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Romance en caló

en Erotismo y Amor

ROMANCE EN CALÓ(1)

Hace ya bastantes décadas vivían Carmela la Chana, Carmen por buen nombre, y Eusebio el Zorongo, gitanos ellos de cuarenta y no muchos años, con uno escaso a favor del hombre; viudos con tres hijos ambos y, precisamente, dos chicos y una chica los dos; sólo que, mientras la chanita Carmelilla era la menor de los hijos de Carmen, la jovencita Juana le vino al Zorongo intercalada entre sus dos varones, Sancho el mayor y Jeromo, Jerónimo en buen nombre, el benjamín de la familia, más o menos de la misma edad que la menor de los Chanos, mes arriba, mes a bajo, que eso muy bien no se sabe

Mientras los tres vástagos del zorongo estaban solteros, aunque sus edades fueran ya casaderas entre esta etnia, unos diecisiete el mayor, catorce-quince la muchacha y alrededor de los once el benjamín, el mayor de los hijos de la Chana, Salvador, con veintiún años, llevaba tres casado con la Adela, de la que tenía dos churumbeles, como ellos dicen, que cabían bajo una manta, en tanto su segundo hijo, Rafael, con dieciocho-diecinueve, aún se mantenía soltero… Y de la chanita Carmelilla a qué hablar…

Los Chanos eran, como la generalidad de los gitanos, pobres cual ratas. Podría decirse que oficio estable y conocido no tenían, pasando su tiempo entre el poblado de chabolas donde vivían, a la puerta de sus casas, la de Carmen y la de su hijo Salvador, seguidas una a la otra, trabajando el mimbre ellas, la hojalata y el alambre ellos, fabricando objetos domésticos, y deambulando por calles y plazas vendiendo tales objetos.

Pero la verdad es que a lo que más se dedicaban era a dar palmas, cantar y bailar, pues trabajando ante sus casas, bastante a menudo hacían “altos en el camino” para dedicarse a estos menesteres, aunque lo del cante alegraba el trabajo casi permanentemente. Y cuando salían a vender, lo que hacían era plantarse en cualquier calle o plaza, montando su “escaparate” de objetos en venta, pero luego, para atraer el corrillo de gente a su alrededor, se arrancaban con guitarras, dando palmas y cantando, mientras una de las mujeres bailaba. Luego, acabado el “espectáculo”, a ofrecer y vender la mercancía hasta levantar el campo, agotado el filón, y vuelta a empezar en cualquier otro lugar de la ciudad.

Por su parte, el Zorongo era tratante de ganado, caballos, mulas, asnos exactamente, aunque en los últimos años también trabajaba el ganado de carne, bobino, lanar y caprino, sin tampoco dejar de lado al  porcino.  Tuvo suerte y ganó más que mucho dinero, por lo que ahora era más “muchimillonario” que pudiente y hasta millonario, de modo que vivía en una especie de chalet, una finca antigua, de esas unifamiliares, con jardines y árboles a su alrededor, rodeada por una buena verja de hierro con inmensa portada forjada a la calle.

Tanto Eusebio el Zorongo, como Carmela y el que fuera su marido, el Chano Salvador, habían nacido en el mismo barrio de chabolas donde todavía vivían Carmela y sus hijos. Los tres se conocían casi desde que nacieron y crecieron y jugaron juntos. Cuando la Carmelilla fue espigando en mocita más que airosa, allá por sus doce-trece años, los dos, Eusebio el Zorongo y Salvador el Chano, pusieron sus ojos en ella, rondándola, ”camelándola”, como entre ellos dicen, pero al final quien se llevó la “gatita al agua” fie el Chano Salvador, quedándose el Zorongo con un buen “palmo de narices” y un cabreo, unos celos, “de órdago a la grande”, como en el mus, cuando al filo de los catorce años ella y los entre quince y dieciséis el Chano se casaron, lógico, por el ancestral rito “calé” o gitano, y por todo lo alto, como está mandado y ordenado entre los padres y madres gitanos, que cuando se casa una hija hay que “echar la casa por la ventana” si se tiene la más mínima vergüenza y honor gitanos; de dónde salga el dinero que en la boda se gasta ya es harina de otro costal; se pide prestado, si es necesario, a la familia, amigos etc., o a gitanos más pudientes… O lo que sea, pero la boda tiene que ser “rumbosa” y por cuenta del padre de la novia, faltaría más

Fue entonces cuando el Zorongo se empeñó en hacerse millonario, para darle en las narices a la ingrata, y a fe que supo hacerlo, valiéndose de cuantas mañas y martingalas que, de tiempo inmemorial, han desarrollado los hombres gitanos para meter “gato por liebre” en las ferias de ganado de todo el mundo, pintándoselas solos para hacer pasar por pollino más que joven y reluciente a asnos llenos de mataduras y que, por lo ancianos, ya no pueden ni con su peluda piel.

Aunque habría que anotar que el Zorongo comenzó por casarse con una gitanilla que nada tenía que envidiar a la Carmela a sus trece años y no muchos meses, la que le dio sus tres hijos. El ostensible mejoramiento del bolsillo del Zorongo le permitió, a los tres-cuatro años, salir del “barrio” para irse a vivir en una casa, una villa con tres plantas, hermoso jardín con árboles bien frondosos y cerca de piedra con casi dos metros de alta y portada doble de hierro forjado, luciendo esbeltas y trabajadas barras coronadas en forma de agudas lanzas

A los años, diez más o menos, un buen día apareció Salvador el Chano, el marido de Carmela, muerto; asesinado en una calleja del “barrio” sin rastro de sus matadores, pues varios fueron, desde luego, a juzgar por su navaja, enfundada en el bolsillo trasero del pantalón, señal de que fue sujetado por al menos uno más, amén del material ejecutor de los más de veinte navajazos que presentaba su cuerpo. Nunca pudo aclararse satisfactoriamente el asesinato del Chano Salvador, ya que ni la policía en sus investigaciones, ni tampoco los “patriarcas” del “barrio”, los gitanos más viejos y respetados de la comunidad, en las suyas, bastante más exhaustivas que las de la policía, lograron llegar a un resultado medianamente claro

Ello no obstante, entre la gitanería del “barrio”, nadie dudaba de que tras el hecho estaba la mano negra de Eusebio el Zorongo, cuyo odio y despecho hacia el Chano era más que notorio, pero tal cosa no se pudo probar, por lo que no se le pudo condenar en el sumario juicio de los “patriarcas” conforme a la ancestral Ley Gitana. Hubo unanimidad en señalar, como autores materiales, a los “Picaos”, tres hermanos que, más bien, eran auténticos asesinos; gente pendenciera y bravucona, más que amiga de echar mano del “fierro” a la primera de cambio y sacarle las tripas al lucero del alba sin pestañear.

Eso sí; siempre que la ventaja numérica estuviera, decididamente, de su parte, en proporción 3 a 1, pues en otro caso, simplemente con que dos hombres les hicieran frente, sin achicarse, la “valentía” hacía agua a pasos agigantados, tomando, más que prudentemente, “el olivo”(2); eso también: reculando con la navaja en la mano, sin perder la jaquetona “pose” de matón perdonavidas, jurando y perjurando que ya volverían a verse… Luego, lo normal, era que quienes hubieran osado plantarles cara, cualquier madrugada aparecieran, uno a uno, cosidos a navajazos… Impunemente asesinados a traición, con un matador acuchillando a la víctima, entonces sujeta por otro u otros dos “compinches” de la mano acuchilladora… Era la patente, la “marca de fábrica” de los tres “angelitos” que eran los “Picaos”

Tal panda de desechos humanos había aparecido no mucho antes del asesinato del Chano rondando el contorno del Zorongo, bailándole el agua, cual perros que menean la cola a la espera de alguna que otra migaja. Al parecer eran parientes lejanos del gitano ya más o menos millonario, sobrinos o algo así, no se sabe bien si segundos, terceros o cuartos, llegados como los buitres, cuervos o chacales, al olor de la carnaza que pudiera desprenderse de la mesa del opulento, por más que distante, pariente.

