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Pepita jimenez

en Erotismo y Amor

PRELUDIO

“Pepita Jiménez“ es la primera novela de D. Juan Valera, escrita con más de cincuenta años y publicada en 1874 siendo, además, la mejor y más famosa de las que escribió.

Por otra parte, “Pepita Jiménez” constituye una de las novelas más peculiares de cuantas se han escrito en cualquier lengua o idioma: Consta de tres partes, “Cartas de mi Sobrino”, “Paralipómenos” (Suplemento o añadido a un escrito, significa) y “Cartas de mi Hermano”, siendo la primera, “Cartas de mi Sobrino” la más extensa, pues es donde se narra, casi que día a día, el progresivo enamoramiento de Luis por Pepita Jiménez, con los pesares de conciencia que ello para él, seguro de su vocación sacerdotal, representa, considerando tal amor un acto de traición a Dios. Es magistral cómo D. Juan Valera narra este proceso, enamoramiento progresivo, sin siquiera él ser consciente de ello en un principio y sus posteriores traumas morales, así como el enamoramiento de Pepita respecto a Luis, percibido por éste sólo a través de las miradas que ella le dirige. Pero también sucede que la novela es muy; pero que muy difícil de leer, pues en sus dos tercios, se constituye solo de las cartas escritas por Luis a su tío el deán, , por lo que carece de acción, con lo que también carece de ritmo, haciéndose todo más que lento, de manera que la lectura se hace bastante árida al lector que, esencialmente, busque la acción, el ritmo en la lectura, gustando de una ágil sucesión de hechos

Al escribir el relato solo utilizo las dos primeras partes, prescindiendo de la tercera pues esta ya no afecta a la historia en sí, ya que son cartas en las que D. Pedro,padrte de Luis, dirige a su hermano quejándose ya de mil y un achaques pues, la verdad, a partir de enterarse de que Pepita,por finales, de quien  se enamora es de su propio hijo, aunque acepta la situación como que lo más lógico es que una mujer de viente años se  enamore de un joven de veitipocos años y no de una casi viejo de cincuenta y cinco, lo cierto es que la frustración de sus ilusiones supone en él entrar de golpe y porrazo en la vejez y sus achaques

En esta historia o relato, pretendo plasmar la trama de la novela en sí, obviando la mucha “paja” que, indudablemente, tiene, esperando, estimado lector, no aburrirte en  demasía… Y, si dado me fuere, hasta entretenerte un rato...

                                                                                                                                                                          Atentamente, “Hanibal Barca”

 

PEPITA  JIMENEZ

El verano que por aquél mes de Mayo de mil ochocientos setenta y no muchos años se avecinaba, para Luis de Vargas, joven de veintidós años aún no cumplidos, pero casi, pues a menos de un mes estaba de tenerlos, lo entendía como importante en su vida, pues, por una parte, cuando finalizara y, al fin llegara el soñado otoño, se cumpliría su más caro sueño, ordenarse sacerdote, pues mismamente entonces, acababa de aprobar el último curso de la larga carrera sacerdotal, lo que le permitiría ser ordenado

Por otra parte, y desde sus seis y pico años en que saliera de ella, sería la primera vez que volvería a la vieja casa paterna donde nació y al pueblecito bajo cuyo sol naciera. Porque, sin tener nada claro Luis el porqué, tan pronto como su madre falleció su padre lo envió a criarse y educarse con un tío suyo, hermano del autor de sus días, y sacerdote por vocación, más deán, en añadidura, de la iglesia catedral de la capital de la provincia andaluza que habitaban; cierto que, a través de todos esos quince-dieciséis años de ausencia de su tierra y casa familiar, su padre le había visitado con muy regular frecuencia, por lo que el contacto padre-hijo, realmente, nunca se perdió, apoyada además la natural afición del hijo hacia su padre, por la labor de su tío, tutor legal, máximo educador y mentor en todo lo que a su vida concernió desde que su padre se lo confiara, orientada a conservar el mayor cariño y, sobre todo, respeto, al dador de su existencia, en primerísimo lugar, como corolario al Divino Mandamiento, “Honrarás a tu padre y  a tu madre”, pero nunca hubo lugar a que el muchacho volviera a la casa y tierra donde naciera

Esta vez, sin embargo, y curiosísimamente, había sido su padre quién más interés mostró en que Luis pasara siquiera algún mes de aquél verano en la casa paterna, y a ser posible todo el estío, de Mayo a Septiembre-Octubre cuando menos… Y es que para entonces, un nuevo interés animaba a D. Pedro de Vargas, que así se llamaba el padre de Luis, para que su hijo se llegara hasta su casa y pueblo: Que conociera a Pepita Jiménez, una joven viuda de veinte años que, como por entonces y hasta hace no tantos años se decía, pretendía, con evidentes intenciones de desposarla a nada que la bella le diera el ansiado “Sí”, cosa que tanto Luis, como la comarca de origen de sus ancestros daban por más que descontada y en no tanto tiempo, de modo que D. Pedro esperaba que fuera, precisamente, su vástago quién le echara las bendiciones que le condenarían a la dulce pena de la “perpetua”

La tal Pepita Jiménez era, efectivamente, viuda ya a tan temprana edad, ya que con dieciséis años más bien escasos, pues aún no los había cumplido, su madre la casó con un lejano tío de la joven, primo segundo, tercero y puede que hasta cuarto, de su madre, D. Gumersindo, casi ochentón y, sin casi, solterón de toda la vida, algo más que avaro por vocación y usurero de profesión, pero moderado, pues apenas si devengaba entre el 25 y el 30% de interés sobre la cantidad prestada, cuando lo normal por aquellos días era cobrar el 40 y hasta el 50%, lo que le deparaba multitud de clientes, con lo que, amén de años y algún que otro achaque, también disponía de “posibles”… Vamos, él poderoso, ella y, en particular, su madre, pobres y desvalidas, luego… El matrimonio duró los poco menos de tres años que D. Gumersindo tardó en morir, dejando a su viuda, y a la madre de la viuda, que todo hay que decirlo, algo mejor que bien situadas…

La madre de Pepita, a poco de ésta enviudar, también falleció, con lo que la joven quedó más o menos sola y desamparada, con lo que D. Pedro la consideró presa más bien fácil para sus bien probadas dotes de  empedernido seductor, pies bien que se conocían sus inveterados galanteos desde antes de casarse, de casado y de viudo no tan desconsolado, habiendo sido más que famoso el idilio que mantuvo en la capital de la provincia con una conocida tonadillera y “bailaora” de “rompe y rasga”, duelo a navaja con el marido incluido.

Pero hete aquí que, de la noche a la mañana y sin venir a cuento, D. Pedro se enmienda, casi enclaustrándose en su casa algún que otro mes hasta que, de buenas a primeras, un día empezó a galantear a la viuda Pepita Jiménez con toda formalidad… Pero sucedía que, aunque la viudita en verdad apreciaba a D. Pedro, tampoco se decidía a darle el ansiado “sí” que la llevaría, por segunda vez, ante el altar, por lo que D. Pedro quedó más  bien en “Pretendiente Oficial” de la jovencísima viuda, condenado a galantearla y bailarle el agua en espera de que a la bella se le ocurriera dar su brazo a torcer

A decir verdad, cuando D. Pedro se embalaba pretendiendo hablarle de su inflamado amor por ella, la bella le detenía al punto, recordándole pasadas calaveradas y galanteos anteriores a damas que nada ganaron con escucharle

Todo esto de su padre y su enamoramiento por la joven viuda, a Luis le parecía de perlas, pues ya lo dijo Dios: “No es bueno que el hombre esté solo” y si, según parecía, D. Pedro empezaba a sosegarse de pasados excesos, reteniendo aún varoniles arrestos, más valía reconducirlos hacia la serenidad conyugal del santo matrimonio que no andar por ahí, picando de flor en flor. Sólo deseaba que la tal Pepita Jiménez, en verdad, resultara ser la mujer cabal, honesta y buena que parecía ser, según todos le decían, para dar tranquilidad y sosiego a la ya no tan lejana ancianidad de su señor padre. 

Cuando Luis de Vargas llega por fin a la solariega casa familiar, lo primero que sucede es que los recuerdos de su niñez se van al traste: Para él, en sus recuerdos, todo era grandioso, enorme, pero lo que encuentra es una casa que, di bien es bastante grande, comparada con las inmensidades del seminario es más bien pequeña… Por otra parte, le hacía gracia que, a sus veintidós años, le llamaran todavía Luisito o “El niño de D. Pedro”, llegando a preguntar por “el niño” cuando preguntaban por él. Otra cosa que constató enseguida era que su padre era el cacique indiscutido e indiscutible del contorno.

A los tres o cuatro días de estar en el pueblo y en la casa paterna, Luis conoció a la afamada Pepita, al ser invitado, junto con su padre,  a la mesa de la joven. Concedió, desde luego, que era una bella mujer, constatando la afabilidad casi cariñosa de ella hacia su padre, cosa que le hizo pensar que, por finales, ella acabaría por dar al hacedor de sus días el ansiado “Sí”. Como es lógico también trató de averiguar lo que, en verdad, era esa mujer en su alma.

