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UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 1

en Erotismo y Amor

UNA CRUZ EN SIBERIA

Capítulo 1

 

A unos cientos de kilómetros al nordeste de Surgut, ciudad administrativa del distrito Khanty-Mansi, en el Oblast (1) de Tiumen, Siberia Occidental, se encontraba el campo de trabajo JaZ 451/1, (2) en medio de un territorio pantanoso y lacustre, infectado de mosquitos y donde la insalubridad pantanosa hacía estragos entre sus penados, enmarcado por los ríos Agan y Aikaiegan. Este campo era uno de los muchos que poblaban los trabajadores-esclavos empleados en la construcción de los grandes gasoductos que suministrarían gas siberiano a los países de Europa Occidental, empezando por la República Federal de Alemania. Una población reclusa que mezclaba prisioneros políticos famélicos, desnutridos, verdaderas piltrafas humanas, o, mejor dicho, piltrafas sub-humanas con delincuentes comunes: Asesinos, estafadores, violadores, ladrones a gran escala etc... Delincuentes comunes que, incluso, eran mejor tratados que los presos políticos, los “enemigos” del Estado y la Sociedad soviética; de todos los pueblos incursos en la URSS, desde la República Federal Socialista Soviética de Rusia hasta los pueblo de Mongolia y el Extremo Oriente Soviético. De este grupo de auténticos delincuentes invariablemente salían los “presos de confianza”, con régimen disciplinario más distendido y raciones de comida extra de vez en cuando, agradeciéndose así los servicios prestados por espías, soplones, capos y demás fauna edificante.   

A esta “Corte de los Milagros” se la empleaba en la construcción de uno de esos grandes gasoductos que, partiendo de Siberia Occidental y  cubriendo miles y miles de kilómetros a través de Los Urales y el sureste de Rusia, Ucrania o parte de Bielorrusia para entrar en la RFA por Polonia y Checoslovaquia y desde allí ser bifurcados hacia el resto de Europa Occidental

A este campo había llegado la doctora Larissa Davidovna Chakovskaia cuatro años antes como médico jefe trasladada desde una clínica antituberculosa de Perm, donde ejercía también como médico jefe.  El traslado más súbito no pudo ser: Un buen día llegó a la dirección de la clínica una orden de la central del KGB en Moscú, a propuesta de la jefatura de la Organización GULAG en Tiumen, que además incluía un mandato de movilización transitoria, por el tiempo que prestara servicio en el campo, que la hacía durante ese tiempo capitán médico de los Servicios Médicos de las tropas del KGB. Y qué remedio más que ponerse de inmediato en viaje, pues no ser diligente ante “invitaciones” tan cordiales… ¡Pues… “Eso”...!

Pero cundo llegó a esta especie de antesala del averno que era el campo JaZ 451/1, se encontró con un lujo por entero desconocido por aquellos tiempos en el “Paraíso de la Clase Trabajadora”: Un apartamento con tres buenas habitaciones, no las cajas de cerillas habituales en cualquier gran núcleo urbano, Moscú, Leningrado, Kiev, Járkov, etc. etc. etc, y, además, para ella solita: Saloncito de estar y dormitorio bastante espaciosos y una no tan espaciosa biblioteca incluso, con tocadiscos y radio, eso sí, algo anticuados, en el salón. Y todo ello, dentro del mismo hospital, de modo que no era necesario salir para nada del hospital, tanto al pasar consulta como para regresar a sus dependencias al finalizar la jornada del día.

La doctora Larissa Davidovna, a sus más de 30 añitos, era una mujer de  verdad exuberante y hermosa. Cabello negro, algo ondulado en las sienes y que ella gustaba lucir un poco corto, rostro ovalado de pómulos altos y acusados que evidenciaban su origen mitad asiático; ojos también negros, profundos, casi insondables, que aparecían repletos de misterios inexplicables ante sus interlocutores, que les hacían cohibirse un tanto. Labios diríase gordezuelos, pero de fino trazo que les hacían eminentemente sensuales. Los dos tercios de su cuerpo eran piernas, sólo eso, piernas. Esbeltas, delineadas, firmes y un tanto musculosas, rastro de los años dedicados al deporte de correr. En una palabra: Perfectas.

