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CALLE MAYOR.- Capítulo 1º

en Erotismo y Amor

CAPÍTULO 1º

Trasladémonos a una época, para hoy día, antañona; muy, muy antañona; digamos, allá por los años cincuenta del pasado siglo XX… Pongamos, 1955-56… Estamos en un ciudad castellana, como tantas otras; ni muy pequeña ni, desde luego, grande; una ciudad  provinciana, con vocación de capitaleja, pero que no asa de eso, pequeña ciudad con algunas pretensiones… Tiene su notable iglesia, entre románica, gótica y barroca,  con sus campanas, que tocan a misa, en especial los domingos, pero que también dan las horas; sus curas, denegra sotana hasta el suelo, manteo y teja en la cabeza, ese sombrero que antaño solían llevar, de copa cónica y ala recta, nada flexible, gruesa y dura; su casino, sus bares y cafés, su banco, su cine y hasta su periódico…

Tampoco le falta su plaza y su calle Mayor, centro neurálgico de la vida social de la ciudad, pues es la arteria urbana por la que circula toda su población cada tarde desde que empieza a declinar el sol; la “calle del roce” que también se la llamaba, porque, al juntarse allí cada atardecer la inmensa mayoría de su población, resultaba estrecha para contener a tanta persona, lo que devenía en que todo el mundo se rozara al pasear… La calle Mayor, en casi todos los pueblos y ciudades provincianas de la España de la época, era la gran distracción de sus gentes, que a eso de las siete de la tarde se concentraban allí a pasear en grupos; era el lugar donde todos se veían, se saludaban al pasar: “Buenas tardes, Dª Fulana; ay, buenas tardes, D.  Mengano… A pasear con su hija, ¿verdad?... Y su señora esposa, cómo sigue”… Se conocían todos, se saludaban todos… Las chicas, las mocitas casaderas, con sus amigas, en grupos de tres, cuatro o cinco…hasta más a veces, paseaban calle Mayor arriba, calle Mayor abajo, enseñando su palmito, para que los jóvenes, y no tan jóvenes, en estado de soltería, las vieran, se fijaran en ellas y, con un poco de suerte, ¡zas!, ante el cura vestido de pingüino, casándose “pa toa la vía”… Porque, por entonces, todavía la gran carrera de la mujer, era casarse, y quedarse soltera, “pa vestir santos”, que se decía, era una de las mayores desgracias que a una mujer podía sucederle

También tenía su estación del ferrocarril, otro polo de atracción multitudinaria, ya que acercarse allí, a ver quién se iba de viaje, quién venía o volvía, era otra de las grandes actividades sociales Porque el gran mal, el gran problema de tales sitios, y en tal época, era el aburrimiento; el pasar todos, todos los días igual, todos los días iguales… Hoy, igual que ayer, pero idéntico a mañana… Y claro, las bromas, pesadas,  muy pesadas muchas veces, era el gran antídoto contra es crónico aburrimiento… Así que, tampoco le faltaba a la ciudad su grupito de “graciosos” oficiales… Eran cinco sujetos, más menos, hacia la cuarentena de sus años, entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco, podríamos decir… Juan, Paco, Esteban, Julio y Pepe… Juan y Pepe, eran solteros, a sus más cuarenta que treinta y bastantes años, en tanto los otros tres, tenían a su “santa” en casa; eso sí, en la cocina, y “con la pata quebrá”, como está “mandao y ordenao” en tan conspicuos “maríos”, señeros “machos ibéricos carpetovetónicos”, “fartabe” más…

Este Juan no era aborigen de nuestra ciudad, sino madrileño; unos cuatro, cinco, puede que hasta seis años atrás, logró, por fin, ganar unas oposiciones a banca, que le llevaron allí, a su sucursal bancaria, como primer destino, y allí seguía desde entonces. Vivía de patrona en casa de Dª. Obdulia, una viuda de militar, cuyo marido había sido capitán o comandante, aunque puede  que hubiera sido comandante; uno de esos militares de guarnición provinciana que en toda su carrera militar no había hecho otra cosa que sacar brillo al fondo de sus pantalones, de mañana en el despacho del cuartel, como comandante jefe del batallón que, desde tiempo inmemorial, estaba allí estacionado, y por la tarde, en los butacones del círculo, o casino, tomando café, leyendo la prensa y, sobre todo, sesteando como un bendito… Incluso la famosa guerra “incivil” se la pasó, toda, todita, toda, de tal guisa…

Este sugestivo grupito de mozalbetes cuarentones, se distinguía por sus inefables “gracietas”, que eran la risión y despiporren de sus probos conciudadanos; la última había sido especialmente risible…la monda en “avecicleto”, vamos, cuando mandaron a los de pompas fúnebres con todo un señor ataúd a casa de D, Otilio, el más serio y respetable prócer de la ciudad, catedrático de toda la vida de su Instituto de Bachillerato, llegando a haber sido su rector en los últimos años de docencia; escritor de reconocida solvencia, sus obras completas se habían vendido hasta en las librerías de Madrid… Con decir eso, suficiente será para demostrar sus altas dotes intelectivas… Bueno, pues al buen señor, de pocas no le da la apoplejía a la vista de semejante “obsequio”, y la “risa” que le entró, fue para verse… Agarró el “regalito” y, saliendo al balcón con él enarbolado sobre su cabeza, sin la menor consideración lo arrojó al vil arroyo, mientras vociferaba como condenado…

  • ¡Cabritos, sinvergüenzas, criminales, asesinos!... ¡Estoy vivo…¿me oís?...vivo…vivo!...

