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La segunda oportunidad.

en Erotismo y Amor

CAPÍTULO 1

De críos mi prima Marisa, su hermano Alberto y yo éramos inseparables, los mejores amigos del mundo. Alberto y yo éramos de la misma edad, pues yo le aventajaba en sólo un par de meses, pero Marisa nos llevaba a su hermano y a mí cerca de dos años. Ellos eran hijos de mi tío Angel, hermano de mi padre unos tres años mayor que él, pero que eran inseparables. Mis tíos Angel y Matilde vivían casi fronteros a mis padres, en la calle Mayor del pueblo donde todos habíamos nacido, y casi siempre estaban juntos, mis tíos y mis padres, por lo que desde muy niños mis primos y yo compartíamos juegos y gamberradas a granel, que buenos cachetes de nuestras madres nos reportaron. Marisa, a sus ocho-diez años era un verdadero chicazo que, antes que andar con muñecas y amigas prefería venir con su hermano y conmigo para jugar a los típicos juegos de niños de aquellos años 50: Piratas, guerreros medievales, indios y vaqueros; y a las canicas o a las “chapas”, pues menudas “carreteras” montábamos en la tierra, con unos “peraltes” en las curvas de padre y muy señor mío, donde los “ciclistas” que cada chapa representaba cogían unos “efectos” que hacían salir disparado al “ciclista” que era una vida mía.  ¡La cantidad de veces que pude tomar la “cabeza” de la carrera en esos “peraltes”, al salir mi chapa disparada con tal efecto que se ponía en primer lugar. Y la cantidad de veces que a mi “ciclista” se lo dejaba atrás el de ellos. Aunque, la verdad, eran más las veces que Marisa me dejaba atrás que las que su hermano lo hacía, porque, ya digo, menudo “chicazo” era ella.

Aquello se fue desenvolviendo más o menos así hasta que yo alcancé los diez años, momento en que mi madre decidió que ya estaba bien de vivir en un pueblo que, aunque no excesivamente pequeño, carecía de las mínimas oportunidades para que un chico de aquella famosa clase media de los años de posguerra, los 40-50, con un nivel económico-social ni demasiado alto ni tampoco demasiado bajo, pudiera estudiar el bachillerato para posteriormente poder optar a la Universidad. Así, a poco de comenzar 1951, el año de mi onceno aniversario  de vida, toda mi familia se trasladó a Madrid, donde mis padres encontraron un piso en alquiler en una calle entonces casi en construcción, pues el edificio donde alquilaron el piso era el antepenúltimo de la calle, con descampados por todas partes, tanto delante como detrás del edificio. Precisamente las ventanas traseras de nuestra casa madrileña, daban a un gran descampado donde me inflé de jugar y a cuyo fondo se encontraba una antigua estación de ferrocarril de vía estrecha, la en tiempos famosa estación de Arganda. También este ferrocarril de vía estrecha tenía su fama, pues era conocido a nivel popular como “El tren de Arganda, que pita más que anda”.  Nada más instalados en la nueva vivienda, muy avanzado ya el curso escolar, mi madre se presentó en la administración de un renombrado colegio religioso. Su intención y absoluta seguridad era que yo completaría allí la enseñanza primaria, pero se encontró con que el Jefe de Estudios del colegio, el padre Emeterio de mis pecados, opinó que con mis próximos once años lo que debía haber empezado en Septiembre pasado, inicio del curso actual 1950-51, era el primer curso de aquel Bachillerato de siete cursos más la Reválida, entonces llamada Examen de Estado. Total, que aquel dichoso padre Emeterio me metió de pies a cabeza en Ingreso de Bachiller, curso que no hubo forma de sacar en Junio pues yo me incorporé al colegio bastante pez. Aunque en el pueblo asistía desde los ocho años a las Escuelas Nacionales, la Enseñanza Pública de aquella época, lo que allí enseñaban apenas si llegaba a leer, escribir y las cuatro reglas, sumar, restar, multiplicar y dividir. Las famosas tablas, canturroneadas, del “Dos por una es dos; dos por dos, cuatro” etc. Además, todo eso mal aprendido, por lo general. Y claro, eso no era base mínimamente suficiente para acometer el Ingreso de Bachiller en un colegio de altura, donde la Enseñanza Primaria era bastante más fuerte que en la Enseñanza Pública. Mal endémico de España, la Enseñanza Pública en sus primeras etapas. ¿Consecuencia de todo ello? Pues que el verano de 1951 no pudimos ir de vacaciones al pueblo pues mi padre Emeterio de las narices se empeñó en que yo tenía que asistir a las clases intensivas de verano que el colegio ofrecía a los alumnos que suspendieran en Junio, para preparar debidamente la “repesca” de Septiembre, cosa que mi querida madre apoyó calurosamente, por lo que, ¡hala!, todos a sudar ese verano en Madrid.

Aprobé en ese Septiembre el Ingreso, por lo que a primeros de Octubre empecé el primer curso de aquel dichoso bachillerato, con “latinazos” desde primer curso y griego desde cuarto. Increíblemente, ese primer curso de “cuchillerato” lo aprobé en Junio. No me pregunten cómo se obró semejante milagro, nunca más repetido, pues tampoco yo me lo explico. En fin, la cosa es que ese verano sí que fuimos al pueblo; y desde fines de Junio hasta ya bien entrado Septiembre, tras las Ferias y Fiestas del terruño.

Ese verano pues, con doce junios recién cumplidos, volví a reunirme con mis primos favoritos, Marisa y Alberto, y francamente, fue de los mejores veranos que he pasado. Puede que fuera por el casi año y medio sin ver a ninguno de los dos, que ese verano quedó grabado durante bastante tiempo en mis recuerdos como uno de los más felices de mi lejana infancia, pues a mis doce años ni siquiera proyecto de adolescencia había en mí. Aunque he de añadir que a los doce todavía sin cumplir de mi primo Alberto, ídem de lienzo; creo que Alberto y yo fuimos los chaveas más “gilís” de todo el orbe español, pues a esa edad, en general, ya la mayoría de los chavales empezaban a notar los primeros “calores” allá por la zona más bien pélvica, pero mi primo y yo en la luna respecto a esos “menesteres”. Marisa en cambio, con sus ya casi catorce añazos era otra cosa. La encontré distinta; no era la de años anteriores: Se enfadaba con su hermano y conmigo por casi todo, y lo peor es que le dio por llamarnos “enanos” a cada momento. ¡Abrase visto la “Doña sabionda” esta y los “humos” que se está sacando ahora! Mi primo Alberto me informó entonces que él venía sufriendo esos “humos” desde hacía ya casi un año. En fin, que pronto Alberto y yo  compartimos la lúcida conclusión de que las chicas, todas ellas sin excepción, eran unas “gilís” además de resultar insufribles, por lo que más nos valdría mantenerlas a la mayor distancia posible. ¡A ver si los “gilís” absolutos no éramos nosotros!

En fin, que la cosa siguió poco más o menos así durante los dos años siguientes: Nosotros, Alberto y yo, como chavales “duros”, pasando de cualquier cosa que llevara faldas. Y Marisa cada vez más tonta e insufrible con nosotros, sin querer apenas ni vernos, pues se codeaba de continuo con los tíos más “gilipuertas” del pueblo, esos de diez y siete-diez y ocho y hasta veinte años que se creían los reyes del mundo. Del mambo diría ahora, pero entonces de lo del mambo, es que ni idea. Como digo, nosotros, Alberto y yo, a lo nuestro que todavía no era sino jugar a todo trapo. Aunque he de admitir que ese segundo año, es decir, el catorceavo de mi existencia, empecé a notar cosas extrañas en mi cuerpecito serrano. Surgieron pelitos por donde andaba esa cosa que, pensaba yo, sólo estaba allí para hacer pis; luego, fui por entero consciente de que aquella cosa tan pequeñita se agrandaba día a día. Pero la gran sorpresa me llegó la noche que desperté anegado en un líquido la mar de raro, pues no era tan líquido, sino más bien espeso. Dios y qué cantidad de cosas raras me estaban sucediendo. Intrigado, le pregunté a Alberto si le pasaba a él algo parecido, y mi sorpresa ya fue mayúscula cuando me confesó que, punto por punto, le estaba pasando a él lo mismísimo. Aunque me tranquilizó un tanto cuando me dijo que, según le dijera un chico algo mayor, de esos gilipuertas con que ahora andaba su hermana, eso no tenía importancia, que era normal y a todos los chicos nos pasa: Nos estábamos haciendo hombres. ¡Pues vaya con la “hombrada” y los sustos que daba!

Pasó aquel año que de tanta confusión fue para mí, el de mi catorce cumpleaños y a ese siguió el de mis quince y el de mis dieciséis años, que quedaron también atrás para encarar 1957, año en que alcanzaría los diecisiete. Ese sí que fue un año de grandes y definitivos cambios en mi vida, que, por así decirlo, se me cambió como un calcetín vuelto del revés. La cosa empezó ya por las Navidades anteriores, las de 1956-57, cuando a mi padre se le llenó “el gorro de guijas”, es decir, estalló en un humor de perros, pues acababa de empezar mi segunda repetición del  cuarto curso de bachillerato, tras repetir un año el tercer curso; y es que ese dichoso cuarto curso no lo aprobaba ni por equivocación, cosa enteramente comprensible si se tiene en cuenta que, ni por error tampoco, abría un libro en todo el año. En un principio, porque el andar jugando a los soldaditos o “largarme” a la calle a hacer gamberradas una tras otra, me “molaba” bastante más que lo de abrir esos más que aburridos libros. Después, porque lo que me “molaba” ya no eran los soldaditos, sino andar despendolado tras la cantidad de chavalas bien hechas que pululaban por las calles de aquel Madrid de mis pecados. También he admitir que algunas veces, pocas, me veía ante uno de esos dichosos libros abierto frente a mí; pero no creáis que eso era por virtud o amor al arte, ni mucho menos, sino porque a veces a mamá le daba por imponer su autoridad a guantazo limpio y, claro está, eso tampoco era plan. Aunque tampoco penséis que en tan especialísimas ocasiones mi atención estaba centrada en el aburrido texto abierto ante mí; ni hablar de eso, pues en lo único que entonces solía pensar era en las avutardas, fauna que ni sé por qué tanto encandila a cuantos se dedican a perder lastimeramente el tiempo.

Bueno, pues la cosa es que, tan pronto pasaron las Navidades, no más allá del 10 de Enero, me vi trabajando de mozo de almacén en el mismo de ferretería que mi padre llevaba. Además me debió “recomendar” a modo pues, ¡la Madre de Dios! Y lo que me hicieron “doblar el lomo” desde el primer día. Para mí que el jefe de almacén, un tipo enteramente horripilante, se ensañaba conmigo. No llevaría ni quince días pasando las del infierno cuando intenté “negociar” con mi padre: Con la carita más angelical e inocente que me fue dado poner, le juré por todo lo jurable que estaba reformado, que si me permitía volver al Instituto, me comería los libros crudos. Pero no “tragó”. Encima, me amenazó, eso sí, veladamente, muy veladamente, que si volvía a intentarlo me “recomendaría” bastante más en serio. Además, me puso en antecedentes que, si volvía a recibir quejas de mí, pues el maldito jefe de almacén le soltaba cada “matraca” sobre mí cada vez que mi santo padre aparecía por el almacén que habría que oírlas, me iba a estar en aquel maldito almacén hasta que las ranas criaran pelo. En fin, que a la vista del panorama pensé que mejor sería dejar de escaquearme siempre que podía y tomarme ese maldito trabajo un poco más en serio. Aunque, la verdad, no mucho más en serio.

El otro cambio fundamental vino en el mes de Agosto de ese año 1957, con ya diez y siete en mi haber, cuando en el almacén de mis desdichas me sorprendieron con unas vacaciones y me pude ir al pueblo. En ese viaje, tuve algo más que claro que, sin saber cómo ni cómo no, me había enamorado de mi prima Marisa como un perro. Y es que la muy puñetera se había puesto más buena que el pan pringado, y a mí los ojos me hacían chiribitas cada vez que la veía. Desde ese verano, yo intentaba acercarme a ella cada día, pero cada día mis intentos acababan en franco fracaso, pues aunque ella ya no era tan borde conmigo y con Alberto, su hermano, como antes, tampoco la atención que nos prestaba era nada del otro mundo: Indudablemente, ella seguía viendo en nosotros unos casi pipiolos, muy alejados del Olimpo de las “personas mayores”, como ella por ejemplo.

Y así, con más pena que gloria, pasó el casi año y medio que me separaba de las Navidades 1958-59, fechas para mí memorable: A media mañana del 20 de Diciembre de 1958 me llamaron a la oficina. Al llegar allí, me encontré con mi padre y su amigo el Jefe de Ventas. Yo sabía que mi padre llegaba a casa en la precedente madrugada para ya pasar las Navidades; incluso suponía que se pasaría  esa mañana por el almacén, cuál era su inveterada costumbre, pero eso de llamarme en tales ocasiones era nuevo. Total, que ese fue mi último día como mozo de almacén pues cuando mi padre se marchó yo me fui con él. Me “indultaba” del trabajo en el almacén y hasta pasaría las Navidades vagueando ¿Razones de tan increíble liberalidad en él, que a efectos de su hijo no era nada, pero que nada liberal, a pesar de su republicanismo e izquierdismo casi congénito? Facilísimo: Era “ascendido” de mozo a ayudante suyo particular, pues ese día me anunció que tan pronto reiniciara viaje tras el parón de las Navidades, yo saldría con él para aprender la profesión de Agente de Ventas. A vender a cualquier comerciante que se me pusiera por delante y sacarle el máximo pedido que pudiera sacarse, sin que se me “escapara” ni uno.