Y claro, lógico era suponerle unos muslos de escándalo, suposición que para algún que otro privilegiado no lo era, sino admirada realidad al poderlos apreciar en toda su maravillosa belleza en alguna de las contadas visitas que el personal más cualificado del campo había realizado a su apartamento, donde gustaba andar por entero “ligerita” de ropa, al amor de la calidez que allí solía reinar, pues Larissa Davidovna solía tener la calefacción bastante alta. Así, lo normal es que por sus dependencias privadas anduviere en sujetador y bragas, con apenas si una sucinta batita de cómodo raso por encima, que apenas la cubría hasta el mismo inicio de esos tan apetecibles muslos.

Tal sucedió al doctor Duhsban Kasbekovich Ovanessian un miércoles frío y oscuro, cuando a pesar de estar el ambiente sumido en obscuridad desde principios de la tarde, la distribución de las horas del día internacionalmente aceptada decía que era ese momento en que la tarde ya se rinde a la noche, pero ésta aún no acaba de adueñarse del entorno. Es decir, entre las 20 y las 21 horas del día, llamó brevemente con los nudillos a la puerta del apartamento de la bella doctora y entró en sus dominios sin esperar respuesta alguna a su llamada.  

El doctor Duhsban Kasbekovich era un armenio que más parecía un millonario francés del Midí que un cirujano soviético, pues vestía a la última moda parisina y todo su vestuario, desde los elegantes trajes hasta  la bata blanca de cirujano era confeccionada a medida en el taller de sastrería del campo JaZ 451/1, con delicados tejidos traídos especialmente para él del decadente occidente y según patrones de las más refinadas y decadentes revistas de moda de París, todo lo cual llegaba al médico a través de complicados circuitos más o menos “subterráneos”, pues tampoco era cosa de hacerse notar en los oficiales circuitos de abastecimiento al campo. Podría resultar sumamente peligroso en aquella URRS de Leonid Breznev.

Cuando Duhsban Kasbekovich penetró en el apartamento de Larissa Davidovna, ésta descansaba en la sala de estar escuchando el ballet de Tchaikovski “La Bella Durmiente” en el toca-discos, cuyo volumen atemperó al irrumpir el doctor ante ella. Como ropa, sólo la habitual bata, con sutiles sujetador y bragas debajo. Cuando tuvo ante sí al colega cirujano, Larissa se pasó una delgada manta por los desnudos muslos, más que nada por instinto, pues bien sabía que los gustos sexuales del doctor más se rendirían ante un rubio mocetón que ante tan exuberante hembra humana como ella era

  • ¡Gracias por esperar a que le autorizara la entrada, Duhsban Kasbekovich! ¿Ocurre algo especial o le ha atraído la música de Tchaikovski?
  • Un camión ha traído un muerto, querida Larissa. Al pobre le aplastó el cráneo una traviesa ferroviaria.
  • Un accidente, ¿no? (Repuso Larissa fríamente) Pues eso le compete a usted, querido Duhsban.
  • Sí, un accidente, claro está. Pero creo que este caso le va a interesar. El muerto es Piotr.

Nada en el semblante de la mujer desveló lo que por dentro de su ser pasaba cuando el médico-cirujano pronunció ese nombre. Por un momento su corazón casi dejó de latir para de inmediato dispararse. Y con la mayor frialdad inquirió

  • ¿Qué Piotr?
  • El poeta
  • ¿Cómo murió?
  • Una traviesa de ferrocarril se deslizó al descargarla y en su camino se cruzó, casualmente, la cabeza del pobre diablo.

El cirujano calló unos segundos, observando a la mujer casi que inquisitorialmente. Al cabo, con tono ciertamente irónico prosiguió

  • Era su paciente favorito, ¿No es así?
  • Era un pobre ser que nunca supo explicarse por qué la poesía lírica podía ser un peligro para el Estado. Se limitaba a escribir versos, incluso aquí. Me leyó uno de sus últimos poemas, “Nosotros, flores de pantano”
  • ¡Lo tiene bien claro, camarada! El mismo título denota derrotismo. Es lo malo de esos lunáticos. No pueden entender el daño que hacen a la sociedad. ¿Desea verle, camarada? Está aquí, en la sala de anatomía. Acabo de practicarle la autopsia.
  • Sí, pero luego. Váyase doctor Kasbekovich, tendré que vestirme.