A decir verdad, cuando tal trío de facinerosos hizo su aparición en los aledaños del Zorongo Eusebio, este apenas si se dignaba en siquiera mirarlos, pero hete aquí que, tan pronto como en Chano Salvador apareció asesinado el trío de la bencina empezó a hacerse importante en derredor a su lejano tío hasta, progresivamente, convertirse en su “mano derecha”… Casi, casi que en imprescindibles para el Zorongo…

En fin que, sea como sea, entre el clan de la Chana Carmela y el del Zorongo Eusebio mediaba una casi eterna enemistad a raíz del asesinato del Chano Salvador, marido que fuera de Carmela o Carmen…

Pero dejemos atrás el pasado, aunque, a veces, sus aguas sigan moviendo los molinos de hogaño, para venirnos al momento en que esta historia echa, realmente, a andar. Este día que, digamos, acaba de amanecer, es uno más que grande para una familia gitana habitante de otra marginal barriada chabolista de los alrededores de la misma gran ciudad que ubica la que alberga a los Chanos, pues en este día casan a una de sus hijas, el acontecimiento más importante en la vida de cualquier familia calé que, mínimamente, se precie. Esto, para la historia, no tendría importancia alguna si no fuera porque Rafael, el segundo hijo de Carmela la Chana, va a implicarse en el nupcial evento.

La cosa era que la familia de la novia eran deudos lejanos de Eusebio el Zorongo, por lo que, en cierto modo, se podían considerar Zorongos, enemigos tradicionales de los Chanos… De, Chano Rafael… A él, maldita la gracia que le hacía sumarse a tal jolgorio, pero su íntimo amigo “El Moji”, elemento más que apegado a todo tipo de saraos, cachondeos y similares, le arrastró hasta allí, en compañía de dos bellezas, no se sabe bien si “vikingas” suecas o danesas, heroicas “and” míticas germanas o, en fin, “Bárbaras del Norte”; esto es, inglesas. Y es que el normal medio de vida del bueno del “Moji” era sacarles el “parné” a toda turista, extranjera y anglosajona, que se cruzara en su vida, vendiéndoles a buen precio su “palmito” de genuino “latin lover”.   

Inmerso ya en la celebración sus ojos se fijaron en una mocita de entre quince-dieciséis años cuyo rostro, enmarcado en un cabello que le bajaba hasta por debajo de los hombros, negro cual azabache, iluminaba un aura de ángel celestial pero en cuyos brillaba la encendida pasión de las hembras de su etnia, y a la que adornaba un cuerpo de mujer más que notable.

La vio de lejos, fijándose al momento en ella; la muchacha hacía corro a un conjunto de hombres y mujeres que bailaban al son del rasgueo de guitarras, de las voces, masculinas y femeninas de los “cantaores” y “cantaoras” lanzando al aire los ídem del cante “jondo”(hondo, pronunciando la “h” aspirada) ; el cante flamenco más gitano… Más puro… Palmeaba a “cantaores”/”cantaoras”, a “bailaores”/”bailaoras”, espontáneos, vocacionales, que vivían el embrujo de un arte que se mete en el alma y la hace vibrar. Sus miradas se cruzaron y los ojos de la bella se fijaron, prendidos, en los de él. Primero le observó curiosa, consciente del interés que en él provocaba, para luego abrirle la maravilla de su sonrisa. Se sumó la chica al conjunto de los danzantes y, ostensiblemente, empezó a bailar para él.

El femenino cuerpo empezó a ondularse con los brazos extendidos, alzados a lo alto, serpenteando en el aire en mil figuras diferentes que tan pronto separan los brazos como los enlazan hasta casi trabarlos entre sí mientras se cimbrea el cuerpo en poses marcadamente eróticas; acercándose a él, en una especie de carrerilla son el cuerpo inclinado sobre sí misma hasta situarse enfrente de él, a pocos, muy pocos metros, y allí bailar, bailarle a él, para él, mostrándosele… Ofreciéndosele podría decirse…

Y en todo momento, los ojos, las miradas del uno y de la otra, fijas, prendidas, en los ojos que le miraban, que la miraban… Esos ojos, esas miradas, sostenían un diálogo mudo, sin palabras, pero de lo más elocuente para cada uno de ellos. Esas miradas hablaban de amor, de deseo, de mutua y rendida entrega Por fin, el baile se acabó cuando comenzó la verdadera ceremonia de la boda gitana; cuando la novia, con su vestido nupcial, blanco como la nieve, y coronada de rosas, de flores, sale de la casa paterna para unirse al que desde ya será su marido, y los asistentes toman a la pareja, a la novia y al novio, en brazos encaramándolos sobre sus hombros, los amigos y parientes del novio y su familia a él, los de la novia a ella, y así, formando dos grupos paralelos, los pasean entre vítores, aplausos, cantes y bailes… Y, cómo no, poniéndose ciegos de alcohol, vino en primerísimo lugar, cuyas botellas corren a raudales entre la concurrencia.

La gente se arremolinó en derredor de la pareja protagonista del día, pero Rafael y la muchacha se quedaron donde estaban; solos, apartados de los demás… Él, Rafael, avanzó hacia ella y le tendió la mano; ella se la tomó, aceptándola, aceptándole a él, en definitiva, como el comienzo de algo nuevo… Algo que les ligaría, él a ella, ella a él, prácticamente de por vida… Rafael, entonces, intentó libar la miel de los labios de la chica; ella pareció aceptar el beso, pero cuando los rostros casi se fundían, riéndose, echó a correr, impidiendo que Rafael la besara

Rafael echó a correr tras ella, riéndose también… Así, salieron del dédalo de callejas que las chabolas formaban, alejándose algún que otro metro de la barriada. Llegaron a una zona con ligera vegetación; algún matorral acá y allá enmarcando un sucinto espacio medianamente tapizado de hierba, más bien rala, entremezclada con maleza… Hasta algún espino que otro. Allí, el ángel femenino se detuvo; y se sentó a esperar a Rafael que, junto a ella, también se sentó… Se besaron, entregándose sus labios, sus bocas… Se juraron amor eterno…

Pero como rara vez las rosas se presentan sin espinas, también la del amor recién encontrado vino con una espina escondida, y es que resultó que la joven gitanilla no era otra sino Juana la Zoronga, la hija de Eusebio el Zorongo. Pero a los dos jóvenes las añejas rencillas entre Zorongos y Chanos, Chanos y Zorongos, les importaron bien poco; a ellos lo único que en verdad les importaba era el amor recién nacido entre ellos; ese amor que vino repentino… Sin anunciarse… Instantáneo… Un amor a “prima vista”… Un flechazo… Algo que, en verdad, no es normal que pase; algo que, más bien y en sí, es raro, pero tampoco imposible y algún que otro precedente hay de ello

Como es lógico, Carmela la Chana pronto supo que su hijo Rafael, algo así como su ojito derecho, sufría del “mal de amores” y, precisamente, por la chica del Zorongo, ¡mala puñalá le den “ar pare” la niña!... Que el asunto a la Chana no le hizo ni pizca de gracia está de más el decirlo, pero lo asumió y santas Pascuas, si bien el asunto “der casorio” de los dos hijos de su “arma” tendría más que “tela”; y “pa” tiempo, a más a más. Y sí, “los dos hijos de su “arma”, pues como buena gitana, desde que aceptó que su hijo quería a la Zoronga por mujer, la muchacha fue una hija más para ella, pues Chana como ella misma, y no Zoronga, por finales sería.

