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Los silencios de Michelle

en Erotismo y Amor

Otoño de 1941. En una localidad del interior de Francia, viven Michelle, jovencita de 23/24 años, y su abuelo, Jean Paul. Ella se gana la vida impartiendo clases de piano, a domicilio, con lo que casi que se pasa la vida pedaleando con su bicicleta de aquí para allá tras sus alumnos. La vida no es fácil allí, desde luego, como en parte alguna de Francia, acuciada por la carencia de casi todo lo necesario para vivir, desde comestibles, que hasta encontrar pan es una proeza, hasta madera, leña para cocinas y estufas, pero ellos, abuelo y nieta, son animosos y sortean como pueden la tormenta. En el fondo, son felices, pues aceptan la situación de penuria con el mejor ánimo posible, tratando de poner ellos mismos alegría en sus vidas.

Así transcurría su vida, mejor que peor hasta que un día les requirieron la casa para alojar a un oficial, el capitán Wilhelm v. Lübeck. Fue el asistente del capitán, con otro soldado, portando una orden de la Comandancia Militar quienes se presentaron allí una tarde, y el asistente, tras revisar todas las habitaciones de la casa, eligió, lógico, la mejor, la que fuera de los padres de Anne, él caído en la Gran Guerra, cuando casi finalizaba, en 1918; ella, unos diez años antes. Así se lo hizo saber la joven al alemán, resaltando el valor espiritual que para ella esa habitación representaba, pero el "boche", cerrado él, repuso

  • Conforme, señorita; era la habitación de sus padres, pero están muertos, ¿no?, luego el cuarto está libre. Y me gusta, indudablemente, es el mejor de la casa, luego queda adjudicado al capitán v. Lübeck; yo me alojaré fuera, en los barracones de junto a la casa. Y punto, señorita; tengamos la fiesta en paz, por su bien, señorita; de usted misma y de su abuelo

Y claro, lo que por esta tierra de la piel de toro se dice o decía, que "Díjolo Blas, y punto redondo". En fin, que era ya bien entrada la noche cuando se presentó en la casa el capitán alemán. Michelle estaba al piano, intentando atemperar los nervios, la rabia que la dominaba por tener que admitir al odiado invasor en su propia casa; el abuelo, Jean Paul, junto a ella, en un sillón, intentaba también mantenerse lo más tranquilo posible, aunque más bien parecía errar, completamente, en tan buen propósito.

El alemán apareció casi por ensalmo bajo el dintel de la puerta del salón, pegando un formidable taconazo, muy, pero que muy prusiano, aunque ya sabían ellos que estaba allí, pues escucharon cómo el coche del militar germano se acercaba y frenaba a la puerta de la casa.

  • Señorita, señor. Me presento a ustedes: Soy el capitán Wilhelm v. Lübeck. Me hago cargo de la molestia que para Vds. representa mi estancia en esta casa, y les prometo que, si fuera posible, lo evitaría; pero no lo es y así debe de ser. Repito, de todas formas, que lamento tener que molestarles.

El oficial alemán, guardó silencio unos instantes, como esperando respuesta a sus palabras, mas continuando el silencio de ambos franceses, volvió a hablar

  • Desearía ir a mi habitación, pero desconozco el camino; luego, si fueran tan amables...

Y Michelle se levantó, en silencio, eso sí, sin dignarse dirigirle palabra alguna a quien para ella era el enemigo, el invasor de su tierra, su Patria, y se puso en marcha, abriendo camino al intruso. Éste, de todas las maneras, con exquisita educación, saludó al abuelo de la chica, despidiéndose de él

  • Señor, le deseo un buena noche.

Y tras el prusiano taconazo de cortesía a Jean Paul, siguió a la muchacha, hasta la habitación que fuera de los padres de ella.

Llegados a la estancia, la revisó bien. Eran tres piezas, gabinete a la entrada, dormitorio de matrimonio y cuarto de baño completo

  • Señorita, la habitación está muy bien; mucho mejor de lo que esperaba. Les quedo hondamente agradecido

Mas ella, Michelle, siguió sin despegar los labios, yéndose, en silencio, de la habitación, dejando al alemán solo, con la palabra en la boca, en implícito desprecio hacia quién, realmente, sólo era un intruso en esa casa, aún y cuando, efectivamente, fuera a pesar de él mismo. En fin, que Michelle volvió a la sala, con su abuelo; éste, entonces, como para animarla un poco, comentó

  • Gracias a Dios, paree decente

Pero Michelle no respondió nada. Por la mañana había comprado un ramo de flores para la tumba de su madre, pero en ese instante lo cogió y echó al fuego que ardía en la chimenea. Al día siguiente amanecieron más distendidos, sonreían y se gastaban bromas entre sí, con que si para comprar un tubo de pasta dentífrica había que entregar el vacío o no había tubo nuevo en la tienda, Jean Paul, bromeando decía a su nieta

  • Y para comprar huevos, habrá que llevar las cáscaras vacías de los anteriores

Y así, con esas simplezas, se reían, eran un tanto felices. Pero bien se dice que la "Alegría dura poco en casa del pobre", y a ellos se le truncó al poco rato, cuando en la sala apareció su "inquilino", por sorpresa, lo que parecía ser una especialidad del germano.

  • Muy buen día les deseo. Espero descansaran bien; yo estupendamente. Por cierto, que, en principio, el alcalde de vuestro lugar hablaba de alojarme en un castillo. Imaginaba, un gran caserón, pero en absoluto estoy decepcionado, pues vuestra casa es magnífica. Parece que está viva, que tiene alma... Y por las comidas no se preocupen,  las haré en la Comandancia.

Y Michelle al alemán siguió sin dirigirle la palabra, pero sí se despidió de su abuelo cuando fue a tomar su bicicleta para iniciar el recorrido de sus clases de piano y solfeo.

  • Hasta luego, abuelo.

