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Mi “seño”, doña marta (2)

en Erotismo y Amor

CAPÍTULO 2

Realmente, ya no había motivo que justificara que siguiéramos viéndonos, toda vez que, básicamente, nuestra relación había sido profesional, abogado-cliente  y pare usted de contar, luego, superado el sentido de la relación al solventarse el contencioso del divorcio, nada justificaba que volviéramos a vernos. Pero hete aquí que, antes de cumplirse la semana desde que nos despidiéramos tan “definitivamente”, una noche la llamé para ver si podía apetecerle que algún día tomáramos algo, no sé, un café, una cerveza… Algo… Vernos, en definitiva,  Y ella, tan pronto yo acabé mi discurso, que hasta se me trabó un tanto la lengua al hablarle, de lo nervioso, lo  inseguro, que entonces estaba, se echó a reír diciéndome

No estará usted tramado ligar conmigo, ¿verdad, señor abogado?

Y me salió del alma responderle

Y  si así fuere, qué pasaría

 

Pues que estaría muy mal; ya lo sabe usted, el código deontológico desaconseja las relaciones, más menos íntimas, entre abogado y cliente

 

Pero es que yo ya no soy su abogado, señora; cuando se resolvió la demanda de Divorcio en la que la representaba, resolvióse también nuestra relación abogado-cliente, finiquitándose…

 

Pero aún queda el hecho de que yo antes fui su maestra, caballero… Y tampoco son lícitas las relaciones profesora-alumno

 

Pero eso fue el ayer, y nada tiene que ver con el hoy… Para las relaciones interpersonales, quiero decir

 

O sea, que lo mire por donde o mire, me “coge el  toro”… Así que,  qué puedo  hacer yo ante el destino, más que aceptarlo

Y sí; quedamos en salir, a tomar el aperitivo primero y luego a lo que se terciase para el siguiente fin de semana, sábado y domingo, pues vernos de lunes a viernes era más complicado, ya que ambos dos trabajábamos, ya que ella seguí ejerciendo su profesión, impartiendo clases de Latín-Griego, en un centro privado de Madrid; religioso, de monjas, y sólo para niñas, nada de niños…de chicos mezclados con chicas. Al viejo estilo, vamos

Y eso, el salir juntos cada “finde” se hizo absolutamente firme, sin faltar uno; solíamos empezar los días tomando el aperitivo, el  vermut, que también se dice por estos hispanos lares, para luego proseguir comiendo, ya más de las tres de la tarde, normalmente, en un restaurante, aunque tampoco era tan infrecuente seguir con las típicas tapas madrileñas llenas de antañones sabores, “tapas” que, veces, son verdaderos guisos de tierra de buen comer y mejor beber, como, los famosos “callos a la madrileña” o caracoles a la ídem; o las muy humildes “patatas bravas”, “oreja a la plancha”, etc. Y cómo no, los más  que suculentos “bocatas”  de calamares a la romana…o sepia a la plancha… Menos veces, muchas menos veces, las más señoriales, y caras, mucho má caras, “gamba  a la pancha

Luego, pues según; con buen tiempo, pasear, principalmente por el Retiro, o remar en una barca en su estanque, aunque también, a veces, nos íbamos a la Casa de Campo y  su lago, pues lo de subirnos a una barca y remar, a los  dos nos encantaba. También paseábamos por la Rosaleda del Parque del Oeste, junto a la Casa de Campo y la Plaza de España, o las rosaledas y jardines del Retiro, como los de Cecilio Rodríguez o los levantados en el terreno antes ocupado por la famosa “Casa de Fieras” del Retiro. También a veces íbamos al cine o a merendar en una cafetería…

