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A buen juez, mejor testigo

en Erotismo y Amor

NOTA PREVIA DEL AUTOR

Este relato se  basa en una antigua, muy antigua, leyenda toledana, la del “Cristo de la Vega”; el título lo tomo del que D. José Zorrilla, el célebre  autor del Tenorio, da a uno de sus poemas, en el que relata, en verso, la leyenda.

Ya en 1612, el erudito toledano, Francisco de Pisa, nos dice que la antigua imagen del Cristo de la Vega ya existía en 1558, a propósito de narrar una leyenda más antigua que recordaba bastante la actual del “Cristo de la Vega”, popularizada por el poema de Zorrilla, “A Buen Juez, Mejor Testigo”, que,  además, da la forma en que hoy día se conoce la leyenda. Ésta, en sí, es hermosa, me gustó, y mucho, desde que la conociera en el poema de Zorrillo, a mis 13-14 años; luego busqué, y busqué, leí un montón de artículos más o menos literarios, más o menos “científicos”, hasta esotérico  alguno, concluyendo que nada de lo escrito después de Zorrilla es digno de tenerse, siquiera, en cuenta…

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A BUEN JUEZ, MEJOR TESTIGO

Allá, a horcajadas entre los siglos XVI y XVII, vivían en Toledo dos jóvenes, D. Diego Martínez y Dª Inés de Vargas; él mocetón como de veinte años más tasados que sobrados, ella de dieciséis, casi diecisiete floridos años; él, al revés de lo que la cantante Cecilia dijera en una canción, “de baja cuna pero alta cama”, pues, aún siendo de casa rica, de comerciante adinerado, sus ancestrales principios más humildes no podían ser, ya que provenía de siervos de la gleba; ella, hija de un hidalgo “de los de adarga antigua”, D. Juan de Vargas, archimillonario en legajos de hidalguía, nobleza y tal, y tal, y tal, pero con menos maravedíes en la bolsa que quien se baña en cueritates vivos…

Como de  otra forma no podía ser, porque si no a ver cómo me enjareto yo la historia, D. Diego se prendó de Dª Inés tan pronto la columbró una mañana, saliendo ella de la iglesia, que si no, pues eso, que haber de dónde demonios salía… Y persignémonos, siquiera un par de veces, por lo de “Demonios”, leñe… Pues, sí, que la Inesica me sale de la iglesia y na más salir, sin siquiera traspasar el pórtico, ¡zas!, que el Dieguito me la “guipa” y, “¡adiós corazón, que te vas y no vuelves!”…  Pero es que tampoco la damisela fue tan ajena a las masculinas gracias del mancebo, “u sédase”, que el Dieguico y la Inesica, talmente, “Los Amantes de Teruel, tonta ella, tonto él”… Qué “quirís, mes amisas, mes amís”, sino que a ambos amantes les entraban unas “priesas” por aquello de ser marido y mujer, para poder dedicarse, y a todo ruedo, a hacer guarradas y más guarradas, de todo tipo y a brazo partido, cada día, cada noche y doblete, triplete y si se encuentran “inspiráos”, el “cuatriplete” o “quintuplete,” incluso, sábados, domingos y fiestas de guardar.

Pero en llevar a buen puerto tan elogiables empeños y deseos había un obstáculo la mar de  serio… La economía, pues ella, qué “quirís”, amigas, amigos, tenía muchas pero que muchísimas prendas personales, pero cotizables en bolsa, ni “flowers”, “oigue” Y en lo referente al galán, pues que su casa sería de lo más “muchimillonaria”, pero él, ni un real…ni “blanca”, vamos… Triste suerte del segundón al que sólo  tres caminos le ofrecía la vida: Ser vasallo del mayor de sus hermanos, único heredero de toda la hacienda paterna, trabajando  para él en lo que el hermano dispusiera y cambio de lo  que el hermanico quisiera darle para  su propio sustento y el de su casa, su familia, o  entrar  en Religión, haciéndose cura o fraile, o, por último, seguir la carrera de las armas, confiando a su coraje, su peleona bravura, su futuro 

Y esta última opción es a la que D. Diego se acogió, alistándose bajo la bandera de un capitán que pasó por Toledo reclutando gente para combatir en Flandes. Y allí estaba D. Diego, todo  ufano de su novísima condición de soldado de los Tercios, presto pues a partir rumbo a Flandes a cubrirse de gloria en sus campos de batalla. Fue entonces, en muy, pero que muy vísperas de partir hacia la gloria…o la muerte, que el mancebo pidió a su dama… “Le pidió, ¿qué le pidió?... Le pidió su “prenda dorada” y, la muy tonta, fue y se la dio”