Larissa Davidovna se vistió falda, blusa y botas altas militares marchando así a la sala de anatomía.

Allí encontró al doctor Duhsban Kasbekovich junto al cuerpo de Piotr. Le había recompuesto el cráneo y el fallecido parecía descansar dulcemente más que estar muerto, a no ser por los ojos aún abiertos, grandes ojos azules que se diría miraban fija e inexpresivamente al horizonte.

Larissa Davidovna se acercó al cadáver y le cerró los ojos. Luego se lavó las manos en una palangana con solución desinfectante y volvió a hablar

  • Se le enterrará mañana mismo, ¿verdad?
  • ¡Por supuesto! ¿Desea algo en especial? Tal vez… ¿Una cruz?
  • ¡Es usted un zoquete Duhsban Kasbekovich! ¡Piotr era ateo, me consta! ¡Y a usted creo que también! ¿A qué pues tamaña salida?

Larissa Davidovna se acabó de secar las manos y salió de la sala, dejando atrás al armenio, sin mirarle ni preocuparse más por  él ni un minuto más.

Volvió a sus dependencias y de nuevo quiso acomodarse en la sala de estar, pero estaba inquieta, preocupada. Se levantó del sofá donde se tendiera más que sentarse al llegar. De una tabaquera que descansaba en la mesita adyacente al sofá tomó un pitillo y se acercó al ventanal que se abría a la desierta explanada que se abría a las puertas del hospital. Encendió el cigarrillo, aspiró, lanzó la bocanada de humo al vacío y se sumió de nuevo en sus pensamientos. A lo lejos, vio acercarse al campo algunas de las brigadas de trabajo, las de leñadores y aserradores que volvían del cercano y tupido bosque.

¡Pobre Piotr! Ahora sólo cabía hacer una cosa por él: Rezar. También “ellos” rezarán esta noche, cuando conozcan su muerte. Se acurrucarán en su rincón del barracón, la cara vuelta a la pared para no ser vistos, no ser notada su oración. Y los más decididos, aunque con un sinfín de precauciones, hasta trazarán una invisible cruz en el aire, encomendando a Piotr al Altísimo. Luego se volverán hacia quienes les rodean, escudriñarán sus rostros para asegurarse de que nadie se haya dado cuenta de nada. E, intranquilos como siempre, tratarán de dormirse para en la mañana afrontar un nuevo día de infierno subhumano… Y… ¿Hasta cuándo?... Mejor ni pensar en ello, asumir la verdad, lo seguro: Allí están enterrados de por vida, nunca saldrán de ese averno. Cada día irán muriendo un poco, destruyéndose paso a paso, minuto a minuto, hora a hora… Y así, semanas, meses, años… Inacabables, desgranándose uno tras otro con desesperante lentitud. Hasta que la muerte física llegue con la liberación definitiva. La muerte física, la que acaba de aniquilar por completo el organismo y hace cesar el funcionamiento de órganos, vísceras y demás, pues la otra, la del espíritu, la de la sensibilidad, la del cerebro pensante incluso, la destrucción moral y casi psíquica del individuo hará ya tiempo que se produjo. La muerte que lleva al cuerpo a una fosa común en el cementerio de reclusos de turno, donde no hay lápidas, ni flores, ni tan siquiera un túmulo, pues tras el enterramiento, que no entierro, la tierra será aplanada hasta por tractores para que no quede ni rastro de que allí yace un hombre… o diez… o cien. ¡Qué más da! Por último, cuando en el casi clandestino cementerio no quepa un despojo humano más, pues eso eran los enterrados más que cadáveres de seres humanos, el lugar se sembrará con plantones de matojos, arbustos y árboles, pino o cedro siberiano, abedul, simples helechos… y la tierra será así devuelta a la Naturaleza, al bosque, a la taiga o la estepa. Y a explanar otro lugar donde se ubicará el cementerio de reclusos, siempre así renovado.