Hacia el ocho o el nueve de Enero de 1959 me ausenté de casa por primera vez en mi vida. Por primera vez también entré en un comercio de ferretería como vendedor, aunque mejor sería decir que como acompañante del vendedor, pues mi actuación en esa primera lección práctica que mi padre me daba se limitó al protocolario dar la mano al cliente con el típico “Encantado de conocerle, señor”. A partir de ahí fui observador mudo. Con toda nitidez recuerdo que fue en el pueblo conquense de Tarancón. Aquella noche también fue la primera que dormí fuera de casa, en cama extraña. Fue en otro pueblo de Cuenca, Carrascosa del Campo, en una posada de mala muerte y bajo un frío espeluznante. Una posada donde únicamente podía estarse algo así como caliente en la sala que, a un tiempo, era cocina y comedor de viajeros. Lo recuerdo como si hubiera pasado ayer: El hogar de lumbre baja, encendida en el suelo, en un lateral de la habitación y bajo una chimenea rezumante de hollín; una estufa de chapa al rojo, de esas típicas de la Mancha, panzuda y llena de leña, desde un rincón calentaba la estancia hasta crear un ambiente un tanto agradable. Arriba, las habitaciones, heladas como témpanos, con un servicio de lavabo que se reducía a un mueble alto, de patas larguísimas, con un aro a media altura donde encajaba una palangana. Arriba, un marco ovalado con el desvaído espejo y abajo un cubo donde verter el agua de la palangana. Un jarro o jofaina, alto, muy alto, con capacidad para cinco litros, lo sé bien pues ni se sabe los que a lo largo de aquellos años pude vender, completaba el servicio de lavabo. A la mañana siguiente, para poder lavarnos, hubo que empezar por quebrar la capa de hielo que durante la noche se formó en la boca de aquella jofaina.

A aquella primera posada, ni sé las que siguieron; como tampoco sé la cantidad de fondas, hoteles de bajo precio, de los que entonces se decían “de viajantes”, pues el viajante de entonces no iba a gastar dinero, sino a ganarlo. Entonces no había sueldo, ni dietas de viaje, ni kilometraje… Sólo el emolumento a tipo de comisión sobre ventas, entre el 3 y el 5%; eso significaba que cada vez que amanecía tenías que salir a ganarte los garbanzos, pues si vendías, y lo vendido se cobraba, tú ganabas dinero; pero si no se vendía o no se cobraba lo vendido, ni un real, como entonces se decía. En cambio, los gastos de viaje eran fijos y cada día había que pagarlos: Locomoción, gasolina y amortización del coche; desayuno, comida, cena y cama… En fin, perdonad, pero los recuerdos vinieron a mi mente, en tropel… Y ya que estoy de confidencias que nada tienen que ver con la “historia” que narro, decir que, de todas las maneras, aquella época y todos los años en viaje que le siguieron, pues en activo me mantuve mientras el cuerpo aguantó y mi vista distinguía la carretera, fueron los mejores de mi vida, pues acabé enamorándome de mi profesión.

Y vale de recuerdos y confidencias que más bien no vienen a cuento pero, por favor, perdonadme; no lo he podido evitar, fue más fuerte que mi voluntad. O, tal vez, fuera esa mi voluntad, dejar volar la memoria reviviendo un pasado que para mí fue muy bonito.

Bueno, pues a lo que íbamos. Excepto en lo referente a mi “presentación en sociedad” como aprendiz de viajante, pocos cambios hubo en ese año, 1959, si no menciono que mi enamoramiento de mi prima Marsa iba en absoluto “crescendo”. Como también mi “cabreo” cuando la veía en compañía de aquellos “niños bonitos” que ni me miraban pues para ellos yo seguía siendo un ínfimo “pipiolo” frente a “gente mayor”. Pero lo que más me sulfuró y los celos más tremendos me hicieron padecer hasta lo indecible, fue ver cómo Raúl, el “niño” de la familia más poderosa del pueblo, cuyo padre era propietario más de la mitad de las tierras del entorno, monopolizaba a Marisa todo cuanto podía. Pero lo peor fue percatarme de que mi amada prima no hacía ascos en absoluto a semejante individuo; muy al contrario, pues esa diosa ebúrnea le distinguía cosa mala. A todo ello se unía que mis tíos, Juan y Matilde, estaban que no cabían en sí desde que vislumbraran que su niña tal vez “cazara” al más fabuloso “partido” de la región.

El año 1959 pasó y llegó 1960, con mis ya veinte añitos. A estas alturas, informar que mi “aprendizaje” iba viento en popa. Ni soñando podía imaginar que, como aquel que dice, había nacido para esa profesión que, además, en un santiamén me enamoró. En absoluto me pesaban los largos meses de viaje y para nada echaba de menos a mi peña de amigos de Madrid. En ruta me sentía como el pez en el agua. ¿Podéis imaginaros lo que para mí significaba entrarle a un “hueso” de ferretero que se defendía como gato panza arriba de mis intentos de venta, llevarle poco a poco a mi terreno y, por finales, sacarle un sabroso pedido? Entonces yo me sentía el tío más grande del universo y mi “ego” se hacía gigantesco. No hay placer mayor en el mundo que experimentar eso, el dominio sobre el cliente. Y aún más teniendo en cuenta que yo no era sino un advenedizo en las lides comerciales, y aquellos “huesos”, individuos con el colmillo comercial muy, pero muy retorcido. Vamos, como en el mundo taurino se diría, faena de dos orejas, rabo y ni se sabe cuántas vueltas al ruedo. Porque a mediados de 1959, mi padre empezó a confiarme la atención a clientes yo solito; y, ya en 1960, hasta me mandaba de viaje, aprovechando él para poder descansar un poco esos días y yo me largaba al volante de nuestro coche más contento que el famoso “Chupillas”, que a saber quién sería el buen señor.

Pero cuando pasé por el pueblo, no para descansar en el verano, sino como la plaza más de la ruta que también era, con sus consiguientes clientes, los cuales, a decir verdad, no me tomaban demasiado en serio, tal vez por aquello de que me hubieran visto crecer y hacer mil y una tonterías y, lo que es peor, gamberradas la mar de “finas” en compañía de mi primo Alberto que, la verdad, seguía siendo el “cantamañanas” de toda su vida. Pero qué queréis, seguía siendo mi mejor amigo. Y fue él precisamente el que me dio la fatal noticia: Su hermana Marisa y el gilipuertas odioso del “niño” Raúl eran novios muy, muy formales, para la hemorragia de satisfacción de mis tíos, Juan y Matilde, pero también la desesperación de Alberto, pues todavía no está muy claro cuál de los dos odiaba más al “niño bonito”, si Alberto o yo, que ya es odiar.

Como imaginaréis, la noticia me cayó cual el famoso jarro de agua helada, tanto fue así que perdí casi toda esa semana, pues yo no estaba para empecinarme en ninguna “batalla” comercial, y el empeño que ponía en ello, era prácticamente nulo. Cuando regresé a casa y mi padre vio la semana perdida me llevé una bronca de padre y muy señor mío, que yo aguanté con espartano estoicismo.

El mes de Agosto de ese año, 1960, volví al pueblo. De nada me sirvió intentar negarme a ir, pues mis padres se tomaron muy a pecho eso de que yo me quedara sólo en Madrid durante todo el mes de los “Rodríguez”, como por aquellos entonces se denominaba a los maridos que quedaban solos en la ciudad mientras la santa esposa y los “ninios” se largaban a la playa o donde fuera. “Rodríguez” pues se suponía que los muy “pillines” dedicaban las noches del “Ferragosto”, a esparcirse con lindas señoritas halladas cualquiera sabe dónde, tras desprenderse de la matrimonial alianza y adoptar el común apellido.

Pues a lo que iba: ¡Qué no haría el cabeza loca de su querido retoño, enteramente solito en aquella ciudad de perdición durante el famoso mes! Vamos, que ni de coña lo iban a permitir con mis tiernos veinte añitos recién cumplidos. Y como por entonces los padres, indefectiblemente, eran la mar de suyos, pues ajo y agua Antoñito, cariño. Es decir, “A JOrobarse Y AguAntarse, tocan.

Pues bien, los pesares que me acongojaron en ese infausto mes fueron de “Pronóstico Reservado”, pues hasta amarillo me ponía de ver a Marisa hasta darse el “pico” con el endemoniado Raúl, el ser que más he odiado en la vida. Y acabé metiendo la pata en forma desmesurada: Una tarde de domingo me presenté en el baile que entonces se celebraba en el Casino y pretendí bailar con mi prima: la mar de cortés le pedí al dichoso Raúl que me permitiera bailar un momento con su novia, mi prima, a lo que el “pavo” no parecía estar muy dispuesto. Lo conseguí gracias a la intercesión de la propia Marisa.

  • ¡Hombre Raúl, que es mi primo!

Raúl, bien que con cara de no agradarle mucho la cosa, se quitó de en  medio y yo pude enlazar a Marisa por la cintura y llevarla hacia el centro del salón. Era casi la primera vez que bailaba con ella, que la tenía tan cerca de mí. Y la Naturaleza obró en mí por su cuenta. Me la apreté tremendamente al frontal de mi humanidad, nada destacable por cierto, y aquella cosa de mi anatomía que en tiempos fuera pequeña, pequeña, pero que después creció, digamos, que bastante, cobró vida propia, se engrandeció como jamás antes lo hiciera, pero eso no fue óbice para que yo me apartara de mi adorada prima. Antes bien, el ceñimiento de su cuerpo se convirtió en el más descarado abrazo y esa “cosa” engrandecida se proyectó de tal manera a esa parte tan sensible de la anatomía femenina, que a Marisa no le pasó en absoluto desapercibida

  • ¡Pero qué te pasa Antonio! ¿Estás loco? ¡Por Dios, que soy tu prima!

No me dio tiempo a decir nada. Sin saber ni de dónde me vino, recibí un tremendo puñetazo en pleno rostro que, al momento, me hizo sangrar abundantemente por la nariz, pues me la acababan de romper. Rodé por el suelo al estar por entero desprevenido y entonces le vi ante mí. A Raúl no le había gustado lo que se dice nada de nada la forma en que tomé a su novia y pasó lo que pasó. Debo reconocer que razón no le faltó, pues mis deseos de hembra respecto a Marsa saltaban a la vista de cualquiera que se fijara en ello, y Raúl no nos perdía de vista. Pero a mí se me nubló la vista viéndolo todo más rojo que la sangre, hirviendo la mía como nunca antes me hirviera, y sólo pensaba en “asesinar” a ser tan odiado. Me levanté de un salto y me arrojé sobre él con instinto de asesino. Pero no logré asestarle ni un solo puñetazo, pues Raúl me paró en seco con otro mazazo tan contundente como el anterior, también éste en pleno rostro, con lo que empecé a sangrar, también con abundancia, por la boca, pues el salvaje del novio de Marisa me había hecho saltar más de un diente y más de dos, que buenas pesetas me costó su restauración. De nuevo me vi tendido en el suelo y sin fuerzas ya para volver a levantarme. Pero eso no detuvo la furia del “maromo”, que me “regaló” dos patadones en las costillas de los que hacen época.

Mi prima Marisa se puso histérica, llorando y gritando a un tiempo, mirándome con los ojos desorbitados, pero sin hacer ademán alguno de acercárseme ni tan siquiera de protegerme ante el bárbaro de su novio. De modo que fueron otros los que acudieron en mi ayuda, inmovilizando al cafre de Raúl y levantándome del suelo a continuación. Quise negarme, pero no tuve fuerzas para oponerme, y me llevaron a casa, donde no quería ir en tal estado por la alarma que causaría en mi familia, alarma que se produjo tan pronto como me vieron.

Jamás en mi vida oí a mi padre arremeter contra nadie como aquella noche lo hizo contra el hijo de mala madre de Raúl, el señoritingo del lugar. Les expliqué lo ocurrido, cómo me enamorara de mi prima. Hasta intenté disculpar a Raúl, diciendo que yo, previamente, me había pasado siete u ocho pueblos con mi prima Marisa, su novia, y que eso es malo de tolerar por ningún hombre, y menos por el “señorito” del lugar; pero no logré aquietar a mi padre, que maldecía y juraba hasta en arameo contra aquel mal nacido. Pero tampoco su sobrina salió bien librada del “reparto” de improperios, pues hasta llegó a llamarla zorra, lo que provocó que yo me enfrentara a él en cierto modo. Y es que para mí Marisa era intocable para todo el mundo.

En fin, que las excelentes relaciones entre mi padre y su hermano Juan se enfriaron un tanto durante algún tiempo, y la visita que a la tarde siguiente hicieran mis tíos, Juan y Matilde, junto a su hija Marisa para interesarse por mí, no ayudó mucho a retomar la fraternal relación. Creo que fue entonces cuando mi tío Juan supo del distanciamiento que respecto a él iniciara su hermano, mi padre, pues el recibimiento que hizo a su hermano y su cuñada no es que fuera frío, es que resultó gélido. Y a su sobrina la ignoró olímpicamente. Mi madre sólo hacía que llorar y mi tía Matilde la imitó al instante. Marisa permaneció callada ante todos, pues mi padre había hecho entrar a su hermano, cuñada y sobrina a mi habitación. Los momentos resultaron de lo más tensos. Mis tíos me dieron unos cuantos besos, hablaron poco, de pie todo el rato pues mi padre no les ofreció asiento al entrar y pronto se marcharon; la situación daba para poco. Cuando se despedían, por primera vez en aquella tarde, mi prima Marisa se me acercó, me besó en la mejilla y, casi murmurando vertió en mis oídos.

