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Jugando al gato y el ratón

en Erotismo y Amor

Capítulo 1

A duras penas podía Rafael refrenar los nervios que le consumían encaramado en lo alto de la cerca de piedra, argamasa y cascote que delimitaba la sucinta placita de tientas del millonario terrateniente y ganadero D. Damián Agilar. Los nervios que siempre precedían al momento de enfrentarse al toro o novillo que le caía en suerte. Y no digo miedo porque en esa mañana no tenía que vérselas con las tarascadas del ganado “pregonao” que se soltaba en “capeas” y festejos pueblerinos en plazas de carros o talanqueras, sino con las embestidas de vaquillas no “toreás” ni con las cuatro, cinco Y ni se sabe cuántas “yerbas” podían llevar en la boca ( 1),lo normal que se encontraba por esos pueblos de Dios.

El ganadero había impuesto silencio absoluto al “cotarro” de cinco o seis maletas encaramados al tendido de los “sastres” (2) a fin de que no se distrajera al becerro o vaquilla en turno de tienta. En la arena, una vaquilla casi “utrera” (3) acababa de arrancarse con muy buen son al caballo del mayoral. Llegó a jurisdicción del piquero y la hembra de bravo bajó la cabeza metiéndola con fijeza en el peto del caballo, empujando con fuerza, recargando sin cabecear al tiempo que su cola se convertía en un molinillo de tanto moverla. D. Damián anotó en su libreta de campo la inmejorable nota de la novilla, que “cum laude” pasara la prueba que determinaba su futuro: Casi sin duda se quedaría en la ganadería para alumbrar a su tiempo las nuevas generaciones de becerros-becerras, en vez de acabar su vida, tristemente, en el matadero como res de carne.

A una seña de D. Damián, uno de los toreros invitados a la tienta (4) sacó a la vaquilla del caballo a punta de capote para, una vez la vaquilla fuera del terreno del piquero y perdida ya la fijeza sobre el caballo, el torero se alejó del animal lo suficiente para componerse y, estirándose en actitud desafiante, citó a la novillota llamándole la atención moviendo cuerpo y capote y llamándola a viva voz. La vaquilla se arrancó de nuevo tan pronto se apercibió de la presencia de aquella “cosa” que la provocaba, haciendo que se desatara su agresividad, es decir, su casta, su sangre brava. Una vez más, el proyecto de toda una señora vaca, se arrancó con el excelente “son” que ya antes demostrara, con la cabeza a media altura y fija en la “cosa” que le llamara la atención e indujera a atacar ciegamente. Cuando la aún becerra llegó al terreno del torero, bajó la cabeza metiendo el hocico en el capote que empezó a girar acompasado a su “tren”. Las series de capotazos se fueron sucediendo las unas a las otras, cadenciosas, elegantes, primorosas; y a las series de capotazos siguieron las de los muletazos mandones, poderosos, a los que la vaquilla se rindió enteramente dominada por el buen hacer del torero.

Al fin, D. Damián detuvo el hacer del diestro y, dirigiéndose al “tendido de los sastres”, demandó

  • ¡Haber! ¡El primer valiente!

Rafael no lo dudó ni un segundo, y es que ya sabía muy bien aquello de “Camarón que se duerme se lo lleva la corriente”, luego antes que ninguno de los demás “maletas” pudiera reaccionar, él ya estaba volando rumbo al ruedo de la placita, al tiempo que gritaba

  • ¡Un servidor, D. Damián, un servidor!…

Se había lanzado al ruedo armado de su inseparable muleta y estoque de aluminio. Aterrizó en la arena del redondel e, instintivamente, elevó sus ojos al palco que servía de presidencia y donde solía situarse el ganadero en tales eventos de las tareas de campo propias de una ganadería de bravo, y al que, educadamente. Solicitaría permiso para empezar a torear. Formalidades que todavía se aplican hoy en día. Pero al dirigir allá sus ojos, quedó deslumbrado, por un momento, por la estruendosa belleza de aquella mujer; por aquel pelo dorado que en rizosa cascada caía airosamente sobre unos hombros desnudos, bellos como si el mismísimo Fidias los hubiera modelado, parte de un cuerpo del que diríase que ese mismo Fidias o Praxíteles le moldeara. O los verdes ojos, intensos y profundos como el verdiazul de los caribeños mares.

Rafael se olvidó del anfitrión D. Damián Aguilar, de modo que, despojándose de la gorrilla que cubría su cabeza, se llegó al pie del palco, digamos, presidencial y, alzando el brazo hacia la mujer, brindó

  • Va por usted señorita, la mujer más bella que en mi vida haya visto.