Y yo, pues qué queréis que os diga sino que aquella añeja pasión que ella encendió en mí, allá por mis trece, catorce años, rebrotó con fuerza incontenible, demoledora. La quería, la amaba, con toda mi alma, todo mi corazón, todos mis sentimientos pero también la deseaba con todo mi cuerpo, mi ser varonil… Fue una tarde; una de tantas que, tumbados en uno de los escasos rodales cubiertos de yerba, fresca, mullida, que en la Casa de Campo pueden encontrarse, dedicados los dos a darnos esos breves “piquitos”, besitos en los labios, leves, muy leves, apenas rozando labio con labio, en caricias muy suaves, muy tenues, en los labios, que tanto nos gustaban…

Y, cosa nada normal en mí, decidí “tirarme a la piscina” sin saber si había agua o no. Me erguí sobre un codo, quedando en un plano algo superior al de ella, dominando su rostro, su busto, en cierto modo. Llevé mi mano a su rostro, acariciando los rizos de su pelo que invadían su frente, haciéndolos hacia un lado… Y la besé  en esa frente que así había quedado limpia, despejada…fresca… En un beso largo, muy, muy largo… Dulce, muy, muy dulce… Tierno, muy, muy tierno… Y, sin encomendarme a Dios ni al Diablo, se lo solté, de carrerilla porque si me llego a callar siquiera un segundo no hubiera sido capaz de seguir hablando; me habría aturullado

A lo mejor no me crees, pero lo cierto es que yo te quiero... Te amo…estoy perdidamente enamorado de ti. Eres la única mujer que en mi vida he querido, he amado. La única que, por muchos años que viva, siempre amaré… Desde mis trece, catorce años, te quiero, te amo Y sí, te deseo como jamás deseé a mujer alguna, y es que, tampoco, nunca amé a ninguna mujer, salvo a  ti… Y, ¿sabes? Si me aceptas me harás el hombre más feliz del Mundo… Pero es que yo te haría  a ti  la mujer más dichosa del Universo…Pues viviría  por ti y para ti… Para hacerte feliz…inmensamente dichosa

Marta me miraba con una fijeza, un interés inusitado, pendiente de cada palabra que entonces soltaba por mi boca. Callé, entre acalorado, encendido, por mi discurso, y asustado por el atrevimiento que en sí eran mis palabras, temiendo  su reacción. Ella siguió mirándome pero una sonrisa empezó a asomar a sus labios, sonrisa que se afianzaba, se remarcaba más y más en su rostro, una sonrisa mezcla de alegre gozo con tierna pena, dulce dolor… Y frustración, desilusión… “Hojas del árbol  caídas/Juguete del viento son./Las ilusiones perdidas/Son como hojas caídas/Del árbol del corazón!” Por finales, poco a poco, la sonrisa fue desapareciendo de su rostro, sustituida por un gesto de seriedad, de hastío tal vez.

La vida es injusta, ¿sabes Antonio? O  yo nací demasiado pronto o tú demasiado tarde, pero la cosa es que no coincidimos. Desde que te reconocí… No, desde que tú me reconociste e hiciste que te recordara, me acordara de ti, he recordado muchas, muchísimas cosas tuyas porque he pensado mucho en ti durante estos meses. Eras, eres para mí una especie de obsesión

Calló un segundo para pedirme un cigarrillo, y eso que Marta n fumaba; nunca había fumado. Le ofrecí fuego, lo encendió y chupó un par e caladas seguidas, que la hicieron toser… Y prosiguió ablando, mirándome fijamente, mientras a sus labios acudió una leve sonrisa, un media sonrisa casi podría decirse… Y siguió  hablando

Dices que me quieres, que me  amas… ¿Cómo decías, en realidad? Ah, sí… Que soy la única mujer que has querido, has amado, en toda tu vida… La única que por más años que vivas podrás ya nunca amar. Eso, lo que me has dicho, es bonito, seductor… Y, seguro, pretendes que vivamos juntos, en pareja, como marido y mujer… ¿Me equivoco, Antonio?

No, no te equivocas. Ese es mi deseo, mi objetivo;  vivir juntos, yo  tuyo, tuyo  solamente…y tú mía,  mía solamente…

Me acarició, me besó en una caricia que era la plenitud del cariño, del sentimiento pero por entero carente de deseo, de sentido,  de sexualidad.

