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Hanna müller.- capítulo 2º

en Erotismo y Amor

CAPÍTULO IIº

Desde aquella noche Hanna se constituyó en amante fija de Jim Clayton. En su amante, no en su novia… Mucho menos en su mujer…su esposa. Fue una relación un tanto rara… Peculiar… Lo fundamental, lo básico de aquella unión era el sexo… El sexo puro y duro… El sexo por el propio sexo. Pero tampoco tal relación estaba huera de sentimientos. Para empezar, Jim amaba con toda su alma a Hanna. La deseaba también, pero más porque el amor implica deseo, relación sexual, como la cima, el cenit del amor al plasmarse, materializarse, en el hecho sexual. El sexo en este caso no es sino la absoluta exaltación del amor convertido en divina materia tangible…

Pero por parte de Hanna no era así. Ella, sin duda alguna, quería a Jim, y mucho; muchísimo, pero sin amarle. Jim para Hanna era un ser queridísimo, entrañable, pero no era su amor. ¿Su hombre?... En cierto modo, aunque mejor sería decir su macho. Cuando se acostaba con él en ella se conjugaba  una dualidad muy “sui géneris”, pues por una parte en ella había sentimiento pero no amor; era esa suerte de cariño que la profunda, íntima, amistad genera, que hace que nos sintamos muy unidos al amigo entrañable; pero también Hanna, en tal trance, se convertía en primitiva hembra en celo junto a un macho reproductor de su misma especie, por lo que se mostraba sedienta de sexo, sexo y sexo… Sin más complicaciones. Esa facultad de simplemente copular, prescindiendo de todo sentimiento humano, era absolutamente nueva en ella. ¿Quiere esto decir que para entonces Hanna copularía con cualquier otro hombre?... En modo alguno. Eso funcionaba sólo en mor a la dualidad que en Hanna se daba al entregarse a Jim Clayton, de modo que con ningún otro macho humano funcionaría, ya que faltaba lo que le permitía iniciar la relación sexual con Jim: El cariño que como persona, que no como mujer, le profesaba.

Aquella primera noche con Jim la pasaron en un hostal; uno de esos establecimientos hoteleros que sólo alquilan habitaciones, con desayuno incluido en el precio de la habitación, comiendo y cenando por su cuenta, en cualquier sitio de los alrededores que servían comidas, aunque el almuerzo era del tipo americano, sándwich y más sándwich, con algo de zumo de frutas o la omnipresente Coca Cola que, por cierto, a Hanna le entusiasmaba, para pasarlos por la garganta. Una verdadera “Luna de Miel” pues de la habitación salían lo justo para reponer fuerzas y luego volver al “tajo”. Pero todas las “Lunas de Miel” algún día se acaban, y la de Hanna y Jim no fue ninguna excepción a la regla, de modo que transcurridos aquellos ocho o diez días Hanna dijo que seguir gastando dinero en habitaciones teniendo a su disposición la de ella en casa de su madre, con cama de matrimonio incluso, era una solemne tontería, con lo que la pareja acabó por asentarse en la casa materna de Hanna tan ricamente.

Para Hanna la vida que inició junto a Jim más plácida no podía ser. La “luna de miel” disfrutada junto a él le sentó de maravilla. La noche que partió en su busca, deseando, necesitando ser amada, lo hizo con el alma destrozada, sangrante, por la noticia de la muerte de Herman… Un poco irracional eso de ir en busca del americano precisamente entonces, cuando acababa de saber que su marido ya no existía, pero eso tenía su explicación: A pesar de decirle a Jim que necesitaba acostarse con él, lo cierto es que no buscaba sexo, sino amor. Un corazón, un pecho amoroso en el que enjugar sus lágrimas… En el que  poder consolar su tremendo dolor… Pero también, no nos engañemos, el vértigo, el aquelarre embriagador del sexo más salvaje… Hundirse en el desenfreno sin límites del sexo también la ayudó, la ayudaba, para acallar su inmenso dolor; narcotizarlo, drogarlo, para que durmiera y la dejara en paz. Fue, para ella, como un electroshock que limpiara su mente de ezquizofrenias del pasado. Todo desapareció, porque ella necesitaba, quería, que desapareciera.

¿Logró, de verdad, desterrar el pasado de su mente?... Pues en parte sí, en parte no. Antes, cuando aún en ella anidaba la fe ciega en el regreso de Herman, su recuerdo no se apartaba de ella ni un segundo, como aquél que dice. En las cosas más fútiles de la vida, cuando paseaba, compraba, entraba en un café, cocinaba… Hasta trabajando en el “Moonlight”, la sombra de él se mantenía, perenne, en su interior, rodeada por el aura de felicidad que el firme convencimiento de su vuelta a ella le daba. Esa seguridad a prueba de bombas en la suma felicidad de cuando Herman volviera había sido su sostén, la razón para mantenerse viva contra viento y marea. Por eso había podido soportar y superar las violaciones, el plegarse al derecho de pernada impuesto por aquél abominable oficial ruso “manu militari”… Hasta el intrínseco asco que, realmente, le causaba tener que sonreír, bailar, con los clientes del “Moonlight” lo aguantó por eso, su plena confianza en la vuelta de Herman. Para ella, cuando por fin él regresara a ella, todo lo malo, lo sucio, lo rastrero, se acabaría y ante ella solo habría un Universo de dichas sin cuento  

Pero cuando esa esperanza, esa razón de vivir se esfumó al saber que él llevaba ya seis años muerto, lo que antes fuera su razón para vivir, su recuerdo, se trocó en razón para morir; para desear no vivir. El shock fue tan tremendo que hizo una huida hacia adelante, decidiéndose a ir en busca de Jim, para en él encontrar bálsamo a su alma destrozada mucho más que herida. Fue algo semejante al ratón que se queda paralizado por el terror ante la cobra lista a atacarle; así, ella se quedó inerme ante la víbora que entonces era para ella la vida. Y su reacción ante la “víbora” estuvo marcada por el terror; el terror ante el vacío de su vida, huérfana ya del sostén que la ciega confianza en el regreso de su marido a ella tras saber de su muerte. Y quiso borrar, de un plumazo, el recuerdo de él que la empujaba a la muerte.

Eso fue un verdadero acierto por su parte, pues Jim la rodeó de cariño, de ternura inmensa, acogiéndola amoroso en su pecho, donde ella se reclinaba en busca de abrigo ante la intemperie en que su vida quedó tras la fatal noticia. Y en consecuencia, Hanna pudo ir recuperando, poco a poco, día a día, la tranquilidad, el sosiego… La paz de su espíritu. Y empezó a ser, si no feliz, sí dichosa. Casi a diario Jim buscaba satisfacer en ella su pasional amor y Hanna lo recibía del mejor modo, si no amorosa, sí toda ella cariñosa, para, enseguida, también arder ella en arrebato de pura pasión, pues Hanna precisamente de piedra o palo no era y él, con sus caricias, con su delicada atención a las más erógenas zonas de su femenino organismo, hacía que Hanna respondiera como verdadera hembra en celo, loca por copular con él, que no amarle.

Una mañana de inicios de Abril de 1950, Hanna salía de la consulta de un ginecólogo. Lo que desde mes y pico atrás venía barruntando se hizo realidad: Estaba embarazada de dos meses. Entonces, de nuevo surgió en ella la dicotomía, la dualidad, en que últimamente era su vida. Mientras ella mantuvo la fe ciega en el regreso de su marido esa esperanza era su vida; el pensar en la felicidad de su vida cuando Herman volviera a ella, sano y salvo, no era ninguna quimera, sino una realidad que algún día, más pronto, más tarde, sería patente, pero cuando supo, se convenció, de que Herman estaba muerto, todo cambió en ella.

En un principio, el recuerdo de Herman; pensar en él le hacía sufrir y mucho; se revelaba ante la idea de que él nunca más volvería… Luego, el sufrimiento fue haciéndose más y más tolerable al tiempo que los momentos de remembranza, de añoranza se espaciaban más y más en el tiempo. Y ello, gracias al amor, la ternura y el cariño con que su sargento americano la rodeaba. Así, llegó un momento en que el recuerdo de Herman dejó de dolerle. Es más, a veces hasta revivía en su mente esa antigua fantasía que representaba la proyectada vida con él cuando regresara. Esa especie de felicidad suprema, absoluta sin traza de infelicidad alguna.

Se recreaba en representarse en su mente, en su imaginación, esa quimera, como el niño se recrea leyendo un cuento; un cuento de hadas. Entonces, Hanna se adentraba en algo así como “El País de las Maravillas de Alicia”… Era un mundo quimérico, irreal, en el que ella era feliz como Alicia en su “País”. Luego, descendía a la tierra, a la cotidiana realidad y también podía aquí ser, digamos, feliz, pues Jim la hacía sentirse plácida cuando menos. Esa era la dualidad de su vida: Vivir, a veces, en el “País de las Maravillas”, a veces en el mundo real.