En fin; cosas de D. Otilio, que, con sus setenta y ni se sabe cuántos años, empezaba ya a chochear un tanto… Porque de verse erra el jolgorio que se armó en toda la ciudad con la “gracieta”, la inocente broma de los juerguistas de Juan, Paco, Esteban, etc. etc. etc. Y, sobre todo, las carcajadas del bueno de Paco, cuando en el círculo o casino, alrededor de la mesa de billar donde los cinco le daban al taco, imitaba a D. Otilio: “¡Estoy vivo…vivo….vivo!”… Vamos, la juerga mil…

En aquella ciudad también vivía la señorita Isabel, mujer de treinta y tres, treinta y cuatro años, soltera y sin compromiso desde que nació… Vamos, lo que, al menos por aquellos idus de Mari Castaña, se decía “solterona de toda la vida”… Huérfana militar, un coronel de caballería que hasta hizo aquella Guerra de África, la del Desembarco de Alhucemas, era de esas mujeres que cada día, lloviera, nevara, hiciera sol o cayeran chuzos de punta, salía de casa del bracete de su madre, ambas ataviadas con el famoso velo de encaje, negro, para ir directas a la iglesia, a escuchar misa y comulgar; en su dormitorio, la pileta del agua bendita junto al cabecero de su cama, y arriba, colgando de la pared sobre tal cabecero, una imagen de Cristo crucificado, presidiendo la habitación entera; sobre la cómoda, una de aquellas capillas de hace la tira de años, en forma de prisma cuadrangular, de base cuadrada, cuatro lados iguales y caras en rectángulo, con dos puertecitas al frente, cerradas por una aldabilla, una especie de gancho que encajaba en  una hembrilla cerrada, pequeñita, de esas que se usan para colgar cuadros. Llevaban dentro una imagen religiosa, en este caso, la Virgen del Carmen. En una pared, una litografía enmarcada de la Inmaculada Concepción, copia de una de las de Murillo  

 Una tarde cualquiera, pero de entre mediados y fines de mayo, estaban los cinco asomados a laa balconada del casino abierta a la porticada plaza Mayor cuando Paco fijó su vista en la señorita Isabel, que cruzaba la plaza junto a la esposa del director del banco; fue Juan quien hizo que el Paco fijara su vista en la muchacha, cuando, al verlas, sin reparar en Isabel, que todo hay que decirlo, comentó

  • Ahí va la mujer de mi jefe… Ja, ja, ja… ¡Está de buen año a mujer!... Tiene un “rulé”, (culo), como una mesa camilla (mesa redonda, revestida con “faldas”, pieza de tela con vuelo que caía hasta el suelo; en el centro, abajo del todo, una estructura con redondel central, donde encajaba un brasero de carbón vegetal, “carbonilla” que decíamos; era la mar de eficaz contra el frío invernal, ya que, con sólo el brasero, se caldeaba toda la habitación, dando un calorcito al cuerpo la mar de agradable)

Y fue entonces cuando al Paco se le ocurrió la broma del siglo: Embromar a la señorita Isabel, hacerla creer que tenía un enamorado…que, por fin, había “pescado” marido, un novio que la llevara al altar… La monda en verso y en prosa sería cuando la pobre se diera cuenta que todo era mentira… Que todo había sido una broma… Con el recuerdo de la cara que pondría tendrían para reírse a carcajadas, por lo menos, un año

Comunicó a sus amigotes su brillante idea, y a todos les pareció excelente…para partirse de risa, lo menos, un año… A Juan tanto, tanto, no le gustó… Demasiada broma para tan pobre infeliz… Y, cuando le dijeron que el agraciado para llevarla a cabo, que el galán, sería él, precisamente, hasta se puso furioso… ¡Él no  haría eso!... Pero vino lo de que “si no somos amigos”…“si tú no eres amigo”…”que, para una vez que te pedios una cosa”…”que si los de Madrid no tenéis redaños”… Y, por finales, Juan aceptó… Embaucaría a la pobre chica hasta volverla loca… Total; no sería tan difícil.., Esa, seguro, al primero que se le arrimara le hacía cara… ¡Todo sea por casarse!

Al mismísimo día siguiente, Juan comenzó su “ronda” a la señorita Isabel… Ella no era de salir mucho, sólo las visitas a la iglesia… Y allí fue a buscarla, por la mañana, a la hora que sabía oía ella misa, con su madre… Se metió en la iglesia, muy modosito, como todo un buen cristiano católico, yendo a colocarse justo detrás de las dos mujeres… Hizo ostentación de su presencia, con tosecitas y demás, hasta lograr llamar la atención de las dos mujeres, madre e hija… Pasó la misa y ellas se dirigieron, presurosas, a la salida… Y él fue tras ellas, de nuevo de la manera más ostensible… Que se dieran cuenta, sobre todo ella, Isabel, que él estaba allí…detrás de ella… ¡Y ya lo creo que se dieron cuenta!…pero nada dijeron…ni siquiera miraron hacia atrás… Llegaron a su casa las dos mujeres, y por ese día, se acabó la aventura… Pero al día siguiente, y al otro y al otro, “de nuevo la mula al trigo”, de nuevo estaba allí, en la iglesia, Juan, detrás de ambas mujeres… Y con él detrás, regresaron las dos a casa La cosa iba ya pasando de “castaño oscuro”, cada vez, cada día, las dos más intrigadas con la actitud de aquél joven… Le conocían, pero, como quién dice, sólo  de vista… Aunque ya se sabe lo que pasaba, pasa, en las ciudades pequeñas, en los pueblos: Que todos conocen a todos, y de todos se sabe su vida y milagros; así que, madre e hija, estaban perfectamente al tanto de todo lo de Juan: Que era forastero, de Madrid, ni más ni menos; que trabajaba en el banco y, al parecer, con la vida resuelta… Que vivía de patrona, en casa de Dª Obdulia, la viuda del comandante, una dama de toda solvencia moral, como viuda de un militar… Eso, la hacía próxima a madre e hija, viuda ella, hija ella, de militar… Hasta la  madre llegó a decir un día a su hija