A la mañana siguiente Larissa Davidovna se dirigió al hospital a pasar la habitual consulta. Ya junto a la gran sala común  donde los pacientes esperan a ser atendidos, se cruzó con un recluso cuya chaquetilla gris le identificaba como enfermero auxiliar. Tan pronto el recluso vio a la doctora, se hizo a un lado, se cuadró militarmente y, al llegar a su lado la doctora, musitó muy bajo

  • Piotr ha muerto
  • Lo sé profesor. Un accidente
  • ¿De verdad fue un accidente?
  • Sí profesor. Un accidente de verdad
  • ¡Qué gran pérdida para todos nosotros!
  • Sí profesor, pero debemos mantenernos unidos y seguir el espíritu que él nos infundió, las enseñanzas que introdujo en nuestro corazón, pero también en nuestro cerebro. ¡No podemos defraudarle y mucho menos abandonarle y rendirnos!

Efectivamente, el canoso recluso había sido antaño profesor de Cibernética. Tras dar una serie de conferencias a nivel internacional, en diversos países de Europa y América, fue acusado de pasar secretos de Estado en esas conferencias a pesar de que, previamente, sometiera a su aprobación el texto de las conferencias. Se le impuso una condena de diez y ocho años

Entonces apareció por la puerta que desde la gran explanada abierta frente al hospital daba acceso al edificio sanitario, la ominosa figura de Nicolai Victorovich Yachiaiev, el comisario político del campo, un ser ante el que nadie en el campo, incluido el comandante jefe teniente coronel Rassul Suleimanocich, dejaba de temblar y sentirse inseguro. Yachiaiev era natural de la región de los Urales, en el oblast de Sverdlovsk, y se diría que su principal pasión era hacer daño a todo bicho viviente que con él se cruzara. No es que pareciera una serpiente venenosa, no. Es que personificaba la mismísima muerte: Tan pronto aparecía surgía, como por ensalmo, un frío glacial que helaba hasta el alma de cuantos estuviesen a su alrededor. Y si eran reclusos, al frío glacial se unía una especie de descomposición gastrointestinal fruto del más genuino miedo que se pueda experimentar, pues no era extraño que, por la más mínima nimiedad, el pobre diablo saliera con diez o quince días de yachtchik, es decir, cajón. Este ingénio consistía en un cubículo de tablones sin ventanas ni aireación ninguna. Dentro, un piso de tierra apisonada sin absolutamente nada donde poderse sentar, y unas medidas que impedían tanto tumbarse como estar erguido. (3) Y una perpetua obscuridad, combinada con un frío glacial en invierno o un calor achicharrante en verano: Sin puntos intermedios. 

Tan pronto el recluso vio acercarse al comisario, empezó a temblar ostensiblemente y la posición de firmes mantenida ante la doctora se acentuó hasta tensar al máximo sus músculos cuando Yachiaiev ya estaba junto a ellos

Al instante la doctora jefe le hizo un gesto autoritario, indicándole que se retirara, orden que con el mayor gusto del mundo el recluso obedeció inmediatamente. Dio un giro con aire militar y casi echo a correr corredor adelante como alma que lleva el diablo.

El comisario le siguió un momento con la vista, para después decir a la doctora.

  • ¿No es el profesor Polevoi de Cibernética?
  • Sí, camarada comisario.
  • Y, ¿Qué tal se porta?
  • Bien camarada, bien. Pero… ¿A qué se debe su presencia en mis dominios?
  • Pues, mi bella doctora, comunicarle que mañana, a las ocho, tendremos aquí, en esta misma sala, una velada de adoctrinamiento político, al que deberán asistir todos las enfermos, sin excepción alguna. Si tienen que venir con sus camas, sea así. Pero todos, todos aquí mañana a las ocho
  • Perfectamente, camarada Nicolai Victorovich Yachiaiev. ¿Algo más, camarada?
  • Nada más, mi querida doctora. Que tenga usted buen día.
  • Gracias, camarada comisario. Adiós
  • Adiós, mi bella doctora

El comisario Yachiaiev dio la vuelta y salió del hospital

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Una soleada mañana de principios de verano, un convoy con cinco camiones, con el frigorífico nº 11 cerrando la marcha con Víctor Yuvanovich Abukov al volante, salió del garaje del Centro de Abastecimientos y Transportes de Surgut y enfiló la ruta al almacén 1 en Novo Vostokiny, nombre oficial del campo JaZ 451/1, ocultándose así su naturaleza de campo disciplinario: Los penados usados como mano de obra esclava, en la URSS de los años 80, oficialmente no existían.