También Eusebio el Zorongo tuvo, a escape, noticias del “tonteo” de su Juana con un dichoso Chano, cosa por la que “en jamás” pasaría. Así que, tan pronto se “coscó” del romance entre su hija el de la Chana, se encaminó una mañana a los establos donde los “Picaos” cuidaban de sus animales y, dirigiéndose al Curro, el mayor de los hermanos, líder y el peor de ellos, pues, habitualmente, era la mano ejecutora de los asesinatos, la mano que segó la vida del padre de los Chanos, Salvador el Chano, le dijo

  • Curro, “quieo qu’hagas argo”. Pregona “pro” la “tabenna” “ande” van “lo gitano” der barrio lo Chanos, que “ti dao” a m’hija la Juana…
  • “Grasia” Tío… La verdá… É la que má me “camela”…
  • ¡No t’enquivoque, Picao!... ¡Ni mi Juana, ni mi “parné” será en nunca tuyo!... ¡No “s’hiso” la “mié” pa la boca er burro!... Lo que quieo eh qu’er Chano s’aparte d’ella… La Juana no saldrá má de casa hasta que no l’orvíe…

Aquella misma tarde los tres Picaos más Sancho, el hijo mayor del Zorongo, estaban en la taberna que, precisamente, los Chanos y buena parte de sus paisanos, gitanos del “barrio”, frecuentaban, invitando a cuantos allí estaban a la salud de la Zoronga Juana, la novia del Picao Curro. Así que ocurrió los que los Picaos, y en especial el Curro, buscaban: Que la noticia del compromiso de la Juana con el Curro, por disposición del padre de la chica, llegara al Chano Rafael. Fue la Isabel, una antigua vecina del “barrio” que un mal día se enamoró del Curro y se fue con él a vivir: Desde entonces, de lo único que disfrutó fue de palizas, insultos, malos tratos… Y casi absoluta carencia de dinero con que alimentar a los dos hijos que el Picao le hizo, quieras o no quieras, pues tampoco faltaron las violaciones cuando el “pavo” se amanecía “curda” total y a ella le daba asco “hacerlo” con él… Violaciones siempre “sazonadas” con tremendas palizas… Hasta que el macarra se hartó de ella y la echó del “chabolo” donde la metió y que él solía habitar apartado de su madre y hermanos, en el mismo poblado chabolista donde Juana y Rafael se conocieran en aquella boda de los parientes de ella

La Isabel, tan pronto les oyó, salió de “naja” (corriendo) hacia su viejo “barrio”; a quien primero encontró fue a Rafael, que tan pronto supo la nueva voló más que corrió para la taberna de marras, dispuesto a sembrar por su duelo hígado y “mondongo” de los Picaos, en especial del Curro; la Isabel quiso detenerle: “Son musho pa ti solo, Rafaé” se desgañitó gritándole, pero el Chano ni maldito caso a lo que ella le decía, enrabietado, lleno él de puro odio… La Isabel llegó al “barrió” y tiempo le faltó para enterar a todo el mundo, a la Chana y a sus hijos en primerísimo lugar, lo que pasaba y también tiempo faltó a toda la tropa de los Chanos y no tan pocos amigos del clan para salir como alma que lleva el diablo en apoyo der Rafaé, como ellos decían

Efectivamente, en menos que canta un gallo estaba ya “er Rafaé” en la taberna dichosa. Allí, los Picaos le esperaban;  tan pronto entró, el Curro reparó en él diciendo a sus hermanos y a Sancho, el joven Zorongo

  • ¿No os lo dije?...Ya está aquí; como un reloj

Y es que al Picao Curro no se le había escapado que la Isabel había escuchado sus baladronadas respecto a su “noviazgo” con la Juana, la hija del Zorongo, y así mismo vio como salía a escape de la taberna, seguro de que la mujer iba en busca del joven de los Chanos… Sonrió aviesamente e, indicándole a Rafael con el dedo que se les acercara, le dijo

  • Ven Chano… Asércate… No tenga “canguelo”(miedo)…

Rafael, un tanto confuso, pues acababa de darse cuenta del error de haber ido allí solo, avanzó, de todas formas, hasta el centro, más o menos, de la taberna. Al momento, el Curro hizo una seña a uno de sus hermanos que, de inmediato, se deslizó hasta colocarse tras el joven Chano, esgrimiendo al tiempo una navaja desnuda. También en ese mismo momento, su otro hermano y sanco, el joven Zorongo, echaron mano de sus respectivas “chairas”(navajas, cuchillos, en lengua vulgar)

El Curro, en cambio, no. Siguió donde estaba, aparentemente tranquilo; hasta conversador y dicharachero. Era, algo así como su gran momento. Desde luego que mataría, sin piedad ni compasión, al Chano Rafael, pero sin prisas… Disfrutando, por anticipado, del hecho… Era algo así como el gato, que se entretiene en acosar al ratón antes de matarlo.

Él no quería a nadie, ni a sus hermanos; ni tan siquiera a su madre… Simplemente, los utilizaba… Le eran útiles… Pero odiar, visceralmente, instintivamente, odiaba a casi todo el mundo… Porque odiaba todo lo decente, lo honrado… Y la mayoría de la gente, hasta a su modo, a su personal “sui géneris incluso, es decente y honrada… Pero si en general odiaba a la mayoría de la gente, el odio hacia los Chanos era muy, pero que muy especial… ¿Por qué?... Por nada… Simplemente, les odió; desde que los conoció le cayeron especialmente mal.

Pero es que ahora… Desde aquella mañana, el ser para él más odiado del mundo era el Chano Rafael… El hombre que enamorara a la Juana, la hija del Zorongo… ¿Significaba eso que la muchacha representara para él algo mínimamente querido… simplemente deseado como mujer? No; en absoluto. Si era incapaz de querer a su propia sangre, menos todavía a un ser extraño, a una mujer; y, en añadidura, sexualmente la chiquilla tampoco le atraía…  Por eso precisamente… Porque era una chiquilla y a él le gustaban, y más que mucho además, las hembras humanas  hechas y derechas… Con suficiente “materia a que agarrarse”, y en todos los sentidos… Donde agarrarse y meterse dentro, lo mismo por delante que por detrás… En lo tocante a “eso”, la verdad, era poco escrupuloso y, menos aún, caprichoso… En la variedad está el gusto, pensaba y sentía

Pero aquella mañana el Zorongo le había abierto una ventana por la que nunca antes a él se le había ocurrido mirar: La posibilidad de hacerse, para él solo, con toda la fortuna del Zorongo padre, que no era moco de pavo ni cosa de andar por casa. Esa posibilidad la vio, clara, palmaria, haciéndose con la hija de aquél su tío lejano… ítem más; el tío Zorongo les venía despreciando, ostensivamente, desde que por sus aledaños un día aparecieron; y eso, con el tiempo, había ido en aumento… Él les despreciaba a todas luces, sin recatarse un ápice en ostentarlo, pero ellos, él particularmente, cada día, casi cada segundo, le odiaba y despreciaba más; y más; y más…

Pero aquella mañana el tío Zorongo había puesto la guinda de su desprecio con aquél “¡No “s’hiso” la “mié” pa la boca er burro!”… “Con que no ¿he?… “Po te va a’nterá, tío, de lo que vale un peine”… Se dijo para sí… ¡la Juana sería suya… Y él; er tío “dezpresiaó” se l’iba a da… ¡Por etta que se l’iba a da”… Lo que no sabía todavía era cómo logarlo, pero “tranqui” tiíto, que too s’andará y pensará”

