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Tio juan

en Erotismo y Amor

TIO JUAN

 

Juan Y Miguel eran casi de la misma edad, pues el primero era sólo un año menor que el segundo, y amigos desde los cinco-seis años, cuando se conocieron en el parvulario del colegio “María Auxiliadora” que las monjas salesianas tenían y aún hoy día mantienen en la madrileña calle de Villaamil.

Desde un primer momento los dos se hicieron amigos íntimos, vamos, uña y carne como suele decirse, amistad que mantuvieron a lo largo de toda su vida, pues la verdad es que antes que ser igualados en el carácter eran de caracteres complementarios, de forma que en lo que uno era deficitario el otro resultaba excedentario, con lo que ambos se apoyaban mutuamente de forma que juntos formaban una personalidad perfecta. Vamos, que si fueran hermanos gemelos no se compenetrarían mejor.

Y es que, siendo ambos excelentes personas, Juan resultaba ser tranquilo y reflexivo, pensando y sopesando mucho las cosas, en tanto Miguel era inquieto e irreflexivo. Así, que la colaboración entre ambos amigos fue fructífera. En su niñez y adolescencia, en la Institución “Virgen de la Paloma”, hoy Instituto Politécnico “Virgen de la Paloma”, aprendieron Electricidad y Electrónica y allá por sus veinte y no muchos años montaron un taller donde reparaban los aparatos eléctricos y electrónicos de entonces, radios, hornillos, estufas...

No les iba mal, pero cuando a mediados-fines de los sesenta empezó a hacerse popular la televisión, Juan dijo a su amigo que ahí estaba la electrónica del futuro, en las nuevas generaciones de sistemas electrónicos y el taller cambió para especializarse en este nuevo campo de la electrónica,  al asumir también la reparación de aquellos primitivos televisores que funcionaban a válvulas, lámparas que se decía, unos artefactos grandes, del tamaño de un actual botellín de cerveza; luego, cuando surgió la revolución del chip-microchip en la electrónica en general, la empresa de Juan y Miguel abandona definitivamente el campo de la pequeña electricidad para sumergirse de lleno en las nuevas tecnologías de la electrónica más avanzada, todo ello fundamentado en el empuje intelectual de Juan que en tiempo record se hace experto en la más moderna tecnología a base de estudiar mucho y bien.

Así que esa empresa, que comenzó en un pequeño taller para dar trabajo y sustento a ellos dos, Juan y Miguel, Miguel y Juan, pues entre ellos siempre funcionó a la perfección lo del “Tanto Monta, Monta Tanto”, pasó a ser una empresa de tamaño más que mediano que empleaba a cientos de familias, pues empleaba varios cientos de personas, desde ingenieros y altos técnicos hasta obreros de taller, pasando por administrativos/as de oficinas e, incluso, vendedores, pues Juan y Miguel lograron no sólo el Servicio Oficial Postventa de varias empresas del sector, tanto de la línea marrón, audiovisuales, como de la línea blanca, electrodomésticos, o, conjuntamente, de las dos líneas mediante canales diferentes, sino que también la representación, distribución y venta de sus manufacturados, con lo que la empresa de Miguel y Juan, Juan y Miguel, se desdobló a su vez en Departamentos o Divisiones, para atender los Servicios Técnicos de Reparaciones Postventa, como la distribución y venta directa de los productos representados.

Juan era el incuestionable director técnico y administrativo del “Holding”, en tanto Miguel se encargaba de la Dirección Comercial y de las Relaciones Públicas. Juan era la parte prudente y minuciosa del negocio, administrando especialmente los dineros de la empresa, o mejor, del grupo de empresas, sopesándolo todo, midiéndolo todo, contándolo y aquilatándolo todo; Miguel, en cambio, era la parte emprendedora del negocio, la que le daba iniciativa, la necesaria audacia que le hiciera prosperar. Miguel proponía las ideas de expansión y Juan las estudiaba, sopesaba y daba forma de manera que los riesgos, siempre inherentes en el progreso y expansión de una empresa, resultaran calculados evitando así los grandes desastres económicos.   

La vida privada entre ambos amigos se fue cerrando más y más, hasta reducirse al ámbito familiar de Miguel, donde Juan casi se integró, junto al esencial núcleo familiar Miguel, su esposa Paloma y su hija, ya que Juan nunca se casó, nunca mantuvo ninguna relación con mujer alguna.

Y es que Juan era un tímido semi patológico, especialmente ante las “nenas”. Prendarse de una sílfide y poner “pies en polvorosa” era todo uno, pues prefería ni siquiera intentar “algo” con la “nena”, abandonando así el campo a cualquier posible contrincante, a sufrir el desengaño de unas monumentales “calabazas”, dándose pues por vencido de antemano, sin intentar luchar por lo que quería.

Y eso, el quedarse solo Juan al centrarse Miguel en el trabajo y  su familia, facilitó que Juan se incardinara más y más en el núcleo familiar de Miguel en busca de compañía; de calor familiar, ya que muy pronto quedó huérfano de ambos progenitores. En fin, que su vida transcurría entre el trabajo conjunto con su amigo y frecuentar tan pronto tenía un minuto libre el hogar de Miguel, con lo que la amistad que trabó con la señora de la casa, Paloma, la guardiana de aquel hogar, se hizo casi tan fuerte como la que le unía al cabeza de familia. En la práctica Juan llegó a ser un miembro más de aquella familia, de quienes sólo se separaba para irse a dormir a su mínimo apartamento.

Miguel se había casado por el “sindicato de las prisas” cuando apenas llevaría cinco o seis meses en la “mili” pues su novia iba “p’alante” con su incipiente barriguita y en aquellos tiempos y ante tales casos la fulminante boda era lo único decente que al “romeo” le cabía. Pero aquí habrá que aclarar que para Miguel y su “detalle” aquello sólo significó que su meta soñada, casarse y poder disfrutar de su amor tranquilamente y no a salto de mata, gracias sean dadas a Dios, se adelantó en unos cuantos años.