  • Primito, te quiero mucho… ¿Lo sabes? Y siento en el alma lo de ayer… No sé qué me pasó, pero no pude reaccionar: Me quedé clavada, anonadada… Vencida por ni sé el qué. Pero te lo suplico, primito, te lo suplico: No me odies…

Yo no le respondí nada, y les vi marchar en silencio

Por finales tuve que guardar cama durante tres días, pues el “palizón” no había sido nada baladí. Al cabo de menos de una semana toda la familia regresamos a Madrid. Mi padre, sobre todo, no quiso permanecer ni un día más en su pueblo, decía que si se encontraba con ese mal nacido ni sabía lo que haría. Yo trataba de quitar hierro al asunto, en especial porque no me agradaba un pelo la deriva que la relación entre mi padre y mi tío Juan estaba tomando. Pero no hubo manera. De forma que, como digo, tras descansar los tres días en cama y otro par más de pie, pero sin salir de casa y como quien dice de la cama a la butaca rellena de cojines que mi madre me preparó para mi mayor comodidad, cargamos el coche y carreta y manta para Madrid. Aquel fue el primer año, desde que tengo memoria, que mi padre y mi madre no estaban en su pueblo para las fiestas de la Virgen a fines de Agosto, cuando la Patrona del pueblo es traída desde su Ermita-Santuario a la iglesia parroquial del pueblo, permaneciendo allí hasta la finalización de la Feria y Fiestas anuales en honor a la Patrona, hacia la primera decena de Septiembre.

Llegados a Madrid, todavía permanecí inactivo, saliendo poco con los amigos, hasta que acabaron los primeros días de Septiembre, fecha en que reiniciamos viaje mi padre y yo, juntos como siempre. A destacar que, aunque viajábamos los dos juntos en el Citroen Tiburón de mi padre, a inicios de aquel ya agotado mes de Agosto, estrené automóvil propio, uno de aquellos populares Seat 600 que por entonces, más o menos años 60, “motorizaron” a media España, aquella España de los Planes de Desarrollo que en chunga la gente llamaba “de Desenrollo”.

Pues bien, con las Navidades 1960-61 se esfumó el año 1960 y 1961 inició su andadura entre la general y universal algarabía de festejos, charangas y pitos, confeti y champaña. Pero este año me trajo otros dos sinsabores: No recuerdo bien la fecha exacta, pero creo fue entre Marzo y Mayo, llegó la notificación del Ayuntamiento madrileño, Negociado de Quintas, pera presentarme en la Tenencia de Distrito a tallarme y medirme, pues estaba en Caja como “quinto” del 61 y, más o menos, para Marzo del 62 me incorporaría a filas: Vamos, que el Ejército Español, con su peculiar  magnanimidad, me “costeaba” unas  largas “vacaciones” en su seno, año y medio más o menos.

Como digo, esa fue la primera de las noticias aciagas además de la menos desagradable, pues la segunda llegó ya casi finalizando el mes de Mayo. Fue la invitación que mis tíos Juan y Matilde nos enviaban a la boda de su hija Marisa con el hijo del gran magnate del contorno más que del lugar. De su puño y letra añadían su gran interés por que todos acudiéramos; sí señor, en tropel mi padre, mi madre y yo. Incluso nos solicitaban a mi padre y a mí que firmáramos como testigos.

Aunque la noticia me cayó como un tiro, no pude menos que sonreír, eso sí, con mucha más tristeza que alegría, ante las incongruencias de la vida, que tantas veces parece carcajearse de nosotros en nuestra propia cara. Porque eso de firmar yo como testigo en la boda de la mujer que era toda mi vida con el hombre más odiado por mí… Tenía “tela”… Mucha, mucha “tela”…

Trabajo costó convencer a papá de ir a la boda de su sobrina y más todavía que aceptara firmar como testigo, pero entre mamá y yo lo logramos. Yo, porque tampoco quería hacer ese feo a mis tíos, que siempre me trataron como a un hijo más de ellos y a los que yo sinceramente quería; mucho menos a mi adorada prima. Ese día, sin duda el más amargo de mi vida, lo afrontaría con gallardía: Bebería el amargo acíbar hasta la última gota y con mi mejor sonrisa en la cara. Mi madre, porque mi tía Matilde, desde siempre, había sido su gran amiga, y añoraba esa amistad, por lo que estaba empeñada en tender “puentes” entre ambas familias, entre ambos hermanos en definitiva. Empeño que su cuñada Matilde secundaba con el mayor entusiasmo.

De manera que el 11 de Septiembre de ese año, 1961, víspera del de la boda de mi prima, los tres nos metimos en el Citroën Tiburón de papá, con la ropa que al día siguiente luciríamos en la ceremonia como casi único equipaje en las maletas, y emprendimos camino al pueblo, donde llegamos con el crepúsculo. Mis padres se fueron directamente a casa, a sacar los trajes de las maletas y colgarlos de perchas para que a la siguiente mañana estuvieran perfectamente “ponibles”. Eso no impidió que alguna de esas prendas apareciera más o menos arrugada, lo que obligó a mamá a planchar un poco.

Yo marché directo al casino a ver si por allí había alguien. En aquel círculo no hallé a nadie de interés, pero en el sempiterno tabernucho adherido al edificio del casino, el bar “La Cueva” que más honor a su nombre no podía hacer, estaban mi primo Alberto y mis inseparables amigos Paco y Félix, amén de otro familiar mío por vía materna, mi casi primo Satur, Saturnino para su desgracia, pues el nombrecito le sentaba como un rayo. “Vamos a ver… ¿Por qué mis padres no me llamaron Alfonso, Pedro, Vicente, José o Manuel incluso como a cualquier niño normal”? decía a cada momento. Que le llamaran “Satur”, todavía hasta lo toleraba, pero pobre del que se atreviera a nombrarle por SATURNINO, con todas sus letras; así, a lo bestia como él decía. Enemistad eterna la tendría asegurada el pobre infeliz. Satur era hijo de una prima hermana de mi madre, por eso digo que casi primo por no decir aquello de primo segundo, que sería lo correcto, y el pobre hombre debía su nombre a un abuelo paterno.

Pues bien, allí les encontré y nos faltó tiempo para abrazarnos todos, pues en verdad era grande el afecto que nos unía y llevábamos sin vernos unos trece meses, lo nunca visto; sí, trece meses, pues ese último mes de Agosto nadie de mi familia directa apareció por la ancestral Patria Chica.

  • La verdad Antonio, no esperaba verte por aquí en estos días. No serás “masoca”, verdad macho

Me eché a reír y repuse

  • Pues no Alberto, macho; en absoluto soy “masoca”, pero… ¿Cómo iba a faltar a la boda de mi prima favorita…? Máxime si me piden que firme como testigo de la boda…
  • Ya; tu prima favorita… Ya… ¡Y un cuerno macho! ¡Tu primita, mi desagradable hermana, no es sino la mujer por la que andas suspirando por los rincones, gilipuertas, más que gilipuertas…! ¡Y vienes a presenciar cómo esa mujer que te tiene sorbido el seso se casa con la persona que más aborreces…! ¡Y, encima, aceptas firmar como testigo…! La caraba, vamos. ¿Eres o no eres “masoca”? ¡“Pringao”, más que “pringao”!

Me puse serio, bajé la cabeza di un largo trago al vaso de vino que nada más verme entrar aquel grupo de excelentes amigos había pedido para mí y sin levantar la vista, sin mirar a nadie, repuse

  • Alberto, sé que mañana será el día más triste de mi vida. Sí, amo a Marisa con todas las veras de mi ser. Pero cuando de verdad se ama a alguien, lo que se desea es su felicidad más absoluta. Ella eligió a su hombre, Raúl, y poco importa que a mí me guste o no; que le odie o no le odie. Es su elección y tomada libremente, lo que implica que está segura de que la felicidad que todos nos merecemos la encontrará junto a esa persona. Puede que ella esté en lo cierto y con Raúl sea de verdad feliz. Luego, si de verdad la quiero, y te juro que la quiero de verdad, debo aceptarlo y desearle toda la felicidad del mundo. Eso es todo. Me va a doler, claro, pero es su deseo y yo a él me pliego. No Alberto, no soy ni masoquista ni pringado.
  • Lo que tú digas. Pero recuerda lo que te digo: Te equivocas porque ese ser se quiere demasiado a sí mismo para querer a nadie más. Mi hermana está la mar de buenorra y, lógico, el “guaperas” ese se encaprichó de ella; pero tan pronto disfrute del “caprichito” deseará otro “caprichito”, y otro y otro... Porque de lo único que “ese” es capaz es de desear a una mujer, pues querer a nadie le es imposible. Jugaste mal tus cartas, primito, y has perdido. Te retiraste del combate sin combatir, te rendiste sin luchar… Te quitaste de en medio cuando debiste “atacar” a fondo, pero con sentido común, con suavidad, respeto, elegancia y galantería… Mas, ¿qué hiciste? Batirte en vergonzosa retirada primero y luego... ¡Meter el zanco hasta el corvejón! ¿Ves cómo eres un gilipuertas, un “pringao”?

Ante aquella apabullante verdad no pude sino callar. Y menos mal que tanto Satur como Paco dieron un giro a la conversación con lo que lo acerba que se estaba poniendo la cosa se dulcificó un tanto.

Aquella tertulia se extendió al final por casi hora y media más entre presunciones de “conquistas” femeninas que más tenían de falsedad que de realidad, algún que otro chiste verde y también alguna broma de pésimo gusto… Lo normal que siempre ha sido y, supongo, siempre será entre los “machitos” de todos los tiempos.

La tertulia dio en quiebra, por lo que a mí respecta, cuando el “cuarteto de la bencina”, Alberto, Paco, Félix y Satur decidieron subir al casino para jugar algunas “manos” de “subastao” o mus, y yo decidí que mejor sería irme a casa. Una cosa buena saqué de encontrarme con Alberto. Puesto en antecedentes de mi intención de abandonar el santuario antes del banquete, tan pronto acabaran las firmas en el Registro Civil, y seguidamente del pueblo, Alberto se ofreció a sacarme del santuario en su coche y dejarme en la parada que la línea de coches de línea que unían Jaén con Madrid tenía en la curva que la carretera general hace al pié de la colina donde el pueblo se alza, justo donde se ubicaba la única gasolinera con que el pueblo contaba.

Al día siguiente madrugamos lo necesario para acicalarnos lo conveniente para el evento social que se avecinaba y hechos  los tres, mi padre, mi madre y yo, unos brazos de mar por lo elegantes que nos pusimos, partimos hacia el Santuario de la Virgen Patrona, donde llegamos minutos antes de que el novio lo hiciera y más minutos antes de que la novia llegara. Cuando la vi, Marisa me pareció un sueño, una de esas princesas de cuento de hadas como, por ejemplo, La Bella Durmiente, y en mí vi al ser más desgraciado de la Tierra. Sí, pues sentí cómo esa herida que taladraba mi alma desde años ha se enconaba como nunca antes lo hiciera.

Pasé la ceremonia celebrada ante el Altar Mayor, a los mismos pies de la Santa Virgen, muy atrás, al fondo del templo y casi escondido tras una de las columnas que sostenían la bóveda, pues no quería ver esa ceremonia que me estaba partiendo el corazón. Tuve que reunir todas mis energías, toda mi entereza y fuerza de voluntad para no estallar en amargo llanto, en sollozos abrumadores. Apreté los dientes, los enclavijé realmente, y logré resistir sin dejar brotar de mis ojos ni una sola lágrima del océano que en mis lagrimales se acumulaba. Cuando la ceremonia por fin terminó, mi rostro debía estar por entero demudado por la expresión que vi en los ojos de mi padre y también en los de Alberto cuando nos reunimos en la sacristía para cumplimentar como testigos del acto ante la Autoridad Civil que sancionaría el matrimonio entre los nuevos contrayentes, según entonces se acostumbraba a hacer en España, cuando era el juzgado quien se personaba en la sacristía correspondiente para que contrayentes, padrinos y testigos dieran fe del hecho matrimonial en el Registro.

Entonces, cuando los dos esperábamos nuestro turno de firma, comuniqué a mi padre mi proyecto de dejar santuario y pueblo tan pronto hubiera firmado. El entendió perfectamente mi postura, asegurándome que se lo explicaría a mi madre y me despediría de ella.

Por fin me llegó el turno y estampé mi firma en el Registro. De inmediato hice señas a Alberto y, seguido por él, me dirigí a una salida que, desde la sacristía, se abría directamente a la parte de atrás del templo, la forma más discreta de abandonar sigilosamente la gran explanada donde se alzaba el templo. Entonces, veo que Marisa me sale al paso. Hasta ese momento no me había acercado a ella; ni siquiera la había felicitado por su matrimonio. Hice lo que pude hacer; lo otro, las formales felicitaciones, los besitos y golpecitos en el hombro más o menos sentidos, más o menos protocolarios, para mí eran entonces impracticables. Así que cuando la veo venir hacia mí, tan endiabladamente bella y radiante, se me puso un nudo en la garganta, un vacío en el estómago y por poco no se me paraliza el corazón. Desde luego me quedé parado como si mi cuerpo, de repente, se convirtiera en una estatua de sal, como el de la mujer de Lot. Pero Marisa siguió avanzando hacia mí, manteniendo en su rostro esa maravillosa sonrisa suya.

Se llegó hasta mí y depositó un beso largo, intenso y tierno en mi mejilla, para susurrar quedamente en mi oído

  • Antonio, primito, te quiero mucho, de verdad, te quiero mucho. Y mi mayor deseo es que pronto encuentres una chica que te merezca y te haga feliz, todo lo feliz que mereces ser.
  • Gracias Marisa. Pero no sé si esa chica aparecerá algún día; puede que yo no desee que aparezca nunca…
  • Te vas ¿verdad?
  • Sí, regreso de inmediato a Madrid
  • ¡Quédate al menos a la comida! Te advierto que estará muy bien. Todo, cosas exquisitas.
  • No lo dudo. Pero no tengo ánimos… Marisa, de verdad deseo que seas muy, pero que muy feliz. Y espero que Raúl sepa estar a la altura que tú mereces.
  • Eso ya lo sé. Sé que me quieres bien. A pesar de lo del año pasado… Ja, ja, ja… También sé que con Raúl seré todo lo feliz que deseas sea.
  • Bueno Marisa, lo dicho, que seas feliz. Adiós primita
  • Adiós primito… ¿Volveré a verte?
  • ¡Quién sabe…! Puede que sí… Puede que no… Qué importa ahora eso… Tú emprendes una nueva vida con tu marido, yo debo seguir la mía, tal y como hasta ahora… Lo que sí te digo es que, si volvemos a vernos, será dentro de algún tiempo… tal vez de mucho tiempo…

Marisa quiso seguir hablando pero yo lo impedí. Le tapé la boca con la mano, le besé la mejilla y me alejé de ella, camino de la salida elegida. Alberto me siguió, mirando seriamente a su hermana al pasar junto a ella. Se paró un momento para decirle

  • Hermanita, yo no te digo que seas feliz: Sólo deseo que no te estés equivocando y que nunca te arrepientas de lo que acabas de hacer.