Ella no quería; eso no estaba bien; no era decente, no era cristiano… Pero dejarle partir así, hacia lo que, Dios no lo quisiera, podía, también, ser su muerte, sin darle lo que con tanto ardor, tan enamorado, le pedía… Mas, ¿y  su honra…la de su padre, su casa? ¿Qué sería de ella, si él luego no le cumplía, tal y como le prometiera? Y qué queréis, queridas, queridos, sino que Dª Inés accedió, al fin, a hacer dichoso al que ya, sin duda, desde entonces, era su novio, su prometido…su HOMBRE, esposo y marido, mientras viviera… Pero con una condición: Que antes de franquearle paso libre a su lecho, él le jurara, postrados ambos a los pies de Cristo Jesús, de Jesús Crucificado, por su muerte, la Divina Sangre por todos nosotros derramada en aquella cruz, que tan pronto regresara de Flandes, que no quisiera Dios que allí, inerte en sus campos, para siempre quedara, con fortuna o sin fortuna, al punto la desposaría en santo matrimonio, lo que él juró postrado a las plantas de un Cristo Crucificado, famoso en Toledo, el “Cristo de la Vega”, logrando a cambio la flor de la  doncellez de su novia, en una noche de sempiterno, eterno, recuerdo, partiendo el doncel hacia su destino a poco de rayar el alba, quedando ella, Dª Inés, transida de dolor, tras la final,  cruel, despedida…

Y desde entonces, Dª Inés no vivió más que para esperarle… Con miedo, mucho  miedo; con casi pavor, mucho  pavor, dejó pasar las inmediatas semanas tras aquella noche de encendido amor con el dueño de ella, de su cuerpo, de su corazón, de su alma… El ser para el cual ella vivía, viviría, siempre,  para amarle, honrarle y respetarle, hasta que cerrara sus ojos el oscurecer de la postrera luz de su vida… “Cerrar podrá mis ojos la postrera/Sombra que se llevare el blanco día” que una vez cantara un poeta…

NOTA: Si me estás leyendo, mi queridísima y felina amiga, estos ripios te los dedico, pues tú me recordaste, un día, el poema… “Serán polvo, pero polvo enamorado” que, textualmente diría, me escribiste. ¿Lo recuerdas? Yo, sí, perfectamente…

Sí, Dª Inés tenía miedo, un miedo terrible, casi insuperable, según iban pasando los días, desgranándose, lentos, uno tras otro hasta formar el rosario de semanas, hasta que, al fin, le llegó la bastante más ansiada que esperada menstruación posterior a aquella noche inolvidable, y con la sangre derramada, la lenidad a su agobiado espíritu Y  ya, su vida se trocó en amorosa, por más que deseosa y hasta dolorosa, espera del ser amado, de su definitiva vuelta a sus brazos de amante novia y esposa para ya nunca jamás desasirse de ellos…

Pero el tiempo iba transcurriendo, con ella cada día, mañana y tarde, tras rogar por el regreso de su amado, postrada a pié del mismo Cristo ante el que su D. Diego jurara desposarla, subía al Mirador, atalaya desde la que se divisaba todo cuanto entrara o saliera de la ciudad, ya fuera por la puerta Bisagra, ya por la del Cambrón, oteándose pues, perfectamente, toda la rica vega que circunda, circundaba, la imperial ciudad de Toledo (Imperial, pues desde ella,  como su ciudad-capital, gobernó su Imperio Carlos Iº de España y Vº de Alemania. Sí; hasta el Imperio Alemán, el Sacro Imperio Romano-Germánico, fue gobernado por Carlos, el Emperador, desde Toledo), oteando el horizonte en la cada vez más ansiosa espera de verle, al fin, volver a ella, pero sin que tal ilusión se trocara nunca en feliz realidad pues “Pasó un día y otro día;/ un mes y otro mes pasó./Y un año pasado había/Mas de Flandes no volvía,/Diego, que a Flandes marchó” (Del poema “A buen juez, mejor testigo”, de D. José Zorrilla)

Y así días, semanas, meses y hasta años iban pasando, con Dª Isabel espera que te esperarás, el tan añorado regreso del hombre que lo era todo para  ella,  hasta llegar a cumplirse los tres años de su ausencia, cuando, una mañana oteando, como siempre, desde las  murallas el horizonte, atisbó una polvareda por el camino que conducía a la puerta del Cambrón comprobando, enseguida, que aquello no era sino una tropa de gente a caballo. El corazón, de un salto, se le ubicó  en la garganta, con una tremenda premonición: Esa algarada de esforzados caballeros le devolvía, al fin a su amado D. Diego, así que, desalada, corrió a la calle, llegando a la puerta del  Cambrón al tiempo que la comitiva de jinetes empezaba a traspasarla, lo que le  permitió comprobar que en absoluto se equivocó su corazón, su mente, cuando presintió que esa cabalgata le traía a su bienamado D. Diego, con lo que, al punto, le gritó, “

Diego, Diego, mi amor; aquí estoy, esperándote, como te prometí.