La gorrilla voló hacia el palco, atrapada en pleno vuelo por la mujer, que al instante alegremente se cubrió con ella y Rafael, con reposado paso, fue en busca de la vaquilla, aunque en forma que la distancia entre ambos se agrandaba antes que acercarse. Cuando el “maletilla” se situó a respetable distancia del animal, citó a éste, llamando su atención con la voz y el cuerpo al tiempo que la muleta, plegada sobre su mano izquierda en tanto la derecha empuñaba el estoque de pega, se ocultaba tras su cuerpo. La vaquilla al fin se fijó en él, dudó un momento observándole, y se volvió a arrancar con la prontitud y fijeza de antes. El animal cargaba sobre el chaval como un tren, pero cuando apenas si le separaban del hombre seis u ocho metros, la muleta surgió ante la bestia, avanzando hacia ella hasta que la vaquilla no pudo ver otra cosa ante sí que aquel paño, para nosotros rojo pero para ella simplemente oscuro. (Los bóvidos son daltónicos, sólo distinguen entre claro y oscuro) Entonces la muleta empezó a girar barriendo la arena sus vuelos y arrastrado tras de sí al animal, señalándole el camino a seguir y el ritmo a que debía trotar tras ella. Rafael cargaba la suerte en cada muletazo, en cada uno de esos naturales de factura impecable, mandando su inteligencia y voluntad sobre la fuerza y fiereza del bruto. Así se sucedieron series de muletazos al natural intercaladas con series de derechazos en redondo tras los airosos cambios de mano, rematando cada serie el hondo, profundo pase de pecho, pero pases de pecho de verdad, de esos en los que la muleta barría el lomo del animal de pitones a rabo; adornándose además con vistosas giraldillas, afarolados y la intemerata del arte taurino.

Cuando D. Damián le mandó que dejara a la erala para que fuera sustituida en la tienta por otra, Rafael se llegó al palco para recuperar su gorrilla. La mujer entonces desprendió del pelo uno de los claveles que adornaban su cabello, le besó ostensiblemente y metido en la gorrilla llegó a las manos de Rafael, que tomando la flor en sus manos, a su vez la besó mientras fijaba sus ojos en los de la mujer, que sostuvo su mirada hasta que Rafael la desvió, un tanto cortado ante su audacia.

Unas tres horas más tarde, a eso de la una, la tienta había terminado y los invitados que ocupaban palco y gradas abandonaban la placita en animadas conversaciones y corrillos mientras los adictos al “tendido de los sastres” hacían lo propio por el práctico sistema de saltar directamente al suelo. Luego, mientras los invitados se aprestaban a dar buena cuenta de las exquisiteces culinarias sin duda dispuestas para la ocasión, los torerillos iniciaban la retirada de la hacienda de D. Damián mientras sus estómagos lanzaban lastimeros mensajes de insatisfacción ante el seguro panorama de no poder participar de tan pantagruélico ágape. Entonces, cuando más negro se presentaba el inmediato futuro estomacal, se obró el soñado milagro en la forma de un mayoral que a la carrera vino hasta donde el grupo de “maletillas” iban andando carretera adelante. Agitando la gorrilla les gritaba según se acercaba a ellos

  • ¡Eh, chavales!... ¡Esperad!... ¡D. Damián dice que paséis por las cocinas a que os sirvan algo! ¡El patrón no quiere que os vayáis con los estómagos vacíos, que eso no es de buen cristiano!

Al instante, las lastimeras quejas estomacales se trocaron en gritos de alegría y todos echaron a correr directos hacia los cercanos edificios de la finca, tanto, que trabajo hubiera costado alcanzar al que iba como “farolillo rojo” del grupo.

Algo más de dos horas después, a eso de las cuatro de la tarde, la tropa de “maletillas” había regresado al polvo del camino alejándose poco a poco de la propiedad de D. Damián, su benefactor por aquél día. Llevarían como una hora de polvo del camino cuando desde la lejanía se les acercaba un coche a velocidad claramente excesiva para tan malparado camino. Más en segundos que en minutos el vehículo les rebasó entre densas nubes de polvo, para detenerse un trecho más adelante. Los chavales corrieron hacia el coche, en la esperanza de que un alma generosa les acercara un poco a su meta, el pueblo próximo, a unos tres kilómetros todavía, donde a la noche tal vez pudieran tomar el tope de un mercancías que les dejara en Sevilla. Como es lógico, también Rafael corrió junto a los demás hacia la tabla que, si no era de salvación, sí que les podría librar de una todavía apreciable caminata.

Cuando Rafael llegó al coche pudo comprobar que al volante estaba la bella mujer del brindis de la tienta. Hasta ese momento la mujer había estado ignorando olímpicamente a cuanto chavea se le acercaba, y conste que entre los primeros en llegar allá, precisamente Rafael no estaba. Pero entonces, cuando ella puso sus ojos en él, sí se dignó a hablar, a darse por enterada de que ante su vista había alguien, algo al menos…

  • ¡Vaya!... ¿No eres tú quien me brindó su becerra durante la tienta? ¡El “torerillo” más galante que en mi vida haya visto! ¿Dónde te llevan tus pasos chaval?
  • A Sevilla, señora
  • Pues tienes suerte. Yo también me dirijo allí. Sube.
  • Señora…. ¡No voy yo sólo!
  • Ya veo… ¡Pero ninguno de ellos fue galante conmigo! ¡Sólo tú, luego sólo tú subes! Claro, si así tú lo quieres. ¡Venga, chico, decídete. ¿Subes o no subes? ¡Que es para hoy!