Y siguió tras de mí. Con Alberto llegué al pueblo, me cambié de ropa e hice la maleta con lo que me acababa de quitar. Luego, Alberto me dejó en la parada de autobuses al pie del pueblo y regresó al santuario a comer.

El coche de línea no tardó mucho en llagar, pues nosotros habíamos arribado allí sólo minutos antes de la hora de llegada del autobús. Subí al coche y busqué asiento hacia el final, en un conjunto de dos butacas prácticamente solitario. Y entonces, allí, solitario por fin, no fui capaz de seguir aguantando mi congoja. Rompí a llorar, con un desconsuelo nunca encontrado en mí. Me sentía como desgarrado por dentro, despeñándome por un pozo de insondable profundidad y negrura. Los fuertes sollozos remitieron tiempo después, pero no la congoja que atenazaba mi alma, por lo que seguí gimiendo pero ya sin ostentosas demostraciones.

Al fin llegamos a Madrid. Me apeé en la terminal de la línea de autocares, casi en la plaza de Mariano de Cavia, muy cerca de casa. Salí a la plaza con mi maletita de equipaje y me senté en un banco. Ni sabía qué hacer. Estaba como perdido, sin capacidad para tomar decisión alguna. En mi mente sólo una idea había; o, mejor dicho, sólo una imagen la ocupaba: Marisa, con esa deslumbrante sonrisa suya y la esplendorosa belleza que el traje de novia le diera. Pero, también, lo que esa noche sucedería entre el nuevo matrimonio, cuando quedaran a solas en esa alcoba que Dios sabría dónde estaba.

Me levanté y me metí en el primer bar que encontré, con mi maletita a cuestas. Allí tomé las dos o tres primeras copas de aquella terrible noche para mí. Tras esas dos o tres copas, un tanto “entonado” ya por el coñac Magno trasegado y después de algo más que media hora, salí a la plaza otra vez, algo más decidido que cuando entré en el bar: Tomaría un taxi, iría a casa a dejar allí la maletita y, con otro taxi, me dirigiría hacia la Gran Vía. Si Marisa iba a conocer esa noche lo que es el amor, yo conocería, al menos, lo que es el sexo, pues si sería “pringao”, como me dijera Alberto, que hasta entonces me había mantenido virgen. Sí, virgen, pues soñaba con perder la virginidad al tiempo que Marisa la perdiera. En mis planes, entraba que los dos, Marisa y yo la perdiéramos juntos, que ella se adueñara de la mía y yo de la suya… Como el agua estaba que tal cosa no era posible. Sí, la perderíamos los dos esa misma noche pero ni juntos ni revueltos, sino cada uno por su cuenta… ¡Y que le aproveche a Marisa!

Pensado y hecho. En un taxi llegué a casa y con el mismo taxi llegué a la Gran Vía, por donde queda la estación de metro que entonces se llamaba de José Antonio y hoy Gran Vía, en cambios congruentes, pues durante el “Ancién Regimen” la Gran Vía se llamó oficialmente “Avenida de José Antonio”, aunque todos seguíamos llamándola Gran Vía, desde los más adictos hasta los más opuestos al régimen; luego, con el “Nouvelle Regimen” la Gran Vía recuperó su primitivo nombre, con lo que esa estación del metropolitano madrileño siempre llevó el nombre oficial de la vía urbana que la ubicaba. Congruente, verdad.

Por aquellos andurriales seguí “rezando rosarios” en cada bar que me salía al paso. A casa calculo debí llegar sobre las nueve y pico y a la Gran Vía casi seguro que hacia las diez, tal vez algo más tarde. Pues bien, más o menos sobre la una de la madrugada me vi ante el nº 12 de la Gran Vía, es decir ante aquel más que famoso, casi mítico “Bar Chicote” que todavía regentaba su fundador, el no menos mítico Pedro Chicote, más conocido por “Perico Chicote”, ese gran madrileño que dijera tantas veces aquello de que era “Muy de Madriz y muy del Madriz” con esa fonética tan típicamente madrileña, de aquel antiguo Madrid, que trocaba la “D” final del nombre de la ciudad por una rotunda “Z”

Un Bar Chicote que también era una excelente “coctelería”; tal vez la mejor de España y una de las mejores y más famosas del mundo, por la que pasaron nombres como Frank Sinatra, Ava Gardner, Grace Kelly y Rainiero de Mónaco, Audrey Hepburn o Sofía Loren. Y un etcétera que incluiría a Ernest Hemingway y al mismísimo presente USA D. Eisenhower, con motivo de su tan celebrada visita a Madrid en Diciembre de 1959, que marcó la verdadera normalización entre la diplomacia USA y la española, cuando los EEUU reconocieron a España como amigo y aliado, no como un simple mandado o sometido.

Además, por aquel entonces, (no sé si ahora también), en “Chicote” paraban las mejores rameras de todo Madrid y con diferencia sobre cualquier otro lugar semejante, pues aunque la prostitución estuviera oficialmente prohibida y perseguida, haberla habíala.

Pues bien, en ese “Chicote” de mis pecados de aquella noche, de cabeza me metí a eso de las 01 horas; como un rayo me dirigí al mostrador solicitando no sé cuántas medias combinaciones, pues por entonces al cóctel no se le llamaba así, sino “combinación”, y claro, media era más barata que una entera; aunque también a base de “medias” acababas borracho perdido, cosa que unida a las copas del montón de licores que llevaba ya dentro hizo que la “tajada” de esa no tan santa noche resultara de antología.

Y claro, en medio de semejante “tajada” me dirigí cual verdadero “tipo duro”, más o menos como John Wayne mi  actor favorito de entonces, a una de esas mesas ocupadas por espectaculares odaliscas. Y en menos que se tarda en decirlo salíamos juntos rumbo a la habitación de una de esas pensiones de “ni fu ni fa”, es decir, ni buena ni mala.

Si aquella noche la “prójima” me “estrenó” en el arte de Eros, lo sabrá ella, pues yo ni repajolera idea: Llevaba tal “tranca” que tan pronto la “individua” me soltó sobre la cama me quedé Roque total. Y digo que me descargó, pues del taxi a la habitación fui a remolque de la “prójima” pues yo ya empecé a dormir en el taxi sin cortarme un pelo. ¡Bueno estaba yo para cortarme por tales naderías!

Capítulo 2

A la mañana siguiente desperté en un cama que ni recordaba y menos aún cómo llegué a ella, pues de la “prójima” ni idea en aquel momento. Además, y como vulgarmente se dice, “Con los pies fríos y la cabeza caliente”, pues me aquejaba una resaca de impresión y un dolor de cabeza que pensaba me la partiría. Me levanté medio mareado, me vestí, pues desperté tan desnudito como mi madre me trajo al mundo, y al momento me acordé de mi cartera, presumiendo lo peor. Estaba equivocado, pero sólo a medias. La cartera allí estaba, pero con la cantidad de billetes de banco con que me proveí más menguada que una luna menguante. No podría jurar si la “prójima” que sin duda me acompañó hasta la habitación, aunque no recordara en absoluto a la tal “prójima”, me “desplumó” o si dilapidé el dinero entre bares y “Chicote”, cosa por otra parte más que probable. Desde luego, todavía podía recordar que llegué hasta el famoso “Bar”, que entré y me acomodé en la barra, pidiendo “media” tras “media”, pero a partir de cierto número de copas ya no era capaz de recordar nada. Llegué rápidamente a la conclusión que aquellas elucubraciones a nada práctico me llevarían, por lo que abandoné la habitación, bajé a la Recepción y, más “mosca” que un pavo en Navidad, inquirí si debía algo. Milagro, no debía nada. Al parecer la “prójima”, cuando llegamos, llevaba ya mi cartera en su poder y pagó la habitación por adelantado. Supongo que antes también pagaría el taxi con mi dinero, razón por la que la cartera estaba en su poder.

Salí a la calle y paré el primer taxi que pasó por allí, dándole la dirección de mi casa. Llegado allí, tomé medio tubo de aspirinas y me metí en la cama, de la que no me levanté hasta el siguiente día. En ese segundo de estar en Madrid salí poco de casa, lo justo para comer y cenar por allí cerca. A media tarde preparé las carteras de muestrarios y la maletita de marras con cuanto necesitaría para una larga temporada de viaje, y al otro día, tercero tras la boda de Marisa, cargué mi “600” y me puse en viaje.

Llegó 1962 y el mes de Marzo de ese año también llegó, con su día 19, fiesta de San José a cuyas veintitrés horas no tuve otro remedio que encaramarme al tren militar que me llevó a la “Mili”

Como soldadito de España pasé hasta fines de Julio de 1963, en que volví a casa licenciado. El resto de ese año más el siguiente lo pasé de viaje con mi padre y gamberreando con los amigos los cortos días que aparecía por Madrid. Sobre todo, bebiendo; tal llegó a ser la cosa que acabé por ser “El Esponja” de la cuadrilla.

A fines de 1964 una prestigiosa firma de menaje del hogar con vajillas y juegos de café en loza y porcelana, figuritas de porcelana, cuberterías, cristalerías más un sin fin de “pijaditas”, puso en mí su confianza, por lo que al pasar las Navidades 1964-65 empecé el viaje por mi cuenta con aquella primera firma que directamente yo llevaba. Luego se sumaron otras firmas a mi cartera de representaciones, muy afines a la que era la principal.

Los años fueron pasando. En 1975 falleció el general Franco y D. Juan Carlos de Borbón y Borbón fue el nuevo Jefe del Estado como Juan Carlos Iº, Rey de España. La naciente democracia española echó a andar con mucha más seguridad de la que en principio tantos agoreros vaticinaban a esa especie de Flor de Pascua, tremendamente bella pero de acusada efímera vida.

También murieron mis padres; el primero en irse fue él, víctima de un infarto, y mi madre siguió a su adorado marido un escaso par de años después. No pudo soportar la soledad en que quedó, y mucho menos la añoranza del que fuera compañero de toda su vida; sencillamente, perdió la ilusión de vivir y se dejó morir.

Pararon veinte años tras la boda de Marisa y a mí no me había ido mal: La primera representación que obtuviera resultó sumamente provechosa, pues sus artículos se vendieron más que bien y las otras que paulatinamente fui añadiendo a mi cartera tampoco resultaron mal, por lo que pude ganar bastante dinero.

Por lo que respecta a mi vida privada, poco que contar. Me ligué algún “rollito” que otro, gracias a los cuales pude estar enteramente seguro de haberme iniciado en el arte de Eros. Y es que no me cabía duda de que de la pensión del “Ni fu ni fa” salí tan casto como entré, pues milagroso habría sido que la “prójima” hubiera podido cumplir su parte del trato erótico-comercial acordado conmigo dado mi acusadísimo estado etílico-comatoso de aquella noche, por lo que la verdadera iniciación se produjo algún año después.

Sí, “ligues” hubo pero nada serio, nada sentimental. Mis sentimientos seguían enseñoreados por ese sueño imposible que era Marisa.

En todos esos años nunca regresé al pueblo, por lo que no la había vuelto a ver desde que me despedí de ella el día de su boda. Ni tan siquiera quise saber nada de ella, si le iba bien o no. La verdad es que tampoco mis padres me hablaban nada de ella. Ellos siguieron yendo al pueblo cada verano, pero sólo me hablaban de mi primo Alberto, de Satur y mis amigos Paco y Félix, que siempre preguntaban por mí e insistían a mis padres en que me convencieran para que yo también fuera para allá en los veranos.

Aunque ese no querer saber nada de mi prima no impidió que noticias puntuales de ella llegaran a mis oídos por mis padres. Así supe del nacimiento de su primer hijo y luego de su fallecimiento antes de cumplir siete añitos, a causa de un cáncer que, silenciosamente, se ramificó por casi todos sus órganos vitales hasta causarle la muerte en semanas, También, del aborto que sufrió cuando su hijo tenía diez meses y ella siete encinta, un aborto tan complicado que fue preciso extirparle ambos ovarios para que ella sobreviviera.

Por cierto que a raíz de la muerte de su pequeño supe de un detalle que me intrigó. La noticia me llegó ocho o nueve días después del óbito del pequeño, cuando mi padre logró localizarme en un hotel de Cartagena. Le pedí el teléfono de mi prima pero mi padre no lo sabía, por lo que me dio el de mis tíos. Y, para mi sorpresa, allí estaba Marisa, en casa de sus padres y no en el palacete de fines del siglo XVIII que el padre de Raúl regalara a su vástago por la boda, en medio de su gran predio y en plena vega del lugar, pequeña pero en extremo feraz. Al parecer, en la casa paterna se refugió la desolada madre al regresar de Madrid acompañando el ataúd que guardaba los restos mortales de su pequeño. La extrañeza fue que buscara el consuelo de sus padres antes que el de su marido, desolado padre que a su vez también  sería.