En fin, que de ahí devino que sin cumplir Miguel los 23 años era padre de una hermosísima niña y Juan, sin cumplir los 22, el tío por adopción de esa niña y el padrino que la sacó de la pila bautismal. Porque desde que naciera la pequeña Juana, llamada así en honor a su padrino, no sólo a su padre se le caía la baba con ella, sino que también al padrino le ocurría lo mismo.

Entonces fue cuando Juan se casi incrustó en la familia de Miguel, pues su ahijada le traía loquito. Ayudaba a la mujer de Miguel, a su hermana como él decía, en cuanto podía y se relacionara con la pequeña, por lo que no era raro que él lavara, a mano, los “picos” llenos de caquita de la nena y cosas por el estilo. También, cuando la nena ya andaba, si bien que vacilante, la cargaba a sus espaldas corriendo así con ella, que se desternillaba de risa, como se ponía a cuatro patas para servir de caballo a su más que querida ahijada

Cuando la cría llegó a sus cinco, seis añitos, Juan era su sempiterno compañero de juegos, y luego, cuando Juana llegó a sus doce, trece, catorce años, Juan fue el confidente al que la casi niña, casi adolescente, contaba sus cosas: Las riñas con las compañeras del “cole”, incluso con las amigas a veces. Y luego, a los quince, dieciséis y diecisiete años, los primeros devaneos con chicos. Sus primeros enamoramientos y sus primeros males de amores. Y es que Juan, el tío Juan como habitualmente todo el mundo le llamaba en aquella casa, con lo que a veces Juan hasta se lo creía, era, sin lugar a dudas, el mejor amigo de Juana; hasta su ser más querido, luego de sus padres.

Pero a partir de que ella alcanzara los diecinueve y aún más cuando llegó a sus veinte años, las relaciones con “tío Juan” fueron variando, pues él se volvió cada día más huraño, regañándola a cada momento. Todo en Juana empezó a parecerle mal y por todo acababa riñéndola. Que si vuelves cuando quieres al salir de “marcha” con tus amigotes, amigotas; que si tus amigas me parecen unas zorras y tú vas a acabar por el mismo camino; que si tus ”novietes” no son sino un atajo de “chulos de zorras”, que si ándate con cuidado, que si eso no debes hacerlo, que si debes reservarte para el hombre de tu vida…

Juana en un principio se quedó descolocada pues aquella persona tenía muy poco que ver con el “tío Juan” de siempre, su padrino de tiempos no tan lejanos. El que fuera su consejero, su defensor a ultranza ante los envites de sus padres, de su madre sobre todo; su paño de lágrimas siempre que necesitó un hombro en que apoyarse, un pecho en el cual volcar sus desdichas, más o menos graves, más o menos inanes. Y claro, al desconcierto de un principio le siguió un verdadero enfado… “Pero… ¿Qué se había creído ese cretino?... Por muy padrino suyo que fuera, por mucho que de siempre le llamara “tío”, en verdad nada de ella era … ¿Con qué derecho se metía en su vida?...”

Pero sucedió que aquellas críticas, aquellos regaños, fueron cesando poco a poco, día a día, mes a mes, año a año para ser sustituidas por el simple silencio, el distanciamiento, el ostensible evitar encontrarse con ella. Hasta sus visitas a aquella casa que más fuera la suya que aquella en la que, oficialmente al menos, residía y, desde luego, cada día dormía

Mas esa nueva actitud que Juan adoptaba ahora con ella, a Juana la desquiciaba más aún que las antiguas críticas  y regañinas porque, se mirara como se mirase, desde siempre Juan había sido, era, el ser más querido para ella, después de su padre y su madre, claro. Y le dolía; le dolía mucho esa nueva actitud de él. Esa especie de despego, de desprecio; muchas veces de auténtica rabia hacia ella. No, no entendía aquello… Y, vamos a ver, ¿Qué le había hecho ella para ese cambio de actitud?

Así llegó un día, cuando Juana andaba ya al filo de los veintidós años, en que la muchacha anunció en casa que llevaba un tiempo saliendo con un chico; que la cosa entre los dos iba muy en serio pues los dos tenían ya del todo claro que esa relación acabaría en boda. Vamos, que eran novios formales; que a ella ya la conocían los padres de él, que ella entraba en la casa del novio con regularidad y la consideraban como lo que era, la novia de su hijo y, quería, que sus padres también le conocieran a él, que le recibieran en casa y le consideraran a él como lo que también era, el novio formal de su hija, su futuro yerno

Al parecer él era un buen chico; serio y formal, trabajador y, sobre todo, que de verdad la quería y ella, de verdad, le quería a él. Ello llevó a que un par de domingos después la familia recibiera en casa a Julio, el novio de la princesita de aquél hogar. Fue algo antes de media tarde, esa hora en que ya no es la del café pero tampoco lo era para merendar, lo que permitiría charlar un poquito antes de que Paloma sirviera el café con leche más las pastas y dulces que para la ocasión comprara y una copa de buen coñac para los tres caballeros, Julio, el novio de la muchacha, Miguel, su padre, y Juan, un buen amigo de la familia y padrino de pila de la chica como Miguel lo presentó a Julio.

La tarde transcurrió animada, en franca conversación entre Julio, Juana y los padres de ella. Juan, en cambio, estuvo serio como un palo. No participó en la conversación excepto cuando directamente se dirigían a él para, bastante antes de lo normal en él, disculparse y marcharse antes incluso que Julio, el novio de Juana.