  • ¡Vaya con ese muchacho!... Y qué mosca le habrá picado para andar siguiéndonos cada día…

E Isabel, ni contestó a su madre… También ella estaba intrigada… Y, por qué no decirlo: Hasta un poco ilusionada… Porque, ¡quién sabe!... A lo mejor… A lo mejor… Pero, mejor no hacer castillos en el aire… ¡Se había llevado ya tantas desilusiones…tantas frustraciones!... Mejor, ni pensarlo…ni pensarlo siquiera…

Siguieron pasándolos días en el mismo jaez, con él tras de ellas dos, en la iglesia y, después, siguiéndolas hasta casa… Pero sin un solo paso más hacia adelante. Hasta que llegó la ocasión de entablar conversación; de, al menos, ser presentados, formalmente… Fue también una tarde, en que Juan y esos amigos suyos, estaban en un café, haciendo lo de siempre, más que nada, perdiendo el tiempo en fruslerías varias, cuando Juan divisó a Isabel junto a la esposa de su jefe, el directos del banco… Y esa era la ocasión que ´´el esperaba para avanzar en la “broma”; se echó a la calle y, andando hacia las dos mujeres, se hizo el encontradizo con ellas… De pura casualidad, claro está. Se detuvo ante ellas y, quitándose el sombrero, hizo una reverencia a la señora; besó su mano, y se interesó por su salud, pero mirando a Isabel… Y pasó lo que debía de pasar y Juan deseaba, que, al momento, la señora saltó con lo de

  • Se conocen ya ustedes, ¿verdad?

  • Pues…pues, en verdad, n; de vista…ya sabe, Dª Amalia

  • Ah; pues aquí, la señorita Isabel de tal y Tal… D. Juan de Cual y Cual

Se estrecharon la mano, abundando en lo de que tanto tiempo viéndose casi a diario, y que nunca hubieran coincidido en sitio alguno…que nunca se hubieran hablado… Y tampoco la tarde dio para más… Pero el hielo se había roto… Ya se conocían, con lo que, siempre que se vieran, podrían hablarse. Fue al mismísimo día siguiente, por la mañana, en la iglesia… Juan llegó, como siempre, cuando ya ellas dos, madre e hija, estaban arrodilladas en el banco; Juan se llegó a ellas, y saludó a Isabel, colocándose junto a ellas, a escuchar misa. Salvo las miraditas, particularmente, de la madre, nada más pasó en la iglesia; fue al salir que Isabel presentó a Juan a su madre, que le miraba como las madres suelen, solían, mirar a los jóvenes solteros…y “casaderos”, posibles aspirantes a convertirse en yerno de la buena señora… Pero tampoco las cosas avanzaron tanto en ese día; simplemente, el joven acompañó a las mujeres a su casa, a su lado ya, no tras ellas, charlando animadamente con ellas…aunque, en especial, con Isabel

Y así, sin más novedades dignas de mención, siguieron las cosas día tras día, hasta que uno de ellos el asunto pegó, como quien dice, un vuelco. Fue una tarde, a eso de las cuatro y pico, casi las cinco; Juan había ido a la estación a despedir a alguien que viajaba a Madrid, y cuando ya se volvía, la vio

  • ¡Hombre, Isabel!... No sabía que estaba usted aquí… ¿Vino a despedir a alguien?...

  • No; qué va… Es que…es que…me gusta venir… Me gustan los trenes…me gusta verlos… Cómo llegan…cómo, luego, se van… Por eso….por eso, vengo a veces… A ver los trenes…

Juan le dijo que se iba ya; que sólo había venido a despedir a alguien… Ella le dijo que también se iba ya… Y regresaron juntos. La estación distaba de la ciudad más de dos kilómetros, algo más de media hora, a paso normal, una hora a paso más bien lento, paseando, como entonces ellos iban, por algo parecido a una carretera, lleno de baches donde podía hundirse un coche…lleno de polvo… Iban hablando de fruslerías, naderías...cosas sin la menor importancia… En un momento, Juan le preguntó

  • ¿Qué hace su novio?

Y ella le miró triste, pero sin acritud

  • ¿Por qué me dice eso?... Sabe que no tengo novio…lo saben todos… Y que nunca lo he tenido… Que soy una solterona…

  • ¿Por qué dice usted tonterías?... Cómo  va a ser una solterona… A ver, ¿cuánto años tiene?