Así, que a la Juana ya la consideraba cosa suya; de su única y absoluta propiedad… Y él no admitía competencia alguna en lo que deseaba… Ni siquiera que le hicieran la menor sombra al efecto… Así que Rafael, al amarle Juana, se había convertido en su competidor respecto al hecho de hacerse con la fortuna del Zorongo… Y claro, eso fue, en el odio que, naturalmente, ya le profesaba como “llover sobre mojado”, con lo que su odio hacia el muchacho ya, como aquél que dice, superó todo lo superable

Por fin Curro el Picao se apartó de donde estaba, empezando a acercarse a Rafael; lentamente, como despreocupado; casi indolente… Y al instante los dos que estaban a su lado, su hermano y Sancho, el joven Zorongo, se echaron hacia adelante, acercándose ellos también al solitario Rafael el Chano; pero ellos con las navajas desnudas y las ansias de matar en los ojos. Así mismo el otro Picao, el que se situó a la espalda de Rafael, navaja abierta en mano, emprendió el acercamiento a Rafael, en franca intención de coger al joven Chano entre ambos grupos de Picaos-Zorongo, emparedando entre ellos a Rafael.   

  • Has “vinío” a felisitáme por mi compromiso con la Zoronga… ¿Verdá?... Pos ná hombre… Pídete un vino… Yo t’invito…

Ambos grupos seguían avanzando teniendo ya casi acorralado a Rafael. Entonces, él, en un par de saltos, ganó a su vez el mostrador, emplazándose de espaldas a él. La verdad es que había tenido no ya preocupación, sino hasta “canguelo”; hasta miedo… Pues, ¿quién no se asusta cuando ve de cara la muerte?... Y Rafael el Chano la había visto… La veía entonces mismo, más que seguro de que de allí, de aquella taberna sólo saldría “con los pies por delante”, como se suele decir… Pero entonces ya no tenía miedo.

Había que aceptar lo inevitable, e inevitable era que allí y en aquella tarde él perdiera la pelleja… Sí, sabía que iba a morir, porque aquello ya no tenía remedio, pero alguno de los Picaos emprendería en Gran Viaje antes que él, aunque sólo fuera para mostrarle el camino… Su mano demandó al bolsillo la navaja que, desnuda, empuñó, dispuesto, de todas, todas, a vender cara su vida… A levarse a algún que otro contrincante al “Otro Barrio”

  • Anda Shico, sírvele un vaso de vino al “señor”… Y siérrate la puerta, no sea que entre cualquier…mal aire…

El chico, diecisiete-dieciocho años, que estaba tras el mostrador hizo lo que Curro el Picao acababa de mandarle, poniendo un vaso hasta arriba de oscuro vino a las espaldas de Rafael y, a continuación, salió a escape a cerrar la puerta. Él, en aquella pendencia no tenía arte ni parte… Claro que sabía que lo que allí se iba a producir y más en segundos que minutos, era una verdadera infamia, pero de sobras sabía que enemistarse con el Curro era suicidarse. Como Beltrán Duguesclín, diría: “Ni quito ni pongo rey, pero sirvo a mi pellejo”.  

  • Bueno, acabemos esto…

Con estas palabras Curro el Picao daba fin al juego del “gato y el ratón”, disponiéndose a acabar con la farsa y, desde luego, la vida del joven Rafael. Se quitó las gafas más negras que obscuras que, hasta entonces y como acostumbraban, tanto él como sus hermanos sempiternamente lucían ante sus ojos, pues menuda facha de perdularios que harían sin ellas ante los ojos, según establecían y estableces los cánones de todo bellaco que se precie, al tiempo que, por fin, sacaba del bolsillo la navaja, desnudándola. Se iban ya a lanzar los cuatro matones contra el solo Rafael, mientras el mancebo de la taberna se aprestaba a cerrar la puerta a cal y canto, cuando ésta se abrió, con estrépito, de un contundente patadón que dio con el chico, sentado de culo, en el suelo, tras lo cual por la abierta puerta, de par en par, irrumpió el clan de los Chanos en pleno, acompañados por cantidad de vecinos del “barrio”, hombres pero aún más mujeres, muchas con sus churumbeles a cuestas

  • ¡Aquí estámo, Rafaé!… ¡Pa lo qu’haga farta!...

Curro el Picao ni se inmutó ante semejante avalancha de gente lista a tirar del “fierro” o “jierro” que de las dos maneras también se denomina a la navaja. Se guardó la navaja, se caló de nuevo las negras gafas y, recomponiendo la figura, un tanto deshecha a la vista de que la presa que creía segura se le escapaba, dijo, dirigiéndose a los suyos

  • ¡Ya hemo brindao aquí battante; vámono a otro sitio…

Chanos y vecinos les abrieron calle y los Picaos, altivos, bravucones, perdonavidas hasta el fin de sus días, salieron por fin a la calle… Muy estirados, sí; pero con el rabo entre las piernas

  • ¡Vino pa toos, que hoy convidan los Chanos!... ¡A ver; esas guitarras, esos cantes, esos “palillos” y bailes!...

Días después estaba Eusebio el Zorongo en un pequeño municipio de los aledaños de la ciudad donde vivía; un sucinto centro urbano ya fagocitado por la urbe dominante pero que todavía mantenía carácter de municipio propio, independiente del de la ciudad engullidora. Allí se celebraba una minúscula  feria de ganado a la que el Zorongo había concurrido con varios de sus animales. No fue el Zorongo padre quien se apercibió de la presencia de los Chanos al completo. Capitaneados por su bravía madre, Carmen la Chana, sino que fue su hijo Sancho quien primero los avizoró

  • Ahí’stán, pare; lo Chano… Vién toos… Sin fartá denguno…

El Eusebio alzó la vista en la dirección que su hijo le señalaba y, efectivamente, pudo ver a la Chana, la Carmen, en cabeza, seguida, pisándole los talones, sus dos hijos, primero Salvador, con Rafael a su huella, cerrando la columna las otras dos mujeres del clan, la mujer del Salvador con sus dos pequeños y la benjamina de los Chanos, la Carmelilla

La mirada del Zorongo quedó prendida, irremediablemente, en la figura de la matriarca de la familia, Carmen la Chana… ¡Qué tremendamente guapa le pareció!... Como antaño, cuando le sorbió el seso… ¿O no?... No; desde luego que no… Ahora la veía mucho, muchísimo más hermosa por verla más, mucho más mujer, más hembra humana… Los años le habían sentado más que bien a aquella mujer, que le turbaba cada vez que la veía…

Sí, le turbaba porque, amén de ser incomparablemente más hembra humana, también Carmen la Chana había madurado en mujer fuerte, indomable… De férrea voluntad y fortísima personalidad, capaz de imponerse a todo y a todos hasta avasalladoramente… Así que, si bien le turbaba, mucho más le intimidaba, le hacía perder su aplomo… La seguridad en sí mismo… Le atraía turbadoramente pero también le dominaba; le avasallaba su sola cercanía…

Y aquella vez no fue excepción a la regla, de manera que tan pronto vió acercársele a los Chanos, se volvió a su hijo para decirle

  • Sancho, vete por los Picaos

El Zorongo se volvió dando la espalda a los Chanos, centrando, aparentemente, su atención en uno de los animales que allí había llevado, un caballo exactamente, haciendo como si no se hubiera “coscado” de la presencia de ellos. Los Chanos llegaron a su vera, sin que el Zorongo se diera por enterado de su presencia, siendo Carmen la que le habló

  • “Sorongo”…

Eusebio no se volvió a mirarla; dándole la espalda, respondió

  • ¿Qué quiés?
  • Vengo a pedite la mano de la Juana pa m’hijo Rafaé
  • Pué no pué sé; se la hi prometío ar Curro er Picao…
  • ¡Miente con toa tu boca!...

