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CALLE MAYOR. Capítulo 2º

en Erotismo y Amor

CAPÍTULO 2º

Juan la vio alejarse, siguiéndola con la mirada mientras pudo, hasta que su figura se esfumó al entrar en la calle Mayor, tragada en la vorágine del gentío que la inundaba. Quiso salir tras de ella…decirle que la mentira, la “broma”, era que él no quisiera casarse con ella… Lo deseó de verdad, con toda suu alma, tranquilizarla…abrazarla y besarla…besarla como nunca antes la besara… Y decirle que todo había sido una broma, una trágica y cruel broma, que él, en principio, no llegó a calcular el horrendo calado que para ella tenía… Que, creía, estaba seguro, se reirían después los dos… Decirle que, en verdad, la quería…la quería mucho… La amaba con toda su alma y que su más ínclito deseo era hacerla su mujer…la mujer y compañera de su vida… Casarse con ella… Pero no lo hizo; se estuvo quieto, sentado, mientras ella se alejaba… No lo hizo porque pensó que eso sería otra mentira… Que esa nueva vida, los dos juntos, unidos en matrimonio… Y, de verdad, sin vuelta de hoja, para toda la vida, pues por entonces así eran las cosas, se basaría en una falsedad, una mentira, y que ya estaba bien de mentiras, aunque fueran piadosas

Pasaron los minutos y esa sensación de profundo malestar, de verdadero odio hacia sí mismo por lo que había hecho, lo que le había hecho a esa mujer, la mejor del mundo y sin duda alguna, al menos, para él en esos momentos, fue decreciendo poco a poco… Hasta se reconcilió algo consigo mismo, al decirse que, por finales, había hecho lo que debía hacer… Lo que un hombre honrado… O, mejor, sencillamente, un HOMBRE; un hombre en toda la extensión de la palabra; un hombre que, en verdad, se “viste por los pies”, debe hacer: Ser honrado; consigo mismo y con los demás… Perro entonces, cuando comenzó a admitirse a sí mismo, una intensa, tremenda rabia, le fue subiendo, pecho arriba, hasta casi ahogarle, asfixiarle en su propia furia… Se levantó de un salto y, más a la carrera que deprisa, a largas, larguísimas zancadas, desanduvo el camino que, desde aquél bareto donde divisara a sus “amigos”, le llevó hasta la plaza mayor y aquél café que, seguro estaba, nunca más volvería a frecuentar

Llegó al sitio y penetró allí como una tromba, como la peor de las tormentas desatadas; sin mediar palabra, se lanzó, como un tigre sobre su presa, sobre el Paco… Le puso “de verano”, a golpes, puñadas, patadas, rodillazos… El “jincho” rodó por tierra, y Juan se cebó en él, con patadas y patadones redoblados, lanzados con toda su alma… Con furia, con odio casi homicida… El Paco sangraba como cerdo degollado, rotos los labios, los dientes, las narices… Podría decirse que, en toda su anatomía, no quedaba lugar que no fuera un feo cardenal… Tanto los demás “amigos”, como los parroquianos del local, intentaron separarle, librar al Paco del tremendo palizón que estaba recibiendo, pero entonces Juan parecía un Hércules, un Titán, y se libraba de cuantos brazos, cuantas manos intentaban sujetarle, revolviéndose a puñetazos y puntapiés sobre todo bicho viviente que quisiera ponerle las manos encima. Con lo que no sólo los “amigos”, sino incluso los que “no eran de esa guerra”, acabaron bastante malparados, con labios, dientes y narices rotas, alguno que otro de ellos

La cosa acabó “manu militari” por la Fuerza Pública, los famosos “grises”, que penetraron en el local porra en ristre y arreando “porrazos” a diestro y siniestro, que era lo suyo, y claro, a ver quién era el guapo que decía “mus” a tales porras… En fin, que el barullo en un “santiamén” quedó más que resuelto, con el inefable Juan y sus cuatro “amigotes” en comisaría… Lo malo, para Juan, fue el lamentable estado en que el Paco llegó a comisaría, tanto que el señor comisario requirió al momento el concurso del médico forense que estaba de retén, que informó al comisario de que el “mancebo” más parecía haber sido arrollado por un camión de gran tonelaje que haber recibido una “somanta palos” de las de abrigo y gabardina, pues, amén d los destrozos en narices, labios y dientes, tenía ni se sabe cuántas costillas rotas, y hasta una sospecha de edema pulmonar, por un patadón de tente y no te menees en pleno pecho

En fin, que el parte de lesiones parecía pasar de castaño oscuro, pues allí podía haber un delito de lesiones graves, con incluso riesgo para la vida del lesionado, por lo que, la cosa, para los amigotes, quedó en pasar la noche en comisaría, para que los ánimos se aquietaran, pero a Juan le “empapelaron” bien “empapelao”, pasando, incluso, a disposición judicial, con lo que acabó en los calabozos de los juzgados de la ciudad, con señalamiento de una fianza si no quería pasarse en “chirona”, la cárcel, hasta la vista del juicio. Luego, a ver qué vida, que al día siguiente, aunque no tan de mañana, compareció ante el correspondiente juzgado el director del banco, haciendo efectiva la fianza, y llevándose con él a su empleado, más de una oreja que lindamente

La que se lio en el banco, con la “hazaña” de Juan, fue minina; y no se diga, de la filípica que el sesudo señor director le largó a tan díscolo empleado: “Que esto no me lo esperaba de usted; que demuestra con sus actos una absoluta falta de civismo y responsabilidad; que eso, en un empleado de banca, es muy lamentable, ya que la responsabilidad en el empleo es básica”… Etc. etc. etc… La verdad, es que el pobre Juan anduvo más que mohíno unos cuantos días, hasta que el panorama judicial se le empezó a aclarar en nada de tiempo; como aquél que dice, desde el mismísimo día siguiente, el mismo de su salida del juzgado bajo fianza; la cosa fue que el forense, tras examinar al lesionado Paco, con esas sospechas de que tuviera algo más que reparados los pulmones, lo mando en ambulancia al Hospital Provincial para más extensas exploraciones, las cuales lo único que establecieron, en no más de dos días, erra que, en efecto, el lesionado había recibido un palizón de órdago a la grande, pero sin más quebrantos físicos que una cantidad de moratones que “pa qué” te cuento, tía Sacramento… En fin; que disipada la posibilidad de delito, la cosa quedaba en simple falta, que el juzgado falló en menos de un mes, reduciendo su condena a una multa, que, mire usted por dónde, resultó ser de la misma cuantía que la fianza antes establecida y aún no devuelta,  con lo que la cosa quedaba en “comido por servido”, y “aquí paz y después gloria”

