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Porque te vi llorar

en Erotismo y Amor

PORQUE TE VI LLORAR

En un entorno geográfico teñido por el amor al terruño que las estrofas del “Asturias Patria Querida” implican, enmarcado entre el fragor de las bravías olas cántabras rompiendo en el costero acantilado y el verdor de los bosques pastizales y praderas de la agreste tierra asturiana, “Verde de monte y negra de minerales”, como dice la canción del juglar de la tierra, Víctor Manuel, y alegrada con los sones de las gentes del mar y de la tierra, en un momento que podríamos insertar en la década que media entre 1935-1945 y en un casi más que minúsculo pueblecito, enclavado a la vera del Cantábrico y donde en un sí es, no es, menudearían las blasonadas casonas cuya añeja raigambre tiempo ha se olvidó tras centurias de consistente desmemoria y cuya economía se asentaba, más o menos a pachas, entre la pesca, la crianza de la excelente vaca lechera de la tierra y el cultivo de la manzana y el maíz,  vivía Mariela, una señorita de buena familia, como por entonces se decía, que en tiempos fue una chica alegre, risueña, dicharachera hasta lo que por entonces era de buen tono, pero que desde años atrás se trocara en la humana forma de la tristeza, la melancolía… La desgracia humana, en suma…

Fue aquella guerra incivil que asoló España de 1936 a 1939, explosión de una serie de odios gestados a lo largo de los precedentes años, odios que se llevaron la vida de su más que querido novio, pero que compensó tal pérdida otorgándole otra, la de un hijo, producto más que fruto, de la violación que sufrió por parte de uno de los hombres que se llevaron, “de paseo”,(1) al novio amado 

Y desde entonces, de su vida desapareció toda alegría, sustituida hasta la saciedad por la desventura.

Hasta sus padres, en la práctica, le dieron la espalda, pues una hija madre soltera, por aquellos entonces, y más entre familias tan “honorables” como la suya, era un baldón de lo más oprobioso; la mayor de las vergüenzas sociales, y poco hacía a favor de la joven que sólo hubiera sido víctima inocente de un desalmado criminal, pues lo decisivo, al parecer, era “haberse dejado” y no defenderse hasta morir, como si eso, morir a tiempo, hubiera estado en su mano, hubiera dependido de ella, que bien prefería que el agresor se hubiera contentado con matarla, como mataron a su novio.

No es que directamente la acusaran, que no lo hacían, pero en la práctica, prescindieron de ella, sin dignarse apoyarla o consolarla ni un segundo. Y respecto a su hijo, el nieto de sus padres, no era en la práctica, sino a todo ruedo, el ningunearle. Hablar de él ente ellos estaba casi prohibido, y si alguna vez le aludían era llamándole “ese niño”.

En fin, que la noche de la pobre Mariela era eterna. Quien únicamente daba consuelo a sus pesares era su propio hijo, ya de unos cuatro añitos, y en quien ella volcaba toda su capacidad de querer que, de antiguo, nunca fuera poca.

También colaboraba en el consuelo y descanso de su atormentada alma, sus más que periódicas visitas a la iglesia del pueblo. Allí, arrodillada ante la Virgen Madre de Dios, venerada en una recoleta capilla lateral al fondo y final de la iglesia, llorando sus cuitas, contándole sus penas, descargándolas en la Virgen como las descargaría en la madre amorosa y comprensiva que su propia madre, la que la desarrolló en sus entrañas y, con dolor, la puso en este mundo, no lo era.

Finalmente, otro apoyo tenía Mariela, el de su aya Joaquina, la mujer ya más vieja que madura, sempiterna solterona y más que veterana en el servicio a la casa y familia materna, que desde casi que naciera la venía cuidando mayormente, y que si fuera su madre biológica, seguro que más no podría quererla.

Así transcurría la vida de Mariela, sin más altibajos en ella que su dedicación a su hijo y la aceptación y sometimiento al difícil carácter de su padre, en primer lugar, y de rechazo a su madre, aunque ésta, seguro, que aquella frialdad hacia su hija y su nieto, de tiempo atrás no la mantendría si su marido así no se lo impusiera.

Y es que su señor padre, era mucho señor padre, empeoradas las cosas por un prurito del honor personal y familiar verdaderamente exagerado aunque, en el fondo, bien que a su pesar, porque buenos esfuerzos le costaba no coger a su nieto, ese trocito de su carne, esas gotas de su propia sangre pues lo eran de la carne y sangre de su hija que a su vez lo era de él. Pero su más que recio sentido del deber, de lo decoroso y lo indecoroso, le obligaban a hacer lo que a su sentir de padre y abuelo le repugnaba.

Esta aciaga monotonía un día se truncó. Fue uno de tantos, uno cualquiera de los que Mariela fue a la iglesia buscando refugio en la celestial Madre. Al salir luego ella de la iglesia se le acercó un individuo ni alto ni bajo, ni feo ni guapo… Del más manido montón, en definitiva, y con inconfundibles trazas populares; un simple obrero sin más misterios. Ese hombre la abordó con la mayor soltura

  • Perdone un momento, por favor, señorita Mariela. Deseo tratar con usted un importante asunto que usted y yo tenemos en común

Mariela miró a aquél sujeto de pies a cabeza, sin tratar de ocultar, ni por un momento, la diferencia social que entre ellos mediaba

  • No puedo imaginarme qué puedo yo tener en común con usted… Caballero…

Y lo de caballero lo pronunció con tan marcado retintín, que a las claras se veía que el epíteto que realmente le quería dedicar era todo lo contrario a lo dicho.

  • Pues sí… Señorita-(Y aquí, el hombre usó el mismo retintín hacia ella que ella antes a él le dedicara)- Sí que tenemos algo en común entre los dos… Y muy importante además, se lo aseguro… Ese hijo que usted tiene, sencillamente…

Si a Mariela le hubieran dado un mazazo en ese momento, más obnubilada no hubiera quedado. Se tambaleó y no dio con su cuerpo en el duro suelo de la plaza porque el tal individuo, con absoluta delicadeza, la sostuvo en pie

  • ¡Pero, pero!... ¿Qué dice usted?... ¿Qué quiere decir con eso?
  • Nada en particular, señorita… Simplemente, lo que he dicho… Que su hijo es nuestro hijo, porque yo soy su padre… Y. como su padre que soy, pues también le quiero
  • ¿Se da usted cuenta de lo que está diciendo? ¿Se da cuenta de que podría denunciarle en este mismo momento?
  • Desde luego que sí, señorita… Pero… Prefiero arriesgarme, porque su hijo es mi hijo…
  • ¡Márchese, por favor!... ¡Desaparezca de mi vista!... ¡Le odio! ¿Me entiende? ¡Le odio!... ¡Dé gracias a que no quiera, de todas formas, denunciarle!... ¡Murió ya demasiada gente!... ¡Se ha derramado ya demasiada sangre en este país para que se vierta más todavía!... Márchese; por favor se lo pido, se lo ruego… ¡No me torture más!… Ya… Ya fue bastante entonces, hace cinco años…
  • No señorita. No me voy, pero tampoco deseo hacerle daño alguno… Cálmese, por favor, y escúcheme… Lo único que deseo es aliviar su espíritu y favorecer a ese hijo que también es mío…

Mariela volvió a sentirse desfallecer y, nuevamente, aquél hombre tuvo que sostenerla para que no rodara por el suelo. El hombre entonces la tomó del brazo y, con ella algo repuesta, la hizo dirigirse hacia los soportales que festoneaban la plaza del pueblo, donde la apoyó en una de las columnas de piedra viva que soportaban la techumbre del soportal.

  • Verá señorita; yo, para mí, nada quiero. Sólo deseo que mi hijo no lo sea de madre soltera… Que tenga un apellido… Que usted pueda sosegarse… Luego, me marcharé… No volveré a aparecer por su vida… Ni por la del niño…

El hombre calló y Mariela levantó la mirada, no para mirarle a él, que ni en pintura deseaba verle, sino para contemplar el cielo, en silencio, durante algún que otro minuto, al cabo de los cuales, como si se acabara de recobrar de una tremenda impresión, con voz más desmayada que otra cosa, dijo

  • Déjeme marchar…

El hombre se hizo a un lado y, galantemente, se inclinó ante ella en una más que solemne reverencia. Mariela entonces empezó a andar, alejándose de él, sin volver la cabeza, sin añadir palabra alguna…

En los días que siguieron la acongojada madre sin marido acabó por recluirse en la familiar casa, huyendo de aquél ser odioso que, sin volverle a dirigir la palabra, sin siquiera volvérsele a acercar, la acosaba día sí y día también, pues no había sitio al que fuera que él al momento no apareciera mirándola con la mayor insistencia; con la mayor desvergüenza del mundo

A ella se la llevaban los demonios tan pronto le veía. Incluso pensó en denunciarle por rojo asesino de su novio y violador de ella misma. Pero nunca lo hizo. En parte porque, como a él mismo le dijera, no quería más sangre vertida en el suelo patrio, pero, también, por un inexplicable “No sé qué” que se lo impedía, precisamente, con ese hombre… Le odiaba con toda su alma; le deseaba todos los males de este mundo por el infinito daño que a ella la causara seis años atrás… Pero, sorprendentemente, tampoco quería su muerte.

Luego, un día, su padre la sorprendió al decirle  

  • ¿Sabes Mariela?... ¡Acaban de pedirme tu blanca mano!...