Y así, sin siquiera mirarle, pasó justo por frente del capitán, rozándole, prácticamente, todo el pecho, hasta el punto de que el militar dio un paso atrás, evitando que la chica le arrollara al salir. Ya en la calle, andando, andando fue encontrándose con conocidos, con amigos, con amigas, volviendo las conversaciones distendidas, las sonrisas a flor de labios; hasta la risa franca, abierta al viento en las cuatro direcciones. Y  así fue pasando el día, entretenida Michelle en sus clases, con sus alumnos, sus alumnas. De regreso a casa paró en la casa, taller, vaquería o lo que fuera, de un primo de ella, que, la verdad sea dicha, le echaba los tejos cosa mala.

  • Buenos días, Pierre
  • Buenos días, primita. ¿Qué te trae por  aquí?
  • Pues mira, vengo en busca de leche, si la hay
  • Para mis primos, siempre; especialmente, para mi primita de mi alma.
  • ¿Cómo van las cosas por  casa?
  • Bien...
  • Creo que tenéis un huésped alemán
  • No le hospedamos, sino que él se metió en una de nuestras habitaciones. Nos la quitó, y punto
  •  ¿Y cómo  es?
  • No hay nada que decir
  • Ya; alemán, y punt0

Tras unos segundos de silencio, él prosiguió

  • Si te instalaras aquí, en casa, conmigo, no diría nada... Y ya no le verías

Y ella, Michelle, hizo como si no le hubiera oído

  • Debo marcharme ya, Pierre; mi abuelo me espera.
  • Espera un momento Michelle. Mañana iremos unos cuantos amigos, amigas, al río; a bañarnos y tal. ¿Por qué no te vienes con nosotros?
  • Gracias Pierre por la invitación, pero mañana no puedo. Bueno, adiós primo.

Ya de vuelta en casa, más en las primeras horas de la noche que las últimas de la tarde, en vez de ponerse al piano lo hizo ante una máquina de coser, poniéndose a coser, cose que te cose. Al fin, su abuelo que, como de costumbre, estaba sentado en su sillón a nada de donde su nieta se ajetreaba a la máquina, picado de curiosidad, preguntó

  • Es un vestido de mamá que me lo estoy arreglando para mí.

Y, coqueta, se levantó para que el abuelo viera cómo le quedaba el vestido, usando el socorrido medio de pegárselo al cuerpo ajustado de hombros a lo que la prenda da de largo. El abuelo la miró con ojos de juez en su tribunal, fallando al final

  • Algo largo, creo que te queda
  • Ya; pero es que aún no le he cogido el dobladillo de abajo

Y ahí se acabó la tranquilidad en esa casa, cesando el palique, risas y sonrisas, pues nítido les llegó el frenazo del coche del alemán a la puerta de la casa. Así, Michelle volvió de inmediato a su máquina de coser sin ya osar levantar de ella la vista, mientras el abuelo, Jean Paul, con parsimonia, volvía a encender su pipa. Y más en instantes que en minutos tenía a su vista al capitán "boche", que, cual su inveterada costumbre, les obsequió con un fuerte taconazo que asombraría al mismísimo conde v. Moltke.

  • Señorita, señor, muy buenas noches tengan ustedes. Celebraré que hayan tenido buen día.

El alemán calló unos momentos, esperando respuesta a su saludo, pero, en ausencia de tal cosa, incansable, inasequible al desaliento ante la hostilidad francesa, prosiguió con su monólogo

  • Hoy parece que ha cambiado el tiempo, pues diría hace más frío que en días pasados

Nueva pausa en ese su empeño en ser tratado, recibido, cual ser humano, sin conseguir más éxito que en veces anteriores. Y siguió, tenaz, tras su objetivo

  • Suelo regresar tarde, sobre las diez y más aún, a veces; si les molesto, puedo acceder por la puerta de servicio e irme directo a mi habitación, sin que Vdes. siquiera me vean, me sientan... Ya se lo dije el primer día, que lamento mucho tener que molestarles; si pudiera, lo evitaría, pero me es imposible no tener que molestarles.

Pero, como siempre sucediera, volvió a encontrarse con el muro de silencio, esa muralla más helada que el propio hielo, así que dio por terminada su alocución con un

  • Señorita, señor; les deseo una feliz noche

Y, con el con sabido taconazo, desapareció de la vista de Michelle y su abuelo, reponiendo éste, tan pronto desapareciera el "inquilino"

  • Así, las cosas serán más sencillas
  • ¿Cómo?, (preguntó Michelle)
  • Cerrando la puerta por la noche. Así evitaremos verle
  • Pues ¿sabes lo que te digo, abuelo? Que esa puerta nunca se ha cerrado y no vamos a empezar a hacerlo ahora. No, abuelo; no estoy dispuesta a que, porque él esté aquí, cambiar nada en mi vida, nuestra vida. ¡No y mil veces NO!
  • Bueno, bueno; como tú digas, decidas, pequeña

Y ahí se acabó la conversación abuelo-nieta, pues él, aquejado de una herida de la anterior Gran Guerra, esa que, al acabarse, todo el mundo pensaba que sería la última que la Humanidad viviera, dada la enorme cantidad de bajas sufridas en ambos bandos... Pero, bien se dice que el "Hombre es el único asno que tropieza dos y más veces en la misma piedra. Sí, el abuelo se fue a dormir, pero Michelle, con las llaves en la mano, salió a la calle, a la puerta  misma de casa; se encendió un cigarrillo y comenzó a dar vueltas y más vueltas, pensativa; y así estuvo hasta que se sintió observada, casi vigilada; alzó la vista y le vio, a él, al odiado "boche", asomado a la ventana de su cuarto, pendiente de ella. Con rabia, tiró el pitillo al suelo y se metió en casa.

A la mañana siguiente, y para no variar, a pedalear, pedalear y pedalear otra vez tras los domicilios de sus alumnos, y dale que te dale al pedal, se vio en la parte más noble  del lugar, una plazuela antes somera que cumplida, a pesar de pomposo nombre que lucía, Plaza de la República, de la Revolución, de la Nación… No sé, algo así. Allí estaba la Comandancia Militar de Ocupación, un par de tiendas con sus consabidas colas de clientes aguardando les llegara la vez para comprar.

