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Historia de dos mujeres.- capítulo 4º

en Erotismo y Amor

CAPÍTULO 4º

Anna Arkadievna no se dejó vencer por la adversidad que sobre ella se abatiera; claro que, bien se dice, que a la fuerza ahorcan, y ese era un lujo que, desde luego, no podía permitirse: Tenía una hija que sacar adelante y toda una vida que organizar, pues de eso, de que reencauzara su vida, dependía, y no poco, el porvenir de su hija… Y eso, lo tenía más claro que el agua… Hasta que el agua destilada. Así, que se metió en el bolsillo su dolor, su indignación, su rabia… La tremenda humillación que sufriera, y se centró en lo que debía centrarse. Para empezar, no se le escapaba que achicar gastos era casi lo más perentorio  en su situación; y, a tales efectos, desprenderse de la casa, esa mansión que habitaba, era primordial… También, a esa determinación, coadyuvó en gran medida el hecho de que la ciudad de San Petersburgo le era de todo punto odiosa, siendo, pues, el poner tierra por medio entre ella y la gran urbe una especie de obsesión en Anna Arkadievna

En esa decisión de vender la casa también había, como menos no podía ser, un interés muy, pero que muy pragmático: Anna estaba no solamente sola para encarar su futuro y el de su hija, sino careciendo por entero de posibles para vivir ese futuro, que más negro y más a la vuelta de la esquina no podía estar, no sólo tuvo que “envainarse” el dolor por el desamor de su amado conde y el tremendo que la humillante actitud, hasta dejarlo de sobra, de la arpía de la condesa, sino su propio orgullo, una vez más, al tener que tomar y usar, crematísticamente en su beneficio, el valor de esa casa, que, a ojos vistas, él le compró, no como nido de amor de amor de ambos, como ella era, sino como la parte más importante del masculino “agradecimiento por los servicios prestados”, servicios simple y llanamente sexuales…

A su contractual juicio, esa casa había sido, era, algo así como esos “picaderos” que los “caballeros” de la buena sociedad montan, compran, a sus “entretenidas”, las que no pueden mostrar a las claras so pena de comprometer su buen nombre. Sí, a su entender de entonces, eso, y no otra cosa, era la tal casa: El “picadero” que su amante, el conde Vronsky, comprara para esconder a los ojos de la biempensante y, cómo no, muy “virtuosa” sociedad petersburguesa sus amores con ella, la nueva “zorra” a todo ruedo de San Petersburgo, desde que sus esfuerzos para que esa sociedad admitiera en su seno a la “pecadora”… De buena gana, como también quiso hacer con los dineros con que la condesa, realmente, la abofeteó, humillándola, se lo hubiera arrojado a la cara al conde y ese pedazo de artera arpía que tenía por madre, esa especie de serpiente de cascabel, ese dañino áspid; así que, se dijo: “Ya que he sido usada cual ramera, me comportaré como tal”… Y, lo mismo que esas “entretenidas” se consuelan con los regalos que su amante les hizo mientras su capricho duró, “picadero” incluido, ella asumió la casa como “pago”, bien ganado y merecido, por sus  sexuales “servicios” al hombre que con tanta pasión, con tanta entrega amara…

Así, en esa propiedad fundamentaba Anna Arkadievna su futuro: Con el importe de su venta, compraría un predio agrario que le garantizara la subsistencia; allí, en esa posesión rústica, fijaría su residencia, junto con su hija, lo que le permitiría reducir la servidumbre al máximo. Confiaba en que su hermano Yevgeni la ayudara en ello, negociando él mismo la compra de lo que serían sus tierras, pues a eso era a lo que él se dedicaba, amén de sus funciones como magistrado de Justicia de Moscú, a administrar las tierras del patrimonio familiar, por lo que él podría aconsejarle y gestionar todo lo referente a tal proyecto…

Pero Anna Arkadievna de intríngulis financieros, venta de propiedades incursa, ni repajolera idea tenía, por lo que, como primer paso para la consumación de sus deseos, pensó sería bueno confiarse a algún abogado;  y así lo hizo, yendo a visitar un famoso despacho de abogados en San Petersburgo. Y allí vio que no había pensado mal, pues le informaron que esa era una de sus actividades, vender y comprar inmuebles por cuenta de sus clientes… Vamos, que ellos podían hacerse cargo de todo, buscarle comprador, hacer el contrato… Todo, todo… Pero también la informaron de algo que en absoluto le gustó: Que tenía que contar con la autorización de su marido para poder hacer la venta, pues, aún y aunque la propiedad fuera de ella, no constituía patrimonio familia alguno, herencia de mayores y demás, sino que la tal propiedad, según la ley, pasaba a ser bien familiar, incurso en la conjunta sociedad de gananciales del matrimonio, cual, además, avalaban las cláusulas suscritas por ambos, previamente al enlace religioso, en el juzgado… Vamos, y en “Román Palatino”: Que, por finales, todo su futuro… Toda ella, hasta su nenita, quedaban, indefectiblemente, en manos de Aleksei Aleksandrovich… ¡Y sólo Dios podría saber lo que a las dos aguardaría!….En sus manos… Sin tapujos, de ningún orden… Con una esposa, ella, a todas luces adúltera y una hija adulterina… Una hija del pecado, de la lujuria de su madre, del vicio materno… No: el amor que a Vronsky ella tuvo, no saldría a relucir por parte alguna… Lo mucho, muchísimo a que ella tuvo que renunciar en aras de ese amor… Solo saldría su condición de mujer maldita… De mujer pecador… Pecadora contra Dios y contra los hombres… Contra ese hombre que ahora la tenía en sus manos, para poderse tomar cumplida venganza de ella… Y  de su hijita… Su inocente hijita…

Pero se dijo a si misma lo que Jesús dijera al apóstol traidor: “Lo que has de hacer, hazlo pronto”… Pero no pudo; directamente, no pudo hacerlo. Diversas veces llegó hasta la vista de la mansión Tijonov, la que fuera su casa allá por... La prehistoria, casi, se le hacía ahora a ella, con su hijita en bazos…. Pero no le fue posible acercarse… No; en modo alguno… Decenas de metros, la separaban de la puerta principal; incluso de la de servicio, pero le parecía que mediaban cientos, hasta miles de verstas entre tal puerta y ella, y no fue capaz de andarlas, volviéndose por donde había venido tal y como hasta allí llegara… Desalentada, furiosa consigo misma por ser tan cobarde… Por no atreverse a dar los pocos pasos finales hasta su objetivo…