Ella, la verdad, a esto hizo oídos sordos, pero cuando su señor padre prosiguió, tras parar de reírse a mandíbula batiente, la cosa fue muy distinta

  • ¡Ha sido la mar de gracioso! Un pelanas, un triste electricista que vino esta mañana a arreglar unas cuantas cosas, que no tuvo mejor ocurrencia que pretender casarse contigo… Pero, lo increíble, fue su osadía cuando dijo que tú sabías sus pretensiones y no te oponías…

Y fue entonces, con lo del “casorio” y su nula oposición, cuando Mariela puso interés en la paterna perorata

  • ¿Qué dices, papá?
  • Lo que oyes, hija. Que ese gañán afirmaba que unos días atrás te paró en la plaza y te dijo que quería casarse contigo… ¡Y que tú no le habías dicho que no! (Nuevas carcajadas del señor padre)… ¡Figúrate!
  • ¡Hay que buscar a ese hombre!... ¡Tiene que aparecer!... Tienes que decirle que acepto casarme con él… Pero tienes que hacerle prometer que tras la boda me extenderá una cumplida autorización marital para que yo pueda ir donde quiera, incluso al extranjero… Ofrécele una sustancial suma de dinero a cambio… Seguro que acepta… Como dices, es un gañán, pero también un sinvergüenza sin moral ni decencia alguna…

Y aquí, el señor padre sí que se quedó a cuadros. Vamos, que no entendía nada. O su hija, de repente se había vuelto loca de remate, o el que se había vuelto loco era él. Pero la cosa era que estaba oyendo lo que oía… No cabía otra… Luego, el loco no era él. Pero lo malo es que su hija siguió hablando

  • ¿Te das cuenta papá?... ¡Mi hijo tendría un padre reconocido, un nombre, un apellido!... Como todos los niños… Ya nunca nadie le podría señalar con el dedo… Ni a vosotros… Ni a mí siquiera, aunque eso poco me importa…
  • Pero… Pero hija… ¡Tendrías que vivir con él!... ¡Y nosotros!... Con un Don Nadie… Un electricista del montón… Un simple obrero, en suma… ¡Qué baldón, Dios mío!... ¡Qué baldón para todos nosotros!...
  • No papá… Nadie tendría que saber con quién me había casado… Con su autorización, yo podría marcharme a vivir donde mejor me pareciera… Donde nadie me conociera… Al extranjero quizás… Y vosotros podríais decir que me había ido con mi marido, sin explicar quién es él… O inventándoos una conveniente biografía suya…

Y ahí quedó el asunto, al menos de momento, pues ya se sabe cómo por entonces, año 40-41, eran los señores padres: La mar de suyos… De modo que cuando papá dijo

  • ¡Haz el favor de callarte, que no quiero seguir oyendo semejante cantidad de disparates!

Mariela se calló y desapareció de la estancia, pero la cosa es que su sesudo señor padre empezó a darle vueltas a lo que su hija dijera y, casi más por minutos que por horas, la cosa cada vez le gustaba más, por lo que la matrimonial ceremonia acabó por celebrarse no demasiados días después, dos semanas o, en todo caso, algún que otro día más, pues el extraño “novio” no tuvo inconveniente en aceptar cuanta promesa el señor padre de la “novia” tuvo a bien plantearle.

La ceremonia tuvo lugar en la desierta iglesia del pueblo y a primerísima hora de la mañana de un día cualquiera, con la asistencia limitada a los “novios”, los padres de la “novia” un viejo sirviente de la familia y la tía Joaquina, firmando estos últimos dos como testigos, tanto en el acta parroquial como en el del juzgado que, como por el ”Ancien Régime” era lo normal, lo que de ordinario sucedía, que el secretario y algún oficial del juzgado, acudieran a la sacristía de la iglesia para hacer legalmente oficial el evento matrimonial

Item más, como del juzgado local también era el Registro Civil, tan pronto como el acta matrimonial quedó cumplimentada se procedió a cambiar el registro del hijo de Mariela, que quedó inscrito como hijo legítimo del nuevo matrimonio.

Luego, cumplimentados ambos requisitos, los flamantes marido y mujer se separaron, con evidentes deseos, por parte de ella, de no volver a ver  por el resto sus días a su legal marido.

Por tal motivo, al mismísimo día siguiente y más temprano que tarde, en el taller eléctrico que el marido montara en el pueblo se presentó aquel viejo sirviente de la casa que en la ceremonia firmara como testigo, bien provisto de la amplia autorización marital que el ya legal marido debía dispensar a su legal mujer y esposa, junto al talón con el dinero pactado a cambio de tal documento debidamente firmado.

Pero sucedió que el fiel dependiente de la casa paterna de Mariela salió de tal taller justo como a él llegara: Con el talón dinerario en el bolsillo, pues el marido lo rechazó y la tan suspirada autorización marital también en su poder, pero sin firmar. Que el quisquilloso marido se despachaba ahora exigiendo que, si Mariela quería tal autorización, tendría que ir, ella misma, a buscarla, y al mismísimo terreno de él: Al humilde barrio de pescadores donde residía y trabajaba

Mariela aceptó, con lo que, una vez más, al día siguiente, y en las primeras horas de la tarde, allí estaba, a la entrada misma del barrio, con los olores y sabores marinos tanto en sus mucosas nasales como en sus papilas gustativas, el olor y hasta el sabor del más que próximo Mar Cantábrico junto con el olor y sabor del pescado fresco, recién desembarcado en aquellas más bien horas postreras de la ya extinta madrugada en la lonja del anejo y muy recoleto puerto pesquero.

Al punto distinguió, pelín más adelante y recostado en un brocal que separaba la mal empedrada y casi polvorienta calle de la sucinta playa que a la izquierda de la calle se extendía, a varios metros de desnivel, con el pequeño pero a toda hora trajinero puerto pesquero algo más allá, hacia la derecha y un tanto al frente de Mariela, al final y a la derecha de la calleja, en casi el mismo centro de donde el barrio finalizaba.

El hombre, que según la documentación presentada tanto en la iglesia como ante el juzgado, se llamaba Mauro; Mauro Estévez y Jimeno exactamente, se irguió de sobre el brocal de piedra y anduvo hacia Mariela, a su encuentro, hasta que los dos estuvieron frente a frente y apenas separados por un metro.

Cuando tal tesitura llegó, Mariela no se anduvo por las ramas, sino que “entró” en “corto y por derecho”; vamos, que fue, directamente, al grano  

  •  Hagamos este enojoso asunto lo más breve posible. Deseo terminar cuanto antes para poderme ir y no volver a verle…

Y diciendo esto, alargó a Mauro tanto el cheque como la autorización que quería tener debidamente firmado. Claro, que para que la autorización surtiera el efecto deseado, debería autenticarse con la firma de, al menos, dos testigos, ya que ni por soñación esperaba que “aquél” hombre consintiera en firmar ante un notario, que sería lo más efectivo; pero los dos testigos serían suficientes, pues su identidad y domicilio estarían a la vista, siendo pues fácil corroborar su gráfico testimonio, y allí, por aquellos alrededores no sería difícil encontrarlos.

Mauro, efectivamente, tomó en su mano los documentos que se le tendían. Miró y remiró el talón suscrito a su nombre, dándole mil y una vueltas y lo mismo pasó con el papel de la amplia autorización marital para que, en definitiva, Mariela pudiera hacer cuanto le viniera en gana, hasta, de facto, separarse de su marido sin que éste pudiera decir ni pío. Por fin, Mauro devolvió a la mujer ambos documentos, tal y como ella se los entregara a él.  

  • No Mariela. No es esto, dinero, lo que yo deseo a cambio de otorgarte lo que de mí deseas. Vamos, que si de verdad quieres que te firme ese papel, tendrás que avenirte a las condiciones que yo te imponga, no a las que tu padre y tú deseáis…

A Mariela, al instante, se le envaró el cuerpo todo; dio más que un paso, una gran zancada hacia atrás, al tiempo que decía

  • ¡Jamás!... Jamás, ¿me entiende?... ¡Jamás logrará nada torpe de mí!... ¡Nunca, nunca, disfrutará usted de mí! ¡Ni muerta!...

Mauro se echo a reír a carcajada limpia al oír la repuesta de ella

  • Indudable que su inenarrable belleza, estimadísima… SEÑORA MÍA (y el retintín que puso en estas últimas dos palabras hizo sonrojarse a Mariela hasta las orejas) Pero no; no se alarme usted ni se ponga en guardia, pues mis intenciones en absoluto van por senderos, digamos… Libidinosos… Aunque, desde luego, su belleza me atrae en grado sumo, por lo que desearía disfrutarla en cierto modo… Platónicamente, podría decirse…

Mauro calló un momento, sin dejar de mantener fijos sus ojos en Mariela que por segundos enrojecía más y más...

  • Le diré lo que deseo de usted. Simplemente, verla… No, verla no… ¡Admirarla!... ¡Extasiarme contemplándola!... Y disfrutar unas horas diarias de su compañía… En fin, que durante treinta días, usted deberá venir aquí, a este barrio, y pasear conmigo por estas callejas y vericuetos… También por la playa algún que otro día… Y venir a mi casa algún que otro…

Mariela no le dejó seguir. Con el tono más frío que pudo encontrar, a la par que más duro, más cortante y desdeñoso, le interrumpió

  • ¡Jamás logrará usted eso de mí!... ¡Jamás logrará que me avenga a compartir con usted ni un sólo instante de mi tiempo!... ¡Tome usted el cheque y acabemos de una vez… ¡Es lo único que de mí nunca usted conseguirá!...
  • Perfectamente, Mariela… Tampoco usted logrará de mí nunca que, de otra manera, acceda a su petición… Quedará unida a mí, irremediablemente, de por vida… Es más… Las leyes, religiosas y civiles, están de mi parte… Es usted mi esposa y mujer a todos los efectos legales… Usted firmó las actas que lo confirman… De buen grado… Yo, allí, estaba solo, usted rodeada de su familia… Podría acudir a la Guardia Civil y reclamarla por abandono de hogar… La traerían a mi casa, de grado o por fuerza, pues la mujer debe vivir con el marido, lo mismo que éste con la mujer, y el abandono de hogar es delito… La traerían a mi casa y… ¿Quién me iba a acusar de nada si la violara?... Soy su legal esposo y marido y tengo legal derecho a disfrutar de usted cuanto se me apetezca…

Mariela estaba aterrada… Sin habla… Sin poderse mover… Sin poder reaccionar al tremendo terror que la atenazaba… “¡Dios mío, Dios mío, qué he hecho! ¡Me he entregado, atada de pies y manos a este hombre degenerado, horrendo!” se decía a sí misma, una vez y otra, porque sabía que él, ese hombre que era lo que más en la vida podría nunca odiar, tenía razón en cuanto dijera… Toda, toda la razón… Estaba en sus manos… Podría hacer de ella cuanto quisiera…

  • Decida usted, Mariela. O soportar mi presencia durante dos, tres horas al día durante treinta… Y que conste que sin tocarla un pelo de la ropa… Y después disponer de esa tan extensa autorización que tanto desea… Firmada además ante notario, para su mayor tranquilidad, o tener sobre usted, indefinidamente, la Espada de Damocles de que, el día por usted menos pensado, reclame mis inalienables derechos de esposo y marido… Por cierto, que eso que le decía de traerla a usted, alguna que otra tarde a mi casa, no sería para estar los dos solos… Tranquilícese a ese respecto, pues conmigo vive mi madre, luego estaríamos con ella en todo momento… Y, ya me dirá usted las libertades que ante ella me permitiría… ¡Me mata si me atrevo a ofenderla a usted en su presencia!...