Al día siguiente Miguel le afeó su conducta del día anterior, pues había dado la impresión de que él, Juan, tenía algo contra el novio de la chica, de su ahijada. Según Miguel, él se había conducido con Julio hasta groseramente. También aprovechó para hablarle de lo que su hija últimamente venía diciendo a sus padres respecto al cambio de talante de Juan hacia la muchacha. Miguel no entendía el por qué del comportamiento actual de su viejo amigo, tan diferente del que antes mostrara; del que de siempre había mostrado.  

En honor a la verdad habrá que reconocer que Juan no es que despreciara a Julio, el novio de Juana, sino que le aborrecía cordialmente; como antes había aborrecido con toda su alma a cuantos chavales habían disfrutado de la atención o la simple compañía de su ahijada.

¿Qué le había pasado a Juan para ser lo que entonces era? Esta era una cuestión que, al principio, él mismo se había planteado cuando la rabia del momento había pasado. El por qué, inexplicablemente, había empezado a surgir en él tal actitud, cuando antes se tomaba a broma las confidencias que la muchacha le hacía respecto a sus primeros devaneos semi eróticos, respecto a sus primeros y efímeros enamoramientos, respecto a sus primigenios males de amores

Estas primeras disquisiciones no duraron mucho tiempo, pues para entonces hacía tiempo que ya no se planteaba porque la cruel respuesta, por fin, la había afrontado y asumido. Sencillamente, se había enamorado de aquella chiquilla. De la niña que casi vio nacer; la niña cuyos pañales lavó a mano en un tiempo; la niña que cargara a sus espaldas, haciendo el caballito, para que ella riera alborozada… La niña con la que gustaba jugar, que defendía cada vez que el panorama familiar se tornaba tormentoso para ella… La niña que él consolaba, de la que él se constituyó en paño de lágrimas para sus infantiles penas… La antes niña y ahora mujer que bien sabía le quería casi, casi que como a un padre…  

Cuándo, cómo pudo ser, no lo sabía… Ni se había enterado de nada hasta que, en franco proyecto de mujer espléndida cundo no en realidad de espléndida mujer, a los dieciocho-diecinueve años de Juana, comenzaron los pinchazos desagradables y el cabreo inexplicable cada vez que la veía arreglarse para salir con el mancebo de turno, pinchazos que progresivamente fueron variando a dardos de dolor, de celos, que no le permitían vivir en paz… Que le amargaban la vida, haciéndosela inaguantable.

Si hubiera sido amigo de la lírica de D. Francisco de Quevedo y Villegas, seguro que se habría visto a sí mismo en una estrofa de uno de sus sonetos Satíricos y Burlescos:      Y a tanto vino a llegar

La adversidad de mi estrella

Que me inclinó a que adorara

Con mi humildad tu soberbia

Claro que, en vez de lo de “Con mi humildad tu soberbia” habría dicho “Con mis canas tus veintiún años”, por más que la métrica no concuerde     

Por una vez no se impuso su primitivo impulso de apartarse, huir de toda chica, de toda mujer, por la que con más o menos ardor, se interesara. Ni eso podía hacer, pues ella le era tan necesaria como el aire para respirar, a pesar de todos los pesares; a pesar de los celos, los cabreos… Escuchar su risa franca, espontánea, fresca cual brisa mañanera de cálida primavera, cuando el sol empieza a calentar lo suficiente para sacar del cuerpo el gélido helor invernal recién aventado le era imprescindible para poder seguir vivo…

No, no podía renunciar a eso; ni siquiera a poderla ver cada día, aunque tales días fueran espaciándose cada vez más, hasta mediar incluso alguna semana que otra entre visita y visita a esa casa que era casi que la suya propia…

Y conste que pensar en “tomar el dos”, como antaño habitualmente hiciera, sí que se le pasó por la cabeza tan pronto como fue consciente de la pasión que Juana levantara en todo su ser… Pero esta vez no fue capaz de hacer realidad su impulso… No podía… No le era posible… Eso era superior a sus fuerzas… Hasta que un día sus celos y dolor en el alma fue tan horrendo que le impulsó a poner tierra por medio entre Juana y él, so pena de suicidarse.

Fue una tarde-noche cualquiera del incipiente estío de aquel año en que Juana alcanzó sus veintiún años y Juan los cuarenta y tres. El regresaba a casa, entre las nueve y las diez de aquella tarde noche, desde las oficinas del negocio. Venía paseando más que andando y, por causa de uno de tantos caprichos del destino, la vida  o lo que sea, venía por una calle que casi nunca tomaba; una calle estrecha, de dirección única y angostas e irregulares  aceras, con las viejas baldosas del piso saltadas a cachos por aquí y por allá, amén de casi a oscuras pues sólo la alumbraban mortecinas y antañonas farolas casi que del año que reinaba “Carolo”, como en los años jóvenes de Juan solía decirse, por la leyenda que aparece en el frontis de la Puerta de Alcalá, “REGE CAROLUS III”.

Como decía, Juan paseaba más distraído que otra cosa, barbeando los coches estacionados a su izquierda, sin prestar atención a ninguno de ellos y ensimismado en sus propios pensamientos; entonces, de improviso, unos entre grititos y murmullos trabó su atención por un momento. Eran sonidos femeninos procedentes del coche junto al cual pasaba; sonidos muy peculiares, pues eran los suspiros y jadeos propios de una pareja rendida al placer sexual, en pleno apogeo de éste.

De forma instantánea, sin premeditación, en instintiva reacción al interés prendido, dirigió la vista al automóvil aparcado junto a él, y a la mortecina luz reinante en el interior del coche presenció una escena que le heló la sangre en las venas. En el asiento de atrás del coche una joven, más recostada que sentada, con la blusa abierta por delante mantenía sus senos enteramente al aire, en tanto manos, lengua, labios masculinos los acariciaban, besaban, lamían, chupaban. Casi encima de la muchacha, un joven con los pantalones por los tobillos, empujaba briosamente, adelante/atrás, adelante/atrás, al tiempo que bramaba a todo bramar. La joven, con las piernas atenazando las del muchacho, suspiraba, jadeaba y casi también gritaba de puro placer sexual.