Aquella mañana en que se supo, con absoluta seguridad, embarazada, lo primero que en ella se obró fue volar al “País de las Maravillas”, y con más fuerza que nunca. El recuerdo se Herman, su imagen, su figura… Hasta su rostro, más que difuminado en su mente para esas alturas del tiempo transcurrido, se tornó vívida como nunca; incluso se hizo casi patente a su lado, pues hasta llegó a percibirle, físicamente, junto a ella, gozando por la próxima paternidad de ambos. Pues en ese mundo del “País de las Maravillas” Jim no existía, sino que, junto a ella sólo estaba Herman, por lo que sólo él podía plantar en ella su semilla. En ese mundo quimérico, los padres de su hijo eran Herman y ella misma… Era el hijo que tanto ansió en otro tiempo, cuando estaba segura de su regreso a ella, concebir de él, de su marido… De Herman

Pero como también siempre sucedía en tales casos, su mente no tardó en bajar a la tierra, a la realidad que vivía… El hijo que su entraña portaba y desarrollaba era de Jim; Jim era quién le había engendrado en su vientre… Era el hijo de Jim… Y de ella… Y esa realidad tampoco le pareció mal. De alguna forma, al “bajarse” de las nubes, se obró en ella un cambio en sus personales percepciones: La constatación, de una vez por todas, que Herman no era sino el pasado… El agua que ya no puede mover ningún molino, en tanto que Jim era el presente y, lo más importante, el futuro. Un futuro que, qué duda había, estaba definitivamente ligado al sargento norteamericano… Y en tal tesitura, lo más conveniente para los dos, Jim y, sobre todo, ella misma, era que por fin olvidara, de verdad, a Herman, y amara a Jim como entonces amaba a Herman.

Aquella misma noche se lo dijo a Jim

  •    Estoy embarazada…

Jim quedó algo así como con chiribitas ante sus ojos

  • ¿Estás?… ¿Estás segura?... ¡Puede ser una falsa alarma!...
  • No; seguro que no lo es. Me lo ha confirmado el médico… Esta misma mañana “Estoy” de dos meses

Jim la abrazó y la besó como nunca; loco de contento

  • ¡Un hijo, Dios mío!... ¡Un hijo…un hijo!... ¡Mío; un hijo mío! ¡Y tuyo, cariño; un hijo nuestro!…

Hanna le dio la noticia cuando los dos casi se dormían tras de la doble sesión de sexo con que, habitualmente, cada noche se regalaban, con lo que el sueño que ya a Jim iba rindiendo se esfumó “ipso facto”… Y como a los besos y abrazos propios de la celebración de la noticia siguieron las caricias, castas en un principio, pero cuya castidad en segundos fue decreciendo, pues eso, que la noche por finales se hizo la mar de larga… Muy, muy, pero que muy larga

La convivencia entre Hanna y Jim, desde aquél día, fue algo así como una “confituría”, al decir de Joaquín González, “Copita”, personaje de la novela de D. Alejandro Pérez Lujín “Currito de la Cruz”, pues de lo dulce y melosa que resultaba casi daba asco a quien los veía. Así llegó un día, a caballo entre la primera y la segunda quincena de Noviembre, en el que Hanna alumbró a su bebé. Pero entonces sucedió que Hanna “volvió a las andadas” de subirse a las nubes de aquél “País de las Maravillas” donde sólo ella y su marido Herman tenían cabida, costumbre para entonces prácticamente olvidada, pero que al tener entre sus brazos al hijo que de Jim acababa de tener, espontáneamente resurgió, con lo que sorprendió a Jim con una idea que al americano le pareció de lo más idiota: Llamar Herman al hijo de ambos. ¿Razones aducidas por Hanna para adoptar tal extravagancia?... Sencillamente: Que le gustaba para el pequeño; y qué otra cosa podía hacer el pobre Jim ante los deseos de su ser más querido que hacer suyo también tal deseo, con lo que el hijo de Hanna y Jim se llamó Herman.

Los meses siguieron su curso y la convivencia entre Hanna y Jim Clayton mejor no podía ir. Tras el “dengue” que a Hanna le entró al tener a su hijo entre los brazos, con el repentino recuerdo de Herman que, irrefrenable, se apoderó de ella, que le hizo añorar que aquél bebé que sus brazos sostenían fuera de su marido y no de su amante, tales recuerdos o pensamientos, prácticamente desaparecieron, sintiéndose cada día más y más a gusto con su amante norteamericano que no sabía dónde ponerla, que más que reverenciarla, más que venerarla, lo que hacía era adorarla

Como además el “asunto cama” entre ellos casi se podría decir que a diario mejoraba, pasada ya la famosa “cuarentena” del post parto, Hanna empezó a pensar si no se estaría, de verdad, enamorando de Jim, de James Clayton… En todo caso de lo que en no tantos meses estuvo segura era de que antes o después acabaría por amarle tanto o más que en su momento amara a Herman, cosa que para entonces, si todavía en ella persistía tal amor, la verdad es que no estaba nada de segura, pues su recuerdo apenas si ya la asaltaba; y eso, por no decir que nunca ya le venía a la mente… Herman, en su memoria, se difuminaba a pasos agigantados

Así sucedió que un día de Julio de 1951, ni corta ni perezosa, le dijo a Jim, ella a él, que no él a ella, que por qué no se casaban y, claro, Jim casi salta hasta el cielo de puro goza y alegría. Asó que, de inmediato, se iniciaron los trámites, el “papeleo”, para poder contraer matrimonio, solicitando Jim ante la Suprema Autoridad Militar norteamericana en Berlín el imprescindible permiso para contraer matrimonio con la ciudadana alemana Hanna Müller. A su vez, Hanna decidió pedir al Estado Federal alemán el certificado del fallecimiento de su todavía legal marido Herman Müller, por más que estuviera desaparecido y muerto, requisito imprescindible para poder casarse con Jim. Pero Jim no sabía nada de su matrimonio con Herman y, sin saber bien por qué, decidió que él siguiera en su actual ignorancia al respecto con lo que pensó que lo mejor era dejar pasar algún, algunos días… O semanas incluso, en espera de una buena oportunidad para, a espaldas de Jim, hacer los trámites necesarios para ser declarada oficialmente viuda.  Lo del permiso de la Autoridad Militar norteamericana llevaría meses, más de dos y, muy posible, más tres, en tanto que la declaración de fallecido de un soldado desaparecido en combate no alcanzaría al mes en solucionarse(7).   

Aquello supuso nuevo mejoramiento en la relación de pareja Jim-Hanna, pues ella pasó a constituirse, de amante o concubina de Jim en su formal novia a todos los efectos; vamos, que más en su legítima esposa y mujer que otra cosa. Así iban las cosas cuando despuntó un domingo cualquiera del mes de Agosto; un día que, lo que son las cosas, amaneció más fresco que cálido y con el cielo enteramente cuajado de nubarrones casi tan negros como boca de lobo. Cuando Hanna se levantó, algo antes que Jim, asomándose a la ventana del dormitorio levantó sus ojos hacia la celeste bóveda, desde luego nada celeste entonces. Y más cosas de la vida o de la suerte: Aquél cúmulo de nubarrones le recordó otro y otro día, ya borrado de su memoria de tiempo y tiempo atrás: La mañana en que Herman y ella se conocieron, allá por Febrero de 1942… Siglos parecía que hacían ya… Fue solo un instante, pues al momento sacudió la cabeza, como si quisiera sacudirse de encima tal recuerdo

Aquél domingo estaban solos en casa Jim y Hanna, pues la madre de ella llevaba desde el viernes en la granja de una amiga, en la campiña que rodea Berlín, y hasta la noche de ese domingo no regresaría, así que Jim la había propuesto ir a comer a un restaurante americano que acababan de abrir, donde servían el pollo frito de Kentucky y la carne a la brasa del Medio Oeste como para chuparse los dedos, por lo que hacia las once-doce de la mañana salieron de casa hacia el restaurante, con Jim, como de continuo para entonces, empujando, delante de él, el cochecito donde, de normal, iba dormidito el “baby” Herman.

Por suerte la lluvia que el cielo prometida no se materializó en toda la mañana, llegándose al meridiano del día secos y salvos, pero la cosa sufrió drástico cambio por cuando la pareja iba dando fin al casi banquete que se pidieron, que un día es un día, pues empezó a caer sobre Berlín el Diluvio Universal redivivo, lo que les obligó a ellos a prolongar su estancia en el restaurante por más de dos horas, casi tres, lo que implicó, más por el qué dirán que por realmente apetecerles, nuevas consumiciones: Café, wiski y la norteamericanísima Coca Cola, que no solo en Alemania, sino en toda Europa hacía más que furor. Así que serían más las cinco que las cuatro y media de la tarde cuando, aprovechando una cortísima tregua en tal especie de Diluvio, los dos, Jim y Hanna, con el pequeño Herman en brazos de su madre para mejor protegerlo del agua si volvía a romper, echaron a correr en busca del autobús que los dejaría a un paso de casa.

