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Una historia de amor y chat

en Erotismo y Amor

UNA HISTORIA DE AMOR Y CHAT

 

Tanto mis padres como los suyos llegaron casi juntos al edificio. Fue allá por Diciembre de 1950, poco antes de las Navidades de aquel 1950-51, y allí, el entonces final de la calle Alcalde Sainz de Baranda, que hoy es de lo más céntrico y empingorotado de Madrid, estaba uno de los lugares donde la capital de España acababa. La vecindad de aquel edificio y en aquellos entonces, era la típica clase media-media española, de pequeños empleados, ya fueran del Estado o de la banca y pequeños comerciantes autónomos, es decir, con pequeña tienda familiar de toda laya y especialidad, desde la socorrida tienda por entonces denominada de ultramarinos, hoy de alimentación, al pequeño comercio de tejidos, ferretería o lo que fuera. Familias a las que si les llegaba no les alcanzaba y si les alcanzaba no les llegaba. Familias en las que las mujeres, esposas y madres, eran las regidoras del hogar. No salían de casa para procurar el diario sustento, que para eso ya estaba el hombre, esposo y padre, pero sabían estirar las 800 o mil pesetas que el cabeza de familia ganaba haciendo que tan magro ingreso alcanzara a cubrir todas y cada una de las necesidades familiares, desde la diaria comida hasta la ropa, zapatos y los pequeños esparcimientos que podían permitirse, como el cine semanal en aquellas salas de programa doble, dos películas, una tras otra, en sesión continua desde las tres-cuatro de la tarde hasta la una de la madrugada. Y, claro está, el colegio de los hijos, de monjas para las niñas, de curas-frailes para los niños, pues ojito con mezclar churras y “merinos”. Así, ella, Isabel, Maribel  en confianza, fue al colegio de los Sagrados Corazones en la casi adyacente calle de Narváez, en tanto a mí mis padres me matricularon en el ínclito Colegio Calasancio, de los escolapios, con entrada escolar, al menos entonces, por Hermanos Miralles y principal en Conde de Peñalver esquina a Hermanos Miralles.

Nos hicimos amigos tan pronto llegamos. Bueno, ella, yo y cuantos chavales de nuestra edad, los nueve, diez y once años que eran los míos, del hermano de Maribel, Julián, uno de los mejores amigos que he tenido, y algún chico más. Ella andaba por lo nueve años, como casi todas las niñas del grupo que formamos, aunque alguna también anduviera por los diez; incluso una era más mayor, con once años ya, que pronto dejó de venir con nosotros, pues le llegó el sangrante aviso de que se empezara a “cuidar” de los “nenes” pues, a lo mejor, resultaba con uno en su barriguita. Y claro, como desde entonces ya se sintió “mayor”, le empezó a apetecer más familiarizarse con chicos “mayores” y no con mocosos como nosotros

Pero sucedió que también nosotros, chicos y chicas, empezamos a ser “mayores” y eso de jugar a las “chapas”, al “gua” (las canicas) y ya no digamos a “indios y vaqueros” también empezó a no “molarnos” tanto, con lo que los discos de Benny Goodman, con su famoso “Sing, Sing, Sing”, Lionel Hamton con sus interpretaciones de Rhythm Blues o el gran Glenn Miller con sus “In the Mood”, “Américan Patrol”, “Chatanooga Choo Choo”, Jarrita marrón”… También el Rock and Roll, con Bill Haley y sus Cometas, y su “Rock Around The Clock”… Y luego el gran Elvis

Con pocos meses para tener dieciséis añitos y a pocos de tener cumplidos los catorce ella, Maribel y yo nos hicimos novietes, con lo que conocí la infinita dicha de tomarla de la mano e, incluso, la embriaguez de besarla tiernamente en la mejilla, pues por aquellos entonces eso de ir chico y chica de la mano por plena calle, más bien que era algo inusitado y no digamos los castos besos de mejilla atornillados, que era ya el desiderátum del erotismo juvenil. Bailábamos más bien juntitos, pero, ¡ojo!, sin pasarse… En fin que, para los usos del momento, casi vivía en una nube

El tiempo siguió pasando y mis casi dieciséis años se convirtieron en los veinte y casi tres mese, en tanto los poco más de catorce de Maribel se trocaron en unos preciosos casi diecinueve, pues los tres que a mí me sobraban de los veinte a ella le faltaban para los diecinueve cundo, tras sacar el bachillerato, aprobábamos a un tiempo el “Preu”, pues yo lo saqué todo un tantico retrasado respecto a ella pues repetí dos cursos de “cuchillerato”, uno en el grado elemental y el otro en el superior, en tanto que ella, bastante mejor estudiante que yo, no perdió ni un curso.

Así que en Octubre de 1960 accedimos los dos a la Complutense, única por entonces Universidad de Madrid, en Derecho ambos, la carrera más sofisticada que en aquella época las mujeres emprendían y que significó una gran conquista femenina al superar la barrera de las tradicionales carreras de Magisterio, Filosofía y Letras, y Enfermería, únicas normalmente abiertas al feminismo hasta no mucho antes, por lo que las chicas que entonces iniciaban Derecho podían considerarse casi pioneras.

Ella y yo seguíamos siendo novios. Algo más que novietes, vamos, aunque tampoco tanto más, pues las libertades que ella me consentía no pasaban de darnos besitos en los labios, pero a boquitas cerradas, pues mis intentos de usar también otro elemento bucal encontraban tan férrea negativa que no hubo nunca manera de superarla.

También he de admitir que alguna vez, aunque más bien de uvas a peras, que no sé qué significará el refrán pero seguro que debe ser mucho tiempo, me permitió casi rozar sus “pectorales”, por encima de la ropa, claro está, pues de “tocar piel”, naranjitas de la China, que ella era muy decente para consentir semejantes “bacanales”. Y no creáis que lo de rozarla por encima de la ropa iba más allá de eso, rozarla, pues las veces que intenté “meter mano” en aquellas delicias del Jardín de las Hespérides por poco si me gano una “hostia”, pero de las que ni están ni estarán nunca consagradas.

Pero nuestro acceso a la Universidad significó la voladura del castillo de ilusiones que yo me hiciera respecto a una feliz vida futura junto al amor de mis amores, mi nada dulce Maribel, pues conmigo más parecía cardo borriquero que otra cosa. El asunto fue que, aunque por la “Uni” vagaba algún que otro mancebito algo barbilampiño de 18, 19 y hasta los 20 años de que yo me vanagloriaba, los que más dominaban eran esos “perros viejos” con 22, 23, y hasta 24-25 “tacos de almanaque”, verdaderos “cabestros” de colmillo retorcido en el arte de deslumbrar candorosas “novatas” de dieciocho, diecinueve o veinte gráciles primaveras, veranos, otoños o inviernos, pues a saber en qué estación del año nacerían.