Mariela le miraba sin saber qué hacer… Al fin dijo

  • ¡Podría denunciarle por violador y asesino!
  • Cierto… Pero yo me acabo de casar con usted, y con su aceptación absoluta, luego lo de violador… ¡He reparado, a fin de cuentas, mi vesania, consintiendo usted tal solución a su mancillado honor!…

De nuevo Mauro calló, observando las reacciones en el rostro de ella, que, desde luego, se daba a los mil diablos con la cara dura que él se gastaba

  • Pero cierto también que lo de “rojo asesino” tendría peor remedio… Al fin y al cabo, yo formaba parte del grupo que le “apioló” al novio… Yo no disparé, desde luego, y usted eso bien lo sabe: Estaba, precisamente, con usted cuando los otros dispararon… Pero eso no importaría… Era del grupo de asesinos, luego también yo era… Soy un asesino, luego… ¡Del tirón al paredón! Y que Dios se apiade de mi alma… ¿No es cierto?

Nueva pausa de Mauro, mirándola a ella que, a su vez, para entonces le miraba más anhelante que otra cosa, pues el sesgo que el discurso de aquél tan odiado ser estaba tomando, la desconcertaba por completo

  • Es usted religiosa y católica a machamartillo, ¿verdad señora?
  • ¡Indudablemente!
  • Claro; es lo lógico… Lo natural… Entonces… Casi todos los días, por no decir, a secas, todos, rezará usted el “Padre Nuestro”
  • ¡Desde luego que sí!
  • Y recitará, tranquilamente, aquello de “Y perdona mis ofensas tal y como yo perdono a quienes me ofenden”, ¿no es así?… Pero creo que eso no es más que puro formulismo para usted… Que lo dice como el papagayo repite lo que le enseñan ¿O, me equivoco, y usted, en verdad, perdona a quien la ofende?... ¿Me perdona a mí la terrible maldad a que la sometí?

Nueva pausa de Mauro, mientras Mariela se desconcertaba cada vez más, hasta sentirse totalmente desarmada por terriblemente confundida. Y si Mauro la miraba a ella atentamente, Mariela miraba de igual forma a Mauro. Y lo grande era que en él empezaba a ver franqueza, honradez en su mirada… Que no la engañaba; que le estaba hablando con el corazón en la mano…

Y aquello, esa franqueza, esa implícita honradez, era lo que más la descolocaba. O, ¿es que este ser no era aquél individuo bestial, horrendo? Quiso rememorar el rostro de aquél monstruo, pero lo que nunca se ha visto, difícil, imposible es recordarlo… Y es que a aquél ser salvaje, bestial, no lo quiso ni ver, ni mirarlo una sola vez… Intentó defenderse, pero él, con su poder de animal, de fiera infrahumana, la dominó por entero e hizo con ella lo que quiso y por el tiempo, las veces que mejor le pareció, pues ella no pudo hacer sino llorar, y llorar y más, mucho más llorar

Pero una cosa sí la recordaba con entera nitidez: Su aliento, su fétido, nauseabundo aliento, olor… Tanto le vino a la memoria, que se le hizo patente, permanentemente presente ese olor indescriptiblemente inaguantable… Por instantes, creyó que aquél horrible momento volvía a hacerse realidad, tan real era la fetidez que percibía… Tanto que a punto estuvo de vomitar…

De nuevo clavó su insistente mirada en el hombre erguido ante ella… No; ese rostro nunca antes de estos recientes días lo había visto… Entonces se centró en el olor que aquél más que extraño ser despedía. Su sentido del olfato se aplicó como tal vez nunca antes lo hiciera, intentando percibir hasta la más mínima molécula olfativa de ese hombre que la desconcertaba hasta casi, casi, enloquecerla…

Pero de aquél inenarrablemente mal recuerdo, sus sentidos no percibieron ni un adarme. Desde luego, Mauro en absoluto olía mal… No se apreciaba en sus efluvios perfume o colonia alguna, sólo la inconfundible sensación de limpieza.

Una limpieza huérfana de oloroso, perfumado jabón, pues seguro que el único utilizado sería el casero, el de sosa, mucho más eficiente que los carísimos jabones de tocador tan del agrado de Mariela

Sí; olor a limpio es lo que Mariela inhalaba de Mauro. Un olor a limpio ayuno de perfume, pues el único aroma que el hombre exhalaba era el más que recio de hombre, ese típico olor expelido, en general, por todo individuo masculino del humano género, como también el estamento femenino suele también transpirarlo en femeniles matices, matices que, tanto lo masculinos como los femeninos, desempeñan tan destacado efecto en las sexuales actividades, aunque, digamos, en estado de natural relajación del individuo, más bien, nos parezca, prácticamente, inexistente

Pero lo curioso es que tal olor a masculinidad a Mariela le resultó la mar de agradable. Miró entonces a Mauro como si fuera aquella la primera vez que le veía, y es que, realmente, podría decirse que así era, pues hasta entonces, en verdad, no le había mirado.

Le reconocía, claro está, pero no le conocía, no le había mirado nunca con el suficiente interés como para de verdad ver, saber y enterarse de cómo realmente era él, sus facciones, su planta… Y lo que vió francamente que le agradó. Sobre todo sus ojos; aquellos ojos límpidos, francos, en los que, de manera alguna, podría nunca anidar la mentira, la falsedad.

Y, por fin Mariela se rindió; se entregó a la “piedad del vencedor” incapaz de seguir resistiendo ante aquél hombre del cual ya no sabía ni qué pensar. Cierto que le había odiado como jamás creyera que se pudiera odiar a persona alguna, cierto que, segundos antes, hubiera sido hasta capaz de estrangularle con sus propias manos… Pero ahora ya no era capaz de nada de ello… Además estaba cansada… Muy, muy cansada… Además, desorientada; incapaz de tomar decisión alguna, por ser, prácticamente, incapaz de pensar con una mínima claridad. Y se dejó llevar por los acontecimientos… Por lo que aquél hombre, Mauro, le indicaba

  • De acuerdo… Mauro… ¿Verdad?
  • Sí señora. Mauro Estévez… Para servirla a usted…
  • Bueno Mauro. Pues hasta mañana… Hoy prefiero irme… Estoy cansada… No me encuentro bien… Mañana vendré… Sobre las cuatro… O las cuatro y media de la tarde… Estaré dos horas con usted. De cuatro y media a seis y media; en punto; ni un minuto más, ni un minuto menos también… Así, durante treinta días… Y luego…
  • Sí Mariela. Cumpliré mi palabra, firmaré lo que usted desea ante el notario que usted indique y desapareceré de su vida… De su vida y de la de… Bueno, su hijo. Se lo juraría, pero sólo se le jura a Dios, y yo no creo en Él; soy ateo, como buen “rojo”. De manera, que se lo prometo…

Mariela se marchó, pero, como también ella prometiera a Mauro, al día siguiente y con torera puntualidad (2) éste la vio acercarse por todo lo alto de la principal calleja del barrio, la más ancha y también más recta y, sobre todo, más larga.

Mauro la esperaba apoyado en el mismo brocal del precedente día y, más o menos, a la misma altura de aquella principal calle. Tan pronto la divisó, se irguió, separándose del pétreo murete para salir a su encuentro. Cuando ambos se reunieron, un tanto equidistantes de las originales posiciones, Mauro la saludó con toda cortesía: Se inclinó ante ella en casi versallesca reverencia, al tiempo que, gentilmente, besaba su mano

  • Gracias por venir, Mariela. ¿Por dónde le apetecería pasear?
  • Mire Mauro, pongamos las cosas en claro desde un principio. Yo no estoy aquí por gusto, pues lo que de verdad deseo es perderle de vista cuanto antes y nunca más volverle a ver ni saber nada, absolutamente nada, de usted. De manera, que no hace falta que se gaste lisonjas conmigo, que ni me agradan ni, menos, las quiero. Me comprometí a venir aquí, junto a usted a cambio de algo muy concreto, luego no me pida más que eso, mi presencia ante usted, que no mi compañía, durante dos horas diarias y a lo largo de treinta días. No quiero conversar con usted, ni tengo especial interés en hacer esto o lo otro. Usted haga lo que quiera, camine o vaya por donde quiera y mejor le parezca, yo me limitaré a ir con usted allá donde usted vaya, pero no acompañándole, pues su compañía es lo que menos deseo…
  • Ya veo que no me perdona usted

Mariela al punto, no respondió. Calló un breve, muy breve momento hasta que, suspirando, dijo al fin

  • En lo que ayer usted dijera sobre el deber cristiano del Perdón, lo cierto es que es el Evangelio. Como cristiana y católica debo perdonarle; Jesús, con su ejemplo, nos obliga a ello… Pero Mauro, creo que no puedo… Me ha hecho usted demasiado daño… Quisiera perdonarle… No, no quisiera, quiero… Pero ya sabe lo que también decía el mismo Jesús: “El espíritu está presto, pero la carne es débil”… Yo no soy Él… Soy solamente humana… Y no sé si, algún día, podré perdonarle… Pero hoy por hoy, lo siento, pero no; no puedo…
  • Mariela; yo entiendo perfectamente su postura… La aversión que, sin remedio, usted me tiene, pues reconozco que canallada mayor que la que hace cinco años le hice, es muy difícil no ya superar, sino simplemente, igualar… De manera que la comprendo mejor de lo que, sin duda, cree. Pero, ¿sabe una cosa?... Posiblemente si consintiera en hablarme un poco… O, simplemente, escucharme…Puede que poco a poco vaya superando ese estado de ánimo que, sin duda, la corroe por dentro…

Mauro calló un instante y Mariela, al parecer, nada tenía que decir a lo que él dijera, por lo que el hombre continuó

  • De verdad Mariela. Más digo esto por usted que por mí. O, ¿es que no recuerda usted lo que le dije cuando la abordé en la plaza, cuando usted salía de la iglesia y por vez primera me vió y la hablé? Le dije que también quería sosegar su espíritu. Pienso, sé que se lo debo. Lo que hice, hecho está y no se puede dar marcha atrás en el tiempo… Pero sí puedo tratar de aliviar sus pesares… Su sufrir por aquello… No sabe lo que daría porque eso no hubiera sucedido… Lo que me pesa, por lo mal hombre que fue aquél salvaje subhumano que se ensañó con usted de la forma que lo hizo… Permítame intentar ayudarla, consolarla por aquello… Pedirle perdón y, en lo posible, tratar de aliviarle el alma…

De nuevo Mariela volvió a mirar a ese hombre que ante ella había… ¿El monstruo que tanto daño la hiciera un día?... Y a la mujer, eso, que ese hombre que ahora la contemplaba casi anhelante, y al que ella miraba en la forma más escrutadora que darse pueda, fuera la misma persona que aquél ser bestial, aquella sanguinaria fiera en absoluto humana, le parecía increíble; imposible, por así decirlo…

Porque, de nuevo, estuvo segura de que aquellos ojos no mentían… Que el arrepentimiento que en aquellos ojos, aquella mirada, aquél extraordinario ser, en definitiva, inconfundiblemente latía, era auténtico, verdaderamente sentido. Y, claro, su confusión, su desconcierto, no mermaba ni un segundo, sino que se acrecentaba a cada minuto que permanecía junto a ese más que extraño hombre. Por fin, como saliendo de un ensueño, habló

  • Puede que no esté mal pasear un rato por la playa… La tarde invita a ello… Hace algo de calor todavía, y la fresca del mar seguramente sentará bien…

Y sin añadir palabra la pareja bajó las escalinatas que finalizaban en la fina arena playera. Caminaron hacia adelante, hasta quedar a no demasiados meteros del borde que el agua alcanzaba y siguieron andando, lentamente, en descansado paseo, paralelamente a la línea del mar.