Pero también sucedió que Juan cayó en una melancolía de la que no podía salir… Ni levantar cabeza  le era posible… Como en otro tiempo, se enclaustró en la habitación que en casa de Dª Obdulia ocupaba. Pero esta vez no necesitó decir a la buena mujer que no quería ponerse al teléfono, que no quería recibir vivita alguna, que no quería ver a nadie, porque nadie le llamó, nadie le visitó, nadie quiso saber nada de él… A él, nadie le importaba, pero es que tampoco él le importaba a nadie… Ni a sus compañeros del banco. Ni que decir tiene, que sus “amigos” ya no eran tales amigos, pues ellos rompieron con él, de la misma manera que él los mandó más lejos que las estrellas… A hacer “mangos para hoces”, que es “plácida” ocupación…

Así pasó días y días…semanas y semanas, hasta que uno de tales días se le ocurrió la idea más peregrina que darse pueda: Frecuentar las riberas del río…esas riberas que con Isabel frecuentara… Esas zonas arboladas, casi escondidas en la espesura, donde ella le besaba con pasión incontenida… Donde ella le acariciaba con cariño, con amor, desmesurado… Rememoraba aquellos instantes, aquellos días, ya un tanto lejanos, aunque no tanto, dos meses, dos y pico, habían transcurrido desde entonces… Pero a él se le hacían una eternidad… Y lo grande, es que esa melancolía, ese penar y no vivir, se le atenuaba hasta encontrar una serenidad, una tranquilidad, casi completas… Deambulaba por allí; a veces, hasta reconocía algún árbol especialmente querido por ella, donde se recostaba, pidiéndole que se le acercara… Y entonces le besaba… Le besaba con esa pasión que ella ponía en amarle…en quererle… Entonces, a veces, hacía lo que antes nunca hiciera: Tumbarse bajo esos árboles… Y soñar con ella, con ese amor que tan a manos llenas ella le diera y que él, tonto de él, no supo apreciar… No supo valorar…Se dice, que para, en verdad apreciar lo  que tenemos, debemos perderlo… Y sí; entonces, cuando ya no lo tenía, cuando ya a ella no la tenía, y, seguro estaba de ello, nunca jamás ya la tendría, valoraba lo que tuvo en su justa medida… El amor inconmensurable que ella le daba

Porque, fue entonces, cuando la perdió, cuando se percató de lo realmente feliz que fue con ella… A pesar de todos los pesares; a pesar de sus remordimientos, de ese mal llevarlo todo, de ese odiarse a sí mismo por lo que a ella le estaba haciendo… ¡Qué idiota; qué tonto rematado que fue, al no percatarse de la verdad…de lo que, realmente, sentía hacia ella!... Se empeñó en no verlo; eso fue, sencillamente; se emperejiló en considerar que hacia ella, hacia Isabel, sólo lástima sentía… Que la quería, sí, pero como se aprecia a un perro lastimado, a un niño abandonado…  ¡Qué idiota, qué imbécil!… Porque, ahora se daba cuenta, también hubo mucho de cobardía en su actitud…en ese querer negar lo que su alma le decía…ese empecinarse en no querer oírla…

Sí, miedo, o, mejor, vergüenza…Vergüenza de tener que reconocer ante sus amigos, ante su “amigo” Paco, principalmente, que se había enamorado de la “solterona”, de la “muermo”…de la desahuciada por todo “macho” de la ciudad… Ese pensar, aunque no quisiera reconocer que era así, cómo quedaría él ante tales amigos… Sería la risión de ellos… Y ya, nunca llegaría a ser lo que entonces deseaba ser con toda su alma: Un ser igualito al Paco… Un clon de su “amigo” Paco, el espejo en que él, por entonces, quería mirarse… Sí; qué idiota, qué imbécil… Pero, sobre todo, qué cobarde…qué poco hombre… ¡Confundir la jaquetonería, lo chulesco, con la hombría!... ¡Querer ser hombre, “macho”, siendo un jaquetón…un matón de vía estrecha! Y es que, él, de siempre, había sentido, miedo físico, de ese tipo de hombres; un refrán dice: “Si no puedes con él, alíate con él”… Y eso es lo que quiso hacer; aliarse con ese tipo de hombres…hacerse como ellos, para que ya no le infundieran miedo…para que no le acobardaran, no le acogotaran, como, de todas formas, su “amigo” Paco le acogotaba a nada que él quisiera oponerse a él, levantar la cabeza ante él. SÍ; ante todo y sobre todo, había sido por cobardía por lo que siempre cedió a sus exigencias…a las exigencias de todos ellos… ¿Cuándo se había librado de esa servidumbre a que lo tenían aherrojado? Cuando se plantó ante ellos; cuando les plantó cara, aquella tarde que acabaron en comisaría y él en el juzgado de guardia… Sólo entonces, cuando no fue un cobarde, logró librarse de ellos