Sí, “perros viejos” con una “labia”, un gracejo que para mí la/lo quisiera, pues lo cierto es que en esas “lides” me daban a mí algo más que “sopas con ondas”; luego el resultado de todo aquello, más bien previsible: Que no había todavía concluido Noviembre y con poco más de mes y medio de estancia en la “Uni” y a merced ambos de los “perros viejos” mi “Cardo Borriquero” se me plantó con aquello de que “Javier, esto no marcha. Lo siento hijo, pero es que no me motivas, no me llenas”… ¿Con que no te lleno?... ¡Porque no te “dejas”, guapa!... Que si te dejaras… ¡No veas lo llenita que estarías un día sí, otro también y el de en medio de propina!.... Pero nada, que no la motivaba, y así, claro, a ver cómo iba yo a “llenarla”…

En fin que, sin la más mínima piedad a mi transido corazón, me largó a “freír espárragos” y en menos que canta un gallo se me empezó a mostrar la mar de amarteladita con un “chorbo” de colmillo bien retorcido que la engatusó cuando, al menos “oficialmente” todavía era mi “novieta” bastante más que mi novia; un “menda” de unos veinticuatro añitos que cursaba tercero de Derecho. Y es que el “angelito” era uno de tantos de los que se decía “De oficio, repetidor”, pues al andoba sólo le había dado tiempo a medio aprobar los dos primeros cursos de la carrera en los cuatro años, más o menos, que llevaba en la Universidad, pues, como yo, accedió con veinte.

Lo malo, lo que más INRI para mí significaba era que, desde el primer día, con el chorbo aquel, se pegaba cada “morreo” que para conmigo bien que los hubiera querido. Desde luego, el que era “De oficio, Repetidor”, no cabía duda de que la “motivaba” bastante más que yo, vaya usted a saber por qué. Aunque, palabra, no sé bien por qué, pero se me hacía que el “nene” era bastante menos “panoli” que yo.

Y si esto hacía que se me llevaran los demonios cuando los veía juntitos y de la manita, figúrense lo que para fue un domingo que, hacia fines de Diciembre, poco antes del día veintidós en que, con el sorteo de la Lotería, se inician casi que oficialmente las Navidades, volviendo a casa poco más de las doce de la noche, hora avanzadísima para una época en que a las jovencitas se les podía caer el pelo si aparecían por casa después de que cerraran los portales a las diez y media de la noche, me la encuentro en un punto oscuro de dos calles antes de la nuestra metida en el coche del “maromo”, un “seiscientos” claro, en el asiento de atrás con las tetas al aire y una manita del tipo tomando a modo las medidas de dichas tetas y la otra desaparecida en combate bajo la falda de Maribel… ¡Pues vaya con la recatada, con la decente!... Claro, no cabía duda de que yo había sido un algo más que “panoli” al no saberla “motivar” hasta tales extremos de “lujuriosa bacanal”…

Por cierto, que por aquella época, principios-mediados de aquellos años que luego se dio en llamar “Los Felices 60”, corría por ahí una especie de chiste que rezaba: “Hoy día, todo el mundo tiene coche. Y el que no tiene coche, tiene un “Seiscientos”

Como será fácil imaginar aquello ya fue la gota que colmó el vaso, por lo que desde entonces me declaré en permanente huelga universitaria, no apareciendo por la Universitaria ni por error en la inconclusa semana lectiva que quedaba hasta las vacaciones de Navidad.

Las Navidades llegaron y se empezaron a pasar día a día. Y mi cabeza cavilando a más presión que una olla “Laster”, primeras a presión que en España se conocieron como aquel que dice. El problema era que no quería volver por la Complutense ni atado, pero a ver cómo convencía a mis padres, a mi padre en particular de que me cambiaran de Distrito Universitario, de que me permitieran marchar a otra ciudad a estudiar, pues ya digo, por entonces en Madrid no había más Universidad que la Complutense. Y ciudades con Universidad no habían tantas, Barcelona, Valencia, Sevilla, Santiago de Compostela y casi, casi, pare usted de contar.

Pero ocurrió algo que vino a allanarme bastante el camino. Un vecino de casa, de ese grupo que desde pequeños fuéramos amigos y que junto con Maribel y yo entrara también en la Complutense, era de padres gallegos, de un pueblecito de Orense. Pues bien, el padre había estudiado en la Universidad de Santiago de Compostela, como el abuelo de mi amigo, el bisabuelo y a saber cuántos ancestros familiares más. Pues bien, mi amigo partiría hacia Santiago tan pronto pasaran las Navidades para reemprender curso allí, pues su padre así lo había decidido por aquello de continuar con la tradición familiar, tan ligada a la compostelana Universidad.

Pues bien, yo me agarré a ese “clavo ardiendo”, aduciendo que quería marchar con mi amigo. Incluso incidí en que allí la enseñanza sería superior a la impartida en la “Complu”, por estar menos masificada. La empresa acometida no era nada fácil, pues la primera reacción de papá fue una tajante negativa a las extravagancias del irresponsable de su “niño”, que haber cuándo puñetas iba a ser de una vez adulto. Y es que, por entonces y ante un papá que se preciara de serlo, que tuvieras ya veinte años servía de poco, pues como te pusieras terne ante la paterna autoridad podías terminar con la carita del revés del primer “sopapo” que la susodicha autoridad podría arrearte.

Pero con lo que mi padre no contaba era con el poder persuasivo de su querida esposa, es decir mi madre. Las madres, al menos las de entonces, tienen un sexto sentido para detectar los problemas de sus “rorros” que me río yo del de los detectores de metales para detectar los ídem, con lo que la pobre estaba al cabo de la calle de cuanto me acontecía con mi más que adorada Maribel; y, como en aquellas “santas” era más que corriente, cuando el marido decía, más bien a la brava, aunque sin pasarse, “Estas son mis narices” pues “Díjolo Blas y punto redondo”. Pero luego, a la noche y en la intimidad del tálamo conyugal, quiero ver tus “narices” a ver si las mantienes tan ternes con tu cariñosísima “gatita” como ahora. Y… ¡Es que no fallaba!.... Esposa cariñosa=maridito que se pone a comer en la mano de su santa… En especial desde que camisón y pijama, bragas y calzoncillos marchan a hacer puñetas

En fin, que bastaron un par de días de “tratamiento especial” por parte de mi madre, para que mi padre acabara convencido de que yo tenía más razón que un santo en quererme ir a estudiar a Santiago de Compostela con mi amigo casi más gallego que madrileño, aunque el mancebo hubiera nacido no en Galicia, sino en la capital de las Españas

¿Conclusión a tan largo parlamento? Sencillo, que efectivamente marché a estudiar a Santiago y, prácticamente, ya no regresé a Madrid en bastante tiempo, hasta después de terminar la carrera, pues sucedió que a poco de estar yo allí de “patrona” mis padres encontraron más práctico alquilar un pisito allí, en Santiago, con vistas a una segunda vivienda donde, amén de vivir yo, ellos pasaran cada verano; al menos mi madre y mi hermana, pues mi padre sólo fue por allí cuando la empresa le daba vacaciones de verano.