  • Ja, ja, ja… Si se los digo, ya ni hablarme querrá… Pero se los voy a decir… ¡Treinta y tres años, nada menos!... La edad de Cristo…

  • Pues nadie lo diría… Está joven… Sí, está joven… Y es guapa… Es bella…muy bella…

  • Ja, ja, ja… ¡Zalamero!... ¡Embustero…mentiroso!... No me embrome, por favor… Sé que es mentira…que no soy guapa…y, menos, bella… Pero gracias… Gracias por mentirme…

Lo de “No me embrome” se le clavó en el alma a Juan…porque eso era, exactamente, lo que estaba haciendo con ella… Embromarla para gastarle una broma cruel…muy, muy cruel… Pero eso le duró un segundo… Enseguida, se dijo… “Tú, a lo tuyo, Juan… Ya se le pasará” No podía ahora echarse atrás… No podría volver a contar con ellos para nada, si ahora les fallaba…

  • No se preocupe, Juan; tampoco es tan grave… Quedarse soltera, digo… Ya estoy acostumbrada…me hice a la idea… Si lo siento por algo, es por los niños… Me gustan, ¿sabe?; me hubiera encantado tener hijos… Y no un par de ellos o tres…Me hubiera gustado tener varios... En realidad, muchos… Ja, ja, ja…

Llegaron a la ciudad y, a ver qué vida, “in remisionem” a entrar en la calle Mayor, ya que para ir a la casa de ella no había otro camino… Y le preguntó

  • ¿Le…le…gustaría…le apetecería que paseáramos un rato por la calle Mayor?

  • ¿A usted le apetece…pasear conmigo?... ¿No le parezco aburrida?...

  • No; quién piensa… Claro que me apetece…

Pasearon por la calle Mayor para acabar en la plaza Mayor, tomando unos refrescos… Y a casita, que llueve

Como venía pasando, a la mañana siguiente se vieron en la iglesia, para escoltarlas él, a madre e hija, de vuelta a su casa; entonces, cuando estaban ya llegando al domicilio, él se decidió

  • Isabel… ¿Le apetecería pasear conmigo esta tarde?... Podíamos quedar a eso de las seis, siete de la tarde… ¿Le parece bien?

Isabel se quedó sorprendida, sin poder ni reaccionar, por lo que fue su madre la tomó la palabra

  • Pues claro que sí, Isabel… Que te vas a apolillar, sin salir de casa…

E Isabel sonrió, toda ruborizada, asintiendo… Y comenzaron a salir, a pasear, a diario… Unos días paseaban, otros, muchos, iban al cine. A Isabel le gustaban las películas americanas… Románticas, muy, muy románticas… Porque ella era sumamente romántica, sensible… Ella era una de esas chicas, esas mujeres, con una increíble capacidad de amar, de dar amor a manos llenas. Para Isabel, lo que estaba viviendo, que un hombre la hubiera dicho que era guapa, bella incluso…que él quisiera salir con ella, que le hubiera dicho que quería salir con ella, porque sí, porque eso era lo que quería…y porque lo necesitaba; necesitaba salir con ella…y, porque le interesaba; le interesaba salir con ella… Todo eso, era, para ella, un cuento de hadas… Estaba viviendo un verdadero cuanto de hadas… El cuento de “La Cenicienta”… El de “Blancanieves”, con el príncipe despertándola del maligno sueño con un beso… ¡Tenía novio!... Novio formal, un novio que la llevaría al altar, que se casaría con ella… ¡No; no se quedaría soltera!... ¡No quedaría “pa vestir santos”!... Se casaría….Y, ¡hasta tendría hijos!... No los que hubiera querido, pero sí algunos… En realidad, él tenía razón… No era tan vieja; con treinta y tres años todavía pueden hacerse muchas cosas…su “huertecito” aún era fértil y él podría fecundarlo… ¡Si estaban los dos en lo mejor de la vida!… Ella con treinta y tres, él aún menos… No estaba segura de su edad, pero calculaba uno, dos… hasta pudiera que tres años menos…

Claro que todavía nada de eso lo habían hablado, todavía él no le había pedido, formalmente, relaciones, pero lo haría…estaba segura… Porque, desde luego, él la quería…la quería como ella lo quería a él. Porque Juan había, por finales, enamorado, ilusionado a Isabel hasta casi trastornarla… Le amaba, le amaba…como nunca creyó que se pudiera amar a nadie…a hombre alguno… Y no decía, no podía decir que le amaba como a ningún hombre había amado, porque ella, a ninguno había amado nunca….nunca se había enamorado, ni ilusionado de ningún hombre… Era la primera  vez que le pasaba… Y estaba loca… Loca de alegría… Loca de dicha… Loca de felicidad…

Pero Juan estaba pasando las de Caín; se sentía mal…muy mal; y consigo mismo, en primer lugar. Sabía que estaba haciendo, con Isabel, una canallada…que eso no se hacía, no era de persona honrada… pero tampoco tenía agallas para enfrentarse a sus amigos…para mandarlos a hacer puñetas y negarse en rotundo a seguir con esa pantomima… No; no se atrevía… Sobre todo, el Paco le dominaba hasta prácticamente anularle… Era un jaquetón, un chulo, en toda la extensión de la palabra. Un golfo redomado; de esos hombres que tratan a las mujeres a patadas, y encima, les gusta… Porque al final, Paco tenía un predicamento entre el llamado “sexo débil” de padre y muy señor mío… Y a Juan, ese hombre le acoquinaba, pero, también, le subyugaba… Le acobardaba y, al propio tiempo, le deslumbraba… Juan, realmente, era un pobre hombre, débil, apocado, de modo que Paco lo dominaba, pero al tiempo le admiraba….querría ser como él, jaquetón, perdonavidas… “macho entre los machos”…