Pero el que lo supiera, el que lo admitiera, poco l solucionaba el problema que ahora tenía, pues estaba seguro que ella, si él volvía a su presencia, le escupiría a la cara… Y, lo peor, es que eso, lo encontraba lo más congruente, pues a ver cómo volvía a confiar en él… A fiarse de él… Y así sucedía, que el pobre Juan iba por la vida como alma en pena. No la había vuelto a ver desde aquella tarde de infausto recuerdo… Ni lo había pensado…ni considerarlo siquiera… Para qué, ¿para que le rechazara…le despidiera con “cajas destempladas”? (con insultos; con malos modos)… Pero llegó un día en que el deseo de volver a verla, aunque sólo fuera un segundo…aunque sin acercarse a ella, sin que siquiera ella se diera cuenta, fue del todo imperioso, insuperable… Así que una mañana volvió a la iglesia, a tratar de verla, como en otro tiempo hiciera; pero no la vio, no estaba en la iglesia…no estaba en misa… Volvió otro día, y otro, y otro más, pero inútilmente, pues ella no apareció nunca por allí… Fue a misa el domingo, y otro y otro domingo, a distintas horas, la de las doce, la Misa Mayor, a la que la mayoría de la gente acude, pero también a la de once, la de diez, hasta la de las ocho, las nueve de la mañana, con el mismo resultado: Isabel no daba señales de vida, por parte alguna… llegó a pensar, a casi estar seguro, de que ella se había ido; había abandonado la ciudad… Claro está, huyendo de él

Un día, la mujer de su jefe, del director del banco, se dejó caer por las oficinas, Dios sabría a qué, y Juan vio una oportunidad para salir de dudas respecto al paradero de su amada, de manera que, cuando la mujer salía del despacho de su marido, él se hizo el encontradizo con ella… Las mismas fruslerías, mentiras tan al uso en tales casos, fue la inicial charla, aunque, con habilidad digna del mejor de los diplomáticos, supo llevar la conversación al punto que a él le interesaba

  • ¿Isabel?... No; quién lo piensa… No; no se ha ido a ningún sitio… A la pobrecilla, que ustedes dejaran su noviazgo debió de dolerle mucho, pues desde entonces no sale ni a la puerta de la calle… Allí está, en su casa; recluida como si fuera una monja… Y bien dicho, lo de monja, pues se pasa el día reza que te reza… Ni a la misa diaria va ya…  Sólo el domingo, a la primera misa, la de las seis de la mañana… Es la única salida que hace… Y porque el domingo es fiesta de guardar, y es pecado no ir a misa, que si no, ni eso… Ni a la misa del domingo iría… ¡Ay Juan…Juan!... Y qué le habrá hecho usted a esa santa para ponerla así… ¡Hombres; que son todos ustedes la piel del diablo!… Hacerle lo que  le hiciera a esa joven, que es la bondad personificada… ¡No tiene usted perdón de Dios!…

Ni de Dios, ni de mí mismo, se dijo Juan para sus adentros… Pero ya sabía dónde y cuándo verla, así que al siguiente domingo allí estaba él, en la iglesia, poco antes de las seis de la mañana para verla llegar; apenas tardó un par de minutos en llegar ella; venía sola, sin su madre, como recordaba, con el velo en la cabeza, prendido al pelo por un alfiler; entró al templo, pero Juan se quedó fuera, en el pórtico o atrio, mirando al interior por una rendija entre los dos pesados cortinajes que celaban el interior al exterior. Y la vio, por donde siempre solía ponerse, hacia el principio de la iglesia, cerca del altar mayor, pero sin estar en la primera fila… ¡Qué hermosa, qué divina le pareció, con su rostro elevado hacia lo alto, hacia la imagen de María Santísima que presidía el altar… Qué hermosura, qué belleza la de aquél rostro que tan hondo llevaba dentro de su alma…dentro de su mente… Y se dio cuenta entonces de qué era lo que, en verdad, de ella le enamoró… Esa bondad, esa casi infantil candorosidad, casi infantil inocencia… Porque Isabel, a pesar de sus años, era más inocente que un cubo… La mujer más buena, más bondadosa, del Universo… Y la más cariñosa… Era ese tipo de mujer que, si un hombre sabe apreciar en lo que vale, hará de tal hombre el ser más feliz, más dichoso de la tierra… Y lloró; lloró amargamente… Casi, casi, que lloró lágrimas de sangre, al lamentar la irremisible pérdida de lo que había tenido. Se acabó la misa, e Isabel, tal y como llegó, con su velo cubriéndole la cabeza y su misal en la mano, se marchó; con paso seguro, ni lento ni demasiado rápido, cruzó la plaza Mayor en busca de la calle Mayor, y por allí, poco a poco, se perdió de la vista de Juan, que oportunamente, al salir ella, se había ocultado al amparo de un umbrío portal, desde el cual la estuvo siguiendo, con la mirada, hasta que ella, en la lejanía de la calle Mayor arriba, se esfumó, desapareció

Un par de días después…puede que incluso tres, Juan pescó una “trompa”, una borrachera, de tres pares de narices… De ahí, p’alante, tío Lucas… Y al bueno del mocer, a eso de las tres de la madrugada, no se le ocurrió ocupación más a propósito, que ir a dar la barraquera bajo el balcón de Isabel… Y, claro, la que lio, fue “pequeña”, con él voceando a grito pelado, y el personal de los alrededores cayendo en una división de opiniones: Unos, cagándose en su señor padre; los otros, haciendo lo propio, pero en su señora madre… Y es que, los alaridos del mocer, eran para oírse… Y a las tres de la mañana, no lo olvidemos

  • Isabel, cariño mío… ¡Perdóname!… ¡Perdóname, por Dios!… ¡Por Dios, te lo suplico!… ¡Perdóname…perdóname…perdóname, amor…amor mío!... ¡Sí, Isabel; te quiero, te quiero, te quiero!… ¡Te amo, vida mía!... No te engaño… Te lo juro; te lo juro, Isabel…te lo juro… ¡A Dios pongo por testigo, y sé que por ello no me condenaré, que te quiero…que te amo…que deseo casarme contigo… Lo deseo, Isabel…lo deseo más que a mi vida…porque mi vida ya eres tú, Isabel…sólo tú… Contigo, viviré, sin ti, moriré…moriré de dolor, de pena…de odiarme a mí mismo… ¡Mírame, Isabel; mírame!… (y se postró de hinojos en el suelo) Mírame…humillado ante ti, pidiéndote perdón por mi ceguera, mi cobardía… Ten piedad…ten piedad de mí… Perdóname… Vuelve a mí…vuelve a amarme, vuelve a quererme… Sé que no lo merezco; que sólo merezco tu desprecio…tu desdén, pero ten piedad de mí… Tú eres buena, bondadosa… Selo conmigo, perdóname… Vuelve a quererme…