Víctor Yuvanovich Abukov llegó a Surgut dos días antes procedente de Tiumen, donde la Dirección Central del Gasoducto, Sección Transportes le había destinado a la Brigada III-Combinado Surgut Nordeste. A la sazón, la cámara frigorífica del camión estaba repleta de leche, margarina, carne, pollos, requesón y lechugas frescas con destino al almacén del campo.

Junto a Abukov viajaba Mustai Yemilianovich Mirmuchsin, un sujeto harto curioso con el que Víctor Yuvanovich trabara amistad en Tiumen. Uzbeko y como tal de fe musulmana, era corto de sesera pero listo como un ratón, con esa maña que desarrollan los individuos de mente obtusa pero muy zarandeados por la vida. Con fama de idiota congénito, Mustai se aprovechaba de eso para moverse por todas partes sin ser molestado ni controlado por nadie. Fabricante y vendedor de limonada durante los meses cálidos, que elaboraba con esencias recibidas de su tierra uzbeka y destilaba en el almacén del propio campo JaZ 451/1 junto a la cámara frigorífica, cuando los fríos se empezaban a adueñar del entorno, arruinando su negocio de bebidas frescas hasta el retorno de los días cálido, Mustai Yemilianovich se trocaba en camionero.

Anochecía cuando la caravana de camiones franqueaba el acceso al campo. El viaje había resultado bastante penoso, atravesando puentes de madera sobre una vía de tránsito que más que carretera era camino abierto a través de la taiga con suelo de tierra que más veces estaba embarrado que firme y polvoriento, pues la tierra pantanosa había sustituido el polvo por nubes de mosquitos que invadían las cabinas de conducción de los camiones, acosando sin piedad a los conductores. Al acercarse al campo JaZ 451/1 la caravana se topó con varias columnas de reclusos que, sudorosos, agotados y mugrientos, con las cabezas hasta hinchadas por las picaduras de mosquitos, reincidentes una vez y otra, regresaban al campo.

Al fin el convoy de suministros alcanzó la zona “noble” del campo: Comandancia y  cuarteles, almacén y cocinas, hospital, lavadero y talleres, amén de un sinfín de servicios más. Apartados de todo esto, los sucios barracones de los penados, rodeados de una empalizada donde se apostaban torres de vigilancia de trecho en trecho, dotadas de ametralladoras y reflectores. Al fin el camión frigorífico nº 11 se detuvo y aparcó junto al almacén y cerca de las cocinas, dominio de Nina Pavlovna Leonovna, la cocinera jefe

Pronto Abukov conoció al administrador del almacén, Casimir Korneievich Gribov, un granuja gordo, grasiento y por entero corrupto: Tan pronto fue presentado a Abukov por Mustai, con aire la mar de amistoso  hizo un aparte con el camionero

  •  Hermanito, pareces un hombre espabilado, luego creo que podremos hacer buenos negocios entre los dos.

Los negocios eran sencillos: Víctor Yuvanovich entregaría a Casimir Korneievich un albarán de entrega en el que las mercancías estarían, digamos, mermadas, y el granuja de Gribov le entregaría a Abukov el visto bueno a la recepción de las mercancías entregadas; las diferencias, un 10% más o menos, se repartirían entre los dos al 50% y ambos tan contentos. Lógicamente, Víctor Yuvanovich Abukov no tuvo inconveniente alguno en asentir a cuanto el venal administrador le proponía, con lo que los “negocios” empezarían de inmediato.

Como ya le predijera Mustai, el rollizo Gribov se empeñó en que tanto el mismo Mustai como Víctor Yuvanovich cenaran con él y con Nina Pavlovna, la no menos rolliza jefa de cocinas, además de compañera habitual de tálamo de Casimir Korneievich Gribov. Para la ocasión, y como también pronosticara antes el simple y feliz Mustai, Nina preparó una exquisita kotmis sazivi, es decir, pollos asados en salsa de nueces. Mustai le había ensalzado a Víctor Yuvanovich este plato por todo lo alto, pero cuando Abukov dio buena cuenta de lo que pusieron en su plato, pensó que su amigo uzbeco casi, casi, se quedó corto en sus alabanzas a lo cocinado por Nina Pavlovna. Totalmente agradecido a tan magnífica cocinera, Víctor Yuvanovich no pudo por menos que levantarse y dar un fuerte abrazo a la voluminosa hembra, que se desternillaba de risa ante el arrebato del apuesto y fornido camionero, cuyo atractivo masculino en absoluto pasó inadvertido a la apasionada mujer, de manera que, como aquel que dice, le manoseó a modo cuanto le pareció bien, mientras el hombre la mantenía casi en vilo, cosa que también hizo reír con ganas a su habitual compañero de cama, ese casi perfecto anfitrión, al menos por aquella noche, Casimir Korneievich Gribov.