Pero es que le resultaba de todo punto imposible hacerlo… Su orgullo; su tremendo orgullo se lo impedía: Colegía que, dirigirse a él, implicaría, hacerlo con el rabo entre las piernas, como pidiendo perdón… Como la mujer adúltera vuelve al marido en busca de su perdón… Y, eso sí que no… Pero tenía que hacer algo y prefirió ir por la tangente: Valerse de los buenos oficios de una buena amiga de Aleksei Aleksandrovich, la condesa Lidia, o Lida, Ivanovna. Anna fue a su casa más nerviosa que un flan, tremendamente insegura, temiéndose más que mucho que la dama se negara a recibirla, como sucedía con casi todas las personas “de ley  orden”; pero se equivocó de medio a medio, pues a condesa no sólo la recibió sino que con más cariño y deferencia no pudo hacerlo. Anna le dijo su problema y su vergüenza a acudir ella, directamente, a solicitar el favor de s marido, Aleksei Aleksandrovich, y la condesa Ivanovna, tras quedar un momento en silencio, como pensando, con su mejor sonrisa le dijo que no se preocupara; que Aleksei Aleksandrovich era una buena persona y, desde luego, atendería su ruego… Y si, acaso, en principio, se mostrara reacio, ahí estaría ella, la condesa, para convencerle

Anna salió de casa de la condesa reconfortada; esperanzada en que todo se resolvería de la mejor manera para ella, pudiendo en breve dejar San Petersburgo. Pasaron varios días, no muchos, de todas formas, cinco, tal vez seis, cuando una tarde, hacia las seis poco más o menos, una doncella anunció la visita de Aleksei Aleksandrovich. En tal momento, Anna estaba en un recoleto gabinete, algo así como una salita de estar, donde ella se pasaba las horas muertas, leyendo o haciendo labor de ganchillo, o bordando… En fin, esos menesteres a los que las damas antiguas solían recurrir para llenar las muchas horas muertas del día; estaba entonces acompañada de su hija, que gateaba, jugueteando, por el suelo bajo la atenta mirada de su niñera, una inglesa de mediana edad, digamos que indefinida, entre los treinta y los cuarenta, experta en educar y cuidar a niños y bebés

De inmediato, Anna se levantó, poniéndose en pie, toda nerviosa, como reo ante tribunal esperando la sentencia que éste fuera a pronunciar. Ordenó a la sirvienta que condujeran allí al visitante, y quedó de pie, esperando a su marido, estrujándose, denodadamente, las manos, presa de tremenda inquietud. En principio, no había reparado en que estaba allí la niña y se disponía a decir a la niñera que se la llevara de la salita cuando Aleksei Aleksandrovich entraba en el sucinto gabinete; se acercó a ella y, galante, besó la mano que ella le tendía, diciendo

  • Hola Anna; me alegro de volverte a ver… ¿Cómo te encuentras?... Bueno; a la vista está que bien… ¡Estás guapísima, querida!…

Anna se ruborizó hasta la raíz del pelo ante la lisonja y apenas si, casi tartamudeando, pido responder

  • Bien, bien… Gracias; eres muy amable… ¿Quieres sentarte?... Tomarás un té, imagino…

Y se dispuso a llamar a la doncella para que les sirvieran la ofrecida infusión. Entonces, los ojos de Aleksei Aleksandrovich se posaron en la niña que se le quedó mirando, curiosa, tan pronto él entró en la estancia. Y se fue resueltamente hacia ella

  • Es tu hija, verdad… (No preguntaba, afirmaba con toda rotundidad) ¡Pero qué cosa tan rica de criatura!... ¡Es un cromo de linda que está!... (Se volvió hacia ella, hacia Anna) ¿Puedo?...

Preguntó pidiendo permiso para alzar en brazos a la pequeña Anuska, y el rubor de Anna se acentuó en ni se sabe cuántos enteros

  • ¡Desde luego!... Eres muy amable Aleksei…

El hombre se agachó tomando a la pequeña en brazos y así se irguió; al punto empezó a hacerle carantoñas, a dar vueltas con la niña en brazos, subiéndola y bajándola, haciendo que la cría rompiera a reír… Y ocurrió que la nena llevara sus manitas al correoso rostro de él, acariciándole… Aleksei entonces, rompió a reír, mientras llenaba a la pequeña Anuska de besos

  • ¡Pero qué rica; qué simpática que es!... ¿Cómo se llama?
  • Anna… Anuska, vamos…
  • ¡Claro!... Como tú; como su madre… Y es clavadita a ti, ¿he?... Clavadita, clavadita…

A Anna un color se le iba y otro se le venía, toda azorada ante la escena… Que él, su legal marido, acariciara y besara a su hija… A la hija de otro hombre… Al fruto de su infidelidad, de su adulterio, la maravillaba… La enternecía, pero a un tiempo, la desconcertaba a la vez que la avergonzaba… ¿Cómo podía ser así? Por fin trajeron los tés pedidos, dejando la doncella, sobre una mesita baja, la bandeja con los servicios, dos tazas, la tetera y el azucarero con la cucharilla de servir y otras dos como servicio de ambos comensales. Anna empezó a servir la infusión en las tazas, vertiendo dos cucharadas de azúcar en cada una de las dos, pues perfectamente recordaba cómo le gustaba tomar el té a Aleksei; éste dio un último besito a la cría y la dejó en el suelo, yendo a sentarse en un butacón frente a su taza, en tanto Anna hacía señas a la niñera para que se retirara con la niña.

Revolvieron los dos el azúcar en sus tazas y comenzaron a tomar la bebida sorbito a sorbito, pacientemente, sin prisas, pero, a todas luces, sumamente nerviosos los dos. Por fin, fue Anna quién primero “rompió el fuego”

  • ¿Te ha hablado ya la condesa de mis intenciones?
  • Sí; me ha puesto en antecedentes de tus planes… Conque deseas vender esta propiedad y macharte… A Moscú, ¿verdad?... Con tu hermano…
  • Sí; así es… Y te suplico seas benévolo conmigo, firmando la autorización para que pueda vender…
  • Sí; claro está que firmaré, si tú, en verdad, así lo deseas…

Tras decir esto, Aleksei Aleksandrovich quedó callado… Cabizbajo… Como desalentado… Luego volvió a hablar

  • Pero eso que pretendes no creo sea buena idea; mira Anna; tu hermano es un ser muy, muy indolente… Por sí solo no sería capaz de salir adelante nunca, pues no tiene agallas para trabajar de firme…  De no ser por el capital de su mujer y la ayuda que yo le presto, buscándole puestos en la Administración, bien remuneraos, estaría en la ruina… En la ruina caracolera… ¿Quién se iba a encargar de llevar el negocio que tuvieras?... ¿Tú, que no tienes experiencia alguna?… ¿O tu hermano, que es un “viva la Virgen”? (como el dicho “Viva la Pepa”, se refiere a personas irresponsables, alocadas) Te arruinarías en nada de tiempo… No Anna; no debes pensar ni obrar así… Yo te propongo algo que creo sería mejor: Que vuelvas a casa…
  • Pero…Pero… ¿Cómo puedo hacer eso?... ¡Tengo una hija de otro hombre!…
  • Tienes una hija preciosa que, ante todo y sobre todo, es tuya… Tu hija… ¿Cómo no voy a quererla, siendo hija tuya?... Y que yo no sea su padre, ¿varía que sea hija tuya?... Por eso no tienes que preocuparte… Además; el pobre Sasha te necesita… Suspira por volver a verte… Como decías, cree que estás malita… Muy, muy malita, y que, mientras no sanes, no puedes volver, pues tienes que estar en el hospital… Pregunta por ti continuamente… Que cuándo te pondrás buena… Que cuándo volverás a casa…