Si Isabel le perdonó o no, en ese momento al menos, las crónicas al efecto nada dicen, pero sí señalan que la joven, en camisón, descalza, y con una bata echada por encima, bajó a la calle, aunque sólo fuera para acallar aquél clamor… Y el no menos ruidoso de la vecindad, expresando su división de opiniones…y alguna que otra yerba más

  • Iiisaabeeelll… Has veniiidooo… Teee quieeeroooo… Teee quieeeroooo… Tee loo juurooo… Tee loo juurooo… Dee veeerrdaaaddd… Tee loo juurooo… Teee quiieeerrooo muuchooo… Peerrrdooonaaameee… Peerrrdooonaaameee…pooorrr faaavooorrr… Poorrr pieedaaaddd… Quieee…quieeereemeee ooootraaa veeezzz… Caaasateee cooonnn…miii…goooo… Poorrr faaa…vooorror…

  • ¡Señor, Señor! ¡Y qué cruz de hombre!... ¡Estás borracho, Juan!… ¡Borracho como una cuba!... ¡Ufff!... ¡Hueles que apestas!… ¡A vino…a coñac…a tabaco!... ¡Ufff!... ¡Cochino; más que cochino!... ¿Te crees que está bonito presentarte así?… ¿Armar la que estás armando?... ¡Para que venga la policía!... ¡Y te estaría bien empleado!... ¡Que se te llevaran y durmieras en el calabozo!… ¡Que durmieras allí la “mona”!... ¡Señor, señor, y qué cruz de hombre!... ¡Anda, anda!… Subamos a casa… Ay Dios… ¡Si pesas como un muerto!... Venga, hombre; venga… Ayúdame un poco… Sostente un poquitín….apóyate en mí y trata de andar tú…

Sí, sí… Para andar, para tenerse  en pie, estaba Juan; el mocer, ya se encontraba, y a todo ruedo, en brazos de Morfeo… Y roncando, que me río yo de un gocho (un cerdo)… Hasta de una locomotora, de aquellas del Oeste americano… Y a ver qué vida; que la pobre Isabel se las veía y se las deseaba para mover aquél saco de carne y huesos, más muerto que Alfonso XII, que así lleva desde “milochocientosynisesabelosaños” Menos mal que, en su ayuda, apareció la “caballería”, como en las “pelis” del Oeste, para  ponernos a tono con lo de la locomotora, en forma de la señora Pilar, la madre de Isabel, y la buena de Patro, por Patrocinio; la tía Patro, como universalmente era conocida, la doméstica o empleada de hogar, que se dice ahora, pero, para entonces, la criada…

Aunque una criada muy especial, pues llevaba en la casa más de cincuenta años; era algo más joven que Dª Pilar, la madre de Isabel, y entró en la casa con cinco o seis años, de la mano de su madre, criada de los padres de Dª Pilar, los abuelos de Isabel, notario y registrador de la propiedad él, señorita de buena familia, de toda la vida ella… La verdad, es que no ya la madre de la tía Patro fue criada de la casa, sino que también lo fueron su abuela, su bisabuela y quién sabe si hasta su tatarabuela… Y  si hablamos de sus ancestros masculinos, nos encontramos con más de lo mismo, todos ellos criados de aquella casa desde tiempo inmemorial… La tía Patro, riéndose, decía que su familia servía a sus señores desde la época de los godos… Por lo menos… Era una de esas servidumbres que desde tiempos inmemoriales estaban ligadas a una casa, una familia, a través de generación tras generación, hasta integrarse en tal familia como si, en verdad, y de sangre, lo fueran… Pero es que con sus señores acababa pasando lo mismo, que incluso para sus amos, esos sirvientes eran parte de su familia… Y parte muy, muy querida

Así pasaba con tía Patro, Dª Pilar e Isabel, que las primeras parecían como hermanas y no era menos madre tía Patro de Isabel que la mujer que de sus entrañas la alumbrara… Y, si hubiera que hilar aún más fino, casi más madre de Isabel era tía Patro que Dª Pilar, que ya es decir, pues la criada cambió más veces los pañales a la niña Isabel, la acunó entre sus brazos y veló sus sueños cuando la niña estuvo enferma, paperas, varicela, sarampión, que la propia madre que la diera el ser… Hasta a veces, le decía a su niña Isabel: “Ay Isabel, hija; a ver cuándo te casas y me das un nieto”… Sí; un nieto, por eso, porque la niña Isabel, para su tía Patro, era una verdadera hija

Bueno, pues como digo; que entre mamá Pilar, tía Patro e Isabel, tomándole por sobacos y piernas, lograron subir al “doliente” Juan al piso, para acostarle en una cama; como es natural, tía Patro ofreció con denodado empeño su propio lecho, para que el mancebo descansara, durmiera la “mona”, ero Isabel se mostró irreductible al respecto: Juan descansaría en su habitación; en su propia cama… Allá dormiría la mona… Y allí, ella le cuidaría; velaría su sueño… ¡Aunque no se lo mereciera, el  muy Landrú!… Abrase visto…hacerle lo que le hizo… ¡Ni nombre; ni nombre tenía aquello!...