En la sobremesa que siguió al ágape, Mustai cantó bellas baladas de su querido Uzbekistán natal y Casimir Korneievich sacó del almacén buenas botellas del mejor vodka que imaginarse pueda y se bebió en abundancia, tanto así que la calenturienta cocinera jefe volvió al asalto de Víctor Yuvanovich Abukov, pero esta vez con renovados ímpetus, por lo que si el camionero, aunque entre risas, no se defiende de ella fieramente, ¡Quién sabe a lo que las cosas hubieran podido llegar! ¡Como mínimo, a consumarse la más fiera violación nunca vista de un tan casto y gallardo mancebo!

A eso de las dos de la madrugada, el camarada administrador del almacén Gribov ya había rodado bajo la mesa más borracho que una cuba, en tanto Nina Pavlovna, olvidada por completo del apuesto camionero, roncaba a pleno pulmón atravesada sobre la misma mesa y Mustai, resoplando en un rincón trabajosamente, “A vómito estaba puesto”, como dice D. Francisco de Quevedo y Villegas en uno de sus memorables poemas.

Entonces Víctor Yuvanovich, casi que por entero despejado, abandonó el piso del almacén y salió al agradable frescor nocturno. Miró un momento a su alrededor: Los reflectores de las torres de vigilancia se concentraban en el polígono empalizado que reunía la mini ciudad de barracones que los reclusos habitaban, por lo que el resto del espacio del campo quedaba en la suave penumbra que la luz de la luna propiciaba. Algo más allá, desde la sala de máquinas, llegaba hasta él un sordo rumor de incesante golpeteo y rechinamiento de metales entre sí. Al fin, empezó a caminar lentamente hasta llegarse a la batería de vehículos del convoy que allí le había llevado, perfectamente alineados en el aparcamiento situado ante los cuarteles del batallón de vigilancia del campo, constituido por tropas del KGB. Se sentó entonces en un cajón que por allí estaba, adosado a una pared, y que Dios sabría quién lo dejaría en ese lugar. Aspiró el aire límpido de la agradable noche y, sacándoselo del bolsillo de la camisa que llevaba, encendió un “papyrossi” (cigarrillo ruso muy corriente). Al poco, cuando casi acababa el cigarrillo, un ligero repiqueteo de tacones acercándose por la derecha le llamó su atención, hasta hacerle desviar la mirada en esa dirección. Apenas acababa de hacerlo, cuando una figura femenina quedó plantada ante él, a todas luces sorprendida de verle allí. La mujer era hermosa, increíblemente bella le pareció. Melena corta y obscura, negra se diría, con un sencillo vestido de algodón en color beige con motas amarillas. Indudablemente, la mujer se sorprendió aún más que él cuando se topó con ese hombre, sentado en un cajón a tales horas y fumando tranquilamente un cigarrillo

  • ¿Qué hace usted aquí?

La voz de la mujer había sonado seca, cortante. El típico tono de voz de quienes están habituados a mandar

  • Pues ya ve, disfrutando de esta espléndida noche mientras fumo un cigarrillo.

Al tiempo que decía esto, Víctor Yuvanovich arrojó el cigarrillo, ya reducido a una insignificante colilla, al suelo.

  • ¿No tiene usted reloj?
  • Sí, pero… ¿A quién le importa el tiempo mientras disfruta de unos momentos de agradable tranquilidad? ¿Quizás a usted?
  • ¡No, claro! ¡Qué tontería!...

La respuesta o, mejor, la réplica del hombre, preguntándole de esa forma tan absurda, había descolocado por un momento a Larissa Davidovna, que en un segundo se rehízo, recuperando el talante autoritario en su voz

  •  ¿Quién es usted?
  • El conductor de ese camión (Repuso Víctor Yuvanovich, señalando al camión frigorífico nº 11) Y,… ¿Usted quién es, hermosa joven?
  • ¿No me conoce? ¿Es nuevo aquí?
  • Recién llegado, mi bellísima señorita. Hoy mismo he llegado de Surgut por vez primera.