Ahora sí que el Zorongo se dio la vuelta, encarando a la Chana y sus hijos

  • ¿Habís vinío a provocame?...
  • Venimo en son de pas… A pedite a tu hija pa m’hijo

Para entonces, Sancho con los tres Picaos había hecho acto de presencia, flanqueando al patriarca de los Zorongos dos a dos por cada lado, formando un frente de cinco hombres ante los dos Chanos

  • Ya t’he disho que no pué sé, que ya la tengo comprometía… Pero, manque no fuea así, en jamá entregaría una hija mía a gente como “vusotro”
  • ¡Qué poca memoria tiés!... Porque tú bien que vinitte tra mío, pa que me casara contigo… Pero er Chano te ganó… ¡Y po eso hisitte que eso ansesino lo mataran!...

Aquí intervino el mayor de los Chanos, el Salvador

  • ¡Y po eso t’has puetto mu arto, pa “budiano”! (amargarnos; españolizando el verbo “budiar”=amargar)

El Zorongo se volvió, sardónico, hacia su hijo y los Picaos

  • ¡Ya salió!... Etto é lo que an verdá quiéen… ¡Haserse, con su mano límpia, der fruto er suó e toa mi via!... ¡A bailá; a bailá…qu’hes lo vuettro!… ¡Ante quió ve a m’hija enterrá que casá con un Chano!...
  • ¡Po púdrete con too tu “parné” y dale tu hija a eso cuervo pa que te saquen lo ojo!… ¡Ámono mare, qu’aquí no hasemo na!...
  • ¡Eppera; qu’aquí tengo yo argo qu’isí! (Terció el Curro, avanzando hacia el Chano  Salvador)
  • ¡Aquí tú no tiés na qu’isí!... Y, s’huguiera vergünsa antre lo gitano, tú no tendría na qu’isí an dergún lao! 

Al momento sus dos hermanos flanquearon al Curro, dispuestos a “rajar” al Chano insolente, pero el Zorongo les detuvo. Se volvía el Salvador, dando fin a la entrevista y marcharse, pues, los Chanos a casa, cuando su madre le detuvo 

  • Eppera Sarvaó. (Encarando al Zorongo) Sorongo; yo no tengo má fortuna que mi hijo… (señalando a Rafael) Ette e mi Rafaé… ¡Er mejó de m’hijo; er que yo má quieo!... Tómalo… Llévatelo… ¡Aunque yo no guerva a vé en jamá!... Llévatelo pa qu’él y ti hija sean felise… ¿Cree que yo te lo daría po tu “parné”?... ¿Lo cree Sorongo?... Dime… ¿Quiere po hijo a mi Rafaé?... ¡Contetta, Sorongo!... ¿Quiés po hijo a mi Rafaé? 

Eusebio el Zorongo no respondía; Eusebio el Zorongo se revolvía inquieto, haciendo visajes con la cara, con la boca; muecas que denotaban tremenda inseguridad en el hombre… enorme indecisión que pregonaba que con la situación creada estaba de todo menos a gusto

  •   ¡Contetta, Sorongo!... ¿Quiés po hijo a mi Rafaé?...

El Zorongo, por fin, se dio la vuelta alejándose del lugar, seguido den inmediato por su hijo Sancho y los tres Picaos… Y los Chanos, también se volvieron a su casa

Desde entonces, los días y semanas fueron pasando. En principio, Eusebio el Zorongo recluyó a su hija en su casa, según dijera al Picao Curro, pero esto fue solo un tiempo pues enseguida la muchacha  volvió a salir. Los principios del encierro de la muchacha fueron una mala época pera los enamorados Rafael y Juana, ya que no podían verse ni hablarse, pero pronto vino una circunstancia que, al menos, posibilitó la comunicación entre los jóvenes enamorados, pues resultó que los benjamines, Carmelilla la Chana y el Zorongo Jeromo, eran más que amigos; los mayores no suelen prestar gran atención a los más pequeños, con lo que amistad entre los dos “pipiolillos” pasó desapercibida para sus respectivas familias.

Fue Carmelilla quien le dijo a Rafael que, si él quería, entre ella y el Jeromo podían ponerles en comunicación a la Juana y él, pues ellos pasarían del uno a la otra los mensajes que les dieran. Y así los enamorados burlaron el “bloqueo” a que el Zorongo condenó a su hija. Luego, cuando la joven zoronga pudo volver a salir a la calle con casi entera libertad, ella y el Rafael se citaban en lugares poco concurridos, normalmente en las umbrías de senderos semi ocultos de grandes parques de la ciudad, en especial uno bastante próximo a la casa de los Zorongos, a fin de pasar inadvertidos para la familia y allegados de ella.

En aquellas casi soledades se abrazaban, se besaban y hasta, en alguna ocasión que otra, la Juana le permitía al Rafael ciertas “libertades”, pero sin permitirle pasarse ni un pelín más allá de la línea fronteriza marcada por la ropa exterior de la muchacha, pues ella quería disfrutar de una verdadera Noche de Bodas, a la que llegaría tan entera como su querida madre la parió

  • Ten pacencia, Rafaé; ya llegarán er momento, na má casarno… Ya verá qué ichoso ti bi’hasé esa noshe…  Ya verá cómo va a meresé la pena la “duquita”(penas) qui ahora t’hago pasá…

Y “Rafaé” se aguantaba las “ducas” que su novia le hacía pasar, que de piedra el hombre tampoco era, por complacer al ser para él más adorado que pisaba la Tierra. Pero una cosa cada día la tenían los dos más clara: Que el padre de la muchacha nunca consentiría de buen grado que Juana se casara con un Chano. Así que se imponía la heroica solución de fugarse los dos, estar unos días ocultos los dos, juntos, para al cabo de dos o tres días de “huida”, volver a aparecer; entonces, el Zorongo sería el primer interesado en que Rafael se casara con su hija Juana, por aquello de “haberla deshonrado”. Y en ello quedaron; en escaparse los dos juntos en la primera ocasión que tuvieran

Pero no hubo lugar a la planeada fuga, pues se dio la dichosa casualidad de que también Curro el Picao había llegado, por su cuenta y riesgo, a la misma conclusión que Rafael y Juana llegaran: Que, por las buenas, su más que lejano tío Zorongo nunca consentiría en, de verdad, entregarle a su hija como esposa, luego había que tomar medidas más drásticas para que el orgulloso, el despreciativo tío no tuviera otro remedio que “envainársela” y consentir, a cara de perro incluso, en entregársela. Y como ella bajo ningún concepto consentiría en nada respecto a él, pues bien sabía que la muchacha, amén de despreciarle aún más su padre, que ya era despreciar, le odiaba con una cordialidad que para mejores empresas él querría. Vamos, que meridiano cual despejado día de verano, estaba que su único recurso estaba en raptarla por la fuerza y llevársela consigo, quisiera o no quisiera la joven zoronga

Y así ocurrió, que un día, cuando todavía la Juana y el Rafael andaban estudiando la mejor manera de fugarse, momento etc., al salir la muchacha a la calle según su ya asentada costumbre, apenas dejó atrás la paterna casa, a cubierto pues de miradas indiscretas provenientes de la mansión más que casa, saltó sobre ella reduciéndola en un santiamén, que se dice por los hispanos lares para expresar prontitud. Se apoderó de ella y la condujo a la casa de su madre, para que ella la guardara,  a escondidas de todo el mundo, de sus hermanos inclusive, hasta que él decidiera sacarla a la luz, pregonando que habían cohabitado juntos desde  que la raptara, a fin de que el Zorongo pasara por el aro que él quería, entregándole, formalmente, a su “deshonrada” hija

A golpes, arrastrándola por los cabellos más de un trecho, Curro el Picao llevó a Juana a casa de su madre. Cuando entró por la puerta empujando delante de él a la muchacha, al momento saltó su madre       

  • ¡Pero qu’hase, Curro! ¿T’ha “guerto” loco?... É la shica der Sorongo… ¡Te marará!  
  • ¡Cáyes’usté mare; naide l’ha pedío su opinió!...    