Sí, acabé la carrera y me di de alta en el Colegio de Abogados de La Coruña, empleándome como pasante en un conocido despacho de abogados coruñés. Aunque los emolumentos eran realmente arto parcos, allí aguanté un par de años al menos, pues de algo había que vivir, pero al final opté a un empleo que ofrecía un despacho de Selección de Personal de Madrid, para empresas industriales y comerciales que buscaban abogados y sicólogos con experiencia. Tuve suerte y figuré entre el personal que, por finales, resultó elegido, con lo que cancelé mi colaboración en el despacho de abogados coruñés y viajé a Madrid. Ya aquí, adquirí una vivienda en uno de esos barrios que por mediados-fines de los 60 se construían en Madrid, muy cerca de donde mis padres vivían, pero que me permitía independencia frente a ellos y, lo más importante para mí, lejanía respecto a Maribel, que a esas alturas era ya la señora del famoso “chorbo” y, francamente, en absoluto tenía ganas de cruzarme por la calle con ellos y sus “churumbeles”, pues al parecer, los padres de ella habían vuelto a la tierra de la que salieran para venir a Madrid, por lo que el nuevo matrimonio se había instalado en el que fuera el hogar familiar de los padres de ella.

El tiempo siguió transcurriendo y los años pasaron. Falleció el general Franco y con él su régimen, sustituido por una Democracia que nació con visos de débil pero que el tiempo ha desautorizado tal apariencia. Y así, tras el gobierno de D. Adolfo Suarez y alguna Legislatura de su sucesor al frente del Gobierno, D. Felipe González Márquez llegaron los años 80-90, casi anticipando el actual siglo XXI, pero lo malo es que también anticiparon el actual despoblamiento de cabeza y más que anticipar lo que hicieron fue afirmar la blancura de un cabello que ya se reducía a un montón de canas que me abocaban a los cincuenta tacos de almanaque.

Me seguía manteniendo soltero, pero no por nada y menos por aquello de la famosa Maribel, cuyo recuerdo ya agua alguna movía en mi molino, sino que, simplemente, no había tropezado con ninguna mujer que me impresionara lo suficiente para tirar por la borda una libertad que a puño me había labrado. “Ligues” haberlos los hubo, y con derecho a bastante más que roce, algunos, los más, de los de “Si te vi no me acuerdo” una vez pasado el momento; otros, los menos, derivaron a convivencias de más o menos meses, pero de ahí adelante, nada de nada.

Los cincuenta tacos llegaron, y los cincuenta y tantos también, y con ellos los primeros sistemas de “Chat” en España. Por casualidad entré en uno de esos primitivos chat españoles. Y aquello de “hablar” con alguien a distancia me fascinó. Yo, ni tan siquiera tenía ordenador en casa, no le veía utilidad pues muy casero no era prefiriendo andar siempre de acá para allá, como perro sin amo. Pero me compré un “ordenata” de esos de torre y sobremesa, con el que bastantes noches “entraba” a un chat, diría que el único que por entonces funcionaba en España, Olé.com creo recordar que se llamaba.

Así, una noche me tropecé con una usuaria, “Diciembre41”, y me aficioné a chatear con ella. Era simpática, ocurrente y conectamos muy bien. Me dijo que llevaba años divorciada; que desde entonces había surgido algún que otro “affaire”, pero de poca monta. Vamos, poco más o menos como a mí me había ido pasando, con la diferencia de que yo no había tenido necesidad de divorciarme. No había habido hijos en su matrimonio, cosa que ahora casi lamentaba pues, me decía, había ocasiones en que se sentía bastante sola. Una deferencia tuvo conmigo, no abrumarme describiendo con pelos y señales lo malo que su marido fue con ella, pues ya se sabe que los maridos, por norma establecida, son siempre los “malos” de las “películas” de divorciadas.

Poco a poco me fui embebiendo más y más en esas charlas a través de Internet. Cada día lo pasaba en el despacho, ajeno a todo cuanto no fuera el trabajo, al que me entregaba en cuerpo y alma hasta la hora que bien se terciaba, que lo mismo podían ser las ocho de la tarde, más bien pocas veces, como las nueve, las diez de la noche, las más de las veces. Pero cuando por fin dejaba trabajo y despacho atrás, me faltaba tiempo para llegar a casa y entrar a hablar con “Diciembre41”.

Me había enganchado a ello y ya salir por ahí, con los amigos de golfería, casi me apetecía menos que charlar con mi amiga cibernética. Lo curioso era que ella me repetía casi las mismas palabras, diciéndome que desde que chateábamos se sentía mucho menos sola pues, agárrate que viene curva, sentía que yo estaba con ella siempre que se encontraba sola en casa y que por mi culpa estaba perdiendo cantidad de horas de sueño, claro, las mismas que yo también perdía.

Así, llegó un día en que ambos decidimos que iba ya siendo hora de conocernos en persona. Con un “Ja, ja, ja” escrito me decía que lo mismo me desilusionaba al verla en persona, pues sus cincuenta añitos estaban ya bastante adelantados, casi a cinco de haberlos cumplido. Yo le respondí que, tal vez, la desilusionada sería ella, ya que era un “galán” que sobrepasaba los cincuenta en seis, con una cierta curvita de la “felicidad”, más poco pelo y muchas canas. Le pregunté si conocía un restaurante muy cercano a mi casa, vamos, la que fue de mis padres y ahora era mía, “Casa Rafa”.

  • ¿El de Narváez esquina a Ibiza? Sí le conozco. He estado allí bastantes veces pues vivía cerca de allí

En el chat pusimos Ja, ja, ja, bromeando sobre el hecho de haber sido vecinos sin enterarnos. Quedamos para comer allí el siguiente domingo. Llegado el día yo me emperifolle a modo y manera, con un traje azul marino, mi color preferido para vestir, camisa azulona fuerte con gemelos en los puños, corbata granate lisa prendida a la camisa por un sujeta corbatas dorado, que no de oro, con una piedra ónix natural de un tono parduzco muy oscuro. Un par de zapatos algo más que lustrosos completaban el atuendo. Me miré, coqueto, al espejo y me otorgue un, por lo menos, notable si se salvaba la incipiente calvicie refrendada por unas entradas que se adentraban más que peligrosamente en mi otrora indomable cabellera y la “curva de la felicidad” que adornaba mi ya un tanto oronda barriguita, borrando hasta el recuerdo de la en tiempos estilizada figura de casi adolescente casi adulto más alto que bajo pues mi estatura, más que próxima al 1,70, para aquellos años 60-70 estaba pero que muy bien.