Anna se sumió en un mar de confusiones, de emociones y sensaciones encontradas. De deseos y temores; de anhelos y rechazos… Deseaba con toda su alma volver a tener con ella a su hijo, a Sasha… Daría la vida entera por volver a abrazarle, a besarle, a acariciarle, siquiera fuera un ratito, pero bien sabía lo que eso, ese inmenso deseo de madre iba a costarle: Volver a la mansión Tijonov, en San Petersburgo… Volver a ser la mujer de Aleksei Aleksandrovich Tijonov…someterse, de nuevo, a las “Horcas Caudinas” del famoso débito conyugal… Y eso, entonces ya, hasta casi la asqueaba… Desde luego, ya no sentía por él ese aborrecer que en los últimos tiempos de su vida en común llegó a tomarle… No; ahora, hasta podría decirse que le apreciaba; pero de sentir aprecio por ese hombre a volver a entregarse a él, mediaba un abismo.

Antes, cuando la convivencia con él era, digamos, normal, “eso” le resultaba, si no agradable, que nunca lo fue con él, al menos tolerable… Lo tomaba como la obligación de toda mujer casada… “Gajes” un tanto penosos, pero intrínsecos, inseparables, del “oficio” de mujer casada… Cuando se casó ya contaba con ello; no quería a Aleksei Aleksandrovich, nunca le amó, pero sí que esperaba algo más de lo que luego fue su vida conyugal… Y como eso era lo único que de tal vida, en verdad, sabía, conocía, consideró que esa forma de vivir, un tanto penosa para la mujer, era lo normal, lo que solía sucedía…lo habitual en una mujer casada… A fin d cuentas, así llegó a considerarlo, el matrimonio no tenía más objeto que crear nuevas vida, concebir hijos la mujer del marido, y si “eso”, la mecánica natural, biológica, de la concepción resultaba, en cierto modo, ominosa para la mujer, poco importaba ante el objetivo primario, la razón de ser del matrimonio… Lo dicho, “eso”, eran “gajes” del “oficio” que había que asumir como lo que debía de ser… 

La verdad es que su vida, hasta que conoció al conde Vronsky, había sido de lo más rutinario y anodino; claro está que en su primera juventud, allá por sus dieciséis, diecisiete, dieciocho años, soñó con su particular “príncipe azul”, pero todos esos sueños se los truncó su tía, hermana de su padre. Su madre había muerto al alumbrar a su hermano, y su padre seis años después, cuando Anna contaba con ocho y Yevgeni seis, con lo que su tía, solterona de toda la vida, se hizo cargo de los dos pequeños. Y fue ella, su tía, la que se empeñó en casarla, a sus dieciocho años, con Aleksei Tijonov; Anna lloró a su tía, se desesperó e imploró que no la casara con un hombre que en absoluto la atraía, pero la tía fue inflexible: Que Aleksei Aleksandrovich era una excelente persona, que la tendría como una reina, que lo del amor era cosa de poetas y novelistas, que la vida era diferente, más práctica, más pragmática… Y que, de tal enlace, dependía el futuro económico de la familia: De la propia Anna, pero también, de su hermano y de la misma tía.

A decir verdad, tanto Anna Arkadievna como Aleksei Aleksandrovich Tijonov habían sido víctimas de la implacable ambición de esa mujer. Por entonces, cuando Anna Arkadievna andaba entre los diecisiete y los dieciocho años, Aleksei Tijonov fue nombrado nuevo  gobernador de la provincia de Moscú, y en una recepción celebrada en el palacio gubernamental de Moscú, como presentación del nuevo mandatario provincial a la alta sociedad moscovita, le fueron presentadas tanto la tía como la sobrina, y Aleksei Aleksandrovich bailó alguna que otra pieza con la jovencísima Anna; luego, la tía se las ingenió para que el nuevo gobernador se viera día sí, día también, con su sobrinita, ya fuera invitándole a visitarlas en casa o “coincidiendo” con él donde quiera que el prócer fuera, tertulias que frecuentaba de vez en cuando, saraos, bailes de gala y recepciones… Y, siempre, metiéndole a la jovencita por los ojos… Pero Aleksei Aleksandrovich no daba el “paso al frente” que la buena señora esperaba que diera, por lo que se dijo que “si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma”, con lo que un buen día, con toda su cara dura, inquirió al buen hombre que cuándo se decidiría a pedir la mano de su linda sobrinita, a lo que el bueno de Aleksei se quedó a, pues nada más lejos de sus intenciones que tal cosa. Y de nuevo salió a relucir lo ladino, retorcido, del carácter de la señora, enredando al pobre señor en el supuesto de que, con sus constantes “galanteos” a su sobrina, había comprometido su buen nombre y Aleksei, caballero y hombre de honor, ante todo y sobre todo, se lo creyó… Vamos, que se dejó liar… Y pidió la mano de Anna y la hizo su esposa

Pero cuando conoció al conde Vronsky, cuando inició su idilio con él y, sobre todo, desde que se constituyó en su amante a todo ruedo, todo varió… Sus perspectivas vitales cambiaron como de la noche al día: Conoció, saboreó, las mieles del amor de un hombre… Lo que era el sexo entronizado por el amor… El amor patentizado, materializado en el sexo…

Claro que también supo, apuró hasta la última gota, la amarga copa del desengaño, del más cruel abandono por parte de su amado… Sin una explicación… Sin nada… Se sintió utilizada por ese hombre que, por finales, era toda su vida…todo su horizonte… Y ahora, cuando Aleksei Aleksandrovich le ofrecía regresar con él, sabía, estaba segura, de que este otro hombre también la utilizaría… Por eso, porque sabía que volvería a ser utilizada, convertida en algo muy parecido a un juguete sexual a la mayor satisfacción de su marido, se resistía, se negaba a volver con Aleksei Aleksandrovich… Pero el precio que tendría que pagar para  mantener esa independencia, ese hacerse valer como mujer, como persona, era demasiado alto par, lindamente, asumirlo: Tendría que, sin remedio, para siempre jamás, lo más seguro, renunciar a su hijo, a su querido Sasha… Perderle para  siempre… Y a eso tampoco estaba dispuesta… ¿Qué madre renuncia así, por las buenas a un hijo?