Así, la vio mujer de enorme serenidad y paz interior y eso le planteó un dilema: ¿Era así por frialdad de espíritu y corazón, por pensar y calcular todo, sintiendo poco o, nada incluso, más allá de su conveniencia? O, por el contrario, aquello le venía de una especial grandeza de alma que le daba la serenidad de espíritu que transmitía y que hacía suponerle gran capacidad para superar las, a veces, inevitables adversidades de la vida…

Aparte de esto, la bella viuda poseía también un empaque, una elegancia  y distinción natural que la elevaba y hacía diferente de las medianías que siempre nos rodean, marcando diferencias sin caer en ensoberbecimientos. En fin; que de lo que a Luis no le cupo duda es que la tal Pepita Jiménez era una mujer arto singular… Nada común, desde luego

Pronto la estancia allí, en aquello que más tenía de aldea que de pueblo, empezó a cansar a Luis, al que además ,molestaban los mil y un comentarios que todo el mundo le hacía sobre que para un joven como él, más guapo que otra cosa, buen mozo y, en añadidura, millonario, la vida sacerdotal no se había hecho; que cuánto mejor no sería buscarse una hermosa joven, que candidatas no le faltarían, casarse y rodear de nietos al padre que alegraran su vejez

Daba gracias a Pepita Jiménez porque ella no tomara parte en tales reconvenciones. Su conversación era animada; de verbo inteligente, sin maledicencias ni otras estridencias desagradables, pero sin tampoco banalidades insulsas que a nada conducen… La verdad es que a Luis, el tiempo pasado a su lado le era agradable y hasta corto

Su trato lo frecuentaba bastante, ya que su padre no perdía comba, intentando estar con ella todo cuanto podía y Luis era como una sombra de su padre, pues el prócer no acertaba a salir a la calle si el hijo no iba con él… Con D. Pedro pepita era de lo más afable; incluso, y no pocas veces, podría decirse que hasta cariñosa, pero a Luis no se le escapó un matiz muy peculiar en esa afabilidad de ella: Diríase que más que nada, lo que había era afecto más filial que otra cosa… Vamos, que la bella al prócer que tan insistentemente la pretendía le veía más como padre que como hombre. Y es que habría que tener en cuenta que Pepita desde muy niña quedó huérfana de padre, un modesto oficial del Ejército que sólo dejó en herencia a su viuda y su huérfana el preclaro Honor de su espada, razón por la cual puede decirse que la joven viuda nunca disfrutó del cariño de un padre…

¿Buscaría, pues, Pepita ese cariño en el padre de Luis? El joven no lo podía afirmar, al menos con rotundidad, pero se barruntaba que sí que podría ser así… Bueno, se decía; matrimonios concertados bajo mimbres bastante más endebles habían dado resultados más que satisfactorios, pues el cariño siempre es eso ante todo: Cariño… Y el cariño puede acabar uniendo a dos  personas en fuertes lazos… Hasta de intimidad conyugal… Además, Luis estaba enteramente seguro de que su padre todavía podría colmar más que satisfactoriamente los legítimos anhelos de mujer de Pepita, lo que ayudaría más que mucho a la concordia hogareña y conyugal entre su padre y la joven viuda… Claro, siempre y cuando ella, como todo el mundo por allí esperaba, acabara aceptando al cacique del lugar.

Hasta entonces, el trato con su padre nunca fue nada del otro mundo, pues el hacedor de sus días siempre tuvo infinitos asuntos en los que centrar su atención para ocuparse en ver a su hijo… En ejercer de padre si no amante, al menos cordial. Sus visitas a su hijo, ora en casa de su hermano, el sacerdote deán de la catedral, ora en el seminario, habían sido siempre arto breves y más que nada protocolarias, con lo que aquél verano estaba siendo el de la verdadera compenetración padre-hijo

Así, entonces empezó a conocer mejor a si padre de como hasta entonces le conociera. Y por boca del mismo D, Pedro, que se desnudó, sin pudor alguno, ante su hijo. Luis tenía una idea de la poco edificante vida que su padre había llevado últimamente, de amorío en amorío, pero fue entonces cuando su padre le reveló que ese “modus vivendi”, más de crápula que de otra cosa, había sudo el normal de toda su vida, siendo pues la cruz de su madre, a la que su padre fue tremendamente infiel durante todo su matrimonio. También supo que el enamoramiento que en aquél hombre de cincuenta y cinco años provocara la viuda de veinte había variado toda esa vida; cómo ese amor le había apartado de la vida de excesos carnales que desde su mocedad venía llevando… En fin, que lo que para el joven Luis estaba lúcido como el día era el portentoso enamoramiento que en su padre la joven viuda había obrado…

Y con todo eso la atención que en Luis despertaba la joven viuda, curiosa por una parte, escrutadora en deseo de constatar lo que en el pecho de la mujer anidara respecto a su padre, fue creciendo sin siquiera él percatarse de ello. Así, acabó por reparar en los ojos de ella, grandes, verdes cual los de la diosa Circe y hondos, de profundo mirar… Hermosos y rasgados… Casi únicos… Pero es que Luis encontró otro atractivo en aquellos óculos que tanto llamaron, por finales, su atención: Que eran de un mirar absolutamente límpido…

En ese su mirar no había artificio alguno… No había intento o intención ninguna de seducción, de seducir a quién/quienes esos ojos miraban… Eran de una natural belleza que miraban al hombre sobre el que se posaban con total, absoluto candor o inocencia… A Luis le daba la impresión de que su dueña, Pepita, era ignorante del poder de seducción de esos sus ojos… Lo cual también hablaba de la candorosidad, la intrínseca inocencia de aquella mujer…

Y eso, esa inocente candidez en una mujer que, a fin de cuentas, conocía ya las mieles conyugales… Había estado casada casi tres años, con toda la experiencia sobre el conocimiento íntimo del hombre, de su idiosincrasia general, da la práctica del matrimonio… Eso, desorientaba un tanto a Luis, que también pensaba si acaso la viudita no sería una extraordinaria actriz, capaz de engañar, confundir, al más avispado y sabio de los seres humanos… Luego se decía que una actuación escénica tan depurada, un tan perfecto fingimiento como lo que Pepita hacía, si es que, en efecto, fingía, era tan difícil de lograr que más se inclinaba a considerar que, lo más seguro, todo se redujera a desconfianza por su parte respecto de aquella mujer que tan sutilmente estaba despertando su interés… Así, por finales, a veces se decía si no sería él el verdaderamente censurable al juzgar y, lo que era peor, seguidamente condenar sin pruebas suficientes a Pepita Jiménez

Lo de frecuentar la compañía de la joven viuda de ser frecuente en nada pasó a ser cotidiano pues apenas si llevaba Luis alguna semana en el pueblo y ancestral lar paterno, la casa de Pepita Jiménez se tornó centro de diaria y nocturna tertulia que reunía a cuatro o cinco señoras de respeto del pueblo, la tía Casilda de Luis, prima segunda de su padre, singular parlanchina que se sabía cuántos dimes y diretes podían darse en lo menos ocho o diez leguas a la redonda(40-50km.), entre ellas, amén de otras seis u ocho señoritas, jóvenes y casaderas, del lugar. Al estamento femenino se unían otros cuatro o cinco, tal vez seis, señores respetados, entre los que destacaba el padre de Luis, D. Pedro, junto al notario, el boticario, el médico y D. Primitivo, cura párroco del lugar y confesor fijo de Pepita Jiménez, hombre corto de luces; típico cura “de misa y olla”, como por entonces, y aún ahora donde el aforismo todavía se usa, se llamaba a este tipo de sacerdotes a quienes no sacaras de la “Historia Sagrada” porque a partir de ahí hacían agua en cualquier materia, filosófica o mundana, de que quisieras hablar… Pero era hombre arto sencillo e inmensa bondad para con todo el mundo, cuya compañía gustaba Luis de frecuentas. El grupito lo completaba un ramillete de señoritos, jóvenes y lechuguinos, orbitando en torno a las tiernas damiselas

En ese selecto grupo de, más bien, provectos varones, lógicamente, se incluía Luis, aunque al grupo le sentara lo mismo que a un Santo Cristo un par de pistolas, pero su condición de casi ya presbítero no permitía incluirle en el los mocitos y mocitas, dados, mayormente, a los escarceos entre galantes y amorosos, salpicados de danzas y bailes, galanteos más o menos directos de las bellas por cuenta de los petimetres y demás

Lo cierto es que tal situación hacía, no pocas veces, de Luis más un pasmarote que otra cosa, pues lo que al respetable estamento de personas más o menos provectas más entretenía, y en lo que ocupaban las horas muertas de tales saraos, era jugar al tresillo, juego de cartas del que el joven Luis no tenía ni “pastelera” idea, cuestión ésta que su solícito padre se aprestó a solucionar

  • Tu tío te ha criado atracándote de Historia Sagrada, Teología y más y más Teología, olvidando otras disciplinas que en la vida social de cada día resultan más que indispensables, como jugar al tresillo… O, incluso, montar a caballo…