Llegué al restaurante con la consabida premura de los, mínimos, diez minutos de respeto. Pedí mesa para dos y me acomodé en una mesa que ocupaba un rinconcito del local por lo que quedaba bastante discreta un tanto alejada del central bullicio. Allí podríamos charlar a gusto y sin que los ruidos del vecindario de mesas nos importunaran demasiado.

Llevaría sentado allí unos quince-veinte minutos cuando por la puerta vi entrar a una mujer más bien alta, más de 1,65 de talla, pelo en más que media melena pues le caía hasta por debajo de los hombros y con esos rizos que las actrices hollivudenses habían puesto tan de moda. Vestido en gris pastel de seda que le llegaba hasta dos-tres dedos por encima de las rodillas y que se ceñía en forma maravillosa a unas formas femeninas casi rotundas, de vistosos senos y caderas apreciables. Escote generoso que bajaba en pronunciada V hasta el final del esternón o caja torácica, con lo que dejaba al descubierto el nacimiento de sus senos… Y algo más que ese nacimiento… Y su rostro…

Un rostro que cuando fijé bien en él la mirada hizo que el corazón me diera un vuelco en el pecho, el aire emigrara al instante de mis pulmones y el estómago se subiera a mi garganta; que las piernas me temblequearan. Que casi me derrumbara al suelo de la impresión pues Diciembre41, la mujer con la que me citara a través del chat era quien menos yo podía esperar que fuera. Maldije la suerte que acababa de jugarme tan atroz jugarreta, porque Diciembre41 era ella, la mujer que, sin quererlo ya, llevaba clavada, grabada casi a fuego en mi corazón: Ella, Maribel. La novia que me dejó, la mujer que a un advenedizo, porque eso fue siempre aquel Miguel Angel aunque luego llegara a ser su marido, entregó en un mes mucho más de lo que a mí me consintiera en cuatro o ni sé ya cuántos años de novios. La mujer que, claramente, me dijo que “No la motivaba”…

También ella me reconoció al instante pues el momentáneo atontamiento, imbecilidad más bien que de mí se apoderara al reconocerla, no bastó para que dejara de observar cómo su rostro palidecía y sus ojos se abrieran como platos. Supuse en ese momento que también yo debía presentar una cara que de seguro sería todo un poema. También ella había quedado allí, a la entrada al local, muy poco adelantada al dintel de la puerta, quieta, estática, como una estatua. La estatua de una Venus se me hizo, pues la condenada estaba bella, espléndida de verdad a sus más que cincuenta y cuatro años, cincuenta y cinco. Desde luego que esos casi cincuenta y cinco años no los representaba, pues diría que nadie le daría más allá de los cuarenta y cinco, cuarenta y seis/cuarenta y ocho a lo sumo.

Como siempre había pasado entre nosotros, fue ella la que rompió el fuego avanzando hacia mí decididamente; hacia mí, que estaba en casi absoluto estado de “shock” traumático sin poder mover un músculo de mi cuerpo. Así que se llegó hasta mí, me tendió la mano y, fríamente, me saludó.

  • Hola Javier
  • Hola Maribel… Co… ¿Cómo estás?
  • Ah, bien, gracias. A ti también te veo bien. ¿Nos sentamos? Vinimos a comer, creo, ¿No es así? Sentémonos pues. Tan pronto acabemos de comer me marcharé. No esperaba encontrarme contigo, la verdad. Si llego a sospechar que “Otoñal no sé qué”  eras tú, esta cita nunca su hubiera producido
  •  Lo imagino.

No supe contestar otra cosa a su exabrupto. Estaba hecho un manojo de nervios y, aunque nunca la tuve, también presa de una gran timidez. Aunque creo que mejor sería decir que muy, pero que muy impresionado por ella, por volverla a ver. Me acababa de decir que si hubiera sabido que era yo, no habría venido. De que no quería ni verme, no me podía caber duda. Pero… ¿Y yo?... ¿Qué hubiera hecho yo si llego a percibir que “Diciembre41” era ella, Maribel?... Francamente, no lo sabía, no podía saberlo. Siempre he opinado que para saber lo que harías en ocasiones determinadas, tenías que verte en ellas. Y ahora me encontraba en la determinada ocasión de tenerla frente a mí; de volver a hablar con ella… ¿Qué es lo que, en verdad, quiero hacer ahora? Estamos aquí, los dos, sentados a la mesa, uno frente a otro… Está claro que ella está aquí, sentada frente a mí, pero no a mi lado, no conmigo… Eso, desde luego, no lo quiere. Sí, está sentada frente a mí, pero por compromiso, por no dar el “mitin”, como antes se decía… Pero tan pronto acabe de comer se marchará… Sí, se marchará porque no quiere ni verme…

¿Y yo?... ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué sigo aquí, sentado y ante ella?... ¿Por qué, sencillamente, no me levanto, me excuso diciéndole que todo ha sido un error, error de principio a fin, y me marcho? Seguro que ella me lo agradecería, pues se evitarían envaramientos y malos tragos en general, lo mismo para ella que para mí.

Pero allí seguía, sin casi poder hablar porque las palabras ni me salían; sin casi poder respirar pues el aire apenas si llegaba a mis pulmones; y abocado al infarto o la congestión coronaria pues el pulso me iba disparado, las palpitaciones del “cuore” ni te cuento y la tensión sólo Dios sabría a qué nivel la tenía. Sí, allí estaba, allí seguía, sentado, sin levantarme ni, mucho menos, intentar, pensar siquiera, irme. Porque, sencillamente, al verla sentí que el tiempo no existía o había vuelto al pasado en ese preciso instante y de golpe, sin solución de continuidad. El tiempo en un instante acababa de retroceder veinticinco-treinta años, y yo me veía con dieciséis-veinte años y a ella la veía con casi quince-diecinueve años. Y a mí me veía tan enamorado de ella como entonces y a ella tan bella, tan divina y adorable como entonces era.

Y no, no podía levantarme; ni podía irme. No podía permanecer lejos de ella ni un minuto más. La necesitaba como al aire para respirar. No, eso no es exacto, pues antes prescindiría del aire para respirar, antes moriría de asfixia que de dejar de verla a ella, pues ella volvía a ser el aire para mis pulmones, la sangre para mis venas, el calor que mantenía vivo a mi cuerpo.