Por fin el autobús llegó y, al rato, los dejó más que cerca de su casa. Se bajaron y, como antes, con el pequeño en brazos de su madre mientras su padre con una mano cubría a ambos con el paraguas mientras con la otra tiraba del coche del nene, echaron a correr rumbo al portal de su casa, desenfadados, riéndose de las incidencias, las molestias que, indudable, la cortina de agua que sobre ellos caía ocasionaba.

Así llegaron por fin frente al portal requerido, pero en tal momento Hanna se detuvo, parándose en seco. La risa se le heló en los labios al tiempo que su rostro se demudaba, el corazón le daba un vuelco en el pecho, la garganta se le atoraba por mor del prieto nudo que al instante la ciñó y la sangre se le helaba en las venas muy al pesar de la abundante sangre que el corazón, lazado al más delirante, más desbocado, galope, difundía por su cuerpo a través de arterias y venas a golpe de frenéticos latidos que golpeaban en las femeninas sienes como la maza en la tersura del bombo.

Durante breves instantes no pudo articular sonido alguno, atónita, casi espantada como estaba. Por fin fue capaz de murmurar mucho más que hablar 

  • ¡Dios mío!... ¡Dios mío!... ¡¡¡HERMAN!!!...

¿Qué había pasado? Pues que cuando llegaron frente al portal, de este surgió, inopinadamente, sorpresivamente, la figura de un hombre que, a su vez, se quedó plantado, parado ante ellos dos. El rostro tan demudado o más que el de Hanna, mirándolos a los tres, Hanna, Jim y el pequeño Herman con increíble fijeza y destellos de profunda amargura fundida a una intensísima rabia. Por fin el hombre pareció reaccionar y avanzó hacia ellos dos. Mientras se les aproximaba, ni una mirada dirigió a Jim, pues los ojos los tenía fijos, hirientes se diría, en Hanna y el pequeño que estrechaba contra su pecho, aferrada a él como a tabla de salvación.  Cuando llegó frente por frente de ella, tan cerca que casi llegaba a su rostro el  tibio calor de la femenina respiración le dijo con gélida frialdad por más que suavemente

  • Se equivoca… “se…ño…ra”… (así, remarcando bien, arrastrándolas, cada sílaba de “señora”, una a una, en forma más que despectiva). Yo a usted no la conozco. No la he visto en mi vida…señora

El hombre hizo una somera reverencia a Hanna como también a Jim y, más que erguido, con la cabeza muy, muy alta, denotando más orgullo que el famoso D. Rodrigo yendo a la horca, el sujeto se alejó de los dos, que se volvieron hacia atrás, observando cómo el misterioso hombre se alejaba de ellos a paso firme, seguro, más que ligero merced a su larga zancada. Le contemplaban por la espalda, pero si lo hubieran podido hacer de frente, seguro que no se les habría escapado lo sombrío de su semblante, la terrible amargura retratada en ese rostro cuyas mandíbulas estaban mucho más que encajadas,  enclavijadas; en los ojos muy, muy abiertos, las abundantes lágrimas que pugnaban por derramarse en surcos rostro abajo y que sólo una férrea fuerza de voluntad las contenía dentro de los lagrimales; los puños prietos, cerrados, hasta hacer que las uñas casi se hundieran el palmas de las manos…

Hanna, por fin, reinició el paso hacia el portal de su vivienda, seguida de inmediato por Jim. Cuando el portal por fin les cobijó, ella, deshecha, le alargó el niño a él.

  • Por favor; llévalo tú… Yo estoy agotada…

Jim no dijo nada; simplemente, tomó al bebé en sus brazos, al tiempo que dejaba a Hanna paraguas y cochecito. Éste quedó al pie de la escalera para que luego bajara él a recogerlo y subirlo, pues el edificio carecía de ascensor, como la mayoría de los de por entonces, y los dos, Hanna delante y Jim detrás, con el niño, subieron escaleras arriba hasta el piso. Ella franqueó la entrada y los tres estuvieron dentro; de inmediato, Jim dijo.

  • Anda Hanna; vete directamente a la cama… Estás agotada… No te preocupes, ya apañaré y acostaré yo al niño. Luego calentaré un vaso de leche y te lo llevaré a la cama… Con un poco de plumcake…

Hanna no dijo nada a lo apuntado por Jim pero enfiló el dormitorio de ambos. Arrastraba los pies más que andaba… Como un zombi; un ser exánime vagando sin rumbo por el mundo de los vivos. Entraron los dos en el dormitorio, ella delante y él inmediatamente detrás. Hanna procedió a desprenderse cuanta ropa llevaba encima hasta quedar integralmente desnuda; así era como cotidianamente se metía en la cama, pero esa noche, al ir a entrar entre las sábanas, se quedó titubeante. Por fin se dirigió a uno de los cajones de la cómoda y sacó un camisón. Una prenda bastante antigua, amplia pero lo más anti erótico que darse pueda: Tejido más bien grueso, largo hasta los pies, manga larga y botonadura hasta el cuello en la pechera. Era el que usaba, de soltera, las noches del gélido invierno berlinés; y de tal guisa se metió en la cama, buscando al instante postura para dormir.

Entretanto Jim había bañado y cambiado al pequeño, que empezó a lloriquear cuando le cortaron el plácido sueño, como protestando ante tamaña iniquidad, por lo que tan pronto Jim le enfundó en su pijamita le tomó en brazos, acunándolo, arrullándolo, hasta que el chiquillo volvió a coger el sueño y pudo él depositarlo, con todo mimo, en su cunita, dirigiéndose al momento a la cama donde Hanna descansaba. La besó en la frente y en la mejilla, diciéndole

  • Voy a prepárate la leche. Te la traeré con un poco de plumcake…

Hanna aceptó la bebida caliente pero no el bizcocho. Jim insistió: “No te vas a dormir con el estómago vacío”, le decía, pero ella se rehusó categóricamente: “No puedo, Jim; de verdad que no podré tragarlo. Tengo como un nudo en la garganta que no permite que nada pase” Él al fin así lo aceptó y volvió al dormitorio con solo el vaso de leche. Retiró luego, cuando ella acabó la leche, el vaso; lo llevó a la cocina, fregándolo y colocándolo en su sitio. Por fin, regresó al dormitorio, se desnudó y, en vez de meterse así en la cama, como inveteradamente hacía, también se puso un pijama y así se metió en la cama.

Al instante se acercó a Hanna, pasándole un brazo bajo la almohada, a fin de abrazarla con tal brazo, en tanto el otro se lo pasaba por encima, enroscando el cuerpo de la mujer entre ambos brazos, al tiempo que la besaba en la sien, en los ojos, en la mejilla… El cuerpo de Hanna, tan pronto notó la cercanía del masculino, se envaró, tensándose igual que un muelle, para al instante decirle   

  • ¡No Jim!... ¡Por favor, por favor!... Esta noche no… Te juro que no puedo… Perdona; perdóname… Mañana; mañana sí podré…
  • No te preocupes Hanna… Tampoco yo tengo ganas… No…no quería “eso”… Sólo abrazarte, acariciarte… Sin más; sin otros propósitos que acunarte, arrullarte…

Permanecieron los dos en silencio largo rato, pero sin dormir ni él ni ella, enteramente insomnes. Por fin, habló él

  • ¿Quién era?
  • Quien era, quién
  • Pues quién va a ser. El hombre que salió del portal al llegar nosotros…
  • Nadie… No era nadie… Ya le oíste; no me conocía… En la vida me había visto
  • Pero tú le conoces… Le llamaste Herman…
  • No; no  le conozco…Me confundí con alguien que conocí…

Ahí se acabó el diálogo de aquella noche. Por finales, el abrazo se rompió y también Jim le volvió la espalda a Hanna, separándose incluso un poquitín de ella. Lo justo para también romper el contacto directo entre ellos.

A aquél día o, mejor dicho, a aquella noche sucedió la siguiente, la posterior y, a lo peor, la de más allá y lo del “Mañana; mañana sí podré”, brilló por su ausencia, reafirmándose en cada una lo del más que casto camisón amén del “Esta noche no”, cosa que el bueno de Jim llevó con paciencia digna del bíblico Santo Job, esperando que algún día “escampara” la tormenta desatada tres o cuatro noches atrás. Y, efectivamente, a la tal vez tercera, tal vez cuarta noche posterior a la irrupción ante ellos del hombre misterioso, el rigor a que Hanna le sometía empezó a hacer “crisis” cuando ella, de nuevo, volvió a acostarse desnuda.