Acababa de cumplir mis cuarenta y seis años, siete después de fallecer mi madre, cuando decidí volver al pueblo aquel Agosto. Previamente hice arreglar algunos desperfectos que aquejaban la casa que fuera de mis padres y ahora era mía. Goteras en los tejados y los estragos que sufre toda casa abandonada, sin cuidarse nadie de ella por años: Aunque en vida de mi padre los dos, él y mi madre solían pasar el mes de Agosto allí, desde que mi padre falleciera mi madre no quiso volver, por lo que la casa llevaba vacía unos ocho años. También se procedió a una limpieza general y se reacondicionaron las habitaciones por lo que la casa quedó lista para habitarse con toda comodidad. Al yo no estar por allí, mi tío Juan se ocupó de todo.

Llegué al pueblo una tarde de primeros de Agosto y directamente fui a casa de mis tíos. Sólo entonces supe cuánto había afectado a mi tío la muerte de su hermano, mi padre. El pobre hombre cuando me vio se abrazó a mí llorando a moco tendido, mientras me decía:

  • ¡Cómo te pareces a tu padre muchacho, cómo te pareces!

Me hacía gracia lo de “muchacho” a mis cuarenta y seis “tacos” de almanaque. El tener a su sobrino en casa parece que alegró a mis tíos; y lo mismo a mi tío Juan como a mi tía Matilde. Entonces llegaron las condolencias por la muerte de mi madre. Sé que mi tío Juan apreciaba mucho a mi madre, por lo que también estoy seguro de que sentiría en el alma su muerte; pero resultaba que mi madre y mi tía Matilde eran amigas íntimas desde su infancia, mi tía era sólo un año mayor que mi madre, por lo que el sentimiento por la muerte de su gran amiga creo que incluso en mi tía era más intenso que en mi tío.

Como digo, el ambiente que en casa de mis tíos provocó mi llegada era estupendo, risas, abrazos, besos… Y nostalgia. Pero nostalgia sana, esa del “¿Te acuerdas de….?”… Es decir, más que nostalgia, cosa que implica una imposible añoranza del pasado por lo que tiene su punto de acidez, eran recuerdos felices de un tiempo pasado cuyo recuerdo ahora nos parecía bonito.

Me quedé a cenar con ellos. Mientras cenábamos, salieron otros temas a la palestra; empecé preguntando por Alberto, lo que provocó la risa de mis tíos: “A ese, échale un galgo. No para en casa. Incluso, cuando bien le parece y sin avisar, se tira tres o cuatro días sin dejarse ver el pelo; y no sólo aquí, en casa, sino en el pueblo tampoco. Ahora mismo, lleva ya dos días sin que nadie le haya visto. Pero no te creas que el que desaparece de vez en cuando es sólo tu primo, que las “desapariciones” son a cargo del “Cuarteto de los Golfos”: Alberto, tu primo, como “director de orquesta” fielmente secundado por Paco, Félix y Satur. Porque así les llaman por aquí, “El Cuarteto de los Golfos”, y conste que el nombrecito les cuadra a la perfección, pues los cuatro son verdaderos maestros en golfería.

Quien hablaba era mi tía, pues mi tío, más bien, lo único que hacía era refunfuñar con aquello de que “Esto antes no pasaba, tanta golfería no se toleraba”, a lo que mi tía respondía, hablándole casi maternalmente a su marido: “¡Qué antiguo eres hijo!”

Con muchos miramientos, intentando que no notaran mi interés, planteé la cuestión que de verdad me interesaba: Todo lo relativo a Marisa, su hija.

Poco pude saber. Según ellos estaba bien. La pérdida de su hijo parecía haberla asumido, de forma que podía vivir en paz consigo misma y con su entorno. Perder a un hijo es algo que una madre, del todo, no llega a asumir nunca; eso está claro, pero sí puede llegar a poder vivir con ello, proseguir una vida normal, mirando al futuro. Y eso parecía que Marisa había llegado a lograr: Volvió a comprarse ropa y arreglarse, a sonreír de vez en cuando pues reír hacía años que no reía… Desde que se casó y fue a vivir en los dominios de su suegro, Marisa apenas si salía de allí, por lo que normalmente eran ellos, sus padres los que se desplazaban a la residencia de la hija si querían verla; a la hija y al nieto después. Pero estas visitas se fueron espaciando hasta cortarse, pues era ostensible que a su yerno, a Raúl, no le hacían ni pizca de gracia e, incluso, tuvieron la impresión de que Marisa tenía problemas con su marido cada vez que ellos iban a la mansión, pues la empezaron a ver muy nerviosa siempre que ellos aparecían por allí. Al tiempo de cortar ellos esas visitas, era Marisa la que se acercaba a su casa para que la vieran a ella y a su nieto, pero de pascuas a ramos como suele decirse, una vez al mes más o menos, aunque al parecer más menos que más. Eso cambió al tiempo de morir su hijo que pasaba por casa de sus padres cada doce-quince días, hasta que esas visitas se hicieron primero semanales y actualmente dos o tres días por semana.

Acabamos la cena y la sobremesa que la siguió también se acabó cuando mi tía Matilde empezó a decir que estaba cansada y quería irse a la cama. Entonces abandoné aquella casa para dirigirme a la mía, la que antes fuera de mis padres

La encontré fría, poco acogedora: La ausencia definitiva de mis padres me pesaba como una losa. Les añoré como antes nunca lo hiciera. Noté su falta en la casa de Madrid, pero no como aquí, en esta casa. Llegué al pueblo con la preconcebida idea de dormir en el dormitorio principal, el que fuera de mis padres, pero no pude por lo que acabé refugiándome en mi antigua habitación.

Aquella noche dormí mal. A ratos me despertaba, agitado, anhelante y bañado en sudor. No por el calor, pues la habitación, como toda la casa en general, era muy fresca. Ideal para pasar el verano pero infernal en invierno pues para entonces era un témpano. Sabía que continuas pesadillas me estaban asaltando, pero era incapaz de recordar nada con claridad. Sólo era consciente de que en esas pesadillas aparecían los rostros de mi padre y mi madre; y el de Marisa. Pero esos estaban muy difuminados en mi mente; en cambio el de Alberto aparecía con toda nitidez, diciéndome lo de aquella noche, la víspera de la boda de su hermana: “Jugaste mal tus cartas, primito, y has perdido” Y digo bien aquella noche, pues las pesadillas cesaron cuando las primeras claras del alba empezaban a asomar por los picachos de la serranía donde nuestro pueblo se enclava y a la que le da nombre. Entonces, cuando el amanecer empezaba a vislumbrarse, el sueño tranquilo me acogió en su seno y, por fin, pude dormir en paz.

A la mañana siguiente desperté tarde, cerca de las dos. Me desperecé abandonado a la molicie y, venciendo la tentación de seguir durmiendo, me levanté, me duché y me vestí. Salí a la calle, tomé un café con leche en la nueva confitería, único establecimiento con visos de cafetería del pueblo.

Hacia las tres de la tarde comí en un restaurante frente al parque del pueblo, El Corralón, tras la parte alta de la Plaza Mayor y luego a tomar café al casino y, de paso, jugar unas manos de julepe, pues apenas si sé jugar  al “subastao” y menos al mus. Al julepe no mucho más, por lo que me tocó lo de siempre: Perder. Poco, unos cafés y coñacs, pero los perdí.

Caía la tarde, pues serían aproximadamente las ocho cuando me dirigí a la confitería-cafetería a tomar un café helado que allí lo hacen de maravilla. Bajaba por la calle Mayor cuando vi venir, de frente, a mi prima Marisa. Al verla mi corazón dio un vuelco; aquel era el momento más deseado, pero también el más temido. A qué engañarme: Si me había decidido a, por fin, aparecer por aquel pueblo era porque no aguantaba ni un minuto más sin verla; sin tenerla, sentirla a mi lado; sin escuchar su voz ni sentir el calor y aroma de su cuerpo junto a mí. Ella me había arrastrado hasta allí y ella ahora venía hacia mí, semi paralizándome el corazón con sólo verla. Dije que venía hacia mí y así era, pues nada más divisarme casi echó a correr a mi encuentro. Venía sola, sin su detestado marido. Y más preciosa que nunca. Sus cabellos ondeando al viento, meciéndose sobre sus hombros a cada tranco de aquellas piernas largas, firmes, de bellísimo torneado y cuyos pies calzaban zapatos de fino y largo tacón. La blusa de color rojo fuego tachonado de diminutos lunares blancos que la agitanaban y atada a la cintura con lo que quedaba al aire parte de un vientre que se adivinaba liso cual tabla rasa. Y la falda de amplio vuelo que se abría desde la cintura hasta el borde que se perdía algo por encima de sus rodillas, de color azul intenso y liso

Todo eso, apreciado en los breves instantes que tardó en llegar hasta mí. Me echó entonces sus desnudos brazos al cuello, me abrazó y se pegó a mí hasta sentir sus senos aplastarse contra mi pecho y su pelvis estrellarse contra la mía. Me dio dos besos largos y sonoros, uno en cada mejilla. Y aquella parte de mi anatomía que hace años descubrí que existía para otros menesteres amén del de hacer pis, reaccionó al momento en la forma que le es natural en ciertas circunstancias. Y ella, desde luego lo notó al instante, pues separándose, y mientras a carcajadas se reía decía también

  • ¿Ya vuelves a las andadas de aquel domingo? Antoñito, primo querido… ¡Que soy tu primita del alma!

Se separó de mí tras darme otros dos sonoros besos, y para oírse eran las carcajadas con que atronaba la calle. Con la cara enteramente sonrojada, galantemente la invité a sentarse conmigo, cosa que no es que aceptara, sino que hacía al tiempo que yo se lo ofrecía: Sentarse a una mesa de las de la acera que, milagrosamente, acababa de quedar libre, al tiempo que, sin soltar la mano que me atrapara tras los últimos besos, me arrastraba a la otra butaquita de aluminio que había junto a la mesa.

  • Primita, estas más preciosa y adorable que nunca. Desde luego, el paso del tiempo te ha tratado la mar de bien.
  • ¡Zalamero, mentiroso!... Si estoy ya cerquita de los cincuenta… Soy ya casi una vieja….
  • ¡De eso nada! De verdad que estás estupenda, maravillosa
  • ¡Cuidado que hasta puedo creérmelo!... ¡Miren ustedes el “niño” y el pedazo de “Don Juan” que nos ha salido!... Pero, qué digo…  ¡Pedazo de golfo es lo que eres! ¿Te parece bien galantear así a una honesta mujer casada? ¡Que conste que tan pronto conozca a tu mujer se lo “casco”! ¡Golfo, más que golfo! Por cierto golfante, ¿Cuántos hijos tienes?

No pude evitar soltar yo también la carcajada, tal y como ella venía haciendo

  • Te equivocas de medio a medio Marisa. Servidor está solterito y sin compromiso.
  • No me digas. No me lo puedo creer. Mira primito, no es que seas ningún adonis, que no lo eres, pero tampoco estás tan mal. Digamos que pasable. ¿Tan exigente eres en cuestión de faldas?
  • No Marisa, no es que sea exigente. Es, sencillamente, que hace mucho tiempo me enamoré de una chica; una chica que sigue monopolizando mis sentimientos y que mucho me temo me vaya a la tumba amándola como el primer día que supe de mi amor por ella

Desde luego, en ese momento Marisa acusó el golpe, pues la sonrisa voló de su rostro, quedó un tanto seria y bajó la vista.

  • Pero olvidémonos de mí y mis problemas sentimentales que al caso no vienen, y dime: ¿Cómo te va a ti con Raúl?

Mi prima apenas si levantó ligeramente la cabeza y, sin mirarme a la cara, dijo

  • Bien… normal…
  • Sé que no me dices la verdad, lo veo en tu rostro y tus mismas palabras así lo dicen también: Primero me dices que bien pero al punto el “bien” lo rebajas a “normal”… ¿Qué pasa Marisa? ¿Raúl no te trata bien, no te hace feliz, todo lo feliz y dichosa que tú mereces?
  • No te preocupes Antonio, de verdad que estoy bien con Raúl…

Marisa había levantado la cabeza para hablar, pero sin mirar directamente a su primo, desviando la mirada, evitando que Antonio pudiera poner sus ojos en los de ella… Permaneció unos segundos en silencio y consultó su reloj.

  • Uf Antonio, se me ha pasado el tiempo sin darme cuenta y ya se me hace tarde: Quedé con mis padres en pasar a esta hora por su casa.

Se levantó, dio un rápido beso a su primo en la mejilla y, tras decirle “Me ha encantado verte. Adiós, hasta otro día” se volvió de espaldas a Antonio y empezó a alejarse de él.

Entonces, él, de un salto se puso en pie y en dos zancadas la alcanzó; la tomó de un brazo e hizo que se girara hasta quedar frente a él y muy, muy cerca suyo

  • ¡Vente conmigo Marisa! ¡Vente conmigo a Madrid, esta noche, esta misma noche! Y no pienses que tras esta proposición hay nada innoble. Viviríamos juntos, sí, pero como hermanos.

Los ojos de Marisa se posaron en mí con una intensidad que hizo que los vellos de la piel se me erizaron como pocas veces en mi vida sintiera; aquella mirada estaba plena, desbordante de afecto y ternura. Casi me atrevía a pensar que de cariño, ése que va más allá del que un familiar o un amigo pueda inspirar por grande que el cariño hacia el familiar o amigo pueda ser; ese tipo de cariño que llamamos amor y que permite que una pareja mantenga su unión perennemente. 