En fin, que Luis empezó a recibir de su padre clases intensivas en artes mundanas, reparando así el descuido en la educación, al respecto, recibida del bueno de su tío el deán

Al efecto, cabría anotar un suceso acaecido casi recién regresado el joven al paterno hogar, que su padre organizó una excursión a un paraje de sus fincas llamado El Pozo de la Solana, sitio distante de la casa al menos un par de leguas y por un imposible camino de herradura por lo que el viaje lo hicieron en caballerías. Invitados al evento eran, aparte de la sempiterna tía Casilda y su retoño Curro, que es como en Andalucía llaman a los Franciscos, el notario, el boticario y D. Primitivo, el cura párroco del lugar, amén de Pepita Jiménez. Buenos jinetes, D, Pedro, el boticario, el notario y el primo Curro montaban briosos caballos, en tanto la tía Casilda se acomodaba sobre una enorme burra con jamugas(1) y tanto D. Primitivo como Luis a lomos de sendas mulas la mar de mansas, en especial la que Luis montaba, que, según el mulero, era más mansa que la que en el Portal de Belén calentó con su vaho al Niño Jesús

Mientras estaban ellos solos, esperando a la viudita, nada de particular pasó, pero hete aquí que a Pepa Jiménez le dio por acudir montando a la amazona vivo y fogoso caballo tordo. Y ahí cambió enteramente el panorama, pues de inmediato el pobre Luisito, el “niño de D. Pedro” fue objeto de las mil y unas chanzas con que su primo Curro le zahería, alabando su bizarra figura de “caballero en mansa mula”, cosa que hirió más de lo que quisiera su masculina honrilla, que lo cortés no quita lo valiente, y aunque ya casi sacerdote ordenado, también tenía su genuina masculinidad… Y la monda fue cuando le pareció que la bella viuda le lanzaba alguna que otra mirada que le pareció más conmiserativa que otra cosa, y hasta ahí podían llegar las cosas, causar él lástima una mujer, aunque, casi seguro, dicha mujer acabaría por ser su madrastra tras casarse con su madre

También sería bueno añadir un suceso que también tuvo lugar en ese aciago día de la excursión al Pozo de la Solana. A la tarde, sin que Luis se apercibiera de ello en un principio, los acompañantes se alejaron, con lo que quedaron solos Pepa Jiménez y él durante unos minutos. Darse cuenta de que estaba a solas con tan bella mujer y perder Luis el sosiego fue todo uno. Una especie de estremecimiento, nunca antes sentido, hasta entonces, recorrió todo su cuerpo; se empeñó en ni tan siquiera mirarla, pero le era imposible, pues el cuerpo de la mujer le atraía como el imán al metal.

En la casilla que allí había para atender las labores inherentes al paraje, ella había trocado su atuendo de amazona por un ligero vestido de verano, que le sentaba de maravilla, adaptándosele al cuerpo como un guante y Luis, a un tiempo, deseaba que volvieran los que se habían separado de ellos, pero también quería que no volvieran… Se afligía y a la vez se complacía en ese estar solo con Pepita… Al fin, la viudita habló

  • ¡Qué vallado y triste está usted, don Luis!… Diría que, por mí, por obsequiarme con esta excursión, su padre le ha deparado a usted un mal rato, apartándole de sus lecturas piadosas…de sus oraciones…

Luis no supo ni qué decir, por lo que nada dijo; sólo enrojeció cual tomate maduro, poniéndose aún más nervioso… ¡No sabía ni qué hacer, ni dónde meterse para huir de aquella hurí… Pero no se movió, pues tampoco deseaba, en verdad, separarse de ella…

  • Usted me perdonará, don Luis, si soy maliciosa, pero creo que no sólo le atormenta a usted el estar aquí, y no rezando, leyendo o estudiando en sus aposentos… (aquí el pasmo de Luis fue apoteósico) No es sentimiento propio de clérigos, pero sí de hombre joven de veintidós años (Luis: “Trágame, tierra”)… No se preocupe usted por las chanzas de su primo… Ni tampoco se amohíne ante la imagen, poco airosa, de usted a lomos de la mula, como D. Primitivo a sus casi ochenta años… No tiene importancia ninguna… ¿Sabe?... No pocos caballeros, en especial de la ciudad, desconocen el arte ecuestre…

Y ,por eso, por no volver a aparecer así ¿ante aquella mujer?, es por lo que Luis puso inusitado interés en aprender todo cuanto, de equitación, su padre podía enseñarle…

Pasó alguna que otra semana más y Luis se sorprendió con el hecho de que su mente, sus pensamientos todos, los llenaba la imagen de aquella mujer… De Pepita Jiménez… ¡Dios mío!, se dijo; ¿me habré enamorado de ella?. Al punto desechó la idea; se dijo que era imposible; que él amaba a Dios sobre todas las cosas… Que, sobre todas las cosas, deseaba ordenarse sacerdote… Entregarse a Dios y a Su servicio de por vida…

Pero la imagen de Pepita Jiménez persistía en su mente… Bella como ella sola… Esplendorosa como sólo ella podía serlo… Adorable, como a ella sola podía adorarse… ¡Dios mío!, pero…¿qué digo?...¡Adorarla, cuando sólo a Dios debe adorarse!... Temió haberse vuelto loco… Y concluyó que sí; que se había vuelto loco… ¡Por Pepita Jiménez!

Quiso, en su mente, formar otra imagen; una imagen del amor a Dios… De su vocación sacerdotal… Una imagen que sustituyera la de Pepita… Que la alejara; que la borrara de su mente… Pero no pudo… Se esforzó en ello con toda su alma… Quiso representarse a Dios en Jesucristo triunfante sobre la muerte… Transfigurado…¡Magnífico!... Pero no pudo… Sólo logró formarse ideas vagas, huecas… Inertes… Y es que lo único vivo, vívido era ella… La bella viudita… Y ante ella, ante su tremenda belleza, su vitalidad… Su magnificencia de hembra humana más que deseable, todo se borraba… Se difuminaba

Y Luis se sumergió en un infierno horrible, debatiéndose entre el amor a Dios y el amor a esa mujer que le había sorbido el seso… Que, así lo sentía, le había destrozado…destruido…aniquilado…

No quería verla, acercarse a ella, pero sólo vivía para verla de nuevo; acercarse una vez más a ella… Y otra vez más… Y otra, y otra, y otra… Le embriagaba con su sola presencia… Su aroma… La odiaba; sí; también la odiaba, como se odiaba a sí mismo… Pero al mismo tiempo la adoraba… Sí; la adoraba… Como si fuera Dios… Como si fuera más que Dios, incluso…

Acudió a mortificarse el cuerpo, lacerándolo con caseras disciplinas que le despellejaban la espalda hasta ponérsela en carne viva… Hasta se llegó a arrojar sal sobre las abiertas heridas… Y en medio de su autosuplicio rogaba a Dios que le limpiara de la impureza de sus pensamientos hacia Pepita Jiménez… De la concupiscencia que para él eran tales pensamientos… Tales imágenes en su mente…

Pero es que, además, un acontecimiento o sensación que Luis advirtió vino a complicar más su tormentosa situación. Fue cuando creyó percibir el los ojos de Pepita, verdes cual los de Circe, una especie de destello de interés cuando en su persona se posaban… Y claro, pensar que también ella mantenía un cierto interés hacia él, no hizo más que acrecentar ese tormento que le devoraba… Se dijo que no; que no podía ser… Que todo eso eran visiones, casi alucinaciones suyas, obra, desde luego, del Maligno, para tentarle y perderle…

Pero bien recordaba también cierta teoría que sobre las mujeres su padre tenía: Que las mujeres usan sus ojos como mensajeros que dicen al hombre agraciado por la mirada que está interesada en él, con lo que el hombre elegido se puede dirigir hacia la dama o damisela, seguro de no ser rechazado… Y se decía: “¿Será así, como mi padre dice, y Pepita Jiménez me está pidiendo con su mirada que la corteje?

En el juego del tresillo, el dinero arriesgado más bien era mínimo, lo que a veces devenía en que la partida empezaba a languidecer por falta de interés, de emoción, don lo que si alguien comentaba algún suceso que prendía la atención de los contertulios o iniciaba una conversación mínimamente interesante o, simplemente, alguien demandaba a la anfitriona que les deleitara un rato al piano, la partida se suspendía, a veces definitivamente

En una de aquellas ocasiones, mientras los tertulianos discutían sobre cualquier cosa no tan interesante, a D. Pedro se le ocurrió echar mano de una guitarra, poniéndose a rasguearla, al tiempo que, con no muy mala voz, se “arrancaba” por “Soleares”. La concurrencia, al momento, empezó a palmotearle y jalearle, hasta que alguien empezó a demandar a Pepita que bailara al don de la guitarra.

