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UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 4

en Erotismo y Amor

UNA CRUZ EN SIBERIA

Capítulo 4

 

A hora indeterminada de la madrugada Abukov despertó. A su lado, Larissa Davidovna dormía plácidamente. Estaba enteramente desnuda y su cuerpo sin par aparecía ante él en todo su maravilloso esplendor, sin nada que lo cubriera en aquella noche de calor, pues las sábanas ni se sabe dónde fueron a parar tras la “dura refriega” de horas atrás. Víctor Yuvanovich admiró embelesado durante varios minutos ese cuerpo del que se había prendido para el resto de su vida. Luego, con extremado sigilo se inclinó sobre su rostro y depositó un ligero besó su mejilla. No quería despertarla, y por eso adoptaba todo tipo de precauciones. Su mirada siguió prendida de aquellas formas que le embriagaban más que de pasión, de ternura y amor inmenso. El amor impulsa a acariciar al ser querido, rozando con los labios la piel de su cuerpo. Eso  es, ni más menos, lo que Víctor Yuvanovich siguió haciendo, pues desde la mejilla de Larissa Davidovna los labios bajaron hasta los senos y, al tiempo que las manos masculinas rozaban tiernamente esas dos protuberancias que a él se le hacían pequeños odres de dulce miel, los labios seguían el ejemplo de las manos recorriendo en toda su extensión los divinos odres de miel.

Víctor Yuvanovich Abukov en aquella madrugada, de cuya hora no tenía ni repajolera idea pues eso le importaba menos que nada, era inmensamente feliz. Por primera vez en mucho tiempo, no es que estuviera tranquilo, que lo estaba, sino en paz consigo mismo.

Cuando pasado el medio día llegara por fin al campo JaZ 451/1, ya traía la decisión tomada, y se sentía más conforme consigo mismo.

Desde la noche que viera a Larissa Davidovna tendida sobre la piel de lobo cubierta solamente por aquel mantón georgiano de seda; desde que vio dibujarse todo el cuerpo desnudo de la doctora bajo la reluciente seda del mantón, esa visión no se le había ido de la cabeza y el recuerdo había metido en su mente y en su alma la figura y el rostro de esa fabulosa mujer, la primera que en su vida le había hecho hervir la sangre. Desde entonces deseaba verla cada hora, cada minuto. Y cada noche soñaba con ella. Sin percatarse siquiera de ello, se había ido enamorando de ella poco a poco, día a día. Era su felicidad, pero al propio tiempo su martirio.

Su martirio, porque él era sacerdote y, por ende, le estaba vedado amar a mujer alguna. Bueno, esto no es exacto. Amar, enamorarse, es una potencia del ser humano generada dentro del proceso evolutivo que condujo al “Homo Sapiens” (1), y el deseo sexual es inherente a todo organismo biológico de reproducción sexuada. Consecuentemente, ambos sentimientos no dependen de la voluntad; suceden porque sí, sencillamente porque suceden. Lo prohibido es ceder al deseo desordenado.

Pero él amaba locamente a Larissa Davidovna y, lógicamente, la deseaba con toda su alma Cómo no desear al ser del que te enamoras perdidamente. Cómo no soñar continuamente con su cuerpo, con sus caricias. Con toda ella en definitiva, con su cuerpo, sí, pero también con su cariño, con su alma, con su ser interno, su espíritu. Toda ella, al completo, pues a toda ella es a lo que amaba, lo que le era tan necesario o más que el aire para vivir. Y ese era su tormento: Saber, sentir en lo más íntimo de su ser, en su mente, en su alma, que sin ella no podría vivir en paz.

El quería ser consecuente con el compromiso adquirido al ordenarse sacerdote; quería, también con toda su alma, superar la tentación del deseo, no ceder a él. Pero cada día le costaba más, pues al fin fue una obsesión, su obsesión. Podría decirse que unirse a Larissa Davidovna como el hombre y la mujer que ambos eran, constituía ya su razón de ser, de vivir… Sabía que sin ella ya no podría ser nada, ni siquiera el sacerdote que tenía la misión de cuidarse de aquel grupo de desgraciados que, poco a poco, día a día consumía la tiranía del hombre sobre el hombre: “Homo Lupus Homini” (El Hombre, lobo del Hombre). La misión que, estaba seguro de ello, Dios encomendara a Víctor Yuvanovich Abukov.

El padre Olrik había sido un buen teólogo, había dado conferencias sobre la materia en diversas universidades europeas. Pero toda esa sabiduría acumulada a Víctor Yuvanovich Abukov, allí en Siberia, en el campo JaZ 451/1, no le servía de nada, de nada en absoluto pues no resolvía las preguntas que se hacía.

El profesor Polevoi le había dicho que tenía que aprender de ellos, los reclusos, para sobrevivir en el submundo del GULAG. Que allí, en los campos JaZ, las leyes divinas eran incompatibles con la Ley que en los campos imperaba. El entonces pensó que en las palabras del viejo profesor de Cibernética descansaba la lógica de que en el Infierno las Leyes Divinas no pueden regir porque allí sólo impera la Ley de Satán, las leyes satánicas. Y desdeñó el consejo del profesor pues él, Víctor Yuvanovich Abukov, sacerdote católico ante todo, nunca se plegaría a las leyes de Satanás.

Pero últimamente esa visión varió en su mente, y la visita al campo de mujeres fue determinante para afianzar ese cambio. Fue Lilit Ivanovna, la flautista del teatro de la Opera de Eriván, cuando rotundamente le afirmó que para ellas, la comunidad cristiana del campo de mujeres, el sexo era lo más importante de sus vidas. Ellas, que eran fervientes cristianas católicas, afirmaban eso, su necesidad casi enfermiza de sexo. Y sexo por el simple sexo: Vicio, impudicia pura en ellas, fervientes cristianas y católicas. Porque ser creyente cristiano en una sociedad libre, donde se respetan los derechos de cada cual, puede ser fácil; pero serlo en la URSS, y en un campo del GULAG en particular, es algo prácticamente heroico.

Ello le llevó a entender mejor los argumentos del profesor Polevoi. No, los JaZ no eran el Infierno Eterno donde gobierna y reina Satanás/Lucifer, el Arcángel Caído. Ese Infierno Eterno no pertenece a la dimensión material de los seres orgánicos, finitos por definición, sino a la dimensión inmaterial de los seres espirituales y eternos. Como mucho, las “islas” del GULAG, como define Aleksandr Solzhenitsyn a los JaZ, serían “Aprendices de Infierno” gobernados y dirigidos por seres humanos, eso sí, bastante satánicos en general. Así, la Ley interna, esa que Abukov considerara satánica, era la de unos seres que se aferran a la vida como nadie, fuera del “Archipiélago GULAG”, pueda imaginar ni concebir. Porque en ellos la vida es todo cuanto poseen, lo último y único que les queda y la defienden a costa de lo que sea. Es su autodefensa ante el universo hostil en que están sumidos. Y en esa ley no escrita se podía perfectamente incardinar la postura de la comunidad cristiana del campo de mujeres: Todo ser humano sometido a un estrés demoledor como el inherente a un campo JaZ, precisa una válvula de escape, algo que alguna vez le permita olvidar la horrenda verdad de su vida, aunque sólo sean muy cortos minutos al cabo de días, meses, años incluso. Y para aquel grupo de heroicas cristianas esa válvula de escape era el sexo más desenfrenado. 

Otra cosa que entonces quedó clara para él era que el profesor Polevoi se equivocaba respecto a eso de que las Leyes Divinas eran incompatibles con Ley interna del campo, de los campos JaZ en general. No, para Víctor Yuvanovich, no podía serlo por la sencilla razón de que las Leyes Divinas no pueden desautorizar las Leyes de la Naturaleza, pues Dios se desautorizaría a sí mismo. (2) La más elemental de las leyes naturales es la supervivencia, el derecho a vivir; y la Ley interna de los JaZ no es más que aplicar ese principio. Así pues, esa Ley interna del JaZ 451/1, que incluso determinó la muerte de un ser humano, un asesinato puro y duro, podía no entenderse como contraria a las Leyes Divinas, pues también podía entenderse como aplicación del derecho a defender la propia vida.

Como derecho, más que a la propia vida a que los seres más abandonados y pobres entre los más pobres y abandonados, los reclusos de los JaZ soviéticos, conserven la suya, podía entenderse el robo sistemático de las arcas del Estado soviético que él mismo venía haciendo sin interrupción desde que llegó y de lo que en absoluto se arrepentía, sino que estaba firmemente decidido a continuar en ello.

Luego, ¿no podría también entenderse como autodefensa, en su caso concreto, la ruptura del celibato eclesiástico? Desde que Víctor Yuvanovich Abukov llegara al campo JaZ 451/1 vivía en perpetuo estrés entre su dedicación a los reclusos y las precauciones que adoptaba para mantener en secreto su identidad sacerdotal. Pero ese estrés se había visto multiplicado hasta el infinito desde que la figura de Larissa Davidovna se metiera en su alma y en su mente. Desde entonces Viktor Yuvanovich sabía que ese multiplicado estrés haría que, antes o después, “tirara la toalla” respecto a su misión allí, pues acabaría embrutecido por el alcohol.

El padre Stefan Olrik pudo vivir sosegadamente el celibato pues su vida fue de lo más normal. Cualquiera que lleve una vida normal en una sociedad normal, puede también vivir su cristianismo-catolicismo en paz, siempre que así lo quiera. Y esto es extensivo a cualquier sacerdote. Si el padre Stefan Olrik se hubiera cruzado allá en Roma con una Larissa Davidovna y, de todas formas, se hubiera empeñado en ser consecuente con sus votos nunca los hubiera quebrantado. Con mantenerse alejado de ella hubiera bastado: El tiempo lo acaba curando todo, y “Quién evita la ocasión, evita el peligro”. 

Pero qué puede hacer Viktor Yuvanovich Abukov en el JaZ 451/1. Ni siquiera la posibilidad de alejarse de la responsable de sus desvelos, pues estaban condenados a verse cada vez que Víctor Yuvanovich llagaba al campo para abastecerle.

Las condiciones de vida en el JaZ 451/1 le habían obligado a faltar, lisa y llanamente, a la Ley de los Diez Mandamientos, uno de los cuales dice “No Robarás”. También había llegado a medio justificar un crimen, en franca contradicción con el Mandamiento que reza “No Matarás”. Así que Víctor Yuvanovich Abukov  se dijo. ¿Es que tomar a Larissa Davidovna como única y legítima esposa, para amarla, honrarla y respetarla, siéndole fiel hasta que la muerte me separe de ella será más grave que lo que ya he cometido?

Porque todas estas transgresiones tenían, en el fondo, la misma motivación: Desempeñar la misión que allí le llevara en la forma que mejor acertara. Sí, también pasar sobre el compromiso de celibato tenía esa misma motivación: En el estado en que llegó a encontrarse sabía que, tarde o temprano, no podría seguir adelante con su misión. Porque, tal como se encontraba, acabaría por caer en el alcoholismo y eso podía tener consecuencias fatales para todos, no sólo para él mismo; una lengua en exceso suelta por el alcohol podía caer en imprudencias muy temerarias. ¿Qué pasaría si él, perdiendo la más elemental prudencia, hablaba de más en cualquier ocasión y sus palabras llegaran a oídos peligrosos? Que de inmediato sería detenido el KGB, interrogado y torturado, y… ¿Podría soportar la tortura hasta incluso morir o, por el contrario, acabaría capitulando ante el dolor, el absoluto destrozamiento del cuerpo y la mente y “cantaba” lo que el KGB quería, la nómina de las comunidades cristianas? ¿Quién era capaz de determinar lo que un hombre podía soportar ante la refinada tortura del KGB?

Por finales, también recordó ahora las palabras de aquel buen monseñor en Roma: “Habrá ocasiones en que su propia conciencia deberá tomar determinaciones graves. Pero tenga siempre en cuenta que ante situaciones muy, muy excepcionales no valen dogmas, moral o tradiciones, por muy importantes que sean” Monseñor fue profético. Se encontraba sólo, sólo con su conciencia para solventar el tremendo dilema moral que ante sí tenía.

Y todo ello fue bastante para que Víctor Yuvanovich Abukov, tan pronto abandonó el campo de mujeres, tomara la decisión con la que se presentó aquel mediodía en el JaZ 451/1: Tomar como esposa a Larissa Davidovna esa misma noche y vivir con ella e n paz.

  • ¿Qué te pasa, Victorenka? ¿Te arrepientes de lo que ha pasado entre nosotros?

Antes de escuchar la voz de Larissa Davidovna, Víctor Yuvanovich ya sabía que ella estaba a su espalda, pegadita, muy pegadita a él, abrazándole con el brazo que había pasado sobre el regazo del hombre al tiempo que una pierna femenina se colocaba sobre las masculinas, pues había apreciado el leve roce del cuerpo sobre la sábana al deslizarse hacia él.

Se volvió hacia su compañera, la besó suavemente en los labios, con mucho más amor que deseo; la acercó más a él estrechándola antes que abrazándola, le acarició las mejillas mientras sus dedos se hundían en la corta cabellera femenina y, hablándole al oído, dijo.

  • No Larissanka, no me arrepiento. Lo de esta noche no tiene marcha atrás. ¿Sabes Larissa?... Nunca he hecho el trayecto Surgut-Campo JaZ 451/1 con la ilusión que ayer lo hice, pues, indefectiblemente, venía a ti en una decisión tonada antes de salir de Surgut hacia acá, pues la tomé, irreversiblemente, cuando abandoné el campo de mujeres: Aceptar plenamente que te amo con un frenesí que me es imposible contener y menos superar. Porque la vida sin ti para mí ya no tiene sentido: Ni puedo ni tampoco quiero vivirla sin ti. Pero es también indefectible que la vida sigue y seguirá mientras Dios quiera y tendré que vivirla. Luego, si sin ti no la puedo vivirla tendré que vivirla contigo, unido a ti por el resto de mi vida. Porque te quiero de verdad, y cuando un hombre de verdad ama a una mujer, en mi opinión al menos, debe tomarla por esposa y mujer ante Dios y ante los hombres. Y cuando anoche te tomé en brazos para llevarte al dormitorio y allí amarte, entregarme a ti, lo hice tomando no a una amante sino a mi esposa y mujer para amarte, honrarte y respetarte hasta el fin de mis días y serte fiel mientras en mi ser aliente un soplo de vida.
  • Entonces… ¿De verdad me consideras tu esposa Víctor, tu mujer?… ¿Ante todo el mundo? ¿Ante Dios incluso?... Pues, entonces, yo también quiero eso para mí: Ser tu mujer y tú mi marido de por vida. Cuando anoche me entregué a ti, cuando te amé como a nadie, a ningún hombre amé antes, te juro que lo hice por eso, porque te amo, te quiero con toda mi alma. Y es que por vez primera en mi vida amaba a un hombre y quería ser feliz con él por toda mi vida. Pero no pensé en ti como en mi marido, el único y definitivo hombre de mi vida. Pero ahora que me dices que me consideras tu mujer, tu única y verdadera esposa, yo también quiero ser eso mismo para ti y que para mí tú seas mi esposo y marido para también amarte, honrarte y respetarte, siéndote fiel hasta que nuestros días, los tuyos y los míos, lleguen a su fin. Así, ahora mismo y ante Dios que nos mira me doy y entrego a ti como tu esposa y mujer, y te tomo y recibo como mi eterno esposo y marido….