Cariño… Amor… Sé que no me mientes ni tampoco exageras; que lo  que dices sentir por mí es verdad, lo sientes tal y como lo dices; en toda su magnitud. Pero ¿has pensado en la diferencia de edad entre tú y yo? Creo que más de doce, casi trece años… A  mi favor, o en mi contra, según se mire

Volvió a aspirar el  humo del cigarrillo y volvió  toser, con lo que acabó tosiendo y tirando el pitillo al suelo apagándolo, aplastándolo, en un hoyito de tierra

¡No sé cómo  podéis meteros esto entra pecho y espalda!... ¡Amén de estar malísimo, casi la asfixia a una!... ¡Dios, y qué ahogo!

Volvió a mirarme tras tal inciso, para, de buenas a primeras, espetarme

¿Qué edad tienes,  Antonio?

Cuarenta y dos recién cumplidos, además

Me lo imaginaba… Yo, cincuenta y cuatro, bien cumpliditos, pues a fines de año haré los cincuenta y cinco Vamos a  ver,  Antonio… ¿Qué pasará dentro quince, veinte años?... Te lo diré: Que tú tendrás cincuenta y siete…sesenta y dos años… Aún joven y, seguro, “peleón” ¿Y yo, qué seré? Una mujer más que menos vieja, ajada,  Con sesenta y nue…

No la dejé seguir, sellando su boca con la mía, en un beso cálido, fuerte, vigoroso; pleno de amor, de cariño, de ternura. Un beso de hombre enamorado hasta el tuétano del alma, si el alma tuviera tuétano, pero en absoluto dominado entonces por la pasión, sólo,  únicamente, por eso, el amor, el cariño… Y entonces fui yo el que habló

¿Qué qué pasará dices? ¡Nada, ¿me oyes?, nada! Nada, salvo que te seguiré amando y por tanto, deseándote. Porque, cuando de verdad se quiere, se ama, como yo te quiero, te amo a ti, el tiempo no cuenta. Se envejece, sí, pero el amor, el cariño, permanece, no envejece, sino que sigue vivo y pujante… Y mientras haya amor, habrá deseo. Te seguiré deseando mientras viva, encontrándote bella, hermosa, atractiva Y tremendamente deseable, aunque tuvieras no ya setenta, sino ochenta, ochenta y tantos años, pues seguirías siendo tú, la mujer que amo, que me enamoró a mis trece, catorce años La única que en mi vida he amado, la única que amaré mientras viva

Y, de  nuevo,  la mula volvió al trigo, es decir, yo, a incidir en mis abrazos, mis besos, plenos de amor, de cariño, de sentimiento, pero sin sombra de deseo, de sensualidad, de sexualidad. Un beso que, del todo, casto, fraternal, no era, desde luego, sino tintado de pasión, de deseo, pues en el amor entre hombre-mujer, el verdadero, el que resiste, firme, fuerte, el paso del tiempo, la sexualidad está implícita, es parte inseparable de ese amor para, precisamente, mantenerle vivo y perenne a través de años y más años Por fin nos separamos, más por iniciativa de ella, mi amada Marta, mi “seño”, Dª Marta”, como a veces me gustaba nombrarla que por intención mía.

¡Ay hijo! ¡Y  cómo  arrempujas, nene, que a una hasta la dejas sin resuello!

Reíamos los dos, y con ganas, esa salida suya. Dejó de reír y sin más,  entró en actividad, comenzando a recoger cuanto teníamos desperdigado por aquél rodal de yerba, para, enseguida, decirme

¿De…de verdad…piensas…sientes así?... ¿No es una simple añagaza para llevarme a la cama?

¡Pues claro que pienso y  siento así! ¡Y desde mis trece, catorce  años! Puedes  creerlo, de verdad; como si fuera Verdad Evangélica… Te lo  aseguro

¡Júramelo!... Por Dios Divino…Por tus muertos

¡Te lo juro; te lo juro!...