Pepita, en principio, vergonzosa se negaba a ello, hasta que al fin, y ante el general pedido, consintió en la demanda, saliendo a bailar al centro de un corro hecho al efecto por quienes allí estaban, entre el general aplauso. El espectáculo de aquél cuerpo moviéndose cimbreante al compás del de la guitarra y la voz de su pretendiente, en forma más que sensual, con aquellos brazos en alto, por encima de la cabeza, moviéndose ondulantes en el aire, cual sierpes llenas de vida, resultaba inenarrable, un indecible cúmulo de erotismo de alta gama al remarcarse hasta la intemerata todas y cada una de las curvas de ese cuerpo, antología de femineidad… Y en aquella vorágine, Luis se sintió perdido, absorbido por lo que veía y sentía

Pero es que Pepita, en su deambular, bailando, por el corro que los contertulios le abrieran, en un momento dado se plantó ante el joven hijo de su enamorado D. Pedro, frente por frente de él, bailando sin moverse de aquél sitio, en evidente alarde de que la bella lo hacía, expresamente, para el hijo de D. Pedro… Al momento, la honda, intensa mirada de ese par de ojazos imponentes, brillantes entonces por la pasión del baile…¡y de cualquiera sabe qué!, le envolvió embrujadora... embriagadora… Ojos verdes como los de Circe, la bruja reina en su isla de Eea, hechicera hechizadora de hombres que tornaba en bestias como los cerdos en que trocó a la tripulación de Ulises; la Circe que luego se enamorara perdidamente del mítico rey de Ítaca, reteniéndole años a su lado, abandonado a sus brazos, olvidado de su amada esposa Penélope, concibiendo así de él hasta tres hijos(2)…

¿Olvidaría él su amor a Dios, el que le llevaba al sacerdocio, por aquella mujer, como Ulises olvidó por unos años el dulce amor por su esposa, Penélope?... ¡Dios no lo quisiera así!

Entonces reparó en algo nunca antes ni tan siquiera pensado. ¿Qué pasaría entre su padre y él si, por finales, resultaban ser ciertos sus temores y él, Luis, el hijo de D. Pedro, que amaba intensamente a Pepita, se convertía en su rival, su competidor por el amor de la joven? Involuntariamente, desde luego, pero rival y competidor, de todas formas, de su propio padre…  

Así, día tras día, semana tras semana, transcurrieron los dos primeros meses de la estancia de Luis en la casa de su padre; en el pueblo que le viera nacer veintidós años atrás… Y con aquellos primeros dos meses cumplidos, también llegó el convencimiento de lo que, al pronto, significó su mayor tortura: Que se había enamorado de la Pepita Jiménez hasta el tuétano… Y lo que era casi peor: El también convencimiento de que a ella le pasaba absolutamente lo mismo, que se había enamorado de él en idéntica medida que él de ella…

Este otro convencimiento, el amor de ella hacia él, no lo avalaba palabra o expresión explícita alguna, que nunca se cruzaron entre ellos, sino que sus parlamentos públicos nunca pasaron de las frases hechas o las conversaciones que se cruzaban entre las gentes cuando coincidían en mutua compañía… Porque coincidir los dos a solas, aparte de cuando la excursión al Pozo de la Solana, nunca se había vuelto a producir. Así fueron las miradas entre ellos lo que sustituyó a las palabras directas… Eran los ojos los que hablaban, los que se dirigieron las mutuas palabras de amor, de cariño inmenso…

Pero también aquella constatación se convirtió en la mayor tortura para Luis, pues consideró que la afición hacia Pepita que en él surgiera era una traición imperdonable a su amor a Dios… Casi, casi, que se consideraba un ser adúltero, infiel a la que, como sacerdote, aunque en ciernes, únicamente debía ser su esposa: La Iglesia.

Y una vez más, quiso engañarse a sí mismo. Porque sucedió también que, por entonces, conoció una sensación nueva pues, por primera vez en su vida, supo lo que era el deseo carnal hacia una mujer. Y la inmediata conclusión que sacó del fenómeno, hasta entonces desconocido, fue que todo lo que Pepita le inspiraba no era sino pura concupiscencia… Pura lujuria… Y se empeñó en ver a la joven como reencarnación de la Sierpe del Paraíso Terrenal; encarnación corpórea, pues, del Maligno… Del mismísimo Satán… Del mismísimo Belcebú… Del mismísimo Lucifer, el Señor de las Tinieblas… Que Pepita era el mismo Diablo que le atraía al pecado… A la Eterna Condenación en suma…

El corolario de todo aquél cúmulo de elucubraciones, fue el incremento de su autodisciplina, convencido de que la mortificación del cuerpo era la mejor y máxima salvaguarda ante las tentaciones del Maligno, con lo que los latigazos que a diario se dispensaba hasta ponerse la espalda en carne viva aumentaron notablemente en número y frecuencia… Pero es que con aquello no se sintió lo suficientemente mortificado, con lo que empezó a también castigarse con el ayuno hasta casi por entero negarse el alimento…

Otra medida que discurrió para librarse de la tentación que, a su juicio y en aquél momento, representaba para él Pepita Jiménez, fue lo clásico de que “Quien evita la ocasión, evita el peligro” con lo que se determinó en marcharse del lugar cuanto antes, volviendo así a la pretérita paz de la estancia junto a su tío, el deán de aquella catedral, o del seminario… Pero ocurrió que su padre frustró todas sus iniciativas de dejar el pueblo… Y no a la brava; no con un “Tú te quedas aquí, porque lo mando yo; y punto”… No; ni muchísimo menos, pues fue mucho más sutil que eso. Simplemente que, cuando su hijo le decía: “Me voy, papá”, él aducía mil cosas que hacer, ver tierras, sistemas nuevos con que mejorar las viñas, la elaboración del vino y demás, para lo que quería saber la opinión de su hijo al respecto… Así, simplemente le pedía que aplazara algo la marcha, sin negarse a la marcha en sí, y como lo que realmente Luis quería era seguir en el pueblo para seguir viendo a la Pepita, pues se dejaba convencer con pasmosa facilidad  

También se hizo el propósito de, aunque permaneciera en el pueblo, junto a su padre, no volver a ver a la que le tenía robado el sosiego; no volver nunca más por su casa… Pero sucedía que, cada anochecida, cuando ya se acercaban las nueve de la noche su padre solía decirle

  • ¡Anda Luis!... Vete a la tertulia en casa de Pepita… Ya iré yo en cuanto despache con el aperador(3)

Luis quería responder a su padre que no iba a la dichosa tertulia; que no volvería nunca más a casa de la mujer que no le dejaba vivir en paz, pero lo que hacía era coger el sombrero y salir rumbo a la casa de Pepita. Ella le recibía siempre con sumo afecto, envolviéndole en la cálida caricia de sus ojos verdes, cual los de Circe, y él se extasiaba, embriagado por tal mirada.

Cuando estaba con ella hasta de Dios se olvidaba; y de los terrores del Averno, para sólo vivir el dulce momento, disfrutando de su vista, de su cálida compañía, aunque siempre les separara prudencial distancia. Así, fue apreciando cosas en ella antes pasadas más por alto: Los hoyuelos que, al sonreír, adornaban sus mejillas… O la intensa blancura, a la par que sonrosada, de su cutis… O la perfecta forma recta de su nariz… O la preciosa pequeñez de sus orejitas… O el alabastro de su cuello, perfectamente moldeado, como ni el mejor escultor del helenismo griego hubiera podido nunca modelar…

Y no se diga de cuando al llegar a aquella casa, o al despedirse de ella, tiene entre sus manos las de la bella… Entonces se sentía por entero hechizado; en poder de ella, irremisiblemente… A veces, distraída en cualquier otra cosa, pasaban minutos sin que ella posara en él sus ojos; entonces era él quién posaba en ella, insistentemente, la mirada hasta que la viuda, consciente por fin de los masculinos ojos fijos en ella, volvía, por fin, los suyos, reidores, hacia él, devolviéndole la vida desde ese instante…

Pero también lo cierto era que la vida se tornó en infierno para Luis… Apenas podía dormir y cuando por fin lograba pegar el ojo, no era raro que al rato despertara sobresaltado, como si estuviera en el centro de cruenta batalla, combate que libraban un ejército de ángeles buenos frente a otro de ángeles infernales… Él, desde luego, peleaba con el Ejército de Dios, pero  se veía desertor de ese Ejército, pasándose con armas y bagajes al del Mal…

Las noches Luis las pasaba en oración, penitencia y duermevela, arrepintiéndose de amar a Pepita Jiménez, pero los días los pasaba para vivir por ella y para ella… Cada uno de ellos acudía antes a la casa de sus varoniles anhelos y cuando las manos de él encerraban entre ellas las de Pepita, sus corazones, sus almas, se fundían en un todo… Era como si entre ellos se produjera una transfusión de lo más sutil de su sangre respectiva: Él sentía en su interior, en su propio ser, el ser de ella, y seguro estaba de que a su amada le sucedía lo mismo, que dentro de su propio ser sentía anidar el ser de él…

Se obraba una suerte de comunión o fusión de espíritus y cuerpos en uno solo… Aunque entre ellos no mediara más contacto que el de sus manos entrelazadas entre sí… Un entrelazamiento que ninguno de los dos acertaba nunca a cortar…

Eso, se decía Luis, tenía que acabar… No podía, no podían, mejor dicho, seguir así, por lo que se hizo el firme propósito de no volver por aquella casa que consideraba era su perdición… Y lo llegó a conseguir, tal fue la fuerza de voluntad que puso en la empresa… Sí; estuvo hasta seis días sin aparecer por casa de Pepita…

Pero sucedió que la Antoñona, que en tiempos fuera el ama de cría de Pepita Jiménez y a la sazón su ama de llaves pero también su confidente y la persona que más la quería apareció un día por la casa, tachándole de ingrato con su señorita, que tantísimo a él le apreciaba, al abandonarla de aquella manera tan sin razón… Porque, a ver, ¿qué le había hecho a él su señorita, para de pronto y sin venir a cuento, no aparecer por aquella casa donde tantísimo se le ponderaba; y su padre, oyendo a la Antoñona fue de su misma opinión: No entendía aquella actitud de su hijo salvo como una ineducada extravagancia…

Y Luis volvió esa noche a casa de la joven viuda… Nunca lo hiciera, pensó luego… Cuando llegó, y por primera vez desde que empezara a frecuentar aquella casa, encontró a Pepita sola… Sin más compañía, entonces, que la de él mismo… Cuando se vieron uno frente al otro los dos enrojecieron hasta las orejas y  se dieron la mano, pero sin estrechárselas, ni él a ella ni tampoco ella a él, pero las mantuvieron unidas breve rato.