La comida transcurrió, a decir verdad, con bastante más pena que gloria. Puede decirse que no cruzamos palabra; todo se fue en monosílabos o las socorridas apelaciones al tiempo: Que si era o había sido bueno, Malo o regular. Eso de que se habla cuando no hay de qué hablar… Cuando la conversación es forzada; cuando el estar en compañía es más que forzado y se desea acabar la entrevista cuanto antes. Porque a la legua se veía que Maribel estaba molesta allí, conmigo, y que estaba deseando terminar la comida para marcharse… Para abandonarme definitivamente y sin remisión posible ya.

Y a mí eso me partía el alma… No, sin seguir viéndola me sería imposible ya vivir. Sabía que volver a tenerla era una quimera, nunca, nunca otra ver podría ser… Pero, en realidad, eso ya casi carecía de importancia para mí. Lo tenía asumido, lo aceptaba como se acepta lo inevitable; como se acepta ir al dentista cuando ya no hay más remedio, y por mucho terror que ello te cause; como se acepta el pedrisco en el campo o la pertinaz sequía que agosta los campos y hace imposible cosechar nada; como se aceptan los desastres naturales… Pero, por lo menos, volver a verla, a aspirar su aroma, el olor incomparable se su cuerpo,  de su ser; escuchar otra vez su risa cantarina o volver a perderme en su sonrisa, en la profundidad de sus bellos ojos negros, abismo insondable de embriagadoras negruras…

La comida se acabó como todas las cosas de este mundo llegan a su fin, “a sé acabar e consumir” como reza el poema de Jorge Manrique, “Coplas a la Muerte de su Padre”. Aunque ella quiso pagar la mitad de la cuenta yo se lo impedí: “Un caballero nunca consiente que las damas paguen” le dije, recordándole que yo siempre fui eso, ante todo un caballero, y abandonamos el restaurante. Le ofrecí acercarla con el coche a su casa pero ella lo denegó. Prefería irse en taxi, me dijo. Me instó a que la dejara allí, a la puerta del restaurante; en aquella esquina de Narváez con Ibiza en espera de que apareciera un taxi libre.

Una vez más me dio la impresión de que yo allí estorbaba y bien tentado que estuve de seguir su consejo, marcharme y dejarla allí. Me decía que eso sería lo mejor, cortar de una vez por todas algo que yo creía superado, cosas del pasado, pero que había bastado volver a verla sólo una vez más para que el pasado se volviera a hacer presente. Presente que de nuevo me partía el alma; que de nuevo me enloquecía de dolor…

Mas por finales no me fui, sino que permanecí allí, en aquella esquina, junto a ella. Como un pasmarote, sin hablar… Pero allí, como el condenado en espera de sentencia. Pasaron unos minutos y que Maribel se impacientaba, se desesperaba, era algo por entero evidente. Yo, cada vez me sentía peor; más hundido; más perdido en la vida… Al fin, le recomendé que llamara a uno de esos números de radio-taxi para solicitar uno. Así lo hizo y pareció tranquilizarse un tanto.   

  • Dicen que en diez minutos como máximo estará aquí el taxi. Menos mal, que ya empezaba a ponerme nerviosa… ¿Me das un cigarrillo, Javier? Perdona, acabé los míos.
    • No pasa nada. Toma. ¿Fuego?
    • Sí, gracias

Le encendí el cigarrillo. Marisol dio unas chupadas al pitillo; expulsó el humo al aire y volvió a hablar

  • Javier de verdad; es una tontería que sigas aquí. En nada llegará el taxi. No merece la pena que sigas perdiendo aquí el tiempo. Anda, márchate.

Me brotó del alma. Sin quererlo, sin pensarlo, sin nada de nada… Fue espontáneo, fue el corazón y el alma hablando por su cuenta, sin que el cerebro interviniera para nada; sin que nada de nada interviniera

  • ¡Maribel, no quiero que te vayas! ¡Quédate, por favor! Pasemos la tarde juntos como habíamos quedado en hacer… Por qué me huyes… Qué te he hecho… Dímelo Maribel… ¿En qué te he ofendido nunca?

Cuando apareció en la puerta del restaurante, antes de verme y reconocerme, Maribel sonreía, pero cuando se dio cuenta de quién era “Otoñalnisélosnúmeros” la sonrisa se heló en sus labios y desde entonces su rostro se tornó de lo más serio. Pero aquella seriedad no fue nada comparada con la forma en que sus ojos me miraron tan pronto como yo solté lo que mi alma, mi corazón, quisieron decir por su cuenta y riesgo

  • Javier, será mejor que dejemos las cosas tal cual están… No… No quiero hacerte sufrir más de lo que hasta ahora te he dañado… Javier, te vi… Te vi aquella noche que me “pescaste” en el coche con Miguel Angel, y en la guisa que yo estaba… Casi desnuda… Hacía con él lo que a ti no te permití en cuatro años al menos de novios…
  • ¿Me…? ¿Me viste?
  • Sí, te vi Javi… No al principio, no cuando debiste vernos, al pasar junto al coche… (Se sonrió con amargura en su sonrisa) ¡Estaba muy “ocupada” yo entonces para advertir que alguien pasaba junto a nosotros!... Fue luego, cuando ya nos habías dejado atrás… Te vi de espaldas, pero te reconocí al momento… Me sentí mal entonces… Sucia… Eso es sucia… ¿Por qué tenías que verme así?... ¿Por qué hacerte sufrir así?... Sentí que acababa de echar sal y vinagre en una herida todavía abierta, la herida de haberte dejado…
  • Maribel perdí la novia que tenía, de eso no me queda la menor duda como tampoco de que esa novia es irrecuperable. Pero también tenía, tengo espero, una muy querida amiga. Una amiga desde mis diez-once años… A esa amiga no quisiera perderla… No quiero perderla… ¡Quédate conmigo, Maribel, mi muy querida amiga!... Pasemos juntos esta tarde… Y las tardes que desees y bien te parezca en el futuro…

Cuando acabé mi súplica quedé anhelante de su decisión, como si de tal decisión dependiera mi propia vida… Maribel me miraba casi más seria aún que antes, si tal cosa fuera posible y yo desfallecía por momentos esperando su fallo.