Entonces Larissa Davidovna estrechó el abrazo en torno al cuello de Víctor Yuvanovich hasta, digamos, el infinito. Y selló la dicha del momento con el más apasionado beso en los labios, la boca de su amado, que nadie pueda imaginar. Era la dulzura, la interminable dicha del más sentido amor que en este mundo pueda darse. Luego clamó, enfebrecida:

  • ¡Estamos casados, Victorenka! ¡Casados ante Dios, porque así lo queremos ambos! ¡Tú eres mi marido y yo tu mujer! ¡Y así, mientras vivamos! ¡Soy feliz, Viktorenka! Me has hecho la mujer más feliz y dichosa de la tierra con lo que me has dicho: Que anoche me tomaste como tu esposa; tomaste pues no sólo mi cuerpo sino también mi alma, mi ser entero, para hacerme tuya y tú ser mío sin reserva alguna. ¡Te quiero Victorenka, te quiero con todo mi ser, toda mi alma…! ¡No sé ni cómo expresar cuanto por ti siento, lo que para mí eres. Sólo acierto a decir que lo eres todo, todo, todo para mí, mi vida. Yo tampoco podría ya vivir sin ti. Y, ¿sabes una cosa? Que estoy segura de que Dios nos entenderá y será magnánimo con nosotros, pues lo único que hemos hecho es amarnos, ese es nuestro único delito

Larissa Davidovna, tras esto, calló durante unos minutos, mientras se estrechaba más y más a Víctor Yuvanovich, pasándole una pierna sobre las del hombre hasta casi, casi, colocársele encima. Entonces, bajando la cabeza hasta poner los labios junto al oído masculino, susurró en ese oído más que decirle

  •  ¿Adivinas lo que ahora quisiera hacer?

Abukov, al oírla, rompió a carcajadas para afirmar a continuación

  • ¡Seguro que lo adivino! ¡Juraría que lo mismo que yo quiero hacer otra vez contigo!

Los dos, Víctor Yuvanovich y Larissa Davidovna rompieron a reír a carcajadas. Mas dejemos aquí la narración, pues seguro que ambos, Larissanka y Victorenka, entrarán en segundos en una situación de lo más íntimo, y de buenas maneras es respetar la intimidad de los demás, luego respetemos la intimidad de esta pareja de enamorados, en la que, si consideramos sabiamente las circunstancias que les rodean… ¡Qué importa que él sea sacerdote! (3)

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El día siguiente, un sábado por cierto, empezó bastante mal para Rassul Suleimanovich Rassim. Para empezar, Víctor Yuvanovich Abukov se presentó en su despacho y, por más que a trancas y barrancas, le sacó quince reclusos carpinteros que esa misma tarde de sábado iniciaron la construcción del escenario en el local que por finales albergaría el teatro: La nave III del complejo de talleres mecánicos. Pero cuando Rassul Suleimanovich se libraba de la presencia del cada día para él más cargante Abukov, apareció en su despacho el teniente Sotov con la nueva de que la doctora llevaba ya 26 bajas absolutas en el reconocimiento amén de otros 61 reclusos reducidos a trabajar en el interior del campo. ¡Ochenta y siete reclusos, un 5%, no irían ese día al tendido! ¡Inconcebible! El amigo Rassim creyó sufrir una apoplejía, tal era el ataque de rabia que todo eso le produjo, pero prefirió tragarse los sapos y culebras antes que someterse a un nuevo duelo con esa endiablada mujer, que los padrecitos Lenin y Stalin confundieran. Con lo que quien acabó sufriendo las iras del comandante fue el teniente Sotov, que salió despedido del despacho a trompicones.

El proyecto del escenario y la dirección de los trabajos carpinteriles corrió a cargo del recluso arquitecto Andrei Andreioevich Tadtchenko y el escenario estuvo listo en 24 horas, pues en la tarde del domingo estaba ya concluido. Y aquella misma tarde de domingo, a las seis más o menos, se reunió la comunidad por vez primera en lo que sería la primera iglesia en un campo JaZ del GULAG bajo el manto de un teatro.

Tras Víctor Yuvanovich accedió al teatro  Larissa Davidovna que se mantuvo apartada, sentándose, con ojos bajos, en un lado del local junto al escenario, sobre el cual esperaba la totalidad de la comunidad, al fondo, en un rincón. Abukov sí subió al escenario siendo recibido con toda veneración por los que allí esperaban, que le besaban la mano al llegarse él a ellos, como en tiempos se hacía a los sacerdotes en general, e impetraban su bendición postrándose de rodillas. Luego, el pastor dirigió la oración de su grey. Entonces sucedió algo que sembró el pánico entre toda la “compañía teatral La Aurora”, cuyos integrantes quedaron clavados, quietos como si de repente se hubieran trocado en estatuas, pues el terror les impidió todo movimiento: Inopinadamente aparecieron allí el comandante Rassim y el comisario político Yachiaiev, que a su vez se quedaron de una pieza al ver y escuchar los cánticos y oraciones. Yachiaiev ni fue capaz de reaccionar ante la tremenda sorpresa, pero Rassul rugió de una forma que, si le escucha el león de la “Metro” se muere de envidia.

  • ¡Qué significa esto!

Entonces, en un segundo, Abukov reaccionó con un aplomo y sangre fría impresionantes:

  • ¡Mal, mal! ¡Muy mal! ¡Volvamos a empezar! A ver si os podéis meter en la sesera que sois un grupo de fieles súbditos que esperan la llegada del nuevo Zar rezando y cantando en acción de gracias a Dios. Tenéis que meteros en el papel en cuerpo y alma y orar con más fervor, mucho, mucho más fervor. ¡Aunque sólo sea por el tiempo que la escena dura debéis convertiros en devotos cristianos que oran a Dios! Empezamos de nuevo: “Boris Godunov”; Acto 1º, escena de la iglesia.

El grupo de “artistas” volvió a rezar y cantar al Altísimo ante las mismas narices de Rassim y Yachiaiev que, pasado el primer impacto de alarma, se sentaron frente al escenario intrigados ante el ensayo de una de las obras más representada en la URSS, por su contenido de rebelión popular a la tiranía de un Zar indigno. Incluso, en un momento dado, Rassim murmuró al oído de Yachiaiev:

  • El “Boris Godunov” es realmente solemne y majestuoso.

La semana siguiente la pasó Abukov en el campo JaZ 451/1, alegando averías en su camión frigorífico nº11, averías refrendadas por el jefe de talleres, camarada Rakscha, que anotó en el parte que Abukov telegrafiara al jefe de Transportes de Surgut que la reparación requeriría, como poco, una semana.

Pues bien, esa semana volvió a ser de prueba para el camarada comandante del campo: Las tribulaciones de Rassul Suleimanovich comenzaron el lunes nada más llegar a su despacho, pues Abukov  se presentó allí exigiendo una docena de técnicos electricistas más el material necesario: Cable conductor, clavijas y bases de enchufe y demás para los tendidos eléctricos; y los necesarios equipos de sonido, micrófonos y altavoces incluidos. De nuevo Rassim creyó que le sobrevenía un “patatús” por aquel cada día más odioso camionero, pero acabó “tragando” una vez más en aras al mutuo acuerdo establecido: Si Abukov fracasaba Rassim le correría a latigazos si así le venía en gana, pero debía transigir y coadyuvar a que el camionero devenido en Stanislavski redivivo pudiera poner en marcha su plan teatral: Sin la primera puesta en escena no podría haber latigazos, pues para ello Abukov debía tener una mínima oportunidad de hacer realidad su sueño.

Ese fue el primer “bocadillo” de sapos y culebras que Rassul Suleimanovich se “tragó” esa semana, pero luego vendría el más gordo. Este llegó el jueves en forma de telegrama del coronel Kabulbekov anunciándole su llegada en la tarde del día siguiente, viernes, al frente de un grupito de veintidós o veintitrés de sus reclusas, actrices y cantantes todas ellas, para que el camarada Víctor Yuvanovich las conociera y probara su arte.

Cuando Rassim pudo reponerse al efecto de semejante noticia, ya no le cupo duda de que el mundo a su alrededor se había vuelto loco de remate y él, el único mortal cuerdo en ni se sabe cuántas verstas a la redonda. Desde luego, un montón; de eso a  Rassul Suleimanovich no le cabía la menor duda. Porque a ver, ¿a qué tipo de mente se le podía ocurrir meter a una veintena de hembras en un campo con mil ochocientos hombres que, como aquél que dice, llevan siglos sin ver unas verdaderas faldas? Indudablemente, a un desequilibrado. Pero bueno, no hay mal que por bien no venga, y, de eso tampoco le cabía duda alguna, ese “desliz” sería el fin del dichoso teatro “La Aurora” y del inaguantable Víctor Yuvanovich Abukov; pues lo que igualmente era seguro para el bueno de Rassul Suleimanovich Rassim era que, tan pronto se enterasen los hombres de tan “peregrina” visita, se empezarían a bajar los pantalones para recibirlas con un “Presenten Armas” de tente y no te menees.

Pero allí estaría él con sus hombres y sus perros, para sofocar el aquelarre que seguiría al momento en que esas endemoniadas fieras femeninas (es un decir lo de femeninas) pisaran el campo y sus reclusos repararan en ellas… ¡Y ellas en sus reclusos! Que a saber cuál de los dos grupos sería peor llegado el momento, ellos o ellas; ellas o ellos.   

Vamos, que Rassim se relamía de gusto pensando en el dichoso instante en que sus perros disolvieran la “bacanal” subsiguiente al “desembarco” de las féminas en el JaZ 451/1. 

Lógicamente el viernes amaneció y a eso de las cuatro de la tarde el subteniente al mando del primer control de acceso al campo llamó horrorizado a la Comandancia: Ante él, un camión lleno de mujeres que gritaban y cantaban con tal desafuero que Rassim no necesitó amplificador alguno para nítidamente oír a las embravecidas hembras. Pero la cosa no quedaba ahí, pues a su frente venía nada menos que un coronel, Kabulbekov.

  • ¿Que qué haces, pedazo de zopenco? ¡Dejar el paso libre, idiota! ¡Ocurrírsete dar el alto a un coronel…! ¡Imbécil, más que imbécil!

Pero cuando las mujeres por fin pisaron la gran explanada central del campo, a Rassim le salieron sus tiros por la culata, pues los hombres se comportaron por demás “civilizadamente”: Salir a verlas sí que salieron, pero sin alborotos a menos que se entienda por tales a algún que otro berrido, alarido o rugido de entusiasmo ante aquellas más de veinte auténticas figuras femeninas. ¡Y qué figura que mostraba más de una y más de dos! Bueno, algún conato de “asalto” a las recién llegadas sí que tuvo lugar por parte de algunos “comunes” despistados, pero fueron ahogados a tiempo por los “políticos” que por allá estaban más que vigilantes, por si las moscas.

En fin, nada de importancia, para lo que hubiera sido el “gustazo” del comandante Rassim, que se quedó compuesto y sin revuelta. Las audiciones de las mujeres por parte de Abukov se desarrollaron sin complicaciones; y cuando ya más que día era noche el coronel Kabulbekov volvió a su camión con sus “pupilas” y regresó a su más “civilizado” campo de mujeres sin novedad digna de mención, el teniente coronel Rassim, con el rabo entre las piernas, tuvo que retirar el dispositivo dispuesto en prevención de los incidentes que, para su enorme disgusto, no tuvieron lugar.

La visita de las mujeres de Kabulbekov se repitieron en los dos siguientes días, sábado y domingo, esos dos días ya no para que Abukov comprobara su valía artística, cosa que quedó plenamente de manifiesto ya el viernes, sino para directamente ensayar junto al elenco artístico masculino del teatro “La Aurora”, la totalidad de la comunidad cristiana del 451/1. Curiosamente, se daba la casualidad de que también la práctica totalidad del elenco femenino recién incorporado militaba en la comunidad cristiana del campo de mujeres: La estrategia de esas mujeres, preparándose para el evento con enorme antelación, resultó de lo más eficaz.

A lo largo de las siguientes dos semanas, con el camión frigorífico nº 11 ya “reparado”, Abukov no pudo pasarse por el campo JaZ 451/1, porque el camarada jefe de Transportes de Surgut tuvo a la III brigada de Transporte ocupada en ir y venir de la estación ferroviaria de Surgut al almacén central, abasteciéndole hasta los topes de cara al largo invierno que a partir de Octubre se empezaría a sentir en la fría tierra siberiana, adelantándose a los meses de practica incomunicación de la capital del distrito Khanty-Mansi con el resto del mundo, incluida la ciudad de Tiumen que, de todas formas, también quedaría con sus vías de comunicación cortadas bastantes a menudo. Así mismo, en completar el abastecimiento de los centros de trabajo a lo largo del tendido del gasoducto confiado a la dirección del ingeniero jefe Morosov: El trabajo en el tendido no podía detenerse ni un solo día, por lo que provisiones, recambios y, en general, cuanto material era necesario para mantener el trabajo en los duros meses invernales, no podía faltar en modo alguno.

Pero que Abukov no estuviera presente no significaba que los trabajos en el teatro se detuvieran. Bajo el mando del arquitecto Tadtchenko no sólo siguió la puesta a punto del escenario sino que se empezó a construir cuantas hileras de asientos el espacio permitiera, con lo que al final el teatro del campo JaZ 451/1 sería uno de los de mayor aforo de toda Siberia.