Se encerró en sí mismo, rehuyendo a la gente; se recluyó en su habitación de la casa de Dª Obdulia, negándose a salir, excepto para ir a trabajar… Se negaba a atender al teléfono cundo le llamaban… Y menos que a nadie, a su amigo Paco… Bueno, a todos sus amigos…sus “buenos” amigos… Empezó a faltar a las citas con Isabel… Se decía que, tal vez, fuera  eso lo mejor…romper sin dar la cara, sin explicaciones… Simplemente, desapareciendo… Ella también le empezó a llamar y él, como con los demás, la callada por respuesta, sin querer ponerse al teléfono. Que dijera la patrona que no estaba, que no lo había visto, que no sabía nada de él… Y ella, le llamó al banco, a la oficina… Y claro, no tuvo otra que atenderla… El trabajo, que estaba muy ocupado…muy liado…etc. etc. etc… Y volvieron a salir, a quedar en la calle Mayor…en la plaza Mayor

Se enfrentó a los “amigos”, diciendo que no contaran con él para seguir la “broma”, y se encontró con el gélido desprecio de ellos… Como siempre, la voz cantante del olímpico desprecio la llevó el Paco, el chulo de la pandilla…el matón… “No; si esto yo ya lo sabía, que te ibas a rajar, porque no tienes redaños…porque eres un mierda, una nenaza; tú no eres un tío como tienen que ser los tíos, de pelo en pecho… “Madrileñito” sin fuste, sin pelitos donde debías de tenerlos”… Y una vez más, Juan cedió… Que le dijeran eso, que no tenía pelos “”ahí”, le llegaba al alma…lo ponía malo… Como después él mismo se dijo… ¡Qué idiota; qué inmenso idiota era, dejarse avasallar, manipular, así por un verdadero energúmeno que, por si fuera poco, de hombre, realmente, no tenía nada!… De individuo bajo y execrable, lo tenía todo; de hombre que, de verdad, se viste por los pies, nada de nada… En fin, que llegó a poner la guinda de la iniquidad con la pobre Isabel, ya que llegó  a, incluso, pedirla en matrimonio…formalizar relaciones con ella… llegó a hacerla su novia formal, a la vista de toda la ciudad

Y aquello fue peor…mucho peor, pues empezaron a menudear los parabienes… La noticia de que la Isabel, por fin, había “pescado” novio, corrió cual reguero de pólvora por toda la ciudad, por todos sus mentideros, y a la gente, más o menos conocida, le faltó tiempo, apenas verlos pasear juntos el primer día en que se supo de la buena nueva, que fue al mismito siguiente a que él, casi a voz en grito, lee pidiera que fuera su novia… Fue durante la Semana Santa, en medio de una procesión; ella iba como tantas y tantas otras mujeres, tras la imagen que se procesionaba, un Cristo crucificado o una Virgen Dolorosa, que en eso Juan ni se fijó, con una vela en la mano y cantando lo de “Salve Regina. Mater misericordiae; vita, dulcedo et spes nostra. Salve…” (“Salve, oh Reina. Madre misericordiosa; vida, dulzura y esperanza nuestra. Salve”. Es “La Salve”, una antífona o himno a la Virgen María muy antiguo, contenido en el Breviario de la Virgen. Salve, o Ave, era el saludo romano, por excelencia, a alguien muy respetado.) Juan estaba entre el público que veía el paso de la procesión y, a codazos, se abrió paso hasta donde ella procesionaba; y allí, para sobreponerse a las voces de las cantantes, se le declaró, a voz en grito, pidiéndole que fuera su novia…que la quería y todas esas cosas que ella tanto, tantísimo, ansiaba escuchar de él… Sonriente, pero terriblemente sonrojada, ella le pidió que la dejara…de momento… Que ya tendrían tiempo de hablar…

Y como tampoco de otra forma podía ser, las voces que Juan pegara llegaron nítidas a cuantos andaban por allí, las mujeres que acompañaban a Isabel, en primer lugar, muchas de ellas, por no decir casi todas, comadres de primer orden, verdaderas profesionales del “corre ve y dile”, de la murmuración y la “hechura de trajes” a diestro y siniestro, con lo que, como antes se dice, al mismísimo día siguiente, el “toda la ciudad” estaba más que al cabo de la calle del “noviazgo”, con lo que, cuando en ese primer día en que pasearon como “novios oficiales”, a toda persona que ligeramente conociera a Isabel se le ocurrió salir también a la calle para hacerse la encontradiza con la pareja, abundando en lo de

  • ¡Ay Isabel, querida!... Ya me enteré de que tienes novio… Que, por fin, tienes novio…y, hasta te vas a casar…  Es este buen mozo, ¿verdad?... Gusto en conocerle, joven; se lleva usted una joya…se lo digo yo, que la conozco bien… Una joya; una verdadera joyita… Que ya era hora, Isabel, querida, de que espabilaras y te echaras novio… Pero ya lo sabes lo que te quiero…lo que te queremos, y nos alegramos mucho de tu suerte

Vitriolo puro, encerraban tales parabienes, tales “felicitaciones”, que a Juan le sabían a “cuerno quemado”, poniéndole a cien de rabia, de desagrado, pero que a Isabel le parecían de perlas, convencida de la buena voluntad de sus “amigas”, sus conocidas, conocidos, esos matrimonios que tan untuosamente se le acercaban, en cuya conversación era ella, la esposa, la que manejaba la batuta, limitándose el marido a asentir cuando su “santa” decía: “Verdad Manolo; verdad que siempre te lo digo; que qué buena y simpática es Isabel…y la mala suerte que tiene con los chicos”