La escena en sí no tenía por qué haber impactado o impresionado a Juan, pero es que al primer vistazo que echó al interior del coche, en la joven reconoció a Juana y en el joven a su novio, a Julio, y al instante de reconocerlos se desató el helor en la sangre, la crispación en rostro y manos, los lagrimones en sus ojos… En fin, toda una constelación de penurias del alma, rota por entero. Quedó allí, quieto, clavado, preso en la impresión que acababa de sufrir… Incapaz de irse, incapaz de tomar decisión o iniciativa alguna.

Quedó anclado en aquel terrible momento, como si viviera un terrible y estático presente, sin futuro ni pasado posible. Un eterno tiempo presente transido de dolor inenarrable, en el que no tenía más opción que esa, ser espectador obligado de esa escena que le rompía el corazón pero ante la cual no podía hacer nada, ni siquiera volverle la espalda pues era incapaz de razonar, de sentir otra cosa más que un inmenso dolor en su alma, marchita ya de tiempo atrás.

Juana permanecía con los ojos cerrados y el placer que gozaba reflejado en su rostro. En uno de esos instantes, entreabrió algo los ojos, un tanto vidriosos dadas las sensaciones del momento. Pero nada de eso fue bastante para no apreciar la imagen de un hombre que les miraba fijamente, a ella y su novio “metidos en harina”; abrió algo más los ojos y se le acabaron de abrir como platos, pues en aquél “mirón” acababa de reconocer al “tío” Juan.

Casi que milagrosamente, la luz de la luna iluminaba en toda su plenitud el rostro del hombre, por lo que, en cuestión de segundos, ella apreció con todo detalle ese rostro desencajado, crispado por el dolor y la rabia; los brazos cayendo por los lados del cuerpo, como inertes a excepción de las manos, cerradas en sendos puños, tan apretados que parecían hundirse en la palma de las manos las uñas de los dedos. Y los lagrimones como puños que se deslizan por las masculinas mejillas…

Al momento Juana se deshizo de Julio de un empellón que le lanza al suelo del auto. Por un instante, unas décimas de segundo quizás, las retinas de Juan recogen la imagen que en el momento en que Julio cae al suelo se crea: Julio en el suelo, boca arriba y con su miembro erecto en todo su esplendor, brillante por los íntimos fluidos femeninos que se agolpan en la vagina de Juana, expuesta durante esas décimas de segundo a la pública contemplación, más bien ahormada que abierta por el masculino miembro que acaba de abandonarla, y en medio de la negra pelambre del pubis, rezumando esos mismos fluidos íntimos femeninos, tal vez mezclados con el líquido pre seminal masculino que así mismo chorrea desde el glande hasta el pubis masculino.

Ante esta imagen de menos de un segundo, Juan se da la vuelta y, a todo correr, marcha hacia su casa mientras Juana se lanzó sobre el asiento de delante, el que queda entre el del conductor y la acera, lo lanza hacia adelante precipitándose sobre la portezuela para a través de ella pisar la acera al tiempo que gritaba

  • ¡Espera Juan, no te marches!... ¡Espérame…! ¡Deja que te hable, que te explique!...

Juan no se esperó, sino que arreció el paso, corriendo a cuanta velocidad sus piernas y pulmones le permitían, trompicándose a veces y siempre llorando, sollozando con lagrimones como puños.

Juana intentó alcanzarle, lanzándose también a correr, pero trastabilló, se le rompió el tacón del zapato y dio con su cuerpo en tierra, de bruces y llevándose las rodillas la carga del aterrizaje sobre las duras y rotas baldosas de la acera.

Desde el suelo y llorando también ella a lágrima viva, Juana vio desaparecer hacia el final de la calle a Juan, que de ella se alejaba sordo a su llamado, a sus súplicas incluso.

A todo eso, Julio había logrado recomponerse un poco para llegarse hasta su novia. La tomó de la cintura para ayudarla a levantarse, pero cuando la muchacha quiso poner ambos pies en el suelo para en ellos apoyarse, la pierna derecha le falló pues el dolor que de esa rodilla le llegó al cerebro hizo imposible mantenerse sobre tal pierna, con lo que Julio debió ayudarla a llegar al coche para, a continuación, salir despendolado hacia el servicio de urgencia más próximo, donde Juana fue asistida de una luxación de rodilla, fruto directo del duro encontronazo sufrido contra la acera.

Al día siguiente, sobre las nueve de la mañana, le despertó el ring-ring del teléfono. Era Miguel, alarmado de que aún no hubiera llagado a la empresa. Se disculpó con que anoche anduvo de copas y se pasó un pelín. Que no se encontraba bien y, lo más seguro, ese día no iría a trabajar.

Claro está, eso no era cierto, pues la verdad es que no pudo dormir apenas, pues casi amanecía cuando, por fin, pudo conciliar el sueño. Se levantó, se duchó y se afeitó. De la máquina de escribir sacó un documento escrito la noche anterior, poco antes de conseguir dormirse; le metió en una carpeta, tomó un par de bolsas de viaje, también preparadas la noche anterior, y salió a la calle. Con el coche fue a la notaría de la que eran clientes habituales. Allí formalizó unos documentos que guardó en la carpeta donde antes pusiera el escrito y abandonó el despacho notarial.