Tampoco los “ensayos” se detuvieron por la ausencia de Víctor Yuvanovich, pues siguieron rigurosamente viernes, sábados y domingos de las dos semanas, bajo la dirección del arquitecto y de un director de orquesta que en su día dirigiera la de la Opera de Kiev. Además, los ensayos, en primer lugar fueron eso: Ensayos de verdad, pues a nadie se le ocultaba que, para que el proyecto del Teatro “La Aurora” lograra el éxito apetecido, sería esencial que los “artistas”, actores y cantantes, representaran sus papeles de forma mínimamente airosa, por lo que a la escenificación y al canto se dedicó prácticamente toda la atención, pues a  “ensayar” rezos y cánticos religiosos, cosa también necesaria con “actores” oficialmente ateos, solamente se destinaba la segunda hora del ensayo dominical. Es más, a los ensayos nunca faltó el coronel Kabulbekov al frente de sus chicas.

Larissa Davidovna no asistió a estos ensayos. No se atrevió, tuvo miedo de sus antiguos compañeros de comunidad, de enfrentarse a ellos ella sola, sin el apoyo de Víctor Yuvanovich a su lado. Esto siguió así a lo largo de esa primera semana de ausencia de Abukov, pero en la noche del viernes de la segunda semana, la doctora recibió una inesperada visita al poco de finalizar los ensayos: La del cirujano Fomín, que en el campo desempeñaba funciones de enfermero.

Larissa Davidovna le recibió como acostumbraba últimamente: Cargada de frialdad, despego, hasta manifiesta hostilidad

  • ¿Qué se le ofrece, camarada Fomín? ¿Acaso se encuentra usted enfermo? Sea rápido, por favor, pues me disponía a acostarme.
  • Larissa Davidovna, vengo a hablarle en nombre de todos nosotros, los miembros de nuestra comunidad. Queremos que usted vuelva con nosotros. Aunque tarde, hemos sido conscientes de que usted nos ha seguido protegiendo a todos, integrados o ajenos a la comunidad. A todos los reclusos en general, como siempre. Que, en realidad, usted siempre ha sido la que siempre fue: Nuestra protectora, de todos nosotros en general. Además, nosotros, los hermanos de la comunidad, hemos recapacitado en todos estos días, y hemos tenido en cuenta lo que el Señor nos dijo a todos en sus Evangelios: “No juzguéis y no seréis juzgados”. ¿Quiénes somos nosotros, en realidad, para juzgaros a Víctor Yuvanovich y a ti? En fin Larissanka, que todos nosotros deseamos  que vuelvas.

La verdad es que a Larissa Davidovna le faltó poco para echarse a llorar, sí, a llorar de puro contento y emoción ante las palabras del bueno de Fomín, ese hombre serio pero profundamente humano que era el en otro tiempo cirujano neurológico de infinito prestigio en toda la URSS, pero al que su amor a la Libertad, a los Derechos Humanos y su franca y absoluta oposición a todo tipo de nepotismo, de explotación del hombre por el hombre, llevara al campo de trabajo del GULAG, JaZ 451/1, cinco años atrás.

  • ¿De verdad me admitís entre vosotros? ¿De verdad queréis que vuelva con vosotros?
  • ¡Pues claro Larissanka! ¡Tú siempre fuiste el alma de la comunidad! ¡Quién sino tú nos mantuvo unidos y firmes al recuerdo del desventurado Piotr! ¿Sabes Larissanka? Cuando estábamos convencidos de que tú te habías pasado a “los malos”, la comunidad estuvo a punto de diluirse, pues le faltaba el alma que eres tú. Vuelve Larissa, vuelve con nosotros. Mira, mañana te esperamos, mañana sin falta
  • Con vosotros estaré mañana, querido amigo. Mañana sin falta.

Al que sería su tercer viernes de ausencia, el convoy de suministros allegó por fin al campo JaZ 451/1, y con él como “escoba” el camión frigorífico nº 11, con Víctor Yuvanovich al volante. Pero eso no fue todo, pues esta vez el convoy no lo componían los nueve camiones acostumbrados, sino diez, pues al poco de pasar el camión frigorífico el primer control de acceso al campo, apareció un décimo camión; este, para asombro de propios y ajenos, cargado con muebles hasta los topes. ¡Lo nunca visto!

El sufrido subteniente que mandaba este primer puesto de control en el acceso al campo JaZ 451/1, de nuevo quedó horrorizado ante el dislate que suponía tener ante sí un camión fantasma, salido de donde ni el buen padrecito Lenin sabría y, además, repleto de muebles. Quedó tan estupefacto el desafortunado subteniente que, aparte de mantener allí retenido al misterioso camión, no se le ocurría cualquier otra cosa que hacer. Y allí estaba, plantado como un pasmarote ante los dos ocupantes del camión, sin hacer nada de nada ni tampoco decir esta boca es mía. El pobre hombre estaba hecho un verdadero lío. Pero apareció Mustai por la ventanilla de conducción gritando.

  • Camarada subteniente, ¿sería tan amable de dejarnos seguir? Es que tenemos prisa, ¿sabe? Vamos un tanto retrasados

El subteniente salió entonces de su vahído y tomó el teléfono llamando a la Comandancia. Casi al momento colgó y, muy ufano, dijo a Mustai

  • El camarada Comandante dice que ustedes mismos quemen el camión y que yo me asegure de que ustedes estén dentro cuando el camión arda y se achicharren con él.

Mustai saltó del camión mientras se limpiaba el sudor que corría por su rostro, pecho y espalda bajo el fuerte calor reinante en el ambiente

  • Por favor, camarada, telefonee de nuevo al camarada Rassim
  • ¿Quién? ¿Yo? ¡Ni que estuviera loco! ¡Quisiera llegar, por lo menos, a los setenta años!
  • Entonces déjeme a mí hablar con el camarada comandante
  • ¡Por mí! Si estás cansado de vivir, camarada Mustai…

Mustai entró en la garita acristalada, tomó el auricular, habló un momento, asintió varias veces con la cabeza mientras se mesaba los rojos cabellos con la mano libre y, con gesto satisfecho, devolvió el auricular al subteniente

  •  El camarada comandante dice que pasemos. Que él mismo prenderá fuego al camión con los muebles y con nosotros dentro. Disfrutará más así que si ardemos por poderes.

Con rostro asaz satisfecho, Mustai volvió a encaramarse al volante del camión y de inmediato puso otra vez el motor en marcha y, soltando embrague al tiempo que daba gas, el vehículo volvió, perezosamente, a echar a andar…

Cuando el camión ya estaba de nuevo en movimiento el hombre que se sentaba junto a Mustai en la cabina dijo

  • Mustai, hermanito, ¿cómo es que el fiero Rassim nos deja pasar así, sin más…?
  • Sencillo; porque él no sabe nada. No he hablado ni con él ni con nadie. Tomé el auricular pero corté la línea antes de marcar…
  • Doy gracias por haberte conocido hermanito… ¡Eres todavía más sinvergüenza que yo!

Y los dos hombres, al unísono, rompieron en alegres carcajadas.

Sí, era Mustai quien iba al volante y a su lado un sujeto llamado Iván Mihailovich Balashev, (4) último fichaje de Abukov para su teatro “La Aurora”.

Le había conocido, casualmente, unos días antes. Víctor Yuvanovich ese día había tenido la tarde libre pues los camiones de la III brigada de Transportes de Surgut habían salido muy de mañana hacia el tendido con repuestos, herramientas y material diverso excepto alimentos, por lo que el camión frigorífico allí sobraba. Eso sí, en la mañana había estado trayendo de la estación ferroviaria al almacén central una serie de productos perecederos, labor que hacia el mediodía estaba finalizada. Así, tras dejar en el garaje el camión, se encaminó al centro de Surgut, donde comió en uno de los restaurantes más conocidos, el “Sibirskaia” (La Siberiana). Luego se entretuvo un rato en un parque, junto a un pequeño estanque donde unos pececillos nadaban entre aguas, tomando luego asiento en un solitario banco. Al poco rato apareció un hombre, alto y fornido. Debía ser de esa gama de seres para los que de Mayo a Octubre es insufrible por su alergia al polen, pues apenas si cesaba de estornudar: Su nariz parecía una alcachofa, pues a lo aplastada que la tenía se unía la rojez y cierta hinchazón fruto del continuo secarla con el pañuelo.   Se apoyó en la baranda que circundaba el pequeño lago y allí quedó, atormentado por el desaforado estornudar. Al poco tiempo Abukov apreció que el pobre hombre tenía ya el pañuelo perdido; si se le estrujara, seguro que soltaría un chorrito de líquido. Apiadado del pobre hombre, Víctor Yuvanovich le ofreció su pañuelo. Y ahí empezó todo: El hombretón se acercó a Abukov y, seguidamente, se sentó en el banco junto a su desconocido benefactor. Tras unos momentos de intranscendente charla, ya se sabe, lo mal que lo paso en esta época, si este verano es más o menos cálido que los anteriores… En fin, lo normal en estos casos en que ni sabes qué decir, pero que te ves obligado a decir algo por aquello del agradecimiento. Hasta que la conversación entró por otros derroteros cuando el hombre de la nariz de alcachofa dijo mirando intensamente a su favorecedor:

  • Yo te conozco, camarada. Sé que te conozco, pero ahora no caigo de qué.

Abukov se echó a temblar ante la posibilidad de que el fantasma del verdadero Víctor Yuvanovich Abukov apareciera en forma de un viejo conocido del hombre fallecido tiempo atrás y cuya personalidad asumiera en su momento el jesuita padre Estefan Olrik. “También sería mala suerte que este sujeto descubra que yo no soy el Víctor Abukov que él conociera en otro tiempo”. Luego, inquieto, respondió

  • Pues yo seguro que lo le conozco de nada camarada. Hasta hoy, nunca antes le he visto, estoy seguro, sí señor. Muy, muy seguro de ello.
  • ¡Ya lo tengo! (Aquí, Abukov notó claramente cómo las piernas le empezaron a temblar, tal era el terror que en un momento se apoderó de él) ¡De la estación! ¡Sí, no me cabe duda! ¡De allí es! Camarada, tú eres conductor de un camión y estos días te he visto cargar en los muelles de la estación ferroviaria, donde yo trabajo.
  • (Abukov respiró a pleno pulmón, aliviado, antes de responder) Pues sí, camarada; soy conductor en la III Brigada de Transporte de aquí, de Surgut.
  • Yo soy Iván Balashev
  • Pues mucho gusto camarada. Yo soy Víctor Yuvanovich Abukov
  • ¡No me digas que mi nombre no te dice nada! ¡Balashev, Balashev! ¿Acaso no te acuerdas de mí?
  • Lo siento, pero ahora no caigo.

Pues sí, resultó que aquel hombre en otro tiempo fue campeón absoluto de boxeo de toda la URSS en la categoría reina del Boxing: Peso pesado. Pero tuvo la ocurrencia de enamorarse de una estudiante de Arquitectura, entusiasta de los Derechos Humanos, lo cual a Iván Mihailovich le pareció de perlas, haciéndose él mismo un ferviente partidario de principios tan humanos, con lo que no vio inconveniente alguno en ponerse una tarde, en el mismo centro de Moscú, a repartir folletos. Salió de su error, primero, cuando se vio insultado y pateado en los sótanos del edificio de la plaza Lubyanka y después al ser condenado a quince años de trabajos forzados. Allí, Balashev pasó por diversos campos de trabajo hasta concluir sus años de cautividad en el JaZ 451/1 del teniente coronel Rassul Suleimannovich Rassim.

De todas formas a Balashev le fue bastante bien el cautiverio: Su fama de boxeador le precedía allá donde iba, lo que generó admiración y respeto de guardianes y reclusos “comunes”. De vez en cuando daba exhibiciones boxísticas a las guarniciones y reclusos, pues, invariablemente, a su llegada a cada campo se veía retado a “cruzar guantes” con el/los campeón/campeones locales, forzuda gente de la tropa por lo general. Pero siempre tuvo la prudencia de no noquear a ninguno de sus contrincantes. Si los hubiera tumbado sus compañeros podían molestarse peligrosamente, pero si les ofrecía un buen combate, interesante y, digamos, “equilibrado”, sin que su campeón quedara tendido en la lona, los espectadores quedaban tan complacidos que agasajaban casi más a Balashev que al compañero que había logrado “aguantar” al campeón de la URSS todos los asaltos. Item más: Si alguna vez, pocas desde luego, el campeón local quedaba vencedor a los puntos, el entusiasmo general legaba al delirio y Balashev recibía aún más ventajas, en desagravio a la afrenta sufrida a manos del camarada de turno.

La excepción fue en el campo JaZ 451/1, pues ahí quien se empeñó en batirse con Iván Balashev fue el teniente coronel Rassim. A eso, Balashev se negó en redondo; ese sexto sentido que suele desarrollar quien está avezado al combate individual, cara a cara y en práctica igualdad de condiciones, que permite evaluar la personalidad del adversario, le aconsejó guardarse de Rassul Suleimanovich: Desde un principio supo que pelear con él le sería funesto fuera cual fuese el resultado: Si vencía a Rassim, éste nunca se lo perdonaría ni lo olvidaría nunca, luego malo; y si ganaba Rassim su soberbia le haría sentirse tan superior a él que no perdería ocasión de humillarle y hacérselas pasar amargas.

Pero esto sólo fue así mientras Iván Mihailovich fue recluso, pues tan pronto tuvo el indulto en el bolsillo y con ello más allá de las iras de Rassim, Balashev se fue directo a la Comandancia, retó al comandante del campo y seguidamente tuvo lugar el combate allí mismo, en el despacho de Rassim. ¿Resultado? Pues que en menos que se tarda en decirlo Rassul Suleimanovich rodó por el suelo dos, tres, hasta cuatro o cinco veces, quedando al final jadeando y desarbolado en el santo suelo.

Y es que Iván Balashev odiaba cordialmente al teniente coronel Rassul Suleimanovich Rassim. El, Balashev, desde luego era un ser muy, pero que muy inculto, muchísimas veces francamente soez y con la justa brutalidad para desenvolverse con notable éxito en el duro mundo del cuadrilátero, pero a la vez era también un ser muy sensible que podía sentir en sí mismo el injusto dolor ajeno, la injusticia en general. Por eso, en un principio fue un devoto marxista-leninista, razón por la cual quedó deslumbrado por ese universo de justicia que la famosa estudiante de Arquitectura desvelara ante él: Los Derechos Humanos. Cuando conoció aquello de lo que jamás antes oyera nada a nadie, de inmediato asoció aquellas ideas al venerado marxismo-leninismo, como la suma de toda esa ideología para él liberadora del ser humano. Pero el “Sistema” le demostró que, tras las brillantes consignas del marxismo-leninismo, lo único que había eran mentiras, tiranía sobre el Ser Humano… Maldad en definitiva. Maldad trituradora del Hombre, al que reducía a nivel de objeto maleable, que destruía bárbaramente la más mínima oposición o, más bien aún, el simple pensamiento opositor a ese estado de cosas. Y en Rassim encontró, simplemente, el compendio viviente de toda esa maldad, de toda esa tiranía y arbitraria crueldad. Por eso llegó a odiarle de la forma que le odiaba.