Claro que ya antes renunció a su Sasha, cuando se fue con su amante, con su querido Pavel Vronsky… Pero entonces fue la ceguera, tanto del amor como de la pasión que él le inspiraba… Cuando, sin reservas, se “lio la manta a la cabeza”, iniciando la íntima relación con su amado, se cerró a todo cuanto no fuera él… Ya se lo dijo entonces, la tarde de su primera relación íntima: “Ya eres tú lo único que me queda”… Sí; de hecho, esa tarde, cuando la pasión de la intimidad con su Vronsky…cuando, por vez primera, degustó las dulzuras del amor satisfecho en la plena entrega a su amado, fue también consciente de que tendría que renunciar a todo a cambio de disfrutar de esa nueva felicidad que ante ella se abría… Sí; se arriesgó…y perdió… Lo perdió todo… Todo… Todo, sacrificado a un amor que la enloqueció, la embriagó, pero que nunca, nunca, llegó a hacerla plenamente feliz… Un amor que, desde que a él se entregara por vez primera, no dejó de atormentarla… Un amor tormentoso y, a la par, embriagador… Un amor que, tras los excesos, la embriaguez, de la pasión, sobrevenía la resaca de la borrachera…

En esas circunstancias, cuando vino el despertar a esa especie de pesadilla entre dichosa y terrorífica que fue su relación con el conde Vronsky, al verse abandonada por aquél hombre que ella amó, adoró hasta el frenesí de la casi locura, se hundió en la más dolorosa desesperación, pues, aunque tampoco perdiera del todo la cabeza y encarara la nueva situación con claridad, poniendo o,  mejor, previendo los medios materiales para afrontar su futuro y el de su hijita, eso tampoco significara que no callera en la más horrenda melancolía… Pero esa tarde, cuando su marido le habló de su hijo, de su Sasha, recordó aquella época anterior, en la que su hijo era su refugio, su sostén ante la vacuidad de su vida… En quererle, en adorarle más bien, encontraba su alma el bálsamo a los reveses de ese matrimonio sin amor que la unió a Aleksei Tijonov, y pensó que, como entonces, su hijo, su cariño, y el suyo propio hacia su Sasha, volvería a ser su refugio, el bálsamo para sus actuales heridas del alma y el sostén para afrontar, de nuevo, una vida marital huera de amor… de dichas conyugales, de deseo… Y sí; se rindió…aceptó, aunque eso sí, tapándose las narices, la propuesta de su marido, Aleksei Tijonov, de regresar con él, volver a la casa de la que saliera dos años atrás ya…

A la mansión Tijonov arribaron siendo ya noche cerrada, sobre las diez o las 22 horas, tal vez, incluso, pasadas ya. Se bajaron del coche y empezaron a andar hacia la puerta del edificio, con Anna llevando a su hija en brazos y Aleksei Tijonov sosteniéndola por un  brazo. La mujer iba cohibida, insegura, sintiendo la vergüenza de volver a aquella casa de la que, no hacía tanto tiempo, fue su indiscutible señora… Se sentía sobrepasada, inquieta, por ese regresar; temía, como al diablo, someterse a los ojos de los que fueron sus sirvientes… Temía sus miradas…sus pensamientos ante la mujer pregonada como adúltera viciosa… La mujer que huyera de su marido para unirse a su amante… La mujer que, ahora, volvía con aquella criaturita, aquella hija que lo era de su adulterio… De su proceder como “mujer pecadora”, tal y como sabía la consideraba todo San Petersburgo… Y un “todo” tremendamente amplio…

No osó mirar a la cara al portero que les abrió la puerta con una versallesca reverencia, inclinándose ante sus señores… Su señor y su señora, pues, la realidad, es que así es como la recibió todo el personal del servicio de la casa, la señora que, tras dos años fuera, regresaba a su casa como lo que era, la señora de ese hogar. Porque, ¿Quiénes eran ellos para juzgar o criticar los actos del señor o de la señora?... Eso, en todo caso, era cosa del señor, pero para todos ellos, los sirvientes, y sin excepción que valiera, ella era la señora de la casa, a quién debían respeto, devoción y obediencia… Y punto… Los señores, los de la casa y los demás de la ciudad, que dijeran y opinaran los que se les antojaran, que para eso eran los señores, pero ellos eran los subordinados de la casa y las conductas y actos del señor y de la señora no eran asunto de ellos… Luego, si el señor traía de nuevo a la señora a casa, ellos a callar y reverenciar, respetar y obedecer, a la señora de la casa…

Aunque claro, que tampoco eran ciegos y sabían, se percataban, perfectamente de los devaneos de la señora con su “amigo” y estaban al cabo de la calle (enterados) de lo que sucedía entre la señora y su amigo, cuando ella le recibía en sus habitaciones privadas, en ese gabinete suyo particular, con ese diván tan característico, tan parecido a una cómoda cama, cuando ella se encerraba allí con el “amigo”, cerrando por dentro la puerta a cal y canto… Siempre, siempre, cuando el señor no estaba en casa… Eso que ciegos, o tontos, tenían que ser para no adivinar los que en ese gabinete pasaba durante los largos ratos que la señora estaba allí, a solas con su “amigo”… Y, no es que hicieran mala sangre contra ella; ni siquiera, que se dieran habladurías o cotilleos entre ellos, hablando y no callando del proceder de la señora, que ni por casualidad se les ocurría tal cosa, pero las procesiones iban por dentro y en sus fueros internos bien que lo lamentaban, compadeciéndose del señor… Por eso, cuando ella regresó a casa, ante todo y sobre todo, se impuso la alegría de todos al concebir que la relación entre la señora y el señor volvía a sus natural cauce… Que ella volvía a ser la dama respetable que siempre fue, compartiendo todos la convicción de que en la casa volverían a ser las cosas como nunca debieron dejar de ser

Eso, sería luego, a los días, al irse tranquilizando y haciéndose de nuevo a vivir allí, cuando Anna lo constataría, pero aquella noche no pudo verlo, pues su propia vergüenza, lo azorada que se sentía, impedía ver las cosas tal y como eran, viendo sólo lo que su propio malestar decía que debía ser; señalada con el dedo, si bien sin ostensibilidades, como “mujer pecadora y oprobiosa, tal y como la consideraba el “todo” San Petersburgo… Anna Arkadievna ansiaba entonces ver a su hijo, a su Sasha…verlo, besarlo, abrazarlo… Pero se impuso la cordura de su marido, Aleksei Tijonov, cuando le dijo que mejor lo dejara para la mañana siguiente, pues el crío llevaba acostado, y durmiendo, desde las ocho de la tarde, más o menos, y si lo desertaba entonces, con la emoción de volver a verla, que no se sabe quién ansiaría más verse, si ella, la madre, al hijo, o el hijo a la madre, seguro que se desvelaría y ya no dormiría en toda la noche… O, como poco, en un buen rato; hasta muy entrada ya la madrugada, lo más seguro… Y Anna, bien que muy a su pesar,  tuvo que estar de acuerdo con la opinión de su marido, por lo que se resignó a esperar hasta la mañana siguiente para dar rienda suelta a su amor de madre…