Las vacilaciones de Rafael se acabaron ahí, pues sin decir ni una palabra más, dejó en el asiento de atrás el hatillo con capote, muleta y estoque y se subió al coche, que al momento arrancó dejando tras de sí una nube de polvo que envolvió al grupo de “afisionáos” cuyos casi andrajos quedaron algo más polvorientos que instantes antes.

En el coche que tan raudamente dejaba la tierra atrás, durante unos minutos reinó el silencio, roto al fin por la voz de tan espléndida mujer

  • Hoy has tenido mucha suerte chaval, pues yo no aguanto que un tío dude conmigo. La verdad es que no sé por qué no arranqué el coche tan pronto vacilaste. Puede que no te dejara en tierra por aquel brindis a “la mujer más bella que en mi vida haya visto”. La verdad es que me agradó. En la vida me han dirigido muchos requiebros y lisonjas. Es lo normal con la cantidad de “moscones” que a diario “vuelan” en torno mío, pero ese tuyo me caló; me gustó puede que más que ninguno antes….

El silencio volvió a enseñorearse del interior del coche durante otros cuantos minutos más y, de nuevo, fue la voz femenina la que lo volvió a romper

  • ¿Sabes quién soy Rafael?       
  • Sí señora. La mujer más bella que en mi vida haya visto. Pero hasta ahí llegan mis conocimientos sobre usted
  • Ja, ja, ja… ¡Desde luego, tienes labia Rafael! Pues yo soy la señorita Sol… Por mal nombre Soledad; y digo mal nombre porque si quieres que te arañe, llámame así. ¡Qué quieres hijo, no soporto ese nombrecito!... Y soy hija de D. Damián, ¿sabes? Pero no aguanto los “saraos” campestres. Y me he “largado” sin casi probar bocado… Ya tomaré algo en Sevilla. La verdad, los toros no me gustan; todo eso lo considero un arcaísmo, algo propio de tiempos pretéritos, periclitados. De cuando la cultura casi no existía, cuando lo normal era el analfabetismo. Y la vida campesina la odio. Soy hembra de ciudad; el campo me ahoga. Además, soy libre, independiente; aborrezco las ataduras, lo mismo a un hombre que a un lugar determinado; incluso a mi familia, a mi padre, pues mi madre murió siendo todavía muy niña. De modo que tengo casa en Sevilla, pero también en Madrid y hasta en París y Nueva York. Ja, ja, ja… ¡Me falta Londres para hacer el completo! Vivo aquí o allá, según me dé la ventolera.
  • Pues a mí el nombre Soledad sí que me gusta. Es bonito…
  • ¿Tú crees?... Para mí es horrendo… ¡Aquí, en Andalucía, casi todo el mundo se llama así!… ¡Es tan vulgar!

De nuevo, el silencio se impuso en el reducido habitáculo a lo largo de varios minutos, y una vez más fue la voz de la mujer, de la señorita Sol, la que vino a romperlo.

  • Y… ¿Tus padres cómo se toman esto de que quieras ser torero? ¿Tu padre no te mide las costillas?
  • Mi padre murió hace años. Era torero y lo mató un toro en una plaza de pueblo, una plaza de carros o talanqueras. Mi padre fue un “currante” del toro que nunca logró que su familia viviera con un mínimo de decencia. Mi madre tuvo que trabajar para que en casa no llegara a faltar lo más imprescindible. Murió buscando la “oportunidad” que nunca le llegó.

Y otra vez el silencio entre la señorita Sol y Rafael “Macareno” que, como venía repitiéndose, fue roto por la muchacha cuando el coche rodaba ya por las calles que llevaban al interior de la ciudad, a su zona central podría decirse

  • Rafael.. ¿Tú cuándo te bañas, te duchas? Porque.. ¡Menudo “aroma” despides macho!...
  • Pues tan pronto me topo con un río, una marisma, una acequia o una alberca. Pero los efectos duran poco, pues cambiarse de ropa no es tan fácil, apenas si llevamos mudas, y el polvo del camino, el tope de los trenes o el vagón de mercancías no ayudan a mantener un “aroma” agradable

Pocos minutos más tarde, la señorita Sol detenía el coche ante su casa sevillana, un moderno y señorial edificio en el barrio de Los Remedios que por entonces, 1963, empezaba a ser meca de la clase media-alta sevillana. Cuando el automóvil frenaba del edificio salió un presuroso conserje que se afanó en llegar al lado del conductor y abrir con marcado servilismo la portezuela, ayudando a la señorita Sol a apearse del coche. También Rafael bajó a tierra, retomó su hatillo de “maleta” y se despidió de su benefactora, listo a marchar de inmediato a su casa. Pero la señorita Sol le detuvo.