Callé un momento; no acababa de fiarse de mí, pero sabía que quería creerme; que ese futuro conmigo, de infinito amor, también ella lo quería, pero era, por naturaleza, desconfiada; se dice que “gato escaldado, hasta del agua fría huye” y  yo sabía, por confidencias suyas, lo “escaldada” que salió de  su anterior matrimonio. Así que,  me armé de valor, y fui ya a por todas

Mira, amor; para demostrarte que en mi propuesta no hay trampa ni cartón, hasta tanto no seas, legalmente, mi mujer, ni te tocaré. Seremos novios al viejo, muy, muy, viejo etilo, teniendo tú una auténtica “Noche de Bodas”, cuando seamos marido y mujer… Civilmente, al menos…

Ella se quedó como de un aire, pues lo que menos podía esperarse era una propuesta como a mía… Salió de esa especie de impasse en que se sumiera al oírme, y pudo decir

De modo que de verdad me quieres, y estás dispuesto a correr el albur de unirte a mí, a pesar de los doce, trece años casi, que te llevo…

Yo no sé bien por qué, pero no le respondí; permanecí en silencio, observándola, esperando sus palabras; lo que, por finales, decidiera

No sé si al final lo nuestro aguantará el paso del tiempo o si, en unos años, me dejarás…Pero, ¿sabes?... Creo, confío en ti y en el amor que dices tenerme. Sí; seré tu pareja conyugal, tu mujer… Y desde ya; desde hoy mismo…  Vamos, recojamos todo y vayámonos a casa… Por cierto… ¿Dónde prefieres que vivamos, en tu casa o en la mía?

Yo estaba obnubilado, sin acabar de dar crédito, creerme, lo que ella decía. Así que, más maquinalmente que otra cosa, respondí, un tanto  a voleo

Pues… No sé… Donde tú prefieras…

Entonces, en mi casa… Estoy hecha a ella, ¿sabes?... Sé dónde está cada cosa… Y tú, apenas si pararás por tu casa… Haber: ¿Qué comes a diario… ¿Cuándo te has hecho en casa algo?... Una tortilla francesa simplemente, un filete, unos huevos fritos…

Touché… Tocado en toda la línea, pues, efectivamente, me alimentaba, mayormente, de platos combinados, y cuando no,  una pizza de esas que las pides y te la llevan  casa… O, simplemente algún que otro “sándwich”, que a eso en casa, sí que llegaba

En fin, que nada más hubo que hablar, sino qua ambos dos tomamos el camino de la casa de mi “seño”, Dª Marta, que resultó estar muy cerca, en la calle de los Reyes, a un paso de la Plaza de España y tres de la Casa de Campo, donde entonces estábamos. Llegamos a su casa y, sin más, tomándome de la mano, me condujo a  su habitación, su dormitorio, que, desde ya, sería el nutro, el conyugal, suyo y mío… Y, sin más preámbulos, procedimos a desnudarnos; yo a ella, ella a mí. Comencé yo, privándola de la blusa, sacándosela a través de los brazos tras librarla de los botones, desabrochados uno a uno, de arriba abajo; seguidamente, ella me libró de la camisa en forma semejante a como yo la “aligeré” de la blusa; y de nuevo fue mi turno, bajándole, primero la cremallera de la falda para enseguida liarme, a brazo partido, con la prenda, rebelde como ella sola a  que se la sacara por los pies, por lo estrecha, ceñida, que le quedaba, pero bueno estaba yo para que la prendita de las narices me tocara los “cataplines”, con lo que la faldita acabó, tiradísima, por el santo suelo. Seguidamente, ella soltó la hebilla de mi cinturón y el botón que ajustaba el pantalón a mi cintura, pantalón que también acabó tirado por el santo suelo, tras ella sacármela por piernas y pies.

A esas alturas de la  “peli”, yo estaba en “gallumbos” (calzoncillos) y calcetines, en tanto ella ya sólo lucia un más que  sensual conjunto de sujetador y braguita-tanga negros, y diría que en seda natural o, al menos, símil seda, que yo, de eso, entiendo poco, por no decir que nada sé; y yo en “gallumbos” y calcetines, pues nada más entrar en casa ambos dos nos  descalzamos de los zapatos y a mi “seño”, en el buen tiempo, no le gustaba usar medias.