Y también por eso, cuando Abukov le habló de su proyecto del “Teatro la Aurora”, Iván Balashev se adhirió a él en cuerpo y alma, pues bien sabía que eso le iba a hacer bastante “pupa” al odiado Rassim, “pupas” que él se encargaría de hacer lo más dolorosas posible.

Además, la adhesión de Iván Mihailovich Balashev a su Sindicato de Actores iba a resultar de lo más positivo a Víctor Yuvanovich, pues el ex-recluso trabajaba en la estación ferroviaria de Surgut; era uno d los que manejaban los vagones estacionados en las vías muertas, repletos de mercancías de todo tipo, esperando su descarga. Y a puesto tan privilegiado, unía toda la marrullería trapisondista de sus siete años de reclusión. Vamos, que era un consumado maestro en el “arte” de hacer desaparecer, sin dejar rastro tras de sí, cualquier propiedad ajena, como por ejemplo, un vagón ferroviario abarrotado de muebles que era, ni más ni menos, la carga del camión que, con Mustai y Balashev en la cabina de conducción, estaba entrando en el campo JaZ 451/1 con unos muebles destinados al atrezo y decorado del escenario del Teatro La Aurora.

Por cierto, que también el camión era “aportación mañosa” del ex boxeador: Iván Mihailovich, hacía ya algún tiempo, había acertado a consolar las nocturnas soledades de la más que vistosa viuda del camarada Grigoriev, la ardorosa Grigorieva, cuyo marido le dejara en herencia una pequeña flota de camiones. Y claro, tan agradecida señora… ¿Cómo le iba a negar el inocente caprichito de uno de sus camiones a su benefactor nocturno? Bueno, nocturno… y diurno si se terciaba, pues toda hora le era buena a la señora para que le dieran una alegría a su cuerpecito serrano. A qué negar tan genuina evidencia, bien palmaria para propios y extraños.

Cuando Abukov advirtió que el camión que le seguía quedaba detenido por el subteniente del puesto de control, frenó y esperó. Echaba ya pie a tierra para acercarse al puesto de control a ver qué podía hacerse para que el camión detenido prosiguiera su marcha, cuando vio que Mustai volvía a subir al volante y que el camión reemprendía su marcha. Y cuando el “camión fantasma” barbeaba la trasera de su camión frigorífico, Víctor Yuvanovich siguió su marcha hasta aparcar frente al almacén de Gribov, un minuto antes de que el camión con los muebles a bordo hiciera lo propio.

Cuando descendieron a tierra Abukov y sus dos compañeros, Mustai y Balashev, Gribov se les quedó mirando

  • ¿Quién es ese? Mustai no, el otro. Esa nariz… esa barbilla… Yo las conozco pero, no sé ahora…
  • Es el boxeador. (Repuso Abukov)
  • ¡Ah, Balashev! ¿Regresas aquí, granuja? ¿Te “pescaron” de nuevo? Te han condenado otra vez, ¿verdad sinvergüenza? Ah, Víctor Yuvanovich, hermanito, guárdate de este golfo, mantente lejos de él si aprecias en algo tu bolsa. ¡Es el ladrón más consumado que ha pasado por campo de trabajo alguno…! Nunca se le ha podido probar nada, ni los más experimentados “sabuesos” del KGB siquiera, luego ya me dirás de sus habilidades en el arte de Caco  
  • ¡Casimir Korneievich, viejo truhan! ¡Todavía estás aquí! ¡Y aún más gordo que antes! Así que sigues “devorando” a dos carrillos, he tragón.

Pero estos “parabienes” no pudieron durar mucho pues, por una parte, Gribov reclamaba la atención del conductor del camión de las exquisiteces para proceder al reparto del “botín” del día, y por otra, se reclamaba también la mediación de Abukov en un problema de “protagonismo” surgido entre los constructores del teatro: El herrero Sakmatov pretendía saber de todo más que nadie, el jefe de talleres Raskcha decía que alguien le había sustraído una transmisión y el arquitecto Tadtchenko estaba empeñado en construir un foso para la orquesta.

En embajada habían acudido a él el herrero Sakmatov y Tadtchenko, el arquitecto, a los cuales Abukov logró aplacar con la promesa de hablar más tarde con los litigantes. También los reclamos de Gribov quedaron solventados en breve, ajustando las listas “oficiales” del “Recibí” y el “Entregué”, con sendas copias para Gribov y Abukov. Por finales, y en tanto Gribov metía su parte del “botín” en la cámara frigorífica particular que se hiciera instalar en el almacén, Abukov dejó la suya en el camión frigorífico que cerró con la llave que siempre llevaba colgada del cuello. 

Mientras Mustai y Balashev se encargaban de descargar los muebles Víctor Yuvanovich se dirigió más corriendo que andando al Hospital, en la querencia de las habitaciones de Larissa Davidovna. La doctora había visto entrar al convoy de avituallamiento y, por tanto, algo después, los dos camiones que cerraban el convoy, el que conducía Abukov y el que llevaban Mustai y Balashev. Hasta divisó los rubios cabellos del que para ella era su amado esposo, a los que los rayos del sol vespertino hacían brotar dorados destellos. Tuvo que poner toda su fuerza de voluntad para reprimir su innato instinto de correr hacia él y lanzarse en sus adorados brazos sellando sus tan añorados labios con el beso más apasionado que sea dado concebir. Por finales, con el alma en vilo de la ansiedad por él que la dominaba, la enamorada mujer corrió a sus habitaciones, a la espera del ser tan amado que, no le cabía duda, pronto se reuniría allí con ella.

Y, efectivamente, Abukov apareció pronto ante ella. En ese momento, Larissa Davidovna estaba junto a la ventana, oteando la explanada a la espera de verle, pero él había llegado por el lado contrario de modo que, hasta que se abrió la puerta y él surgió ante ella, no pudo verle. Al instante, el rostro de la mujer se iluminó con una gozosa sonrisa mientras en sus ojos chisporroteaba la felicidad más infinita. Una vez más Víctor Yuvanovich se sintió perdido en la espléndida, casi salvaje belleza de la mujer que dominaba por entero sus sentidos, su voluntad, todo su ser en suma. De nuevo, y una vez más también, sus ojos se prendieron en los negros cabellos de su amada, de un negro brillante que el sol hacía refulgir al besarlos; o de la maravillosa turgencia de sus senos, que claramente traslucía la tenue seda de la bata uzbeka que lucía y tan bien hacía resaltar las sensuales formas femeninas de Larissa Davidovna. Al unísono, con los brazos abiertos cuanto les era posible, ambos amantes corrieron uno hacia el otro hasta fundirse en el abrazo más dulce y estrecho que nadie pueda imaginar. Los besos apasionados, ardientes cual las brasas más encendidas del universo se mezclaron con las caricias más dulces y sentidas, las palabras entrecortadas por la pasión con que ambos dos se comunicaban su mutuo e inmenso amor. Pero esos momentos de pasión encendida en amor inmensurable duraron poco, pues en no muchos minutos apareció también por la explanada el camión del coronel Kabulbekov con su grupo de hembras-artistas que, como cada viernes y a esas horas más o menos, acudían a los ensayos del fin de semana. Abukov mostró su contrariedad diciendo

  • ¡También que es oportuno el amigo Kabulbekov!
  • ¡Hala cariño, no te enfurruñes! ¡Ten paciencia mi vida…! ¡Ya habrá tiempo luego… a la noche!... Pero ahora debemos reunirnos con nuestros hermanos y hermanas. Todos te esperan impacientes. No les hagamos esperar más.

Con esa suavidad, esa incomparable dulzura de que sólo es capaz la mujer enamorada, Larissa calmó la efervescencia de su marido, se cambió de ropa, poniéndose un veraniego vestido camisero, cerrado casi hasta el cuello y, junto a Abukov, los dos caminaron a buen paso hacia la nave donde se construía el teatro.

Tan pronto Abukov llegó al teatro volvió con un grupo de sus “artistas” al camión frigorífico, pues no eran sólo los muebles lo que había traído para el teatro, sino también un pequeño ramillete de instrumentos musicales para que la orquesta echara a andar; modestamente, sí, muy modestamente, pero aquello, al fin y al cabo, era un principio: Tres violines, un par de trompetas, dos flautas, un oboe y una armónica. Todo ello adquirido en Tiumen con algunos vales estatales aportados por el camarada Comisionado de Cultura. Los instrumentos podían completarse con la percusión, timbales y tambores logrados a partir de bidones vacíos de combustible, aceite etc. que en el tendido abundaban.

También trajo Abukov de Tiumen las únicas dos partituras completas que encontró: La del ballet “El Lago de los Cisnes”, de Piotr Ilich Tchaikovsky y “La Viuda Alegre” de Franz Lehar. Completó este pobre repertorio con las adaptaciones para piano del “Tannhäuser” y el “Lohengrin” de Richard Wagner más los libretos de las obras teatrales “Los Bandidos” y “Wallenstein” de Friedrich Schiller, “El Inspector” de Nikolai Gogol y “Los Correos” de Aleksandr Puschkin. En todas ellas era fácil introducir unas escenas de oraciones, incluso una misa. Lo malo era que las adaptaciones para piano había que pasarlas a partituras  para cada instrumento de la orquesta, cosa que hicieron los propios instrumentistas, a cuya labor de inmediato se pusieron con todo entusiasmo. Hasta el propio director de la orquesta se tuvo que pasar las adaptaciones pianísticas a la partitura de dirección.  Cuando el ensayo terminó y el coronel Kabulbekov y sus chicas subieron a su camión para regresar al campo de mujeres, despidiéndose hasta el día siguiente, Víctor Yuvanovich con Larissa Davidovna, el profesor Polevoi y el cirujano Fomín emprendieron también el regreso al hospital. Abukov en silencio, muy serio y con la vista perdida en el horizonte.

  • ¡No lo entiendo, no comprendo por qué, se me escapa!
  • ¿Qué te preocupa, padrecito?-Dijo Polevoi-
  • La actitud de muchos miembros de la comunidad. No había calor alguno hacia mí; sólo frialdad, cuando no manifiesta hostilidad en más de uno. Y no entiendo el por qué.

El profesor lanzó un hondo suspiro, fijó la vista en el horizonte, sin objetivo determinado alguno, para luego pasar un brazo sobre los hombros del “padrecito”, como atrayéndole hacia sí, como si quisiera ensayar un abrazo paternal en el sacerdote atribulado en dudas.

  •  Verás, Viktorenka, lo que hay entre Larissanka y tú enseguida fue del dominio público: No hay nadie, absolutamente nadie en el campo que no esté al cabo de la calle. Y en la comunidad sentó fatal tu infidelidad sacerdotal. Durante estas dos semanas tuvimos muchas reuniones entre nosotros debatiendo el tema y sus consecuencias. Se volvió a usar el antiguo centro de reunión, la carpintería, como antaño hacíamos. Tarde, muy tarde; de noche, muy de noche. Con añoranza recordábamos al pobre Piotr nuestro anterior pastor. Al final se impuso el sentido común entre nosotros y, si bien hay bastantes hermanos testarudos, la mayoría estuvimos de acuerdo en admitir el hecho como algo natural entre hombres y mujeres; algo que, en cualquier caso, sólo atañe a los interesados y a sus conciencias ante Dios. Sí, lo admitimos y hasta lo justificamos; aunque en muchos casos, yo por ejemplo, nos tapáramos las narices para hacerlo. Los otros, simplemente, tardarán más tiempo en asumir lo que, sea como sea, hay que asumir en bien de todos, en bien de la Comunidad, que es lo que importa.

El profesor Polevoi cayó unos minutos y el grupo siguió caminando en silencio. Hasta que el que rompió a hablar fue Fomín, el cirujano

  • Fedia es muy humilde al hablar. Sí, sé que le costó mucho aceptar lo que había que aceptar, y doy fe de que yo era de los más reacios a todo; pero fue él el que me convenció a mí y tantos más. El, cuando nos hizo ver que tú, Víctor Yuvanovich Abukov, sólo hiciste que seguir el consejo que te diera cuando te revelaste a Larissa Davidovna y él mismo como el sacerdote que venía a sustituir al malogrado padrecito Piotr: Que aprendiera de nosotros, los reclusos, y siguiera nuestra Ley: Lo único importante es sobrevivir, y cualquier medio es bueno para lograrlo. Luego, ¿no sería este el medio por el que Larissa y tú podéis afrontar el día a día aquí, en un JaZ del GULAG? ¿Amaros los dos acaso es más condenable que robar, que matar? ¿No pueden considerarse todos esos actos como un todo, como un medio extraordinario para que todos nosotros, vosotros dos y todos nosotros, los reclusos, cristianos o no, podamos sobrevivir a este horrible infierno terrestre? Sí, así nos habló el amigo Fedia a todos nosotros. E, irónicamente, muchos fuimos los que acabamos por convencernos de lo que nos decía, en tanto él mismo no estaba tan convencido de sus propios razonamientos. Por cierto, que también hay algo que creo debéis saber los dos, tú padrecito y tú, Larissanka. Que uno de los pocos que nunca tuvo que convencerse de nada es el general Krachev, pues siempre dijo lo mismo: “Sólo Dios puede juzgar a Abukov y a Larissanka. Además, ¿no está escrito “Por tanto, el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer en una sola carne”?” (Génesis 2,24/Mateo 19,4.5.6) (5)  

Por finales, el grupo llegó al hospital, entrando a la gran sala de espera. Entonces, mientras Abukov agradecía al cirujano Fomín y al profesor Polevoi su comprensión, Larissa Davidovna fue más allá, pues besó a ambos hombres en el rostro y, en especial, al ya casi anciano profesor, diciéndole al despedirse “Ia liublio tibie, otets,”(Te quiero, padre). Luego, cada uno marchó a donde iba. Abukov y Larissa a las dependencias de ella, donde ya dormía siempre que estaba en el campo de Rassim. La pareja entró en el pequeño apartamento y, en tanto Víctor Yuvanovich iba a la cocina a servirse una copa de vino, Larissa pasó al dormitorio a cambiarse: Se despojó de cuanto llevaba dejando sobre su piel sólo la consabida bata de suave seda finamente bordada, la misma bata uzbeka que lucía antes cuando Abukov vino a verla. Así y descalza, tal como acostumbraba estar en casa, se dirigió a su vez a la cocina         

  • Venga Viktorenka, deja el vino para luego y ayúdame a sacar la cena a la mesa

Y Viktorenka complació a su esposa como es debido. El preparó la mesa: La mantelería, mantel y servilletas, de las grandes ocasiones que la solícita mujercita sacaba siempre que su marido estaba en casa, más platos, cubiertos… Hasta un pequeño jarrón de cristal estilizado, alto y de boca muy estrecha, en el que lucía un ramito de violetas, las flores preferidas de Larissa, que él le llevara en este viaje, pues Víctor Yuvanovich era un delicado marido para su adorada esposa.