  • Anda Rafael, sube conmigo al piso. Te podrás duchar a gusto y veré si por allí encuentro algo de ropa para que te cambies. Mis “novios” suelen dejar algo de su ropa en casa para “emergencias” imprevistas…

Rafael no se hizo rogar y sin más siguió a la mujer hasta su casa. Una vez allí, la señorita Sol le condujo al cuarto de baño y le dejó solo. No llevaría ni veinte minutos bajo la ducha de agua caliente, lujo que por primera vez en su vida podía disfrutar, en vez de los baños en el gran barreño de zinc con agua tibia que su madre instalaba en la cocina, la puerta del baño se abrió repentinamente dando paso a la señorita Sol que venía con ropa nueva y buena. Al momento el muchacho corrió la cortina que hasta entonces permaneciera descuidadamente descorrida al apreciar los ojos de la mujer fijos, con evidente interés, en su cuerpo desnudo. Ella no hizo comentario al pudoroso acto del torerillo. Dejó la ropa sobre una corrida banqueta de baño, que más parecía banco sin respaldo dadas sus anchas dimensiones de izquierda a derecha

  • Aquí te dejo para que te cambies: Un pantalón, una camisa y hasta ropa interior, camiseta, calzoncillos y calcetines. También te he encontrado unos zapatos. Espero que todo te venga bien, pues eres de proporciones muy semejantes a las de mi último “novio”

Diciendo esto la señorita Sol salió del cuarto de baño quedando de nuevo sólo Rafael. No más de diez minutos después el chaval también abandonó el baño, dirigiéndose al saloncito donde dejara su hatillo. Salón que se abría al vestíbulo de la casa, frente por frente a la puerta de entrada. Del resto de la vivienda, ni idea, a excepción del cuarto de baño donde la señorita Sol le condujera, y de la cocina, cuya puerta apreció al entrar que también se abría al vestíbulo, a mano izquierda según se accedía al domicilio

Llegó allí, recién bañado y hasta perfumado con la cara colonia de caballero que en los estantes del cuarto de baño encontrara, y vistiendo la ropa nueva que ella acababa de proporcionarle. Porque, de no ser por la hirsuta barba que sombreaba en su rostro, se diría que era una persona diferente.

Cuando Rafael entró en el saloncito, la señorita Sol estaba sentada en un corto sofá, de esos llamados de dos plazas, luciendo una bata de seda sin botones por delante, con lo que sólo se cerraba con un cinturón. No hacía falta ser un lince, ni demasiado experto en desnudos femeninos, para constatar que, bajo aquella bata, no existía prenda alguna.

Por otra parte, la señorita estaba sentada ante una mesa bajita, de esas denominadas de centro, rectangular. Y sobre esa mesita había tres hileras de polvo blanco. Por si hiciera falta algo más para adivinar qué era ese polvo blanco, en la mano de la mujer un canuto de papel enrollado. Tras unos segundos de levantar la cabeza atraída por la llegada del muchacho, la señorita Sol volvió a inclinar el rostro sobre las hileras de polvo blanco, inspirando una de ella por la nariz, a través del canuto de papel  

  • ¿Te apetece un poco, una “raya”? Tengo más, no hay problema.
  • No… No… Gracias

Ella acabó de esnifar las tres rayas, encendió un cigarrillo y se echó hacia atrás en el sofá, hasta quedar por entero recostada en él. Montó entonces una pierna sobre la otra, con lo que la bata se le abrió por delante, dejando al descubierto sus preciosos muslos hasta una altura que la decencia de la época calificaría no ya de pecaminosa, sino de enteramente indecente. Pero a la señorita Sol aquello le importaba lo que aquella mañana se había encontrado que, por cierto, no se había encontrado nada. Repantingada en su sofá dando espaciadas caladas al cigarrillo, observaba detenidamente al chaval que, ante ella, aguantaba estoicamente el concienzudo examen

  • No te sienta mal la ropa de Miguel…

Y siguió el examen, tan minucioso como antes

  • Ven… Siéntate aquí; en el sofá, a mi lado…

Rafael no abrió la boca, sólo se empezó a acercar al lugar que le llamaran… Lenta… Lentamente… Hasta que se sentó junto a la dueña de la casa

  • Para alguien que se atreve con un toro… parece que a las mujeres les tienes miedo… ¿Tan peligrosas te parecemos?
  • No señorita… No, no es miedo… Simplemente, no quiero problemas.
  • ¿Soy yo un problema?

La voz de ella sonaba tremendamente sensual. Se le había aproximado hasta colocar su “delantera” casi que en el pecho del muchacho, y una de sus manos había bajado hasta posarse en el muslo masculino.

Rafael no quiso ni mirarla. Una especie de sexto sentido le decía que se apartara de ella, que la mantuviera a distancia. Y Rafael hizo caso a ese sexto sentido al levantarse y alejarse un tanto de ella y el sofá.

Ella se levantó y fue hasta él. Se llegó hasta quedar a su frente, cerquita, cerquita del cuerpo del chaval que se había vuelto hacia ella al saber que se le acercaba. La mujer puso sus manos en el pecho de Rafael, jugueteando con los botones de su camisa, pero sin desabrocharlos

  • ¿Cuál es su juego? ¿Qué quiere de mí?
  • Lo mismo que tú de mí… O… ¿Prefieres a los tíos?

Rafael se lanzó sobre la mujer que le viniera provocando. La abrazó, la inmovilizó un momento y la besó en los labios. Pero ella se zafó del abrazo, le separó un tanto de un empellón y le abofeteó

  • ¡No te di permiso para que hicieras eso! ¡Fuera de aquí, fuera!