En ese momento, cuando lla joven accedía a la “plaza”, los ánimos andaban un tanto turbulentos, sin ser muy ajeno a las trifulcas reinantes un camión cargado de vituallas, hasta canales  de cerdo casi que a granel, cajas y cajas de excelente vino francés amén de un inmenso surtido de verdaderas “delicatesen”

  • Están aquí para cebarse… ¡¡¡Al infierno, al infierno, los mandaría a todos!!!
  • ¡Oiga usted, tío listo, y no trate decolarse
  • ¡Que yo no me cuelo”
  • ¡Ellos; ellos son los que nos quitan el pan de la boca!
  • Pues algunos de ellos son más educados que muchos, muchísimos de nosotros, los franceses.
  • ¡Ahh!... Coque, a la señora le agrada la amabilidad de los “boches”… Pues, si son tan educados, tan amables, pídales un poco de comida… Verá lo educados, lo amables que son

A todo esto Michelle, éneamente ajena a la pequeña algarabía formada en la plazuela, más que nada, en torno al camión alemán con las viandas de boca que entre tres o cuatro soldados descargaban. Como se dice la joven, ajena y de espaldas a todo ello, se afanaba en asegurar su bicicleta, mediante candado y llave, a una farola cualquiera, una de tantas que alumbraban más mortecinamente que menos, las noches de tal plaza.

De pronto vio acercarse, en indudable rumbo a la Comandancia. Y al instante, la atención de la chica quedó prendida, atrapada, bien que a su pesar, en semejante vehículo; hasta que éste frenó y aparcó ante la Comandancia, apeándose del vehículo el capitán v. Lübeck que, a su vez, plantó sus ojos en la joven francesita que, al punto, evitó la mirada del alemán, elevando la propia, más/menos, al cielo, quedando to ella envarada…y enojada; muy, muy enojada… Pero más que con nadie, consigo misma, por esos instantes de flaqueza, cuando siguió con su vista el paso el automóvil del capitán alemán.

Esto, lo sucedido desde que dejara la bicicleta amarrada  a la farola con la cadena, habían pasado segundos, puede que ni a un minuto llegara el lapso de tiempo; pues bien se disponía ya  ir a casa de su alumno en turno, allí mismo, a un paso bien cortito, cuando se le ocurrió bajar la vista a donde instantes antes de dejara su bicicleta: Y sí, allí estaba la cadena y hasta el candado, pero de la “bici” ni la sombra.

  • ¡¡¡Mi bicicleta, mi bicicleta!!!

Se le acercó, solícito, un muchacho  si bien, no tan joven pues ya se  internaba en la treintena de su vida, en los 32/34 años

  • Pero, ¿dejó usted bien segura la bicicleta?
  • ¡Pues claro está que sí; ahí están, aún, la cadena y el candado que le puse, sujeto todo, todavía, a la farola
  • Ya; pero la “bici” no está, desapareció… Se la han robado… Sí; ante sus propias narices. ¿Vive lejos?
  • Pues sí; un poco… Hay que cubrir un poco de carretera… En el caserío “D’Alençón”
  • Ya, sí; algo retirado sí que queda…En fin, señorita, que tendrá que andar hacer ejercicio…

Se sentó, desalentada, en un como poyete de piedra sito, justito justo,  junto a la farola, hasta que logró encajar la triste, cruda, realidad: Que lo viajes en bicicleta se acabaron, quedándole como único medio de locomoción el famoso “Coche de San  Fernando”, que unas veces se va a pie y las otras andando, que es gerundio y vienen dando

Pero dejándonos a un lado de pamplinas, la cosa es que la pobre Michelle llegó a casa hecha trizas, hecha polvo, casi que reducida a pedazos, pues sus buenos seis/ocho km. mediarían entre el centro del pueblo, la plazoleta sitio de la “Commandature” y el caserío, domicilio de la muchacha. Y claro, llegar a casa y poner cantidad de agua a calentar, fue todo uno. Con el agua ya caliente y en un barreño de zinc, done dejó largo rato sus pies en remojo y relajándose, para luego secárselos y, ya secos, aplicarles uno de esos ungüentos “cura-todo” que, antiguamente, hacían las abuelas (agüelas, más bien solía decirse) Y ojo, que lo normal era que esa medicina casera, tintada de superstición y cierta traza de brujería, incluso, en la práctica fuera efectiva. Al fin, el abuelo, todo atribulado el pobre hombre, volvió a preguntara su nieta

  • ¿Te encuentras ya alg mejor, Chelle? (Forma afable del francés Michelle)
  • Pues la verdad es que no. Lo peor son las ampollas, que duelen mucho… Pero qué se le va ha hacer… Habrá que acostumbrarse, endurecer los pies; hacerles a enfrentar calles, carreteras y caminos sin desmayar, sin amilanarse, por duro que sea el terreno a salvar.

Pero, como cada noche llegó su “huésped”; supieron de su llegada antes de tenerle delante; antes, incluso, de él llegar a la puerta de la casa, frenar y apearse el oficial “boche”, pues conocían ya, y de sobras, el ruido, el  ronroneo del motor del coche; amé de que, a tales horas y andurriales, sólo un alemán, un “boche” podría circular tan a sus anchas, que para algo impusieron los germanos el toque de queda.

Consecuente con lo antedicho, la joven abandonó la molicie del agua y sus ungüentos para correr, desalada, a sentarse en un sillón, parejo al sitial que acogía, hora, tras hora, al abuelo, a cuya imitación tomó un libro cualquiera de la estantería que coronaba a chimenea, cuya lumbre casi caldeaba el magno salón.

Lo cierto es que el germano, nada más acceder a la vivienda hizo intención de subir, escaleras arriba, hasta encerrarse en su habitación, pero enseguida desistió de ello para, seguidamente, como cada noche venía haciendo, encarar la sala donde sabía estaban sus “caseros” franceses. Así que, situado casi justo bajo el dintel de vano, pegó el prusiano taconazo, preludio del formal saludo

  • Señorita, señor; muy buena noche tengan Vds. Que descansen cómodos esta noche, les deseo. Y celebraría mucho que el día haya sido grato para ustedes dos

Se internó en la sala, ganándose la curiosidad de los dos franceses, abuelo y nieta/nieta y abuelo, que quedaron pendientes de él, atrayendo más que menos totalmente, ambas miradas Y el germano prosiguió  con su alocución

  • De siempre me ha encantado Francia y lo francés. Su cocina, lo que menos; demasiado elaborada, para mi gusto pues, reamente, soy bastante frugal en todo cual conviene a un militar profesional, de carrera, vamos.