  • Javier… ¿De verdad será así?... ¿No, no querrás de mí luego algo más que amistad?... Javi, eso no podrá ser. No puedes volver a querer lo que ya no podrá ser nunca, porque me obligarías a volver a hacerte daño porque no podría acceder a tus deseos… Javi, yo tampoco quiero renunciar al amigo que siempre fuiste tú para mí… Pero no al precio de volver a hacerte daño, querido amigo…
  • No sucederá Maribel, mi querida amiga. Amigos siempre… A no ser que algún día desees tú otra cosa… Pero eso lo decidirás sola y únicamente tú…

El semblante de Maribel cambió de inmediato al iluminarle una sonrisa que le cubrió todo el rostro, de oreja a oreja se diría… Adelantó hacia mí su mano al decir

  • ¿Amigos Javi?
  • Amigos, y sólo amigos… Maribel

Se abalanzó sobre mí y me plantó dos sonoros besos, uno por mejilla, y me abrazó con calor. Le devolví los dos besos, también uno en cada mejilla y también me abracé a ella

  • Javi, no sabes lo que me alegro de volver a verte… De poder disfrutar de tu compañía… Te quiero mucho Javi… De verdad, mucho, mucho… (Marisol volvió a desgranar su cantarina risa) Como amigo, claro…

Reímos los dos con ganas esa su última ocurrencia y volvimos a abrazarnos, a obsequiar nuestras mejillas con besos de cariño, de infinito cariño… Mas no de amor…

  • Bueno Javi, ¿dónde quieres llevarme esta tarde?... ¿Habías pensado algo?
  • Hombre Maribel… El taxi no tardará ya en venir…
  • ¡Y para qué lo necesitamos ya! Porque, para que te enteres, desde hoy tú me llevarás a casa cada día que salgamos… ¡A mi casa claro, no a la tuya! ¿Y no pretendas subir conmigo so pena que te ganes un rodillazo… ¡O quién sabe qué! Que te conozco “maromo” no en balde en otro tiempo fui novia tuya… ¡Y menudo “pulpo” que a veces pretendías ser… ¡Porque saldremos más días, digo yo!
  • Desde luego que saldremos más días… Siempre que tú quieras, me aguantes y no te canses de salir conmigo… O no surja otro Miguel Angel en tu vida… Pero debemos esperar al taxis… Vendrá con el contador en marcha y no está bien despedirnos del taxista a “la francesa”…
  • Claro, tú siempre tan cumplidor, tan caballero y tan leal… No me acordaba yo ya de esa caballerosidad tuya… En fin, como quieras… Una tontería porque eso hoy día ya no lo hace nadie… ¡Cómo se nota que no ejerces la carrera…!

Efectivamente, el taxis llegó en pocos minutos, no más de seis o siete, y le cancelé la carrera hasta ese momento. Me cobró un plus del 20% en base a no sé qué, que yo más bien lo achaqué a latrocinio puro, pero esa tarde no quería meterme en ningún “jaleo”, por lo que sin rechistar pagué a aquel tío ladrón lo que tuvo a bien pedirme

Como siempre sucede, las damas te dicen dónde quieres que vayamos, pero, como también siempre sucede, son ellas las marcan y deciden el programa a seguir, por lo que Maribel decidió que diéramos algunas vueltas por el Retiro.

Visitamos la Rosaleda y los Jardines de Cecilio Rodríguez; el Palacio de Cristal y el pequeño estanque a su entrada, con esa especie de cabañas que forma el ramaje de muchas de las plantas que ante él crecen, plantas de hojas que llegan hasta el suelo formando así tales “cabañas” de follaje. Eso de meternos en esas “grutas” fue idea de Marisol, queriendo así recordar, revivir, aquellos lejanos años de nuestra infancia. Maribel reía y casi saltaba como una cría, como aquella cría de casi nueve, casi diez años que años ha conociera y de la que tan buen amigo me hice. 

Luego quiso visitar el monumento a Alfonso XII junto al estanque del Retiro, y hasta hizo que alquiláramos una de las barcas del estanque, por lo que allí estaba yo, quitada la americana y desmangado hasta por encima del codo, corbata algo más que aflojada y sujeta corbatas en el bolsillo superior de la camisa, remando como un condenado a galeras.

Salimos del Retiro cuando empezaba a oscurecer para iniciar una “romería” de bar sí, bar también; tasca sí, tasca también; cervecería sí, cervecería también, tomando vinos, de ese “peleón” de las más que secas tierras de La Mancha: De Valdepeñas y Villarrobledo, de Tomelloso y La Roda, de Consuegra y San Clemente, de Madridejos e Infantes, de Tembleque y Cózar… Yo blanco, ella tinto para diferenciarnos en el gusto. Y con los vinos las raciones de oreja a la

plancha, callos a la madrileña de la casa, patatas bravas y al alioli, chopitos fritos y calamares a la romana… Y gambas y cigalas y langostinos a la plancha que a Maribel le encantan…

Así, con raciones y tapas, cenamos a cuerpo de rey, para a las once irnos al cine Narváez que antes se intitulara Sala de Reestreno Preferente; es decir, el circuito de salas que pasaban las películas de forma inmediata a que salieran del circuito de cines Estreno, los típicos y tópicos cines de la Gran Vía. Y así acabó aquel primer domingo que volví a compartir con Maribel

Aquella noche de nuestro primer domingo juntos tras muchos años, quedamos en volver a vernos no al siguiente domingo, sino todo el fin de semana, desde el medio día del viernes hasta el domingo. Claro, por la noche, cada móchelo a su olivo, por aquello de la relación simplemente amistosa. Mas eso quedó, desde ese primer fin de semana, como institución que cada “finde” indefectiblemente se repetía, para en poco tiempo pasar a vernos cada día.

Sobre las siete-ocho de la tarde pasaba a recogerla por el despacho de abogados que Maribel montara conjuntamente con una vieja compañera de carrera, amigas que fueron desde primer curso, Maite, que resultó recordarme de aquellos dos-tres meses casi escasos que cursé en la Complutense, aunque yo, la verdad, ni idea de quién podía ser pues ni por el forro la recordaba.

Resultó además que, lo que son las cosas, desde que me conoció, más bien de vista diría, su loquito corazón latía más deprisa cada vez que nos cruzábamos o coincidíamos en algún sitio. Entonces me enteré de que en varias ocasiones intentó “intimar” conmigo, sobre todo desde que Maribel me dejara en la estacada, muy dispuesta a consolar mis cuitas amorosas, y en forma arto más “expresiva” que Maribel nunca me permitiera durante todo nuestro noviazgo.