Y le salió al encuentro hasta casi meterse entre las patas del caballo que él montaba. Claro que la vio, pues frenó, en seco, el caballo, para no patearla, tan entregada a él estaba la muchacha, pero con la mayor frialdad le espetó

¡Apartaos y dejad paso libre, buena mujer!… Yo a vos, de nada os conozco... Jamás antes os he visto…

Ella, Dª Isabel, tronó en afirmaciones de haberle él dado palabra de casamiento para tan pronto como de Flandes regresara, pero el gallardo joven la negó de nuevo, una y otra y otra vez, como Pedro a Cristo en la casa de Anás. Él pues, picando espuelas,  rodeado de su gente, amén de polvo para dar y vender, se alejó de allí, sin siquiera volver una sola vez la cabeza hacia ella, pasando de la joven olímpicamente, como si, en verdad, en la vida la hubiera visto

E Isabel, rota, destrozada por el desdén de quién todo para ella era y que tan obligado le estaba, allí quedó, aherrojada en el polvo, casi fango, de la calzada… Y es  que, D. Diego, allá, en Flandes, dio muestras de inaudito valor y suerte incomparable en cuanta empresa acometió, haciendo así fama de valor a toda prueba… Fue hecho capitán, logrando no pocas prebendas de su general en jefe, el Gran Duque de Alba, D, Fernando Álvarez de Toledo, duque y señor de Aba de Tormes. Y hasta un ventajoso contrato de matrimonio concertado con una muy principal dama, en cuya dote entraba la gobernación de un castillo de cuantiosas rentas, por lo vasto y fértil de su entorno…

En los siguientes días, semanas y hasta mese, Dª Inés fue a él, a su D. Diego de su alma, porfiando una vez, y otra y otra, pidiéndole, rogándole, suplicándole…exigiéndole, le cumpliera como bueno, veces todas que él acabó por hacer que sus criados la arrojaran a la calle… Y Dª Inés, no sólo rota, destrozada, por la afrenta unida l deshonor, sino, también, tremendamente furiosa por tan inicuo comportamiento en quién lo era, había sido, todo para ella, acudió en busca de justicia y amparo al corregidor de Toledo, el mu y respetado caballero D. Pedro Ruiz de Alarcón, que ordenó la comparecencia del caballero ante él y sus jueces, el tribunal de justicia que presidía. Allí ante el corregidor y su tribunal, D. Diego respondió a los cargos por ella presentados, negándolo todo; reafirmándose en que ni siquiera la conocía, habíala visto nunca, hasta su entrada en Toledo, volviendo de Flandes.

En tal punto, más bien muerto del proceso, pues sólo era la palabra de ella contra la de él y viceversa, el Corregidor y su tribunal exigieron pruebas, testigos, que confirmaran la pretensión de ella, y entonces Dª Inés tuvo que aceptar, declarar, que no  tenía  pruebas, testigos directos que probaran a veracidad de sus palabras, ante lo cual el corregidor repuso que no tenía más remedio que dejar ir en paz al demandado, toda vez que no había prueba concluyente en su contra, con lo que D, Diego, muy ufano, con la cabeza más que alta, fuése saliendo de la cala de Justicia; pero en tal momento, Dª Inés gritó

¡Llamadle!... ¡Hacedle volver, Señoría; que ahora recuerdo que sí que tengo un testigo!...

 

Decidme, pues, señora; ¿quién es esa perdona?... ¿Cómo es que conoce del caso?

 

Alguien que jamás mentira dijo, que jamás a nadie engañó, pero  que, desde lo alto, viólo y escuchólo todo…

 

¿Dónde estaba esa persona?... ¿En un balcón, tal vez?

 

No, Señoría; que estaba en un suplicio donde ha tiempo expiró

 

Luego… ¿Muerto es vuestro testigo?

 

No, Señoría, que vivo está…

 

¡Vive Dios!... ¿Estáis loca, señora?... ¡Decidme!... ¿Quié es él?