Mauro la hablaba a ella de vez en cuando, pero sin excederse ni un pelo en su parlanchina insistencia, tratando en todo momento de no molestarla más que lo necesario para intentar sacarla de su inveterado mutismo ante él. Y así, poco a poco, fue sacando de ella algún monosílabo que otro.

Aquél primer paseo, a medias compartido, murió a las seis y media en punto de la tarde, cuando Mariela le dijo a él que se marchaba. Mauro la acompañó hasta donde se encontraran a las 16,30 horas más en punto que otra cosa, y la vió, como el anterior día, alejarse de él, sin volver, ni por un segundo, la cabeza.

Desde aquellas primeras dos horas que pasearan juntos, esas mismas dos horas juntos, mas no revueltos, fueron sucediéndose, con casi germánica puntualidad, día tras día. Siempre, también, con la misma monotonía, casi exclusivamente por la playa y con el gasto parlanchín por cuenta de Mauro, pues Mariela seguía encastillada en sus sempiternos monosílabos como alguna que otra y, más bien, escasas respuestas.

Y bien dicho queda lo de monosílabos, pues si alguna vez Mariela soltaba un bisílabo y, no digamos, trisílabo o superior locución, era para que doblaran las campanas de júbilo ante el más que rarísimo suceso, que bien merecería un lugar en las crónicas municipales de aquellos contornos, y no sólo del pueblo que ambos habitaban.

Así iban las cosas, hasta que una tarde, hacia más o menos la semana y algún día más de los vespertinos paseos, ocurrió un hecho que, para aquellos entonces al menos, en verdad memorable.

Aquella extraordinaria tarde, ambos caminaban, como casi todas las anteriores tardes, a la vera de la línea de mar, desplazándose sobre la más que fina arena, cuando a Mauro se le ocurrió la idea de descalzarse y meterse en el agua, hasta muy poquito más allá de los tobillos. Allí empezó a hacer el ganso, como tan a menudo suele suceder cuando nos metemos en tales pasatiempos, por otra parte la mar de inocentes, saltando por el agua, salpicando pues y levantando pellas de agua al levantarla a, digamos, puntapiés o patadas hacia arriba.

Mauro reía a más y mejor, disfrutando cual niño con tales naderías, tonterías en realidad, e invitaba a Mariela a meterse ella también en ese más que escuálido fondo marino. Y no es que el hombre abrigara la más mínima esperanza de aquella bella mujer aceptara su invitación, que bien se sabía las pertinaces negativas de ella, pero sucedió el primer milagro acaecido en aquella sin par, por el momento, tarde.

Que tras sopesarlo algún que otro mísero minuto, por fin se decidió y, descalzándose a su vez, metió en el agua sus más que bellos y diminutos pies.

Pero ahí no se quedó el milagro, pues hete aquí que incluso, y puede que por vez primera desde lo de “aquél” día de cinco años atrás, lanzó al aire su risa, fresca, desenfadada, mientras, haciendo también ella el indio, chapoteaba en el agua, descargando minúsculos torrentes del líquido elemento marino a Mauro, empeñada en ponerle de chupa de dómine las veraniegas y funcionales prendas de ropa que vestía, aunque tampoco ella se libraba de alguna que otra mínima oleada que, en suave “venganza”, él respondía a las “agresiones” de ella “sufridas”

Aunque, a decir verdad, el milagro sumo, egregio diríase, vino luego, cuando, riendo los dos a mandíbula batiente, salieron del agua, pues…. Asómbrese el más que amable lector, lo hicieron… ¡¡¡COGIDOS DE LA MANO!!!... Increíble, pero verdad.

No obstante tan amable rasgo por parte de Mariela, bien se dice que la “alegría dura poco en casa del pobre”, pues tan benigno comportamiento de ella, duró lo que la bella tardó en sentir la arena, sin líquido alguno que la sumergiera, bajo la planta de sus pies, momento en que apresurada, como mordida por un áspid, se soltó de la mano de Mauro, con el semblante totalmente enrojecido. Siguieron unos minutos de embarazoso silencio entre los dos que Mariela por fin rompió

  • Perdone usted Mauro, pero quiero irme ya. Estoy cansada… De verdad que tengo que irme… Lo necesito… Si quiere, mañana estoy con usted una hora más…

Y es que, a la sazón, apenas si eran las 17,30, las cinco y media de la tarde, con lo que Mariela no llevaba aún ni una hora con Mauro.

  • No se preocupe usted Mariela; no hay problema, váyase si así lo desea. Y si mañana no se encuentra… Bien, no venga, por favor… No deseo violentarla en absoluto. Lo que deseo es que todo discurra en buena armonía, sin que usted se sienta en exceso forzada… Lo imprescindible para que me otorgue su estimada presencia… ¿Desea que la acompañe?
  • ¡No, no; por favor!... (El vivo tono empleado por ella, indicó a Mauro lo inoportuno de su oferta, pues a todas luces había sido aquella levísima intimidad de tomarle de la mano la causa de su repentina incomodidad junto a él) Muchas gracias, Mauro; de verdad que se lo agradezco, pero no es necesario… Muchas gracias de todas formas

Mariela se deshacía en agradecimientos pero, inexorablemente, se marchó. Mauro, no obstante, la acompañó gentil hasta que la calle central del humilde barrio acababa, extendiéndose desde allí el, propiamente dicho, casco urbano del pueblo.

Pero sucedió que desde aquella, en cierto modo, gloriosa tarde, pues ella puso su mano sobre la de Mauro, las maneras de Mariela, en un principio, variaron bastante respecto a lo que aquella dichosa tarde fue, pues ella, de forma más que radical, volvió a su inicial despego de él; aquél primer semi mutismo…

Y así siguieron pasando los días, uno tras otro, en aquella inicial monotonía de paseos en muda compañía, por llamar de alguna forma a las vespertinas visitas de aquella mujer al deprimido barrio pesquero y, mayormente, de simples obreros. Habían transcurrido los días por otros cuatro o cinco más, cuando una tarde dijo Mauro a Mariela, tan pronto llegó

  • Esta tarde iremos a mi casa. Mi madre tiene preparado un chocolate que te chuparás los dedos, ya verás; y unas magdalenas hechas esta mañana, en el horno, que quitan el sentido. Ya verás cuánto te va a gustar todo…

A Mariela se le envaró todo el cuerpo tan pronto oyó lo de “vamos a mi casa”. Fue como si se viera ante un abismo por el que fuera a despeñarse de un momento a otro, con lo que una especie de terror se apoderó de ella, hasta casi hacerla temblar.

Su imaginación le trajo a la memoria aquél horrendo momento de cinco años atrás. Volvió a verse violada, además con infinita violencia, casi más que “entonces”, que ya es decir. También volvió a ver a aquél horrible monstruo, aquella bestia subhumana encima de ella, manoseándola, penetrándola a la fuerza… Y golpeándola con inusitada brutalidad para anular su encarnizada defensa… Pero, ahora, ese hombre sí tenía rostro… Un rostro en el que, a pesar de desfigurárselo esa expresión de vesánica crueldad, de absoluta y genuina maldad, resultaba perfectamente reconocible la faz de Mauro…

  • ¡¡¡¡NO, NO, NO!!!... ¡A su casa no!... ¡No, no y no!... ¡Me voy; me voy ahora mismo!...

Mauro se quedó casi sin habla ante tamaño rechazo. No le cupo duda alguna de que aquella mujer estaba bajo un terrible ataque de pánico… Inexplicable para él, sí, desde luego, pero no por ello menos cierto y real.

Intentó tranquilizarla

  • ¡Por Dios Mariela!... ¡Cálmese, por favor!... Pero... Pero… ¿Qué le sucede? Ya se lo dije… En casa está mi madre; no tiene nada que temer de mí… Se lo aseguro… Se lo prometo… No… No deseo hacerle daño alguno… Antes de dañarla… Antes de ponerle una mano encima, me la corto con un hacha… Se lo juro, si así lo quiere, aunque ya sabe que no creo en Dios… Que soy ateo…

Mariela le volvió a mirar… Y aquella expresión del rostro de él, aquella infinita maldad, aquella sádica crueldad de un momento antes, por puro ensalmo, había desaparecido quedando solo ese rostro que, de días atrás, lo cierto es que le inspiraba confianza; mucha confianza… ¿Algo más que confianza?... La verdad, no lo sabía…

Sólo que aquella tarde, cuando al salir del agua se sorprendió asiendo la mano de él, aunque de inmediato la soltó, como si le quemara, luego, ya en su casa, al recordar aquél momento, se sintió tranquila, relajada y casi feliz, por primera vez desde aquél infernal día…

También recordó que esa misma tarde, él la había hecho reír; reír de verdad, como antes de “aquello” reía… Y eso le preocupó. No podría decir el por qué, sólo eso, que le preocupó hasta notarse incómoda. Por eso se dijo que tal vez estuviera dando y, lo que era peor, tomándose demasiadas confianzas a aquél hombre que, en definitiva, sólo era un accidente en su vida. Y por eso, varió desde entonces las formas que, últimamente, estaban tomando sus visitas a aquél barrio.

Por fin, más tranquilizada ya, se volvió hacia Mauro 

  • Perdone esta “salida” mía… No sé a qué se debió… ¿Ir a su casa dice?... Bueno, la verdad es que no me apetece mucho… Pero, en fin, vayamos…

Aquella tarde bien puede decirse que estableció un antes y un después en las visitas de Mariela al barrio de pescadores, pues la impresión que la señora madre de Mauro dejó en ella fue de las que pocas veces se dan.