Luego Larissa vino con las delicias que Nina Pavlovna, la oronda cocinera jefe, preparaba para ellos esa noche, como  cada una que Abukov pasaba dentro del campo.

Cenaron en amor y compañía, regalándose con un excelente vino seco de Georgia durante la cena y para el postre, unas riquísimas “Krender” (rosquillas escarchadas con nueces), vino dulce de Crimea.

Tras la cena, entre los dos levantaron la mesa y también entre los dos, fregaron y secaron vajilla y cubiertos, dejando mantel y servilletas listas para sacarlas a la lavandería al día siguiente. Luego, enlazados por la cintura y entre apasionados besos y caricias, juntitos, muy juntitos, los dos se dirigieron al dormitorio.

La noche iba pasando pero Viktorenka y Larissanka permanecían ignorantes al tiempo, pues estaban viviendo un presente permanente, sin pasado ni futuro, pues su vida entonces se limitaba a los transportes de infinita felicidad e inmensos goces que, la una al otro, el otro a la una, incesantemente se  prodigaban: En esos momentos sólo su amor existía y sólo vivían para vivirlo hasta la propia extenuación de ambos

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  •  

    Rassul Suleimanovich estaba en camiseta y calzoncillos, tras ver malograda su siesta por la llamada del subteniente al mando del primer control de acceso al campo, cuando Balashev llamó estrepitosamente a la puerta de su habitación para entrar a continuación sin que nadie le concediera permiso para hacerlo

    • Hola Rassul Suleimanovich; a la vista, que Siberia todavía no me ha devorado.
    • Si lo hubiera hecho, no hubiera podido deglutirte y te habría devuelto de su inmenso estómago. ¡Imposible encontrar algo más indigesto que tú!... ¿Piensas instalarte aquí?
    • Rassul Suleimanovich, ahora soy un ciudadano libre y puedo instalarme en el lugar de Siberia que más me agrade. Además, soy un miembro destacado del sindicato de actores “Teatro La Aurora”: He traído un camión repleto de muebles con que vestir el escenario
    • Ya, ya he visto cómo los descargabais del camión. ¿Dónde los has robado?
    • ¡Me ofendes, Rassul Suleimanovich! ¡Soy un ciudadano honrado! ¡Regenerado y reinsertado en la sociedad soviética! ¡Tengo trabajo y vivo honradamente! Los muebles son míos y bien míos.
    • ¿Puedes demostrarlo, Ivan Mihailovich, gran príncipe de los ladrones?

    En este punto, Balashev sacó un documento que enseñó al comandante jefe del campo Rassim, aunque sin soltarlo ni un momento

    • Desde luego. He aquí el documento firmado por la honorable viuda Grigorieva, según el cual me ha vendido los muebles. Ella los heredó de su difunto esposo, el muy honrado camarada Grigoriev, junto con el camión, pues el difunto era camionero con vehículos propios

    Rassim miró brevemente el documento que acreditaba la compra-venta de los muebles. Le dio un manotazo que mandó el papel al suelo, pero Balashev lo recogió al instante, por aquello de “Por si las moscas”

    • ¡Bah, papel mojado! ¡Se pueden confiscar en cualquier momento! ¡Ahora mismo si quisiera!
    • Hazlo, y al momento tendrás que dar explicaciones al camarada general jefe del KGB en Tiumen de semejante atropello. Tendrías que dar muchas explicaciones, y lo sabes, camarada Rassul Suleimanovich. ¡Hasta en Moscú deberías darlas, pues mi protesta iría directamente al camarada Ministro de Interior, y a la Jefatura Central del GULAG!

    Nombrar a Moscú, bien lo sabía Balashev, era mano de santo en toda la URSS: No había personaje, por encumbrado que estuviera, que no temblara y le entraran sudores a su sola mención.

    •  Me debes una revancha, Ivan Mihailovich Balashev. Lucharemos y si gano me quedo con los muebles. No irán al teatro.
    • Y si quien vence soy yo, ¿Qué gano?
    • Conservar los muebles, que a saber de dónde proceden, Ivan Mihailovich….
    • Pues creo que no, Rassul Suleimanovich. ¿Por qué tendría que luchar contigo? No, así no combato contigo. No tengo interés alguno en, simplemente, volverte a tumbar.
    • Pues despídete ya mismo de los muebles
    • Pues prepárate a ser llamado a Tiumen, a Moscú incluso. Conozco al camarada jefe de la Central de Transportes en Surgut… Y el camarada Comisionado de Cultura en Tiumen está muy interesado en el proyecto cultural del camarada Abukov. ¿Cómo crees que le sentará al camarada Comisionado semejante arbitrariedad contra el sindicato “Teatro La Aurora”, tan querido por él?

    Ivan Mihailovich Balashev calló tras lanzar este “farol”, como se diría si ambos hombres estuvieran jugando una reñida partida de póker, aunque algo de eso es lo que ahora Balashev hacía con Rassim, aunque éste ni cuenta se diera de ello. Siguió algunos segundos más callado, observando el efecto que sus palabras causaban en el comandante del campo, que aparecía cada vez más confuso ante él. Entonces, seguro de haberle ya llevado a su terreno, el ex convicto prosiguió

    • Claro, que si quisieras apostar algo contra mis muebles… pues….
    • ¿Qué quieres que apueste?
    • ¿Y cómo lo voy a saber ahora, Rassul Suleimanovich, viejo zorro…? Dame un tiempo para pensarlo… ¿Para cuándo piensas que lo disputemos? El combate digo, claro
    • ¡Este domingo!
    • No, no. Muy precipitado… Seguro que tú estás en plena forma, no hay más que verte. Hasta habrás entrenado en estos meses… Pero yo llevo años sin hacer nada… ¡Tendrás que darme tiempo….! Se me ocurre una idea. Celebremos el combate el mismo día en que se inaugure el teatro, por la mañana…. ¡Qué gran día para ti si me vences! ¡Doble triunfo, a mí me podrás humillar de lo lindo y al mismo tiempo, aniquilas el proyecto de Víctor Yuvanovich, antes incluso de que pueda echar a andar.

    Balashev advirtió perfectamente cómo los oblicuos ojos de Rassim se iluminaban en brillo diabólico, imaginándose tan feliz momento: ¡Ahí es nada; dos pájaros de un tiro! Porque, desde luego, si esa mañana él se apoderaba del mobiliario, el “Teatro La Aurora” no podría inaugurarse, pues los muebles no se podrían sustituir en bastante tiempo. Y, tras anunciar la inauguración a bombo y platillo, la suspensión sería el fin del proyecto de Abukov…

    • Por mí conformes. La mañana del día de la inauguración en privado. Los dos solos en mi despacho, sin testigos
    • Perfecto Rassul Suleimanovich. Esa mañana sabrás lo que deberás pagarme si pierdes.
    • Eso, si pierdo. Y ahora, sal de mi presencia antes de que te eche mis perros encima.

    Ivan Mihailovich salió contento de la entrevista con Rassul Suleimanovich, pero éste se quedó sombrío en su despacho, viendo por la ventana cómo el ex convicto se alejaba de la Comandancia. Había visto bien a Balashev: Rebosante de energía y ganas de vivir. Le vinieron a la memoria los años transcurridos y con estupor comprendió que Balashev, el antiguo recluso, había salido mejor librado que él. El que antaño fuera recluso ahora era un hombre libre que vivía en paz y a su gusto allá donde quisiera, eso sí, dentro de la inmensidad de Siberia; pero donde él mejor quisiera, sin tenerse que limitar a ningún lugar en particular. En cambio él, el teniente coronel Rassul Suleimanovich Rassim, estaba constreñido a los límites del campo JaZ 451/1. Al final, él no era sino otro prisionero más del campo. Y como él, sus oficiales, suboficiales y soldados, pues todos ellos estaban condenados a permanecer allí. ¿Qué les diferenciaba de los reclusos que debían vigilar? Que ellos vestían uniformes militares… Bueno, y algunos “detallitos” más, había que admitirlo. Pero tan prisioneros como aquella turba de desgraciados que sufrían las iras de Rassim y su gente, no nos engañemos. Al final, Rassul Suleimanovich comprendía que, realmente, toda la población que habitaba los JaZ, tanto guardianes como guardados, eran víctimas del sistema. A su memoria vinieron tiempos muy, pero que muy lejanos, cuando él no era sino un oficial más del Ejército Rojo. Cuando era un joven teniente y un muy joven para lo usual en las Fuerzas Armadas Soviéticas, capitán. También cuando era un casi maduro comandante o un no muy maduro teniente coronel. Entonces todavía no era como ahora, todavía no era el ser cruel y despiadado en que el servicio al KGB le convirtió. Cierto que siempre tuvo un genio muy vivo y que de siempre mostró un carácter violento, pero sin llegar a gustar de causar daño por el simple placer de ver sufrir a un ser humano, de experimentar ese sublime placer que representa el sometimiento de un semejante, ejercer el dominio absoluto sobre no uno, sino miles de seres humanos; humillarlos y pisotearlos hasta niveles dantescos. Y someterlos a su voluntad mediante el más descarnado terror. Eso vino después, cuando se hizo soldado-policía del KGB, cuando arribó a ese universo satánico que son los campos JaZ. Cuando, además, perdió a su Tania (Diminutivo de Tatiana), su mujer, que se negó a seguirle hasta enterrarse en aquellos agujeros perdidos en la inhóspita Siberia que son las “islas” del GULAG según Aleksandr Solyenitzin. Incluso pidió divorciarse de él. Por cierto, que entonces se enteró de que su “solícita” mujercita, amén de “liarse” ni se sabe con cuántos “santos” varones, había guardado celosamente los partes del hospital que atendiera a la infortunada Tatiana Rassimova cuando, según opinión general, le pasó por encima algo así como un camión, sólo que en esos documentos, cualquiera sabe con qué fundamentos, casualmente aparecía el nombre del marido de la interfecta. ¡Pues vaya con la mosquita muerta!

    Finalmente Rassul Suleimanovich, dando un manotazo al aire, quiso borrar de su mente esos pensamientos, los fantasmas de su cerebro como solía llamar a esa especie de pesadillas que poblaban sus pensamientos en sus exiguas “horas bajas”

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El siguiente viernes, el coronel Kabulbekov no se presentó en el campo JaZ 451/1 con sus 22 muchachas. No señor, no, pues se presentó con 31 hermosas mujeres, 9 más que las 22 habituales, las 9 flautistas que se habían preparado en su campo de mujeres. Todas ellas ensayando, semana tras semana, a escondidas. Las nueve chicas se fabricaron, cada una, su propio instrumento, tallándolo a partir de ramas un tanto  gruesas o troncos muy finos valiéndose para ello de heterogéneas herramientas que, misteriosamente, desaparecían sin dejar rastro tras de sí del taller mecánico, el eléctrico o de la carpintería; hasta algún bisturí del hospital se perdió sin que nadie pudiera explicarse cómo, y un par de soldados de la guarnición se pelearon con algunos camaradas al llamarles ladrones culpables de la desaparición de su preciada navaja de afeitar.

Pero en ese conjunto de 31 chicas se daba una rara casualidad: Veintinueve de ellas eran miembros de la comunidad cristiana del campo de mujeres. Y no porque se diera lo que podríamos llamar “discriminación positiva”, no, sino porque las chicas de la comunidad empezaron a trabajar, es decir, a ensayar unos diez días antes que las demás y, lógico, estaban mejor preparadas, más “a punto”. Claro, que habían contado con la ventaja de que Abukov les avisó y previno para que empezaran a trabajar esos diez días antes que ninguna.

Y sí, “chicas”, porque eso es lo que eran, pues ninguna excedía los treinta y cinco años.

Estuvieron en el campo de Rassim los tres días, viernes, sábado y domingo, pero eso sí, volviendo a su campo cada noche. Y desde entonces el camión del coronel Kabulbekov  cada viernes entraba en el campo JaZ 451/1 con esas treinta y una reclusas al menos. Sí, al menos, porque pocos viernes después la suma de mujeres que el camión llevaba al campo de Rassim se incrementó en otras veinte más con las que se enriqueció el coro de la compañía de actores “Teatro La Aurora”.

A pesar de su modestia de medios, limitados a tres violines, un par de trompetas, once flautas, nueve de ellas artesanales, un oboe, una armónica y la percusión, dos tambores y un timbal construidos a partir de latas anchas de salazones y un bidón vacío pintados por los “músicos”, el resultado final que el director de la orquesta logó sacar a sus músicos fue extraordinario: Música de ángeles llegaron a ser los sonidos conseguidos. Indudable, que a tan brillante resultado contribuyó en gran medida el conjunto de las nueve flautas formado por las reclusas del campo de mujeres, a cuyo frente, como flautista solista, figuraba la espléndida músico que era Lilit Ivanovna Karapetian.

Pero lo cierto es que las cosas del teatro “La Aurora” no marchaban tan bien como Abukov deseara, pues pronto quedó claro que con la modesta orquesta que se contaba, acometer obras tan orquestadas como el “Boris Godunov”, la preferida por Abukov, era imposible; en consecuencia había que ceñirse a un repertorio más sencillo, de modo que al final se optó la opereta “La Viuda Alegre”. Pero otro problema surgió tan pronto se iniciaron, en serio, los ensayos de la obra escogida. Fueron los propios intérpretes masculinos los que enseguida lo dijeron a Abukov

  • Esto no marcha, Víctor Yuvanovich. Nosotros no valemos para interpretar esto. Somos demasiado viejos, tanto para desarrollar el papel principal como para bailar sobre el escenario. Es preciso buscar otras personas que lo puedan interpretar con más realismo y propiedad que nosotros.