Si a diario pasábamos juntos unas cuatro-cinco horas, desde las siete-ocho de la tarde hasta más menos las doce, una de la madrugada, los “finde”, sábados y domingos, estábamos desde las once-doce de la mañana hasta la una o las dos de la madrugada que la dejaba en su casa. La rutina de la despedida nocturna, eso todos los días pues todos los días nos veíamos y salíamos juntos… Sí, como novios aunque sin serlo… La rutina digo, era su despedida con dos besitos mutuos, uno en cada mejilla, un “Hasta mañana” y ella bajándose sin más del coche para correr a su portal, desde donde me enviaba su último “Adiós” lanzándome otro besito, este soplado en la mano.

Como digo, así a diario… Hasta que una noche, cuando aparqué el coche ante su portal para que se bajara y marchara a su casa, Maribel no me dio los consabidos besitos, ni me dijo hasta mañana… Tampoco se bajó enseguida del coche, sino que se quedó allí, sentada a mi lado y con la vista fija en un punto del horizonte, punto que creo que ni ella misma en realidad veía…

Estaba seria, hierática, sin hablar, sin mover un músculo de su rostro… Yo me asusté ante ese insólito proceder, pues era la primera vez, desde que empezáramos a salir, que la veía seria, sin sonreír… Me inquieté, pensando: “Marejada habemus, mi muy querido Javierito”… Al rato, pero sin dejar esa mirada perdida en el horizonte, fija en un punto que diría no estaba viendo, empezó a hablar

  • Javier… No quiero seguir durmiendo sola… No quiero dormir sola esta noche… Ni la de mañana, ni la siguiente… Ni ninguna de las que me queden de vida… Que nos queden de vida a ti y a mí. Las quiero pasar todas y cada una de ellas contigo…

Yo estaba perplejo escuchándola pues eso, esas palabras era lo único que de sus labios esperaba oír, ni entonces ni nunca. Ella entonces sí que me miró, sí que volvió el rostro hacia mí y, con voz casi trémula siguió hablando

  • Acógeme de nuevo contigo Javi… No… No me rechaces ahora… Te lo suplico si quieres… No me guardes rencor por el pasado… Por favor Javi… No… No…

No la dejé seguir hablando. Me abalancé sobre ella y la besé. Temblando, sí; temblando de emoción, de dicha, de felicidad… De amor, de cariño inmenso…  La besé en la boca con pasión inusitada y con inusitada pasión ella correspondió a la caricia… Nos “morreamos” con ardor supremo, con furia salvaje… Como si en ello nos fuera la vida… Nos mordíamos labios, cuellos, mejillas… Ella hundía sus uñas en mi carne presa del fuego que la quemaba, del infinito deseo de ser feliz y de hacerme a mí dichoso, mientras sin cesar repetía

  • Te quiero Javier, te quiero con toda mi alma, con todo mi ser, con toda yo… Ya verás, te haré feliz, te haré dichoso… Nunca, nunca mujer alguna te querrá como yo te quiero, nunca ninguna te habrá querido como yo te quiero… Sé que te quiero desde siempre, desde que éramos críos… Perdóname amor; perdóname por no haberme dado cuenta antes de todo lo que te quiero, de todo lo que desde que éramos casi niños te llevo queriendo… Sin enterarme amor, sin enterarme… ¡Cuánto tiempo perdido…! Perdido por mí, por mi ceguera… Me… Me aturdí… Me… me subyugó, me deslumbró aquel ambiente que encontré cuando entramos en la Universidad… Me deslumbró Miguel Angel, con sus formas mundanas, su labia, su apariencia…

Acalle sus lamentos con un beso… Y cuando su boca por fin quedó liberada murmuró en mi oído

  • Subamos a casa cariño… No esperemos más… No perdamos aquí más tiempo… Te necesito dentro, dentro de mí… Te lo prometo Javi, te lo prometo… Necesito que me ames, que me quieras… Y necesito amarte yo a ti, quererte yo a ti….

Creo que me cuesta a mí más tiempo decirlo que a nosotros, a Maribel y a mí, llegar a la puerta de si piso. Ella abrió esa puerta y a mí se me ocurrió hacer una auténtica “jilipuertez”, pero qué queréis, queridos/queridas, las más de las veces el enamorado tiene bastante de eso, de “jilipuertas”, por no soltar el más directo y llano epíteto de “gilipoyas”, que digamos sería el más “académico” en el castellano de andar por casa, aunque resulte mal sonante y de maneras más bien que poco “finolis”. Mi eximia jilipoyez estribó en que cuando vi aquel vano de puerta abierto ante mí y a mi dulce Maribel a mi lado deshaciéndose en mieles, que también era ya hora, digo yo, no se me ocurrió idea mejor que agarrarla con una mano por sus todavía más firmes que fofas “posaderas” abarcando la otra mano por algo más arriba de su media espalda para así, es decir, de tal guisa intentar izarla a pulso sobre el suelo, intento que se coronó con milagroso medio éxito.

Y digo medio porque si bien así, en esa estática posición, más o menos logré aguantar el tipo, cual esforzado macho ibérico carpetovetónico defendiendo el honor de tan ilustre macho cavernario, al intentar dar el primer paso que permitiera a la “feliz novia” cruzar en su “Noche de Bodas” aquel umbral sin que sus piececitos tocaran el tal, la costalada que “novia” y “novio” nos pegamos fue de las de pronóstico. La Madre de Dios y qué trompazo que nos arreamos. Pero quien más malparada resultó fue Maribel, pues al fallarme las piernas, y como “las desgracias nunca vienen solas” ella fue quien primero se vino abajo, por lo que si ella dio con todos sus huesecitos en el santo y duro suelo, yo en parte caí en blando, pues el tronco al menos fue a parar sobre el busto de Maribel.

Mas quiso la suerte que yo cayera de manera que mi mano derecha quedara bajo la espalda de mi amada beldad y, fíjense en la casual coincidencia, con el mando

de la cremallera de su vestido justito en dicha mano derecha de un servidor de ustedes. Instantáneamente a mi privilegiado intelecto llegó una idea tan sumamente estratégica que al mismísimo Napoleón Bonaparte haría palidecer de envidia ante ella: Tirar hacia debajo de aquella cremallera hasta dar con ella algo más debajo de donde se dice que la espalda pierde su casto nombre. ¿Cuál fue su reacción ante tan sutil estrategia? Ni más ni menos que sacarse el vestido más por los pies que por la cabeza y mandarlo a hacer puñetas pasillo adelante, para seguidamente desabrocharse el sujetador y enviarlo junto al vestido

A continuación, se puso en pie de felino salto y echó a correr tras vestido y sujetador al tiempo que gritaba

  • ¡A que no me pillas!  