Y es que la buena señora era una viejecita verdaderamente deliciosa, por lo sencilla y tremendamente amable que era. Una auténtica alma bendita, con la que congenió al instante de conocerla. Es más, esa tarde se dio la casualidad de que, en contra de su inveterada costumbre, se le pasó el tiempo de tal manera que eran pasadas las siete y media de la tarde cuando se acordó de que debía volver a casa, algo más de una hora más tarde de lo que en ella era no ya habitual, sino que casi inapelable.

  • ¡Dios y cómo se me ha pasado el tiempo! ¡Ni darme cuenta de la hora en que vivo!... ¡Pobre niño mío, abandonadito de su madre a estas horas!

La buena viejecita que era la madre de Mauro, al punto saltó

  • ¡Ah! ¿Tiene usted un hijo, Dª Mariela?
  • Pues sí señora. Una ricura de hijo… Cuatro añitos, apenas
  • ¡Sí que debe ser guapete el chavalín!

Dª Manuela, la madre de Mauro, quedó como pensativa unos segundos, para enseguida decir

  • Y digo yo, estimada Dª Mariela. ¿Tendría muy a mal traernos una tarde a su hijito? Es que, ¿sabe?; a mí los niños me encantan, y, siendo usted tan guapa y tan buena, su niño debe ser un verdadero cromo
  • Sí que lo es, señora. Y sí; con gusto se lo traeré. Mañana mismo, si a usted bien le parece
  • ¡Pues cómo no me va aparecer bien! Mañana mismo, sí señora. Y muchas gracias, Dª Mariela
  • No hay de qué darlas, Dª Manuela.

Y según se volvía hacia la puerta, añadió

  • ¿Me acompaña usted hasta afuera, Mauro?
  • Desde luego, Mariela

Y los dos salieron a la calle, empezando a andarla en esa ligera cuesta arriba que hasta el final del barrio había. A poco de andar, preguntó Mariela

  • Mauro, dispense mi curiosidad, pero… ¿De verdad no sabía nada su madre de… Bueno, del niño
  • Nada en absoluto, se lo prometo… Y, mejor que no sepa lo que no hace ninguna falta que ella sepa…
  • Descuide Mauro

Siguieron andando calle arriba hasta que de nuevo ella comentó

  • Sí que es un alma bendita su madre… Me ha encantado… Y diría es muy religiosa… Tanto o más que yo…
  • Sí que lo es, Mariela; sí que lo es

Se volvió a hacer el silencio entre ellos, y siguió también la caminata cuesta arriba. Caminata que, en verdad, no era tanta, pues el inicio, o final de la calle, según se mire, no quedaba tan alejado de la casa de Mauro; doscientos, trescientos metros tal vez. Y ahora fue él el que habló

  • Seguro que la intriga cómo de tal madre pudo surgir tal hijo ¿verdad Mariela? (Ella no contestó, pero él continuó) Sí, ella me inculcó desde bien pequeño que fuera buen cristiano, pero, ¿sabe usted? mi vida ha sido muy dura. Mi padre fue minero y anarquista; murió en la mina y, a mis dieciséis años escasos, bajé a una mina y de mina en mina pasé hasta que empezó la guerra y me convertí en miliciano anarquista. En fin, que las convicciones religiosas hicieron agua desde mis veinte y muy pocos años.
  • Entonces… ¿Cómo se convirtió en técnico electricista?

Mauro se sonrió, antes de contestar

  • Pues, casi por casualidad. Mis iniciales saberes académicos no pasaban de leer, escribir, sumar, restar etc. Luego, mi militancia anarquista me llevó a los Ateneos Libertarios, donde logré una cultura bastante decente y algún conocimiento de electricidad, pues seguí un curso por puro “divertimento”. Luego, durante la guerra, por lo de saber algo de electricidad, me vi en el escalón de transmisiones de la unidad, es decir, el operador de radio y un servidor, como “técnico” reparador. Y aquí estoy, reparando aparatos eléctricos…

Los dos siguieron caminando, charlando de naderías más que de otra cosa, hasta que ante ellos apareció la casa de ella; un edificio de dos plantas de mediados-finales del siglo XIX, septuagenario ya, como poco, que claramente denotaba la filiación de sus moradores en la típica clase media de toda la vida, más bien acomodada, y de derechas y monárquica a machamartillo.

  • ¡Hay Señor! Se me fue el tiempo sin darme cuenta y mire lo lejos de su casa que estamos, Mauro. Perdone mi ligereza. Ande, vuélvase. ¡Que bastante le he hecho andar ya!
  • No se preocupe usted, Mariela; no tiene importancia… La acompañaré hasta la puerta de su casa…

Mariela no respondió; simplemente siguió andando. Simplemente siguieron andando los dos, pero en silencio ya este mínimo último trecho. Llegaron por fin al portón del domicilio de la mujer, donde se encararon uno y otra, para despedirse.

  • Bueno, pues ahora sí que parece que “se despide el duelo”.
  • Sí; así es, desde luego.

Dijo ella primero yrespondió él después. Mariela entonces tendió la mano a Mauro, en inequívoco gesto de despedida.

  • Hasta mañana Mauro…
  • Hasta mañana Mariela… ¿Traerá con usted al niño, verdad?...
  • Desde luego Mauro… No se preocupe
  • A eso de las cuatro y media, ¿verdad?
  • Sí. A eso de las cuatro y media…
  • Bueno, pues nada más. Hasta mañana, pues
  • Sí Mauro; hasta mañana…

Cuando aquella noche Mariela entró en su casa  dando un beso a sus padres se disculpó por su tardanza en volver, estos quedaron algo así como maravillados pues en su hija apreciaban algo parecido a una sonrisa. La primera casi sonrisa que veían en su hija al cabo de cinco larguísimos años…

Al día siguiente, poco más allá de las cuatro de la tarde, veinte y algún minutos antes de la media, Mariela, con su hijo en una sillita de paseo, se internaba, calle principal abajo, por el humilde barrio de pescadores, un tanto insegura por lo temprano de la hora, inseguridad que se desvaneció cuando, más bien asombrada, vio a Mauro esperando en el mismo lugar que a diario venía siendo habitual.

El estaba con la vista fija en el horizonte marino que delante suyo se extendía, por lo que ella le vio bastante antes de que él pudiera apercibirse de la femenina presencia, por lo que Mariela se llegó hasta él sin que Mauro se diera cuenta de tal cosa hasta que ella le saludó

  • Buenas tardes, Mauro

El hombre se volvió hacia ella, verdaderamente sorprendido de su presencia

  • Buenas tardes, Mariela. ¡Qué sorpresa! La verdad, no la esperaba tan pronto
  • ¡Ni yo que ya estuviera esperándome!
  • ¡Cómo no, mi muy estimada señora! Habitualmente salgo de casa al filo de las cuatro. ¡No está bien que una mujer espere a un hombre!... Debe ser el hombre quien, siempre, siempre, espere a la mujer…

Lo últimamente dicho, inopinadamente, sentó fatal a Mariela, de manera que, al instante, como si reaccionara a la dentellada de una víbora, y con el tono más frío, más gélido y cortante que le fue dado emplear, repuso

  • ¡Pongamos las cosas en claro, Mauro; por favor. Esto, el que yo acuda aquí cada tarde, en absoluto corresponde a una… C I T A (y aquí, el retintín que su voz adoptó, fue de padre y muy señor mío) entre un hombre y una mujer. Yo no acudo aquí por placer; no vengo a ninguna, C I T A, sino obligada. Obligada por un indecente chantaje… No lo olvide, por favor… Y venga, vayamos a su casa, que, la verdad, sí que me apetece ver a su señora madre… Ella sí que me cae bien… Es una gran mujer… Una gran persona…

Mauro no dijo nada; no repuso nada a aquella “filípica” que le cogió, por entero, más que desprevenido… Lo que menos podía esperarse, tal reacción, tales improperios que, seguro estaba, de no merecer… ¡Que el Diablo entienda a las mujeres!, se dijo para sí mismo, mientras echaba a andar tras de ella…

Porque, tan pronto Mariela cerró su boquita, que esta vez no había sido, precisamente, de “pitiminí”, echó a andar calle abajo en busca de la casa de esa viejecita adorable que era Dª Manuela, la madre de Mauro

Pero lo grande era que, ella misma, se preguntaba que a qué vinieron aquellas salidas de pata de banco; aquellas diatribas que acababa de soltarle a Mauro, que, verdaderamente, el buen hombre no se merecía. Para su propio descargo se decía: “¿Es que acaso no es el culpable de tu desgracia?” Y con tal aseveración se sentía justificada, pero, la verdad, no del todo.

Lo que  para ella no cabía duda, es que parecía increíble que él, Mauro, y aquella fiera, aquella bestia infrahumana, fueran la misma persona; el mismo hombre… Porque Mauro, el hombre que ella conocía era la absoluta negación de “aquello”.

Pues mauro era la donosura, la delicadeza, la ternura… La honradez misma hecha hombre. ¿Cómo podía tal dechado de hombría de bien ser el causante de su desgracia?... Imposible… Incomprensible… Pero así era, según su propia y espontánea confesión…

Puede que solo hubiera sido el odio de clases; ese veneno que las ideas políticas de la época, tan extremistas, tanto por la izquierda como por la derecha, fueran las verdaderas responsables, al hacer de un hombre honrado y hasta sensible una bestia carnicera, destructora al límite.

Pero que esa misma intrínseca honradez y sensibilidad, por finales, triunfara sobre la bestialidad inherente a los odios políticos que acaban haciéndose personales e identifican a la clase e ideario opuestos como la raíz de todo mal social, con lo que de tales mentes así manipuladas acaba por enseñorearse la idea de que extirpando de raíz de sobre la tierra tal clase social y sus conceptos político-sociales, personificado todo ello en los individuos, es lo correcto que debe hacerse.

En fin, que una vez más Mariela pasó la tarde en aquella humilde vivienda del humilde barrio de pescadores; y, además, si la tarde anterior salió tarde de la casucha de dos pisos, esta otra salió aún después, pues si la precedente abandonó el hogar de Mauro y su madre siendo bastante más las siete y media de la tarde que las en punto, en esta otra salió de la tal vivienda cuando por ligeros minutos habíanse ya quedado atrás las ocho; las veinte horas en definitiva

Y, como la tarde anterior, Mauro la acompañó no como antes hiciera hasta la entrada, a los efectos de entonces, salida, del que ya empezaba a ser para la distinguida señorita, entrañable barrio, sino que, sin que mediara protesta alguna de ella, hasta la mismísima puerta de la paterna mansión más que casa, donde se despidieron por fin con el consabido “Hasta mañana”

Y desde aquella tarde, el acudir Mariela cada vez menos puntual por su cada día mayores tempraneras, a la vespertina cita se hizo lo habitual. Y sí hecho aquello, por finales, CITA; aunque con quién, la madre o el hijo, en absoluto estaba claro para Mariela. Pero la cosa fue que cada día acudía antes y, también, de día en día, más alegre… Más contenta…

Y así sucedió, que no demasiados días después de aquél primero que por casa de Mauro apareciera con su hijo, una mañana, sobre las once, se presentó en tal vivienda con su niño hecho un sol de repeinadito y arregladito que lo llevaba.