 

¡El Cristo de la Vega, Señoría, a cuyas plantas D. Diego me dio y juró palabra de matrimonio!…

Un silencio sepulcral se hizo en la sala tras las  palabras de Dª Inés, silencio que, enseguida, quebró la voz de D.  Pedro Ruiz de Alarcón

¡Por Dios, que mejor testigo no podéis ya presentar!…

Y, de inmediato el  Corregidor de Toledo dispuso que el tribunal en pleno, con Dª Inés y D. Diego, se trasladaran a la ermita donde se rendía culto al Cristo, en plena vega toledana, extramuros de la imperial ciudad… Y hacia allá se dirigieron todos, el tribunal, con Dª Inés y D.  Diego a la cabeza, flanqueando entre ambos a D. Pedro Ruiz de Alarcón y detrás la casi totalidad de los vecinos toledanos,  atraídos por tan insólito caso

Y, allegados al fin a la ermita, adelantóse hasta la imagen que presidía el altar el notario del tribunal, iniciándose la indagación que hasta alá llevara al tribunal en pleno

Jesús, hijo de María; ante nos esta mañana citado como testigo por boca de Dª Inés de Vargas. ¿Juráis,  en el nombre de Dios Nuestro Señor, ser cierto que un día, a Vuestras divinas plantas postrado, juró a Inés D.  Diego Martínez, aquí presente, por  su mujer desposarla?

Un silencio solemne, pesado, casi ominoso, pesó sobre todo el  templo, ya que todo el mundo,  la casi muchedumbre allí entonces reunida, sobrecogida por lo extraordinario del momento, hasta de respirar profundamente tenía miedo… Y así transcurrieron seis,  ocho, puede que diez y hasta más segundos, silencio entonces roto por una voz majestuosa que retumbó desde lo alto diciendo

Sí; juro

Y al punto todo el mundo quedó más aterrado que admirado al constatar que la mano diestra del Crucificado se desclavaba por sí misma de la cruz y, dirigiéndose hacia abajo, buscaba posarse sobre el ejemplar de los Evangelios que el notario del tribunal sostenía abierto y alzado hacia la santa imagen, mientras los labios del Cristo, antes herméticamente cerrados, ahora aparecían entreabiertos aún y en su perennidad de madera… Y todo aquél gentío allí congregado, al momento, cayó de hinojos ante el Altísimo, pidiendo cada cual perdón al Señor de los Cielos por sus propios pecados, siendo tanto Dª Inés como D. Diego los primeros en postrarse llorando, clamando a grito pelado por sus pecados ante Dios

Al instante Dª Inés libró a D. Diego de la  palabra a ella dada, mostrando su decisión, firme en tal momento, de profesar en un convento como monja, para ser sólo de Dios y a Él sólo servir hasta el fin de sus días, decisión que así mismo adoptó, al punto de ella proclamarlo, D. Diego, propósitos que los dos, en los inmediatos días, llevaron a cabo, ingresando en sendos conventos, ella como monja, él como fraile, lego, sin siquiera pretender ordenarse sacerdote, por verse indigno de tal dignidad…

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Desde que Inés y Diego se dieran a la vida monástica han transcurrido casi cuatro años, encontrándonos con un Diego Martínez que de nuevo es seglar y de más de tres años ya, pues lo de religioso le duró aún  menos que la alegría en casa del “probe”, que ya es durar poco… Vamos, que entrar en el convento y casi, casi, abrumarse con tanto, tantísimo rezo y, cuando no, ¡hala!, a tirar de azada o a escarbar cebollinos a todo pasto, fue todo una misma cosa, con lo que en no tantos meses salió del convento como alma que lleva el diablo.

 

Pero tan pronto Diego se vio en la calle, advirtió que su personal situación era más que delicada, pues había ya salido de la casa de sus padres, había dejado de ser, pues, digamos, hijo de papá, sino que  estaba ya independizado, pero sin medio  alguno de subsistencia, pues cuando le dio la tontuna del  monjío, quiso, de verdad, seguir a Cristo Jesús, haciendo honor a lo que el Maestro dijera al joven rico que quería ser perfecto:”Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mateo, 19.21) Vamos, que aplicó, al pie de la letra, lo que Jesús recomendara al joven,  desprendiéndose de cuanto poseía para darlo a los pobres.

 

Luego, ante tal tesitura, decidió seguir el mismo camino que años antes emprendiera, marchar a la guerra de Flandes enrolado en la compañía que, como entonces, otro capitán, más menos idéntico al de años ha, levantaba para llevarla  a Flandes y donde hiciera falta, a pelear por España. Y tras otros tres años de continuo guerrear, siempre espada en mano, le hicieron, nuevamente, capitán de los Tercios y dueño de caudales que le aseguraban una vida más que digna en el inmediato futuro. Y así fue como regresó a España, a Toledo, meses atrás del momento en que reanudamos la historia pues, cuando llegó, lo primero en que se ocupó fue en encontrar y comprar casa propia, adecuada para mantener honorablemente a la principal dama a quien deseaba, sobre todas las cosas, desposar por su  amada y más que deseada esposa. Luego, sus desvelos se encaminaron a lograr, en la imperial ciudad, una destacada posición, empresa esta a la que las paternas influencias en absoluto fueron ajenas, obteniendo finalmente el mando, como capitán, de la milicia, los “corchetes”, de la ciudad de Toledo

