con nadie, sino que ansiaba verme a solas con Carmeli. ¿Por qué, para qué? Ni yo sabría responder entonces a esa pregunta; sólo sabía que estar con ella a solas era lo que más deseaba, lo que tal vez nunca deseara tan intensamente. Y se lo dije.  

  • Carmeli, no quiero ir con ellos, no quiero ir al casino, a la pista

Ella me miró inquisitiva, pero sin pronunciar palabra

  • Prefiero quedarme aquí contigo. Los dos solos.

Ella siguió callada, sin decir nada, pero su paso aminoró emparejándose al mío. El grupo ya había llegado a la puerta del casino y subía la escalera que llevaba al piso del establecimiento, accediéndose a la pista por una puerta a la izquierda del vestíbulo con techo acristalado donde la escalera acaba. Mi hermana llegó también a la puerta del casino y se volvió a nosotros

  • Venga remolones, que la música ya está sonando

No fui yo quien respondió a su reclamo, sino Carmeli

  • Subid vosotros. Nosotros tardaremos algo más. Nos vamos a quedar por aquí un rato

Mi hermana se alzó de hombros en señal de que lo que hiciéramos a ella poco le importaba. Se fue a meter puerta adentro del casino, pero se detuvo, se volvió de nuevo hacia nosotros y con socarronería nos dijo

  • A ver si no sois malos, que lo mismo queréis quedaros solos para hacer “cosas feas”

Y riéndose a carcajadas desapareció de nuestra vista tragada por el zaguán del casino, al tiempo que el rostro de Carmeli se arrebolaba cual amapola silvestre. Entonces, cuando desapareció mi hermana, ella dijo

  • ¡Desde luego, tu hermana a veces es insufrible!

Luego volvió a callar. Se me colgó del brazo, como últimamente solía hacer, para decirme

  • ¿Qué quieres que hagamos? Lo que sea pero, por favor, sácame de aquí, que no soporto este ruido.

Y es que, efectivamente, los ruidos, la música que venía desde los diversos locales alquilados por las pandillas juveniles para celebrar las Fiestas a su modo y manera nos tenía martirizados los oídos, al menos a Carmeli y a mí, mas partidarios de melodías suaves y románticas que de los estridentes alaridos tan del gusto de las modernas generaciones. Cosa nada nueva en el mundo, pues cuando a mis hijos les decía que no sabía cómo a ellos les podía gustar lo que era un martirio para mis oídos, no dejaba de recordar que cuando mi madre escuchó los Rock and Roll de Bill Haley o Elvis Presley que a mí me “privaban”, para ella no era más que música “de negros”. Vamos, que nada nuevo suele haber nunca bajo el sol.

  • Si te parece, damos una vuelta por la Carretera Nueva
  • Me parece

De nuevo se colgó de mi brazo e iniciamos la marcha hacia allí, ascendiendo el más que sucinto trecho de calle que, tras pasar ante el pomposo Hotel “Alfonso VIIIº”, el hotel “Alfonso viií” que cierta vieja del pueblo leyera la primera vez que vió el cartel anunciador y que antes fuera la modesta “Pensión del Valenciano”, y el comedor al aire libre que los nuevos propietarios del local instalaran anejo al hotel, un antiguo corral reformado y convertido en asador de leña donde pueden degustarse exquisitas chuletillas de lechal, chorizos y morcillas de la tierra, lo mejor en su clase elaborado en suelo hispano, palabra de honor, o tajadas de veteado y sabroso lomo de cerdo a la brasa de haces de leña, salimos al Corralón, un antiguo jardincillo, antiguo como el pueblo o casi, sito a la espalda de la plaza y su lonja del “Corregidor”, donde aneja se alza la llamada “Torre del Tardón” al ladito justo de la soberbia Torre de la Trinidad, campanario de dicha iglesia, ambas de estilo Renacentista y fechadas hacia 1580, la primera de planta hexagonal y la segunda de planta octogonal, auténticas obras de arte del Renacimiento Carolino por Carlos Iº de España y Vº de Alemania. El Corralón es hoy plazoleta ajardinada medio cercada la parte que antes se abría a un despeñadero terroso por una barbacana de hierro forjado que alcanza a algo más de la cintura de un hombre, y suelo adornado con macizos de flores  junto con varios árboles más bien no muy vetustos y de hojas anchas y grandes, frondosos la mayoría de ellos, como antaño sucedía.