Aquí convendría advertir que Maribel de siempre fue pelín tramposa y esa noche no olvidó sus viejas artimañas, con lo que cuando se levantaba me arreó un estrujamiento más que apretujado en cierta parte la mar de noble, amén de blanda y dispuesta en pareja de iguales para hoy que de poco no me deja sin resuello, lo que le valió a ella una cierta “ventajilla” en tiempo. Salí corriendo tras ella que, por cierto, creí que hacía la tontería de detenerse apoyándose en la pared del pasillo para descalzarse, con lo que en un instante la estaba atrapando, pero en el momento que me disponía a agarrarla por un brazo, la muy tramposa me empujó y me mandó de nuevo al suelo, largándose de mi lado entre sonoras carcajadas

  • ¡Qué no me pillas!  ¡Que no me pillas!

Volví a levantarme y volvía correr tras de ella hasta que la alcancé ya en su dormitorio. Demasiado tarde para ganarle, pues estaba sentada en la cama, las bragas por el suelo junto con una media que debía acabar de quitarse cuando entré.

  • ¿Ves? No me pillaste
  • ¡Serás cara dura…! ¡Hiciste trampas! Dos veces además

Maribel se me reía a mandíbula batiente

  • Vale… ¡Pero no me pillaste!

Me abalancé sobre ella por enésima vez aquella noche e iniciamos un nuevo “morreo” de los de antología. Yo prácticamente estaba sobre ella que estaba con las piernas colgando y los pies en el suelo… Nuestras bocas se separaron un momento siquiera para reponer algo de aire en los pulmones. Entonces ella me volvió a susurrar al oído

  • ¿Te gusta cómo me he puesto para esperarte? ¿Todavía te gusto? Dime la verdad Javier… Sé que ya no soy la jovencita que fui y que tú conocías. Que más tengo cincuenta y cinco años que cincuenta y cuatro. Pero… ¿Te puedo gustar todavía?
  • Maribel, eres, eras y siempre serás la mujer más bella del Universo
  • ¡Mentiroso! ¡Adulador!... Pero me gusta que me mientas… Que me digas esas cosas tan bonitas…
  • No son mentiras Maribel… Es la verdad… Eres una mujer maravillosa… La más bella y espléndida que jamás conocí ni jamás conoceré… Tienes un cuerpo que me enloquece; que me embriaga… ¡Qué hermosa eres, mi amor!
  • ¿De verdad te gusto?... ¿Ves cómo tenía que llegar antes que tú? Tenía que hacerte trampas para que me encontraras así, desnudita para ti, mi cielo. Quería gustarte más que nunca, que babearas por mí… ¡Ja, ja, ja!... ¡Tal y como estás babeando ahora… Ja, ja, ja… Sí, creo que no me mientes, que de verdad te gusta lo que estás viendo… ¡Y tocando!... ¡No seas bruto cariño! Más suavecito amor…. Así cielo… Así está mejor… Te quiero Javi, te quiero mi amor…

La besaba toda ella, de pies a cabeza y la acariciaba extasiado en aquel cuerpo de diosa griega del Partenón… Porque para mí Maribel era eso, una Diosa… Y como una Diosa, hasta entonces para mí inaccesible… Creía estar viviendo un sueño, una irrealidad… Porque sólo en los sueños lo inaccesible puede hacerse accesible

De nuevo Maribel dejó deslizar nuevas palabras en mis oídos

  • Javi amor. Súbete bien a la cama. Tiéndete y pon la cabeza en la almohada… Quiero acabar de desnudarte… ¿Me dejarás, cariño mío?
  • Soy todo tuyo… Tu esclavo si así lo deseas…

Maribel, poco a poco, como si de mí estuviera haciendo un “estriptis”, y con una ligerísima ayuda mía, me despojó de pantalones, calzoncillos y calzoncillos… Luego se encaramó encima de mí musitando de nuevo

  • ¡Penétrame Javi, penétrame…! ¡Hazme tuya cariño…! Tuya para siempre mi amor… ¡Maridito mío…!

Pocos días después, los estrictamente necesarios para reunir la necesaria documentación, el matrimonio entre Maribel y yo quedaba formalizado en el Registro Civil

Desde entonces han pasado los años, doce para ser más exactos y Maribel y yo seguimos juntos, amándonos más aún que en aquella “Noche de Bodas”, porque la convivencia, cuando en ella reina el amor, el cariño sincero y mutuo, incrementa y engrandece el amor primigenio, dotándolo además de equilibrio y serenidad. De tranquilidad y sosiego… Tranquilidad y sosiego diurnos, pues al llegar la noche y reunirnos en el tálamo conyugal lo que reina es la pasión, el ardor abrasante del amor hecho sexo, un sexo derivado del amor que nos profesamos el uno al otro y que cada noche reverdece en nuevos brotes que le mantienen siempre joven, siempre apasionado y más firme cada día.

Al mismo día siguiente de aquella nuestra primera noche, Maribel vino a instalarse conmigo en mi casa de Sainz de Baranda con lo que la casa ganó un 1000% en alegría, pues ella, por sí sola, a mí me llena de luz y me embriaga en dulzuras e inmensa alegría… Es como un hermosísimo canario cantarín que me alegra la vida con su sola presencia

Y, aún a sus casi sesenta y siete años, recordemos que le llevo dieciocho meses prácticamente justos, me tiene más loquito cada día. Ella suele acostarse como Brigitte Bardot decía acostarse, con unas gotas de perfume y nada, absolutamente nada más. Dice que para estar siempre dispuesta para su maridito. Yo, a veces, trasnocho algo, yéndome a la cama cuando ella está ya dormida. En el agobiante verano madrileño solemos dormir sin más ropa de cama que la sábana bajera. Entonces, me encanta verla así, desnuda… Me extasío admirándola mucho más que mirándola. Suelo entonces sentarme al pie de la cama con mucho, muchísimo cuidado para no despertarla, y desde allí no me canso de mirarla, de admirar ese cuerpo de diosa griega que, al menos para mí, conserva en toda su esplendidez, y seguro estoy conservará mientras viva.

A veces se despierta y me ve embobado con ella. Me pregunta entonces si me sigue gustando y yo, claro está, le digo que cada día me embriaga más, me enloquece más… Que cada día que pasa está más y más espléndida. Ella sonríe feliz, me tiende los brazos y me dice

  • Ven cariño, ven a mí y demuéstrame cuanto me dices. Demuéstramelo como tú sabes hacerlo

No tuvimos hijos, pues ella se hizo una ligadura de trompas a poco de casarse con el Miguel Angel… Por eso alguna vez que otra me viene a la mente aquella estrofa de la canción “Al Alba” de Luis Eduardo Aute

                                                                                           Los hijos que no tuvimos

                                                                                           se esconden en las cloacas,

                                                                                           comen las últimas flores,

                                                                                           parece que adivinaran

                                                                                           que el día que se avecina

                                                                                           viene con hambre atrasada

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