  • No seas así Juan; si ellas lo dicen de corazón… Ya ves cómo, de verdad, me aprecian… Nos aprecian a los dos, y se alegran de nuestra dicha, de nuestra felicidad

Y es que, así era ella, Isabel; un alma pura, de innata bondad en cuya mente no cabía la doblez…la maldad de tanta, tantísima gente… Para ella, que hubiera personas así en el mundo, era inconcebible… Pero también sucedió, desde entonces, que Isabel se mostró con Juan tan tremendamente cariñosa, que pecaba un tanto de exaltado apasionamiento…dentro de un orden, claro está, pues era un apasionamiento medido por las buenas formas, la católica moral, de los tiempos; así, tal pasión no pasaba de los besos… Eso sí, besos apasionados, en los labios, aunque, una vez más, medidos, sin dar un adarme a desbordada sensualidad… Unos besos en los labios a los que las lenguas eran enteramente ajenas…ni un atisbo, siquiera, de lo que  hoy es más que normal en las parejas. No es que eso, el pasar las parejas, digamos, a “mayores”, no fuera algo más que normal también en esa época, que ahí estaban los cines, y sus últimas filas, las llamadas “de los mancos”, porque las manos, tanto de él como de ella, no se veían, empañadas en labores la mar de agradecidas allá por las interioridades de los cuerpos, masculino y femenino. Pero claro, también existían mujeres como Isabel, de acrisoladísima moral católica, apostólica y romana, para quienes todo cuanto tocara, de lejos incluso, al sexto mandamiento, “No cometerás actos impuros”, era algo circunscrito, única y exclusivamente, a la intimidad conyugal dentro del santo matrimonio…

Así, desde que fueron “novios formales” fue ella la que comenzó a buscar los ratos de intimidad entre ellos, los ratos en que ella daba rienda suelta a su pasión por él, en esos besos más que apasionados…casi frenéticos a veces, incluso dentro de una castidad más que efectiva, sin que se le fuera a ninguno las manos ni a un pelo de la ropa…sin que las lenguas hicieran  de las suyas…pues a lo mejor no tanto, que ya sabemos lo que es necesidad, y, aunque sólo fuera de vez en cuando, algún margen de asueto también hay que dar al cuerpo, que de palo, o fierro, nadie es… Ni siquiera Isabel

Dejaron de despedirse, hasta el día siguiente, en  el café, que no cafetería, de la plaza mayor, donde, a eso de las nueve de la tarde-noche, acababan sus paseos, con unos cafés o unos refrescos, la famosa Coca Cola, Mirinda o Trinaranjus, que ya por entonces existía, amén de otras muchas marcas ya extinguidas, para empezar a acompañarla Juan hasta su casa, su portal, donde, al llegar, se metían los dos,  más veces porque ella le arrastraba dentro a porque él quisiera entrar… Y allí, en la oscura penumbra del lugar, ella se volvía loca besándole en  los labios, arrebatada de amor…de pasión por él… Nunca era pronto para, por fin, subir escaleras arriba a su piso, con su madre y la mujer que convivía con ellas dos, una doméstica, vulgo, criada, que llevaba con madre e hija de toda la vida; que vio nacer a Isabel y la tuvo tantas y tantas veces en sus brazos. Incluso, a veces, le decía: “A ver si ya pronto me das nietos”, porque para ella, Isabel era tan su hija como de su madre biológica lo era. Juan le decía:

  • Venga Isabel; que ya es tarde y tu madre debe estar preocupada

Para ella responderle

  • Un momentito; sólo un momentito más… Es que te quiero, Juan; te quiero mucho… Y soy muy,  muy dichosa cuando me besas… Bueno, cuando te beso… Porque, parece que yo tengo más ganas de besarte a ti, que tú de hacerlo conmigo… ¿Es que no me quieres?... Nunca me lo dices,  Juan; nunca me dices que me quieres… bueno; sé que me quieres, lo sé, Juan; lo sé… Eres mi novio, porque tú así lo quisiste…para mi bien…para mi más íntima dicha y felicidad… Pero, es que me gusta…me gusta que me lo digas… Que  me digas que me quieres… Anda, cariño mío; dímelo; dímelo, amor… Dime que me quieres…

  • Pues claro que te quiero, Isabel… Pero es que, de verdad; ya es tarde… Debía irme ya, y tú subir a tu casa… Con tu madre, que te estará esperando desde hace ya rato

  • Es que te quiero, Juan… Te quiero…te quiero…te quiero… Te quiero mucho…mucho… Inmensamente… Y te querré; te querré mucho; mucho… Ya lo verás… Cuando seamos marido y mujer… Ya lo verás… Ya lo verás… Te  haré feliz, Juan, cariño mío… Muy, muy feliz… Y en todos los sentidos… Ya lo verás, amor; ya lo verás… Siempre será, en nuestra casa, en nuestro hogar, lo que tú digas… Lo que tú desees… Mi  única obsesión, mi único deseo, será eso: Que seas feliz, que seas dichoso… Hacerte muy, muy dichoso y feliz… Y, te lo repito… En todos los aspectos, bien mío… En todos, todos los aspectos…

También menudearon los paseos por la vera del río… Porque esta ciudad, como cualquiera, cualquier pueblo, que se precie, también tenía un río… Distaba algo más del kilómetro del casco urbano y el carreterín que llevaba a la estación le bordeaba un no corto trecho; ya aquél día, cuando juntos regresaban de la estación a la ciudad, pasearon por su vera ese trecho; ya entonces Isabel quiso hacer un alto en su ribera, a su vera, de manera que los dos, abandonando el camino, bajaron hasta la orilla, paseándola juntos, cortando juncos por aquí y por allá… Ella le contó de sus sueños…Los sueños que tuvo allá lejos, cuando era más joven… Cuando, según ella dijera, todavía era joven… Sí; tener un novio…casarse…tener y criar hijos…