Hacia el medio día, sobre las catorce horas, aparcó ante el edificio que ubicaba las oficinas de la empresa, uno de esos de oficinas en alquiler para empresas, y subió a la planta donde estaban las de ellos. Como esperaba, las oficinas estaban casi desiertas pues era la hora del almuerzo del personal, de Miguel y él mismo también, y en el despacho de ellos dejó la carpeta con el escrito privado y los documentos firmados en la notaria, tras lo cual regresó al coche y salió a la carretera

Condujo buena parte de la tarde hasta alcanzar un pequeño pueblo abulense del valle de Ambles, al abrigo de la sierra de Ávila y a menos de treinta kilómetros de la capital de la provincia. De allí, de ese valle, él era oriundo, pues de allí procedía tanto su familia paterna como la materna; la materna del mismo lugar al que arribara, un pueblo pequeño, pues su población apenas superaba las quinientas personas, pero para los lugareños del entorno su capitaleja, ya que la mayoría de los villorrios circundantes, pequeñísimas aldeas todos ellos, no pasarían de los doscientos vecinos, cifra a la que no tantos llegaban. De una aldea que apenas pasaría de los cien habitantes, a unos cuatro o cinco kilómetros de la “capitaleja”, era su padre.

Ambas familias emigraros a Madrid a mediados más o menos de los años veinte, atraídos los patriarcas de cada una, los abuelos paterno y materno de Juan, por el boom que supuso la ampliación de la red del metro madrileño, entre 1924 y 1929 (1), de cuya emigración derivó el matrimonio de los padres de Juan, que ya nacería madrileño.

Juan había vuelto allí, a sus ancestrales lugares de origen, para encontrarse a sí mismo, pues la noche anterior, tras lo que vio, había llegado a la conclusión de que su vida había sido un continuado error, pues allí estaba él, en aquel apartamento madrileño, más solo que la una. ¿Por qué había tenido que ser como había sido? ¿Por qué no haber, al menos, tratado de disfrutar del amor de una mujer? Del cariño y la compañía amable de una mujer; de la felicidad de ser padre… O… ¿Es que acaso los lazos de una gran amistad, como la que le unía a Miguel, a Paloma, su esposa, podían suplir a la propia esposa, a los propios hijos?

Y la jugada del destino, al final, había resultado mucho más sarcástica, grotesca y, sobre todo cruel, al hacer que se acabara enamorando de una cría que había visto nacer y, en muchos aspectos, querido y considerado como a verdadera hija suya… Sí, aquello había sido la guinda a una vida sin norte; una vida de sucesivas retiradas, sucesivas y cobardes huídas.

También habría que tener en cuenta que la situación personal de Juan peor no podía ser, desorientado, desencantado, amargado… Sin norte ni objetivo en su vida, pensaba que más le valiera acabar de una vez en las vías del metro o de un tren de cercanías.

Pero eso no podía ser, pues ni valor para hacerlo tenía. Luego la mejor solución que encontró fue esa, romper con todo su pasado y poner tierra por medio entre él y esa mujer joven que le robó el sentido, el pensamiento… La razón en suma. Y para eso estaba allí; para eso había ido allí, a aquel lugar casi ignoto, casi perdido en mitad de la tierra. A rehacerse, serenarse, tranquilizarse… Y empezar una vida nueva a partir de cero.

Nada más llegar Juan preguntó por la que fuera casa de sus padres allí, heredada por su madre de sus abuelos y donde de niño y casi adolescente pasara parte del verano. La encontró y abrió la puerta con la enorme llave que recibiera de su madre y guardara hasta entonces, sin usar. La casa, de dos plantas con corral y establos posteriores, le pareció por dentro más pequeña que antaño le pareciera. Su estado era deplorable, casi en ruinas, con la techumbre en no pocos puntos derruida sobre el suelo, pero de todas formas desempolvó una cama de una de las habitaciones del piso alto y allí se acostó, vestido, esa noche.

Lo primero que Juan desde entonces hizo fue rehabilitar su vieja casa. La planta baja la dejó diáfana a excepción de un pequeño aseo al fondo, en tanto que en la planta alta construyó cocina, salón, dormitorio y baño. Del corral y los establos hizo patio, con su emparrado para el verano, y garaje

Su idea de futuro era montar allí un pequeño taller de electricidad y electrónica de cara a las gentes de aquellos contornos. Para ello llevó consigo algo más del millón de pesetas de los tres y pico que a lo largo de los últimos quince-veinte años lograra ahorrar. Luego hizo traspasar a la cuenta que allí abrió casi dos millones más de pesetas, pues en su cuenta de Madrid sólo dejó medio millón. Así que con ese dinero afrontó la reforma de su casa y la instalación del taller, haciendo traer de Madrid el equipo y herramienta necesarios. Por fin, el taller quedó instalado en aquella planta baja de su casa que dejara diáfana, con el pequeño servicio al fondo por si fuera necesario.

El tiempo fue pasando, lento, tranquilo, y Juan, poco a poco, se iba amoldando a esa nueva vida. A la monotonía del transcurrir de los días, uno a uno, y siempre iguales. Eso del hoy igual que ayer y ayer igual que antes de ayer… Hasta que llegó aquél día

Llevaría allí Juan algo más de dos meses y no llegaría a uno que el taller empezara a funcionar. Cuando la escuchó no necesitó alzar la cabeza para saber quién era. Como en aquella noche famosa, la sangre se le heló en las venas al escucharla y un ramalazo eléctrico le recorrió el cuerpo

  • Hola Juan

El, por fin, alzó la vista. Una vez más, se le hizo que Juana estaba espléndida… Más, si cabe, que meses atrás.

  • ¿Qué?... ¿Qué haces aquí?... ¿Cómo me has encontrado?... ¡Vete Juana!... ¡Vete!... ¡Vete con tu novio!... Es con él con quien debes estar… No aquí…
  • ¡Para, para Juan! Deja preguntas y respuestas para luego, que vengo cansada, sedienta y hambrienta.

De un empujón retiró a Juan de delante de ella y entró en el taller, dejando la maleta que traía en el suelo, junto a la puerta de entrada. Ya dentro del taller su mirada se fijó en la escalera que, mirando hacia la derecha, se adosaba a la pared.

  • Vives arriba ¿verdad?