Luis se miró en los ojos de Pepita y en ellos ya no vio amor, como antes sorprendía, pero sí franca amistad, aprecio y tristeza… Mucha; muchísima tristeza… Al instante coligió que ella se había dado cuenta que la batalla por el amor de él, Dios la había ganado y la mujer perdido… La mirada de Pepita se ensombreció para al instante salir a sus ojos los densos nubarrones de las lágrimas que al momento rodaron abundantes por sus mejillas al romper a llorar desconsoladamente… A lágrima viva…

Luis entonces sintió que el alma se le partía de dolor ante el llanto de su adorada y quiso consolarla, secar, beber sus lágrimas de las mejillas de ella, pero al acercar sus labios a aquella mejilla estos la despreciaron para buscar los labios, la boca de la mujer que en absoluto se resistió a la caricia del hombre amado, sino que, enteramente enervada, deseosa, ansiosa de amor, se entregó a su vez al beso del ser amado con desbordada pasión, enlazándole el cuello entre los solícitos brazos de mujer enamorada…

El beso más ardiente, más pasional no pudo ser y solo Dios sabe hasta dónde hubieran podido llegar Luis y Pepita Jiménez aquella noche si el rumor de pasos de D. Primitivo, el sencillo cura párroco del lugar, en el pasillo que desde la puerta de la casa llevaba ne les hubiera separado al instante, temerosos y nerviosos… Y es que la puerta de la casa de Pepita Jiménez, como todas las del lugar, no se cerraba nunca hasta tanto sus ocupantes se retiraban a la noche a descansar, cuando las puertas, definitivamente, se atrancaban hasta la mañana siguiente

Al separarse de la mujer, Luis volvió a estar en la tierra recuperando además su irrevocable decisión, “Esto no puede seguir así”, por lo que, en voz baja, pero lo suficientemente audible para que Pepita lo escuchara, dijo

  • El primero y el último

Aquella noche Luis abandonó pronto aquél domicilio, casi tan pronto como su padre llegó sobre las onde de la noche, yéndose trotando a casa. Allí se encerró en su cuarto y, recordando el beso dado a Pepita se dijo a sí mismo

  • Luis de Vargas, eres un cobarde… Y un traidor… Con un beso vendió Judas a Jesús, con un beso asesinó Joab a Amasá, apuñalándole mientras le besaba… Y con un beso has destrozado a la mujer que amas…

Desde aquella noche Luis no volvió por la casa de Pepita Jiménez ni tampoco la Antoñona pasó por la suya a requerirle junto a su señorita… Pepita, por fin, había entendido que lo de ellos no podía ser, pues entre los dos se interponía Dios…

Y, por fin, Luis logró de su padre la seria promesa de dejarle volver con su tío cuando pasaran las fiestas del pueblo, una semana más tarde… Pero es que al mismo tiempo de prometerle que en siete días saldría de su casa, también le dio la noticia de que Pepita estaba indispuesta, por lo que las tertulias en su casa se acababan, pues no quería recibir a nadie… Y a la tarde volvió a visitarle el ama de llaves de Pepita Jiménez y su antigua de cría, la Antoñona, que nada más verle le espetó

  • ¡Anda, fullero de amores; maldecido seas, que has puesto enferma a la niña, y con tus retrecherías la estás matando!

Y en diciendo esto la emprendió a puñadas y pellizcos con él, saliendo luego de estampida de la casa, no sin dejar de seguir maldiciéndole hasta la enésima generación de sus ilustres antepasados. Luis quedó contrito ante lo que sabía Pepita estaba pasando y sabiéndose, como sabía, la causa de su mal. “Dios mío, haz que esa mujer me arranque de su corazón… Que me olvide, aunque sea enamorándose de otro hombre”… Y no quiso ni pensar que ese otro hombre que, al fin, lograra enamorarla, pudiera ser su propio padre…

Se dice que, tras conocer las noticias de las “ducas” (en Andalucía, mal de amores) que Pepita Jiménez pasaba por él, Luis de Vargas estaba, en verdad, contrito… Aunque también cuadraba a su entonces estado de ánimo el término “dolorido”… “Lleno de dolor”… Porque, a qué engañarse, él la amaba de verdad… Con todas las veras de su alma… Pero se negaba, bastante más que tercamente, el lícito disfrute de las mieles conyugales junto a su bien amada, enrocándose más y más, en su propósito de ordenarse sacerdote y en su resolución, más firme que una roca, de borrar de su mente, de su alma; de su ser todo a Pepita Jiménez

Perro es que es más. Indudable que en su empeño por ser sacerdote había muchísimo apego a la Religión, pero no todas sus motivaciones tenían tan altas miras, sino que también habíalas de mucha más baja ley. Luis era pertinaz, terco, con esa condición que, bien dirigida, constituye lo que se llama firmeza de carácter, y nada había que le rebajase más a sus propios ojos que el variar de opinión y de conducta. Así que, cuando él tomaba una decisión, sacrificaba cuanto fuera menester en su consecución… Hasta su amor por Pepita Jiménez, en aras de su determinación sacerdotal

Pero es que, además, no era solo eso, su testarudez en el logro del objetivo propuesto, sino que también en el asunto mediaban otros ingredientes en nada santos ni elevados; por ejemplo su tremendo orgullo. El Hombre, en general, no elige su destino, profesión, fe política o religiosa etc., sino que eso lo suelen decidir las circunstancias: Uno es lo que la vida decide que sea… Pues bien; para Luis, esto no rezaba, sino que él sólo podía ser lo que él mismo decidiera ser...

La antevíspera de su partida del pueblo La Antoñona volvió a aparecer ante Luis de Vargas, reclamándole que tuviera la mínima vergüenza de ir a casa de su señorita, para despedirse de ella. La verdad es que Luis ya había cumplido con tal premisa, pues tan pronto logró de su padre la formal promesa de dejarle ir libremente, padre e hijo se presentaron en casa de la viuda para el hijo despedirse, pero Pepita no les recibió, pretextando indisposición, por lo que los visitantes dejaron su tarjeta en constatación de su visita

Porfiaron; Antoñona empeñada en que el ”señorito Luis” visitara a su ama para despedirse de ella y el “señorito” empañado en no volver más por aquella casa… Ya había ido a cumplimentarla por su marcha y ella no quiso recibirle… Y tal, y tal, y tal… Hasta que, por finales, la Antañona sacó al “señorito” de que por la noche, a las diez, acudiría a ver a su señorita

Y a las diez de aquella noche entraba Luis al el zaguán de la casa de Pepita, donde la Antañona, desde tiempo atrás, estaba avizorando la puerta. Al momento, la más que sirvienta, casi madre de Pepita, le saltó encima

  • ¡Diantre de colegial, ingrato, desaborío, mostrenco!... ¿Dónde has estado, peal? ¡Cómo te atreves a tardar, haciéndote de pencas, cuando toda la sal de la tierra se está derritiendo por ti y el sol de la hermosura te aguarda!
  • ¡Pero Antoñona!… ¡Si apenas pasa algún minuto de las diez!
  • ¡Antes tenías q’haber estao!...