 

Y así, rico de nuevo por sí mismo, amén de importante persona en la ciudad, dirigióse al convento donde moraba, como monja profesa de más, bastante más, cuatro que tres años la que, sin lugar a dudas ya para el mancebo, era la dueña y señora de su corazón…su alma, su vida entera pues ella y sólo ella, Inés de Vargas, era la razón  y motivo para vivir…  Ella y sólo ella, la perspectiva de hacerla su esposa y mujer, quién le infundió valor y ánimo a lo largo de esos tres largos, larguísimos años, de incansable batallar por los ensangrentados campos de media Europa

 

Y si, allá se presentó, en el convento de Santa Clara la Real, pidiendo ver a la hermana Inés del Sagrado Corazón, que en el siglo fuera la señora Dª Inés de Vargas, y la vio; se entrevistó con ella, pero a través de la cancela, la reja, de la clausura, que impedía todo contacto físico entre ellos. Inés/sor Inés, estaba, ante él, visiblemente nerviosa, estrujándose las manos… Hasta el rostro traía velado tras un paño de gasa muy fina, semi transparente, que opacaba las facciones, emborronándolas, pero aún así, el perfil y hasta algún que otro detalle de la cara, el rostro, quedaban reconocibles, como, por ejemplo, los labios, cuando ella hablaba… Y hasta sin hablar, cuando, andando el  tiempo, los minutos de conversación que, muchas, muchísimas veces, era más soliloquio a cargo de él, pues ella quedaba muda, en silencio, avanzaba el rostro hasta pegarse esos labios que tanto él añoraba, al fino paño de gasa, trasluciéndose así, incluso lo gordezuelo, lo tan eminentemente deseable, de esos labios de mujer… Escuchándole, sí, pero más que menos temerosa, en primer lugar, de abrirle sus oídos, escucharle; en segundo lugar, y mucho más temeros aún, de hablarle, responderle a sus unas veces, insinuaciones, otras, francas propuestas hasta de escaparse, con él, del convento…exclaustrarse a la brava, vamos… Ella entonces, bajaba el rostro, todo él ruborizado, encendido cual brasa para, casi balbuciendo, decirle

 

Estáis loco, monseñor D. Diego…

Y el retrucaba al instante, en tales casos

Sí Inés; loco, y de remate, por ti, porque me quieras…  Y que te salgas de aquí, para ser la dueña de mi casa y la Reina y Señora de  mí mismo…

 

¡Callad, callad, D. Diego, que habar así a una monja, es sacrilegio!… Y grave, pecaminoso; muy, muy pecaminoso, D, Diego… D. Diego… ¡Ay!... Marchaos, marcháos, por favor, D. Diego… Marcháos y no volváis, por Dios os lo ruego…

Eso le decía, a lo que él hacía caso omiso, permaneciendo allí, agarrado por  las manos, casi los dedos, más bien, los barrotes de madera de la celosía que constituía la clausura, la separación física entre las monjas y las visitas que la madre superiora les permitía, con ella retrasada, alejada de la cancela… Y así permanecía él hasta que ella dio por terminada la entrevista marchándose de la sala de visitas. Entonces, también él, más que menos desalentado, se marchó, saliendo del convento.

Pero el desánimo apenas si le duraba nada, pues no pasaron tres días hasta  que él volvió al convento, pidiendo verla, volviendo pues, más que al asalto, a mantener el prieto cerco a la plaza fuerte que era ella,  sor Inés/Inés  a secas parra él, estando a solas con ella, en aquella sala, separados por la valla protectora de la virtud de las monjas que era la clausura. Y la escena volvió a repetirse, más calcada que menos, de la de la vez anterior, con un Diego inflamado en amor por ella, requiriéndola por esposa y mujer, a todo ruedo,  si cortarse ya ni un pelo en requerirla en amores, lo que hacía que ella enrojeciera hasta la raíz del pelo…

¡Por Dios, por  Dios,  D. Diego!... ¡Reportaos, conteneos!… Yo…yo… Yo no puedo prestar oídos a esas palabras vuestras… Soy monja, D. Diego; esposa de Cristo… ¿Lo habéis olvidado?