Juana no esperó confirmación a ello; simplemente se encaminó resuelta a la escalera al tiempo que añadía

  • Anda Juan, sé bueno y súbeme la maleta. De verdad que vengo cansadísima, agotada…

Juan, obediente como un corderito, hizo cuanto aquella para él una cría le indicaba. Había vuelto a pasar. En un segundo le había desarmado y dominado. De nuevo, ella se apoderaba en un segundo de su voluntad

Llegaron directamente al salón donde desembocaba la escalera. Al momento Juana se fijó en la gran mampara que, por su espalda y hacia la izquierda, daba paso a una gran terraza abierta a la fachada de la casa, y se dirigió hacia allí para, abriendo la mampara, salir a la terraza. Juan dejó en el suelo, junto al sofá del tresillo, la maleta y siguió a Juana hasta detenerse en el lateral de la mampara, mirando, admirando más bien, el cuerpo de aquella jovencita que le robara el seso. Juana se quedó ensimismada contemplando el paisaje que se desplegaba ante ella…

  • Desde luego el lugar más bonito no puede ser… Y qué vistas… En verano esto debe ser fresco, ¿verdad?
  • Por experiencia no lo sé bien… Hace mucho que no venía… Casi que desde niño… Pero diría que sí… Bueno, durante el día creo que calor sí que puede hacer… Como en Madrid, desde luego, no… Pero a la noche creo que sí; que refresca y se duerme bien
  • Sí; es un sitio ideal para pasar unos días en verano…. Unos días… O unas semanas… O algún mes que otro… Me invitarías… ¿Verdad?...
  • ¡No! Sólo dispongo de una cama, la mía…
  • ¡Y para qué más! No pensarás que necesito dos camas para dormir…
  • ¡Pero!...
  • ¡No hay pero que valga!... Y dejemos esto, que ya te dije que tengo sed y estoy hambrienta… Haber, por dónde está la cocina…
  • No, no te molestes; ya, ya voy yo…
  • ¿Tú? ¡Habría que verte en la cocina!... Si todos los hombres sois un desastre, tú, con lo tonto y torpe que eres, mi querido Juan…

Con la energía que de siempre la caracterizara, ella no tardó en dejar atrás a Juan atravesando la primera la puerta a la que vió que él se dirigía y que, efectivamente, era la que daba acceso a la cocina, por lo que también tuvo claro Juana que la otra puerta que enfrente de ésta había en el salón, sin duda era la que llevaba a las habitaciones.

Desde que accedió a la cocina Juana empezó a actuar con toda autoridad, como si allí hubiera estado de toda la vida como dueña y señora no sólo de esa dependencia sino de la casa entera.

Al menos esa era la impresión que Juan tenía mientras la veía trajinar por la cocina… Mientras la veía buscar lo útiles necesarios por los muebles, altos y bajos, de la cocina; mientras la veía trastear por los cajones de esos muebles, sacando la cafetera y el café con que cargarla y ponerla al fuego. O cuando la vió sacar la bandeja de acero cromado y en ella disponer el servicio de mesa: Tazas y jarras, para el café y la leche, más el azucarero y las cucharillas…    

Lo que se le resistió un poco fue dar con la leche, ya que ella buscaba lo mismo que en casa, la botella o el tetrabrik. Juan entonces le mostró el hervidor de acero esmaltado con la leche, cosa antes tan normal y hoy algo casi prehistórico. Entonces supo Juana que allí la leche y los huevos no se compraban en la tienda pues la gente se autoabastecía de ambas cosas, ya que era rara la casa que no contara con su establo de vacas y su corral con gallinas. Así, la leche era recién ordeñada, por lo que era necesario hervirla, y de ahí tenerla en el hervidor. Pero la maravilla de Juana llegó cuando él le dijo que, a veces, cuando iba a comprar huevos a una casa no se podía traer, de momento, todos los que quería, pues las gallinas todavía no habían puesto los suficientes o éstos se habían agotado ya, por lo que tenía que esperar un rato hasta que las gallinas volvieran a poner. Eso era inimaginable para ella, chica de ciudad, de la gran urbe que es Madrid.

Al fin los dos abandonaron la cocina, Juan con un mantel, un par de servilletas y un cestillo con madalenas; Juana con la bandeja que preparara. Juan extendió el mantel, en cuatro dobleces pues la mesita de centro, donde lo pusieron, no daba para más y en él depositó las servilletas y el cestillo, en tanto Juana ponía la bandeja, distribuyendo el servicio de mesa que contenía. Sirvió en cada taza el café y la leche, endulzándolas ambas con azúcar; la de Juan con una cucharadita muy rasada y la suya con dos cucharadas más bien colmadas, pues de siempre había sido muy golosa en tanto a Juan, como buen fumador, lo muy dulce no le gustaba. Juana mojó una madalena en su café y Juan, a pesar de no tener hambre apenas, la imitó, pero con sólo un par de ellas, en tanto Juana se tomó casi la media docena. “Están buenísimas” le decía a él

  • Bueno Juan, pues voy a responder a tus preguntas de antes. Uno. He venido a buscarte y llevarte conmigo de vuelta a Madrid. Dos. Tu candidez te traicionó, pues cuando te marchaste no cancelaste la cuenta de Madrid y así llegó tu traspaso de fondos a un banco de este pueblo, luego aquí estabas. Por otra parte, y a lo que decías de que me fuera con mi novio, estás atrasado de noticias; Ya no tengo novio Juan; rompí con Julio a poco de tú marcharte…

Juan sintió un inmediato alivio en su interior. De todas formas, la curiosidad le hizo practicar la pregunta

  • ¿Y eso?…
  • A tiempo me di cuenta de que, realmente, no le quería. Así que rompí con él

Entonces Juana miró directamente a Juan. Con intensidad, una intensidad que le envolvió. De nuevo eso desarmó, desconcertó a Juan. La cara le empezó a arder y de nuevo, como antes, se sintió desvalido, inseguro. Aquella mujer que para él todavía era cari una chiquilla le intimidaba, le hacía perder la serenidad, la seguridad en sí mismo.