Arrojó al suelo a la Juana y la emprendió a puntapiés con ella

  • ¡Cobarde!... ¡Commigo, co una mujé,  t’atreve!...                                          
  • Quería d’irte co er Chano, ¿verdá?... ¡Mardita!… ¡Mardita mir vese!

El Curro se quitó el cinto, lo dobló ya la emprendió a latigazos con ella

  • ¡Huele a Chano!... ¡Zorra!... ¡Puta!... ¡Renegá!...

Juana lloraba y le maldecía… Le llamaba “¡Cobarde!... ¡Cobarde!... ¡Mar nasío!... ¡Mar hombre!”… La madre del Curro quiso apartarle de ella

  • ¡No pué haselo!... ¡No la pué pegá!... ¡En tabía no!… ¡En tabía no hé tu mujé!

Pero el Curro le arreó a su madre un empujón, un empellón, que la hizo trastabillar lanzándola por finales al suelo un par de metros más allá. Se cansó de pegar a la muchacha y allí la dejó, tendida en el suelo, encogida, magullada, con la ropa desgarrada y decenas de brechas por las que la sangre se le escapaba a más y mejor. Salió de casa, diciendo a su madre

  • ¡Que no sarga d’aquí!

La madre de los Picaos se acercó a Juana, ayudándola a levantarse, pues la pobre estaba desmadejada; sin fuerzas para erguirse… Sin fuerzas para nada… La arrastró más que otra cosa hasta una pared y allí la dejó, sentada en el suelo y apoyada a la pared para poder tenerse la pobre chica. Luego, se apartó de ella. Juana entonces, reuniendo fuerzas de flaqueza, logró erguirse y ponerse en pie. Y, trastabillando, tropezándose, sin poder ni con su alma, Juana salió de la casa, sin que la Picáa siquiera intentara detenerla… Como pudo, llegó a su casa

Poco más allá de la cancela, casi en medio del patio de entrada, los encontró, a su padre, el Zorongo, y  a su hermano Sancho, hablando con unos señores. Eusebio el Zorongo alzó la vista hacia ella nada más la muchacha apareció en la verja de entrada

  • ¡Juana!... ¿Qué?... ¿Qué t’ha pasao?
  • ¡Mira pare!… ¡Mira lo qu’ha hesho er Picao a tu hija!...
  • Pero… Pero…¿Qu’ha pasao? (El Zorongo hizo intención de acercarse a su hija)
  • ¡Quieto!... ¡No t’acerque!... ¡Tengo asco de mí, poque m’ha puetto la mano ensima!... ¡No me toquei denguno hatta que no lo hayai muerto!...¡ Hatta que no lo hayai matao!
  • Cármate, hija… No gorverá a pasá… Te lo prometo… Entra entro e casa, pa que te curen…

Ahora fue su hermano, el sancho, el que intervino, llegándose en dos zancadas hasta ella

  • ¡Ettá comprometía con é!.. ¡Tié deresho!

Juana retrocedió ante su hermano

  • ¡Apártate!... ¡Cobarde!... ¡Cobarde!... ¡Cobarde!... ¡Cobardes los dos!... ¡Ni tú ere mi hermano, ni tú mi pare!... ¡No soy lo battante hombre pa vengarme!... ¡Reniego de vusotro!… ¡Y de mi nombre!... ¡No soy soronga poque lo Sorongo no se lo meresen!...
  • Ven aquí

El Sancho intentó agarrarla por un brazo, pero ella se zafó de él, retrocediendo más todavía

  • ¡Me voy con er Chano pa siempre…
  •  ¡No t’irá!...

El Sancho intentó de nuevo cogerla por el brazo y, de hecho, lo hizo, pero su padre le detuvo           

  • ¡Éjala Sancho!

Sancho la soltó, pero jurando mientras ella salía corriendo de la casa

  • ¡No t’irá con er Chano!... ¡Te lo juro!...

El Zorongo se puso en movimiento para también salir de la casa tras disculparse con las personas que con él hablaban cuando su hija apareció ante ellos. Al pasar junto a su hijo Sancho le espetó

  • Ve tra d’ella; ocúpate e tu hermana…

Cerca de la casa había un mercado de carne, y hacia allí se dirigió, buscando a los Picaos. Últimamente Eusebio el Zorongo se había metido en el negocio de las canales cárnicas, cerdo, bobino, ovino y caprino, y allí sabía estaban los “inefables” hermanitos ocupados en tales menesteres. Efectivamente, allí estaban los dos hermanos del Curro, pero éste no. Tan pronto los vió se fue directo a ellos

  • Picaos, vuettro hermano ha io emasiao lejo en la libertade que s’está tomando. S’atrevío a levantá la mano a m’hija… Y eso no’stoy dipetto a toleralo. S’os ettán subiendo emasiao lo humo a la cabesa…
  • Er Chano tié la curpa, po andá “camelando” a la Juana… Y eya tambié, po asetá o que no ebe asetá der  Chano…     
  • Me é iguar; er Curro sa “pasao” pegándole a m’hija… Y eso no pué repetise… Podéi yevaro e la cuadra er pa qu’os apetesca, pero er Curro tié que quitase a m’hija e la cabesa…
  • Fue utté, tío, er que le metió a Juana ar Curro en la cabesa… Y nos metió a toos en ezte baile… Nosotro no hemo “jesho” má que seguile… Como cuando matemo ar Chano pa limpiá su honra; pa vengale… Qu’a nosotro, na no iba… Sólo po utté, po tenele ley, tío…  Pué que nos quememo toos en er insendio, pero será too junto, ¿m’antiende?; too de junto,  no nosotro solo… Pué que ar Curro se l’haya io un poco la mano con la Juana, pero qué má da… Ar fin, será suya… Con eso pasará como con too… ¡Qué gitano no le “sienta la mano”, e ve en cuando, a su mujé!... Pero utté sabe qu’estemo a su lao pa lo importante… ¡Pa defendele de toos lo Chano qu’haiga farta!…

Una vez más, y ya iban,…el Zorongo se dio la vuelta dando la espalda a los Picaos para batirse de allí, dejando todo el campo a los Picaos. A esas alturas, ya no es que viva, visceralmente, les despreciara, que sí, desde luego, sino que cordialmente les odiaba con todas las veras de su alma. Aquello empezó a raíz de la muerte del Chano Salvador, el hombre de la Carmen. Se le presentaron los tres, la mar de ufanos, presumiendo de “haberle vengado” del Chano que le “birlara” a “su” Carmen.