Pero Isabel en absoluto estaba enfadada. Antes bien, estaba contenta; muy, muy contenta…muy, muy feliz… Los borrachos, como los niños, dicen siempre la verdad…lo que de verdad sienten… Y él le había dicho que la quería… Que la quería mucho… ¡Y que quería casarse con ella!... Ah; pro todo eso que le dijo con su estropajosa voz de borracho, tendría que repetírselo… ¡Y de cabo a rabo; de pe a pa!… Cuando otra vez estuviera en su sano juicio…cuando los vapores del alcohol se le hubieran esfumado… ¡Faltaba más!... ¡Que a la hija de su madre, las cosas claras!… Y el chocolate como nos lo den, que en galguerías los melindres están de más, si no son de los que se mojan en “cocholate”… O en café con leche, que tampoco es mala marca…

Y así fue; Juan estuvo durmiendo, del tirón, hasta casi las dos de la tarde; se despertó, preguntado que dónde estaba, e Isabel, con las de “Alberi” (enfadada;  a cara de perro, enseñando los dientes, que también se dice por estos lares españoles), le soltó

  • ¡Si serás cabrito!... ¿Ya no te acuerdas de la que liaste anoche?... Digo anoche… ¡Esta madrugada; a las tres de la mañana!... Si, de milagro, no vino la policía…

Pero Juan, ni idea de lo que su dulce tormento le decía… ¡Inocente como un bebé del escandalazo que la anterior madrugada organizó!... ¡Pero ya se enteraría, ya!... ¡“Fartabe” más! Isabel, cuyo cabreo era mucho más de “boquilla”, de labios afuera, que de corazón, fue solícita con aquél hombre que le quitara “er sentío”, como dicen por la tierra de María Santísima, esto es, la “Sevillilla” de los sevillanos, obsequió al dueño de sus pensamientos…de toda ella, con un buen caldito, casero, de esos que “no se puén aguantá”, con su yemita de huevo y todo, para que no le faltara nada, acompañado de un par de aspirinas, que al joven le aquejaba un dolor de cabeza que parecía se le iba a romper en mil pedazos… Y el mocer, se volvió a dormir como un bendito

No faltaba ya casi nada para las seis de la tarde cuando el malparado Juan empezó a dar verdaderas señales de vida; vamos, a despertarse de verdad. Eso sí, hecho polvo, con una resaca de padre y muy señor mío; es decir, tremebunda… Le dolía todo, desde la punta del pelo hasta la punta del pie… Y el dolor de cabeza, homérico… Pero Isabel, erre que erre, diciendo que se vistiera, se arreglara, dentro de lo que cabía, que era bastante, pues la muchacha le había lavado y puesto a secar camisa y calcetines, y llevado traje y gabardina al tinte, con lo que estaba todo como un pincel Que sus buenas pesetas le costó que para el mediodía estuvieran listas las tres prendas, americana, pantalón y gabardina

Y más que al trote, sin la menor misericordia para el destrozamiento de cuerpo de Juan, Isabel se lo llevó, justo, a la vera del río, junto a uno de esos árboles donde tanto le gustaba a ella apoyarse para besar y acariciar a su novio… Al amor de sus amores… Y, nada más estuvieron allí, ella le espetó

  • Y ahora, me vas a repetir todo cuanto anoche me decías… ¡Palabra por palabra, y sin que se te olvide ni una!

Imposible empresa, pues el pobre Juan, ni oír campanas al respective… Vamos, que ni “”zorripística” idea de lo que su idolatrada Isabel le decía; vamos, que ni prostituta idea de lo sucedido la anterior madrugada… Que desde cierto momento, cuando, tras trasegar vino en cantidades industriales, la botella de coñac que se estaba metiendo entre pecho y espalda, andaba en sus últimas boqueadas, por arte de birli birloque, se le borró todo cuanto, desde tan fausto momento, aconteció. Pero Isabel lo tenía todo más que fresco en su memoria; era, como si se le hubiera  grabado, a fuego, en su mente… Y se lo soltó; se lo recordó… De “pe a pa”, como ella decía que él se lo relatara

  • Pues mira; me dijiste que me querías…que me quieres Que me quieres mucho… Pero mucho…mucho…  Y que te perdonara, que te perdone… Que te vuelva a querer… Que vuelva a ser tu novia…tu novia formal… Que me casara contigo…

Isabel calló y Juan bajó la cabeza, como abrumado…anonadado. Estuvo así algún minuto y, por fin, alzó la cabeza… Y la miró; la miró a los ojos, con franqueza, con alma y  corazón en esos sus ojos

  • Y no mentía Isabel… No mentía… Es la verdad… Te quiero, Isabel…te quiero… Como nunca creí que pudiera querer a nadie…a mujer alguna… No  puedo  vivir… No puedo… Sin ti, no podría… Me moriría… De…

No pudo seguir hablando; Isabel se lo impidió, echándole los brazos al cuello… Y besándole; besándole en la boca… Como ella lo hacía…como ella sabía hacerlo, poniendo el alma y el corazón en la caricia, pero, también,  hasta la última fibra de su femenino ser… de su deseo de mujer enamorada de ese hombre que la cautivara hasta las trancas… Porque en el amor, el deseo, el sexo, está implícito… No puede haber amor sin deseo…no puede haber, existir, amor sin sexo… Sin el sexo que mantiene vivo, pujante, el amor, reverdeciéndolo, revivificándole cada vez que la pareja se ama sexualmente, poniendo en la unión alma, corazón y hasta la propia vida, en entrega mutua, absoluta, sin reservas… Olvidándose un tanto de sí mismos para darse, enteramente, al ser amado…a la pareja, buscando en su felicidad la propia dicha…

Y sí, en esas sus caricias fueron subiendo y subiendo grados y grados y más y más grados de pasión… De tórrida pasión… Y, por extraño que pueda parecer, la palma pasional, la batita, no la llevó él, sino que fue ella la que ponía caso toda la carne al asador; buscó denodada, ansiosamente, la corta distancia, arrimándose a él como una lapa, haciendo que sus pubis, sus partes más pudendas, se unieran hasta más no poder, refregándose contra él como si en ello le fuera la vida… Claro que él respondió como  se esperaba, pero fue la reacción, natral, biológicamente lógica, a la acción de ella. Porque Isabel sería muy religiosa; muy católica, apostólica y romana, de misa, comunión diaria y tal, pero también una mujer con su “alma en su almario”… Apasionada hasta reventar de “ganas”, que lo cortés no quita lo  valiente, ni la condición religiosa las ansias propias de una mujer enamorada hasta casi el paroxismo(1)… Y el Juanito, pues qué queréis que hiciera ante semejante torbellino de mujer… Que las manitas se le fueron hasta pasarse ni te cuento lo pueblos, en lo de no tocar ni el pelo de la ropa…