Se volvió hacia ellos, abuelo y nieta, dando la espalda al cuadro que, instantes antes, atrapara su atención

  • Cuando la otra guerra, yo era un niño, y fíjense, ya me gustaba Francia y lo francés. Y también yo  perdí entonces a mi padre, en esa guerra. En el Marne.

Nuevo silencio y Wilhelm, con los nervios a punto de estallar, con ambas manos a la espalda dale que te pego a la badana de la gorra de plato, su gorra de oficial, haciéndola dar más vueltas que  un “Tío Vivo”

  • Lo cierto es que son pocas las familias, francesas y alemanas/alemanas y francesas, que no se duelan por la irreparable pérdida de un ser querido…muy, muy querido…

Otro ostentoso silencio por parte de los franceses, y Wilhelm, otra vez, estrellándose contra ese muro de puro, gélido, hielo

  • Yo profeso un tremendo respeto por cuanta persona ama a su Patria; por toda persona, todo ser humano que, verdaderamente, es y se siente patriota poniendo, pues, a su Patria por encima de todo, excepto de Dios. Por eso, les entiendo y comprendo.

Y una vez más, Wilhelm esperó respuesta a sus palabras espera que, como siempre venía pasando, resultó en vano… Baldía…Así que deseó buenas noches al cotarro, pegó el consabido taconazo de despedida y, escaleras arriba, hasta su habitación, quedándose solos en la sala abuelo y nieta; él, entonces, requirió a  la muchacha

  • Michelle, cariño; ¿porqué no tocas alg?  Hace mucho que no tocas nada, que no te pones al piano.

Michelle, desde luego, respondió a su abuelo, pero lo hizo sin mirarle, pues la verdad es que no miraba a ningún sitio definido, sin que su vista vagaba por toda la habitación pero sin ver, sin fijarse en nada. Era como si estuviere ida, ausente no ya de la sala, sino del Universo Mundo, retirada a un sitio que sólo en su mente existía.

  • ¿Qué quieres que toque? Bach, Brahms, Beethoven…
  • ¿Y por qué sólo nombras músicos alemanes
  • Es mi decisión: Mientras él esté aquí, no tocaré nada

Y, en un arranque de furor se levantó y cerró la tapa del piano. Desde tal día los ídem fueron pasando, convertido cada uno en un pequeño tormento, que meterse seis/siete km. “p’al”cuerpo, doblados, pues a la ida de casa al  centro del pueblo había que sumar otros tantos km. de regreso al hogar, trajín éste que la traía mártir. En estos viajes no pocas veces se cruzaba con el coche de su “inquilino”, que siempre detenía el vehículo y se apeaba, ofreciéndose a llevarla, acercarla a donde quiera que se dirigiera, oferta ésta que ella, orgullosa, con la cabeza bien alta, siempre, siempre, rechazó… Y ojo lo que, a veces, le costaba negarse tal ayuda, cuando estaba ya hecha trizas, con los pies plagados de ampollas y más que menos, en carne viva.

Una de esas noches el alemán llegó a casa subiendo directamente a du cuarto, para bajar en minutos, vestido ya de paisano, sin el ostentoso, casi provocador, uniforme militar. Respetuoso, pidió permiso para entrar al salón golpeando en la puerta con los nudillos ea mano diestra,  aunque se metió dentro sin esperar la anuencia de sus “caseros”, saludándoles, ya dentro de la sala, con un

  • Buenas noches, señorita, señor…

El capitán germano, cuál era su costumbre, dejó pasar unos instantes antes de proseguir.

  • Perdonen, pero es que mi habitación es muy fría; si me lo permiten, me gustaría mucho acercarme, siquiera unos minutos, a su chimenea, a su fuego, vamos

Y claro, por repuesta lo único que cosechó fue el consabido silencio e nieta y abuelo Pero el alemán hizo bueno un muy antiguo dicho ibero, que “Quien calla, otorga”, luego con todo el aplomo del mundo, se internó en la sala, llegándose hasta la dichosa chimenea y su divino fuego, adelantando hasta él, sus manos, dando las palmas a la lumbre, puesto entre nieta y abuelo, sentados ellos en sendos sillones con un periódico él, ella con un libro, cuyo título no dejaba  de tener su aquél, “El Amor Humano”.

  • ¡Qué bien se está aquí; en estos precisos momentos, me parece estar en casa… Es, sin duda, el calor de este fuego… Calor de hogar, sabor a hogar, a familia…

Por fin, el capitán Wilhelm v. Lübeck se apartó del fuego, yéndose hacia su derecha, casi, casi, que al extremo derecho e la sala, posando su atención en la formidable librería/estantería, en pura madera de roble, envejecido pr los años, los siglos, que bien pudiera ser; y, sobre todo, en los libros allí colocados, en perfecto orden, cuidados, muy bien cuidados. Así, fue pasando las yemas de os dedos por el lomo de los libros, con cuidado, sumo cuidado, cual si los acariciara al pasarles los dedos, mientras más comentaba para sí mismo que decía

  • Balzac, Baudelaire, Corneille, Descartes, Moliére Y todos los demás; son en verdad, tan excelsos los autores, literatos, franceses que se hace difícil escoger a uno sólo entre todos ellos como el mejor, el primero…el “primus inter pares” (El primero entre iguales)

Y nueva losa de silencio acogió sus palabras, pero el capitán, inmune al desaliento, prosiguió hablando, aunque, cada vez más, parecía hablarse a sí mismo; vamos, que más que nada, diríase pensaba en voz alta

  • ¡¡¡Qué grandeza!!!... ¡¡¡Qué gran pueblo, el francés!!!...