Juana siguió hablando, con los ojos fijos en él. Unos ojos que le empequeñecían más y más. Unos ojos que parecía le taladrasen hasta en lo más profundo de su mente hasta incluso poder leer, enterarse, de lo que más quería guardar para sí… De lo que más quería ocultar dentro de sí

  • ¿Por qué te fuiste Juan?... ¿Por qué nos abandonaste?... ¿Por qué huiste?...

A Juan el nudo que cerraba su garganta se le apretó más con lo que respirar  le empezó a costar un Potosí. Su rostro se le encendió hasta casi abrasarle las mejillas y sus manos y labios empezaron a temblequear más si cabe

  • Por… Por nada… Por nada de particular… Tonterías, cosas mías, ya sabes…
  • ¿Por qué me mientes Juan?... ¿Por qué no me dices la verdad?… ¡Atrévete Juan!... ¡Atrévete!... Aunque sólo sea por una vez, no seas cobarde Juan… ¡Dímelo Juan, dímelo!... Dime que me quieres, que me amas...

Juan no pudo más… Rojo como la grana, su corazón galopaba desbocado, sin posibilidades de ponerle freno y el ansia espasmódica le atenazaba el pecho sin casi permitirle respirar. Se levantó del sillón donde se sentara intentando huir de ella una vez más

  • Esto es una locura criatura… ¿De dónde sacas que yo esté enamorado de ti, que yo te?...

No pudo continuar pues también ella, Juana, se había levantado y le cerró el paso, le impidió la huida. Le tomó de ambas manos y le obligó a volver a sentarse donde antes estaba, acuclillándose ella frente a él

  •  Lo sé, Juan… Tú me lo dijiste sin palabras, con tu expresión, aquella noche, la víspera de marcharte, de huir de mí, cuando me viste como me viste… “Haciéndomelo” con Julio, mi novio por entonces. ¿Recuerdas? Tenía los ojos cerrados… Disfrutaba como una loca pues estaba a punto de venirme… Entonces abrí los ojos y te vi, te reconocí… Parecía milagroso… La luna iluminaba tu rostro de tal manera que parecía resplandecer a la luz del día… Se percibía hasta el más mínimo detalle de lo que tu rostro expresaba… Lo tenías desencajado, desfigurado por el dolor, la rabia, la desesperación, la amargura… Los celos… Eras la viva imagen de todo eso llevado a la enésima potencia…

Juan tenía hundida la cara entre sus manos y sollozaba quedamente, casi en silencio. Juana calló un momento para acariciarle, para acercar sus labios a la frente del hombre, a sus sienes, a su cuello… Hasta las manos de Juan recibieron la tierna caricia de los labios de ella. Entre tanto, las manos de Juana acariciaban el pelo, la nuca de Juan, pasando por pelo y nuca con indecible dulzura. Tras un momento así, la mujer siguió hablando

  • Entonces, cuando te vi, de un golpe lo supe todo, lo entendí todo. Tu despego hacia mí desde que alcancé los dieciocho-diecinueve años. Tus formas metiches, tus enfados, esa ira que de vez en cuando se apoderaba de ti. Supe que todo no habían sido sino celos… Celos terribles que te herían, te hacían daño; mucho daño… Celos porque me amabas, me querías como a mujer y no sólo como a la hija que desde que nací me consideraste, pues ese cariño limpio y sincero se había ido ampliando hasta fundirse con este otro amor de hombre que también me tienes, …

Juana volvió a callar, volvió a acariciar y besar a Juan otro diminuto momento, para casi de inmediato proseguir

  • Pero también supe otra cosa en aquél instante, pues, ¿sabes?, todo ese dolor, esa desesperación, esa amargura que en ti vi me atenazó el alma; me la partió al instante y todo, todo lo sentí, lo sufrí en mí misma, en mi carne, en mi espíritu, en mi sensibilidad, en mis sentimientos… En toda yo Juan… En toda yo… En todo mi ser… No podía verte sufrir así, porque ese sufrimiento tuyo era también mío, lo sentía en el alma… Y… ¿Sabes por qué? Porque también en ese momento supe que ese amor tuyo por mí, yo te lo correspondía amándote, queriéndote tal y como tú me amabas y querías a mí… Y ese sufrimiento tuyo yo te lo había causado; yo te lo venía causando desde que empezaste a separarte de mí, a enfadarte conmigo, sin razón ni motivo a mi entender… Desde que empezaste a amarme y, por tanto, a morirte de celos por mí

De nuevo callón Juana; con sus manos separó las de Juan del rostro masculino para ser las de ella, Jana, las que le tomaban, amantes, acariciadoras, por las mejillas… Los dedos de ella secaban los rastros de lágrimas que aún había en los ojos de él, y todavía surcaban, en sutiles regueros, casi invisibles, sus mejillas; los rastros de lágrimas que los labios y la lengua de Juana no habían logrado hacer desaparecer completamente, recogidos, sorbidos por la lengua y boca femenina que besaba y acariciaba esos masculino ojos.