Rafael no dijo palabra. Recogió el hatillo del suelo, donde lo dejara al entrar, y se dirigió hacia la salida

  • ¡Por la puerta principal no! ¡Por la de servicio! Está en la cocina, a la izquierda de la puerta

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Pasó el tiempo, casi tres años, hasta llegar a un día cualquiera de la segunda quincena del mes de Abril de 1966. Rafael tiene veinte años recién estrenados y Sevilla disfruta de uno de sus días de Feria.

Son ya casi las cinco de la tarde y en el coso de la Maestranza sevillana, la Real Maestranza de Caballería, va a empezar el último tercio de la lidia del tercer novillo de la primera de las dos novilladas de Feria que este año están en cartel.

El espada de turno, el que cierra el cartel de la tarde que, por cierto, bajo su nombre reza el clásico “DE SEVILLA.- NUEVO EN ESTA PLAZA”, acaba de brindar la muerte del novillo a sus paisanos y, con paso tranquilo, el estoque en la mano diestra mientras la otra, la izquierda, sostiene la muleta todavía plegada, avanza hacia el novillo que campa por sus respetos allá por el mismo núcleo del círculo que constituye el redondel del ruedo, ganando terreno poco a poco, metro a metro, al astado que empieza a “coscarse” de la presencia del “intruso” en sus “dominios”.

Para hacer que las cosas recordaran al pie de la letra aquella tienta con que el relato se iniciara, el ganadero en cartel es D. Daniel, y ese espada debutante en Sevilla en aquella tarde de su Feria taurina, es… Rafael Romera “Macareno”; nuestro Rafael, héroe protagonista del relato.

Como en aquella entonces lejana mañana de la tienta, también en esta otra tarde de máximo compromiso ante sus paisanos, Rafael fue hacia el “toro” con la muleta plegada en su izquierda y el estoque en la derecha, la mano que mata, pues esa es la forma natural de sostener estoque y muleta al ser la forma en que se cogen en la suerte suprema, la de entrar a matar; o entrar “por uvas”, que diría un “afisionao” castizo. De ahí, de ser esa la forma natural de portar los “trastos de matar”, es de donde le viene el nombre de “Naturales” a los pases de muleta en redondo dados con la mano izquierda, con el estoque en la derecha.

Cuando Rafael estuvo a la oportuna distancia del burel se paró y con la, aún, plegada muleta, oculta tras su cuerpo, a pecho descubierto, llamó la atención del novillo sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo, saltando y gritándole retador: “¡Hey toro, hey, hey!... ¡Hey toro, hey torito, hey torito bonito!…” Y el novillo se arrancó como un tren sobre aquella odiada figura por temida, porque el animal la temía, le asustaba al  presentir en ella el peligro, la muerte misma; pero su sangre brava le obligaba a no huir ante esa figura, a no darle la espalda y escapar de ella, sino a atacarla, haciendo bueno lo de que “La mejor defensa es el ataque”. A salir del apuro atacando al enemigo y destruirle, aniquilarle, imponiéndose a él con su poder, su tremenda fuerza, y energía, fiado en su letal cornamenta.

El pupilo de D. Damián llegó a no muchos metros de Rafael que repitió lo que ya hiciera casi tres años antes en aquella tienta donde le conocimos: Sacó la muleta de detrás suyo, la desplegó ante la cara del burelillo, ante su hocico humillado, y le embarcó en una serie de “naturales” que tuvo su broche de oro en el magistral pase de pecho, barriendo la muleta el lomo del animal, de pitón a rabo, como debe ser...como mandan los “cánones” del Arte de Cúchares

A esta primera serie de naturales siguieron otras más, todas rematadas con un perfecto pase de pecho, no el típico “de sobaquillo” que tanto abundaba ya por entonces. A las series de naturales siguieron las de los muletazos en redondo, con muleta y estoque entroncados en la mano derecha y también rematados con limpios pases de pecho. En ambos tipos de series intercaló bellos pases de “trinchera”  o “trincherazos”  Tras las series de los dos pases fundamentales en toda faena de muleta, siguieron las series “de adorno”, molinetes con izquierda y derecha, giraldillas, afarolados, “abaniqueos” por la cara…