Como, a ojos vistas, ella estaba asaz nerviosa, Aleksei Aleksandrovich la propuso tomar una tisana, una infusión de valeriana que la calmara un poco ese manojo de nervios que la dominaba, y ella aceptó, pidiendo, además, un vaso de leche caliente… En realidad, no le apetecía tanto ni lo uno ni lo otro, pero todo fuera por retrasar, cuanto más mejor, el momento del sacrificio…el de meterse en la cama con su marido… Pero en esta vida todo acaba por llegar, que bien se dice que “No hay plazo que no se cumpla”, el de tenerse que ir a la cama también se cumplió, llegando ese momento tan temido…tan odioso, realmente, para ella, porque cuando, por fin, acabó con la valeriana y la leche eran ya más las once que las diez de la noche y, claro, ya era ineludible iniciar la “vía de la amargura”, es decir, dirigirse, sin remedio, al dormitorio, camino que inició como reo al patíbulo. Iba ella delante, con Aleksei pisándole los talones tras ella; pero, hete aquí, que cuando llegaron, al fin, a la puerta de la habitación, al ir ella a entrar, la primera, en el cuarto, Aleksei la detuvo, tomándola por el brazo; se acercó a ella y, tomándole el rostro entre sus manos, la besó, con toda unción, en la frente, persignándola seguidamente mientras le decía    

  • Que descanses Anna… Hasta mañana…

Anna, ante eso, se quedó a cuadros…desconcertada; y le salió del alma decir

  • ¿Es que todavía no te acuestas?
  • Sí Anna; sí… Claro que me voy a la cama… Estoy cansado…muy cansado, luego no veo el momento de acostarme… Pero no lo haré aquí… En la que era nuestra habitación…nuestro dormitorio… Prefiero que duermas sola, por lo que ya le dije a Nastya (diminutivo de Anastasia) que me preparen una habitación en la otra ala de la casa… Verás Anna; yo no te he traído a casa para…para…”eso”… No; en modo alguno; te traje para cuidar de ti… Para que descanses… Para que te repongas de todo cuanto ahora te aqueja… Sé que estás mal… Muy mal… Por desgracia. Sé muy bien l que se siente cuando la persona amada te abandona… (En ese momento, a Anna le saltaron los colores a la cara, y bajó la cabeza, incapaz de sostener la mirada de Aleksei Aleksandrovich) Sí, Anna; esa es mi única intención… Mi único objetivo al traerte a casa… Que llegues a sentirte bien… Ayudarte a que superes todo lo que ahora te aqueja… Y nada más que eso… Te lo prometo… Te lo juro, si quieres…

L acabar su parlamento, Aleksei Aleksandrovich volvió a besar, dulcemente, a su mujer; le deseó, de nuevo, buenas noches y, seguidamente, se alejó de ella, pasillo adelante. Anna entró al dormitorio como una sonámbula, sin acabar de digerir lo que él acababa de decirle… ¡Le parecía tan raro…tan difícil, que él se conformara a mantener con ella una relación que lo tendría, lo tenía, todo de fraternal…de hermana y hermano!... No se lo explicaba bien, pero le estaba bastante más que agradecida a su delicadeza para con ella; cosa que, por otra parte, era absolutamente nueva, desconocida en él, en Aleksei Aleksandrovich, con lo que también estaba desconcertada… Sin llegar a creérselo del todo… Por fin salió de esa especie de marasmo en que la actitud de su marido para con ella la produjera y se acercó a la cunita donde, desde que llegaron a casa, la nena descansaba… La cría dormía plácidamente, ajena a todo y a Anna se le llenó el rostro de ternura, de maternal cariño al observar su sueño; la besó leve, muy levemente, para  no despertarla, y se dispuso a meterse en la cama. Entonces, tras pedir permiso, golpeando la puerta con los nudillos, entró en la estancia su doncella, la que la acompañara casi desde que entró en aquella casa de recién casada, y que también la acompañara en su periplo junto a Pavel Sergeievich Vronsky, ayudándola, como era la diaria costumbre, primero a desvestirse, luego a ponerse el camisón de dormir; le abrió la cama para que Anna se metiera dentro, le dio las buenas noches y se marchó de la habitación cerrando la puerta al salir, y Anna se quedó en la cama, dispuesta a dormir tras un día de agitadísimas emociones…

A la mañana siguiente, muy, muy temprano, Anna Arkadievna ya estaba de pie, levantada, nerviosa y anhelante por ver y abrazar, por fin, a su querido hijo, a su Sasha… Pero era demasiado pronto, demasiado temprano aún, a las siete y pico de la mañana, para que el niño estuviera ya levantado, por lo que se tuvo que aguantar las ganas, como pudo, no muy bien, desde luego, hasta la hora en que, cotidianamente, la institutriz del muchacho, la señorita Georgette, una inglesa de cincuenta y bastantes años, solterona de toda la vida y avinagrada de carácter, despertaba al niño, a las nueve de la mañana… Aquella mañana, a Anna Arkadievna se le estaba haciendo eterna, esperando que sonaran las nueve, hasta que, no tanto después de las ocho, incomprensiblemente en la señorita Georgette, ésta invitó a la madre a que despertara ella misma a su hijo… Anna, ante ello, se quedó parada…sin acabar de entender, casi, sin saber qué hacer, de pura inseguridad, la tremenda inseguridad que la embargaba desde que regresó a esa casa la noche precedente

  • ¿Se…seguro, que puedo pasar a despertarle?…  ¿Y ya; sin esperar a la hora en punto?...
  • Desde luego, señora… ¡Qué importa que el pequeño Sasha duerma algo menos hoy!... Él sueña con usted tanto como usted con él… Y las alegrías, sobre todo tan enormes como será el tenerla a usted, de nuevo, con él, nunca vienen mal… Adelante señora… Pase a la habitación… No se preocupe…

Anna entró en la alcoba de Sasha y le despertó… La alegría del muchacho sólo era comparable a la de su madre… Anna, sin poder contener la tremenda emoción que la atenazaba, rompió a llorar en lagrimones como puños… De puro placer… De pura alegría… Una alegría de ensueño… De cuento de hadas… Claro está que Sasha quedó desconcertado al ver llorar a su madre

  • ¿Qué te ocurre madre?... ¿Por qué lloras?... ¿He…he hecho algo malo…algo que te disguste?

Anna abrazó aún más a su hijo, besándole como sólo una madre puede besar a su hijo de su alma

  • No cariño, no; ni mucho menos… Lloro de alegría… De la alegría inmensa de volver a verte, a tenerte a mi lado… A poder volver a  abrazarte…volver a besarte, cariño mío… Hijito mío… ¡Qué ganas…qué ganas más tremendas que tenía de volver a hacerlo, hijo mío!...