Porque no fue, precisamente, al pelo de la ropa donde se posaron las “manitas tontas” del mancebo, sino en algo mucho, pero que mucho más “mollar” de la anatomía de su dulce novia, pues por casi arte de magia los botones de la pechera del vestido de ella, se fueron a freír monas, que es buen destino donde los haya, y la presilla que abrochaba, a la espalda, el “sujeta-tetas”, sin saberse cómo ni porqué, en un periquete siguió la suerte de los botones, con lo que esos dos odres de finísima, dulcísima miel, brillaron en todo su glorioso esplendor en las manos, los labios, la acariciadora lengua del muchacho, con la más rotunda, plácida, venia de esa mujer que se retorcía de gusto, de placer, ante tales caricias… Hasta las masculinas manos, dejando su presa a merced de su boca, bajaron y bajaron, hasta el filo de la falda de ella, reptando desde allí, hacia arriba, en busca del “tesorito” de ella…Isabel fue consciente de lo que su novio buscaba y colaboró, entusiasta, en la empresa, separando sus muslitos para que la serpiente de esas manos que la volvían loca alcanzaran con más facilidad su objetivo

Y allí fue el tronar de los gemidos, los jadeos, los mal contenidos alaridos femeninos, cuando ese “Sancta Sanctorum” de su femenina intimidad lo sintió, primero, acariciado por las yemas de esos dedos… Y el acabose llegó cundo notó cómo tales dedos se abrían paso en esa su más genuina intimidad de mujer, cada vez más y más adentro… Isabel creyó volverse loca, tarumba del todo con aquél dulce placer, aquellas sensaciones, tan gratas, tan placenteras, que por vez primera en toda su “pastelera” existencia disfrutaba… Se le abrazó con el ansia que naufrago se agarra a tabla salvadora, besándole frenética…Mordiéndole, arañándole con sus cuidadas  uñas

  • ¡Sigue…sigue, mi amor!…Ay…ay…ay… ¡No pares, mi vida; no pares!... Aaayy…aaayyy…aaayyy… Me vuelves loca; amor… Ay….ay…ay… ¡Loca, mi amor; loca!… ¡Tarumba; tarumba perdida!

Aquello ya estaba siendo demasiado… Demasiado, demasiado lejos, para los tiempos, estaban llegando… A ese paso, cualquiera sabe cómo acabaría eso… Hasta dónde llegarían… Ni a pensarlo se atrevían. Parecieron recobrar, siquiera mínimamente, la calma, y se separaron un pelín; lo justo para  que las aguas volvieran, sucintamente, a su curso… Se miraron, con los brillantes de tremendo deseo… Esos ojos, esas miradas, lo decían todo… Pero todo…todo…todo… El tremendo deseo, la anonadante libido que a ambos dominaba…

  • Estás…estás…cómo diría… ¿Nervioso?... No… Tengo que encontrar otra palabra que lo exprese mejor…pero no suene muy mal… Muy bravito… ¿Verdad mi amor?

Y Juan bajó la cabeza avergonzado, afirmando sin palabras

  • Me deseas mucho… ¿Verdad mi vida?

Y de nuevo, Juan volvió a asentir, sin atreverse a mirarla; Isabel lanzó una risita nerviosa…muy muy nerviosa… Su cuerpo temblaba como una hoja…tremolaba, como bandera al viento, en casi espasmos que la recorrían de cabeza a pies

  • Mi amor…mi vida…cariño mío… ¡Ay, Dios!... Yo…yo también, ¿sabes?... También te deseo… Te deseo muchísimo… Como nunca creí que pudiera desearse a un hombre… Me muero de “ganitas”…

Volvieron a mirarse; a mirarse a os ojos a unos ojos que se hablaban con una elocuencia que ni Castelar en las Cortes Españolas… Y el tremolar de Isabel no cejaba… No cedía ni un segundo… Como tampoco su respiración, agitada, entrecortada, aunque a veces casi la asfixiaba de la cantidad de sangre que su corazón desbocado, dislocado, bombeaba a sus arterias…a sus venas… Pero es que, Juan tampoco estaba más tranquilo… Las manos le temblaban, el labio inferior… Y no de deseo, precisamente; sino de nerviosismo, irresolución… A los dos les pasaba lo mismo; lo deseaban; lo deseaban ferozmente…pero les daba miedo… Un miedo casi irracional… Miedo al hecho, al paso que deseaban dar… A entregarse de todas, todas, sin remisión…

  • Pero sabes, mi amor… Me cuesta trabajo decidirme… Me da miedo, mi amor… Lo deseo enormemente…pero no me atrevo…me da miedo…

Volvió a echarle los brazos al cuello, abrazándole… Y pegándose a él como una lapa, buscando la unión de sexos, aunque fuera por encima de la ropa… Restregándose…loca de pasión

  • Ayúdame; ayúdame, amor… Decide… Decídelo tú… Yo…yo haré lo que tú quieras que hagamos… Lo que tú quieras, amor… Entre nosotros, siempre será así… Lo que tú quieras, lo que tú decidas, eso será…

¡Menuda papeleta!... Lo que él quisiera, lo que él decidiera… ¡Como si eso fuera tan fácil!... Pues claro que lo deseaba, pero, como a ella, le daba miedo…casi repelús… “En España, a la novia no se engaña, cuando hay amor de verdad”… Eso rezaba una cancioncilla de aquellos tiempos del cuplé… Y de bastante antes, de la primera mitad de los cuarenta, doce, quince años atrás… Y sí; eso, dar tal paso con la novia, no era de hombres que se preciaran… No era de caballeros… Los caballeros, respetaban a las mujeres…y mucho más a la propia, a la novia… Y una mujer, una novia que se preciara, que su novio, de verdad, apreciara, respetara, lo suyo es que entrara en la iglesia, vestida de novia…pero impoluta…como su madre la puso en este mundo, reservándose “eso” para la noche de bodas… A partir de ahí, barra libre a marido y mujer, a esposo y esposa, pero desde ese momento, desde esa noche solamente