La faena a este su primer astado de la tarde, el primero que toreaba en Sevilla, ante sus paisanos, empezó cuando, tras arrastrar las mulillas al segundo hasta el desolladero, el “torilero” se asomaba al albero cerciorándose de que todo estaba correcto para soltar al tercero. En esos momentos se vio cómo el nuevo ídolo de la afición salía al ruedo desde el burladero de “matadores” y con toda la tranquilidad del mundo, llevando el capote toreramente plegado al brazo izquierdo, se llegaba ante el “portón de los sustos” donde se arrodilló con ambas rodillas en tierra y extendió ante él, sobre la arena, el capote. Por fin, por el abierto portón de toriles, surgió el tercero de la tarde, primero de los dos suyos, con muchos pies, como un tren expreso. En realidad, no pudo ver a Rafael pues el animal pasa de estar desde horas en casi total oscuridad al cegador resplandor solar del redondel, por lo que los toros salen deslumbrados y hasta que no están muy cerca de algo, o alguien, no lo divisan. Así, que el novillo pudo apreciar la presencia de un obstáculo frente a él, Rafael, de rodillas, cuando estuvo a escasos metros de él. Entonces, cuando incluso el aliento del burel llegaba directamente a su cara, Rafael inició la larga cambiada de rodillas: Tirando del capote por el extremo que sujetaba su mano diestra hizo que este volara por el aire, describiendo un elegante vuelo circular sobre su cabeza al tiempo que el novillo seguía, embebido en el capote, su suave vuelo, con lo que trazó un casi círculo alrededor del torero y como concéntrico a él, saliendo del airoso pase con las patas delanteras braceando al aire, “comiéndoselo”, en inútil intento de atrapar y “cornear” el capote que tiraba de él, inalcanzable. Cuando el astado recuperó la compostura, con sus cuatro pezuñas bien asentadas en la arena del redondel, emprendió un trote abanto (suelto, sin fijeza, a su aire) que le duró poco, pues Rafael se había levantado como un rayo saliendo en su persecución, gritándole y agitando el capote para llamar su atención y pararle, cosa que en breve logró, haciendo que el noble animal detuviera su trotar y se volviera hacia él. De nuevo Rafael tenía a su primero de la tarde fijado y pendiente de él. Volvió a hincar ambas rodillas en tierra, citando de nuevo al novillo a grandes voces provocando su arrancada y le dio la segunda larga cambiada; a esta segunda siguió una tercera, una cuarta y hasta una sexta antes de finalizar la serie con una larga afarolada seguida de una airosa revolera o serpentina, en la que el capote giró alrededor del cuerpo embutido en la seda y oro del traje de torear en espirales de ensueño que puso la Maestranza en pie y en atronador aplauso. Y qué decir de los capotazos mandones rematados con la media verónica que dejaba al burel en correcta suerte ante el caballo del picador para arrancarse raudo al piquero, o de los capotazos para sacar al cornúpeta de debajo del caballo, dosificando oportunamente el castigo en varas para que el animal no se le cayera al suelo después, durante la faena de muleta. O las “verónicas” rematadas por la media, las chicuelinas y los adornos finales, afarolados y nuevas revoleras y serpentinas.

El éxito de la tarde fue sonado, pues la faena sacada a su segundo novillo, el que cerraba la novillada, no desmereció en absoluto de la lograda en su primero. En total, tres orejas, dos en el primero y una en su segundo, vueltas al ruedo hasta aburrir, pues en el primero se pidió también el rabo y en el segundo las dos orejas, peticiones ambas desoídas por la presidencia de la novillada, lo que provocó la repulsa de un público enardecido por lo que acababa de ver y que, en desagravio al torero, le hizo dar repetidas vueltas al redondel en olor de multitudes… Y al final, la triunfal salida a hombros de la “afisión”, representada por los muchos “costaleros” que bajaron al ruedo al finalizar el espectáculo para cargar a hombros al nuevo “Astro del Planeta de los Toros”, como definiera al mundillo taurino el gran maestro de críticos de toros y elegante escritor y novelista, D. Antonio Díaz Cañabate, el sempiterno crítico taurino del diario ABC.

La comitiva festiva que acompañaba al torero paseándolo a hombros, llegó al domicilio de éste cuya entrada estaba a rebosar de vecinos que querían ver de cerca al nuevo ídolo del barrio; y si la puerta de la calle estaba concurrida el propio piso no lo estaba menos. Arriba todo eran botellas de fino descorchadas y generosamente escanciadas acá y allá; hasta botellas de eso que ahora se conoce por cava y entonces se decía “champagne” o, simplemente, “champán” para no ser tan “leídos y escribidos” con la lengua de los “gabachos”.

Cuando por fin Rafael pudo acceder a su vieja casa, la que abandonara hacía ya dos años y muchos, muchos meses, el ambiente más festivo no podía ser: Sus hermanos y cuñados, chico y chica, mujer y hombre, todos mayores que él, amigos, conocidos, simples vecinos, y los inevitables “geleras”, como en argot taurino se llama a los oportunistas y aprovechados, “ganapanes”, que siempre andan en torno al personaje triunfador a la espera de lo que pueda “caer”, coreaban al muchacho con el típico “Torero, torero, torero”, alzaban copas rebosantes de vino fino, “moriles” y “manzanilla”, o “champán”, y brindaban a la salud del nuevo héroe del barrio.

Sólo una persona permanecía ajena al general bullicio y alegría: La “señá Grabiela”, la madre de Rafael, que en un cuarto adyacente penaba y sollozaba por la incierta suerte del muchacho, aterrorizada ante la perspectiva de que volvieran aquellos días interminables, cuando su marido, el padre de Rafael, andaba toreando por esos mundos de Dios, pendiente, entonces, del telegrama y ahora de la llamada telefónica que la tranquilizara, de momento, con el “Sin novedad, cariño/Sin novedad, mamá”, pero cuya tranquilidad duraba poco, pues al día siguiente, esa misma noche las más de las veces, la angustia regresaba pues nuevos nubarrones en forma de nuevas tardes de corrida se cernían en su tormentoso horizonte.