Y sin mediar más palabras, la segunda madre de Pepita tiró de Luis, agarrándolo de un brazo y, patio, escaleras, pasillos y salas a través, le puso ante una habitación nunca antes vista por Luis; ni por nadie salvo la Antoñona, el servicio autorizado y el aperador que, cada atardecida, le daba allí cuentas a Pepita. Era lo que ella llamaba su despacho y lugar al que a menudo se retiraba a pensar, si algo la preocupaba; o, simplemente, a disfrutar de sosiego y soledad …

Los muebles, de poco valor, pero cómodos; un sofá y dos silloncitos, con fundas de cretona, fondo blanco y estampados en rojo, a juego con las cortinas; frente al sofá y encajonada entre ambos sillones, una mesita baja, de esas que se usan para tomar el café o las tisanas. Adosado a una pared, un mueble aparador de dos cuerpos, con vajilla y libros, de religión, pero también de historia de España; junto a otra, un “bureau” o escritorio, cerrado con persiana de cremallera y un silloncito giratorio enfrente, con brazos. Allí, sentada a ese escritorio, Pepita tomaba las cuentas al aperador. En todas las paredes, cuadros que eran calcografías, más artísticas que otra cosa, sobre temas religiosos… Y macetas de loza de la Cartuja sevillana con geranios, petunias, verbenas… Frente por frente de la puerta por la que accedía desde los pasillos interiores de la casa, otra puerta que, directamente, daba paso a los íntimos aposentos de Pepita, su dormitorio en primer término y más allá un cuarto de aseo privado, con su mueble-lavabo, de madera con palangana, cubo para el agua sucia y jofaina o jarro de lavabo; un armarito para guardar los útiles de cosmética, cremas y ungüentos, colonias y perfumes, y, a un lado, enclavada en un ánulo de la pared, la bañera de porcelana de acero esmaltado con patas, que se alimentaba a base de cubos y más cubos de agua calentada al fuego en la cocina

Cuando Luis entró en la habitación Pepita estaba sentada en el sofá y ante ella, sobre la mesita, un servicio de taza y plato que en su momento contuvo una tisana, tila exactamente, pero que entonces estaba vacío, consumida ya la infusión. Ella lucía un vestido arto sencillo pero que le sentaba de maravilla, realzándole figura y belleza a un tiempo; de muselina más que liviana, casi vaporosa, y muy veraniega, acorde con los semi calores estivales que ya se empezaban a notar; con mangas hasta debajo del codo, pelín de escote y falda amplia, con vuelo, en liso color rosa muy pálido

La Antoñona, al entrar, anunció la visita de Luis

  • Niña, aquí tienes a D. Luis de Vargas, que viene a despedirse de ti…

Y en diciendo esto desapareció más que aprisa por la puerta que entrara, cerrando tras de ella

La visita empezó del modo más grave y ceremonioso. Los saludos de fórmula se pronunciaron maquinalmente de una parte y de otra; y D. Luis, invitado a ello, tomó asiento en una butaca, sin dejar el sombrero ni el bastón, y a distancia más larga que corta de Pepita. Pepita estaba sentada en el sofá. Hubo una larga pausa, un silencio tan difícil de sostener como de romper. Ninguno de los dos se atrevía a hablar. Era, en verdad, la situación muy embarazosa.

  • Al fin se dignó Vd. venir a despedirse de mí antes de su partida. Había perdido ya la esperanza
  • Su queja es injusta. He estado aquí a despedirme de usted con mi padre, y, como no tuvimos el gusto de que nos recibiese, dejamos tarjetas. Nos dijeron que estaba algo delicada de salud, y todos los días hemos enviado recado para saber de usted. Grande ha sido nuestra satisfacción al saber que estaba más aliviada. ¿Y ahora, se encuentra usted mejor?
  • Casi estoy por decirle que no me encuentro mejor; pero como veo que viene usted de embajador de su padre, y no quiero afligir a un amigo tan excelente, justo será que le diga y que usted repita a su padre, que siento bastante alivio. Singular es que haya venido usted solo. Mucho tendrá que hacer D. Pedro cuando no le ha acompañado.
  • Mi padre no me ha acompañado, señora, porque no sabe que he venido a verla. Yo he venido solo, porque mi despedida ha de ser solemne, grave, para siempre quizás, pues es posible que no vuelva nunca, y si vuelvo, será como persona muy diferente de la que ahora soy

Pepita no pudo contenerse. El porvenir de felicidad con que había soñado se desvanecía como una sombra. Su resolución inquebrantable de vencer a toda costa a aquel hombre, único que había amado en la vida, único que se sentía capaz de amar, era una resolución inútil. Luis de Vargas se iba sin remedio

  • ¿Persiste Vd., pues, en su propósito? ¿Está usted seguro de su vocación? ¿No teme Vd. ser un mal clérigo? D. Luis, voy a hacer un esfuerzo y le voy a hablar como si yo no tuviera interés alguno en que usted se vaya o se quede… Se ordene sacerdote o no se ordene… Usted D. Luis, no es como D. Primitivo, nuestro párroco tan sencillo, tan bueno… Tan ignorante…

A partir de aquí la conversación se tornó en un estéril intento de Pepita por hacer desistir a “D. Luis”, como ella le decía, de su determinación en ordenarse sacerdote y una más que testaruda, roqueña resistencia, por parte de Luis, a dar al traste con sus, para él, más que sólidas convicciones de su sacerdotal futuro, pues ¿cómo, no ya él, sino incluso ella, iban a oponerse a los Divinos designios?, acabando el negocio en que la mujer, derrotada en toda la línea en su inútil empeño, desolada, perdida ya definitivamente toda esperanza de poder ser feliz junto al elegido de su corazón, sollozando amargamente, por entero hundida, huyó del despacho desapareciendo por la puerta que, frente a la de acceso al despacho, daba al dormitorio de la bella.

Luis quedó donde estaba; indeciso… Sin saber bien qué hacer… El llanto, el evidente dolor de aquella mujer que, no se engañaba, amaba mucho más intensamente de lo que quería reconocerse, le partía fieramente el alma, transiéndosela de dolor ante el sufrir de ella… Quería ir tras la causa de sus más preciados anhelos personales, para abrazarla, estrecharla íntimamente entre sus brazos, besarla hasta que boca y labios le dolieran, secando así aquellas lágrimas de ella que a él  le rompían el corazón y consolarla hasta hacerla soltar su límpida, cantarina risa…

Pero también en su interior luchaba esa su vena más misticoide(4) que realmente mística, previniéndole contra Pepita Jiménez: Que si, posiblemente, no sea más que una coqueta ansiosa de jugar con él, con “lágrimas de cocodrilo” para ablandarle y hacerle caer; o una Eva rediviva, instrumento inocente del Maligno para apartarle de Dios y perderle, tal y como el Demonio usó a La Primera Mujer para perder a Adán, el Primer Hombre, y a la Humanidad entera…

Por fin Luis se levantó del sillón, pero no para dirigir sus pasos hacia la salida y abandonar así la casa, sino hacia aquella puerta por la que Pepita desapareciera y que, sin él saberlo, le introduciría en la mayor privacidad de la dueña de la casa

Pasó un rato; no excesivamente largo, pero tampoco propiamente corto, y Luis reapareció por la misma puerta por la que desapareciera, regresando a la sala que Pepita llamaba despacho. Con el terror de Judas tras su traición en el rostro y en la cabeza un follón de pensamientos de mil demonios. Se dirigió al mismo sillón que antes ocupara y se dejó derrumbar en él más que sentarse. Con los codos apoyados en los muslos y cada sien en su correspondiente mano, se quedó ensimismado, la vista fija en el suelo

Al punto, también surgió Pepita en la sala, pero tranquila, serena… Sin rastro del desquiciamiento con que en su momento abandonara la estancia… Casi feliz, se diría, aunque sin tampoco alharaca alguna… Sí; serena… O sosegada sería lo que más cuadraba a la impresión que desprendía… Y otro gran cambio, respecto a cómo abandonó la habitación, este de indumentaria, pues el vestido que antes luciera lo sustituía una finísima batita de seda, de esas que las mujeres suelen usar cuando en las mañanas se levantan y que también se les llama “salto de cama”… También los pies enfundados en chinelas de raso, a juego con la bata 

Se acercó donde Luis estaba y, ante él, se acuclilló

  • Te arrepientes, ¿verdad?... Te culpas por lo ocurrido, ¿no es así?... No te preocupes, cariño mío… No fue tu culpa… Mía tampoco… Te lo juro… Nada fue premeditado… Preparado para sorprenderte… Te lo juro, Luis, créeme… No… No me maldigas… Por Dios te lo ruego… Pasó… Porque, tal vez, tenía que pasar… Pero no te preocupes; arrepiéntete, haz penitencia… Confiésate… Dios te perdonará, seguro… Y vete, Luis… Vete pasado mañana… Y ordénate sacerdote, sin recordar que hoy, esta noche haya pasado nada entre tú y yo… Bórrame, por fin, de tu mente,,, Olvídame… Como si nunca hubiera yo entrado en tu vida… Como si jamás entraras tú en la mía… Pero, ¿sabes?, yo no me arrepiento… No creo deba arrepentirme de nada… En realidad, tú tampoco… En verdad, nada malo hemos hecho… Solo amarnos… Con nuestros cuerpos, sí, pero entre tú y yo sólo eso ha habido: Amor…

Luis no dijo nada; solo alargó su mano hasta el rostro de Pepita acariciando sus mejillas, su pelo… Luego se inclinó sobre ella y la besó, lleno de ternura, en la frente, los ojos, la mejilla primero; luego en los labios

  • No hagas eso Luis; en la boca no… Eso… Eso es sensual… Y un cura así no debe besar… Antes era distinto… Todavía no te dejaba ir… Todavía te quería sólo para mí; para mí y para nadie más… Ni tan siquiera para Dios…
  • Todos somos de Dios, Pepita… Hasta los esposos son también de Dios… De Dios y de su cónyuge… No son incompatibles ambas posesiones…