Y, de nuevo, se movió,  para irse al otro extremo de la sala, donde imperaba el piano, aunque no fuera de cola, sino uno sencillo de “andar por casa”, vamos. También con cuidado, casi que  con mimo bien podría decirse, pasó por él las yemas de los dedos, como acariciándolo, y lo más grande, lo mismo antes, con los libros, como ahora, con el piano, se notaba a la perfección que ponía el alma en la caricia; que acariciaba esos cuerpos inanimados cuál si fuesen seres muy queridos, entrañablemente queridos

  • Y aquí, la música; pero eso ya es nuestro, alemán pr derecho propio, pues casi todos los grandes músicos fueron alemanes… Y no asumo a todos los grandes, por vergüenza: Mozart, Wagner, Beethoven, Haidn, Händel, Bach... Nada más sublime que Bach; ¿no le parece a usted, señorita?

Michelle entonces, al ser directamente aludida, alzó del libro sus ojos para fijarlos, con una cierta insistencia, puede que hasta un tantico de desafío, en los ojos del militar germano, pero eso no fue sino algún segundo que otro, manteniendo, aún y así, su férreo  mutismo; y el “boche” siguió con lo que ya era, más que nada, perorata.

  • Creo que no les  he dicho que también yo soy músico, compositor; soy militar por vocación, músico, por simple afición. Recuerdo que la noche que llegué yo aquí, por vez primera, Vd., señorita interpretaba al piano el Preludio de Bach una de mis obras favoritas

Y sin más, se sentó en la banqueta del  piano, alzo su tapa y empezó a tocar, de memoria, sin partitura, el famoso preludio, hasta que ya no pudo más; dejó de tocar y se volvió hacia aquellos dos seres hieráticos, impertérritos, con ese su odioso, maldito silencio hacia él. Les miró hasta casi con rabia, pues se dio cuenta, se convenció o, mejor, desesperó, al fin, de lograr nunca su propósito: Ser considerado un ser humano por aquella gente…por esa mujer que tan hondo se le fuera metiendo, horadando profundamente su alma, su corazón, todo, todo su ser. Pero es que la cosa no quedaba ahí, sino que iba más, bastante más allá, pues esa pose de ella, tremendamente rebelde al invasor de su Patria, su sagrada tierra francesa, hacía que él, ante todo, sobre todo, la admirara; admirara ese coraje ese no rendirse jamás, a pesar de todo cuanto pesara, penurias, sacrificios inmensos, como eso de hacerse, cada día, seis/siete km. de ida al pueblo a dar sus clases, y otros tantos de regreso a casa; y todo ello a pie, a pesar de ampollas, de pies en carne viva. En fin, que a qué seguir con esto; baste decir que con un

  • Señorita, señor; les deseo pasen una buena noche.

Dio por terminada la “velada”, yéndose, escaleras arriba, a su cuarto  Eso sí; que al no vestir de uniforme, sino como cualquier hijo de vecino, Jean Paul y Michelle se ahorraron los prusianos taconazos de rigor

Y así fue pasando el tiempo, los días, las semanas, incluso los meses, sin volver el “huésped” a interferir la vida de sus “caseros”, haciendo lo mismo que el último día que con ellos estuvo, subir directamente a su habitación sin salir ya de ella hasta la mañana siguiente; también será de notar que a la casa, cada día volvía más y más tarde, llegando tiempos en que era raro, muy, muy raro, aparecer por casa antes de medianoche, incluso a inicios de la madrugada, 0,30, una, una y pico horas.

Y así iban las cosas entre los tres ocupantes de a  casa, hasta que una mañana el capitán v. Lübeck anunció a sus “caseros” que esperaba la visita de dos camaradas, dos oficiales alemanes amigos suyos

  • Me hace mucha ilusión volver a verles, pues hace tiempo que no nos vemos. Serán sólo un par de días, tres a lo sumo que estarán pr aquí, y pensaba alojarles en los barracones de afuera, junto a la casa; por donde se ubica mi asistente. Procuraremos molestarles lo imprescindible

El día fue raro; a lo del capitán alemán se sumó la petición más extravagante que en toda su vida le hicieran a Michelle. Fue ya entre media mañana y primeras horas de la tarde; estuvo dando su clase a un chavalillo, Pierre, Pierrot en familia, cuya madre era, más que nada, amiga íntima de Michelle. Acabada la clase al chico, su madre, Jeanne, invitó a la chica a sentarse con ella a la mesa un momento

  • Anda Michelle; siéntate un rato conmigo; he hecho un caldo de verduras con su mijita de carne más hueso de caña, que creo está estupendo
  • De acuerdo, Jeanne; ya sabes que ante tales “delicatesen”, me rindo sin condiciones

Y ambas mujeres rieron con ganas, mientras la anfitriona escanciaba cao en dos buenos tazones de loza, tipo bol. Y se pusieron  hablar, a darle a  la lengua, sobre cosas baladíes, intrascendentes, hasta que, en un momento dado, tomando entre las suyas las manos de Michelle, su anfitriona, Jeanne, le confió

  • Michelle, yo quería pedirte un favor; es…es…por Pierrot, e niño, mi hijo… ¿Querrías cuidarle, hacerte cargo de él si nos pasara algo a su padre y a mí?
  • ¿Por qué duces eso? ¿Qué podría pasaros? Preparáis algo, ¿verdad?... Algo contra los alemanes… Es eso, ¿verdad?
  • Necesito una respuesta… Y ya…
  • También yo necesito una
  • No debo, no puedo decirte nada, Michelle, querida amiga mía, pero dime: Llegado el caso ¿puedo contar contigo?
  • Desde luego que sí; sin duda alguna, Jeanne, amiga mía

Se abrazaron se besaron en las mejillas y se separaron, siguiendo Michelle su ronda de clases de piano y solfeo.