Así, la primera vez que, al meterse Jim en la cama, la vio como su señora mamá la trajo a este “Valle de Lágrimas”, consideró que tal evento era inequívoca señalen señal de que el “temporal” había, por fin, amainado. Pero cuando todo animoso se aprestó a reverdecer pasados laureles amoroso-sexuales, se topó con que su ya casi mujercita, tan pronto él siquiera la rozó, instintivamente se envaró, se tensó, lo que le decidió a dejar pasar algún que otro día, perdón, noche más, a ver si por fin todos esos vientos un tanto reticentes todavía, acababan de calmarse y la “calma chicha” regresaba al proceloso “piélago” del matrimonial dormitorio

Pero también aquél instintivo rechazo a todo contacto con Jim poco a poco fue decreciendo, en una especie de “amainarse” el viento en contra. Así, tras cinco o, puede, que  seis días de “Ayuno y Abstinencia de Carne”, ese envaramiento cuando Jim se acercaba a Hanna con varoniles ánimos fue  desapareciendo, con lo que llegó día, unos diez más o menos tras la “noche de marras” en que Hanna ya no exteriorizó rechazo alguno a las amatorias ansias de su novio, amante o lo que por entonces fuera Jim para ella… Aunque, la verdad, tampoco exteriorizó Hanna entusiasmo alguno por la “faena”: No había rechazo en su actitud pero tampoco participación en la cópula con Jim, ya que, simplemente y con toda docilidad, se “dejaba hacer”, de modo que el pobre Jim, tras la “Cuaresma”(9) de diez días más o menos, podía darse con un canto en los dientes.  

A partir de entonces se produjeron, en cascada, dos importantes cambios en la más que reciente actitud de Hanna hacia Jim. Fue unos ocho-diez días  después de que el rechazo al sexo con su novio, amante o lo que fuera, pareciera cosa más o menos superada, cuando la inhibición de ocho-diez días antes se trocó en abierta participación en el hecho sexual, haciendo que sus caderas impulsaran su pubis, acompasando su vaivén a los embates de Jim. Además, una de esas mañanas, tras de que Jim partiera hacia su obligación en el cuartel, ella también marchó a la calle para activar que la Justicia alemana variara el epígrafe “Estado Civil” del Registro Civil, anulando lo de “Casada” 

Aquello fue una renovada dicha para Jim, que empezó a estar seguro de que su “mujercita” regresaba a él tras aquél lapso de mayor o menor abandono. En fin, que por otras dos-tres semanas el bueno del sargento americano volvió a disfrutar las mieles de la conyugal vida con su adorada alemanita. Pero se dice que, irremisiblemente, las rosas siempre vienen acompañadas de punzantes espinas, y así le pasó también a Jim Clayton, que tras esas dos-tres doradas semanas de vino y rosas, las espinas de las malas intuiciones empezaron a asaltarle, para jorobarle la fiesta de reconciliación de la marital vida con su amada Hanna. Fue algo nebuloso en un principio; una extraña sensación desazonadora de imposible explicación, y menos aún, definición, porque no tenía ni idea de lo que pudiera tratarse. Lo único que él sentía, fastidiándole la idílica existencia que, por fin, Hanna volvía a ofrendarle, era una inexplicable sensación de indefinido, e indefinible, malestar

Poco a poco fue dándose cuenta de que, lo que le pasaba, era la añoranza de algo; la falta de algo… Un algo, que tampoco era capaz de discernir… Era como si una voz interna, ¿su subconsciente tal vez? Le repitiera una y otra vez: “No es esto; no es esto lo que buscas y necesitas”… Pero, ¿qué era lo que le faltaba? Ahí estaba el quid. Pero lo malo es que ese “quid” no era capaz de encontrarlo. Existía, de eso no le cabía duda porque su necesidad de él se estaba haciendo casi que convulsa, haciéndole polvo la tranquilidad de que empezara a disfrutar de nuevo cuando le pareció que ella, Hanna se le volvía a entregar como antes hiciera… A amarle, de nuevo, como antes lo hiciera…

Y ahí, en ese “antes” encontró la raíz de su anímico mal: Que la actitud de Hanna hacia él era muy, pero que muy parecida a lo que antes fuera, pero a la vez tremendamente distinta:  Sencillamente, todo cuanto ella, Hanna, hacía para, primero, volver a aceptar la relación sexual con él, sin involucrarse personalmente en ello, claro; luego a involucrarse activamente en la relación, no era espontáneo.

cayó en la cuenta de que, ahora, Hanna no ponía el alma en la mutua e íntima relación tal y como antes la ponía. Ella, antes, disfrutaba con él, pero ahora ya no lo hacía; eso era lo que le inquietaba y no se lo sabía explicar; lo intuía, pero no lo veía con la claridad que ahora lo veía. Fue pasadas esas dos-tres semanas se excelsa felicidad, más excelsa por lo añorada, cuya soberbia dicha le impidió ver lo que bajo la actitud de Hanna se ocultaba: La persistencia del rechazo hacia él Fue consciente entonces que

La palmaria realidad que entonces se revelaba ante él era, básicamente, que el rechazo hacia él surgido inopinadamente en la famosa noche del “Hombre Misterioso”, se mantenía inconmovible; pero también pasaba que ella estaba empeñada en superar ese rechazo, obligándose a seguir una normal relación de pareja con él. Otra cosa se tornó nítida ante él: Que desde aquella dichosa noche, Hanna dejó de disfrutar al copular con él. Lo disimulaba y él hasta creyó que todo volvía a ser como antes, volviendo ella a disfrutar de las relaciones sexuales que con él mantenía, pero entonces y sólo entonces se dio cuenta de su error: Las mujeres son diestras en, a veces, engañar a su pareja fingiendo placeres que, en realidad, no sentían, y Hanna en esas últimas dos-tres semanas no había sido menos diestra. Es más, también ahora recordó que en esas últimas semanas, a veces, encontró una cierta aspereza al penetrarla; vamos, que no estaba todo lo lubricada que debía estar para que el coito no le fuera doloroso… Que las caricias que siempre le prodigaba en sus más erógenas zonas, que bien que las conocía, ya no obraban el apetecido resultado que pocas semanas antes producían… Que las relaciones de aquellos días postreros para ella debieron ser un auténtico tormento…

¿Qué había pasado entonces?... ¿Por qué tan drástico cambio?... Lo que parecía incuestionable era que el quid de la cuestión estaba en aquella malhadada noche de la torrencial lluvia… ¿Qué había sucedido de anormal?... Sólo la aparición de aquél hombre desconocido… Ella aseguró no conocerle… Que se confundió con un conocido… Le había llamado Herman… Sí; Herman… Como su hijo; como el hijo de ambos, de ella y él… ¿Quién sería aquél hombre? O, ¿quién sería ese otro Herman?... ¿Por qué se empeñó tanto en llamar así al primer hijo que tenía?

Las semanas siguieron transcurriendo, pero Jim la empezó a evitar; empezó a rehuirla cuando se metía con ella, Hanna, en la cama, apartándose de ella todo cuanto podía. Perol entonces ella se le arrimaba; le buscaba, le provocaba… Hasta manoseándole su virilidad, haciendo que se le encabritara como nunca, con el resultado de él olvidarse de si copular con él era o no un tormento para ella; le ponía cual toro semental en pleno celo y ya no atendía a nada que no fuera desahogarse como fuera… Pero lo grande fue que, en tales casos extremos, ella, de verdad, volvía a disfrutar; a ponerse tan desenfrenada cual semanas ha. Eso, claramente lo notaba en tales ocasiones; lo podía comprobar, previamente, cuando con sus manos, sus dedos, acariciaba su más genuina intimidad femenina, encontrándola bastante más que lubricada, encharcada en sus vaginales flujos… Y, luego, percibía nítidamente el acceso de los, a veces, hasta repetidos orgasmos

Unas dos semanas más tarde de plantearse estas elucubraciones, un día Hanna le sorprendió planteándole que tenían que casarse lo antes posible… Que ella le quería demasiado para esperar más, por lo que debía tratar de “mover” lo más posible la Autorización de la Jurisdicción Militar norteamericana en Berlín para casarse con ella… Ítem más; le dijo que, por parte de ella, ya contaba con cuantos documentos la Justicia alemana exigía para poder ella contraer matrimonio…

Así la vida en aquella casa que era la de la madre de Hanna prosiguió dentro de una, digamos, normalidad hasta que un día volvió Jim del cuartel con dos saquitos, por cierto no tan exiguos, uno en cada mano, y se fue directo a la cocina para allí, sobre la mesa y donde pudo, ir poniendo cuanto los saquitos contenían: Comestibles y chucherías de boca en su mayoría, incluyendo papillas para bebés, el famoso “Pelargón”, pero también esas otras cosas, casi baladíes, que tanto encantan a las mujeres: Bisutería fina en plata y cuarzo, cristal de bohemia y el italiano de Murano, conjuntos de lencería, medias de seda, perfume… Y tabaco; paquetes y paquetes, a decenas.

Tras de Jim, Hanna y su madre habían entrado en la cocina, expectantes con lo que el sargento norteamericano iba cubriendo mesa y repisas de la cocina. Hanna, sonriendo casi risueña, dijo a su casi marido americano. 

  • ¿Acaso ha venido Santa Klaus?... ¡¡¡Si todavía no es Navidad, Jim!!!...