Rafael, al fin, se abrió camino entre la masa humana que abarrotaba la vieja casa, con el traje de torero todavía vistiendo su cuerpo, manchado con la sangre rojo-bermellón del novillo arrastrado no hacía tanto tiempo, lograba llegar a los brazos de la madre que, deshecha en llanto, le recibió entre sus amorosos brazos.

  • No llore usted, madre, no llore. Ya ve, como le dije volví triunfador. ¡Tres orejas, madre, tres orejas!
  • He rezado para que esto no pasara; si no hubiera pasado lo de hoy algún día te habría visto volver diciendo que para ti el toro se acabó. Ahora eso ya no será posible nunca. El toro me ganó, te arrebató de mí, como antes me arrebató a tu padre.
  • No sea “uzté” tonta, “señá” “Grabiela”…. El chico ha tenido hoy un día grande. ¡Y eso hay que celebrarlo!

Quien así había hablado era el cuñado de Rafael, el marido de su hermana. Y la cosa tenía gracia, pues el fulano siempre había dicho del chaval que no era más que un vago integral, que lo único que buscaba era vivir sin “dar golpe”, de su madre, de su hermano y hasta de él mismo, su “cuñao”. Y la “categórica” prueba que esgrimía era lo poco que duraba en cuanto empleo había tenido en los últimos años

  • ¡Por eso la gente cada vez querrá más, cada vez que salga al ruedo la gente querrá más de él! ¡Siempre más, y más y más!….
  • Madre tengo cuidado, mucho cuidado. De verdad  madre que sí…
  • Mientes Rafael, mientes… ¡Eres peor que tu padre!...

 

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Aquella noche D. José Maldonado, apoderado de Rafael, dio una fiesta en uno de los más lujosos clubs de Sevilla para dar a conocer a su “pupilo” a la alta sociedad sevillana y, cómo no, a lo más florido del mundillo taurino no sólo de Sevilla, sino de casi toda Andalucía.

Esos clubes solían ser lugares donde se podía tomar una copa escuchando música o charlar amigablemente con ese fondo musical y cualquier bebida o café ante sí, aunque también, si el señorito o la señorita sevillanos, lo preferían, bailar al ritmo de los cadenciosos, sensuales, hasta casi lujuriosos sones del Caribe que, precisamente, no suelen ser de esa música estridente que destroza los oídos de lo desagradables que a cierta gente le puede parecer, sino suaves y melodiosos aún dentro de un ritmo que se te lleva por delante pies y cuerpo entero al metérsete la música hasta lo más íntimo de tu ser.

La velada transcurría para Rafael en perpetuo aburrimiento, escuchando las banalidades de una encopetada dama de la aristocracia sevillana, aunque no de la de sangre de toda la vida, sino de esa otra, la del dinero que, últimamente, tanto abunda. Lo cierto es que la señora no estaba nada mal a sus treinta y muchos o cuarenta y muy pocos años, aunque su cháchara resultara de lo más insulso. Entonces, cuando casi más aburrido estaba, la vio aparecer a ella, a la “señorita” Sol, rodeada de una corte de mancebos petimetres, que, embebidos en su innegable belleza, se deshacían en halagos, lisonjas y clara adulación.

Ella venía enfundada en un vestido de color rojo brillante que parecía anudarse al cuello y le llegaba hasta los pies en una hechura que tenía más de vestido de noche que de tarde o cóctel. De textura muy suave que recordaba al raso o la seda, y que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel, resaltando las espléndidas formas hasta hacer un conjunto de anatomía femenina de lo más sensual, por no decir que era la sensualidad misma hecha mujer. La melena, de un rubio rojizo que casi parecía fuego, caía ondulante hasta centímetros por debajo de sus hombros, los brazos desnudos desde los mismos omoplatos finalizaban cubiertos por guantes negros que le llegaban hasta el codo prácticamente y los pies encajados en zapatos rojos, a juego con el vestido, de finísimo y casi infinito tacón.

A pesar de venir rodeada de su eterna corte de admiradores, nada más entrar se puso a bailar ella solita al enervante ritmo caribeño que entonces sonaba en el local. Su baile más sensual e insinuante no podía ser, amplificando los movimientos de su cuerpo al bailar las divinas curvas que la adornaban

Desde luego, el conjunto que ofrecía más espectacular no podía ser. Rafael no pudo evitar que su mirada se prendiera en la figura de la mujer bailando. En esa mirada había una mezcla de admiración, deseo y odio; la indomable belleza de la mujer, una belleza prácticamente salvaje, le atraía como el imán al hierro, le dejaba prendado, enganchado hasta el tuétano, pero su carácter, que por lo altivo más bien resultaba soberbio, le repelía intensamente, hasta hacérsele prácticamente odiosa esa fantástica mujer. Además, también se pensaba, no era sino una “calienta braguetas”, que se recreaba en dejar a los tíos con la miel en los labios, es decir, con “los pies fríos y la cabeza caliente”.

Como si tuviera radar para las miradas masculinas que se centraban sobre ella, la señorita Sol alzó la cabeza, recorrió el local con la vista y le descubrió. Al momento, también la señorita Sol clavó su mirada en Rafael al tiempo que en sus labios, en sus ojos también, surgía una sonrisa que más tenía de sorna o burla que de limpia alegría.