Resultó que Mauro no estaba en casa, sino por el pueblo, solventando avisos de asistencia profesional a domicilio, lo que, de forma la mar de extraña, puso algo más de un adarme de frustración en el pecho de la muchacha.

Desde tal día, eso de presentarse de mañanita en la casa del barrio de pescadores, fue lo normal e inveterado, ya que, por extraño que pueda parecer, ella se sentía más a gusto, hasta más en su sitio allí, en aquella humilde morada, que en la suntuosa mansión paterna; pues el hogar de sus padres era más eso, mansión, que domicilio, por suntuoso que éste fuera.

Allí, en la casa de Mauro y su madre, en aquél más que humilde barrio, la verdad es que Mariela se encontraba a sus anchas. Vivía entre esa llana vecindad de hijos del pueblo, de gentes vulgares por corrientes, tal y como si entre tales gentes hubiera nacido, salido los dientes y, en definitiva, vivido desde siempre. Hizo amistades entre tal vecindad; mujeres de pescadores y humildes menestrales de oficios mayormente humildes, como el del propio Mauro, con las que departía sentada a la puerta de la casa, como ellas mismas y, cómo no, con la madre de Mauro, Dª Manuela, a su lado, a quien la muchacha llegó a querer de verdad.

Incluso llegó a pasar que, más de una tarde y más de dos, Dª Manuela quedaba en casa con el niño mientras Mariela y Mauro salían a pasear, por aquí y por allá, aunque, mayormente, por la playa y las orillas del mar, aunque fueran peñas encrespadas cayendo casi en vertical al bravío mar Cantábrico

Este gusto por acercarse al mar se centuplicaba cuando había marejada en el mar, con las olas, crecidas hasta agigantarse, rompiendo en las rocas mutadas en someros acantilados, hasta mojar bien remojadas las ropas de Mariela y Mauro.

Así iban discurriendo los días, y tras ellos el fin de los treinta que de plazo Mauro impusiera a Mariela para firmarle aquella tan amplia autorización para desplazarse como bien le pareciera, con lo que, de facto, renunciaba a todo control sobre la que era su mujer, su esposa, a todo efecto legal.

Pero sucedió que, sorprendentemente, ella no sólo no reclamó tal cosa sino que, sin decir ni palabra al respecto, ella siguió acudiendo cada mañana a aquella casa de gente trabajadora.

Item más, pues paulatinamente la hora de dejar a Mauro y a su madre se fue constantemente retrasando, hasta acabar por llegar a la puerta de la paterna casa, siempre bajo la solícita escolta de Mauro, a las nueve de la noche, las nueve y media y, ¡lo nunca visto por aquellos días, hasta las diez de la noche!

Incluso un día, muy especial pues, a saber por qué motivo, a Mariela le resultaba más difícil que nunca eso de separarse de aquellas dos personas que, sin duda alguna, tan hondamente se le metieran dentro de sí misma, acabó llegando a la paterna mansión hasta más allá de las diez de la noche… Vamos, ¡lo nunca visto, hasta entonces, por aquellos lares!

Todo iba por tales derroteros de plácida tranquilidad hasta que ocurrió lo que, en principio, fue una catástrofe. Ello fue que una mañana, cuando ella, como tantas y tantas anteriores, llegó a la casita de Mauro y su madre, se la encontró toda revuelta, con ni se sabe cuántos vecinos del barrio dentro, aunque más apropiado sería decir vecinas, hasta con sus “churumbeles”(3) a cuestas. Y a la buena mujer que era Dª Manuela, la madre de Mauro, llorando a lágrima viva.

  • ¡Ay señorita Mariela, qué desgracia más grande! ¡Qué desgracia! Anoche, señorita, anoche los “ceviles” (la Guardia Civil) se llevaron a mi Mauro… ¡Dicen que ha “asesinao” a un hombre!... Bueno, hace años… Cuando lo de la revolución del 36…

Mariola se quedó sin sangre en las venas al escuchar eso. ¡Mauro, detenido por la Guardia Civil!... Seguro que por “aquello”… La impresión por la noticia la dejó clavada en el sitio, sin poder reaccionar; pero aquello duró poco, breves instantes no más, pues casi al momento se rehízo, diciéndose que no era hora de lamentar nada, menos de llorar como Dª Manuela hacía, sino de actuar.

De manera que, en instantes como aquél que dice, confió su hijo a Dª Manuela y otras vecinas, ya amigas de ella, y, con resolución en verdad admirable, se echó a la calle, volando más que corriendo, al cuartelillo.

Allí se encontró con el sargento comandante del puesto, un “civilón” más que típico, con una cara de bestia y un talante de un agresivo que para qué las prisas de todo lo cual, sin demasiado esfuerzo, podían presumirse las peores “pulgas” del universo mundo. 

Pero la señorita Mariola y, cómo no, su señor padre, eran sobradamente conocidos y respetados no ya en el pueblo, sino en toda la comarca, lo que hizo que aquél guardia se tragara sus ganas de fastidiar a quién, a fin de cuentas, venía a interesarse por tamaño individuo, un maldito rojo y, de propina, posible asesino, con lo que podría decirse que hasta una cierta gentileza usó al tratar con Mariela, lo que tampoco llegó al extremo de que, ni tan siquiera, dejara que la mujer viera al detenido, pues estaba incomunicado, sin poder recibir visitas ni de sus más íntimos familiares, al estar, todavía, bajo interrogatorio.

Cuando Mariela escuchó aquello, sintió como si una especie de sudor frío le recorriera el cuerpo a través de la espina dorsal, pues bien sabía lo que los “hábiles interrogatorios” solían conllevar: Monumentales palizas, en el mejor de los casos, para hacer que el detenido “cantara hasta en inglés”, según la jerga policíaca de antaño, con lo que se imaginó al pobre Mauro sangrando hasta por la boca y más que molido a palos.

Suplicó, intercedió… Hasta intentó exculparle declarando al guardia civil que su violación no había sido tal, pues si Mauro le puso la mano encima aquél día de cinco años atrás, fue con su entero consentimiento: El mozo la había gustado tanto que, de mil amores, se prestó a lo que él quería de ella. Y que con ella estaba cuando su entonces novio fue asesinado.

Pero de nada le sirvió, pues, según aquél suboficial, aunque todo cuanto ella dijera fuera cierto, y no veía por qué no habría de serlo, de la acusación de asesinato no podría librarse, ya que, al ser parte del grupo que disparó y asesinó a su novio, no importaba que él, personalmente, no hubiera disparado, ya que el hecho alcanzaba a cuantos formaran parte de aquél grupo de milicianos.

Pero resulta que no fue eso lo único que le dijo el guardia civil, sino algo más; algo que la descolocó por completo: Que el detenido juraba y perjuraba que por aquellas fechas, veinte y muy pocos días de Julio de 1936, él estaba rumbo a Madrid, encuadrado en la primera columna de milicianos que salió de Oviedo el mismo día 18 de Julio para incorporarse a la defensa de la capital de España.

Como es natural, aquella tan inesperada noticia le pareció increíble pues, con toda lógica se decía que a qué la autoinculpación ante ella, precisamente, de su propia violación… Eso, desde luego, no tenía sentido alguno. Así que, en vista de que allí, en el cuartelillo, ya nada tenía que hacer, casi tan volando como allá fuera, regresó a la casa de Mauro y su madre y, nada más llegar, con terminante determinación inquirió a la ya más que nada anciana mujer sobre la veracidad de lo que en el cuartelillo le dijeran   

  • ¡Pues claro que es cierto, señorita Mariela! ¿Es que acaso usted no lo sabía?
  • No, Dª Manuela; no lo sabía… Creía que ustedes eran de aquí, del pueblo, y que aquí estaban en Julio del 36
  • Pues no señorita. Asturianos sí que somos, y de pura cepa, pero de la cuenca minera, del concejo de Mieres, al ladito mismo de Oviedo. Y sí señorita que mi Mauro partió con los mineros que el 18 de Julio del 36 salieron para la capital, a defenderla de los fascistas. Yo misma le despedí en la estación… Y, con un miedo señorita… Figúrese; se me iba a la guerra…

Mariela no necesitó nada más, pues de la veracidad de la inocencia de Mauro no le cabía duda alguna. Y eso era lo importante, saberle inocente… Ya habría tiempo para que él mismo le explicara el por qué de su incomprensible actitud auto inculpándose…

Tomó al niño y regresó a casa. Tenía que serenarse y pensar con claridad; con frialdad pues. Entró en casa y, tan pronto la vieron, sus padres se alarmaron a su vista, aunque nada le dijeron. El rostro de su hija, aunque todavía no mostraba aquellos rasgos, aquellos rictus de mucha más amargura que tristeza de no hacía tantos días, sí que mostraba un semblante que, de puro serio, nada bueno auguraba.

En fin, que de ella había desaparecido esa sensación de tranquila placidez, trocada no pocas veces en casi riente alegría, que tanto les complacía, de aquellos próximos días transcurridos; más o menos, casi los mismos que la muchacha llevaba metida en la casa de aquél hombre que un día surgiera ente ellos, como caído del cielo, para convertirse, en un suspiro de tiempo, como quien dice, en el improvisado marido de Mariela.

Y no es que aquella situación de tan íntima relación entre su hija y aquél desconocido, del que nada se sabía excepto que, indudablemente, era un pobre y simple obrero, les agradara, pero, cuando menos, parecía estar devolviendo a su hija la alegría, las ganas de vivir… Y eso, al final, y a pesar de todos los pesares era lo más importante…

Mariela pasó por la estancia donde sus padres estaban sin apenas detenerse, lo justo e imprescindible para saludarles y besarles, sin en absoluto detenerse a hablar o departir con ellos. Siguió pues, casi a paso de carga, hasta sus habitaciones; sí, habitaciones, pues allí disponía de salita, dormitorio y baño completo. Sin detenerse en la sala, pasó directamente al dormitorio, seguida de su aya Joaquina que, nada más llegó su niña a la casa, se pegó a ella para servirla en lo que fuera menester. Ya en la alcoba, Mariela dio el niño a la aya

  •  Por favor, tía Joaquina, (La “niña” daba este cariñoso tratamiento familiar a su aya Joaquina)(4) Hazte cargo del niño; de verdad que  estoy agotada…

La “tía” Joaquina tomó en sus brazos al pequeño, disponiéndose a bañarle, mientras su “niña” se sentaba en la cama para enseguida reclinarse hacia atrás, acabando por tenderse, boca arriba, sobre el lecho. Así pasó los minutos, no pocos que el aya tardó en bañar al infante, ayudada por abuela, la madre de Mariela, que en silencio llegó al dormitorio de su hija casi que detrás de ella y la “tía” Joaquina.