 

No; claro que no lo he olvidado, que aquí estoy, día sí, día no,  como suele decirse, para recordarlo…para lamentar lo loco, inconsciente e inconstante que un día fui… Como un imbécil, lo tenía todo y todo lo arrojé al fango de la calle…

 

Callaos, D. Diego…Dejad en paz el pasado, porque el pasado, pasado es, y más  vale olvidarle… Encerrarle bien encerrado, bajo siete llaves, porque el ayer nunca volverá, ya que al  hoy siempre sucederá  el mañana, nunca el ayer…

 

Eso, será así con nuestros días, con el tiempo, pero no con nosotros, seres humanos que sentimos, deseamos las cosas… Nosotros, si en verdad lo deseamos, podemos hacer que a un hoy desgraciado le suceda un ayer colmado de esplendor, de gozos e infinita felicidad

 

¡Callad, callad; por favor os lo ruego, caballero!

Y Diego se calló y, finalmente, cuando la dama de sus sueños dio po terminada la entrevista, marchándose, dejándole solo, también él acabo por abandonar sala y convento, pero, otra vez, volviendo a la brega dos, tres, días después  Y así se fueron sucediendo los días, viéndose los dos cada dos, tres, no más de cuatro días de intervalo, como mucho, de visita a visita que hacía él al  convento de Santa Clara la Real

Y en cada entrevista,  Diego siempre a la carga, requiriéndola en amores, requiriéndola por su esposa y mujer,  a lo que ya, a veces, ella respondía hasta riéndose más bien,  despreocupada, gozando de la situación, pues sería monja, pero también mujer…muy, muy mujer, por cierto.

Así, un día, semanas y semanas tras la primera entrevista que mantuvieron en la sala de visitas del convento, él, a los requerimientos amorosos unió unos más que descarados requiebros, glosando su belleza, su tremenda hermosura…sus divinas formas de mujer entonces ocultas bajo el amplio habito mojil, de modo que el mancebo más hablaba de memoria, recordando lo contemplado, disfrutado, en aquella noche, cuando ella le ofrendó la flor de su doncellez… Y cómo no, ella, Inés/sor Inés, encendida hasta pasar al tono granate bermellón, le mandaba callar entonces, más que atribulada con lo que él le decía…le hacía recordar

Callaos, callaos, por Dios, D. Diego… No me digáis eso, por favor os lo ruego… Por Dios, os lo suplico… A vuestra caballerosidad me encomiendo para que me respetéis, callándoos… Me iré, si insistís en ello, y nunca más os recibiré

Él calló; claro que calló tan pronto ella, la mar de seria ya, se lo ordenó, para, al momento, la monja/mujer abandonar la sala, dando así fin a la entrevista, que resultó ser algo así como visto y no visto, la más corta de las que hasta entonces, mantuvieran, con lo que también Diego dejó la sala y el convento, de seguido, pero con la alegría bailándole, decididamente, en el pecho, pues acababa de constatar que a ella, a Inés, su adorada Inés, en nada le era  indiferente… Esa amenaza, ese, “NUNCA MÁS OS RECIBIRÈ”, palmariamente hablaba de que si ella le venía recibiendo una y otra vez,  era porque quería… Porque también ella gozaba con la compañía de él…hasta con el galanteo de que él la rodeaba, lisonjeándola… Vamos, que a sus ardorosos requiebros ella, inmune, en modo alguno era

Fue aquél el primer día, desde aquél de infeliz recuerdo, el del Cristo de La Vega, en que, en verdad, Diego era feliz…tremendamente feliz…inmensamente feliz…  Y es que, fue también el primero en estar seguro de que su sueño renovado, desposar por esposa y mujer a su amada Dª Inés, pues adivinaba que donde ayer ardiera pavoso incendio de mujer enamorada hasta las cachas, algún rescoldo, alguna triste brasita del añoso fuego aún existía, esperando, seguramente, que él soplara lo suficiente, y suficientemente bien sopado, para que la debilucha brasita de nada, renaciera en nuevo, devastador incendio de rendido amor a él…  

Y, la verdad, es que el Dieguito no es que anduviera “sembrao” en sus disquisiciones, sino que acertaba en “tol” centro de la diana al, pensar como pensaba.

Cuando, en la primera vez que Diego se presentó en el convento pidiendo verla, la madre priora dijo a sor María del Sagrado Corazón/Inés de Vargas, quién solicitaba verla, ella al punto, lo denegó… No deseaba volver  verle en la vida… Entonces, la madre, levantándose del sitial que ocupaba, a otro lado de la mesa, se fue hacia ella y la abrazó, como una madre abraza a su hija atribulada, acariciándola, insuflándole confianza, también tranquilidad, sosiego