Tras romper el contacto visual con la señorita Sol, Rafael habló

  • A esa la conozco
  • Y quién no. Sale más en las notas de sociedad que el Sha de Persia, Mohamed Reza Pahlevi, y su mujer, Farah Diba, juntos.

Había sido D. José, el anfitrión de la fiesta, quien así había hablado. Para esos momentos, no era solamente Rafael el que miraba a la señorita Sol atentamente, sino cuantos estaban sentados a la mesa que reunía a los invitados a la fiesta. Y fue Nacional, el peón de confianza de Rafael, quien puso su cuarto a “espadas”.

  • Desde luego, esa hembra se “la levanta” hasta a un muerto
  • ¡Sol, la marquesita! Padre andaluz, con dinero; madre inglesa… ¡Menuda mezcla!

Esto, había corrido a cargo de uno de los invitados de cuyo nombre Rafael ni se acordaba. El financiero “No sé qué”… Y la encopetada dama aburrida, pero de buen ver, creyó que el momento de intervenir en cuanto concerniera a la “marquesita Sol” había llegado, propuso

  •  Yo conozco bien a su padre, el marqués, D. Damián Aguilar, una persona muy agradable por cierto. Si quieres te la puedo presentar Rafael
  • No, si ya sabemos que conoces a su padre el marqués…. ¡Hasta sabemos que le conoces bien, bien, muy bien!... Ja, ja, ja… ¡Muy a fondo! Ja, ja, ja…
  • (Dirigiéndose a D. José, el anfitrión, que era quien así acababa de hablar)  ¡Por Dios Pepe! ¡Que soy una mujer casada!
  • Sí Carola, sabemos que estás casada, pero también que conoces al señor marqués mejor que a tu marido. Ja, ja, ja.
  • Desde luego Pepe, eres incorregible….

Dicho esto, la llamada Carola se levantó y empezó a hacer señas a la “señorita” Sol alzando el brazo. La “señorita” la vio al momento y, con paso rápido, se llegó hasta la nombrada Carola, a la que había seguido Rafael un paso por detrás.

Ambas mujeres se besaron en las mejillas al encontrarse

  • ¡Hola! ¿Qué tal Sol?
  • ¡Muy bien Carola! ¿Qué haces por aquí?
  • Pues ya ves, celebrando el triunfo del héroe del día en Sevilla. Por cierto, ¿Conoces a Rafael Romera “Macareno”?
  • Rafael y yo somos viejos conocidos.

La “señorita” Sol había dicho esto mientras estrechaba la mano a Rafael

  • Pues Rafael Romera va a ser la próxima gran figura de los toros. Esta misma tarde ha cortado tres orejas aquí, en la Maestranza
  • De modo que has llegado a ser uno de “esos”. Felicidades.

Diciendo esto, la “señorita” se acercó a Rafael hasta casi pegarse a él y procedió a darle un intenso beso en la boca. Después siguió

  • Yo nunca voy a los toros. No me interesan. Mi madre decía que es una salvajada propia de bárbaros.
  • Tu madre tenía razón. No es lugar para personas como tú.
  • Y tu madre te pudo haber enseñado un poco de educación.
  • Tal vez porque estuvo muy ocupada trabajando, para sacarnos adelante a mis hermanos y a mí, la pobre no tuvo tiempo para darme una educación tan “esmerada” como la tuya...
  • Huy, tranquilos, que la corrida terminó ya hace tiempo.

Esto lo había dicho la llamada Carola, pero fue la “señorita” la que le repuso

  • Pues parece que tu amigo todavía no se ha enterado.
  • A cualquier toro le sobra la clase y nobleza que tú no tienes.

Aquella fue la segunda vez que la “señorita” Sol abofeteó a Rafael.

FIN DEL CAPÍTULO

NOTAS AL TEXTO

  1. Las “Yerbas en la boca” son los años que el animal tiene. Se dice así, por los años que lleva pastando la hierba de la dehesa donde el toro bravo se cría
  2. “Tendido de los sastres” se dice de las alturas que, a veces, dominan una plaza de toros. A esas alturas suele encaramarse gente que así asiste gratis al espectáculo. Aquí se usa el término en alusión a que nadie ha invitado a esos maletillas a la capea, sólo se tolera su presencia, por lo que para ellos no hay sitio más que en la valla de separación de la placita
  3. Por su edad, al menos los de bravo, se clasifican en: “Añojos”, los que no han cumplido dos años; “erales”, con dos años cumplidos y menos de tres; “Utreros”, con tres años cumplidos pero sin cumplir los cuatro. A partir de los cuatro años se les llama “Cuatreños”, “Cinqueños” etc.
  4. La “tienta” que aquí aparece es la de “vaquillas”, las hembras, ya que los machos no pueden ser toreados antes de serlo en una plaza de toros. El ganado de lidia es bastante inteligente, mucho más que el de carne o leche, y “aprende” rápidamente. Tan pronto ve un capote o una muleta, ya no lo olvida, por lo que lo normal es que cuando salga a una plaza se desentienda de capotes y muletas para “buscar el bulto”, el cuerpo humano. 

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