También Jim Clayton sonrió, mientras decía

  • Ya, ya… Pero me pareció oportuno acumular algunas reservas en casa…

Los dos saquitos se vaciaron por fin, ante la atónita mirada de ambas mujeres que, la verdad, sonreían satisfechas ante semejante alarde de recursos… Un verdadero “Cuerno de la Abundancia” o de la diosa Fortuna… Entonces, Jim Clayton dijo que tenía cosas que hacer en el dormitorio y salió de la cocina para dirigirse hacia allá, no sin la advertencia de Hanna para que tuviera cuidado, no fuera a despertar el niño. Jim se marchó y ambas mujeres, bromeando entre ellas, fueron guardando, colocando en su sitio cada cosa que abarrotaba mesa y repisas a mano. Cuando por fin todos los comestibles estuvieron cada uno en su sitio, madre e hija, tras repartirse los conjuntos de lencería, medias, bisutería y perfumes traídos por Jim, marcharon cada una a su cuarto a dejar cuanto cada una llevaba a cuestas. Cuando Hanna entró al dormitorio se quedó clavada en la puerta, sin acabar de “digerir” lo que veía: Dos maletas sobre la cama, una ya cerrada, y Jim metiendo en la todavía abierta prendas suyas, ropa y más ropa…

  • ¿Qué…qué haces?... 
  • El equipaje. Me voy Hanna. Esta noche; esta misma noche
  • ¿A…a dónde?... ¿Cuán…do…cuándo vuelves?
  • No voy a volver, Hanna… Se acabó; esto se acabó… Vuelvo a casa; a los Estados Unidos… Llevo ya demasiado tiempo en Europa; he pedido volver y me vuelvo
  • Pero… Pero… ¡No te puedes ir!... ¡Vamos a casarnos!...
  • No Hanna. Te lo he dicho: ¡Se acabó!
  • ¡No, Jim; no!... ¡No se ha acabado!... ¡No se puede acabar!... ¡Tenemos un hijo, Jim!... ¿Qué…qué será de él sin ti?... ¡Sin su padre!... Y… ¿Qué será de mí sin ti?... ¡Te quiero, Jim; te lo prometo!... Te lo juro, si quieres…

Jim dejó de meter ropa en la maleta; se irguió y, sacando un papel del bolsillo superior de su guerrera o chaqueta del uniforme, se volvió hacia Hanna, alargándole dicho papel. Atónita, Hanna vio que no era otra cosa más que la ansiada autorización para que Jim pudiera casarse con ella

  • Me lo dieron hace tres o cuatro días… No Hanna; no nos vamos a casar… ¿Sabes?... Ayer conocí a un individuo… A aquel hombre que hace ya…ni sé ya cuánti  tiempo, apareció ante nosotros, tú y yo, saliendo del portal de casa… Herman Müller me dijo que se llamaba… Y que era tu marido… Bueno, lo había sido hasta hace alguna semana que otra en que recibió la sentencia a la demanda de divorcio que tú habías presentado contra él… La resolución fue muy rápida, pues él no opuso resistencia alguna; se plegó a tus deseos, aceptando el divorcio sin problemas

Hanna estaba no pálida, sino blanca como el papel… Cual pared encalada de cualquier pueblecito de la Alpujarra granadina… De la vega sevillana… De cualquier lugar de Andalucía… También, con los ojos abiertos como platos y tremolando, temblando como hoja batida por el viento de pies a cabeza. Se tambaleó al perder toda fuerza sus piernas y a punto estuvo de venirse al suelo; solo la rápida intervención de Jim, sujetándola, impidió que no cayera cuan larga era. El norteamericano la ayudó luego a alcanzar una coquetona butaquita que adornaba el dormitorio, haciendo que Hanna se sentara en ella.

La mujer, a esas alturas, lloraba a moco tendido, sollozando en la más desgarradora de las maneras

  • ¡Jim, por favor; deja que te explique!… Le creía muerto… Sí; estaba segura de que había muerto… Por eso te busqué aquella noche primera que nos acostamos… Acababa de convencerme de que él estaba muerto y yo… Yo deshecha… Deshecha, Jim… Sola; terriblemente sola… Por eso fui a ti… En busca de tu afecto… De tu cariño… De tu protección… De tu consuelo… Y me lo diste, Jim… Me lo diste; me consolaste… Me hiciste volver a vivir… A desear vivir…
  • Sí Hanna… Aquella noche, enseguida, supe que a mí no viniste en busca del hombre sino del amigo… Del amigo que querías entrañablemente y que sabías te quería a ti al lado del alma… Hanna, tú nunca me has amado… Sólo me has querido; mucho, muchísimo… Pero como amigo… También como refugio y apoyo… Escúchame Hanna. Tanto para ti como para mí, ahora, lo mejor es separarnos; dar fin a una relación ya imposible… Sé que ahora deseas que nos casemos; y vivamente… Pero sería un gran error pues lo que de verdad quieres es huir de lo horrible que para ti es saber vivo al marido que creías muerto… El hombre que amas con toda tu alma. Piensas, estás segura de que volver con él, tu sueño de vida desde que él partió al frente, ya es imposible… Y otra vez quieres que sea tu “tabla de salvación”, casándote conmigo… Pero no funcionaría y, finalmente, todos, tú, yo, Herman y el niño, seríamos desgraciados… Cuántas veces, casados y disfrutando de nuestra intimidad, pensaría: “Mi mujer ahora mismo con quién está…Conmigo o con él”… No funcionaría Hanna… Vuelve con él; con Herman… Con tu marido… Es lo que, realmente, más deseas… Te mueres por hacerlo…
  • No Jim; eso no puede ser… ¿Y el niño, tu hijo…nuestro hijo?... Qué será de él sin ti…sin su padre… ¿Y yo?... ¿Cómo…cómo podré volver con él…a él?... No solo me he estado acostando contigo… Con otro hombre, sino que tengo un hijo de ese otro hombre… Un hijo que, ante él, será un testigo acusatorio y perenne de lo que estado haciendo mientras él se pudría allá… En los campos de prisioneros soviéticos… En Siberia tal vez…
  • Pues mira; respecto al pequeño Herman, tendrá un padre, Herman Müller… Y hasta puede que un tío Jim que le querrá más que a su vida… Dejemos correr el tiempo, que todo lo cura, y todo acabará por llegar; hasta que Herman Müller y James Clayton se conviertan en excelentes amigos. Y respecto a lo que dices respecto a ti, pues Hanna, tu caso no es único… No es el primero ni, seguro, será el último. Mueres alemanas cuyo marido un día desapareció en combate y, con el tiempo, le consideraron muerto. Y que, por las razones que fueran, se casaron o unieron a otros hombres, alemanes y no alemanes… Y que en estos tiempos, desde 1949, empezaron a aparecer vivitos y coleando… En algunos casos, la mayoría, el pobre “resucitado” ha tenido que aguantarse; hasta no solo perder a su mujer, sino también a sus hijos, porque la “viuda” no ha querido volver a saber nada del “muerto”… Pero también hay casos en que la mujer que dejaron atrás al partir hacia la guerra, al volver a verle vivo, de quién no han querido volver a saber nada es del nuevo marido o pareja, y volvieron con sus viejos amores… Hasta con hijos del hombre con quien constituyó nuevo matrimonio…nueva pareja… ¿Y sabes? Siempre el primer marido acogió a su mujer… Incluso si llegaba con hijos que no eran de él… Son las mujeres las que deciden, pues los hombres, los maridos desplazados, siempre aceptan lo que su mujer, la que quedó en la Patria cuando ellos partieron, quiere que sea (8)…

Jim había vuelto a preparar su equipaje, metiendo en la maleta la ropa que todavía le quedaba fuera. Por su parte Hanna, enteramente hundida, sólo acertaba a llorar; llorar a raudales, más que desconsolada. Cuando Herman, imprevistamente, reapareció ante ella, y vivo, se desmoronó. Se odió a sí misma como jamás hasta entonces odiara a nadie… Y a Gustav... Pero mucho más a ella misma, por haberse dejado convencer por él de que Herman estaba muerto. ¡Si no le hubiera creído; si hubiera persistido en la fe de que su marido, algún día, volvería a ella!… Pero perdió esa fe… Se convenció de que su Herman llevaba seis años muerto… ¡Qué burla más cruel del destino!... ¡Hacerse realidad su más querido sueño cuando ya era irrealizable!... ¡Venir él, por fin, para verla con a otro hombre y un hijo de ese hombre en sus brazos!…

El amor que le parecía dormido; casi superado ya, despertó en ella ARROLLADOR…  Y las cosas, desde entonces, cambiaron radicalmente en ella, porque a Jim ya no le pudo aguantar; desde entonces, ser tocada por el americano se le hizo repugnante… No lo podía tolerar… Pero en Jim volvió a ver su “tabla de salvación” como bien dijera su ex amante. En él cifró sus esperanzas de, por lo menos, volver a recuperar la tranquilidad; la estabilidad de su alma, pues, desde luego, la felicidad había emigrado de ella para siempre. En casarse con él cifró todas sus esperanzas de lograr salir del enorme marasmo en que se encontraba. Saldrían para los USA, lejos de Alemania… Lejos de Herman y podría de nuevo mitigar el dolor del amor imposible… Ese dolor podría ir suavizándose, poco a poco, hasta poder convivir con él… Pero también ese “clavo ardiendo” se le había desbaratado… Al fin, ella sola; enormemente sola, tendría que enfrentar el toro de la vida… Sin el tradicional apoyo de Jim Clayton

Jim acabó de empacar su equipaje; cerró la maleta y, cogiendo cada una de ambas valijas con las dos manos, las puso en el suelo. Entonces se acercó a ella, a Hanna

  • Bueno Hanna; me voy ya. Que tengas suerte y seas feliz.