De allí parte, cuesta abajo hasta la carretera general Valencia-Jaén que por sur- suroeste circunda el pueblo, la Carretera Nueva. Nos internamos por ella, con paso pausado, como recreándonos en cada paso, como si degustáramos cada minuto, cada segundo que pasábamos juntos. Y es que, en verdad, lo degustábamos. Carmeli unió cada vez más su cuerpo al mío y yo, cada vez más, quería unir mi cuerpo al suyo hasta, idealizadamente, incrustarnos en un solo ser, en una sola carne tal y como indica el Génesis y el Evangelio de Mateo (Mt 19.5.6): “Se unirán los dos en una sola carne y ya nunca volverán a ser dos, sino uno sólo” Ella se arrebujó en mí, haciendo descansar su cabeza entre mi hombro y pecho como gatita ronroneante. Así continuamos un trecho hasta que libré mi  brazo derecho del suyo izquierdo que aferraba el mío al colgarse de él, y abarqué su cintura, abrazándola y atrayéndola aún más a mí; entonces ella hizo lo propio con su brazo izquierdo, rodeando a su vez mi cintura, ciñéndola cuanto podía. Su cabeza en tanto se había desplazado algo más arriba, hasta apoyar la sien en mis maxilares antes que en mi barbilla.

Tenerla así y bajar la cara buscando sus labios fue todo uno, pero tampoco entonces Carmeli se quedó quieta pues su boca respondió a mi acercamiento saliendo al encuentro de la mía. Yo sólo buscaba volver a rozar sus labios con suavidad, con dulzura, pero Carmeli dio al traste con mis muy morigeradas intenciones cuando tomó por asalto mi cavidad bucal; ¡Dios y qué morreo me arreó! ¿Recordáis aquella máquina sexual que era la famosa Patricia de mis pecados fornicadores? Bueno, pues una aficionada ante lo que es Carmeli desmelenada. Me rebañó toda esa cavidad hasta no dejar ni un milímetro de ella sin ser debidamente atendido, me succionó la lengua con maestría digna de odalisca turca, mordió mis labios… Ni sé cómo describir aquella sensación, aquel rapto de mí mismo que me transportó en segundos al Edén de Allah. Seguidamente, enardecido por aquel volcán que entraba en arrolladora erupción, mis manos buscaron frenéticas su busto, sus senos, todavía por encima de la ropa, y ella se enardeció aún más cuando empecé a acariciárselos, a hundir mis manos en ellos, a estrujarlos. Yo perdí entonces la cabeza obsesionado por una sola idea; la tomé de la mano y, tirando de ella, quise llevarla hacia una formación de peñascos superpuestos, unos sobre otros a tramos que a ambos márgenes de la carretera se elevan hacia el cielo en más bajas que altas colinas pétreas, los famosos Pizorros, eventual lecho conyugal y prematrimonial de no pocas parejas precisamente, pues entre tramo y tramo quedan estrechos trozos de firme más o menos plano en los que se mezclan partes de verde y fresco musgo con partes llenas de maleza y pedrusco.

Al momento, Carmeli se dio cuenta de hacia dónde quería llevarla, solo tenía que mirar en esa dirección, y riéndose me dijo      

  • ¿Qué pretendes Antoñito llevándome a los Pizorros? ¿Violarme tal vez?
  • ¿Y si así fuera?
  • Pues que estaría muy mal, hijo mío. ¿Crees que está bonito unir al hecho de la violación el castigo que a mi culito, , darían las aristas de las rocas, la tierra y piedras del santo suelo? Porque al menos el culito me lo dejarías “pajarero” para quitarme las bragas. Ah, claro… Como tú estarías encima, a mí que me parta un rayo, ¿no? Pero qué malo que me estás resultando, Toñito.