Triste realidad que era preciso asumir. Pero… ¿En quién confiar? Introducir extraños en el seno de la comunidad podía ser arto peligroso. Una vez más, fue la lógica de gentes como el general y Fomín lo que se impuso: Siempre que no fueran esos individuos en verdad peligrosos, como los “comunes” del barracón nº 12, lo más degenerado del campo, se podría confiar en su silencio. Ahí estaban los carpinteros, mecánicos y electricistas que trabajaban en la construcción del teatro para demostrarlo. Todos ellos ajenos a la comunidad, ateos practicantes, mantenían la boca cerrada respecto a lo que tan a menudo sucedía en los ensayos, tapadera de oraciones al Dios en El que no creían. Que en el campo existía una comunidad religiosa muy perseguida por el KGB no era ningún secreto para ellos, pero callaban pues mientras construían el teatro se libraban de los pantanos, bosques y taiga y, cuando el teatro estuviera terminado, también se librarían del trabajo fuera del campo siempre que hubiera ensayos y no digamos representaciones. Además, que el teatro saldría fuera del campo, si tenía éxito, era algo por descontado, con visitas tan interesantes como al campo de mujeres, donde existía el aliciente específico de poder disfrutar de compañía femenina en sus largas noches de invierno o las cálidas del verano. Así que se decidió incluir al recluso “común” Roza Babanov, un kirguís defraudador; administrador de un koljós(6), falsificó la contabilidad durante años, le “pescaron”, y “premiaron” su hazaña con veinte años en Siberia más residencia perpetua en esas tierras.

Como era de suponer, Reza Babanov guardó hermetismo total respecto a lo que no tardó en conocer, por la cuenta que le tenía y, además, resultó ser una “adquisición” importante para la compañía de artistas noveles “Teatro La Aurora”, pues demostró tener una voz bonita y buenas condiciones de bailarín, cualidades estas que tras pocos ensayos, entre el director de la orquesta y el arquitecto-escenógrafo “pulimentaron” de tal manera que Babanov resultó ser un intérprete ideal del papel principal de la opereta, el conde Danilo Danilowitsch. A eso se unió que la intérprete del papel de la viuda millonaria, Hanna Glawari la protagonista femenina, reclusa Margarita Nikolaievna Susatskaia, antes actriz de teatro profesional, a sus cualidades interpretativas unía una muy aceptable voz de soprano, por lo que desempeñaba el papel con verdadera dignidad.

De entre los hermanos de la comunidad se había podido rescatar al escritor Arekin, que apenas llegaba a los cuarenta años de edad y al serio cirujano Fomín, que frisaría en los cincuenta. De manera que ambos, y respectivamente, desempeñaron los otros dos papeles principales de la opereta, el seductor caballero Camille de Rousillon y barón Mirko Zeta en forma arto decorosa, pues resultaron con apreciables voces de tenor y no malas condiciones de danzante. Por otra parte, Anastasia Lukanovna Lasariuk en el papel de Valencienne, la esposa del barón Zeta. Esta reclusa demostró interesantes dotes de actriz por lo que para el papel resultó muy útil, pues su personaje no canta en la opereta.

Anastasia Lukanovna era la mujer fuerte de la comunidad cristiana del campo de mujeres, su indiscutible líder espiritual; ella dirigía los rezos y cánticos en las reuniones religiosas de la comunidad, acompañada por la dulzura de la flauta de Litit Karapetian. Había llegado al campo dos años atrás y, a ciencia cierta, nadie sabía nada de ella; se rumoreaba que fue amante de un ministro que, cansado de ella, la envió directamente al campo de mujeres para evitarse problemas futuros.

También la orquesta se enriqueció con la fabricación casera, pues se unió a su parco instrumental media docena de balalaicas y un violoncelo modelado por un escultor y fabricado en madera de abeto. Sus cuerdas provenían de los intestinos de un gato que, para consternación de varios trabajadores del tendido que se encariñaran con él, un buen día desapareció sin dejar rastro de la aldea de barracones que conformaba la base principal del tendido del gasoducto en la región Surgut-Novo Vostokiny, la que quedaba bajo el control del ingeniero jefe Sergei Semionovich Morosov.

En fin que, poco a poco, el proyecto “Teatro La Aurora” iba tomando forma e incremento.

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Hacia la segunda mitad de Agosto, cuando el corto verano siberiano se empezaba a despedir y el otoño quedaba a la vuelta de la esquina, con su corte de carreteras y campos encharcados, convertido todo en inmenso lodazal, el “Teatro la Aurora” estaba prácticamente listo para alzar el telón e iniciar sus funciones. El teatro en sí estaba terminado a falta solamente de “vestir” y adornar en lo posible sus paredes, a la sazón simplemente enjalbegadas en blanco. Las hileras de, digamos, butacas estaban terminadas y prestas a acoger, con un mínimo de comodidad, a bastantes centenares de espectadores y el escenario por entero terminado, con los decorados acabados, colgados y dispuestos a ser debidamente movidos acto tras acto. Para lograrlo el arquitecto-director de escena-coreógrafo y no se sabe cuántas cosas más, todo en una sola persona, había ideado un complicado mecanismo de poleas que sustituía los decorados tras cada acto, retirando hasta detrás del foro los ya utilizados.

Incluso, en el campo de mujeres, el vestuario estaba dispuesto. En la lavandería tiñeron mantas, cortinas, toallas y sábanas que así se convirtieron en tejidos que los talleres de confección trocaron en suntuosos trajes de noche, adornados con cintas de colores y flores de papel. Pero también se tiñó en negro paño de uniformidad militar con el que se confeccionaron smokings, fracs y chaqués; también casacas y levitas de época, de corte civil y militar.

Pero lo más portentoso era el majestuoso telón de color vivo color rojo fuego. Pero lo grande fue que nadie notó la falta de una pieza de gruesa tapicería en brillante color rojo  en un vagón ferroviario aparcado para su descarga en una vía muerta de la estación de Surgut, que desapareció como por ensalmo.

Aquí conviene anotar que, por cuando apareció en el campo JaZ 451/1 Balashev con los muebles que, según él, eran de la viuda Grigorieva, se había saqueado en el mayor misterio un vagón cargado de mobiliario; además, poco después de este saqueo, de otro vagón también aparcado en vía muerta para su descarga, habían desaparecido sin dejar rastro tres motores eléctricos y una cinta sin fin. Casualmente, a los pocos días, la compañía de teatro aficionado “La Aurora” disponía de tres motores eléctricos y una cinta sin fin que vinieron más que bien para mover el sistema de poleas inventado por el arquitecto Tadtchenko y el pesado telón del teatro.   

Para esas fechas, la compañía de actores llevaba dos meses casi largos de intensos ensayos, pues desde que aparecieron por primera vez en el campo las reclusas de Kabulbekov, lo mismo el director de la orquesta como el “artístico” se emplearon a fondo en conseguir que todo ese conjunto de actores acabara por desempeñar con suma dignidad los papeles encomendados, ya fueran limitados a alguna frase suelta, fueran de algo más fuste o de auténticos protagonistas. Y sin olvidar la puesta a punto del coro mixto, masculino y femenino.

Y qué decir de la orquesta. Su director había conseguido milagros con los modestos medios de que disponía. También cabría aquí destacar la calidad musical de los intérpretes que hacían sonar los instrumentos; todos ellos, todas ellas, resultaron ser excelentes músicos, llenos de interés e ilusión por conseguir unos resultados que más se asemejaban a música celestial, música de ángeles, que música de seres humanos. La representación femenina en la orquesta, por finales, resultó florida, pues del total de veintinueve instrumentos, incluyendo dos tambores de hojalata, un timbal extraído a partir de un bidón vacío y unos platillos obtenidos en forma de dos grandes tapas de uso culinario donados a la orquesta por la cocinera jefe Nina Pavlovna, catorce corrían a cargo de reclusas del coronel Kabulbekov: Diez flautistas, una violinista, una trompetista, una virtuosa de la balalaica y la tañedora del violonchelo.

En fin, que la dirección artística de la compañía, el director de la orquesta y el arquitecto, decidieron que el viernes y el sábado de la última semana de Agosto tendría lugar el ensayo general de la obra y el domingo el estreno. Durante todo el fin de semana siguiente, viernes, sábado y domingo, se darían nuevas representaciones a fin de que la totalidad del campo pudiera presenciar “La Viuda Alegre”.

Así, por fin llegó el día grande de la “Compañía Teatro La Aurora”, el de su primer estreno. Aquella mañana, el camión con las reclusas del coronel Kabulbekov llegó pronto al JaZ 451/1, pero no con las treinta y una acostumbradas, sino algo más de cuarenta, pues también venían peluqueras y maquilladoras que se sumaron a los peluqueros que ya había en el campo de Rassim.

Pero también en esa mañana se reunieron en el despacho de Rassul Suleimanovich éste mismo y Balashev que informó a Rassim de lo que pagaría si perdía el combate que seguidamente dirimirían: Todos los miembros de la compañía “Teatro La Aurora”, hombres y mujeres, carpinteros, electricistas etc. incluidos, celebrarían la inauguración en el mismo edificio del teatro, la nave III del complejo de talleres, y allí pernoctarían esa noche las chicas de Kabulbekov.

Desde luego, Rassul Suleimanovich intentó denegar esas condiciones, pero Balashev se le impuso negándose a pelear con él. Y, ¿será necesario decir cuál de los dos ganó el combate? Claro que no: Lo ganó el campeón de la URSS Ivan Mihailovich Balashev, cierto que no por K.O., pero sí por imposibilidad de Rassim para seguir peleando, pues por finales cayó al suelo totalmente desarbolado y no tuvo ya fuerzas para levantarse. Rassim, entonces,  quiso desdecirse del trato, pero Balashev le amenazó con vocear a los cuatro vientos la vergonzosa derrota del comandante del campo, cosa que la cara del teniente coronel pregonaría a las claras, y su falta de honor al no cumplir su palabra. Por otra parte, pensar en la bacanal que indudablemente se produciría esa noche en el JaZ 451/1 si allí dormían ese atajo de fieras que eran semejantes hembras en celo, también daría lugar a que él, Rassul Suleimanovich, machacara el “Teatro La Aurora”, so pena de demostrarse irrealizable la cooperación entre “hembras” y “machos” enloquecidos por la lívido. Sería, pues, otra manera de, al final, acabar con el maldito proyecto del no menos maldito Víctor Yuvanovich, el camionero metido a promotor teatral.

Luego tuvo lugar el estreno y con toda brillantez; todo el mundo aplaudió a rabiar y se lo pasó en grande. Bien que a su pesar, hasta Rassul Suleimanovich disfrutó con la obra. Y no sólo con la representación en sí, que también, aunque también influyera considerablemente en ello la figura subyugante de una de las, digamos, figurantes, Nigara Akrovovna Yuldacheva, una fémina de ojos y cabellos negros que apabullaba a quien la mirara, pues ese rostro en el que brillaba una profunda mirada felina; ese cuerpo que perdería al más casto de los representantes masculinos de la Humanidad, poseía la salvaje belleza de una pantera negra.

Nacida en Moscú, aunque de padre y madre uzbekos, Nigara Akrovovna había sido una de las rameras de lujo más famosas y con mejor clientela de la capital soviética. Vivía en un suntuoso apartamento donde no faltaban gruesas alfombras, obras de arte etc. amén de poderse permitir lo que casi nadie podía permitirse en la URSS. Pero un día la suerte le volvió la espalda. Fue cuando uno de sus más asiduos clientes, un general soviético que imperaba sobre un complejo de silos con misiles nucleares intercontinentales, de un montón de megatones de potencia por misil, en ese agradable y liviano momento del cigarrillo post-coital de una hermosa noche de vino, rosas y “lengua suelta”, orgulloso de su poder dejó deslizar en los oídos de Nigara un verdadero secreto de estado. Y… ¿Qué pasó? Pues sencillo; que al día siguiente, despejado y ya en su despacho, el respetable general se asustó ante la fatal confidencia y, ni corto ni perezoso, dejando en el olvido los buenos ratos pasados con tan sensual hembra, a la que ahora temía más que Rafael “El Gallo” a un mihureño de seis años y “resabiao”, telefoneó a un colega del KGB. Aquel mismo día, el que siguió a la “visita” del general a su casa, Nigara Akrovovna Yuldacheva fue detenida en su casa por unos muy corteses agentes del KGB que, con exquisita cortesía, eso sí, la depositaron directamente en un avión militar que al momento partió hacia Tiumen, donde otros agentes del KGB ya la esperaban para llevarla al campo de mujeres del coronel Kabulbekov, que por toda documentación de la nueva reclusa recibió su ficha policial, la misma que el KGB tenía de cada ciudadano soviético, y la recomendación de un general del KGB moscovita: “Ruego al distinguido camarada coronel Belgemir Valentinovich Kabulbekov se sirva custodiar celosamente a la ciudadana soviética Nigara Akrovovna Yuldacheva en forma indefinida”. Así, en el mayor sigilo y sin pasar por proceso ni tribunal alguno, con una simple nota del KGB de Moscú, Nigara Akrovovna fue enterrada de por vida en aquel campo que, por “civilizado” que el coronel Kabulbekov quisiera hacerlo, no dejaba de ser lo que era, un averno terrestre.

Pero la joven uzbeka por eso no se amilanó. Acogió su nueva situación como algo irremisible, llena de ese típico fatalismo eslavo, y decidió sacar el mejor partido que pudiera a las circunstancias actuales; siguió ejerciendo su antiquísima profesión, y en la misma forma selectiva de antes: Sólo a oficiales concedía sus “favores”; nada de suboficiales y menos a la burda tropa de seres zafios y que en muy poco le podían ayudar. Así, logró llevar una vida relativamente tranquila y agradable: No se mataba demasiado en un trabajo que se reducía a tareas no muy pesadas, ya fuera en la lavandería, el hospital o los talleres de costura que, la verdad sea dicha, era lo que más la agradaba y, por tanto, donde más solía estar.