Mirad hermana; yo, en absoluto, pretendo forzar, romper vuestra voluntad; por finales, será, se hará, lo que vos, serenamente, decidáis que se haga… Pero hermana… Hijita mía en Dios, pues Él os confió a mí, para que dirigiera vuestros pasos, velara por vos, en esta etapa de vuestra vida, desde que quisisteis entrar en religión viniendo a nos, a nuestro convento para ser monja clarisa según la dura regla de San Benito. Y, como vuestra madre, vuestra hermana mayor si así preferís verme, os digo  que recibáis al mancebo… Recibidle hoy, hermana, hija mía. Y con alegría, con caridad cristiana; perdonando lo que años ha os hiciera, olvidándolo, para poder escuchar, serena, lo que él deba, quiera, deciros… Y escuchadle atentamente, sin hacer oídos sordos a su prédica, aunque sin tampoco creeros cuanto os diga como palabra divina… Es cuchadle, sí, con atención, y meditad; meditad mucho en sus palabras, sus propuestas… Meditad luego, en vuestro cuarto, vuestra celda, a solas con Dios, lo escuchado y  lo que vuestro corazón,  vuestra alma, sinceramente, puestos ante Dios Nuestro Señor, os digan. Y desde aquí, desde esta primera entrevista con él, vos sola decidiréis, pues si el mancebo vuelve, la hermana tornera ya no me avisará a mí, sino a vos directamente, para que obréis como vuestro deseo, vuestra conciencia os dicte

Aquella primera vez que acudió a verle fue siguiendo, al pie de la letra lo que la “madre” la recomendara, así que fue a él sin odio, sin rencor, por el reciente pasado, sino con ánimo de perdón, de perdonarle, que de cristianos es saber perdonar… “Y perdónanos, Señor, nuestras ofensas, como nos perdonamos a quienes nos ofenden”… Dispuesta, en cambio, a oír, escuchar, cuanto él deseara decirle…tuviera que decirle; y analizar, desmenuzar, luego, en la paz y soledad de su celda, su habitación, lo escuchado…lo que él le hubiera dicho… Su sentido, sus intenciones…

Y así fue a recibirle,  una tras otra, las veces  que él la requería en visita… Y corría presurosa cada vez que la hermana tornera le anunciaba su visita, la del muy principal  caballero D. Diego Martínez, capitán de los “corchetes” de la ciudad de Toledo, lo que pasaba casi que día sí día también… Y allá iba ella, “con su corazón en bandolera” que se diría e estos días, como novia en busca de su amante, amoroso, novio… Y es que, a las no tantas entrevistas,  a Dª Inés, sor Inés del Sagrado Corazón de Jesús, no le cabía duda alguna de su amor sincero, tierno, dulce por aquél hombre que un día la enamorara como sólo una vez en la vida es capaz una mujer de enamorarse… En cuerpo y alma, si reserva alguna, con todo su integral espíritu, todo su integral cuerpo, su integral carne de mujer… Enamorada así, hasta donde no es posible amar más, del hombre que, sin embargo, la negó una y otra, y otra vez, hasta llegar a negarla ante la Justicia… Pero parecía distinto; muy, muy distinto… Ni siquiera se parecía a aquél Diego que, tan enamorado, partiera para Flandes… Aquél Diego que, al ir a partir, le  pidiera la archifamosa “prueba de amor”…la “flor de su doncellez”… Estaba segura de que este otro Diego, tan gentil él, tan caballero, es no se lo pediría nunca… La hubiera respetado hasta la “noche de bodas”, hasta que ambos, él y ella,  ella y él, tuvieran pleno derecho a gozarse como marido  y esposa, como hombre y mujer…macho y hembra humanos…

Pero entonces, cuando, de nuevo, más enamorada volvía a estar ella, más  decidida a desandar los caminos andados desde “lo” de  la ermita del “Cristo de la Vega”, salirse de monja para que él la desposara por su esposa y mujer, entonces, va él y vuelve sobre las andadas, recordándole aquella noche en que fue suya, enteramente suya, absolutamente suya…Suya, hasta el último centímetro cuadrado de su desnuda piel, suya, enteramente suya, hasta el más ínfimo, olvidado, hasta ignorado, lugar de su cuerpo de mujer… Recordándoselo todo ello, además, de tal manera que hasta hizo que lo volviera a vivir… Sentirlo todo en sus propias carnes como entonces lo sintiera… Y sí, echó a correr de la sala de visitas a su propia habitación,  su celda, que se dice en lenguaje conventual

Durante el amino, el trayecto, se topó, hasta violentamente, con carias hermanas, a las que no mandó al santo suelo porque Dios no quiso; llegada allí, a su habitación, su celda, se encerró dentro a cal y canto, postrada de rodillas y llorando como una magdalena; en un santiamén, se apretó bien apretado a su cintura el cilicio de finos alambres rematados en púas que se le clavaban en la carne hasta sangrarla y, desnudándose la espalda, la emprendió a latigazos con ella misma,  valiéndose de la disciplina que ella misma se confeccionara nada más ingresar al convento,  a base de cuerda de cáñamo, haciendo cinco trenzas o “colas”, armada cada una de fuerte, grueso, duro, nudo, que se clavaba en la  carne a cada latigazo hasta casi, casi, hundirse en ella