Luis se levantó y con él también Pepita se puso en pie

  • ¿Te vas ya?
  • Sí Pepita. He caído en que tengo que hacer algo urgente… Antes de mañana, quisiera…
  • Claro… Te marchas ya pasado mañana… Seguro que te quedan muchas cosas que ultimar y el tiempo es escaso…

Los dos iban ya andando hacia la puerta de salida del cuarto; uno junto al otro, pero sin tocarse. Luis se rió con ganas al escuchar a su acompañante; se detuvo y mientras con un brazo enlazaba por la cintura a la mujer, estrechándola contra sí bastante más que atrayéndosela, con la otra mano la volvía a acariciar el rostro, mejilla y labios, hasta que, un segundo después volvió a besar, suavemente, con infinitos cariño y ternura, los labios que su mano acariciaba. Al instante liberó de los suyos los labios de Pepita para decirle con el mismo amor y ternura con que la besara

  • No cariño; ya no hay ningún viaje que preparar… Si algún día salgo de este pueblo, no será solo, sino contigo… Con mi mujer… Pero debo decirle a mi padre que me caso con la mujer que, precisamente, también él ama… Y quiero que eso sea esta misma noche… Por eso ahora tengo prisa por llegar, para hacerlo antes de que él se acueste… ¿Sabes? Me pongo a temblar solo con pensar en decírselo…

Y Luis se echó a reír a carcajadas de sus propias palabras, aunque, a decir verdad, lo del “canguelo” tan gracieta y fantasía más bien que no era, sino verdad casi evangélica, pues… ¡Menudo era D. Pedro cuando le tocaban los “bemoles” Al propio tiempo, Pepita repuso

  • ¡Dime eso otra vez, Luis!
  • ¡El qué?
  • ¡Que te casarás conmigo!
  • Me casaré contigo Pepita… Es lo que más deseo en este mundo, porque te quiero con delirio… ¡Qué tonto que he sido, Dios mío!… ¡Qué rematadamente tonto que he sido, empecinándome en negarme esta dulce verdad!...

Pepita le echó los brazos al cuello, se estrechó contra él como lapa a la roca y le besó como sólo las mujeres más que enamoradas saben besar a su hombre

  • ¡Ya verás, mi amor, cuánto…cuantísimo que te voy a querer!… ¡Te haré feliz, Luis!... ¡Ya lo verás!... Seré para ti la mejor de las esposas…

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Cuando Luis salió del dormitorio de Pepita, lo hozo totalmente aterrado, creyéndose un Judas redivivo que acababa de vender, otra vez, a su maestro y por otras treinta monedas de plata. Pero luego, al oír las palabras de la joven viuda, en él se obró un cambio radical; fue como si hubiera estado ciego desde que nació y entonces, como por ensalmo, acabara de ver la luz del día… Lo primero que comprendió, claro como el agua, fue que estaba perdidamente enamorado de esa mujer, en la que quiso ver todas las maldades que la Biblia pone en las Hijas de Eva, personificadas en toda esa serie de féminas infames que en El Libro Sagrado pierden irremisiblemente al Hombre, desde la propia Eva, que tienta y pervierte a Adán, perdiéndolo a él y a la Humanidad entera… ¡Ahí es nada!... Lo segundo que vió diáfano como el día, fue que su misticismo; su pretendida vocación sacerdotal, no era más que una ilusión… Una deformación de la realidad provocada por las peculiares condiciones en que se desarrolló su infancia. Él, con siete años escasos, pues todavía no los había cumplido, salió de la casa de su padre para ir a criarse y educarse con su tío cura y deán, el hermano de su padre, y en su casa creció, rodeado de un ambiente en el que todo eran rezos, religión… Todo era Iglesia y Sacerdocio, en definitiva… Y en tal ambiente, ¿¿qué extraño podía tener que Luis, a sus catorce años ingresara en un seminario, plenamente convencido de su sincera vocación sacerdotal…

Pero hete aquí que un buen día conoce a Pepita Jiménez y en él se obra un cambio anímico de 180º que en aquella noche hace crisis cuando, sin engañosos ambages, acepta de pe a pa la realidad… Y resultó que aquello fue la mayor dicha que hasta entonces, y en su existencia, experimentara: El aceptar, al fin y de plano, que quería con toda su alma, todo su corazón, todo su ser, a Pepita Jiménez… Que ella era toda su razón de vida y vivir… Y sí; desde luego, la amaba con todo su ser, sin excluir de él lo más genuinamente masculino… Y es que, también al momento, vio que, intrínsecamente, nada malo había en ello… ¿Acaso no dice el Génesis que “Abandonará el hombre a su padre y a su madre para ir con su mujer y se unirán los dos en una sola carne”?... ¿Acaso no nos dice Jesús-Dios en Mat. 19.5-6, “Por esto, el hombre dejará padre y madre y se unirá a su mejer; y los dos serán una sola carne”?... Luego, qué otra cosa había pasado entre Pepa Jiménez y él aquella noche más que lo que dispone el Divino Mandato entre hombres y mujeres que se aman… Que se aman de verdad… De una vez por todas y hasta que la muerte les separe… Porque Dios no está en contra del amor Hombre-Mujer, sino absoluta…enteramente a favor(5)…

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Cuando Luis llegó finalmente a su casa, se encontró con que su padre, prácticamente, acababa de retirarse a sus aposentos a descansar hasta el siguiente día; él titubeó unos minutos hasta que, por fin, se dijo lo que Jesús dijera a Judas en la famosa Última Cena: “Lo que has de hacer, hazlo pronto”, con lo que, despendolado, se fue al dormitorio paterno, pidiendo venia para entrar; ya dentro, dijo a D. Pedro

  • Usted perdone, padre, pero es que tengo que decirle algo muy serio e importante
  • ¿Tanto que no puede esperar hasta mañana?... Es que iba ya a meterme en la cama, sabes hijo…
  • Lo sé padre, y por eso le pido perdón; pero es que es grave, importante lo que debo confesarle…

D. Pedro, digamos que resignado, se sentó en una de las dos butaquillas que el mobiliario de la estancia incluía, diciendo a continuación, mientras por señas le invitaba a tomar asiento en la otra

  •  Si de confesión se trata, mejor lo haces con D. Primitivo, nuestro iletrado pero buen párroco, pues mi absolución de poco ha de servirte, pero si de lo que se trata es de que hablemos de padre a hijo… O de hombre a hombre, pues mejor te sientas y desembuchas lo que sea…
  • Sí padre; es algo de hijo a padre… O, tal vez mejor, de hombre a hombre…
  • Siendo así, vamos, que te escucho
  • Es que, ¿sabe usted?... Es algo muy, muy grave… Muy, muy importante… Y me da vergüenza decírselo… Mucha, mucha vergüenza-…
  • Pues yo te diría que las cosas, cuanto más graves e importantes son, lo mejor es “soltarlas” de una vez, sin ambages ni rodeos… Luego, vamos hijo, desembucha… En corto y por derecho(6)…
  • Pues verás… ¡Estoy enamorado padre!...

D. Pedro estalló en una ruidosa carcajada

  • ¡Con que era eso!... ¡Que, por fin, has aceptado que quieres a Pepita Jiménez!... ¡Pues ya era hora, hijo!…  ¡Ya era hora!... ¡Que empezaba a pensar si no te tendría que abrir la cabeza de un estacazo para meterte raciocinio en ella!

Si a Luis acabara de aparecérsele un marciano, más sorprendido no estaría

  • De modo que usted sabía que yo… Que Pepita…
  • Pues sí hijo… Desde hace ya algún que otro mes estoy al corriente… Que tendré años, hijo, pero nada de tonto, y bien sé descifrar ciertas miraditas que los jóvenes enamorados suelen lanzarse, ellas a ellos, ellos a ellas… Y vosotros, hijo, erais de un apasionado en vuestras miraditas que cualquiera no caía en ellas… Pero no creas que soy yo silo quién está al cabo de la calle de vuestros amores, que de los que nos reunimos a jugar al tresillo en casa de Pepita, el bueno de D. Primitivo es el único ignorante del asunto… Tan inocente es ese buen cura…
  • Y… Y… ¿No le importa padre?... Yo creía que usted amaba a Pepita…
  • Hombre Luis; pues qué quieres que te diga… En un principio, sí que me escoció… Pero no creas que fue tanto… Enseguida me di cuenta de lo ridícula que era mi pretensión de pretender a Pepita, con cincuenta y cinco años yo y ella veinte… Que lo natural era eso, que fuerais vosotros quienes os quisierais… ¡Y bien que ahora me alegro de que Pepita vaya a ser mi nuera!… Mi hija en definitiva… Verás, hijo; yo, realmente, nunca he amado a Pepita… No como tú la amas… ¿Sabes?... En realidad, todo fue por tú emperrarte en ser cura… Así que, pensaba ¿qué pasará, el día de mañana, con cuanto tengo?... ¿Dónde iría a parar el esfuerzo de casi toda mi vida? El esfuerzo y dedicación, de sudores, no sólo míos, sino de mi padre, tu abuelo, y el padre de mi padre, y el padre del padre de mi padre… De generaciones de los “de Vargas” que nos precedieron… Así que pensé en volver a casarme a fin de engendrar nuevos hijos que me sucedieran al frente de lo mío cuando yo, finalmente, desapareciera… Y pensé que qué mejor madre para tales hijos que Pepita… Tampoco te negaré que, desde luego, guapa es, y ello también ayudó, y no poco, en la elección… Pero de ahí a amarla… A haberme, en verdad, enamorado de ella… Media un abismo, hijo; créeme, un abismo…