No me cabía duda de que la “dulce” Carmeli se me estaba cachondeando en mis mismas barbas. Si sería… Ante tal tesitura, mi “emoción” hacía agua a marchas forzadas, porque seamos francos: ¿Quién es capaz de mantener el tipo ante tanto regodeo? Pero heroicamente me repuse y dije

  • Carmeli, y si te digo que no pretendo violarte, ni siquiera “follar” contigo; que lo único que deseo es amarte, hacer el amor contigo… Sí, amarte, amarte con toda mi alma, con todo mi ser…
  • Ya, y con todo lo “otro” también, no te fastidia aquí el modélico. Pues muy mal también Antoñito, pero que muy mal… Porque, vamos a ver, ¿no se te ocurre un sitio más  cómodo? Qué poca inventiva tenéis los hombres… Nada, hala, aquí me da el “puntazo” y aquí te pillo y aquí te lo hago… Animalitos de pelo corto e ideas aún más cortas. Vamos a ver, pensemos, busquemos un sitio mejor para el refocile pecaminoso…¡Eureka! ¡Ya lo tengo! … ¡La cama de mi habitación, de mi dormitorio!

Aquello ya fue demasiado para mí. Sí, todos los Paraísos a que antes llegara no eran nada comparados con el que entonces me encontraba, al que por finales ella, Carmeli, mi Carmeli por fin, me había transportado. ¡Me amaba! ¡Carmeli por fin me amaba, me amaba y deseaba como yo la amaba y deseaba a ella.

Me lancé de nuevo a ella, a su cintura que volví a estrechar entre mis brazos, a su boca que me la comía, que nos comíamos mutuamente, a sus senos que descubrí desabrochando los botones de su blusa al tiempo que ella, manos atrás y subiéndose los faldones de la blusa, soltaba los enganches del sujetador para que esos dos odres de vino y miel, de divina ambrosía de Dioses, quedaran sueltos y al alcance de mis manos, de mis labios golosos de aquellas frutas del Paraíso. Luego mis manos bajaron y subieron su falda, ladearon las bragas a un lado y acariciaron en directo su divina gruta del placer. Ella, cuando sintió mis manos por allá abajo, abrió sus piernas, sus muslos de ensueño, para facilitarme el camino y, cuando me sintió casi dentro de ella, cerró esos muslos de Venus de Milo, aprisionando entre ellos mi mano, mientras suspiraba, jadeaba, se quejaba, pero no de dolor precisamente… Sus labios, su lengua, sus dientes, su boca en suma llegaron, todos a una, al paroxismo del “morreo” que finalmente se convirtió en el paroxismo de morder, morder, morder… Las más dulces mordeduras que jamás hubiera sufrido hasta entonces, pero que hoy puedo decir que por siempre hasta ahora se han reproducido “ad líbitum”, siempre iguales, al tiempo que siempre distintas, pues ella, Carmeli, sí que es una mujer distinta, única, todo amor en ella pero también todo pasión, todo fuego que te devora y consume cada noche que, desde aquella del 6 de Septiembre de 1988, han seguido y en las que nuestro amor se ha hecho bendita realidad en todas y cada una de ellas, porque su ardor, su incombustible deseo de amar y ser amada vence todos los cansancios, todo paso del tiempo. Hasta la diabetes se rinde a sus desvelos amorosos… Y si alguna vez mi “herramienta” tercamente se negó a cumplir su misión eréctil, aceptemos las más horrendas verdades, pues haberlas veces húbolas, ella, con la mayor naturalidad y candor, dice que para esas veces, no tan frecuentes de todas formas, están las manitas, la boquita y la lengüita acariciadora de divinas intimidades femeninas… Y es que todo puede arreglarse en esta vida si hay un poquito de buena voluntad por ambas partes…   