Una patada en cierto sitio peor no le hubiera sentado; cierto que él aborrecía al que en tiempos fuera su amigo del alma, pero también le tenía por gitano íntegro… Como debe ser todo gitano que, de verdad, use pantalones… Y esa no era forma de morir… De matar a un gitano de su talla… Odió a los tres hermanos aún más de lo que odiara al Chano Salvador… Hasta llegó a echar mano de la navaja para vengarle, como debía ser. Ellos, los tres, se echaron entonces “p’atrás”, en automático, razonando que si habían hecho lo que hicieron sólo fue por él, por su tío, al que le tenían “munsha” ley, por “guén” gitano… Que ellos, con esa muerte “na s`habían” “metío” ar “borsiyo”…

A eso siguió el miedo; no por él, el Zorongo; ¡qué tontería! sino por su hijo, el Sancho. Los Chanos no pasaban de mozalbetes, más o menos quinceañero el uno, doce-treceañero el otro, con lo que “su” Sancho, a sus más bien escasos once años sería presa fácil para ellos si querían tomarse cumplida venganza de la muerte paterna hiriéndole a él, Eusebio el Zorongo, donde más podrían herirle… Así que hizo a los tres Picaos guardia pretoriana de su hijo, lo que devino en el actual culto del joven Zorongo hacia el mayor de los Picaos   

Eso también propició que, poco a poco, paulatinamente, el tío Zorongo fuera delegando en sus deudos Picaos todos sus asuntos; sus negocios, que ellos ahora atendían más que directamente, aunque reservándose siempre él, el Gran Zorongo, la última palabra, en especial a lo tocante al dinero en efectivo, lo que tampoco invalidaba el hecho de que, de facto, ellos pudieran, en cualquier momento, imponerle a él su santísima voluntad, si así les convenía y a bien lo tuvieran

Pero es que era más, pues últimamente les temía más que otra cosa. Sabía que su cada día más dependencia de ellos, les había ido haciendo más y más poderosos ante él, en tanto él mismo se había venido empequeñeciendo ante sus lejanos deudos, lo que sentía que, claramente, amenazaba no ya su propia seguridad física, que desde luego sí, y en primerísimo lugar, sino también la de sus tres hijos…

En fin, que el Zorongo se retiró a rumiar su despecho… Su derrota, a la tasca que cotidianamente y más o menos a esa misma hora, ocho-nueve de la tarde-noche, frecuentaba, buscando ahogar en vino sus onerosas cuitas…

La Juana, con su hermano Jeromo, tan pronto salió de su casa se fue directamente a la taberna donde sabía paraban cada día y a esa hora los Chanos, en busca de Rafael; pero su novio allí no estaba, sino en su casa; en el “barrio”, pues adujo a su madre y hermano mayor no estar de ánimo para pasar allí, en la tasca, el tiempo, tomando chatos de vino(4) Carmen la Chana se apercibió, nada más verla, de las marcas que las “caricias” del Curro dejaran en su cuerpo, por lo que prorrumpió tan pronto la vio

  • ¡Hija de mi arma! ¿D’ande sale? ¡Ande t’ha puetto asín?
  • Ha sío er Curro; y uttede, mi pare y utté, han sío lo curpable de too, con su rensilla… Su odio…

Carmen quiso atenderla, curarla, pero la Juana no lo permitió, sino que, a todo correr, y con su hermano chico trotando tras ella, siguió rumbo al “barrio”, ansiosa por unirse a su más que amado Rafael, de una vez y por todas. Car1men se quedó preocupada; indecisa en un principio, principio que apenas si duró algún segundo que otro pues, enseguida, firme y entera como siempre, mandó a su hija Carmelilla tras de Juana y su hermano en función de “persona de respeto” entre la pareja de novios, que no otra cosa consideraba Carmen que eran ya, a tal tiempo, su hijo y la hija “der Sorongo”, como ella le llamaba, a fin de que impidiera que la pareja se quedara sola ni un instante, desbaratando todo intento de pecaminosa intimidad que entre ellos surgiera.

Seguidamente también ella se echó a la calle tras un escueto “De seguía guervo” dirigido a su hijo Salvador. Ya en la calle, corrió directa a donde sabía que Eusebio el Zorongo estaba, la misma taberna donde el Zorongo fuera a lamerse las heridas que su cobardía no sabía evitar. Entró en el bar y al momento localizó al Eusebio, solo, en un extremo de la barra; pensativo y con un vaso de vino en la mano.

  • ¡Sorongo! Tu hija, la Juana, se va con m’hijo Rafaé                       
  • No s’irá… Mi Sancho lo impeirá… Va tra d’ella…
  • No va tra d’ella, qu’ha venío sola, con er Jeromo, a la tabenna en bucca e Rafaé…
  • ¡Éjame!... Quió etta solo... ¡No quió vette!...
  • Curro l’ha pegao hatta casi “marala”(5)… ¿No te sa reguerven tu entraña de pare?
  • ¡Éjame te igo!
  • ¿No quiés vengate; vengala a ella? Yo t’ofrecco a mi hijo p’hasele frente a lo Picao… ¡Una palabra tuya y aquí lo tiés aquí ahora mimmo!
  • Te isho e me deje en pá…

El Zorongo intentó huir de ella, separándose hacia el otro lado de la barra pero Carmen le siguió sin permitirle separarse de ella

  •  No necesitamo Sorongo… Tenemo qu’ir junto contra lo Picao, Sorongo y Chao; Chano y Sorongo junto… D’esto que ettá pasando tenemo lo do la curpa; yo y tú; tú y yo… Me lo ijo tu Juana hase un momento… Y tié rasón… No hemo orvidao de to, de nootro mimmo, po er odio… Er mardito odio… Ca vé que yo bailo me igo: “Si er Sorongo me viera, se moriría d’envidia”… Y ca vé que tú mete un nuevo animá en tu cuadra seguro que piensa: “La Chana se moriría d’envidia si lo viera”… Ahora no necesitamo, Sorongo… Lo Picao se arsan sobre nosotro… Sobre lo do… Sobre ti y sobre mí… Sobre tu hija Juana y sobre mi hijo Rafaé… ¡Vamo po ello, Sorongo; junto, en defensa de nuettro hijo… Yo sé qu’ahora ettá eseando d’arrancate d’aquí entro, der corasón, esa garra que t’etta matando po ajentro…

El Zorongo estaba con un nudo en la garganta que le impedía hablar y respirar, al tiempo que la emoción se le traslucía a la cara. No dijo nada, no respondió, sino que, en supremo acto de desánimo, de cobardía pura y dura, dio la espalda a la Chana, intentando otra vez escabullirse, separarse de ella, hacia el lado opuesto del mostrador del establecimiento

De nuevo, Carmen la Chana fue tras él; le cogió de la manga de la zamarra que el Zorongo vestía haciéndole detenerse y volverse a ella  

  • Cúshame(escúchame) bien, Sorongo. Un día me quisitte… Quisitte que me casara contigo… Si entavía pa ti soy argo; si entavía me desea, yo m’acostaré contigo… Seré pa ti, lo que tú quieas que sea… Tu mujé, tu quería… Tu puta, si así lo quiere… Pero ayúdame… Ayuda a tu hija… Ayúdame a librala der Curro… A sarvale la vía… Y a m’hijo tambié, claro…

El Zorongo, vuelto entonces hacia ella, la miró con más intensidad que nunca… “¡Qué piaso e mujé!”, se dijo para sí mismo. Sí, qué energía, qué tesón, qué decisión! Por salvar a su hijo, sí; desde luego… Pero también le constaba que por salvar la Juana… A la hija de él… A su propia hija de él… Estaba dispuesta a hacer por ella, por su hija Juana lo que él, su padre, no se atrevió a hacer. Y en Eusebio el Zorongo, entonces, se obró el milagro, pues volvió a ser el Zorongo que hacía casi siglos que no era: A él, una mujer no le “mojaba la oreja”. Cuadró los hombros y, decidido, con pleno aplomo, echó a andar hacia la calle

  • ¡Vamo p’allá, Chana… ¡ Vamo po lo Picao!...