Y Sasha, ante esas palabras, se quedó tranquilo… Tranquilo y gozoso… Pero aún le quedaba al pequeño, esa mañana, una muy grata sorpresa: Conocer a su hermanita, a Anuska; fue, también, la señorita Georgette, quién se le trajo a su cuarto, de la mano, pues la cría, con algo más de un añito, correteaba por todas partes cosa mala… S la acercó diciéndole

  • Mira Sasha; esta es tu hermanita; se llama Anuska… Anna, como mamá…

La cría miró curiosa a aquél niño del que no sabía muy bien qué ni quién era… Le había dicho la señorita que la sacó de la cuna, y la vistió, que iba a conocer a su hermano, pero eso a ella mucho no le decía… Aún no sabía lo que era un hermano, pero sí que sintió curiosidad cuando vio a aquél niño… Le gustó nada más verle… Le pareció simpático… Y Sasha se quedó viendo visiones ante aquella niñita tan bonita, tan rubita ella, con ese pelo tan rizadito, tan bonito… ¿Su hermana?... Se volvió, interrogante, a su madre, que le confirmó lo que la señorita Georgette le dijera

  • Sí cariño; es tu hermanita… ¿A que es guapa?... Es que, ¿sabes Sasha?... Cuando mamita estaba tan mala, en el hospital, resulta que vino la cigüeña y dejó a tu hermanita al lado de mi cama… En una cuna, como en la que ahora duerme… Desde anoche, que nos trajo papá a las dos a casa… ¿Verdad que la querrás mucho, cariño mío?

Y, sin esperar respuesta, le puso al niño a su hermana en los brazos; Sasha, con ya diez años, era enteramente capaz de mantener a la niña aúpa; al instante, la cubrió de besos, mirándola arrobado… Embelesado por esa criaturita tan chiquita…Tan bonita… Fue aquél el inicio de una relación de amor y cariño fraternal entre los dos hermanos, Sasha y Anuska, a  prueba de bombas, que se mantuvo mientras vivieron…

Pero lo grande del caso fue que toda la anterior desgana que Aleksei Aleksandrovich mostrara por los actos mundanos se trocó en una filia rayana en la obsesión, pues, casi que desde el mismísimo día siguiente, la asistencia de la pareja a las vespertinas tertulias que se celebraban a todo lo ancho y largo de la imperial ciudad se hizo proverbial, no perdonando tampoco ni uno sólo de los bailes de sociedad que tenían lugar en la gran urbe, amén de que su presencia en los palcos de las teatros se hizo más que habitual en cuantas funciones de teatro, ópera, ballet o, simplemente, operetas y hasta vodeviles, a veces, incluso, de dudoso gusto… Vamos, que la vida social del matrimonio se convirtió en bastante más que ajetreada... ¿Qué había ocurrido, para que los gustos del prócer variaran en un giro más copernicano que otra cosa? Sencillo; él, realmente, no había variado en nada, pues todas esas algazaras seguían sin gustarle en lo más mínimo, pero estaban los desprecios que a su esposa le hicieran aquellas señoras tan “dignas”, tan “virtuosas”… Y quiso hacérselas “tragar” dobladas… Pues, ¿Quiénes eran ellas, esas señoras tan encopetadas, para hacer de menos a Anna Arkadievna por unos actos que todas, pero todas ellas, hacían? Eso sí; a la “chita callando”… Disimuladamente, en algo así como un secreto a voces… Así que, paseando, mostrando a su esposa a todo tren, sin tapujos, llevándola ostensiblemente de su brazo, a ver quién era el guapo o, mejor dicho, la guapa, que se atrevía a darle la espalda a Anna… A ver quién era la guapa que se atrevía a no estrecharle la mano… A no sonreírle de oreja a oreja… A no deshacerse en parabienes con ella…

Fueron diez u once meses de intenso ajetreo; de no parar ningún día. A Anna eso, el estar continuamente de tertulia en tertulia, de salón en salón, bailando sin parar, de teatro en teatro, lo cierto, es que no le agradaba pero lo que se dice nada de nada, pero enseguida comprendió la intención que guiaba a su marido para emprender esa vida tan ajena a sus más íntimos gustos, y le agradó… Le satisfizo sobremanera sentirse tan respaldada por él… Le encantaba, desde que se apercibió del objetivo por él perseguido, ver cómo aquellas mujeres que tanto, tantísimo la despreciaran, que tanto, tanto, la hicieran sufrir, inclinaban la cabeza ante ella, resignadas…respetuosas hasta casi, casi, el servilismo hacia ella… Y el Sumum del Sumum de tan ínclito placer, fue ver cómo se inclinaban ante ella las testas de la condesa Vronskaya y la princesa Betsi Verskaya, la madre y la prima del conde Pavel Sergeievich Vronsky… En especial, de la primera…

Anna, ante ese comportamiento de su marido, no pudo menos que recordar y comparar lo que fuera antaño, cuando junto con Pavel Vronsky retornara a San Petersburgo, con hogaño… Recordó, con íntimo dolor, el suceso con la duquesa Kartasova; fue por cuando Vronsky perdió, completamente, las esperanzas de que la “buena sociedad” petersburguesa readmitiera en su seno a la Arkadievna. Ocurrió que una noche a Anna se le puso por montera ir al teatro a ver a una cantante inglesa que debutaba esa noche en la ciudad de Pedro el Grande, pero Vronsky se negó a ir, para no “provocar” a las “buenas”, a las muy, muy “honestas” señoras de la “Liga de las Buenas Formas y Costumbres”, pero Anna se emperejiló en ir al teatro contra viento y marea, dispuesta a lucir su palmito a más y mejor; y si ella se mantuvo terne que terne en ir,  él no fue menos en lo de no ir, con lo que, por finales, Anna fue al teatro del brazo de un amigo y ex compañero de armas de Pavel Vronsky, el teniente barón Stremov

Anna, con Stremov, se sentó en un palco ya ocupado por el príncipe Jachvin y la condesa Bárbara Dmitrievna Bukova, amante del príncipe, una mujer que precedió a Anna Arkadievna en las iras de las “buenas gentes” petersburguesas, al abandonar a su marido, el príncipe Bukov, de la noche a la mañana para unirse, maritalmente y a todo ruedo, a su amante, en la “mayor desvergüenza”, al decir de tales “buenas gentes”… En el palco contiguo estaban los Kartasov, un matrimonio burgués, de esa nueva aristocracia del rublo a todo pasto, él un hombre grueso, casi calvo, más bonachón que otra cosa; ella una mujer menuda, delgada, de ojos saltones y una mala uva que era de tenerle pánico… Al comenzar el primer entreacto, al bueno de Kartasov no se le ocurrió nada mejor que ponerse a hablar con Anna, y, al punto, su mujer, la Kartasova, le armó un escándalo a su marido de los de tente y no te menees, Manolito… La llamó de todo, desde que sentarse junto a ella era de lo más deshonroso que nadie podía hacer hasta soltarle la palabra de cuatro letras, una detrás de la otra… Anna se lo tomó todo con filosofía, sonriendo fríamente, y mostrándose desde entonces de lo más alegre y festiva… Aunque la procesión fuera por dentro, ero tuvo la suficiente presencia de ánimo como para mantener el tipo, haciendo más que bueno aquello de “A mal tiempo, buena cara”