De nuevo era mi turno y, abarcándola bien entre mis brazos, pude soltarle las presillas del sujetador que, en nada, estaba en el santo suelo, junto a las demás prendas, suyas y mías Y ante mí surgieron, desnudos, sus senos, divinos, espectaculares, únicos, ante los que quedé anonadado por su intensa belleza, aunque ella, por eso, mi  repentino “impasse”, no se quedó quieta, sino que, pasado mi turno, ejerció el suyo privándome, primero de los calcetines, y al segundo de los “gallumbos” acabaron tirados, lastimosamente, por el santo suelo

Y claro, libre del retén que el calzoncillo, en sí, representaba, mi masculina herramienta surgió toda ella bravía… En todo su esplendor… Mi “seño” se la quedó mirando un tanto embobada, alargando la mano hasta poder  tocarla pero sin acariciarla, como venerándola, más bien

¡Qué bonita es!... Me gusta mucho

Y empezó a acariciármela de verdad, deslizando las yemas  de sus dedos  de arriba abajo; desde su base hasta arriba del todo, desde arriba del todo hasta la base misma. Pero no confundamos términos: Hablo de acariciar, no de darle a la “zambomba”… Finalmente, felinamente sinuosa, gateó sobre la cama, presumiendo de “pompis”, bamboleando las nalgas, redonditas, todavía bastante altas, bastante duras, según se movía hacia un lado o hacia el otro; uno de esos  culitos que te hacen volver la cabeza al cruzártelos por la calle, pero ni pizca de exageradas generosidades… Y eso, entre sus 54/55 años, que se dice pronto

Alcanzó al fin el cabecero de la cama, tumbándose boca arriba, con las piernas ligeramente abiertas: y, tendiéndome sus brazos, me dice:

Ven conmigo, amor; ven a mí, querido mío

Yo  entonces, que aún estaba de pie en el suelo, como un pasmarote junto a la cama, me subí encima, casi de un salto, aunque quedándome a los pies, arrodillado, mirándola con todo detenimiento, admirándola más, mucho más que mirándola

No me mires así, con tanta fijeza, cariño; me pones muy nervosa; haces que me sienta mal

 

Es  que no puedo dejar de admirarte; de recrearme en tu belleza…

 

¿De verdad te gusto tanto?

De verdad, me gustas aún más

¿Sabes, cariño mío, que eres un solete de hombre…de marido… Porque,  desde ya mismo, tú eres mi esposo y marido y yo tu esposa y mujer, porque así, libremente, lo hemos querido y queremos… Y los “papeles” que digan lo que les dé la gana…

Y, la verdad que, en ese momento al menos, más de acuerdo con mi musa no podía estar, pues también, a veces, es cierto lo que Sabina dice en una de sus canciones: “Con dos en una cama, sobran alcalde, cura y juez”

Así que, sin pensarlo más, trepé hasta donde ella estaba. La noche fue sonada, casi eterna. Nunca nos cansábamos, jamás estábamos ahítos de amor, de amarnos hasta el paroxismo, hasta caernos exhaustos en la cama, sin adarme ya de fuerzas para seguir. En tales trances acabábamos dormitando unos minutos, no tantos, pues a la media hora las  treguas casi nunca llegaron,  volviendo ambos, la mar de animosos, al “combate cuerpo a cuerpo”. Pero bueno será afirmar que esa nuestra primera noche de amor no fue sino preludio de las muchas, muchas, noches que con el tiempo fueron sucediéndose… Pero también mañanas, hasta tardes, de sábados, domingos, festivos y tal que, también, se fueron siguiendo las unas a las otras.