  • Cuándo, cómo pasó; cuándo y cómo me enamoré de ti, no lo sé. Solo sé que entonces, cuando te vi así, supe que te quería… Que tú y nadie más eras el hombre de mi vida… El hombre junto al cual, de verdad, quería envejecer… Tú, el único hombre que sería padre de mis hijos… Verás. Cuando me empecé a abrir a la adolescencia, allá por mis catorce-quince años, cuando empecé a ver al género masculino con otros ojos, yo, como casi todas las adolescentes, por no decir todas, empecé a soñar con mi “Príncipe Azul”, es decir, mi ideal de “Hombre Perfecto”. Le creó mi imaginación que fijó en mi mente. A este ser más mítico que real le busqué en cuantos hombres… Bueno, chavales, mozalbetes como yo, tuvieron alguna relación conmigo. En principio, todos me parecieron que encajaban en ese perfil fijado en mi mente, pero luego me desengañaron todos… Todos, menos Julio, la verdad. Con él tuviste que aparecer tú ante mí aquella noche y bajo aquella estampa de genuino dolor para que fuera consciente de que tampoco Julio era mi “Príncipe Azul”. Porque, ¿sabes?, la imagen de ese mi ser mítico era etérea, no tenía forma ni rostro. Era un espíritu, casi un espíritu puro en el que lo único que había eran aspectos que no se pueden tocar, pesar, medir o contar. Eran valores morales, única y exclusivamente morales: Le quería hombre bueno y trabajador, atento y solícito conmigo, fiel y leal a mí hasta la exageración… Aquella noche, cuando te vi ante mí, estando yo como estaba, abierta de piernas para un hombre al que no quería, sentí vergüenza de mí misma… Me vi como una perdida… Una puta… Sí, una puta trotona… Y ¿sabes más?... Para mi desgracia, para mi absoluta vergüenza, la imagen de ese ser mítico archivada en mi mente, la imagen de aquel “Príncipe Azul” que mi adolescencia pergeñó apareció ante mí nítida, definida; dejó de ser etérea para tomar cuerpo, forma concreta de un cuerpo y un rostro masculino: TU, el original de la copia que buscara… Entonces, en ese momento supe que te quería, que te amaba… Que ya de adolescente, a mis catorce-quince años te elegí como compañero y hombre de mi vida… Como mi futuro marido y padre de cuántos hijos yo gestara a lo largo de mi vida. Por qué al ideal de HOMBRE que mi mente creó no le dio forma definida en tus formas y tu rostro, no lo sé… Puede que por conocerte desde que nací y crecer contigo siempre entre nosotros… Porque desde siempre habías sido para mí el “Tío Juan”…

Juan ya no lloraba, ya no sollozaba… La miraba como alelado, alucinado realmente por lo que oía… ¿Sería cierto todo eso? ¿Lo escuchaba en verdad o lo soñaba? ¿Sería verdad tanta dicha o sólo la imaginaba? Pero las caricias de Juana las sentía en su piel; sentía sus labios húmedos besarle, su lengua húmeda pasarle sobre la piel, lamiendo su cuello, sus oídos… La sentía juguetear en el orificio de su oreja mientras sus dientes mordisqueaban el lóbulo de su oído… Sí, debía ser cierto, ser verdad que cuanto escuchaba ella se lo estaba diciendo, a él, a Juan… Y le decía que le quería, que le amaba como él la quería y amaba a ella

Sus manos temblorosas habían ido a los botones que cerraban la blusa de ella. Intentó desabrocharlos pero no fue capaz; estaba demasiado tembloroso, demasiado nervioso para acertar, luego tiró por la calle de en medio arrancándoselos de dos fuertes tirones que hicieron saltar todos los botones, unos con el hilo que los mantenía cosidos a la blusa, otros con un trozo de la tela de la blusa al ceder la tela antes que el hilo

Desabrochó las presillas del sujetador que cayó al suelo por su propio peso y acarició, besó, lamió, chupo los divinos senos que surgieran tras liberarlos del sostén

  • Sí, mi amor, hazlo… Acaríciame, bésame, chúpame los pechos… Las tetas, querido mío… Disfruta de mí y hazme disfrutar de ti… Te quiero Juan; te quiero… Y te deseo, te deseo con toda mi alma… Mira mi cielo, mira como estoy

Juana se había subido la falda hasta la cintura, mostrando a Juan, libremente, la braguita-tanga que lucía… Que para él se pusiera… Se la bajó hasta los tobillos, tomó la mano de él y la dirigió hacia su pubis, hacia la maraña de vello ensortijado que allí había, hacia la entrada a su intimidad femenina

  • Mete la mano dentro de mí… La sacarás empapada… ¿Lo ves querido mío?

Y es que, efectivamente, mano y dedos Juan los retiraba enteramente mojados, embadurnados en los fluidos más íntimos de su amada.

Pero, la verdad es que Juan tampoco le andaba tan a la zaga a Juana, según ella misma pudo comprobar cuando, tras soltarle el botón que ceñía la cintura del pantalón a la propia cintura del hombre y bajarle la correspondiente cremallera, hundió su mano en las profundidades de su amado acariciando entonces una especie de híbrido entre espingarda árabe y lanza de caballería, que le hizo exclamar mientras se reía a carcajadas

  • ¡Pues tampoco tú andas mucho más sereno que yo, porque “esto” bien grande y duro que lo tienes!

Luego, le dijo a Juan  al oído

  • ¿Por qué seguimos perdiendo el tiempo aquí cariño mío? Los dos estamos igual, muriéndonos de ganas… Anda cielo, llévame al dormitorio, a la cama… A nuestro dormitorio, a nuestra cama…

La verdad es que a Juan la propuesta de Juana le pareció de lo más razonable, por lo que con rapidez se levantó, tomó de la mano a su ya, indudablemente, “Novia Formal” y echó a andar hacia la puerta que Juana intuía llevaría a las habitaciones, sólo que entonces la muchacha se soltó de la mano de su “Novio” y, lanzándose a correr, dijo

  • ¡El último, friega los platos después de comer!

FIN DEL RELATO

 

NOTAS AL TEXTO

  1. Entre 1924 y 1926 se construye e inaugura el primer tramo de la línea, Sol-Ventas; el ramal Ópera-Norte; el tramo de la línea 1 Sol-Vallecas y el tramo de la línea 2, Sol-Quevedo. Así, la red del Metro de Madrid pasa de los 3,6 km. en servicio al empezar 1924 a los 14,8 km. en servicio al finalizar 1926.

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