No un príncipe azul; según ella, con eso nunca había contado, nunca había soñado… Ese hombre ideal, joven, guapo, rico… No; eso nunca, lo había soñado, menos deseado; con un hombre razonablemente joven, sano; que fuera bueno, paciente y, sobre todo, que la quisiera… y que ella le quisiera a él, era más que suficiente… También que luego, cuando la dura realidad le empezó a mostrar la verdad de lo que su vida iba a ser, quiso ponerse a trabajar… En lo que encontrara… Lo mismo en lo que él trabajaba, un banco, un ministerio, el ayuntamiento o la Diputación provincial… O, simplemente, en una tienda, como dependienta… Una tienda de moda femenina…lencería, para atender mujeres antes que hombres… Pero su madre se pegó un disgusto de aúpa… Que ella era una señorita, que qué iba a pensar la gente… Y la familia, sus tías, sus tíos, las hermanas, los hermanos, de ellos, su madre y su padre… Y no pudo ser… Cosas de la época… Las señoritas bien, no podían trabajar, pues eso era un descrédito… Para ellas mismas, pero, casi más, para la familia…

Pero entonces, cuando ya eran novios y podían permitirse, permitirse ella, lo que antes no podía ser, era Isabel quien le decía que fueran allá… Total, en menos de media hora estaban a cubierto de muchas, muchas, miradas indiscretas… No es que la ribera del río estuviera desierta, que casi nunca lo estaba, peo había un tácito acuerdo que convenía no mirarse, ignorarse mutuamente… Y cada cual a su particular avío… A sus besos, sus caricias de jóvenes, hombre y mujer, que se aman….que se desean, hasta donde las buenas costumbres lo autorizaban… Pero allí, solos los dos como quien dice, ella, Isabel, volvía a dar rienda suelta a su inmensa pasión por él, de mujer rendidamente enamorada del hombre que Juan era… Y, de nuevo, él intentando sustraerse a tales caricias, tales besos, tales abrazos

  • Venga Isabel… Repórtate…sé juiciosa… Que nos pueden ver…

  • No quiero ser juiciosa… Y qué nos van a ver… Aquí, cada cual, a lo suyo… O, ¿es que no lo ves?; ¿no ves que todos, quien más quien menos, hace lo mismo?... Besarse, acariciarse… Y si nos ven, me importa un comino… ¡Que nos vean!... Que vean lo que nos queremos… Y se mueran de envidia al percatarse de nuestro cariño…de nuestro amor… ¿O es que no me quieres…no me deseas?... Porque yo sí te quiero… Y te deseo…Te deseo, amor… Y no me importa decírtelo…que lo sepas…que sepas que te deseo… ¡Dios, y qué deseosa estoy de que seamos marido y mujer!... De que estemos ya casados…para amarte todo cuanto deseo amarte…

Y Juan se sentía cada vez, cada día, más y más mal; más bajo, más ruin, más execrable, por lo que hacía… Engañar a esa mujer como la estaba engañando… Porque, además, lo grande, era que la empezaba a querer; a quererla más de lo que él desearía… En ese cariño, de sensual nada había; era algo más fraternal que ninguna otra cosa; y mucha, mucha lástima la que le causaban esas muestras de cariño que ella le demostraba… De amor fiel, sincero… Eso, hasta podría decirse que lo odiaba…

La gota que colmó el vaso vino la tarde en que, paseando por la calle Mayor, al pasar junto a un bar, una tasca o taberna más bien, se encontró con sus cuatro “amigos” pegados a la cristalera de las puertas, con gestos, visajes, entre cómicos y sarcásticos, que ponían en solfa expresiones amorosas; como era habitual, el Paco era el cabecilla, el que más usaba de los gestos que ridiculizaban, sin duda, a Isabel en su amor por Juan; el “mocito”, ponía en su cara el típico gesto, exagerado, de la mujer enamorada, con la cabeza en alto, los labios fruncidos, los ojos casi en blanco y los brazos cruzados en simulacro de abrazo; los otros, más que nada, riéndose a mandíbula batiente… Sintió una rabia casi exacerbada; tomó a Isabel del brazo y casi echó a correr con ella más a rastras que otra cosa

  • Pero…pero ¿qué te pasa, Juan?... ¿A qué…a qué tanta prisa, a qué tanto correr?

  • Tengo que hablar contigo… Tenemos que hablar…  Y me corre prisa… Anda, date prisa, por favor

  • Bueno, bueno… Me daré prisa… Pero…pero ¿qué pasa?... ¿Qué tienes que decirme…de qué tenemos que hablar?... Por favor, Juan; no me pongas nerviosa… ¿Qué te pasa?… ¿He hecho algo malo…algo que te disguste?... Si es así, discúlpame… No…no lo sé…no…no he querido hacer nada que te incomode, que no te guste… Créeme, amor; créeme, por favor

  • No; no es eso… ¡Tú que vas a hacer para disgustarme, si eres la persona más buena, más cariñosa que en este mundo pueda haber… No; no se trata de nada de eso… Es otra cosa… Otra cosa… Ya te la diré… En la plaza, en ese café donde solemos ir; donde podamos…donde pueda hablarte con tranquilidad…