Por fin, también Vronsky acabó yendo al teatro, aunque sin querer subir a los palcos; no quería, en principio, juntarse con ella… Ya empezaba, por entonces, a ser el tiempo en que no le agradaba aparecer con ella en público, por la no vers dichosas habladurías… Ya era la época en que prefería mantener la relación con Anna Arkadievna en casi absoluta “sotto voce”… Pero, así mismo, le resultaba casi imposible no verla… No seguirla allá donde ella fuera, pero a distancia, sin que se notara demasiado… Y en nada la divisó, allá en el palco que ocupaba, junto a su amigo Stremov, el príncipe y la condesa… Y, también al vuelo, apreció el estado de tensión en que la Arkadievna se encontraba, pero sin poder saber a qué se debía… Algo muy fuerte, desde luego, a juzgar por los gestos e la bella, fríos, casi impasibles, pero él que la conocía bien sabía que estaba a punto de estallar en llanto… En ira, cólera, mal reprimida… Y quiso saber lo ocurrido, con lo que, bien que a regañadientes, subió al palco. Nada más verle, Anna le saludó, diciéndole con l mayor ironía

  • Me parece que ha llegado usted tarde y se ha perdido la mejor aria
  •  Soy poco entendido ––contestó Vronsky, mirándola con gravedad.
  • Como el príncipe Jachvin, que opina que la Patti canta demasiado alto –repuso Ana, sonriendo–. Gracias

Añadió, tomando con su pequeña mano cubierta por el largo guante el programa que él había cogido del suelo. Pero, de pronto, su hermoso rostro se estremeció; se levantó y se retiró al fondo del palco, marchándose seguidamente del teatro hacia el hotel donde ambos se hospedaban… La verdad es que no poca gente se marchó entonces, deslucida la función por la salida de tono de la Kartasova, marchando por fin al hotel también Vronsky, cuando ya sólo él quedaba en el palco. En el hotel, en la habitación de ella, se encontraron los dos, Anna y Vronsky. Y se echaron los trastos a la cabeza, ella a él. Él a ella

  • ¡Tú tienes la culpa de todo!

Gritó ella, entre lágrimas de ira y desesperación, levantándose.

  • Te pedí, te rogué, que no fueras al teatro. Sabía que surgirían disgustos.
  • ¡Disgustos! (exclamó Anna) Fue algo terrible. No lo olvidaré ni en la hora de mi muerte. Dijo que era deshonroso sentarse a mi lado.
  • Palabras de una estúpida. Pero tú no debiste arriesgarte a provocar…
  • Detesto tu calma. No debías haberme conducido a esto. Si me amases...

Y una vez más, las lágrimas de despecho de ella… Las lágrimas, presintiendo el desamor de él… De él, por quién lo dejó todo… Hasta a su hijo… Hasta a su querido Sasha… Y la comparación, entre ese desamparo en que él, su amado Vronsky, comenzara a dejarla casi que tan pronto como ella lo abandonó todo para seguirle y esta otra forma de protegerla de su marido, Aleksei Aleksandrovich, el hombre al que ella llegó a odiar más cordialmente que otra cosa…

Los días, semanas y meses fueron pasando, transcurriendo, a veces lánguidos, a veces trepidantes. Aquella forma de vivir, sin descanso como aquél que dice, ya sabemos que en absoluto agradaba a Aleksei Tijonov; que si la llevaba era, simplemente, para hacer agachar la cerviz ante su esposa a toda esa gentecilla falsa, hipócrita, más falsa, más hipócrita que el manido “Beso de Judas”; claro está que, en un principio, los Tijonov fueron la comidilla diaria de toda tertulia, toda reunión de gentes “honestas” que se preciara, bien que muy a espaldas de los interesados, pero tampoco era menos cierto que tanto Aleksei como Anna estaban al cabo de la calle de cuanto en tales mentideros diariamente se “cocinaba” y, la verdad, les traía algo más que sin cuidado la cantidad de “trajes” que les cortaban tan pronto ellos daban la espalda a tan “honorables” personas… “Ya se cansarán”, decía Aleksei a su mujer cuando Anna se desesperaba por tales cosas… Ya se cansarían, sí, pero la labor de rehabilitación de la mujer ahí estaba, y eso sí que no se desbarataría con el tiempo, como las maledicencias sí se desfarataron al correr de las semanas… De los meses…

Y así, a punto de cumplirse el año desde que Anna regresó a la mansión de los Tijonov, lo del descrédito de Anna Arkadievna era ya más que cosa del pasado. Para entonces, sí que varió, y de qué modo, la vida de Aleksei y Anna… Aquí convendría anotar que las costumbres de Aleksei Aleksandrovich hacía ya meses que variaran sustancialmente, pues de aquella dedicación, casi en exclusiva, a la política, no tantos meses después de que Anna estuviera de nuevo en casa, apenas si quedaba nada; como de costumbre, cada  mañana salía de casa muy temprano, a las siete y poco, pero enseguida empezó a tomar la máxima de abandonar el despacho a eso de las doce, con lo que, como mucho, a la una del mediodía solía estar ya en casa. Y allí, dedicaba el tiempo en atenderla a ella; hacerle compañía, siendo tierno y benevolente con Anna…

Y, lo que son las cosas, ella, que antes llegó a apenas poder soportar su presencia, se fue aficionando más y más a su compañía… Y tampoco creamos que él se deshacía en conversación, menos en desvaídas gracietas, pues lo normal es que estuvieran los dos en silencio, tampoco tan cercanos, pues toda una mesa baja, cuadrilonga, de más del metro de extremo a extremo, mediaba entre los dos, leyendo algún periódico o libro… O, ella, haciendo punto, o bordando… O qué sé yo… La cosa es que cada cual a lo suyo, pero mirándose de cuando en cuando… En especial él a ella, pendiente de cuanto la mujer pudiera precisar en cada momento… Pues era hacer ella intención de levantarse y ya estaba Aleksei de pie inquiriéndole qué quería, qué necesitaba… Y Anna se sentía tranquila, segura junto a ese hombre… Acabó por gustarle tenerle cerca… Y lo que, también, es la vida… Empezó a mirarle como nunca hasta entonces le mirara

Al cabo de ese casi año, Aleksei, un buen día, preguntó a su mujer que qué le parecería residir fuera de San Petersburgo… En el campo, más bien… Anna quedó como si acabara de ver un fantasma cuando escuchó tal cosa de su marido

  • Y… ¿Y cómo irás al despacho si tal hacemos?
  • ¿Sabes Anna?... Ya estoy un poco harto de la política… Es un mundo despiadado… No hay paz en él… Me gustaría variar de vida… No sé… La vida campesina parece que me atrae… Llevo ya tiempo pensando en comprar tierras… Alrededor de la casa de Vosdvijenskoe… Podríamos vivir allí, lejos de todo esto, de las hipocresías, los chismes, dimes y diretes… Explotando la tierra… Claro, si a ti no te molestara enclaustrarte en ese mundo de paz y sosiego…

Anna apenas si se creía lo que escuchaba… Escapar de ese San Petersburgo que la abrumaba… La ponía de los nervios…

  • ¡Dios mío, Lyosha! ([i]). ¡Nada, nada me encantaría más que eso!... ¡Salir de aquí…de esta ciudad que me asfixia!