  • Yo…yo… Tampoco…tampoco me atrevo…

Isabel se echó a reír, aún nerviosilla, aun temblequeando, paro la hilaridad que la salida de su novio le causó le dio una cierta seguridad

  • ¡Valiente pareja hacemos tú y yo!... Si yo soy un tanto medrosilla, tú no me vas tan a la zaga… Ja, ja, ja

Volvieron a mirarse; la verdad, es que la tensión, la “temperatura”, había bajado unos cuantos grados… Y volvieron a reírse…volvieron a besarse, pero ya con mucha menos pasión, mucho menos deseo… Y mucho, muchísimo más cariño, mucha más ternura…mucha más dulzura… El amor, el cariño. mutuo, había ganado infinidad de enteros a la pasión, a la libido, al deseo… Se separaron de nuevo y ella volvió a preguntar

  • Bueno, amor… ¿Qué hacemos?... Es ya tarde…de noche ya… Y empieza a refrescar

  • Pues muy sencillo; marcharnos de aquí… Te acompaño a casa y nos despedimos…

  • No; si cuando yo digo que no me quieres… Te lo pongo en bandeja, y tú, que si verdes las segaron… Ja, ja, ja… Es broma, cariño; no te lo tomes a mal… ¿Sabes?... En realidad, te lo agradezco…te agradezco  que me respetes… Que no te aproveches de la situación… De verdad, amor; si me lo hubieras pedido, yo te lo habría dado…te lo habría dado todo…todo… Mi alma…y mi cuerpo…

Él la miró arrobado… Nunca, nunca, le pareció tan bella…tan excelsamente bella, hermosa…  ¡Tan mujer!… Mujer en toda la extensión de la palabra… Mujer capaz de dar, de recibir, amor a raudales… Infinito amor…inconmensurable cariño al hombre amado… Y se dijo que tenía una suerte que, lo más seguro, no la merecía… ¿Quién era él, qué era él para merecer a semejante mujer?... Nada…nadie…un gusano…una mala persona… Se había prestado a hacer lo más denigrante, lo  más indigno, que hombre alguno puede hacer…

  • Vamos Isabel; como bien dices, ya es tarde…lo menos las nueve de la noche… Venga; arréglate y vayámonos… Te acompañaré hasta casa

Isabel consultó su reloj

  • Es tarde, sí; pero no tanto… Apenas las ocho y media… Y, ¿sabes?; me gustaría seguir algo más por aquí… Pasear contigo, de tu brazo, enlazada por ti, enlazada a ti, por la cintura… Queriéndonos, enamorados, a la luz de la luna… ¿Ves?... Está saliendo y en nada enseñoreará el firmamento…todo el firmamento…junto a las estrellas… Ya sabes… Soy muy, muy, romántica

Se arreglaron, devolviendo las ropas a su sitio, alisándolas, ennobleciéndolas tras los estragos causados por unas libidos algo más que desatadas… Y pasearon, y pasearon, bajo los destellos de la luna…de las estrellas, brillando allá a lo alto… Como ella quería; muy juntitos, muy amarteladitos, unidos por la cintura, el brazo de ella abarcándole a él, el de él, abarcándola a ella… Besándose, acariciándose de vez en vez, de trecho en trecho, con amor, con cariño, infinito…rendido en amorosa entrega, pero libre, enteramente libre, del egoísmo que, querámoslo o no, también implica el deseo, la libido… Ese instinto primario que nos equipara a los animales…los seres irracionales, nuestros más cercanos familiares biológicos pues, aunque nuestro orgullo de “seres racionales” tantas veces nos impida reconocerlo, no somos tan distintos a ellos: Como ellos, respondemos a las primarias necesidades, desde respirar, dormir, defecar, hasta ese “instinto básico”, la libido, que nos impulsa a aparearnos, machos y hembras humanos.

Eran ya cerca de las diez de la noche cuando los dos deambulaban por las calles de la ciudad; entraron en la plaza Mayor por una vía opuesta, casi diametralmente, a la calle Mayor; y los ojos de Isabel se posaron en ese café donde antes acababan sus vespertinos paseos…  Y le dijo a Juan   

  • Cariño; me gustaría que nos sentáramos en ese café… Lo pasé muy mal la última vez que estuvimos… ¡Uff!… ¡Y qué mal trago me hiciste pasar!... Por eso, ahora quero “sacarme la espina”, sentándome contigo… Arrullada por tu amor… Arrullándote con mi amor…

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Fue una tres semanas más tarde, lo justo para solucionar el papeleo de la iglesia, ¡dichosas amonestaciones!, y del juzgado, cuando Isabel entraba en la iglesia, rutilante en su traje novia, todo lo blanco que ella quería, con su velo y su cola larga, larga, mientras Juan la esperaba, casi embobado, casi sin acabar de creerse que todo aquello fuera cierto…que en minutos él y su adorada novia serían marido y mujer… Que el día soñado, por fin, había llegado… Que la noche soñada empezaría con la luz del sol aun alumbrándoles, nada más acabara el banquete, al medio día, todavía las bodas vespertinas, con cena, no se llevaban, cuando, por fin, pudieran los dos salir corriendo del restaurante, el círculo, el casino, como de otra manera no podía ser entre gentes bien, clase media de toda la vida…

Acabó la ceremonia, con misa y comunión de ambos contrayentes, faltaría más, y ¡hala!, las fotos a la puerta de la iglesia, con cura oficiante retratándose junto a los novios; la madre de Isabel  y los padres de Juan, ídem de lienzo; la tía Patro, secándose las lagrimitas, que fueron de verse los lagrimones que echó viendo  cómo, por fin, su niña se casaba… Y el director del banco y su oronda señora, más esos/esas voluntarios/voluntarias a inmortalizarse en la foto con los novios, las pocas amigas de ella, pues de Juan, ninguno que mereciera tal nombre, salvo uno, amigo suyo casi de la infancia, pues estudiaron juntos el bachillerato; Federico, Fede, un madrileño como él, que se metió a periodista y parecía que se iba abriendo camino en tan intrincado mundo… Y cómo no, la pléyade de conocidos, o poco conocidos, que siempre aparecen en tales eventos, y que,  invariablemente, resultan ser amigos de toda la vida, que quieren al novio/la novia, al lado del alma.