La acarició el pelo, el rostro y la besó, delicado, en la frente

  • No te lo pienses Hanna; ve a buscarle… Únete a él y sed los dos felices; dichosos… Seguro que Herman vendrá por ti, pero no le esperes pronto… Diría yo… Está muy dolido contigo… Y muy enfadado… Y sabes; no tanto porque te “liaras” conmigo como porque le planteaste el divorcio directamente en el Juzgado… Sin hablar antes con él… Sin avisarle… Eso es lo que más le dolió… Se sintió despreciado por ti… Así que te recomiendo que vayas tú a él; no pases cuidado… Te acogerá, porque te quiere mucho; muchísimo… Sigue enamorado de ti como un adolescente de su primera chica…su primera novia… Toma; esta es su dirección… Es un pisito muy pequeño, pero casi más destartalado que pequeño. Además, no parece irle tan mal. Tiene trabajo; conduce una hormigonera en una obra…

Jim tendió a Hanna un papel que sacó del bolsillo trasero del pantalón y se lo tendió a Hanna que, al momento lo rechazó, mandándolo al suelo. Seguidamente, Jim salió por última vez de la casa de Hanna y, definitivamente, de la vida de ella

Aquella noche Hanna no pegó ojo, levantándose pues en blanco,  eso de las siete de la mañana, pero animosa; presta a lanzarse a la calle en busca de un empleo cualquiera. La noche precedente comenzó, cono viniera haciendo desde que Jim se encastillara en irse, abandonándola, por llorar a todo ruedo…a lágrima viva, hasta que ya no pudo llorar más pues lágrimas que verter ya no quedaban en sus ojos una vez agotada la capacidad lacrimógena de sus lagrimales. Entonces le sobrevino una extrañísima sensación de nerviosísima tranquilidad. Realmente, tranquila no podía estar, pues toda ella era un manojo de nervios que la mantenían más que enardecida, impidiéndole todo conato de tranquilo sueño.

Pero sí que le permitió pensar con claridad; enfrentar la nueva situación vital que acababa de abrirse ante ella en forma irreversible. Desde luego, Jim tenía razón cuando decía que ella se había acostumbrado a usarle como “tabla de salvación” o “clavo ardiendo” al que asirse en los momentos difíciles, por más que así mismo la “quemara”, la doliera o, incluso, la repugnara, evitando así plantar cara a la vida, al refugiarse en Jim siempre que le venían un tanto mal dadas. Pero esa “tabla de salvación” o “clavo ardiendo” ya no era posible, con lo que no le quedaba más salida que enfrentarse, decidida, al toro bravo, terriblemente agresivo, demoledor, de la vida…

Así, aquella pasada noche, acabó por resurgir en Hanna la mujer fuerte, resoluta, resultante del horror que la entrada en Berlín del Ejército Rojo impuso a las berlinesas y mujeres alemanas en general que tuvieron que sufrir las sevicias que la ocupación rusa conllevó. Lo primero que para ella estuvo claro es que bajo ningún concepto acudiría a Herman en busca de nada… No podría superar el verse rechazada ahora por él, como de seguro pasaría si se presentaba a él, hollada, consentidamente, por otro hombre y con un hijo de tal hombre en sus brazos, en añadidura… No; en su estado de ánimo, prendidito para entonces “con alfileres” sería un mazazo demasiado demoledor… O que, simplemente, la ninguneara…la negara como aquella noche en que reapareció ante ella vivito y coleando, con aquello de “Yo a usted no la conozco. No la he visto en mi vida…señora”… Su decisión final, irrevocable, fue enfrentarse ella, sola por fin, a la vida. Se sacaría adelante a sí misma, a su hijo y a su madre por sus propios medios… Trabajando en lo que le saliera… Menos a base de concesiones más o menos eróticas…menos o más sexuales incluso

Así, en aquella mañana que siguió a la noche en blanco, a eso de las ocho horas, se echó a la calle, empezando a patearse Berlín Occidental tras las direcciones con ofertas de trabajo que en el periódico que, al efecto, compró tan pronto se vio en la calle. ¿Resultado? Regresar a casa, más allá de las tres de la tarde, rendida, rota, agotada de cansancio y con las manos vacías; sin trabajo… Ni tan siquiera proyecto de tal cosa

Los días se fueron sucediendo, seis, siete, puede que hasta ocho, en esa misma y nueva rutina de lanzarse Hanna de la cama sobre las seis, seis y media de la mañana, ducharse, arreglarse un tanto y desayunar a toda prisa a fin de estar en la calle, como mucho, hacia las siete y media, cuando no sobre las siete, dispuesta a seguir pateándose Berlín Occidental, calle por calle, tras las ofertas de empleo que el periódico anunciaba, para volver bien pasado ya el mediodía, invariablemente agotada tras las tremendas caminatas que cada mañana se metía “p’al” cuerpo y sin lograr nada de nada en claro(11), hasta que llegó una tarde, siete u ocho días después de la “espantada” de Jim Clayton, en que alguien llamó al timbre de la puerta.

El día era de un más que incipiente verano, a ya muy finales de Junio, tras un fin de primavera, desde más allá de mediados de Mayo algo más que templadita, pues más parecía verano algo fresquito, por lo que el calor, desde el 18-20 de ese mes de Junio era algo más que notable… Vamos, una especie de “tráiler” del 10 al 20 de Julio; así que Hanna, tan pronto acabó de comer al llegar a casa, para entonces lo más urgente, dada el hambre casi de lobo que traía, se metió bajo la ducha a refrescarse un poco antes de que la comida hiciera efecto provocando eso que por aquellos entonces, y hasta no tanto tiempo se denominaba “corte de digestión”.

Así que si escuchó el timbrazo en la puerta, uno solo por cierto, fue porque ya había salido de la bañera y cerrado el grifo del agua, empezando por entonces a secarse el cuerpo. Así que, en ese principio gritó a su madre pidiéndole que ella saliera a abrir, pues Hanna estaba algo más que en “deshabillé”… pero, por lo que fuera, su madre pareció no escucharla, pues el timbrazo, a prudencial lapso de minutos, volvió a sonar, y esta vez algo más sostenidamente que en la primera. Así que Hanna optó por envolverse en una bata casera, sólo abrochada por un cinturón del mismo paño que la bata ceñido a la cintura, y con la cabeza enfundada en una especie de turbante que formó la toalla con que se secaba el pelo, envuelta y más o menos anudada a su cabeza.

De tal guisa y calzando zapatillas de salir del baño, se dirigió a la puerta y la abrió. Cuando la puerta abierta dejó ver a quien al otro lado había… A quién diera los dos timbrazos a la puerta, la mujer se quedó de piedra, tras de que el corazón se le volviera a subir a la garganta, pues quién ante ella apareciera, de nuevo, no era otro que Herman, su marido… O, para más exactitud, tras el definitivo fallo de su demanda de divorcio, su ex-marido. Ella se quedó muda ante él, pero tampoco a Herman le animaba entonces una excesiva facilidad de palabra. Así pasaron unos segundos que a ellos se les hicieron minutos de, al menos, ciento ochenta segundos. Al fin, fue Herman quien primero habló

  • Hola Hanna… ¿Puedo…?

Hanna salió de esa especie de “trance” en que entrara al abrir la puerta y encontrase, a bocajarro, con Herman. Se hizo a un lado, franqueándole el paso, al tiempo que decía

  • Claro Herman. Adelante, por favor…

Herman avanzó a lo largo del pasillo que desde la puerta llevaba al comedor, sala de estar o, como queramos llamar a la estancia, pues de todo tenía bastante más que un poco. Mientras Herman se internaba por aquella casa, no dejaba de mirarlo y admirarlo todo. Llegó a esa especie de híbrido habitacional y allí dijo, mientras parecía pasar revista a todo lo que ante su vista aparecía.  

  • ¡Qué cambiado está todo! Nada es igual ya… Pero ¿sabes?... ¡Me gusta! Creo que ahora está mejor que antes…

Herman se volvió, más que sonriente, hacia ella que, bajando los ojos, murmuró

  • Gracias Herman… Eres muy amable…

La verdad es que el ambiente más incómodo no podía ser, con los dos a punto de estallar de nervios y absolutamente inseguros él ante ella; ella ante él. Lo cierto es que la comunicación entre ellos más trabajosa no podía ser. El envaramiento que les rodeaba lo rompió el llanto del bebé de Hanna, la que partió más volando que corriendo hacia el dormitorio, con Herman casi que pisándole los talones.