Luego, hacia las 20/21 horas, llegó v. Lübeck con sus dos amigos. Para entonces abuelo y nieta  estaban ya tranquilitos en casa sentados al amor de la lumbre de la chimenea, él en su sitial, un más que cómodo sillón, ella, en una humilde silla, enfrascados ambos en una partida de ajedrez. No obstante la tranquilidad que en la sala parecía imperar, los nervios de ambos, abuelo y nieta, estaban a flor de piel; en especial, los de ella, Michelle, que tan pronto percibió el ruido del auto acercándose,  se excusó con un “Lo siento abuelo, pero estoy muy cansada ya” y se levantó de la silla, dispuesta a  irse a su cuarto. Pero fue más que menos al unísono, pasar ella ante la ventana de la sala que daba a la calle y apearse del vehículo los tres oficiales, el capitán v. Lübek y sus dos amigos. Mas sucedió que bien a las claras se notaba que lo hacían discutiendo; y no a la ligera, precisamente, sino enfrentándose casi, casi que a cara de perro, los “amigos” por un lado, v. Lübeck del contrario, enfrentándoles. La joven francesa, ni papa de alemán entendía, luego, a ciencia cierta, de nada en absoluto podía enterarse, pero sí colegía que, en el fondo del asunto, estaban ellos, los franceses y su malparado honor, su malparada vida, tras la humillante derrota. Sí, ella intuía que los “amigos” de v. Lübeck les atacaban, les pisoteaban a ellos, los franceses, aunque sólo fuera de palabra, mientras “su capitán” sacaba la cara por ellos, los “franchutes”, los “gabachos”.(1) Y no pudo evitar quedar allí, clavada ante la ventana, sin perder de vista a los tres hombres, viéndoles gesticular.

Y, desde luego que, descaminada en sus barruntos, la joven en absoluto andaba, pues en tal momento “les amís” apostrofaban así al bueno de v. Lübeck

  • ¡Dejarle, respetarle, su dignidad a Francia! Pero, ¿de qué hablas? ¡Vamos, Wilhelm, por favor! ¿Para qué, entonces, les declaramos la guerra? Francia fue vencida, derrotada… Y nosotros, los alemanes, los vencedores… Comportémonos, pues, como tales, con orgullo, con honor
  • Pues por eso, precisamente; ¿o es que, acaso, el honor del vencedor no está en respetar al vencido; en no humillarle?
  • ¡Valiente tontería estás diciendo!
  • ¡¡¡Os habéis vuelto locos!!!... ¡¡¡Sí; el Partido os ha vuelto locos!!!
  • Ten cuidado, que hablar así puede ser muy, pero que muy, muy, peligroso; y da gracias a que somos, de verdad, amigos tuyos, pues si son otros oídos los que te escuchan hablando así, ni imaginas en lo que te podías meter
  • Mira Wilhelm, escucha y métetelo bien en la cabeza, que nosotros no somos músicos ni poetas, sino soldados, oficiales alemanes, hombres de deber y compromiso, fieles al Reich y al Fürer… (2)

Los tres hombres llegaron junto a los barracones exteriores, antiguas cuadras, herrería y almacenes, galpones, para grano, cereal y legumbres en general, todo ello ya en desuso de años y años ha.  Y allí, a un paso de las puertas del lugar escogido por el asistente del capitán para plantar sus reales, los tres oficiales se separaron, tornando v. Lübeck a la casa mientras sus “les amís”, desaparecieron tras las portadas del galpón que sería su dormitorio, en tanto Michelle, convencida de que esa noche “su” oficial alemán sí que aparecería ante ellos, su abuelo y ella misma, corrió a ocupar la silla antes abandonada, fingiendo bastante bien estar jugando, con su abuelo, al ajedrez.

Y no, no se equivocó la joven Michelle al suponer que esa noche ´si que les visitaría su “inquilino” en la mismísima sala pues apenas se había sentado la muchacha en su silla, que en la puerta se recortó la figura de v. Lübeck, pegando el taconazo de rigor a la par que se inclinaba, ligera, muy ligeramente, en deferente reverencia

  • Señorita señor; lamento tener que, de nuevo, molestarles con mi presencia, pero es que tengo algo importante que decirles. Todo cuanto he estado diciendo desde la misma noche de mi llegada a esta casa y cuyas paredes han escuchado, hay que olvidarlo; ya no sirve porque ya no hay esperanza…Y me digo: Sin esperanza que pueda valer, qué haré yo…cómo viviré…cómo podré ya vivir…

El alemán calló y el silencio se desplomó sobre esa sala cual losa fúnebre. El oficial, entonces, hizo ademán de salir, abandonar la estancia pero, ya en la misma puerta, se detuvo, y agarrado a una jamba, pero sin volver la vista atrás, sin mirar a sus “caseros” sino al horizonte de la pared frontera o la escalera, mayormente, apostrofó como final

  • Aunque, lo pienso ahora, tal vez tengan ustedes razón… Puede que todos, ustedes, mis camaradas y amigos, todos, todos, tengan razón, estén en lo cierto, y yo el equivocado… Que lo único en verdad importante sea ser fiel, cumplir con el deber los compromisos que la Patria impone…

Y sin más, sin absolutamente nada más, el germano abandonó a sala para subir, escaleras arriba, a su cuarto. Finalmente, al rato, minuto arriba, minuto abajo, el abuelo, Jean Paul, jugó su carta casi, casi, que a los cuatro “palos” de la baraja, “Oros”, “Copas”, “Espadas” y “Bastos”, diciendo

  • La verdad es que cada vez sufro peor estos monólogos que se monta
  • Pues no les prestes atención; haz que por un oído te entre, y por el contrario te salga
  • No; si la cosa no está en no escucharle, sino en no responderle… Qué quieres, hija; me sabe mal, muy, muy mal, herir, ofender a nadie… Aunque sea un enemigo…

La muchacha quedó unos momentos en silencio, pensativa; luego sacudió la cabeza, como si así quisiera quitarse lo que fuera, la idea que fuese de la cabeza, pasando, seguidamente, a responder a su abuelo

  • ¿Sabes abuelo?... Tampoco a mí me gusta hacer esto y ni sé lo que daría por no tener que hacerlo, pero no hay otra. Vamos a ver, abuelo: Si lo miras bien, resulta que los ofendidos no son ellos, sino nosotros; porque ¿quién se ha impuesto por la razón de la Fuerza, del “Ordeno y Mando? ¿Quién no ha tenido otra más que aguantarse y tragarse su orgullo, su amor propio?
  • No, si…bueno, pues sí, que tienes toda la razón del mundo, pero…
  • Ya; ya lo sé… Que con “él”, esto, lo que hacemos, es bastante injusto pues de sobras se nota, se ve, que es una buena persona, cogida, para su desgracia, entre dos fuegos, dos fuegos cruzados…