La abuela del niño y el aya vistieron al casi bebé todavía mientras su madre, Mariela, exclamaba

  • La Guardia Civil ha detenido a Mauro. Le acusan de asesinar al pobre José Ignacio… Y de violarme a mí, claro… Pero ahora sé que todo es falso; que Mauro es inocente; que no fue él; que, materialmente, no pudo ser… Aquél día ni en Asturias estaba… No lo entiendo…

Las dos mujeres, madre y aya, se volvieron al instante hacia ella, olvidando de momento al niño. La tía Joaquina con los ojos muy abiertos pero sin decir palabra; la madre de Mariela, en cambio, dijo

  • Pero… ¿Quién es ese Mauro?... ¿El hombre al que vas a ver, que te pasas los días enteros en su casa?

Y, por finales, aquél fue el día de los grandes descubrimientos, los inimaginados conocimientos. La señora madre de Mariela supo que sí, que el tal Mauro detenido por la Guardia Civil era ese hombre al que la muchacha diariamente iba a ver, pero también el hombre con el que se casara semanas atrás aunque, esa sí, sin ningún ánimo de que tal matrimonio llegara nunca a consumarse, sino con la vista fija en que, de facto, quedara disuelto casi al mismo tiempo de celebrarse, ya que por ley sería imposible por demasiadas décadas.

Pero también supo la noble señora que, cuando su hija se casó con tal sujeto, estaba segura de que ese hombre era, ni más ni menos el que causara su desgracia violándola salvajemente cinco años atrás. Y claro, en su mente no cabía que su hijita se casara con tal individuo: Un odiado rojo, para empezar, y, por añadidura, brutal violador. No; eso, para la buena señora, era algo por demás incomprensible.

Mariela, con fogosa insistencia, se esforzaba en demostrar que ese hombre no era el mismo que fraguó su desgracia. La tía Joaquina, a todo esto, callaba empecinadamente, pero la madre no cesaba de hacer preguntas

  • ¿Y, por qué te dice que es quien te violó, si en verdad no lo hizo?... No tiene lógica…
  • No; no la tiene… Tampoco yo lo entiendo… Ni siquiera me conocía… Tampoco me explico por qué le ha detenido la Guardia Civil… ¿En qué se ha podido basar para detenerle?... ¿Cómo surgió la acusación, si sólo se fundamenta en una falsedad?... ¿Una venganza personal?... Tampoco tiene sentido… Ni él ni su madre son de por aquí… Vinieron hace casi menos de un año… Al año, ya cumplido, del fin de la guerra… Y nadie les conocía por aquí de antes…

Mariela quedó un tiempo en silencio, como pensando o meditando. Ya no estaba tendida en el lecho, sino sentada al borde de la cama. Luego, en un momento dado, al rato de estar pensando, se volvió hacia la “tía” Joaquina. Clavó en ella los ojos, por entero escrutadores, para decir, con voz por entero neutra, glacial casi, y bastante más queda que alta  

  • Tía; sólo usted sabe lo que Mauro me dijo; que él era quien me violó, y por ende, el padre de mi hijo… Nadie, más que tú y yo sabía lo que él me dijo… Y él mismo, claro está…

La buena mujer que la “tía” Joaquina era, no pudo aguantar más y rompió a llorar llena de dolor, de amargura

  • ¡Perdóname, mi niña!... ¡Lo hice por tu bien!... ¡Tú le estabas metiendo demasiado en tu vida!... O tú te estabas metiendo demasiado en la de él… Y mira lo que era… ¡Un rojo asesino y, además, violador!... ¡Una fiera humana, sólo merecedora del “garrote vil”!(5)... ¿Podía yo consentir eso?... Lo siento, mi niña; lo siento… Puede que me haya equivocado, que no lo creo, pues de él no me fío, pero yo sólo quise protegerte, mi niña…

Mariela, al instante, pensó que con acusaciones seguidas de justificaciones, realmente, nada práctico obtendría, pues lo que se debía hacer en aquellos momentos era encontrar testimonios sólidos, patentes, que demostraran la inocencia de Mauro, pues en la imparcialidad de la justicia en aquellos momentos, tan mediatizados por más que recientes odios; más que recientes tragedias, más bien que confiaba poco.

Así, deducía que ni la Guardia Civil ni siquiera la policía, si es que a sus instancias llegaba el caso, menos los fiscales acusadores, se molestarían lo más mínimo en comprobar la veracidad de las explicaciones de Mauro. Para todos ellos, él sólo sería un maldito rojo, hijo de tal, tratando de confundirles con infundios; vamos, que lo determinante sería la acusación vertida contra él que, por su mismo carácter anti rojo, no necesitaba de confirmación alguna para ser tan veraz como el Evangelio.

Luego había que moverse, y con presteza, para reunir las suficientes pruebas, comprobadas además, que pusieran a Mauro en libertad; y, a ser posible, antes de que saliera del pueblo, del puesto de la Guardia Civil, al pasar a disposición judicial.

Y, lógico, ella pensó que quien mejor podría ayudarla era su propio padre, hombre conocido y respetado en toda la comarca por su profesión, médico, el único de verdad entre todos aquellos contornos. Además, siempre fue magnánimo con quien le necesitó, atendiendo a todo el mundo sin antes demandar sus honorarios. Estos, luego, si el paciente disponía de los suficientes posibles, los cobraba, pero de no ser así, se conformaba con algunos huevos, algún pollo o gallina, alguna cántara de leche… O, simplemente, una buena taza de caldo que le entonara para el camino de vuelta

La pobre Mariela, como era de esperar, no se libró del inicial “rapapolvo”, por aquello de haberse metido en “camisas de once varas” sin necesidad alguna, al implicarse tanto con aquella gente, pero claro, al final “pasó por el aro”, metiéndose en él hasta el corvejón.

Aquella misma tarde se puso en contacto con amigos, colegas de aquella región de Mieres, a fin de que recabaran información sobre un tal Mauro Estévez, en especial relacionadas con los días dieciocho a veintitrés de Julio del 36, y él mismo, aquella misma tarde, se puso en camino hacia allá, a ver qué podía sacar en claro.

A la mañana siguiente, bien tempranito, Mariela estaba de nuevo en el puesto de la Guardia Civil, y creyó fallecer, pero de alegría, pues aquél sargento “cevilón”, que a Mariela le pareciera un verdadero cafre, les dijo que, lo más seguro, aquella misma tarde el detenido podría salir en libertad; casi seguro que, a más tardar, en la mañana siguiente.

Resultó que aquél rudo ”cevilón” tenía algún sentido de la justicia y, aunque no cejó en el “hábil interrogatorio”, que llenó de “cardenales” al “rogelio” interrogado, sólo que de los que “a ninguno llaman señoría”, cual dijera “El Buscón Don Pablos”, también tuvo la gentileza de llamar a la comandancia de la Guardia Civil de Mieres solicitando informes de Mauro Estévez.

Y hubo la buena suerte de que en la misma tarde anterior, eso sí, cuando era ya más noche que tarde, llegaron los primeros informes de Mieres, confirmando que el susodicho Estévez, efectivamente, era natural de una de las parroquias del municipio y vecino de la misma hasta, al menos, el 18-19 de Julio del 36.

Item más; lo más probable, según tales informes, era que el día 18 o tal vez el 19, partiera hacia Madrid por vía férrea, con una de las columnas milicianas de mineros. Esperaban poder confirmar este aserto por la mañana o a la tarde.

En  fin, que mediada ya la mañana Mariela pudo ver a Mauro en el mismo calabozo que ocupaba. Tan pronto le tuvo delante, pudiéndole ver a sus anchas, el corazón de Mariela, de un salto, se le subió a la garganta; y es que las huellas del “hábil interrogatorio” estaban bien patentes en el rostro y hasta en la ropa del detenido, en forma de verdugones, moratones y restos sanguinolentos, cuando no de pellas de sangre, resaca ya, por aquí y por allá.

  • ¿Cómo te encuentras?... Fue duro, ¿verdad?
  • ¡Bah!... Bien; estoy bien… ¿El “interrogatorio”?…Lo normal... Nada en especial… Casi peor fue en otras ocasiones…

La muchacha se sentó donde únicamente se podía, un altillo o poyete adosado a la pared del fondo del cuchitril y encajonado entre las dos paredes laterales, con una mugrienta colchoneta enrollada y apoyada a uno de los laterales: La “cama” donde los ocupantes de la celda dormían.

Él también se sentó al lado de ella, tomándola de la mano, a lo que Mariela no opuso objeción alguna; se mantuvieron así los dos un rato, enlazados por esas manos, mirándose de vez en cuando, y en silencio. Al fin ella habló

  • ¿Por qué me mentiste? ¿Por qué me dijiste que eras tú… aquél ser odioso?... ¿Por qué te acusaste ante de mí de lo que eras inocente?