La mujer sacó de la cuna a su hijo, cogiéndolo en brazos, mientras él pasaba la vista por la habitación. El papel que en tiempos cubriera las paredes había desaparecido, ya que ahora estaban pintadas. También la estructura de la habitación había variado pues resultaba algo más angosta, como resultado de las reformas a que el edificio, que a causa de los bombardeos de 1944-45 había resultado muy dañado, por lo que fue  rehabilitado entre 1949-50; y los pisos, rehabilitados y reformados desde 1950. Pero el mobiliario era el mismo; Herman miró la cama y no pudo por menos que sentir la nostalgia de la única noche que su mujer fue exactamente eso: Su mujer…

La miró a continuación. ¡Dios y qué guapa…qué divina…qué adorable la vio!... Acunaba a su hijo entre sus brazos, haciendo que el pequeño por fin se callara. Ella era entonces inconsciente de las miradas de él, pendiente sólo de su hijo… Olvidada; despreocupada por entero de él… Herman se aproximó a ella, fijó sus ojos en el pequeño y, tendiendo hacia él los brazos, dijo más quedamente que otra cosa a la que todavía y según el Registro Civil era su esposa

  • ¿Puedo?

Hanna le miró más que inquisitiva, indecisa.

  • Es… Es el… El hijo de otro hombre… Del americano que me acompañaba aquella noche… Conviví con él dos años…
  • Lo sé… Pero también es tuyo…

La mujer aún vaciló; titubeó un segundo, pero por fin se lo alargó, dejándolo en los brazos de Herman que, marcadamente torpe, lo tomó. Por fin Herman se las apañó para sujetar al bebé con sólo su brazo izquierdo lo que le permitió llevar su mano derecha al rostro del pequeño, haciéndole carantoñas, acariciando su rosada carita; su boquita, pasándole el dedo por los labios. El crío al instante le sonrió para enseguida empezar a reírle abiertamente, mostrando a través de su boquita abierta la doble hilera de dientecitos, los incisivos superiores e inferiores, aunque no todos todavía, pues de los inferiores todavía no habían salido más que dos. Herman le acariciaba cada vez más y el crío también le reía más y más, hasta que llegó un momento en que el pequeño Herman levantó su manita, llevándola hacia el rostro del hombre

  •  ¡Dios, y qué precioso que es! Un cromo; un verdadero cromo… ¡Y qué simpático!... ¡Cómo me ríe… Hasta me dirige su manita...

Las caricias de Herman al chiquillo se sucedían y Hanna se sentía en la gloria viendo cómo su marido se encariñaba con su hijo… Con el hijo de otro hombre… ¡Dios santo!…Si él quisiera… Si quisiera hacer de su hijo el hijo de ambos…

  • ¿Cómo se llama?

Inquirió Herman y Hanna se acercó a él y a su hijo. Entonces, casi que por primera vez desde que él se presentara en casa, le miró abiertamente, a la cara, a los ojos…

  • Herman

El marido de Hanna sonrió.

  • ¿Sabes jovencito? Yo también me llamo Herman… ¡Somos tocayos, tío!…

Y Herman besó al bebé. Una y otra, y otra vez. Y Hanna sintió que los ojos se le humedecían de puro gozo… De magnífica felicidad… Pero es que si ella estaba, ciertamente, emocionada, Herman no lo estaba menos. Los ojos pugnaban por anegarse en lágrimas que él a durísimas penas lograba contener. Así que, casi violento, devolvió el niño a su madre y, sin mirar hacia atrás, para que ella no viera el par de lagrimones que por fin surcaron su rostro, presuroso salió del dormitorio; tras él salió Hanna, con su hijo en brazos. Entraron al comedor-sala de estar donde estaba la madre de Hanna.

  • Hola Herman. Me alegro de verte
  • Yo… Yo también celebro verla, señora… ¿Cómo se encuentra?... La veo bien… Bueno; las veo muy bien a las dos; a Hanna y a usted…

Luego Herman, más inseguro que elefante equilibrista, sintiéndose por entero fuera de lugar, ya que el recibimiento encontrado casi que más frío no podía ser, empezó a excusarse, buscando poner, cuanto antes, tierra de por medio entre él y la que, efectivamente, era su ex-mujer tras formalizarse el divorcio

  • Bueno; yo… Yo sólo vine para que supieran que a su disposición me tienen para cuanto necesiten… Para todo… Para todo… Trabajo, a Dios gracias, y gano un sueldo… No es alto… Pero bueno, tampoco está tan mal… La verdad es que no lo gasto entero nunca; siempre, mes tras mes, me sobra algo… Hasta algún ahorro tengo… En fin; que ya lo saben… A su entera disposición me tienen… (Se volvió hacia Hanna) A tu absoluta disposición me tienes… Para lo que necesites… Para lo que quieras o desees… Bueno; creo… Creo que ya estorbé bastante en esta casa… Adiós, señora… Adiós, Hanna…

Herman se dio la vuelta encaminándose hacia la puerta de salida. Hanna le miraba con ojos más desorbitados que otra cosa, con el corazón latiéndole ostensiblemente en el pecho, pues era perfectamente perceptible el subir y bajar de su pecho bajo la blusa que vestía… Y la garganta que no podía trasegar nada, ni siquiera aire

  • ¡Espera Herman; espera!... ¡No…no te vayas!… ¡Espera…espera!

Herman se detuvo en seco al escucharla, volviendo el rostro hacia ella. Hanna, ante él aparecía patética; a punto de romper en llanto… A punto de postrarse ante él, con su hijo en brazos

  • ¡Perdóname Herman!... ¡Por Dios te lo pido!... ¡Te lo suplico Herman; por favor...perdóname! Ya… Ya sé que para ti es muy, muy duro venir y encontrarme en brazos de otro hombre y con un hijo suyo en mis brazos… Lo sé, Herman… Sé que te pido un imposible… Lo que a ningún hombre se le puede pedir… Pero… Pero es que… ¡¡¡TE QUIERO HERMAN!!!... ¡¡¡TE QUIERO!!!... Con tod…

Herman había ido acercándose a Hanna, poco a poco… Mirándola fijamente, con los ojos brillantes… Brillantes de amor… Brillantes de infinito amor… De idílico cariño… pero también preñados de pasión desatada… De deseo irrefrenable por ese cuerpo tan adorado… Tan añorado durante tantos… Tantísimos años de penurias… De tremendo sufrimiento… Eso, la añoranza de ella; el deseo de volver a ella, le había mantenido vivo cuando parecía imposible sobrevivir… Primero en la guerra, luego en el cautiverio…

Por fin se llegó hasta ella, frente a ella; fue cuando la interrumpió su discurso pidiéndole perdón besando  suavemente los femeninos labios. Luego, con la misma suavidad tomó al niño de los brazos de su madre, alargándoselo a la abuela del niño; seguidamente, enlazó a Hanna por la cintura, atrayéndola hacia sí mismo hasta pegarla a su propio cuerpo como una lapa, mientras volvía a besar los labios de la mujer con suavidad no exenta de erótica pasión; Hanna, entonces, le echó los brazos al cuello, apretándose a él mucho más todavía, por más que diríase que fuera cosa imposible y la caricia se tornó, poco a poco, de tierna a pasional hasta que llegó un momento en que era puro erotismo por no decir puro deseo de sexual pasión.

Por fin se separaron y Hanna, haciendo que el brazo izquierdo de Herman siguiera ciñéndola por la cintura, pasando su brazo izquierdo por la espalda del hombre, se ciñó a él agarrándole por la cintura, presionando para que los dos cuerpos quedaran lo más unidos posible. Entonces, con su mano izquierda soltó el cinturón que le cerraba la bata, dejando al descubierto la desnudez de sus senos…de su pubis poblado de no escaso vello. Tomó la mano desecha de su amado e hizo que se posara en sus desnudos senos, al tiempo que besándole, lentamente, poco a poco iba tirando de él, dirigiéndole, inexorable, a su dormitorio. Cuando llegaron a la misma puerta de la habitación, sin dejar de besar a Herman, sin siquiera mirar a su madre dijo a ésta

  • Mamá, por favor, ¿quieres hacerte cargo del niño hasta mañana?... Es que, ¿sabes? Hasta que por la mañana nos levantemos Herman y yo, voy a estar muy ocupada con él… Y claro, Herman conmigo… ¿No te importa verdad?

Y, sin esperar respuesta alguna de su madre, Hanna abrió la puerta de su dormitorio para luego cerrarla tras ellos. De todas firmas, y mientras la abría y después la cerraba, pudo percibirse, nítidamente, lo que decía a su marido

  • Por cierto cariño, y ahora que me acuerdo; estamos divorciados, ¿recuerdas?... Ya; una majadería mía, que no sé para qué quiero la cabeza… Nos casaremos para remediarlo, ¿verdad mi amor?