Carmen, sorprendida por una reacción que casi segura estaba no se iba a producir, echó a correr detrás del Zorongo, con los ánimos por las nubes. Y en la calle Eusebio el Zorongo aminoró el paso lo suficiente para permitir que la mujer llegara a su altura y, sin dejar de andar, de nuevo a buen paso, empezó a hablar a la mujer

  • “Cusha”(escucha)  Carmen. Po mi muetto, po mi hijo, te juro que yo na tuve que vé en la muerte e tu marío. Jueron lo Picao, po su cuenta, lo que hisieron sin decime na hatta que lo hubieron matao… En to caso, si en argo tuve yo que ve, fue en lo mardesío que lo tenía… En er odio con que le mentaba… Eso fue la que “jiso”(hizo, aspirando la “h” hasta sonar como “Jota”) que lo Picao esidieran da “matarile” a tu marío, pa congrasiase conmigo…
  • Te creo Sorongo… ¿Sabe?... En er fondo, eso ya lo sabía… No(nos, suprimiendo la “s” final) conosemo ende crío, Sorongo, y sé cómo ere… Eso, tú no l’hubiera “jesho”(hecho)… Si, en verdá, l’hubiera querío “mará”, lo habría “jesho” tú mimmo y e frente; cara a cara… “Efiéndete po que ti ví a mará”, l’hubiera disho…

NOTAS AL TEXTO

  1. El “Caló” es la lengua que los gitanos asentados en España (hacia 1415), fueron desarrollando a partir del “romaní”, lengua ancestral del pueblo gitano; es una especie de “españolización” de esa lengua. De España pasó a Portugal, Brasil, Méjico/México, Argentina y Francia, aunque, en general, en todo el cono sur americano entre los “calés” o gitanos, suele hablarse.    
  2. “Tomar el Olivo”= Huir; por lo del “Olivo de la Paz”.
  3. Sobre la famosa “Ceremonia del Pañuelo”, existe mucho mito, mucha falsedad entre quienes más bien somos profanos en la materia. En general, se cree que tal ceremonia consiste en la desfloración de la novia por la madre del novio u otra mujer, ya mayor, que a tal efecto introduce un dedo en la vagina de la novia, por lo que las manchas del pañuelo, las “Tres Rosas” que dicen los “calés”, son de sangre. Pero eso es falso; para empezar, las mujeres que practican el rito, muy delicado por cierto, son, digamos, profesionales de tal arte llamadas “Ajuntadoras”, y que por cierto, no ejercen su arte “de gratis”, que bien que lo cobran, normalmente, seiscientos euros. La “Ajuntadora”, efectivamente, introduce un dedo envuelto en un pañuelo más que blanco, de cincuenta-sesenta centímetros de lado y primorosamente bordado y adornado, plegado en tres dobleces, por la vagina de la novia hasta palpar el himen, cuya existencia prueba la virginidad de la chica. Pero eso, que el himen está intacto, la “Ajuntadora” tiene que demostrarlo, y eso es, en verdad, la “Ceremonia del Pañuelo. El himen es una membrana muy delicada que con facilidad puede romperse, por lo que está permanente lubricado; pero el flujo que lubrica el himen es distinto de los vaginales: Tiene una textura mucho menos fluida y un olor y, sobre todo, color muy peculiar. Así, lo que la “ajuntadora” realmente hace es raspar con la uña, muy delicadamente, la superficie de tal membrana, cuidando más que mucho de dejar intacto el himen pero haciendo que el lubricante fluido impregne bien los pliegues del pañuelo, con lo que las famosas “Tres Rosas”, no son más que las manchas que el flujo del himen deja en el pañuelo. Otro error muy común es que eso se hace por el novio, para honrarle, y mucho menos por imposición del mismo o su familia. Realmente someterse a la prueba es cosa optativa de la novia, que si quiere se somete a ello y si no, pues no. Así, que so se hace es a petición de la propia novia, y no para honrar o demostrar nada al novio, sino para honrar, en primer lugar, a su propio padre y, en segundo lugar, para honrarse a sí misma ante la comunidad; para demostrar, en suma, a sus paisanos que tanto su padre como ella misma, son “buenos gitanos”; gitanos “honraos” fieles observantes de la ancestral Ley Gitana, que establece que el padre debe guardar la virginidad de su hija hasta el matrimonio y ella misma, la joven gitana, guardarse para el hombre que un día sea su marido. Así, cuando la madre de la novia muestra “el pañuelo” a la concurrencia gitana, a quién primero se honra con aplausos y vítores, es al padre de la novia, proclamándolo “Gitano cabal y honrao” al haber sabido guardar “la honra” de su hija. Y después, cuando por fin la novia sale de la casa de sus padres, vistiendo sus galas de novia, el homenaje es para ella, izándola a hombros hombres y mujeres, vitoreándola como “Gitana Honrá”, por haberse guardado para su marido. Al novio y su familia no se les honra; sólo le felicitan por haber elegido a tan “honrá” gitana. Cierto que, desde hace tiempo, la costumbre va cayendo en desuso, pues los novios gitanos, como los “payos”,(los no gitanos) se acuestan a poco de comprometerse, pero también es verdad que en estos últimos años la costumbre está renaciendo entre la juventud gitana, reivindicando su orgullo de raza, representado en sus ancestrales Leyes. Este movimiento se inicia en le segunda mitad de los años 80, al calor del trabajo de distintas asociaciones gitanas, romaníes, de todo el mundo, que se activan a partir del Iº Congreso Internacional Gitano celebrado en Londres en 1971, prosiguiendo con nuevos Congresos Internacionales Gitanos, en los que ya participan organizaciones de gitanos españoles; así, en 1985 se funda la “Unión Romaní” que integra diversas asociaciones de gitanos españoles.
  4. Para el lector no avezado a los dichos y palabras españoles, un “chato” es un vaso de vino de unos 100ml más o menos. Hoy ya no es costumbre esto de “chatear”, al menos en este sentido, tomar vasito de vino tras vasito de vino en bares y tabernas, costumbre añeja en España hasta bien entrados los años setenta, acompañando cada “chato” o ronda de cinco, seis u ocho “chatos” de vino con sus correspondientes “tapas” de aperitivo; es decir, servidas “por la cara” o “por cuenta de la casa”, sin cobrarlas. Hoy parece que, en ciertas zonas de Madrid esta más que ancestral y madrileñísima costumbre se vuelve a llevar, aunque en forma mucho más restringida que en aquellas otras épocas, pues como digo, es algo que, en general, se circunscribe a muy determinadas zonas de la capital de España, la parte del centro especialmente, cuando entonces eso era propio de absolutamente toda la capital; todas sus zonas; todos y cada uno de sus barrios, “tascas”, bares y cervecerías, donde el “chato” de vino convivía en paz y armonía con la “caña” o el “corto” de cerveza (la “caña” era un vaso de 200gr. más o menos, en tanto que el “corto” era de unos 180gr)
  5. “Marala”/”Mararla”=Matarla. Del verbo caló “marar”=matar

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UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capìtulo 2

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 1

El futuro vino del pasado

¡Mi hermana, mi mujer, ufff!.- Epílogo. Versión 2

Madriles

La fuerza del amor

El reencuentro - Capítulo 4

El reencuentro - Capítulo 3

El reencuentro - Capítulo 1

El reencuentro - Capítulo 2

Gane a mi mujer en una apuesta

Mi hermana, mi mujer, ufff!.- autor onibatso

Mi hermana, mi esposa ¡Uff!.- Epílogo a cargo de

LIDA.- Capítulo 1º

L I D A . - Capítulo 2

LIDA.- Capítulo 3

LIDA.- Capítulo 4 y último