Mauro permaneció algún minuto más en silencio; mirando al suelo, como si meditara o buscara las más adecuadas palabras con que responder a la mujer que junto a él se sentaba sobre la dura superficie de cascote y ladrillo, unido a ella por la mano que sujetaba la de la mujer

  • Porque la vi llorar. La primera vez fue estando yo en el camarín de la Virgen, detrás de la imagen, reparando unos fallos en la iluminación de la capilla. Entonces llegó usted; se postró ante la Virgen, llorando y contándole sus desgracias… Su imagen desolada, la soledad y tristeza que irradiaba me impresionaron como nada ni nadie antes lo hiciera… Y su belleza… Esa belleza limpia, angelical, que trasluce todo un universo de dulzura… De ternura…

Mauro calló unos instantes; soltó la mano de ella para extraer tabaco de un bolsillo y, con hábiles dedos, liarse un cigarrillo. Lo encendió, aspiró el humo, lo expelió en livianos circulitos más o menos blanquiazules que ascendieron hacia el techo, para seguidamente proseguir

  • Luego, a lo largo de días y días, seguí acudiendo a ese camarín para, desde el más absoluto anonimato, seguir contemplándola día tras día, cada uno que usted allí volvía… hasta que sentí la imperiosa necesidad de acercarme a usted… De hablarle… De tenerla cerca de mí… De admirarla día a día…

Mauro calló y su vista volvió a fijarse en el suelo, incapaz de mirar a Mariela a la cara. Acabó así el pitillo que tiró al suelo, aplastándolo con la puntera de la alpargata, desprovista, claro está, de cordones. Luego, y sin tampoco mirarla, siguió hablando

  • Perdóneme Mariela… Sé que no debí hacerlo. Que, tan pronto usted me aceptó por marido y el matrimonio se refrendó en ambos Registros, Civil y Eclesiástico, debí separarme de usted; salir de su vida tras firmarle la amplia autorización marital que usted deseaba… Pero fui incapaz Mariela; se lo prometo; se lo juro si así lo prefiere… No podía separarme de usted… No podía dejar de verla… De contemplarla cada día… De admirarla cada tarde…

Nuevo silencio, para demandar un nuevo cigarrillo. La tremenda tensión que le atosigaba era algo más que patente  

  • En fin, Mariela. Acabemos esto; lo que nunca debió haber comenzado. Pierda usted cuidado; la dejaré libre; le suscribiré, ante notario, esa tan por usted anhelada autorización. Si, como el sargento me informara esta mañana, salgo en libertad, tan pronto me vea en la calle; y si así no es, tan pronto ingrese en prisión pediré la presencia de un notario. Ahora, márchese Mariela… Se lo ruego, por favor…

La muchacha le miró largamente. Luego, le dio la mano, despidiéndose hasta la mañana siguiente, si es que esa tarde no salía en libertad, caso éste en el que iría ella misma a acompañarle hasta su casa al salir. Él le rehusó esto, pues no tendría objeto ni razón, pero ella, con un terminante “Hasta mañana”, salió del calabozo

El resto del día transcurrió sin novedad, en una desesperante espera de noticias procedentes de Mieres, que no llegaron. Mariela, cuando abandonó el puesto de la Guardia Civil en el pueblo, corrió al barrio, a la casa de Mauro, donde pasó el resto del día en compañía de Dª Manuela, llorando la madre del detenido y rezando ambas, al tiempo que la muchacha trataba de consolar a aquella adorable viejecita

A la mañana siguiente, principio del tercer día que Mauro permanecía detenido e inicio de la cuenta atrás que agotaría las setenta y dos horas, máximo que la policía o Guardia Civil puede mantener a un detenido sin ponerlo a disposición judicial, plazo que vencería entre las seis y media y las siete de la tarde, Mariela y Dª Manuela estaban de nuevo en el cuartelillo.

Ese día, les sargento jefe del puesto les permitió estar con el detenido algo más de dos horas, y en un cuarto más o menos aseado de la planta, no en el sótano de los calabozos. Madre e hijo se besaron y lloraron hasta que no les quedó lágrima que verter ni besos que darse. Luego se desarrolló una conversación banal en su conjunto entre ellos, aunque el peso oratorio lo llevara, en especial, Mauro, y en la que Mariela apenas si intervino, aunque envolvía a los dos, madre e hijo, en una más que tierna y cariñosa mirada

El día fue transcurriendo con interminable lentitud, las dos mujeres sin quererse mover del cuartelillo, esperando noticias del puesto de Mieres, aunque con más desesperanza que otra cosa, según las horas pasaban y las noticias que podían suponer la libertad de Mauro, no llegaban

Así llegó el mediodía, ya las horas de la tarde sin que noticia alguna aclarara el horizonte del detenido que, según el tiempo pasaba se hacía más y más negro. Se hicieron las seis de la tarde, y el sargento comandante del puesto se impacientaba más y más. Luego llegaron también las seis y media que, enseguida, quedaron atrás en el tiempo.

Entonces, a poco de las seis y media, el sargento tiró por fin la toalla, ordenando cerrar el atestado de la denuncia recibida y que se preparara el traslado del detenido, para ponerle a disposición del correspondiente juez militar auditor. Entonces, la madre de Mauro, Dª Manuela, rompió a llorar con verdadera desesperación, mientras Mariela quedaba lívida; más blanca que la más encalada pared.

Pero también fue entonces cuando la pesadilla que la injusta denuncia de la “tía” Joaquina formara, empezó a desvanecerse, cuando un guardia llegó, a toda prisa hasta el sargento

  •  ¡Mi sargento, mi sargento!... ¡Un mensaje urgente de la Comandancia de Oviedo!

Puede que llegaran a dos las zancadas que el sargento diera para arrancar más que tomar el papel con el mensaje de las manos del número de la Guardia Civil, para seguidamente más embutírselo que leerlo.

  • ¡Se acabó por fin, señoras! ¡Suban al detenido! ¡Sale en libertad!

Dª Manuela ahora sí que rompió a llorar, pero de insuperable alegría, mientras Mariela no sabía si reír o llorar, de lo emocionada que estaba.

El mensaje decía que en la Comandancia de la Guardia Civil de Oviedo se había presentado un sujeto que declaró, por propia iniciativa y para que constara en el puesto de la Benemérita de este pueblo, que el 19 de Julio de 1936 el d3clarante, mozo de equipajes en la estación de Oviedo entonces, estuvo conversando personalmente con el llamado Mauro Estévez, paisano del declarante, hasta que el Mauro Estévez subió al tren que, momentos después, partió hacia Madrid con una columna de milicianos.

Y lo grande de esta declaración era que el testigo fue uno de los defensores de la ciudad de Oviedo ante los ataques de las milicias frentepopulistas, por lo que la credibilidad de su declaración estaba fuera toda duda

Los tres salieron, por fin a la calle, con el alma rebosante de alegría. Juntos fueron hasta la sencilla casa del barrio de pescadores. Una vez allí, Mauro hizo intención de acompañar a Mariela a su casa, pero ella se negó. Es más, bajando un tanto la voz, que sonó además con un tono la mar de raro en ella, hasta casi decirse que sensual, y con un brillo en su mirada, amén de ser también la expresión de la sonrisa de sus labios, de lo más pícara y juguetona, dijo a Mauro

  • Marido, ¿no te parece que me debes algo?... Por ejemplo, mi noche de bodas…..

FIN DEL RELATO

 

NOTAS AL TEXTO

  1. Darles el “paseo” o “pasearles” era como, con bestial ironía, se decía de aquellos infelices sacados de sus casas o de las cárceles para asesinarlos; y ello, lo mismo en uno que en otro bando contendiente. Era el odio fratricida, que suele ser el más vesánico, el más cruel, pues en él cristalizan odios y rencores personales, que muchísimas veces nada tienen que ver con los odios de tipo políticamente sectario y, por demás, viscerales. Y es que, a veces, no hay odios más encarnizados que los que surgen en el seno de una misma familia, el odio que puede surgir entre dos hermanos de sangre.
  2. Suele o, al menos, solía decirse en España para referirse a la exacta puntualidad. De siempre eso, ser puntual a las personales citas, al trabajo y demás, no fue el fuerte en el español, un ser de arcaico individualismo y poquísimo amigo de someterse a normas o reglas. Vamos, el individuo antípoda del germano y, por ende, del anglosajón. Sólo una cosa solía ser por entero puntual: El inicio de las corridas de toros, que lo normal era que comenzaran a la hora en punto anunciada en los carteles. El presidente está continuamente pendiente de su reloj, concordante con la exacta hora nacional, y cuando las manecillas marcan la hora justa, saca el pañuelo blanco marcando el inicio del espectáculo
  3. Para quien no lo sepa, lector/a no español mayormente, este término es sinónimo de niño/niña en “caló”, una jerga propia de la española nación gitana y, por extensión, de la población española de “Rompe y Rasga”, es decir, mayormente, carcelaria… ¿Por qué? Pues palabra que más bien no lo sé. Puede que por aquello de que las gentes de tal etnia, desde antañón recuerdo, sean conspicuos “clientes” del sistema carcelario español. Al efecto, recuerdo una conversación mantenida por unas mujeres “calés” (gitanas) viajando cerca de mí en un autobús, en un tiempo ya más que lejano: “Los buenos amigos se ven en los malos momentos, cuando estás en el hospital o en la cárcel”
  4. Aya/Ayo, según el Diccionario de la RAE: Persona encargada, en las casas principales, de custodiar niños y jóvenes, cuidando también de su crianza y educación. Real Academia Española de la Lengua 
  5. El “Garrote Vil” era la forma legal de ejecutar la pena de muerte en España. El método venía siendo utilizado desde 1820, conviviendo con la horca, pero en Abril de 1832, un Real Decreto del rey español Fernando VII prohíbe y deja abolida la muerte en la horca, por demasiado inhumana, instituyen la muerte en “garrote vil” como única forma de ejecución mortal “en todos mis dominios”, como reza el texto original.  

NOTA DEL AUTOR

Escribir este relato para mí ha tenido un significado especial, ya que el autor, la persona que se oculta bajo el seudónimo de HANIBALBARCA, es hijo de aquellas dos Españas que a muerte se enfrentaron en aquella ”incivil” guerra que desangró España

En efecto; mi padre era un “rojo”, como Mauro, y mi madre una “fascista”, como Mariela. Y si, en principio al menos, entre Mariela y Mauro hay un cadaver, el del novio de ella, entre mi padre y mi madre también había uno: El de mi tío Gerardo, asesinado en Cartagena porlos que perdieron la guerra. Pero el amor entre mi padre y mi madre pudo más que aquél odio desatado, casi que de especie, que tanto daño, tanta sangre y tanto dolor causó a mi más que querida España. El amor que, por finales, también triunfa en este relato.

Mi padre se fue antes que mi madre, pero ella le siguió en no demasiado tiempo, pues sin su marido no se encontraba a sí misma. Y me digo: ¿Ante ese amor, qué representa ese otro, tan loado actualmente, basado en el simple sexo? ¿Qué representa ese amor tan en boga también, "que se rompe de tanto usarlo" como una canción de la Jurado decía en tiempos, a los pocos años, a veces hasta pocos meses, de "estrenarlo"?

En mi perfil digo ue quiero escribir, cantar también diría, al amor que se mantiene de por vida, como mis padres mantuvieron el suyo mientras vivieron. Creo quwe estará bastante claro para todos vosotros, las/los que os molestáis en leerme el por qué de mi tesitura.

Que os haya gustado, es lo que deseo y quisiera. Y i me calificáis el relato, y no digo si, además, me enviais algún comentario al respecto, pues no veáis lo que lo celebraré y, sobre todo, os lo agradeceré.

HASTA SIEMPRE, AMIGAS/AMIGOS  

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