  •  En la “tele” hubo un programa en el que un conductor, con el coche lanzado a toda velocidad, provocaba un accidente. A continuación, la imagen corría hacia atrás hasta llegar al punto donde la secuencia empezó: Entonces, el conductor reducía la velocidad del automóvil con lo que podía sortear el obstáculo que causó el accidente. El programa se titulaba “La Segunda Oportunidad”. Sería bonito que eso pudiera sucedernos en la vida: Que cundo advirtiéramos que habíamos cometido un grave error dispusiéramos de una “moviola” que nos permitiera regresar al pasado, al momento de nuestra vida en que el error se fraguó para no caer en él y no arruinar nuestro futuro. Pero en la vida eso no existe y todos debemos asumir las consecuencias de nuestros errores y aprender a convivir con ellas. Si quieres que responda a tu propuesta con la verdad, te digo que nada me apetece más en este momento que irme contigo para vivir juntos,… Y no precisamente como hermanos, pues meterme en la cama contigo para mí, hoy en día, sería una delicia; sería, por fin, sentirme amada, degustar el cariño de un hombre, no sólo su deseo, que también, pues “No sólo de pan vive el hombre”. Y te aseguro que la mujer tampoco. Pero no puedo hacerlo, te lo juro Antonio, no me es posible; por mucho que lo desee no puedo. ¡Qué quieres, hijo, la educación de una, sus ancestrales principios también pesan e imponen su Ley, bien que sea a pesar nuestro; bien que sea teniendo que hacer de tripas corazón para poder ser leales a ellos. Pero, entiéndeme, antes o después me sentiría sucia. Sé que a día de hoy todos esos principios están demodé y se les considera no ya caducos, sino propios de una sociedad arcaicamente “troglodita”, restrictiva y nada “avanzada”. Sé que actualmente lo que propones está a la orden del día y que los divorcios a diario crecen y crecen y crecen, pero para mí todo eso es imposible. Cariño mío compréndeme y perdóname, por favor cariño, por favor…. En la vida, desgraciadamente, la Segunda Oportunidad no existe…

Yo asentí mudamente, con la cabeza, al tiempo que, abatido, la agachaba. Entonces Marisa puso sus manos en mis mejillas con sus ojos fijos en los míos, mirándome con infinito cariño, y me la levantó. Se acercó aún más a mí, y sin dejar de acariciarme las mejillas con sus manos, acercó su boca a la mía y posó ligeramente sus labios en los míos, en un beso que adoleció de todo sentido erótico. Un beso en el que sólo había cariño, amor mas no pasión. Luego se volvió de nuevo dándome la espalda y, con paso ligero, muy ligero, se alejó de mí.

Yo la vi marchar, siguiéndola con la mirada calle Mayor arriba hasta que desapareció engullida por la portada de la casa de sus padres, casi enfrente de la mía misma.

Quedé allí, como estaba, en medio de la calle e inmóvil. Así permanecí no sé si segundos o minutos, pues mi mente quedó en blanco excepto una imagen que mi cerebro retenía: La de Marisa alejándose calle arriba; y, junto a la imagen, un solo pensamiento, uno sólo: Que a aquella mujer que adoraba con todos los poros de mi ser y todas las fuerzas de mi alma la acababa de ver por última vez. Y esta, de verdad, sería la definitiva, la que no tendría ya vuelta atrás

Me sentí vacío como nunca. Abatido diría que no, pues el estado casi de zombi en que me encontraba, de muerto en vida, no lo consentía. Los muertos no pueden abatirse. Los que tienen las constantes vitales agotadas, a los que el corazón ya no les late ni los pulmones absorben y expelen aire, los clínica y legalmente muertos, no pueden percibir sensación ni sentimiento alguno; y los que todavía mantienen intactas las constantes vitales, los zombis muertos en vida o vivos en la muerte, tampoco pueden apreciar más sentimiento que su vacío interno, su muerte en vida. Aún y cuando mi cerebro fuera por entero capaz de gobernar mi vida, los asuntos más o menos baladíes o prosaicos de la vida cotidiana, mis sentimientos personales quedaron anulados, a excepción del vacío vital que la definitiva pérdida del amor causara.

Cuando reaccioné me dirigí directamente al interior del local, me aposté en la barra y pedí la primera copa de “Magno” de aquella tarde-noche. A esa primera copa siguieron otras dos más antes de abandonar esa especie de cafetería. Iba digamos que “alegre” aunque sintiera mi alma más muerta que nunca, más aún que cuando veía alejarse de mí a Marisa. Para entonces ya hacía años que abandonara el hábito de beber que desde la boda de Marisa adquiriera, convencido al fin de que por ese camino no llegaba a ningún sitio; bebía para poderla quitar de mi cerebro, pero sucedía que cuanto más borracho estaba más ocupaba mi mente con una insistencia casi febril; pero aquella tarde había vuelto a hundirme en ese pozo sin fondo que es el alcohol y, aunque sin llegar al estado de mínima embriaguez, llevaba suficiente alcohol dentro para empezar a perder el control de las cosas.

Deambulando calle Mayor arriba llegue a la esquina entre el edificio donde se encontraba mi casa y el callejón lateral al mismo, donde podía ver la sórdida taberna de la Pura, una viuda con un hijo más o menos de mi edad que perdiera una mano, seccionada ni sé cuándo ni cómo. La cosa es que me decidí a bajar hasta allí. La taberna es mísera, sin ventilación alguna al exterior, una auténtica cueva a la que se accede a través de tres o cuatro peldaños que bajan hasta el nivel del piso. Es tremendamente maloliente, con un ambiente en el que se mezclan los olores a vino, el agrio del vinagre y la transpiración de los clientes. Pero es tremendamente popular entre la gente del pueblo, tal vez por lo exquisito de las tapas que la viuda prepara. También puede que por aquello del “Valla usted a saber”, pues la gente es caprichosa y cuando le da por una cosa no pocas veces es, sencillamente, porque así es, sin razón ni motivo en especial.

Pues como decía me bajé allá y descendí hasta el interior a través de los escalones. Tan pronto entré me encontré con mi primo Alberto y el resto del “Cuarteto de los Golfos” locales. Me uní a ellos abrazándonos los cinco como era habitual en nosotros. Escuché el “Dichosos los ojos” de todos ellos y pedí mi cuarta copa de coñac. Mientras los demás buenos amigos me aturdían con una charla de lo más intrascendente, Alberto no me perdía de vista, observándome atentamente en silencio. Al fin abrió la boca

  • La has visto, verdad

No preguntaba, afirmaba categóricamente. Y yo le respondí un tanto bruscamente

  • Sí, la he visto.
  • Y te has vuelto a quedar hecho polvo. No tienes remedio mi querido primo. Te lo advertí, Raúl no puede querer a nadie salvo a sí mismo y, por desgracia, el tiempo me dio la razón. Mi hermana no dice nada, no se queja a mis padres para no hacerles daño, pero todo el pueblo sabe que su maridito tiene más querindongas que pelos en la cabeza.
  • ¿Podrás callarte, bocazas? ¡Anda pelmazo, vete a tomar por “ahí” y déjame en paz…! ¡Dejadme en paz todos!

Diciendo esto me separé del “Cuarteto de los Golfos” y me refugié en el otro extremo de la barra y mis amigos me dejaron en paz, sin que ninguno de ellos me siguiera hasta allí.

Consumí allí, completamente sólo, otros tres coñac más y con los siete en mi estomaguito, casi una hora después que invertí en hacerme más y más desgraciado, enfilé la salida de aquella ”tasca” maloliente y, ya en la calle, enfilé el regreso a casa con paso más que vacilante

Tan pronto como llegué a casa me metí en la cama y, antes que se tarda en decirlo, dormía como un angelito.

Si a “Mal catre, colchón de vino” a “Mal de amores, colchón de coñac”, pues aquella noche fue, tal vez, la que con mayor tranquilidad había dormido hasta entonces; además, también fue la mar de plácida: Ni rastro de las dichosas pesadillas sufridas la noche anterior, la del día en que volví al pueblo. Envuelto aún en una dulce somnolencia, me estiré en la cama, desperezándome. Pensé en levantarme, pero la verdad es que no me apetecía en absoluto. Me volví sobre el costado opuesto al que entonces descansara, adopté la posición fetal, que es como me gusta dormir, dispuesto a seguir en brazos de Morfeo; pero entonces quedé helado, pues acababa de escuchar una voz que me llamaba bastante fuerte y que, sin duda, provenía de dentro de casa. Y eso era imposible, pues en casa, anoche, sólo entré yo y llave de casa no había otra que la que yo tenía. Cierto que se la envié a mi tío a cuenta de las obras que se hicieron en casa, pero la noche que regresé al pueblo y cené en casa de mis tíos, como es lógico, la recuperé. No era posible, pero lo cierto es que nítidamente llegaba a mis oídos un repiqueteo de tacones que, con rapidez, se acercaba a la puerta de la habitación que quedaba a mi izquierda. Entonces salté de la cama. No sólo estaba confundido, sino de verdad alarmado, pues aquello me decía que no podía ser y las explicaciones que se me ocurrían nada tenían de halagüeñas. Pero no me dio tiempo a hacer otra cosa que ponerme de pie, pues antes de que pudiera moverme la puerta se abrió y entonces sí que me quedé helado, de piedra… Lo que, estimado lector, quieras poner en el tono de lo increíble respecto a lo que acababa de ver, por que quién acababa de entrar en mi habitación era, ni más ni menos, que… ¡Mi madre!... Sí, mi madre… La que llevaba seis años enterrada 

  •  ¡Ya era hora hijo! ¡Tres veces, tres, te he llamado y tú “Que si quieres arroz, Catalina”! ¿Es que no recuerdas que hoy tenías que lavar el coche? Tu padre ya está en el taller de Gaitano esperándote y se empieza a impacientar de verdad. Si luego tu padre te echa el broncazo mil no me vengas con pamplinas. ¡Es que, hijo, sigues siendo un…! Será mejor que no tardes en estar allí; le he sacado media hora de tiempo, alegando que se me olvidó despertarte y tendrás que desayunar. Y, claro, otro domingo sin misa, ¿no es así?

Tras estas palabras aquella figura que para mí era absolutamente fantasmal abandonó la habitación dejando la puerta abierta. Yo creí haberme vuelto loco, estar viendo visiones. ¿Estaría soñando?... Volví la mirada a la mesilla de noche y tomé el encendedor: Pensaba aplicarme la llama a la mano, un instante solamente, claro está, lo justo para comprobar que estaba despierto. No tenía ningún cigarrillo encendido a mano y “A falta de pan, buenas son las tortas”. Fui a encenderle y quedé en suspenso: Ese encendedor no era mi habitual Ronson, sino uno de aquellos estupendos encendedores de antaño, los llamados “De martillo”, a gasolina también, que daban excelente resultado. Y algo parecido al pánico se apoderó de mí. Entonces fijé en detalles que hasta entonces me pasaran inadvertidos: La habitación disponía de dos puertas, la que estaba a mano izquierda de la cama que salía al comedor y otra situada frente a la cama que daba al pasillo que recorría la casa. Anoche entré en mi habitación por la puerta que últimamente era de entrada a la habitación, la que quedaba frente a la cama, en tanto que la puerta lateral estaba condenada por un baúl con ropa. Pues bien, esta mañana el baúl que condenaba esa puerta lateral había desaparecido, dejando por allí el paso expedito cual la figura fantasmal demostrara al entrar y salir por allí; en cambio, la puerta situada frente a la cama estaba condenada por un tranca metálica. ¡Esa, la situación de las puertas esta mañana, era la de hace años, cuando yo era no ya joven, sino casi adolescente de menos de veinte años! La entrada por el comedor en tanto la puerta del pasillo estaba condenada. Me miré y otro cambio: No estaba vestido, tal y como anoche me acostara, sino con un pijama que ya ni recordaba pues era de mis diez y muchos-veinte y pocos años.

Entonces me vino a la mente otro detalle que en todos esos días había tenido en cuenta: Aquella mañana era la del once de Agosto, precisamente el no sé cuál aniversario de aquel otro once de Agosto de 1960, domingo aquel año, en que se produjera el encontronazo con Raúl del que tan mal parado salí. Y recordé, nítidamente, que aquella mañana de domingo comenzó justo como hoy acababa de comenzar. Entonces eran las nueve y media de la mañana cuando mi madre logró sacarme de la cama, pues ese día sí que mi madre me despertó cuando entró dando voces. Luego, pensé de inmediato: “En algo creo que varía el inicio de esta mañana con la de aquél otro día”

Sin dudarlo me llegué a la puerta de la izquierda, la cerré un poco y allí estaba la percha de tres colgadores que años ha sujetara mi padre a la puerta mediante tornillos y en esos colgadores una camisa de manga corta y un pantalón muy fresco, del tejido de estambre de lana es el fresco de verano, excepcionalmente transpirable al no contener poliéster alguno. Me vestí raudo y salí disparado hacia la pieza que antes fuera la cocina de la casa y hoy algo así como el comedor de diario. Al pasar por el comedor me fijé en el reloj situado junto a una de las dos cabeceras de la mesa, sobre una ventana enrejada que daba al patio de una vecina, Amalia, buena amiga de mi madre. Y me fijé en dos cosas: Una, el reloj estaba en marcha cuando ayer estaba parado; otra, que la hora señalada no eran las 9,30, sino las 9, 20. Otro detalle sin concordancia con 1960. Y, por fin, llegué a ese comedor de diario. Y allí me precipité sobre el calendario que en una de las paredes campeaba, casi atropellando a mi madre a mi paso pues allí estaba preparándome el desayuno. El calendario decía que corría el mes de Agosto de 1960. Y el día once, efectivamente, era domingo. Poco faltó para que me derrumbara al suelo de la impresión. Me senté en una silla junto a la mesa que ocupaba el centro de la habitación pues ni me podía tener en pie de lo agitado que estaba.

Mi madre corrió a mi lado; me pasó la mano por el pelo y preguntó    

  • ¡Antonio, hijo, ¿qué te pasa? ¡Estás pálido como un muerto!... ¿Te encuentras bien?
  • Sí mamá, me encuentro muy bien. ¡De maravilla!

Me recuperaba de la tremenda sorpresa y me puse en pie. Abracé a mi madre como posiblemente nunca lo hiciera, llenando su rostro de besos.

  • Mamá, soy feliz, muy, muy feliz… ¡La vida es bella mamá!