De sus frecuentes días de servicio en el hospital fue resultado el trabar una cierta amistad personal con la flautista Lilit Karapetian, lo que la llevó a conocer a Anastasia Lukanovna Lasariuk. Con el trato la amistad con ambas mujeres se fue acrecentando hasta hacerse las tres inseparables; y claro, sucedió lo que tenía que pasar, que Nigara Akrovovna entró en el secreto que ambas amigas guardaban, celosamente, sí, pero no lo suficiente para una más bien asidua convivencia: Su firme militancia en el cristianismo católico. De lo cual devino que, poco a poco, de tiempo en tiempo, también ella acabara por integrarse, con mayor o menor idea de lo que es ser cristiano, en la comunidad cristiana del campo. Eso sí, sin que ello influyera para nada en el ejercicio de su “profesión”, tal vez por aquello de que “Lo cortés no quita lo valiente”

Pero volvamos al hilo de la historia. Al finalizar la función, la “Plana Mayor” del Teatro La Aurora, Víctor Yuvanovich, el director musical y el “artístico”, el arquitecto Tadtchenko, tuvieron a bien invitar a la cena que en breve se celebraría en el interior del teatro al comandante del campo Rassul Suleimanovich y a sus oficiales, invitación que Rassim no dudó en aceptar al momento, esperanzado en la arrebatadora Nigara Akrovovna.

La cena comunal, con asistencia de la compañía teatral al completo, desde el elenco artístico, masculino y femenino, hasta los carpinteros, electricistas, peluqueras etc.; más, los miembros del Sindicato de Actores “Teatro La Aurora” no incursos en la compañía, como el propio comisario Yachiaiev, el almacenero Gribov y la cocinera jefe Nina Pavlovna, el jefe de los talleres mecánicos Raskcha, el herrero Sakmatov y el largo etcétera que completaba los más de doce miembros del sindicato.

Para la cena, Nina Pavlovna se lució por todo lo alto con una serie de platos que representaban exquisiteces de lo más apetecibles, todos ellos generosamente regados con excelentes y abundantes vinos secos de Georgia y Crimea, en tanto que a los postres se sirvió un exquisito vino dulce de Crimea y un champaña georgiano al que no se le podía pedir nada más. Luego, como digno colofón, los licores: Brandys georgianos y de Crimea más, lógico, verdaderos ríos del tan popular vodka.

Y claro, la alegría y el desenfado a lo largo de la cena fue lo normal, incrementándose hasta niveles estratosféricos según pasaba el tiempo y el mucho alcohol ingerido empezaba a dejar entrever sus efectos. Así, llegó un momento en el que, con las primeras blusas y sujetadores femeninos por los aires, el teniente coronel Rassul Suleimanovich, muy, pero que muy contento, descargó su pesado puño sobre la mesa al tiempo que estentóreamente clamaba

  • ¡Aquí se necesitan más mujeres!

Y, la verdad, es que nunca había afirmado nada con más razón, pues la desventaja en que estaba el elemento femenino frente al masculino podía cifrarse al menos en 1-2/1-3, pudiendo incluso llegar al 1-4/1-5 y quién sabe hasta cuánto más podría llegar, pues hacía rato que por la nave III rondaban, al acecho, ni se sabe cuántos nuevos “voluntarios” heroicamente dispuestos a ser “violados” por aquellas fieras femeninas en franca ebullición ninfomaníaca.

¿Consecuencia? Pues que el sesudo coronel Kabulbekov, bastante menos “sesudo” de lo habitual en él, saltó de su asiento y al grito de

  • ¡Aquí se necesitan más mujeres!

Se precipitó hacia el exterior en busca de la central telefónica seguido de cerca por su colega Rassul Suleimanovich, eso sí, ambos tambaleándose ya en forma arto ostensible. Por cierto, que el amigo Rassim llevaba prendida por la cintura a la “pantera negra” la voluptuosa Nigara Akrovovna con un brazo, mientras la mano del otero brazo se perdía en las profundidades pectorales de la “pantera”; pero lo más sorprendente fue que, para sorpresa de cuántos pudieran conocerle mínimamente, por primera vez desde que comandara el campo femenino, llevaba asida por cierta zona aún oculta de su pecho a una de sus propias pupilas, entre la mayor complacencia de la interfecta, que ronroneaba a su oreja cual satisfecha gatita de Angora. Tan pronto los dos comandantes supremos llegaron a la central telefónica, Kabulbekov se puso al habla con el oficial que quedara al mando del campo de mujeres en su ausencia. El susodicho oficial quedó estupefacto ante la orden recién recibida, a saber: Que reuniera a cuantas reclusas pudieran “cargarse” en dos voluminosos camiones, hiciera que se bañaran y refregaran a conciencia, se perfumaran y emperifollaran con afeites lo que las disponibilidades de cosméticos permitieran, se vistieran lo más atractivamente que fuera dado y las metiera a todas en ambos camiones, que debían quedar repletos de “carga” femenina, aunque tuviera que ser con calzador. Y debiendo tener en cuenta que los referidos dos camiones debían estar en la explanada del JaZ 451/1 en menos de treinta minutos.

El estupefacto oficial no daba crédito a la orden recibida; “estoy soñando, o estoy borracho aunque no haya catado una gota de vodka en todo el día” se decía desconcertado, por lo que tuvo la osadía de pedir inmediata confirmación a la orden. Nunca lo hiciera, pues los bramidos de su superior, el tranquilísimo coronel Kabulbekov podría haberlos oído sin necesidad de teléfono alguno, lo que le indujo a pensar que mejor haber puesto la orden en práctica sin meterse en jaleos de confirmaciones. El pobre oficial, absolutamente atribulado ante lo que se le demandaba pues dudaba mucho que se pudiera llevar a la práctica en el tiempo indicado, no conocía bien de lo que aquellas fieras de hembras humanas  eran capaces de hacer cuando “olían” pantalones cerca. Tan pronto a ellas llegó la más nimia noticia de lo que se “cocía” por las alturas, saltaron como si las movieran invisibles resortes y, en menos que se tarda en decirlo, estaban en la explanada donde acababan de aparcar los dos requeridos  camiones, listas a subir a ellos, bañadas, refregadas, perfumadas y demás. Lo malo para el sobrecogido oficial al mando fue repeler la turba de mujerío que allí se le concentró en un santiamén, desbordados los soldados de la vigilancia por aquella masa de hembras enfurecidas, pugnando por un puesto en los camiones que las llevarían al paraíso que para ellas era la multitud de pantalones reunidos en el campo de hombres. Codazos, empujones… hasta mordiscos se sucedían ante sus atónitos ojos propinado todo ello por las reclusas entre sí, por lograr el ansiado puesto en los camiones. En primera línea de todas ellas, defendiendo denodadamente su derecho en ser la primera hembra que penetrara en esa especie de Paraíso Terrenal que era entonces para todas ellas el JaZ 451/1, estaba la tan masculinizada administradora del campo femenino, la forzuda Olga Mijailovna Gasmatova.

Aquel “maremágnum” empezó a “domesticarse” cuando apareció ante ellas un par de docenas de soldados equipados con látigos. Tan pronto los zurriagos comenzaron a restallar alrededor de la masa de mujeres enfebrecidas, éstas iniciaron una prudente retirada de la primera línea de los camiones. Aunque no todas, pues hubo más de una precavida que guardó una excelente situación para ser de las primeras que por fin abordara los codiciados camiones, refugiándose debajo de ellos, aún a riesgo de manchar sus tan guardadas galas, su rostro y piel incluso, por el aceite que, comúnmente, desprendían los vehículos tan pronto como aparcaban en cualquier sitio. Pero, en fin, valía la pena semejante riesgo, pues a fin de cuentas, ¿es que no eran mujeres, y por tanto resultarían apetecibles a alguno de aquellos seres empantalonados? Aunque bueno, a la hora de la verdad, mejor sería cuando prescindieran de los pantalones para ellas. De los pantalones y de lo que llevaran debajo de ellos. Y la primera en arrojarse bajo un camión tan pronto vio hacer acto de presencia a la tropa militar, fue la voluminosa Olga Mijailovna Gasmatova.

Devuelto el orden a la explanada y con el tropel de reclusas haciendo algo que quería asemejarse a una fila de hembras que esperaban poder encaramarse a un camión, salieron las “listas” de debajo de los camiones, con lo que lograron ocupar la cabecera de aquella pretensión de fila civilizada, empezando a continuación la “carga” de los pesados “seis ruedas”, con la Gasmatova y varias “pupilas” del campo más al frente. Y por fin, los camiones iniciaron el viaje hacia el campo de hombres del camarada comandante Rassim, con su “carga” de mujeres completamente apiñadas, pegadas una con la otra de forma que quedaban tan pegadas entre sí cual sardinas arengues prensadas en las famosas cubas de madera, especialidad esta que ya ha tiempo quedó en desuso, al menos aquí, en España. Y así, apretujadas cual las famosas sardinas, las mujeres llegaron al campo JaZ 451/1 para poner pie a tierra en la gran explanada central del campo, frente al edificio del teatro.

Mas no habían acabado de bajar del todo al apisonado suelo de la explanada, cuando un buen puñado de hombres las llevó en volandas hasta dentro del teatro, donde las sentaron por aquí y por allá, obsequiándolas al instante con comida, bebida y cuanto se les antojara de lo que había sobre las mesas habilitadas en el recinto teatral.

Y a partir de ese momento el desmadre más absoluto no se hizo esperar. No pasaron muchos minutos sin que quedara cubierto ni un solo torso femenino. Y si hubiera quedado ahí la cosa pues no hubiera resultado el asunto tan, digamos, deshonesto; pero no señor, que en eso no quedó la desinhibición general del elemento femenino, ni muchísimo menos, pues al poco no era tan corto el número de hembras que quedaron tal y como sus respectivas “mamis” las trajeron a este Valle de Lágrimas, como en tiempos solían llamar a este mundo no pocos clérigos de “Misa y Olla”. Así mismo se empezaron a producir las primeras “escapadas” al exterior del teatro, eso sí, por parejas mixtas, en busca de apacible refugio en cualquier recóndito rinconcito a cubierto de ojos extraños, refugio que convertirían al instante en momentáneo, esporádico nidito de amor.

Pero claro, sucedió que con el “desembarco” de “refuerzos” femeninos, la desventaja de esta mitad del género humano, al menos frente a la mitad masculina de la Humanidad representada en el recientísimo ágape, se había convertido, de golpe y porrascazo, en aplastante mayoría de ni se sabe cuántas féminas por “macho” disponible. Así que también fue menudeando la cantidad de hembra que, totalmente “salidas”, aquejadas de marcado “Furor” más “Puterino” que “Uterino”, salían del edificio del teatro con esforzado ánimo de amazonas cazadoras en busca de “presas”, no para su boca o estómago, no, sino para otra parte, hasta tal vez más importante, de su anonadante anatomía.

Pero sucedió también que no pocas de aquellas “laboriosas cazadoras” se trocaron a su vez en apetecible y dulce “presa” de oscuras figuras de “depredadores” masculinos que a “tutti plen” surgían de las sombras nocturnas por aquí, por allá y acuyá; cambio de papeles que, además, acogían las “amazonas” de la mejor manera, pues era de ver lo “sufridas” y “sacrificadas” que resultaban ser las “pupilas” del coronel Kabulbekov, pues no paraban mientes en cuanto “sacrificio” fuera necesario en pro del bien común. En fin, que todas ellas resultaban ser modélicas camaradas bolcheviques, por más que entre ellas se incluyera alguna que otra cristiana devota 

Pero esa noche tenía características inexplicables, pues en el campo disciplinario JaZ 451/1 se había desatado un verdadero aquelarre que se concitaban situaciones realmente aberrantes, pues en los grupos de obscuras figuras masculinas que surgían de la negrura nocturna se mezclaban en un “totum revolutum” vigilantes y vigilados, soldados y reclusos, delincuentes comunes y “enemigos” del Estado y la Sociedad soviética, todo ello en imposible camaradería. Era como si pudieran convivir juntos y en perfecta armonía lobos y corderos, halcones y palomas, zorros y gallinas… ¡Inexplicable!... O… ¿No tanto?

La cosa es que, cuando los dos comandantes jefe de campo, Rassul Suleimanovich y Belgemir V. Kabulbekov regresaban al teatro tras solicitar los “refuerzos” femeninos, la “pantera negra” que iba colgada del cuello de toro de Rassim dejó deslizar muy quedamente unas misteriosas palabritas a la oreja del comandante del JaZ 451/1 que dieron por resultado que Rassul Suleimanovich, tan pronto entró en el teatro, hablara con varios de sus oficiales allí presentes que, al momento, salieron disparados a comunicar nuevas instrucciones a los distintos oficiales de servicio que comandaban los servicios de vigilancia interior y exterior del campo. En fin, que la cosa era que la vigilancia interior del campo se relajara hasta el punto de no “ver” los movimientos extraños que se produjeran; ítem más, que el portón que cerraba el paso entre el recinto interior de los reclusos y el exterior a ese recinto, se entreabriera, dejando ese portón simplemente entornado. Esto implicaba que, de hecho, se facilita que los reclusos, todos ellos e indiscriminadamente, podrían abandonar sus encierros durante esa noche, si así les apetecía.

Por el contrario, la vigilancia sobre la empalizada exterior, la que circundaba todo el campo, debía doblarse, manteniéndose muy ojo avizor, con las ametralladoras prestas en todo momento a abrir fuego y patrullas de soldados con perros que hicieran rondas consecutivas por todo el contorno exterior que rodeaba el campo, en prevención de posibles intentos de fuga que brillaron por su ausencia.

¿Hará falta decir que aquella fue una noche excepcional, gloriosa incluso? El desmadre fue tal que la mayoría de aquellas féminas se “pasaron por la piedra” tres, cuatro; hasta cinco o seis “objetivos” distintos algunas de ellas. Y teniéndose en cuenta que hubo heroico “objetivo” que aguantó no uno, ni dos, sino hasta tres “repiques de campana” como si tal cosa;  incluso, “objetivo” hubo que llevó su heroicidad hasta más de tres “repiques”, pero debe admitirse que estos casos de heroicidad extrema más bien resultaron ínfimos. Pero bueno, lo cierto es que al día siguiente las desatadas hembras estaban, desde luego, desmadejadas después de noche tan movidita, pero contentas y satisfechas hasta casi estallar de gozo y contento

Pero lo más curioso de aquella noche de acusados despropósitos fue el idilio que protagonizó la musculosa Olga Mijailovna Gasmatova. Y es que nadie podía explicarse el porqué aquella especie de antiguo sargento de caballería, pues a la fornida administradora del campo de mujeres sólo le faltaba el florido mostacho para asemejarse a tal tipo de individuo, se pudo prendar con tan arrebatado ardor del escuálido profesor Fiodor Polevoi. Misterios de la insondable Naturaleza, pero el caso es que así fue. Sin saber cómo ni de qué manera, el asustado profesor de pronto se vio literalmente arrastrado a su propia habitación, donde sin comerlo ni beberlo se vio enteramente desnudo, sobre su propia cama y con el corpachón de la administradora encima de él, desnudita también, como está mandado y ordenado. Pero es que lo más asombroso para el comedido y serio profesor de Cibernética era que “aquello” que, con absoluta flacidez solía sestear entre sus dos piernas, prodigiosamente acabó por despertarse y adquirir una esplendidez de la que ya ni recordaba si alguna vez en su más lejano pasado se produjera. Y sí, aquella “cosa” se despertó del todo, adquiriendo una vitalidad absolutamente nueva y desconocida para él.