Y ahí se quedó la cosa, al menos, por el momento. Pero llegó la noche y la media noche y con ella los primeros pasos de lla madrugada, las cero horas y treinta, y cuarenta y cincuenta minutos… Y la una de la madrugada, y la  una y cuarto, y la una y media… Y Michelle que, más nerviosa que rabo de lagartija, mas sin sabe porqué, pero sin poder pegar ojo, que, de pronto, sin esperárselo, columbra unas sombras en movimiento; son, sin duda, figuras humanas, pero irreconocibles en la nocturna oscuridad. Mas, de lo  que no cabe duda alguna es de que se dirigen al vehículo, el automóvil del capitán v. Lübeck. Y, efectivamente allí llegan las sombras. Son tres, dos que reptan hasta situarse debajo mismo del vehículo, manipulando en sus bajos y la tercera, que queda al acecho, como vigilante por si alguien se acercara al lugar

Michelle lo está observando todo, y sabe, perfectamente, lo que eso significa; ella no quiere que “su capitán” muera, pero es incapaz de hacer nada para impedir lo que se está haciendo afuera, en la calle, pero casi justo que a la puerta de su casa. Por fin, tras mucha zozobra, se  puso en pie y movimiento, subiendo al piso superior el de los dormitorios, llegándose al del capitán; y allí se quedó parada,  con la mano cerrada en un puño, lista a llamar, pero no lo hizo, sino que se quedó quieta, parada, ante la puerta de la habitación. Luego, corre que te corre, al cuarto del abuelo para acabar haciendo lo mismo que ante la puerta del capitán, amagar con llamar, para quedarse, en el momento decisivo, quieta, parada…

Y no solo amaneció a la mañana siguiente, sino que lo hizo en un día en verdad espléndido, con un firmamento en azul purísima, sin una mala nube que ensombreciera ese cielo azul; y, para que todo estuviera a pedir de boca, con una temperatura que, allá por las nueve de la mañana, rondaba los 13-14º. Del barracón done pasaran la noche, salieron los dos oficiales, “amigos” de v. Lübeck, impacientándose ante el marcado retraso del capitán en salir. La cosa fue que el oficial alemán sí que salió de su habitación, bajando pues las escaleras, a tiempo, sobrado, para reunirse con sus “amís” a la hora con ellos concertada; pero cuando llegó abajo, al vestíbulo o recibidor podría decirse, le llamó la atención la joven Michelle puesta al piano por vez primera tras ni se sabía ya las semanas, el mes y pico de no hacerlo. Y era, precisamente, el famoso “Preludio”, de J. S. Bach, la obra clásica predilecta del capitán; y no pudo evitarlo, no, no pudo dejar de entrar a la sala, escucharla  ella, pero también a verla, sentirla, su aroma, su calor, ese aroma, ese calor de ella, de su ser, su cuerpo de mujer que le traía loco perdido, completamente loco por ella

Y sí, penetró en la sala, acercándose, poquito a poco, pasito a paso a ella, a esa mujer que se le metiera tan adentro, tan adentrísimo; esa mujer que le sorbiera el sentido, que se apoderara  de él en la forma que lo hizo, sin dejar resquicio por donde medio escapar, medio librarse del influjo o, mejor, el embrujo en que le apresara; sí, ella, Michelle

Ella, como antes se dice, estaba al piano, pero su forma de tocar, interpretar la partitura era cualquier cosa, excepto normal. Diríase que lo hacía, tocaba, con rabia; sí, con rabia infinita. Afuera, en la calle, a la puerta de la casa, “les amís du capitaine” se impacientaban más y más; se habían metido, los dos, dentro del coche urgiendo al conductor, el asistente de v. Lübeck, a que tocara e  claxon ni se sabe ya las veces, hasta que la impaciencia de “les amís” llegó al punto de ordenarle al chófer que pusiera el motor en marcha, a ver si, a tal ruido, su  amigo, v. Lübeck, aparecía de un pugneteira vez. Y sí, el chófer/asistente giró la llave de contacto y… ¡¡¡Boouumm!!!... La bomba de fabricación casera, instalada la precedente noche en los bajos del vehículo y contactada con la puesta en marcha, estalló con horrendo ruido. Al punto, el capitán v. Lübeck se precipitó a la calle, tratando de hacer lo que era un imposible, auxiliar a quién se pudiera, e imposible fue porque no había herido alguno, sólo tres muertos, alguno envuelto aún en llamas. En la perta, quietos, horrorizados por la dantesca escena que ante ellos se desarrollaba abuelo y nieta, Jean Paul y Michelle; por un momento, las  miradas del oficial germano y la joven francesa se cruzaron: En ella, en sus ojos, todo el horror que la dominaba más algo en lo que Wilhelm v. Lübeck creyó ver un “perdóname, amor”

Y ya, a lo largo de todo el día fueron las medidas represoras tomadas, bastante más por las autoridades civiles alemanas en el pueblo, Gestapo y SS, que por las  militares, de la Wehrmacht, en el lugar. Por cierto, que quién interrogó a Michelle y su abuelo, Jean Paul fueron oficiales de la Wehrmacht, que los trataron, como suele decirse, de guante blanco, sin “apretarles” en ningún momento para tras unos interrogatorios que más que nada fueron de compromiso, dejarlos ir en paz, sin cago alguno.

No cupo tal suerte a Jeanne, la amiga de Michelle y madre del pequeño Pierrot, ni tampoco a su marido, Pierre, que fueron detenidos  por la Gestapo y la SS, acabando ambos ahorcados, tras ser torturados salvajemente durante días  y días, semanas y semanas, suerte ésta que les llegó a numerosos vecinos del pueblo/semi ciudad, unos, por ser miembros activos de  la “Resistencia”, otros, simples paisanos que en nada se metieran, pero eran las medidas emanadas, directamente, del propio Cuartel General del Fürer, la “Guarida del Lobo”, como también era conocido en la Prusia Oriental: Mínimo de cincuenta ciudadanos, tomados al albur de “Este sí, este también, ese no, ni ese, ni ese; este otro sí, y aquél, y aquél otro también” etc., etc., etc.