Y así, desde esa nuestra primera noche de amor, comenzó nuestra vida en común, nuestro muy peculiar matrimonio, que no fue sino una casi ininterrumpida “Luna de Miel” que nunca, nunca, se trocó en acíbar; ni por un segundo siquiera

Llevaríamos juntos algo más de tres meses cuando, muy seria, me pidió la acompañara al médico el día siguiente y, claro, mi primera reacción fue de alarma

¿Qué pasa?... ¿Te sientes mal?... ¿Estás, tal vez, enferma?

Tranquilo, tranquilo, cielo mío; el médico es el ginecólogo… No sé si te gustará o no…pero estoy  casi segura de estar embarazada.

La verdad; ¡no cabía en mí del gozo, la alegría, que emborrachaba todo mi ser!... ¡Ahí es nada!… ¡Iba a ser padre! ¡Por fin, sería padre, tendría, al menos, un hijo!... Y sería ella, mi “seño”, la que fuera mi  profesora de latín y griego, cuando mi más adolescencia que juventud; la mujer que tan hondo me llegara, a mis más inocentes que otra cosa, trece, catorce, quince años quien lo posibilitaría, me hiciera el padre más feliz del mundo ¡A sus 54-55 años me daría ese hijo tan añorado por mí!

Pero es que ni ella se lo creía; le parecía un absurdo simplemente pensarlo Pero llegaron las “faltas”; vamos, que el período no le venía; la primera, doce, catorce días  tras nuestra “primera vez”, la segunda, casi justo un mes de la primera Y a la tercera ya no le  cupo duda alguna pues a la ausencia del  “periodo” se unió otro signo más, inconfundible éste. Fue un sábado, uno de tantos que salíamos a cenar y bailar, pero que a mí se me ocurrió pedir huevos revueltos con pimientos; oír mi comanda  al “maître” y empezar mi ángel a  soltar por su  boquita de pitiminí hasta los primeros calostros mamados de la teta de su mami.

El evento fue sonado por sí mismo,  alcanzando sus resultados, primero, y de lleno, además, la mesa a que nos sentamos, aunque, subsidiariamente, tanto ella misma como yo y el mismísimo “maître” nos llevamos cada uno nuestra parte del desastre. Ahí se acabó nuestro “Fin de Semana”, pues salimos “pitando” para casa tan pronto nuestros trajes quedaron mínimamente utilizables, haciendo el viaje de vuelta a casa en absoluto silencio, aunque conmigo más que preocupado por ella, por lo que pudiera  sucederle. Y un par de días después fue cuando, al fin, me “cantó la gallina” al pedirme que la acompañara al médico

Como fácil será imaginar, la criatura fue más bonito que un san  Luis, pues, cómo no, fue un niño, un Antoñín; además, grande, algo más de cuatro kilos pesó y entre 55 y 56 cm, de talla, lo que indiciaba que, seguramente, de adolescente y luego  adulto, sería antes alto que bajito, lo que me llenaba de orgullo de padre… Peo es que ahí no quedó la cosa, pues unos diez/once meses más tarde, puso en mis brazos a nuestro segundo vástago, una niña para que nada nos faltara en casa Y mi Marta, entonces, me dio una tremenda alegría al empeñarse en poner a la cría por nombre María, el  de mi madre, fallecida un par de  años antes

Nuestra unión, la verdad, es que más feliz, más dichosa, imposible que fuera, pues en todo momento nos amamos sin límite, en absoluta, total, entrega del uno al otro, de manera que yo no era  dueño y señor de mí mismo, mi cuerpo, hasta mi alma… Todo era de ella, mi dueña y señora… Pero  es que ella quedaba a la recíproca, pues también fui yo, y sólo yo, su dueño y señor. Nos dimos, mutuamente, el uno al otro y en esa perfecta simbiosis vivimos los años que Dios permitió que estuviéramos juntos que tampoco creáis que fueron tan pocos, pues ella permaneció, fiel, junto a mí, por veintidós años aún, hasta mis 64 y sus 77 años, recién cumplidos cuando una fatal neumonía se la llevó, para siempre, de mi lado

FIN DEL RELATO

                                                                                     

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