Entonces, tomé a mi madre por el talle y la alcé del suelo empezando a girar sobre mí mismo mientras la sostenía en vilo, riendo, riendo, riendo… e intentando seguir besando su rostro aún en la altura, cosa que me fue imposible, por lo que me tuve que contentar besándole las manos. Ella protestó, diciendo si me había vuelto loco y ordenándome la dejara de nuevo en suelo firme. Sin dejar de reír le repuse

  • ¡Loco de alegría es lo que estoy! ¡Vivo en 1960 y tengo veinte años casi recién cumplidos! Por cierto, ¿Qué día es hoy?

Diciendo esto la devolví al suelo. Ella hizo amago de darme un “cachete” en la cara (En España, un golpe leve) pero yo le sostuve la mano volviéndosela a besar

  • ¿Qué día va a ser? Domingo, once de Agosto. ¡Cuando yo digo que te falta un tornillo!....

Sí, estaba no ya contento, sino loco de alegría. Recuperaba a mi madre y a mi padre, los tenía allí, vivos… Y, quien sabe, hasta puede que conquistara a mi adorada Marisa… Ayer mismo, un “ayer” de dentro de veintiséis años, de 1986, hablé con ella; me decía que en la vida no hay segundas oportunidades, pero a mí sí me la había dado. Y la iba a aprovechar. Lucharía por ella. Me lanzaría a su conquista de cabeza, pasara lo que pasase, aunque al final el cafre de Raúl me mandara al hospital de una paliza. Porque, he de reconocerlo, yo no soy enemigo para él pues con una mano atada a la espalda me arrea tal “sobo” que me viste de torero. Ni se sabe las palizas que ha propinado en el pueblo y sus contornos. Es un verdadero matón. Y lo grave es que es fuerte como una mula y pega cada guantazo que para qué las prisas en salir corriendo, pues son de los que valen a duro. Pero… ¡Todo sea por mi queridísima Marisa!

Salí a todo meter para el baño o, mejor dicho, la ducha, pues el servicio de la casa, en principio, sólo era un retrete, lavabo y wáter, a lo que luego mi padre añadió plato de ducha y “alcachofa” fija a la pared. Y en menos que se santigua un cura loco me había duchado, afeitado y vestido con pantalón y camisa azules, de esos azules llamados “De Vergara”, tejido típico en que se confeccionaba la ropa de trabajo que se gastaba en los talleres mecánicos.

Cuando mi madre se “coscó” que me marchaba me “sermoneó” con aquello de que “¿Te vas a ir sin desayunar? Te he calentado una mantecosa; cómetela Antonio, la acabo de comprar y está muy rica; anda hijo, no seas así”, pero la dije que papá me esperaba y no quería tardar más. La di más besos, pues no me cansaba de hacerlo, y le dije 

  • Mamá, ya verás voy a cambiar como quien se cambia de camisa, ya lo verás, lo veréis papá y tú. Desde hoy se acabó el ser como soy.

Pero no me quedó otro remedio que tomarme el café con leche y llevarme la mantecosa (Una torta de manteca típica de la Mancha), que me la “cepillé” durante el camino. A la carrera dejé atrás la calle Mayor llegándome a las afueras del pueblo, donde estaba el taller del amigo de mi padre, fabricante de estufas de la tierra que también mi padre vendía como representante suyo. Como era de esperar, mi padre me acogió de uñas y tuve que escuchar su enésima filípica. Como a mi madre, también a él le aseguré que desde hoy sería otra persona y que nunca más tendría que reprenderme, a lo que repuso: “Esa música ya la he oído antes”

Lavamos el coche y cuando terminamos mi padre se marchó en busca de sus amigos. Yo, en cambio, acompañé a mamá a misa cosa que, para ella, fue una sorpresa mayúscula, pues últimamente era poco dado a las prácticas piadosas, a las que mamá era por demás devota con su misa diaria, cundo más la dominical. Tras la misa, y cerca ya del medio día, también yo fui en busca de mis amigos, Alberto mi primo y el trío restante de ese cuarteto que con el tiempo sería conocido como el de los golfos. Los encontré en un bar que quedaba calle Mayor arriba, el bar de Miguel que, dado el ocasional tartamudeo del dueño, era más conocido como Bar de “Mimi”, por aquello de responder a su nombre con un Mi… Miguel.  Con ellos estuve hasta casi las tres de la tarde, trasegando rondas de “chatos” de vino una tras la otra, hora a la que me fui a casa a comer.

Comí rápido y ayudé a mi madre a recoger la mesa mientras mi padre se iba al casino a tomar café y jugar su sempiterna partida de mus o “subastao”.

Libre ya de esas leves ocupaciones domésticas que mi madre agradecía con mil y un mimitos, también yo me apresuraba a ir al casino, no a precisamente tomar café ni jugar partida alguna, sino para salirle al paso a mi destino, mi futuro, mejor dicho, junto a mi amada Marisa; aunque ese salir al encuentro de lo que sea más tenía visos de acabar, para mí al menos, como el “Rosario de la Aurora”, a farolazo limpio. O, más exactamente, a “mamporro” limpio, pues desde luego que el odiado Raúl no se iba a quedar de “Puños Caídos” ante mi intromisión, pero… ¡Qué importaba ojo morado más o menos! ¡Para mí, había sonado la hora de los valientes!... Aunque, al final, no fuera sino la hora de los mártires necios e irreflexivos.

Pero la cosa ya no tenía remedio y la suerte estaba echada, luego me vestí el traje más elegante que tenía, la camisa que mejor jugara con el traje y una corbata que no desentonara ni del traje ni de la camisa, más unos zapatos más que lustrosos; y es que entonces los chavales nos arreglábamos cosa mala para ir a la caza de féminas: Traje completo, camisa y corbata; afeitaditos, peinaditos y perfumaditos…

Cuando estimé que estaba hecho un brazo de mar, me puse en marcha hacia el casino. El corazón me latía a todo meter y lo sentía en mi pescuezo, como si se me hubiera puesto de corbata y los nervios los tenía desatados por entero. Si digo que el miedo no me atenazaba, mentiría cual bellaco, pues la camisa no me llegaba al cuerpo; pero, eso sí, marchaba seguro y “heroicamente” presto a sufrir lo que me echaran… ¡Todo fuera por el amor a mi dama, según los más acendrados códices de aquellos míticos “Caballeros Andantes”, Sir Lancelot, Amadís de Gaula, Tirant lo Blanc…O el muy esforzado hidalgo manchego D. Quijote de la Mancha!

Llegué a la Plaza Mayor y subí las escaleras del casino. Para celebrar el baile que cada domingo solía tener lugar en el círculo cívico se destinaban dos salas habitualmente: La que constituía el patio cubierto que daba acceso al casino propiamente dicho y que se abría nada más subirse la escalera que desde el portal ascendía hasta el piso donde en sí se ubicaba el casino y el gran salón adosado al patio cubierto de la entrada que habitualmente ocupaban las mesas de juego cubierta por su tapete verde alguna de ellas, pues para todas no solía haber, mesas que los domingos se retiraban a otra sala interior para que quien lo deseara pudiera jugar, mientras que quienes querían bailar pudieran hacerlo. En ese gran salón, digamos central, también se ubicaba la barra del casino, excepcionalmente concurrida los domingos que se daba baile, que solían ser todos los del verano.

Llegué pues a esa primera sala, la del patio cubierto, y me cercioré de que allí no estaba Marisa; tampoco el infecto Raúl. Pasé al salón central y comprobé que tampoco allí estaban ni ella ni él. Incluso me asomé a la eventual sala de jugo con el mismo resultado que antes. Más tranquilo, me acerqué a la barra y estuve a punto de pedir mi inveterado coñac Magno pero, por una vez, fui inteligente y pedí digamos que un refresco de cola, para no entrar en apologética de marca comercial alguna. Y con el refresco en la mano me salí al patio de la entrada a esperar acontecimientos, el de la entrada de Marsa.

Allí y así, esperando, transcurría la tarde, sin más novedad que el creciente alboroto a mi alrededor debido al incremento de bailantes, galanes y damiselas, reforzados por los papás y las mamás de las damiselas, ojo avizor, sobre todo las mamás, de los posibles devaneos de sus tiernas hijitas y prestos en todo momento a cortar de raíz el más ligero conato de “libertinaje”, como entonces se decía de los escarceos más o menos intensos de mocitas y mocitos. Las señoras mamás estaban un tanto dispuestas a permitir un cierto “libertinaje” de sus cándidas niñas siempre y cuando la nena de papá y mamá tuviera un novio formal que ya hubiera cumplido con la entonces imprescindible “petición de mano” con señalamiento de la fecha del enlace nupcial incluido. En tales casos, las respetables “materfamilia” solían hacer la vista gorda si advertía que las boquitas de hija y novio formal se unían en dulce besito; incluso, si alguna vez advertía que novia y novio formales desaparecían misteriosamente en vaya usted a saber dónde, concedían a la parejita unos minutos de solitario esparcimiento, aunque cortos, lo justo para un ligero intercambio de caricias pero que no pudiera dar lugar a lo “irreparable”. Los papás, tal vez por aquello de que los hombres solemos ser menos “largos” que las mujeres, no se coscaban de casi nada de lo que entre su hija y el novio sucedía; pero eso sí, si llegaban a advertir que la “honra” de su “vástaga” podía verse mínimamente comprometida, incluso mediante el beso amoroso más inocente, de inmediato tomaba cartas en el asunto y cortaba el evento de raíz hasta “manu militari”, es decir, a palo limpio, si ello era necesario

Pero dejémonos de tales “puntualizaciones” que puede que más de un lector entienda innecesarias, pero que a modo casi folclórico tampoco están mal: Era, poco más, poco menos, el ambiente de los bailes de sociedad de la época, al menos entre aquella clase media bien de los años 50 y 60-65 más o menos.

Como decía, así transcurría la tarde hasta que sobre las siete veo aparecer a mi prima Marisa seguida por Raúl, que venía pisándole los talones.

Marisa entraba enfurecida y Raúl rojo de rabia detrás de ella. A mis oídos llegaron claramente sus palabras, las de los dos

  • ¿Cómo te lo tengo que decir para que me dejes en paz, para que desaparezcas de mi presencia? ¡Sólo mirarte me da asco!
  • ¡Mira nena, de mí no se ríe ninguna mala hembra! ¡Eres mi novia, y no estoy dispuesto a tolerar estas formas!
  • ¡Era tu novia! ¡Hasta esta mañana! ¿Es que no entiendes el castellano? ¡No te quiero, no quiero ser tu novia! Se acabó, se acabó. ¿Entiendes? ¡Me das asco, chulo indecente!

Yo, ante la imprevista escena, estaba… No sé. ¿Confundido? ¿Incrédulo? ¿En las nubes? Pues sí, todo eso junto. Entonces vi cómo Raúl levantaba la mano a Marisa augurando uno de sus tremendos bofetones, y sin pensármelo dos veces salí disparado hacia donde la pareja estaba, con furia asesina contra Raúl y dispuesto a impedir semejante tropelía del troglodita aquél. Pero no fue necesaria mi intervención, pues antes de que yo llegara hasta allí Marisa había resuelto la situación con su bravío carácter. Ya dije antes que, de cría, era todo un “chicazo”  y, aunque a sus veintiún años muy largos era una mujer plena de delicada feminidad, su carácter conservaba ese nervio, esa bravura de espíritu de su niñez y primera adolescencia

  • ¡Anda valiente, atrévete a pegarme! ¡Atrévete y del rodillazo que te pego te “plancho” las “colgaduras” que penden de tu entrepierna! ¡Vamos, que te dejo “inútil para todo servicio”!

Yo me detuve en seco al oírla y Raúl, eso sí, lentamente, bajó la mano. Los ojos de Marisa echaban fuego y asustarían al tío más pintado. La quería y por tanto la admiraba, pero nunca la admiraré más que en esos momentos. Estaba espléndida, altiva y desafiante ante aquél energúmeno al que había dominado en un segundo hasta anonadarle. “Qué pedazo de mujer es Marisa” me dije al instante. Pero también al instante recordé a la Marisa con que ayer mismo hablara. En esa otra Marisa no había ni rastro de la Marisa que ahora estaba ante mí, pues aquella era una mujer resignada a su penosa situación; una mujer que, perdida toda esperanza e ilusión en la vida, se había abandonado con mucha pena y ninguna gloria a esa situación, la que su marido acabó por imponerle.

Marisa había vuelto la espalda a Raúl, tras lanzarle un gesto de infinito desprecio. Y me vio allí, ante ella. En su rostro la más bella, la más amplia y sentida sonrisa sustituyó a la dureza y el desprecio. 

  • ¡Antonio, primito!

Jubilosa vino a mi encuentro y me plantó un intenso beso... ¡En los labios!... Increíble pero cierto. Sin lengua, sí, pero algo es algo.

Me había echado ambos brazos al cuello y sus labios seguían besándome. De nuevo en la boca, pero también en ambas mejilla. Me acariciaba el pelo con sus manos, pasando la seda de sus dedos por mis cabellos. Luego se volvió. Sus ojos recuperaron la mirada dura y despectiva anterior cuando se posaron en su ex novio, que todavía estaba allí, rojo de ira y verde de lo “corrido” que estaba tras aguantar a “palo seco” los improperios de buena parte de los asistentes al baile, pues el patio cubierto se había llenado de gente atraída por la “escenita” que le formara a mi prima, que le llamaban de todo menos bonito. Marisa me tomó del brazo y se colgó de él mientras me decía

  • Anda primito, sácame de aquí. ¿No notas tú también el tufillo a estiércol que desprende ese miserable?

No respondí. Simplemente echamos los dos a andar. Cuando Marisa pasó frente a Raúl le lanzó un escupitajo al suelo que le alcanzó en pleno empeine de un zapato.