Ya en la noche, tras conseguir que el pequeño Pierrot se durmiera, pues Michelle cumplió la palabra dada a su amiga Jeanne, haciéndose cargo del niño a ser sus padres detenidos, a solas con su abuelo, casi tan abatido como ella misma, Michelle se liaba un cigarrillo mientras el abuelo intentaba mantener las brasas de su pipa, sirviéndose, a la vez, un vaso de vino de la botella que campeaba encima de la mesa. Después de servirse, con la botella todavía en su mano, ofreció a su nieta, acercándole la botella

  • ¿Quieres?... Yo mismo puedo acercarte un vaso, si te apeteciera
  • No abuelo; no me apetece… Me revolvería el estómago… La verdad es que estoy para pocas alegrías…Muy, pero que muy pocas…

Y ahí se acabó la conversación entre ambos franceses, pues con toda claridad llegó a ellos el run, run del coche de “su” capitán “boche”; pero sucedió que eso, la llegada del vehículo alemán, nada fue frente a lo que casi acompaña el frenar del automóvil, la figura de  “su capitán”, sin apelativo alguno ahora, en tal momento bajando las escaleras hasta abajo, hasta, podría decirse, el vestíbulo de la casa; y lo grande de tan insulso acontecimiento fue que entonces se enteraron de la presencia en casa del alemán, pues éste accedió, sigiloso, en absoluto silencio, por la puerta de servicio, en la cocina, la puerta que, la noche anterior, sirviera a Michelle de apoyo, acabando por dormirse a tal apoyo. Finalmente Wilhelm v. Lübeck, decidido, entró en la sala; saludó a ambos  franceses con el acostumbrado taconazo, la más bien somera reverencia y el muy formal, “Buenas noches”, para, de corrido, entrar en materia:

  • Me voy; esta misma noche. He pedido traslado al Frente Ruso, y, sin más, en el acto, me lo concedieron y organizaron mi viaje para esta misma noche. La propaganda sólo habla de victorias nuestras allá pero lo cierto es que se combate a 40º bajo cero y los nuestros, los soldados alemanes, ya no pueden más… Señorita, señor… Que tengan ustedes una muy, muy, buena noche… Adiós y, que sean felices; muy, muy felices, les deseo

A todo esto, y desde casi, casi, que él empezara a hablar, Michelle trataba de contener el mar de lágrimas que sus lagrimales iban acumulando, hasta que tal mar se hizo incontenible comenzando a surcar sus mejillas indómitos, imparables, riachuelos, un tanto salados, de lágrimas. Acabadas ya sus palabras, tras ese “Adiós” final, Wilhelm v. Lübeck se giró en, prácticamente, 180º, avanzando seguro, pisando fuerte hacia la salida, en clarísima intención de ganar calle y coche. Y fue entonces, en esos instantes finales para Wilhelm v. Lübeck en esa casa, que Michelle logró, pr fin, reaccionar, saliendo detrás de él a todo correr, y llamándole, además, a grito pelado

  • ¡¡¡Wilhelm!!!... ¡¡¡Wilhelm!!!... ¡¡¡Espérame, espérame, por Dios!!!... ¡¡¡Perdóname, Wilhelm, mi amor, mi vida!!! ¡¡Perdóname, Wilhelm, perdóname; por Dios te lo pido, te lo suplico!!

Al fin, Michelle se llegó hasta él, el capitán Wilhelm v. Lübeck, en tales instantes vuelto hacia ella, pero con un pie ya en el vehículo, apoyado en el reborde de la portezuela trasera. No bien estuvo la joven a la vera del oficial de la Wehrmacht, se hincó de hinojos ante él, suplicándole, nuevamente, su perdón; y qué iba a hacer el militar germano sino levantarla del suelo, donde ella se postrara, entre palabras de amor, de cariño inmenso, aderezado todo ello con besos y abrazos; besos colmados de cariño, de intensísimo amor, aunque tampoco fueran hueros, huérfanos, de indecible pasión, una pasión que tendría que esperar años y más años a ser plenamente satisfecha

  • Cuídate, Wilhelm, y no quieras ser un héroe; vive Wilhelm, aférrate a la vida, defiéndela, defiende tu vida al precio que sea, que deba ser, pero vuelve; vuelve a mí, Wilhelm, vuelve a mí. Te esperaré, cariño mío, mi amor; te esperaré mientras en mí aliente un imple hálito de vida; te esperaré, mi amor, mi vida, mi cielo, ¡MIII  TOOODOOOO!...

 

                                                                                            FIN  DEL  RELATO

NOTAS AL  TEXTO

  1. No sé si existen formas despectivas para referirse a un francés, en alemán; digamos, lo que, en alemán, corresponda al francés “boche” aunque me barrunto que tales formas alemanas despectivas hacia lo francés, haberlas, haylas, aunque yo, ni repajolera idea de cuales podrán ser, por lo que subsano esta mi ignorancia usando las correspondientes formas en español
  2. En contra de  lo que casi todo el mundo cree,  el nazismo caló poco, muy poco, en las Fuerzas Armadas del IIIº Reich, la Wehrmacht, vamos; en especial entre el generalato y la alta oficialidad. El propio Hitler solía ser motejado como “El cabo austriaco” y a Rommel, una excepción a la general regla entre el generalato del Reich, pues él, como poco, fue un gran admirador de Hitler, el mariscal Gerd von Rundstedt, el decano del generalato del Reich, solía llamarle “El Payaso del Circo Nazi”. De modo que decir “Soldados Nazis”, “Ejército Nazi”, son errores tremendos. Por cierto, que todavía  está por la primera vez que en medios de comunicación, o en “pelis” al Ejército Rojo, soviético o chino, se le llame “Ejército Comunista”

 

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