Y el escándalo que siguió a todo ello, su loca carrera hasta su celda o habitación, derribando cuanta hermana se le cruzara en el camino y luego sus llantos, sus gritos, alaridos casi, pidiendo perdón a Dios por lo “mala pécora que ella era”, según sus propias aclamaciones. Como es lógico, las hermanas, las pobres, sencillas, monjas, se agolpaban ante la puerta de su hermana en apuros, rogándola que abriera, tratando de ayudarla, consolarle… Y, al fin, fue la “madre”, la  priora quién se presentó ante esa puerta, instando a sor Inés del Sagrado Corazón de Jesús a abrir, en nombre de la “Santa Obediencia” debida a la  madre priora

Y allí, entonces, todo se arregló… ¿Qué  le había pasado a la hermana Inés del Corazón de Jesús?... Sencillamente, que él había sido tan buen orador al recordar  aquella inolvidable noche de amor pasada con él, que la había vuelto a vivir…Y en casi, casi, todo su mágico esplendor…

¡Que he llegado a “mojarme”, madre!… ¡“Mojarme” por dentro,  madre!… ¡De deseo!…  ¿Entendéis, madre?... ¡De deseo; de vil,  mortal deseo!... ¡Al Infierno, madre; al Infierno iré, por concupiscente, madre!

Y la “madre”, dale que te pego,  pego que te dale, a consolarla, a acariciarla, rostro, ojos, intentando secarle los lagrimones como puños que derramaba hilo a hilo, sin cesar, sin parar…Hasta los cabellos, revueltos al aire después de que la madre la librara de la cofia, el aderezo de cabeza normal entre  las monjas clarisas

Vamos  a ver, hermana… Hija…hijita mía… Contestadme… ¿Le queréis, le amáis, mucho, verdad?... Estáis muy, muy enamorada de él, ¿verdad mi niña…hijita mía?

Y sor Inés, (“Sor”; del latínSoror, sororis”=”Hermana”. “Sor”, pues, usado en el tratamiento a  una monja, equivale a decirHermana”) se desgañitaba cada vez más y más a llorar y llorar, y llorar

¡Sí, madre; sí… Así es!... ¡Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa!... Soy monja, esposa de Cristo… ¡Y amo a un hombre!... ¡Traiciono, oh madre, a mi Divino Esposo, al amar a un hombre!... ¡Al desearle…desear ser suya!

Y la “madre”, de nuevo comprensiva, compasiva con ella, su “hija en Religión”, su “hija ante Dios”, mientras vistiera ese hábito

Vamos, vamos hija… Que tampoco el mundo se hunde ni pasa nada… Cierto que el camino más  seguro para alcanzar la vida eterna, la eterna salvación, es este, seguir a Dios en esta vida  ascética renunciando a todo los placeres de la  vida, los lícitos incluso… Pero  no el  único… ¿Olvidáis lo que las escrituras dicen al efecto?... Mateo 19.4- “¿No habéis leído que Él que primero los creo, hombre y   mujer los hizo?... Por eso, dejará el hombre/la mujer, a su padre y a su madre para unirse a su mujer/su marido en una sola carne”… El matrimonio, hija mía, cuando el hombre y la mujer se aman, de verdad, como vos amáis a D.  Diego….como, sin duda, D. Diego os ama a vos, es un camino de perfección cristiana tan bueno y seguro como el monacato… Así, pies, hermana, sosegad vuestro espíritu… Y amadle, ante Dios, como la mujer debe amar al hombre que su corazón elige como  único compañero de su vida… Y que Dios s bendiga a ambos y a vuestro amor, dándoos muchos, muchísimos hijos…hijas…

 

Y sí, ahí acabaron, de una vez por todas las cuitas de Dª Inés de Vargas y D. Diego Martínez. Desde ese día, los pocos que su noviazgo prosiguió, hasta, por fin,  contraer los dos santo matrimonio, las entrevistas, el “pelar la pava” el novio y la  novia, ya no tuvo lugar separados por la verja de la clausura, sino que lo hicieron paseando, tomados de la mano… ¡Pero ojo: SÓLO DE LA MANO, ¿HE?... NO LA “GODAMOS”!  Y allí, en el convento de Santa Clara la Real, las mojas confeccionaron el vestido de novia que su ex hermana vistió el día que ella y  su amado D. Diego se dijeron el “Sí Quiero” a los pies del Santísimo Cristo  de la Vega

Y, colorín, colorado, este cuanto, ha terminado….

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