Desde se momento empezaron a preparar las cosas para dejar la capital imperial; Aleksei dimitió de cuantos cargos políticos asumía, dejando la política de una vez por todas y procedió a comprar acres y acres de tierra fértil, ideal para su  cultivo. Y, por fin, un día abandonaron la ciudad para, prácticamente, nunca más regresar. Se afincaron en Vosdvijenskoe, esto es, la propiedad que Vronsky comprara para Anna, pues no la vendieron; el mismo día que Aleksei fue a buscarla allí, conoció la finca y, la verdad, es que le encantó… Le gustó más, incluso, que el ancestral predio de los Tijonov en Petershof… Le encantó el que estuviera en plena naturaleza, alejada, en cierto modo, de todo lugar habitado, aunque no lo suficiente para estar en medio de la nada, pues de la gran ciudad, del mismo Petershof distaba unas pocas verstas nada más… Diez o doce a todo tirar… Menos de media hora, en todo caso

Y allí la vida fue transcurriendo plácida… En paz y tranquilidad, que era lo que los dos deseaban… Realmente, Aleksei apenas si se ocupaba de nada que no fuera rodear a Anna de cariño y bienestar… Y de cuidar y mirar por sus dos hijos... Porque, si fuera el padre biológico de la pequeña Anuska, más no podría quererla… Mejor, no la trataría… Y todo aquello a Anna le llegaba al corazón… Hasta que un buen día se obró el milagro, cuando la mujer se sorprendió a sí misma mirando a su marido con ojos de mujer enamorada… Sí, el amor, el cariño, con que, desde su regreso a la casa Tijonov, Aleksei la rodeara acabó por prender en ella el amor conyugal… Y, con el amor, el deseo de ser poseída por él…de poseerle ella a él

Allí, en Vosdvijenskoe, también Aleksei dormía en habitación aparte de la de ella. Fue una noche, a eso de las ocho y pico; estaban los dos en ese saloncito pequeño, o gabinete, donde solían retirarse a última hora a descansar un rato antes de irse a la cama, leyendo o sabe Dios qué narices harían, cuando aceró a pasar por allí la gobernanta o ama de llaves de la casa, con cualquiera sabe ahora qué motivo; entonces, Abba, dejando de lado un momento lo que estaba haciendo, se dirigió a la fámula diciéndole

  • Por cierto, Sveta (diminutivo de Svetlana) Ya no es necesario le preparen habitación aparte al señor; desde esta noche, vuelve a dormir en la alcoba principal… Conmigo…

Esto último, lo de “conmigo”, Anna lo dijo mirando a Aleksei, a Lyosha, como ya, comúnmente, le llamaba, el cual casi se atraganta de la impresión al escuchar a su mujer, en tanto la sirvienta respondía

  • Como la señora ordene…

Sveta salió de la habitación y Anna fijó su mirada, sonriente, en su marido que, trémulo, temblequeando de pies a cabeza, como hoja batida por el viento, espetó su esposa

  • ¡Por Dios, Anna!... ¿Qué dices?... ¿Estás…estás segura de ello?... ¿Estás segura de que quieres dormir conmigo?
  • Completamente, marido… En mi vida creo haber estado tan segura de algo, como de que quiero, de una vez por todas, que seamos lo que somos: Marido y mujer… Esposa y esposo
  • Pero… Pero… Anna, vida mía… Si yo… Si yo… Si yo no valgo nada… Si… Si… Si no sé hacer el amor… Si…si…si soy tremendamente torpe… No… No voy a estar a la altura que tú mereces…

Anna se levantó del sillón que ocupaba y fue hacia su marido, para sentarse, femenina, amorosa, tierna, en su regazo… Sobre sus piernas; con ambas manos tomó el masculino rostro y le besó; le besó en las mejillas, pero también en los labios… En la boca, que hizo que él la entreabriera para ella… Para la femenina lengua, que se engarzó, se enroscó, en la de él, en un beso todo amor, todo cariño… Pero, también, todo pasión…todo deseo… Deseo de mujer enamorada… De mujer enamorada y ardiente, deseosa de disfrutar del cuerpo de él… Fe la virilidad de él… Pero también de que él, Aleksei, su marido, disfrutara de ella, de su mujer… De s cuerpo… De su más femenina intimidad

  • No te preocupes de nada, Lyosha, marido mío…querido mío… Simplemente, ámame… Déjate llevar por tu amor hacia mí… Por tu deseo de mí… Y sé dichoso… Muy, muy dichoso conmigo… Disfruta, querido mío; disfruta de mí; de mi cuerpo… Del cuerpo de tu mujercita… Y yo…yo también seré así dichosa… Me harás dichosa…muy, muy dichosa amándome, marido… Despliega tu pasión…tu deseo de mí… tu deseo de mi cuerpo…de mi intimidad, mi feminidad, marido, maridito mío… Amor mío… Vida mía… Te deseo Lyosha…te deseo cariño mío… Te deseo porque te amo… Sí, Lyosha, querido, querido mío… Te amo, Lyosha; te amo… Te amo… Te amo… ¡Dios mío; sí, Lyosha querido; te amo, te amo…te amo, vida mía!...Me has enamorado…Me enamoraste… Con tu amor, con tu incombustible amor…con tu enorme cariño… Tu bondad, tu protección… Vamos cariño mío; no perdamos más el tiempo… Ven conmigo; a la cama… Ya es hora de que nos amemos… Vamos querido mío; vamos, vamos…

Anna se levantó y empezó a andar rumbo al dormitorio, tirando e la mano de Aleksei, que la seguía embobado, sin acabar de creerse que tanta dicha, tanta felicidad fuera cierta… Pero lo fue; ya lo ceo que lo fue… Toda la noche, todita, estuvieron amándose… Incansables, incombustibles… Anna nunca tenía bastante, nunca era suficiente, y Aleksei no daba cuartel a su mujer ni equivocándose, Pero esa noche maravillosa no fue sino el preludio de las muchas, muchísimas que siguieron a lo largo de los años y años, los muchos, muchos que su matrimonio duró… Todas y cada una de todos esos años, sin cejar ni uno, salvo cuando no fue, materialmente, posible por las cuarentenas tras los sucesivos partos que Anna alumbró, otros siete más en total…

FIN DEL CAPÍTULO Y DEL RELATO



[i] Lyosha es diminutivo cariñoso de Aleksei; Alyosha es el diminutivo, digamos, normal y Lyosha el más familiar, más cariñoso.

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