No se había cumplido el mes desde aquella famosa noche en que, por fin, a Luis “le cayó la venda de los ojos”, cuando llegó el día en que él, al pie del altar, esperaba a que Pepita Jiménez, bella como nunca, y rutilante  en aquél vestido que por su boda estrenaba, no blanco, de novia, pues viuda era y no estaba bien vestir el blanco de la pureza, de la doncellez cuando ya doncella en modo alguno se era, entrara en la iglesia del pueblo del brazo de D. Pedro, padrino de la boda entre sus dos hijos, pues Pepita, por finales, eso es lo único que fue para el padre de Luis, su más que querida hija, y la madre que empezó a alegrarle la vida, la vejez, diría él, menos de diez meses más tarde cuando Pepita trajo al mundo al primero de los ocho hijos que con el tiempo acabaría por dar a su marido

Y aquí, estimado lector, acaba la historia de esta mujer, Pepita Jiménez, que finalmente y por años y más años fue inmensamente feliz con su marido Luis de Vargas, del que supo hacer el hombre más dichoso del universo a lo largo de todos esos años, uno por uno, mes por mes, semana por semana y día por día… Aunque tampoco estaría de más añadir que, también, y especialísimamente, noche por noche, una tras otra y sin faltar un una… Hasta incluso cuando ambos fueron ya más venerables ancianitos que ninguna otra cosa… Hasta entonces, cuando en la noche, y no sólo en la noche, se unían en conyugal intimidad, ella decía, entre jadeos, a su maridito

  • ¡No pares amor; no pares de amarme, mi vida!... ¡Sigue…sigue amándome, amor mío, maridito mío!… ¡DUEÑO MÍO!...

 

FIN DEL RELATO

NOTAS L TEXTO

  1. Silla de tijera, con patas curvas y correones para apoyar espalda y brazos, que se coloca sobre el aparejo de las caballerías para montar cómodamente a mujeriegas.
  2. La “Telegonía” es un “Poema Troyano” atribuido a Eugamón de Cirene, del siglo VIº A.C, como continuación a “La Odisea” de Homero. La obra original se perdió y sólo conocemos el poema por resúmenes hechos, primero por Apolodoro, siglo IIº A.C. y Proclo, siglo Vº de nuestra Era.  Según tal poema, uno de hijos que Ulises engendró en Circe fue Telégono, que a los años de que Ulises regresara a Ítaca su madre, Circe, le envía en busca de su padre. En Ítaca, surge un malentendido que enfrenta a Telégono con su padre, tomándose ambos, recíprocamente por enemigos. Combaten y el hijo mata al padre.  Aclaradas las cosas, Telégono llora a su padre y se lleva su cadáver a su isla Eea, para con su madre enterrarle honradamente. Pero con él también parten Penélope, la viuda de Ulises y Telémaco, el hijo de Ulises y Penélope. En la isla de Eea, Circe hace inmortales a Penélope y Telémaco; posteriormente, Telégono toma por esposa a Penélope, la viuda de su padre Ulises, en tanto Circe desposa a Telémaco, ya que el joven, al parecer, era copia fiel de su padre Ulises
  3. El aperador era, digamos, un mayoral o encargado de que el trabajo en las fincas agrarias se hiciera como es debido. Antiguamente, dueños de importantes predios, solían despachar a fines del día con el aperador de sus fincas, poniéndose así al corriente del diario quehacer agrario
  4. “Misticoide” no aparece en el diccionario de la RAE, por lo que ningún diccionario lo recoge, pero es ampliamente usado en la literatura española, con el significado de misticismo que, realmente, no lo es; algo así, como sucedáneo del genuino misticismo.
  5. En alguna otra ocasión, en mis relatos, he incidido en este punto del Evangelio de Mateo, que me parece de una importancia capital  para entender muchas cosas respecto al matrimonio, el amor Hombre-Mujer en definitiva, con alguna incursión, incluso, en el tema “Divorcio”, un aspecto, en realidad, muy ligado al hecho amor Hombre-Mujer y el derecho que a todo ser humano asiste de amar, entregándose al tiempo que recibiéndolo en sí al ser querido. Los versículos 4 al 9 de Mateo, capítulo 19, son la respuesta de Jesús a una cuestión que unos fariseos le proponen: “¿Le es lícito al hombre divorciarse de su mejer?” a lo que Jesús, textual, responde: (19:4)”¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo? (19.5) y dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” Hasta aquí, Jesús dice lo dice ,al respecto, dice el Génesis, para continuar, ya por su cuenta y riesgo: (19.6) “Así que no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre.” Aquí, en esta frase que Jesús-Dios pronuncia por su cuenta y riesgo, ¿dónde se habla de ceremonia previa a la unión hombre-mujer, presidida por sacerdote alguno? Lo que claramente se desprende del pasaje evangélico es que lo importante es esa unión hombre-mujer presidida por el mutuo amor, entregándose pues, él a ella, ella a él, sin reservas, y para mantener esa unión de por vida, porque así los dos, voluntaria y libremente, lo desean. Lo siguiente que de este pasaje se desprende es que cuando tal unión por vez primera se hace efectiva, DIOS MISMO, actúa de oficiante, “Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” se dice textualmente. Pero es que el texto evangélico aquí no se acaba, sino que sigue: (19:7) (Los fariseos) le dijeron (le respondieron): “¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio, y repudiarla?” (19:8) “Él les dijo: Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así. (19:9) Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera.” Este pasaje aparece también en otros dos Evangelios, los de Marcos y Lucas diría, pero sin lo que Marcos dice en 19.7 a 19.9,es decir, obvian lo que los fariseos interponen a Jesús y lo que Jesús. de nuevo, les responde, con lo que el pasaje estos otros dos Evangelistas lo cierran con el contundente “Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre”, versiones a las que la Iglesia se remite, sin más, en el tema del Divorcio, pero, taxativamente, Jesús dice “salvo por causa de fornicación”. Es decir, que el propio Jesús-Dios, admite el divorcio “por causa de fornicación”. Yo he buscado en Internet lo que la Iglesia dice al respecto de esta excepción que en Mateo Jesús admite, y la conclusión a que he llegado es que la Iglesia, en verdad, nada dice: Se limita, en la práctica, a ignorar esta parte del pasaje que Mateo sí incluye. Lo que he encontrado, se refiere a querer interpretar las palabras de Jesús, emperejilándose los exégetas canónicos en negar que Jesús se refiriera, con ese “Por causa de fornicación” a lo que todos entendemos por tal término, la infidelidad conyugal tanto por parte de la mujer, como parece decir el Evangelio de Mateo, como por parte del marido, escudándose en no sé qué conceptos por entonces podía entenderse el término, con lo que, al final, sucede que los tales exégetas no aportan motivo alguno válido para que la Iglesia admita lo que, desde luego, Jesús el Cristo, de Quien los cristianos tomamos el nombre, sí admitió taxativamente. Pero es que a este respecto de Divorcio Canónico, que no nulidad conyugal por defecto o vicio de forma, también en Pablo vemos algo; exactamente, en su famosa Carta a los Corintios, archifamoso Capítulo 7. Veamos, también textual, lo que Pablo dice a los cristianos de Corinto: “12A los demás yo digo, no el Señor, que si algún hermano tiene una mujer que no es creyente, y ella consiente en vivir con él, no la abandone. 13 Y si una mujer tiene marido que no es creyente, y él consiente en vivir con ella, no lo abandone, 14 porque el marido no creyente es santificado por la mujer; y la mujer no creyente, por el marido15 Pero si el no creyente se separa, sepárese, pues no está el hermano o la hermana sujeto a servidumbre en semejante caso, sino que a vivir en paz nos llamó Dios.” A este respecto, también la Iglesia se sacó el llamado “Privilegio Paulino” que quiere fundamentarse en esta salvedad a la indisolubilidad del matrimonio que Pablo aduce pero que, en la práctica, más nada que poco resuelve, por lo tremendamente enrevesada y, sobre todo, restrictiva que en sí es. Es decir, que, me parece a mí al menos, que Dios-Jesús no exige al cristiano/a, abandonado/a por su cónyuge, irremisiblemente se sacrifique de por vida, condenado/condenada a vivir célibe hasta el fin de sus días…
  6. “En corto y por derecho” es un dicho taurino que se emplea para referirse a la forma en que debe entrarse a matar al toro, citando en corto, es decir, de cerca, y yéndose derecho detrás de la espada, con valor y sin “aliviarse”, sin hacer trampas “saliéndose” hacia un lado para evitar el viaje de las astas del toro… En el toro, se dice que a la espada hay que “empujarla” con el corazón, no con mano y muñeca…

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