E Isabel empezó a trotar tras su “novio”, con el alma en vilo, eso sí; con un color yéndosele y otro viniéndosele… Aturdida y temerosa… Ella tenía una teoría: El equilibrio entre la dicha y el infortunio, instituido por el propio Dios, en su gobierno del Universo. Ni el infortunio que nunca se acaba, ni la dicha sin fin, existen; la dicha, siempre va seguida del dolor y viceversa… Y ella llevaba ya demasiado tiempo siendo feliz, muy, muy dichosa, luego, el dolor, la desdicha, ya debía rondarla… Y muy, muy de cerca… Así, que se temía que lo que Juan tenía que decirle, quería decirle, fuera el comienzo del periodo de desdicha que, seguro, la esperaba… Y a la vuelta de la esquina, como suele decirse de lo muy próximo

Llegaron a la plaza Mayor y al café donde cada tarde acababan su relación vespertina; se sentaron a una mesa, que Juan buscó entre las más apartadas, de las que quedan más lejos de oídos indeseados; pidieron un café, y Juan esperó a tenerlo delante, a tomar el primer sorbo, para abrirla espita de su discurso…que más tuvo de discurso que de otra cosa su parlamento… Y se lo soltó todo… Todo, todo, todo, de “pe a pa”, lo de la “broma”… Que todo era, había sido un engaño…que ni la quería ni la quiso nunca… Que de casarse con ella, nada de nada… Ítem más; hasta le dijo que sus “”amiguitos” planeaban aprovechar el baile en el casino con motivo de las fiestas patronales, para públicamente, ante un casino repleto de gente,  “tirar de la manta”. Para más INRI, se esperaba que en tal evento la pareja anunciara la fecha del enlace, de su boda; sería ese momento, el más querido, el más esperado, por Isabel, para destapar todo el alcance de la “broma”, de la burla… De la burla cruel…horrenda

Isabel le escuchó sin decir palabra, sin abrir la boca; quedó envarada, agarrotada, con el rostro blanco como el papel, desfigurado por el rictus de dolor, de intenso dolor; un gesto que, bien a las claras, hablaba del desgarro que su alma sufría… El terrible desgarro, la tremenda herida que laceraba su alma; el mayor dolor que en su vida sufriera. Pero logró medio tranquilizarse, aunque más correcto sería decir que logró imponerse a sí misma, al íntimo dolor que la estaba destrozando en lo más hondo de su ser… De su ser de mujer… Quiso sonreír, pero lo que le salió a los labios fue una mueca de hondo dolor    

  • Claro… Claro… ¡Cómo iba a ser de otra forma!... ¡Cómo te ibas tú a enamorar de mí!… ¡Soy fea…y, además, vieja!... ¡Cómo ibas a enamorarte de mí!... Yo he sido la mayor culpable… Quise soñar… Y soñé con un imposible… Sí; yo he tenido la culpa de todo…por creérmelo… Por soñar con lo que no debí soñar…

Hizo ademán de levantarse, de marcharse, pero volvió sobre sus intenciones, sentándose de nuevo; tomó entre las suyas una mano de Juan, diciéndole

  • Otra cosa Juan; no te guardo rencor; ningún, ningún rencor… Es más; te estoy agradecida; agradecida a la felicidad que me has dado a lo largo de estos días…estas semanas… Han sido, y muy, muy de lejos, las más felices de mi vida… En este tiempo, he vivido lo que nunca antes había vivido… En este tiempo, es cuando, de verdad, he vivido… Por lo menos, en lo que va de ocho-diez años atrás… Y algo más debo agradecerte: Que me lo hayas dicho ahora… Me has evitado el bochorno de que tus “amigos”…tus “buenos amigos”, me tenían reservado… Muchas gracias por todo eso… De verdad te lo digo… Y lo que, de corazón, te deseo, es que seas feliz en la vida… Muy, muy feliz; todo lo que tú te mereces… Porque tú eres bueno… Si no fuera por esos amigos tuyos… Que encuentres en la vida una mujer que, de verdad, te quiera… Que te quiera tanto como yo te he querido… Tanto como yo te quiero, Juan… Y que tú la quieras a ella… Adiós Juan… Que te vaya bien…

Entonces, sí que se levantó, sí que se volvió, dándole la espalda, para alejarse de él… Salir de su vida parra siempre jamás… Pero, de nuevo, volvió sobre sus intenciones, girándose otra vez hacia él

  • Ah; otra cosa más…la última… Aléjate de tus “amigos”… Ellos son tus peores enemigos…ellos te hacen como, en verdad, no eres… Sé valiente, no  les tengas miedo…no te dejes influir por ellos… Mándales a hacer puñetas… Me lo agradecerás; ya lo verás… Y ahora, sí que ya, adiós Juan… Hasta siempre…hasta nunca… Repito; que seas feliz… Muy, muy feliz… Todo lo que yo hubiera querido hacerte…

Y entonces, sí que se giró, le volvió la espalda para alejarse de él, sin volver la vista atrás, en momento alguno… Iba con la cabeza alta, mas no en señal de orgullo, de soberbia, pues Isabel era incapaz de eso… Era demasiado buena persona…demasiado gran mujer, para albergar tal tipo de sentimientos, pero sí, digna; muy, muy digna… Taconeando como ella nunca acostumbraba hacerlo, pues, normalmente, no pisaba fuertemente el suelo, pero entonces sí lo hizo; pisar de firme, decidida, con brío, los adoquines de la plaza

FIN DEL CAPÍTULO

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