Tras las fotos, por fin, la comida, con más, y más fotos… Y ellos, Juan e Isabel, Isabel y Juan, mirándose continuamente, lanzándose mensajito tras mensajito, con esos sus ojos…esas miradas que casi, casi,  les desnudaban mutuamente, aguantándose, a duras penas, las ganas de que todo aquello acabara y pudieran decir lo de “¡Al fin, solos!... Y, como en este pastelero mundo todo acaba por llegar, también llegó el ansiado momento de, de verdad, decir, ¡Al fin solos!

Isabel hubiera querido muchas, muchas cosas para ese día, único en su vida: El tradicional viaje de novios, lo menos, lo menos, a la francesa “Costa Azul”; y una casa verdaderamente señorial, con su gran comedor, más que nada, para enseñarlo a las visitas; su cuarto de estar con mobiliario de más “andar por casa”; la salita para recibir visitas, bien amueblada, en estilo rococó, por descontado: el despacho para su marido, porque a ver dónde hay casa que se precie que no disponga de despacho parra el cabeza de familia… Los cuartos, las habitaciones, para los niños que vendrían, uno tras otro, hasta redondear todos cuantos Dios quisiera concederles, dos habitaciones, por lo menos, que ya se sabe que niños y niñas no está bien que duerman en la misma habitación… Y el gran dormitorio conyugal… Grande, espacioso… Luminoso…muy, muy luminoso… Y montones y más montones de balcones a la calle

Pero, a la hora de la verdad, apareció el “tío Paco” con la rebaja, imponiendo la dura realidad de la vida sobre los sueños; y esta dura realidad era que ella no tenía un céntimo, como quien dice, y él, aunque con su vida resuelta gracias al sueldo fijo del banco, pues la verdad era que de “chupatintas” no pasaba, con su sueldecito de mil y pico “pelas” mensuales, que para la época tampoco eran moco de pavo, los mil, mil doscientos euros de hoy día, suficientes para vivir, pero con economía, gastando sólo lo imprescindible. Así, el viaje de novios fue retrasado “ad calendas grecas”, es decir, olvidado por imposible, y el señorial “pisito” reducido a una vivienda de lo más normal, comedor, eso sí, bien amueblado con uno legado a Isabel por su abuela y que ya fuera de su bisabuela, en madera-madera, de roble; la salita de estar, la habitación para los niños, y el conyugal dormitorio

Y fue ese dormitorio conyugal el marco de esa su noche de bodas, pues Isabel dijo que ya estaba bien con los gastos de los trajes, la iglesia, las fotos y el convite, para, encima, pagar una habitación en un hotel, teniendo su casa para ellos dos solos. Y allí la pasaron, en esa habitación que sería la de ellos por muchos, muchos años… Y  corramos un velo de respeto sobre lo que en esa noche pasó; limitémonos a decir que, desde luego, Isabel para nada, pero que nada, nada, defraudó a su marido, revelándosele como una auténtica mujer…la mejor amante que nunca Juan pudo soñar con tener… Amante casi incansable fue Isabel para su marido esa y todas, todas, las noches que le siguieron…hasta ser setentones ambos… Y aún entonces, alguna que otra vez, reverdecieron viejos laureles… Como en tiempos, cuando en esa primera etapa de su noviazgo le decía “Un momentito; sólo un momentito más”, lo único que variando un pelín el texto: “Una vez; sólo una vez más”

Sí; Isabel y Juan, Juan e Isabel, fueron uno de los matrimonios, de las parejas, de los amantes, más felices de la tierra; y claro que tuvieron hijos, no tantos como Isabel hubiera querido, que con eso ya contaba, pero, en fin, tampoco cinco estaba tan mal… Claro que al pobre Juan le tocó hacer más horas que un sereno para sacar adelante semejante prole, pero todo lo dio por bueno, pues una familia como  la suya bien merecía dejarse hasta los “pelos en la gatera”, si necesario fuera …

Y aquí acaba esta historia… Aunque, como imagino que algún lector curioso seguramente se interesará por qué fue de los “amigos” de Juan, decirles que en estas tierras españolas de siempre ha existido un dicho: “Quien mal anda, mal acaba”, y los “alegres compadres” no fueron una excepción a la regla, pues los cuatro acabaron más que mal, solos, abandonados de todos, hasta de su familia, cuando sus “santas” se cansaron de aguantarles separándose judicialmente de ellos… La peor suerte la corrió el Paco, que acabó sus días, antes de cumplir los cincuenta, en un hospital de la Beneficencia General del Estado, carcomido por el “Mal Francés”, tomado de una prostituta

FIN DEL RELATO

NOTAS AL TEXTO

  1. Fernando III, rey que fue de Castilla y de León, allá por el siglo XIII, es llamado por la Historia Fernando III “El Santo”, porque, efectivamente, es santo de la Iglesia Católica. Pues bien, Fernando III pasó todo su reinado, que no fue corto, en campaña contra los moros, de modo que apenas si pasó tiempo en Burgos, capital de sus reinos, desde donde se gobernaban. Lo normal en aquellos tiempos era que, si el rey se ausentaba de la capital, con lo que no podía gobernar personalmente, fuera su mujer la que gobernara en su nombre. Pues bien, Castilla y León, en las ausencias de Fernando, fueron gobernadas por Berenguela de Castilla, madre de Fernando IIIº, y no por su mujer, Beatriz de Suabia, pues ella acompañó a su marido en todas y cada una de las campañas que éste emprendió; ¿por qué fue así? Sencillamente, porque Fernandito sería muy santo, muy bueno, muy, muy religioso, pero tenía una libido de caballo, que no  le permitía pasar una sola noche sin tener a su mujer en el lecho… Y me  figuro que no será tan difícil imaginar el porqué del “caprichito”… Lo dicho; que “lo cortés no quita lo valiente”, ni lo religioso que, de todas formas, el  individuo/ la “individua”, padezcan de unas ánsias que “pa qué las priesas”

 

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