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El filtro de amor

La puta del barrio

CALLE MAYOR.- Capítulo 1º

CALLE MAYOR. Capítulo 2º

HISTORIA DE VERO. Capítulo 3º

HISTORIA DE VERO. Capítulo 2º

HISTORIA DE VERO. Capítulo 1º

Despedida

Poema amoroso

AMAR EN EL INVIERNO DE LA VIDA. Capítulo 1º

AMAR EN EL INVIERNO DE LA VIDA. Capítulo 2º

Cuento de d. alfonso el bueno” y la archiduquesa 3

Cuento de d. alfonso el bueno” y la archiduquesa 1

Cuento de d. alfonso el bueno” y la archiduquesa 2

AELA.- Capítulo 3º

ADELA.- Capítulo 2º

ADELA.- Capítulo 1º

Mal de amores...a mis años...

Canción

Un ramito de violetas

Desayunando

La buena educación

JUGANDO AL GATO Y EL RATÓN. Capítulo 3º

JUGANDO AL GATO Y EL RATÓN. Capítulo 4º

JUGANDO AL GATO Y EL RATÓN. Capítulo 2º

Jugando al gato y el ratón

La chica del parque

Historia de dos mujeres.- capítulo 4º

Historia de dos mujeres.- capítulo 3º

Historia de dos mujeres

Historia de dos mujeres.- capítulo 2º

¡ay, morita!

Euterpe y tauro

Pretty woman

Ángélica

La casa de las chivas

Mi amada prima

Nos habíamos odiado tanto

D o ñ a s o l e

Carmeli

J u n c a l

La segunda oportunidad.

La primera vez de curro “el patas”

El matrimonio de d. pablo meneses. capítulo 2º

El matrimonio de d. pablo meneses.- capítulo 3º

El matrimonio de d. pablo meneses. capítulo 1º

Pepita jimenez

Romance en caló

Romance en caló.- capítulo 2

Hanna müller.- capítulo 2º

Hanna müller.- capítulo iº

Don ismael y la madre de paco

El destino es caprichoso

El cabo fritz lange

Historia de un idiota

Porque te vi llorar

La tía tula

En busca de sus orígenes

Unos años en el infierno.- capítulo 1º

Unos años en el infierno.- capítulo ii

El patito feo

Cuando mario embarazó a claudia

Tio juan

Entre el infierno y el paraiso

Una historia de amor y chat

Mi historia con gabi

RIBERAS DEL DONETZ.- Capítulo 3º y Ultimo

RIBERAS DEL DONETZ.- Capítulo 2

RIBERAS DEL DONETZ.- Capítulo 1

Primavera en otoño

ARRABALES DE LENINGRADO.- Capítulo 2

ARRABALES DE LENINGRADO.- Capítulo 1

JUGANDO AL GATO Y AL RATÓN.-Capítulo 4

JUGANDO AL GATO Y AL RATÓN.- Capítulo 1º

JUGANDO AL GATO Y AL RATÓN.- Capítulo 3

JUGANDO AL GATO Y AL RATON.- Capítulo 2

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD.- Capítulo 1

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD.- Capítulo 2.-

La segunda oportunidad

¿amar? ¿no amar?

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 4

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 3

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capìtulo 2

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 1

El futuro vino del pasado

¡Mi hermana, mi mujer, ufff!.- Epílogo. Versión 2

Madriles

La fuerza del amor

El reencuentro - Capítulo 4

El reencuentro - Capítulo 3

El reencuentro - Capítulo 1

El reencuentro - Capítulo 2

Gane a mi mujer en una apuesta

Mi hermana, mi mujer, ufff!.- autor onibatso

Mi hermana, mi esposa ¡Uff!.- Epílogo a cargo de

LIDA.- Capítulo 1º

L I D A . - Capítulo 2

LIDA.- Capítulo 3

LIDA.- Capítulo 4 y último