Ya en la plaza le pregunté dónde quería ir respondiéndome que le apetecía que los dos camináramos, paseáramos más bien, carretera Nueva adelante. Empezamos a andar lentamente, en silencio. Al fin fue Marisa quien rompió el ensalmo en que me encontraba, sin todavía creerme que la llevara a ella del brazo, y la forma en que la llevaba, pues Marisa se había apretado a mí y descansaba su cabeza en mi hombro.

  • Toñito… Querría saber una cosa… Dime, ¿Crees que puedan darse, digamos, mundos, vidas paralelas? Que a un tiempo podamos estar viviendo un hoy y vivir otro momento de nuestra vida

La pregunta de Marisa me sorprendió, me dejó de piedra. La miré fijamente y vi que ella también me miraba tan fijamente o más que yo a ella, sosteniéndome la mirada todo el rato. Y estuve seguro en ese momento de que los dos compartíamos el mismo secreto. La envolví entonces entre mis brazos abrazándola con toda ternura, con todo amor, pero estrechándola también con toda la pasión del joven de veinte años que entonces volvía a ser, apretándola contra mí cuanto me era posible. Ella, antes que intentar soltarse, se entregaba al abrazo con todo entusiasmo, echándome de nuevo los brazos al cuello, apretando ese dulce nudo hasta unirse nuestros rostros. Me ofreció su boca, abriéndola en demanda de la caricia de mi lengua que respondió a la demanda con frenesí compartido por ambos en una amorosa unión de lenguas que mutuamente se acariciaban. Al fin pude hablar

  • No Marisa, eso no creo que sea posible. Disponemos de sólo una vida, y lo importante es no malograrla con decisiones absolutamente equivocadas. Aunque sí creo que, a veces, la vida, Dios, lo que sea, nos concede una Segunda Oportunidad para enmendar yerros.

La mirada de Marisa se hizo aún más intensa si ello era posible y en sus ojos brillaba un destello de inmensa alegría.

  •  Con que también a ti te ha pasado. También tú sabes que ayer estábamos hablando, sentados ante la confitería
  • Sí Marisa, también sé que ayer estuvimos hablando tomando un café helado en la acera de la confitería. Un ayer que habría tenido lugar en 1986, en el que tú eras esposa de Raúl y muy desgraciada
  • Sí. Pero Dios, la vida, la suerte o lo que haya sido, nos ha dado una Segunda Oportunidad en la que enmendar errores; y yo no la voy a perder. Así que vete enterando. Desde hoy, yo soy tu novia y tú mi novio. Y entérate de otra cosa: Como te “arrimes” a cualquier otra chica… ¡Te capo! ¿Lo has entendido? ¡Te capo! Te juro que lo hago, amado novio mío.

Yo rompí a reír a carcajadas, emulado por ella.

  • De acuerdo, mi amada novia bonita. Si empleas argumentos tan “amables” y convincentes, no tendré más remedio que serte fiel de por vida…
  • Más te vale. Aunque no creo hagan falta tales “argumentos” pues te voy a tener “ocupadísimo” conmigo… Pero de verdad “ocupadísimo”

Volvimos a besarnos y a reír los dos alegremente. Y muy juntitos los dos, enlazándonos por la cintura, yo a ella, ella a mí, seguimos paseando Carretera Nueva abajo.

Sería la media noche ya cuando la devolví a su casa.

¿Qué en paró todo esto? Pues, como seguro que os imagináis, queridos/as, en boda. Fue el 22 de Diciembre de ese mismo año 1960, de esa nuestra repetida vida, claro está. En el santuario de la Virgen Patrona y a los pies de la imagen de la Protectora del lugar y sus contornos “Que hace siete siglos vino a nuestra tierra para ser de ella amparo, consuelo, refugio y solaz”, como reza su himno. Ella vestía un divino traje de novia, blanco como la nieve, y yo el típico de “pingüino”. Como también es fácil imaginar, la boda fue por el “Sindicato de las Prisas”, pues para entonces nuestro primer hijo ya llevaba tres meses de gestación en las entrañas de su madre. Fue la personal decisión de esa mujer de gran entereza en que desde nuestra parcial “resurrección” nunca dejaría de ser. Vale, ella había entregado su “prenda dorada” al hombre que amaba y sería el eterno compañero de su vida; pero ello en modo alguno podía implicar su renuncia a una boda como Dios manda y por aquellos lares: Ante la Virgen Patrona y luciendo un divino traje de novia, blanco cual armiño. Y si el blanco de tales trajes representaba la inmaculada pureza con que la “novia” concurría al matrimonio, le daba igual. A ella todavía nada se le notara y si la gente murmuraba por la presteza de la boda, eso era problema de la gente, no suyo. Desde luego la noticia de que nos casábamos en cuestión de días, calló en el pueblo como una bomba. Las habladurías de las “lenguas de doble filo” y comadres en general del pueblo no se hicieron esperar, con lo que los cuchicheos íntimos entre los corrillos de “comadres” que en la vía pública se formaban por lo común, cuchicheos que se detenían tan pronto llegaban bien su padre o su madre, bien los míos a distancia audible del corrillo, esos corrillos de pronto se suspendían en tanto las comadres seguían con la vista al progenitor de turno, mío o de ella.

Aquí son de señalar las inmediatas consecuencias que el evento provocó tan pronto fue conocido por nuestros respectivos señores padres: A Marisa su padre, mi tío Juan, le partió la cara de un guantazo por aquello de la honra de su nombre y a mí mi digno y respetable señor padre me la partió de dos guantazos, por aquello de que yo había sido el pérfido y libidinoso seductor de su tierna y candorosa sobrinita.

Pero desde aquí hago constar que yo era inocente de toda culpa. Bueno, debo admitir que mi parte en el evento, haberla, húbola, pero no proposición deshonesta, pues la promotora, patrocinadora, liadora, emprendedora y todos los “ora” del mundo mundial fue ella. Se empeñó, tenía ese “caprichito” la pobre, y ante semejante  dilema qué podía hacer yo sino ceder amablemente a su “capricho”…. Pues eso, que cedí.

La primera vez aquella misma noche que pasábamos siendo ya novios. Sería poco antes de las once cuando ella y yo nos internamos entre los peñascos que a tramos bordeaban ambos arcenes de la  carretera Nueva a los que en el terruño llaman “Los Pizorros” hasta encontrar una llanada que sirviera de “lecho nupcial” ligeramente cómodo; menester este en el que en absoluto éramos pioneros, pues largamente fuimos precedidos por innúmeras parejas que allí establecieron su lecho conyugal. Por cierto, que esa noche me enteré de que mi tío Juan y mi tía Matilde por allí debieron “escribir” la “carta a la cigüeña” cuyo respuesta fue mi prima Marisa. Y claro, ella opinaba que tampoco está tan mal  que los hijos imiten a los padres.

Mas no creáis que ello fuera así por estar Marisa más “salida” que un ángulo agudo, pues aunque después sí que pude comprobar que, para mis más excelsos goces, un tanto “salidilla” sí que me salió, eternas gracias sean dadas al Altísimo por tan insigne merced otorgada a este mísero pecador, en este concreto caso nada tuvieron que ver los ángulos, ya sean éstos agudos, rectos, llanos, obtusos o escalenos, ni mucho menos. Mi bien amada razonó que lo del “casorio”, cuanto antes; y resultó que sus argumentos fueron contundentes de verdad: Aunque fisiológicamente ambos fuéramos tan virginales como las mamás respectivas nos asomaran a este mundo, mentalmente no éramos tan virginales, pues habían por allí veintiséis años de vida que, aunque ni se sabe dónde habían ido a parar, en nuestras mentes se conservaban en toda su viveza. Y qué duda cabe que las hormonas, feromonas o cualquiera sabe qué, de vez en cuando hacían que las más nobles partes de nuestros cuerpecitos serranos nos “picaran” que era una vida mía. Y como tampoco era cosa de darnos al vicio y amor libre, sólo cabía la solución del “casorio” acelerado.

Llegados aquí, ante nosotros dos únicas vías: Una, dirigirnos a nuestros padres con toda honestidad diciéndoles: “Papá, mamá, que este y yo o esta y yo queremos casarnos ya mismo pues no veáis lo revolucionadas que andan nuestras respectivas hormonas, feromonas o lo que sea”. Otra presentarnos a nuestros padres y decirles: “Papá, mamá, que este y yo o esta y yo queremos casarnos ya mismo porque tenéis un nieto o una nieta en camino”. El inmediato resultado iba a ser el mismo: La bofetada en plena cara para mi primita y para mí el par “fobetás” en pleno rostro, con la muy apreciable diferencia de que en el segundo caso, el “casorio” por la vía rápida estaba asegurado, en tanto que en el primer caso lo asegurado sería que mi señor tío convertiría a su “ingenua” hijita en monja de clausura aunque sin salir de casa; y a mí, si me encuentra a menos de 20 o 30 Km. de tan “ingenua” hijita, me deja más capón que un “castrati” del siglo XVIII. Y tampoco era eso, claro. Luego ambos convinimos por unanimidad del reducido cónclave que más valía la solución del “casorio” por el muy eficaz “Sindicato de las Prisas”, que además brindaba la nada despreciable ventaja de que, aunque después nuestros respectivos papis nos las “dieran todas” en la misma o en entrambas mejillas, que entonces nos quitaran el “gustirrinín” disfrutado al “escribir” las numerosas cartas a la cigüeña que asiduamente escribiríamos, aún y cuando la cigüeña respondiera a su tiempo, más de dos mes antes de anunciar la “buena nueva” a nuestros amados progenitores, a los que por poco si les da un síncope cuando la conocieron y antes de los guantazos de rigor.

Respecto al día a día que siguió poco que contar. Los principios fueron, cuando menos, llevaderos. Nos instalamos en Madrid, en la misma casa de mis padres en principio, y mi padre me asignó un sueldo mensual, seis mil pesetazas de 1960, casi una fortuna.

En 1962, siendo ya padre de un hijo, me tuve que ir a la “Mili”, a Alcalá de Henares como estaba previsto. Aquello no estuvo tan mal gracias a que Marisa se trasladó allí con nuestro hijo y, aunque durante los tres meses de Instrucción no se podía salir del cuartel para nadas en absoluto, desde que juramos bandera obtuve “Pase de Pernocta”, es decir, que desde las seis de la tarde, la Hora de Paseo, tenía libre hasta las nueve de la mañana del día siguiente.

La “Mili” se acabó y también se acabó el año 1964 y empezó 1965 viajando por mi cuenta con mi primer muestrario propio, aquel de las vajillas, juegos de café, figuritas etc. Y gané dinero, bastante dinero, más que la vez anterior pues la experiencia que tenía en este año 1965 no era la de aquel otro 1965, pues los veintiséis años realmente transcurridos desde entonces en algo tenían que notarse.

Y llegaron los segundos años ochenta de nuestras vidas, 1982 y mis nuevos cuarenta y dos años y los nuevos 44 de Marisa, sólo que éstos eran infinitamente más felices que aquellos otros de nuestra primera vida, pues como D. Alejandro Pérez Lugín pone en labios del ex banderillero Joaquín González “Copita” en su novela “Currito de la Cruz”, durante todos esos veintidós años de matrimonio y los que les siguieron, nuestro hogar fue una “confeturía”, cuyo fruto fueron los tres hijos que Marisa me otorgó que, sumados al que posibilitó nuestra boda por el eficiente “Sindicato de las Prisas”, eran cuatro retoños, tres retoños, los mayores, y una “retoña”, la menor, entre los 21 y los 16 floridos años. Por cierto, que la pequeña Marisa es el vivo retrato de su madre, por lo que trae “revolucionados” a no sé cuántos chaveas.

Y entonces, a mis 42 “tacos” y los 44 de mi adorada Marisa, ella una noche me sorprende con esta insólita propuesta, mientras me recibía en la cama con más “mimitos” que nunca, que ya es decir, pues creo que ya comenté que Marisa me había resultado, cómo diría, un poco bastante “salidilla” y, francamente, los días que podía pasar en casa me tenía ejerciendo el oficio de “marido apasionado” a destajo, luego si digo que esa noche me recibió en la cama algo más cariñosa de lo normal… ¡La Madre de Dios y cómo estaba mi “santa” aquella noche! 

  • Maridito… Esto… ¿Por qué no “escribimos” la quinta carta a la cigüeña?... Mira, casualmente, esta noche olvidé ponerme el diafragma…

¡Con que casualmente, y… olvidado! ¡No sabía nada Marisa! ¡Más que los ratones “coloraos”! Bueno, eso se dice, aunque servidor la verdad es que por completo ignora si tales ratones “saben” o “no saben”. Mi ignorancia al respecto llega hasta que ni idea de cuáles puedan ser tan sabios ratones.

Y qué queréis que respondiera a tan volcánico requerimiento, inefable presunción de una noche de alivio para todos los males, habidos y por haber. Pues lo que los taurinos suelen decir del quinto de la tarde: “Que no hay quinto malo” Pero tampoco encontré que un sexto fuera cosa de desdeñar, aunque cuando ese sexto llegó a nuestro hogar, muy firmemente dije a Marisa que con seis ya estaba demasiado bien la cosa, luego la “fábrica” tenía que cerrar por perpetuas vacaciones, pues, ante el temblequeo que me entró al ver a ese sexto rorro y pensar que desde entonces también tendría que trabajar a destajo estando de viaje, por lo que me temía que Marisa acabara por reconocerme por las fotos las escasas veces que al año podría volver por casa, recordé la letra de una vieja copla española.

                                                                                              Niña, qué t’ha susedío

La nosche que t’has casao

Cuando er reló dio la dose

       Hay… ¡Cómo “t´has asustao”!

  Er tiempo fue transcurriendo

Er susto… se t’ha pasao

Sei churumbele nasieron

  Ahora… ¡“Soy yo er asustao”!

Aunque claro, ya se sabe, la última palabra siempre es de la mujer. Y,… ¡A saber!....

F I N   DE   LA   HISTORIA

   

                                                                    

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