La nota discordante de aquella irrepetible noche la dio el “padrecito” Víctor Yuvanovich Abukov, que ante el cariz que las cosas empezaron a tomar demostró una viva y frustrante contrariedad que pasó a franco enojo cuando se supo que nuevas mujeres estaban en camino para “alegrar” aún más el festejo convertido ya en franca bacanal, por lo que su amante esposa, Larissa Davidovna, estimó que lo más conveniente sería tirar de su adorado marido y arrastrarle hasta la casa para allí, y con ambos entre las sábanas, aplacarle debidamente, objetivo que acabó logrando con mayúsculo éxito cuando Abukov comenzó a bramar en el éxtasis del máximo placer conyugal. Era ya avanzada la  madrugada cuando Larissa Davidovna, poco a poco, caía en brazos de Morfeo, en los que hacía ya tiempo se sumiera su amado esposo Víctor Yuvanovich. Lo grande es que para entonces la doctora Chakovskaia estaba absolutamente convencida de que en nueve meses, día más día menos, ellos, Viktorenka y ella misma, ya no serían dos, sino tres…

Ah, intuiciones sin mucho fundamento que a veces tienen las mujeres y que, no pocas veces, el tiempo les da la razón.

Llegaron las últimas horas de la madrugada con las primeras claras del alba anunciando el amanecer del nuevo día, el lunes. Si allí, en el JaZ 451/1, hubiesen conocido la canción del catalán J. M. Serrat, “Fiesta”, su letra le hubiera recordado bastante lo que vieron aquellas primeras luces del nuevo amanecer:

                                                                                              Se acabó.

                                                                                              Que el sol nos dice

                                                                                              Que llegó el final.

                                                                                              Por una noche se olvidó

                                                                                              Que cada quién es cada cual.

                                                                                              Y con la resaca a cuestas

                                                                                             Vuelve el pobre a su pobreza

                                                                                             Vuelve el rico a su riqueza

                                                                                             Y el señor cura a sus misas.

                                                                                             Vamos bajando la cuesta

                                                                                             Que arriba, en mi calle,

                                                                                             Se acabó la fiesta.

Así sucedió realmente, que cuando esas primeras luces del alba anunciaban la llegada de un nuevo día, la explanada, desierta desde lo de “cada oveja con su pareja”, volvió a verse transitada por leves sombras, principalmente grupos de dos figuras, una masculina y otra femenina, que llegadas a un punto se separaban tras unirse en una última caricia, las masculinas camino bien de los barracones que albergaban a los hombres de la guarnición, bien al portalón que daba acceso al recinto interior, donde se hacinaban los reclusos; las figuras femeninas en cambio, todas ellas, tomaban la dirección hacia el edificio del teatro, la nave III del complejo de talleres.

Pero no era sólo en la explanada exterior donde se veían parejas despidiéndose después de aquella noche tan especial: También en la explanada que se extendía en el centro de la aldea de barracones de los reclusos aparecieron hombres y mujeres, besándose, acariciándose, quizás para nunca más volver a verse… Aunque… ¡Quién sabe!... Quizás mañana, o pasado, o cualquier otro día, pudieran volver a encontrarse, a verse, en el lidero del bosque coincidiendo casi en el mismo lugar las brigadas de leñadores y leñadoras, los reclusos del JaZ 451/1 y las reclusas del campo de mujeres. O, incluso, si cualquier día se otearan en la lejanía a lo mejor se arriesgarían, bien ellos, bien ellas, a subrepticiamente acercarse y encontrarse en el campo de nadie, a pesar del enorme riesgo que para ellos, los reclusos, tal acción implicaba. No sería el primer recluso que, sorprendido holgando con una hembra reclusa, se le descerrajaba un disparo en la cabeza, pasando así, directamente, de los brazos de Eros a los de las Keres (7)

Una cosa era común: Para todos, para todas, estaba rota la magia de aquella noche única, y se avecinaba la miseria cotidiana, la de cada día…  

Aunque, para muchos de ellos, muchas de ellas, ese lunes era algo especial, pues en su pecho había algo que antes no había: Una nueva ilusión, un nuevo motivo para anhelar el nuevo día, el nuevo día y el otro, el siguiente, el otro siguiente… y así casi indefinidamente, con la esperanza de que en cualquiera de esos días que, ojalá siguieran amaneciendo, pudieran vislumbrar a lo lejos una figura, ora masculina ora femenina, que, si acaso no les trajera al alma el cariño, el amor de hombre-mujer/mujer-hombre, al menos encontraran en esa figura la amistad, el aprecio, el placer de una noche que en su cerebro siempre sería el ayer más reciente, pues sus instantes habían sido los únicos de felicidad, dulzura y sosiego desde hacía… ¿Siglos tal vez?

Y a la vista de esas figuras, subrepticiamente, con el mayor cuidado y el mayor de los sigilos, pero sin dudarlo ni un segundo y con la mayor decisión del mundo, tratarían de unirse en cualquier lugar de la taiga, del bosque, del pantano, las dos figuras humanas que a lo lejos se vieran y reconocieran, para reverdecer aquel maravilloso recuerdo de una sóla noche, noche que para ellos había sido infinito resplandor en su eterna noche de horrores. Y si para lograr eso, tenían que pagar con un disparo en el cerebro… ¿Qué importaba?... ¿Es que, acaso, no llevaban ya una eternidad muertos?... Pues eso.

F I N

 

NOTAS AL TEXTO

  1. En el libro “La Especie Elegida”, del antropólogo español Juan Luis Arsuaga, director de las excavaciones de Atapuerca, el yacimiento que ha proporcionado los especímenes más antiguos, además de ser los más numerosos de Europa, casi tantos como entre todos los demás yacimientos paleolíticos europeos, dice: “La evolución biológica del Hombre hizo que la relación macho-hembra trascendiera el simple hecho biológico de la reproducción, para mantener unidos en el tiempo a un macho y una hembra, cosa necesaria para el correcto desarrollo de la cría humana, dado que, al ser más duradero que la del primate común, precisa muchos más cuidados” Es decir, que lo que nosotros entendemos por “Amor” o “Enamoramiento”, ese impulso que nos lleva a distinguir a un determinado ser de nuestra especie entre todos los demás, no es sino un resultado de la evolución biológica del ser humano, un rasgo más de los que nos distinguen de casi todos los demás organismos biológicos. Y digo de casi todos los demás, pues no somos los únicos seres que, por lo común, practican la monogamia, pues existen otros, como uno de los primates hominoideos más primitivos, los gibones o hilobátidos, que son monógamos de por vida, no como el ser humano que, progresivamente, se va decantando más y más por las monogamias sucesivas.
  2. Aquí me refiero a una opinión mía muy personal: Soy cristiano católico ferviente, por lo que firmemente creo en el Dios Creador del Universo, “De Todas las Cosas, Visibles e Invisibles” como dice el Credo en Latín (Visibilium Omnia et Invisibilium), pero como ser inteligente, también estoy seguro de que el Universo se formó por causas naturales como, por ejemplo, la famosa teoría del “Big Bang” o Gran Explosión, la teoría creativa con más visos de ser la cierta. Luego debo creer que, si el Universo y todo cuanto existe, vida terrestre incluida, debe su origen a las Leyes Inmutables de la Naturaleza, las Leyes de la Física, con la de la Revolución o Movimiento de los Cuerpos en el Espacio, de la Química etc., estas Leyes Inmutables fueron instituidas por el Dios Creador del Universo. Así, las Leyes Naturales en general, la de supervivencia incluida, son también Instituciones Divinas, digamos que creaciones o “inventos” de Dios, luego Dios se negaría a Sí Mismo si condenara un impulso nacido de El Mismo, sería pues una contradicción de Dios
  3. Hace ya bastante tiempo vi en la “Tele” una película española de los años 60. Estaba basada en un hecho, al parecer, real: Durante la Guerra Civil española un sacerdote, huyendo de la persecución religiosa que se desató en la España republicana a partir del 18-19 de Julio, busca refugio en una unidad anarquista del Ejército Republicano. Durante la batalla del Ebro, esa unidad es retirada del frente para descansar y reorganizarse en un pueblecito catalán de segunda línea. Allí, el pelotón o escuadra donde milita el sacerdote es alojado en la casa de tres hermanas, ansiosas de “hombre” tras más de dos años de tener a sus jóvenes y no tan jóvenes fuera, en la guerra. Y las tres acaban encaprichándose, precisamente, del “curita”, llegando una de ellas a casi, casi “llevárselo al huerto”: Digamos, que se “salva por la campana”. Hace poco la volví a ver en uno de esos canales “Online”, y se me ocurrió desarrollar unas circunstancias extremas en las que un ferviente católico, como yo por ejemplo, podría asumir sin más problemas, la ruptura del voto de celibato. No me digan que lo del celibato es algo antinatural, lo de que un “cura” no es más que un hombre como los demás, porque eso no es sino demagogia. Mantener la fidelidad matrimonial durante toda la vida entonces tampoco sería natural, y sin embargo estoy seguro de que somos muchos más los que, antes al menos, la mantuvimos que los que la rompieron con “querindongas” o simples prostitutas, por más que también éstos hayan sido legión. Se trata, simplemente, de ser responsable ante la promesa hecha, aplicando concienzudamente lo de que “Quien evita la ocasión, evita el peligro”. Es, simplemente, tener sentido de la responsabilidad libremente adquirida…
  4. Los nombres rusos tienen tres componentes: Primero va el nombre propio del individuo. Luego el patronímico, que hace referencia al nombre del padre; se forma con el nombre propio del padre al que los varones agregan la desinencia “ovich” o “evich”, y las hembras la desinencia “ovna” o “evna”, que, respectivamente, vendrían a ser “Hijo de” o “Hija de”. Finalmente, el familiar, que correspondería a nuestro apellido, el primero, pues el segundo, que tomamos de nuestra madre, en la mayoría de las culturas no hispanas no existe. Es el mismo apellido del padre, lo mismo para varones que hembras  aunque las hijas, hasta mediados de los años 70, solían añadir también desinencia aia o eia, para indicar que eran mujeres de esa familia. De todas formas, antes y ahora, la mujer, al casarse, cambia el apellido familiar del padre por el del marido, al que añade la desinencia "a” u “ova”. Así, en el nombre Iván Mihailovich Balashev, el nombre propio sería “Ivan”; el patronímico “Mihailovich” (Hijo de Mihail=Miguel) y el apellido “Balashev”; Si Balashev hubiera sido una chica, el patronímico hubiera sido “Mihailovna” y el apellido, el mismo “Balashev” o, dado que no habría nacido de mediados de los 70 en adelante, “Balashevaia”. Y cuando Larissa Davidovna Chakovskaia se case con Víctor Yuvanovich Abukov, perderá su apellido paterno, Chakovskaia, para tomar el de Abukova como esposa de Víctor Y. Abukov.
  5. Génesis 2,24 dice exactamente: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.” Mateo 19, 4.5.6 dice: “¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo?” “Y dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” “Así que no son ya más dos, sino una sola carne.”
  6. Los “Koljoz” y “Sovjoz” fueron las dos formas de colectivización obligatoria impuestas por el Estado de la URSS al campesinado soviético. El primer “koljós” surgió ya en 1917, con carácter voluntario, hasta que en 1929 Stalin impone la Colectivización Agraria. El término Koljoz es la contracción de Kollektívnoye y Jozyaistvo, que significa Economía Colectiva. Sovjoz es la contracción de Sovétskoye y Jozyaistvo y significa Explotación del Soviet. El Koljoz funcionaba como cooperativa, siendo cada miembro un koljoznik, en tanto que el Sovjoz era de absoluta propiedad estatal con siendo contratados por el Estado sus trabajadores, llamados sovjoznik. El salario del koljoznik se percibía especialmente en especie de lo producido, pero también una mínima parte en efectivo dinerario; se componía de, digamos, un sueldo fijo, igual para cada uno, y un suplemento por hora trabajada a tanto alzado. Además, una paga extra, creo que al año, digamos que como “Participación en Beneficios”, amén de permitirse la propiedad privada de una pequeña parcela de 0,4 ha. por koljoznik. Por el contrario, el sovjoznik era, invariablemente, un asalariado del Estado que cobraba en efectivo el sueldo. Esto hacía que el campesino soviético prefiriera siempre el Koljoz al Sovjoz. Como es lógico, el Estado asumía la totalidad de la producción de los Sovjoz, en tanto en los Koljoz asumía una parte que podía variar, aunque nunca solía ser inferior al 25-30%. Tanto el Koljoz como el Sovjoz estaban sometidos a tasas mínimas de producción, mediante los famosos Planes Quinquenales, que determinaban lo que cada unidad productora, Koljoz o Sovjoz, debía producir a lo largo del Plan en vigor. Estas tasas, durante la época estalinista, fueron casi imposibles de cubrir por lo altas que eran, lo que redundaba en las estrecheces de la masa campesina, pues, si bien se premiaba la superación de la cuota con una menor asunción del Estado sobre lo producido en el Koljoz o un incremento salarial en el Sovjoz, la presión sobre la producción era tan agobiante, que el “saqueo” del Estado llegó a veces al 50%, incluso alguna vez más, como “castigo” a la improductividad, en tanto que la “vaguería” de los sovjoznik al no cubrir los excesivos cupos de producción se castigó con drásticas reducciones de salarios. Al final, miseria y hambre a  discreción.
  7. En la Mitología griega las Keres eran las Diosas de la Muerte Violenta. Hermanas de Hipnos (El Sueño), Tánatos (La Muerte natural, la muerte dulce) y Las Moiras (El Destino),  sobrevolaban los campos de batalla para apoderarse de los guerreros muertos o heridos para beber su sangre. Se las representaba como seres obscuros, alados y dotados de grandes colmillos y garras, con los que destrozaban a sus víctimas.         

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