Luego, sólo risas de los dos, murmullos amortiguados por la puerta cerrada, unos suspiros de ella seguidos de unos gemidos… Unos femeninos jadeos más o menos inmediatos hasta que casi por finales se escuchó otro murmullo de la inconfundible voz de Hanna

  • ¡Así…así amor!... ¡Cuánto tiempo Herman, amor mío!... ¡Cuánto tiempo añorándolo…deseándolo!...

 

EPÍLOGO

Como es de suponer, Hanna y Hermanse casaron en el más breve tiempo que fue posible, pues en el mismísimo día siguiente a esa su nueva “Noche de Bodas” iniciaron los trámites para volver a casarse en el juzgado de distrito.

Por otra parte, Jim Clayton nunca fue el “tío Jim” del pequeño Herman, sino su legal padre, por lo que el niño acabó llamándose Herman Clayton y no Herman Hauman, como Hanna le inscribió en el registro, usando su apellido de soltera. Fue Herman, el marido de Hanna, el promotor del evento al considerar que el padre que dio el ser al crío tenía derecho a ser, legalmente, su único padre. Pero resultó que desde entonces el pequeño Herman Clayton tuvo, real y verdaderamente, dos padres, papá Jim y papá Herman, que les decía para distinguirlos, pues Herman siempre le atendió, cuidó y quiso como si el crío, en verdad, fuera sangre de su sangre, incluso cuando Hanna le ofrendó su primer hijo biológico… Y el segundo, y el tercero… Y no se llegó al cuarto casi que de milagro, pues con ese tercero, cuarto que ella alumbraba, las cosas se torcieron, pues vino mal y fue necesaria una intervención que a Hanna le costó los ovarios…

A nada de regresar Jim Clayton a los EEUU solicitó volver a Alemania, a Berlín en concreto, con lo que dos años más tarde estaba, de nuevo, en la antigua capital del Reich. Un día, cuando llevaba allí un año casi, andando por la calle escuchó una voz que le llamaba. Era Hilde, la que fuera “jefa” y amiga de Hanna en el “Moonlight”. Él, al pronto, ni la reconoció ni le hizo gracia eso de volver a verla, pero a ella sí que pareció agradarla verle, pues hasta se empeñó en invitarle a una cerveza.

Y, lo que son las cosas, que cuando se separaron quedaron en verse algún que otro día. Y lo que empezó siendo de vez en vez, poco a poco, fue haciéndose más y más frecuente hasta hacerse cotidiano pasar las tardes y los días festivos juntos, hasta que una tarde, sin venir, realmente, a cuento, Jim tomó a Hilde entre sus brazos y, sin más ni más, la arreó un “morreo” de los de “toma pan y moja”… Pero la cosa fue que a ella, a Hilde aquello le pareció tan bien que a continuación, del parque donde estaban, salieron más que corriendo los dos hasta la casa, el dormitorio y la cama de ella…

En fin, y para no cansar más, que en no tantas semanas más Hilde y Jim comparecían ante el juez que les declaró legalmente casados. Jim, francamente, no era religioso, por lo que eso de casarse ante un cura, pastor, rabino o imán musulmán se la traía más bien que al pairo… Y si le apuráramos, hasta lo del juez; pero como sucedía que Hilde más bien era un tanto creyente evangélica, por lo que a la ceremonia civil sucedió la religiosa

En fin, que la relación Hanna, Herman, Jim, Hilde, acabó por resolverse en que entre las dos parejas básicas, Herman-Hanna, Jim-Hilde, se fundió una amistad más que fuerte, más que entrañable, que con el tiempo redundó en que, en cierta forma, los hijos que cada pareja tuvo trabaran entre sí unos vínculos que casi más tenían de consanguíneos que de amistosos, por más que entre ellos, la afinidad genética se redujera a los entre sí hermanos.

Claro, que en tal aspecto, resultó que el joven Herman Clayton resultó en ser hermano biológico de todos los demás pequeños… Tal vez ahí estuviera, más que en otra razón, el íntimo cariño que entre todos los descendientes de las dos parejas surgió: De alguna forma, por medio de su común hermano, Herman, todos vinieron a constituir una suerte de hermandad

Y ya, estimado lector, sólo me resta añadir lo de: “COLORÍN COLORADO, ESTE CUENTO, RELATO O HISTORIA, COMO DESEÉIS CONSIDERARLO, HA TERMINADO.

En todo caso, añadir que espero os haya gustado o, cuando menos, no se os haya hecho en exceso aburrido.

Además, y como siempre, agradecer al amigo lector la atención que me ha prestado al leerme… Pero como todos también tenemos “nuestro alma en nuestro almario”, si tu amabilidad llegara a calificar este cuento, relato o historia, y no digamos si llegaras a comentármelo, para bien o para mal, según estimes y sientas, la hemorragia de satisfacción que me dispensarías sería casi apoteósica, pues ya sabéis, los escritos que uno hace son algo así como hijos del intelecto del escritor… ¡Y a qué padre no le gusta que le hablen de sus hijos!....

NOTAS AL TEXTO

  1. Según las Leyes Internacionales si tras transcurrir dos años desde el final de un conflicto bélico, todo soldado desaparecido en combate durante tal conflicto, si a tal fecha no hay noticia alguna de él, a petición de sus familiares más próximos, el Estado correspondiente debe declararle legalmente fallecido en la fecha en que desapareció, haciéndolo constar así en el Registro Civil
  2. En 1945 el mando aliado, y el norteamericano muy especialmente, prohibió todo tipo de confraternización entre ocupantes y población alemana, con expresa prohibición de matrimonios militar americano-mujer alemana. Esto se derogó en Julio de 1947, aunque para poderse casar un norteamericano con una alemana, ésta era sometida a una investigación tan rigurosa que pocas solicitudes se aprobaban (debían rellenar un cuestionario de 130140 preguntas, con antecedentes nazis en su familia, si alguna vez votó al partido nazi o militado en alguna organización del partido, creencias religiosas et.). En 1948, cuando la escisión aliada este-oeste estaba más que cantada, esto empezó a “aflojarse” para a partir de 1949, con el reconocimiento de la República Federal Alemana, casi se liberalizó. Para 1951, el único impedimento era si a la “novia” se la había “fichado” como prostituta en los últimos años.
  3. Hace referencia a que hace ya años, hasta los sesenta más o menos, en España al menos, la gente en general se abstenían de todo acto sexual, ya fuera dentro del “santo matrimonio” o en burdeles y demás. Por entonces se acuñó un dicho para expresar que alguien va mal de dinero: “Anda/ando como putas en Cuaresma”; vamos, que ni “chapa” en los bolsillos
  4. Efectivamente. Este caso se presentó numerosas veces cuando los prisioneros alemanes empezaron a regresar de la URSS. Encontrarse con que la mujer que dejaron se había vuelto a casar o se había juntado con otro hombre, del que, incluso, tenía hijos. Lo normal fue que esas mujeres no quisieron saber nada del “muerto”, de modo que no fueron pocos los ex prisioneros que lo perdieron todo en la guerra; mujer e hijos incluso, pues la mujer se los denegó. Otras, las menos, volvieron con el “muerto” resucitado, incluso con los hijos que del nuevo marido hubiera tenido; si el padre era alemán, claro, pues los EEUU, Gran Bretaña y Francia, a estos efectos, defendían los derechos de sus hombres… Y ya se sabe, eran los vencedores; imponían la ley…
  5. No solo en Alemania, sino en todo lo que se denominó y se conoce aún hoy como Europa Occidental, desde Inglaterra y Francia hasta Escandinavia, Holanda, Italia etc., el trabajo de la mujer fuera de casa no se generaliza hasta casi los años 70.(Informe solicitado por el Consejo Europeo de Estocolmo: «Aumento de la tasa de población activa y fomento de la prolongación de la vida activa» /* COM/2002/0009 final */) De forma que hasta fines de los 60(el famoso “Mayo del 68” francés)/inicios de los 70, no se generaliza la salida de la mujer, masivamente, al mercado laboral, por lo que hasta entonces la sociedad occidental tiene un marcado signo conservador, donde la mujer, casi en exclusiva,  desempeña las funciones de la famosa “Materfamilia” romana, guardiana, gobernanta y administradora del hogar. Así, que la mujer trabajara fiera de casa era francamente raro, pues los empresarios se cuidaban mucho de contratar mujeres casadas o solteras de edad un tanto avanzada, cerca ya de la treintena cuando menos, por el riesgo de que pudieran quedarse encinta. Las jovencitas, hasta los veinte y pocos años, no tenían problema, pues por entonces todavía la mujer solía llegar virgen al matrimonio, por lo que hasta tanto no se casara tal riesgo prácticamente no existía. Concretamente, en la Alemania de esos años cuando una mujer se casaba solía ser despedida, sin más, del trabajo…  

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