La voz de Larissa Davidovna redobló su tono seco hasta hacerse francamente autoritario. La insolencia de aquel sujeto que, a lo que parecía, se mantenía tan tranquilo y sereno ante ella, la sublevaba, la humillaba casi

  • Soy la capitán médico jefe Larissa Davidovna Chacovskaia, y dirijo el hospital del campo.
  • ¡La doctora jefe, nada menos! Espero no necesitar nunca sus servicios, bella doctora.

Inopinadamente, el tono cortante de la doctora cesó y desapareció el tono autoritario de su voz

  • ¡Precisamente vengo de ver a un enfermo!… ¡Y debo marcharme ya!

Diciendo esto la doctora se marchó a paso muy vivo dejando sorprendido a Abukov: ¡En ese momento casi diría que la bella mujer se hubiera visto obligada a darle una explicación respecto a su presencia allí! No parecía sino que, de repente, se hubiera alarmado ante el hecho de que alguien la hubiera sorprendido allí, al fresco de la noche y fuera de sus dominios en el hospital. Para sus adentros se dijo: “Esta mujer de pronto sintió miedo ¿De qué? ¿Por qué?”

Seguidamente Víctor Yuvanovich también se puso a caminar, pero en la dirección desde la que viniera la doctora. Se internó hacia el área de talleres y aparcamientos, pero no vio nada especial por allí. No se podía explicar cómo la doctora pudo visitar por allí y a esas horas a un enfermo. ¿Dónde podía estar ese enfermo? Escudriñó de nuevo por allí, pero siguió sin ver nada. Por allí, desde luego, no vivía nadie, parecía todo desierto… Tan sólo se veía material por todas partes. Aún intrigado por tan peculiar conducta de la doctora, por fin se alejó del lugar

Pero el lugar no estaba tan desierto como Abukov creyera: Desde las ventanas oscurecidas de la carpintería, nueve pares de ojos le observaban desde que por allí apareció.

  • ¿Le conoce alguien?-Dijo uno de los nueve hombres-¿A qué grupo pertenece?
  • Debe ser nuevo profesor
  • Sea lo que sea, es un civil. Misha debe ocuparse de él. Como electricista que es, le será más fácil pues puede disponer de más movilidad por aquí dentro. Y Pavel deberá preguntar por él a Mustai: Ese ve, oye y olfatea todo, nada se le escapa.

Minutos más tarde estos hombres habían abandonado la carpintería por una puerta lateral. Reptando uno tras otro bajo un listón movible de la empalizada regresaron al interior de la mini ciudad de barracones, donde habitaban los reclusos. Junto a la empalizada esperaron a poder aprovechar el ángulo muerto de los reflectores, corriendo entonces como liebres en busca del barracón de cada uno.

Todos menos el profesor Polevoi, el que hasta cuatro años antes lo fuera de cibernética. Tras que todos sus compañeros abandonaran la carpintería él salió de la carpintería y se encaminó a la lavandería donde habitaba, pues el profesor era uno de esos presos denominados “aspirante a liberto”, reclusos ya no sometidos a vigilancia y facultados para moverse fuera del recinto interior. El, por las mañanas, trabajaba en el hospital como enfermero y por la tarde en la lavandería. Se le consideraba fiable, pues a los sesenta y seis años ya no se piensa en fugarse de la taiga siberiana.

Por su parte, Víctor Yuvanovich regresó al piso de Gribov en el almacén para dormir.

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Hasta una semana después Víctor Yuvanovich Abukov no volvió por la zona del campo 451/1. Además no lo hizo al campo en sí, sino a una parte del tendido del gasoducto, la que supervisaba el ingeniero jefe Vladimir Alexeievich Morosov, para suministrar al pequeño almacén de los obreros del tendido. Allí encontró una columna de reclusos en plena faena, abriendo ancha vía a los tubos que conducirían el gas a través de la taiga y los pantanos. Bajo un sol que derretía las ideas y rodeados de nubes de mosquitos que tornaban amarilla la bóveda celeste, aquellos seres infrahumanos levantaban diques en los pantanos, apuntalaban excavaciones donde se asentarían las pilastras de cemento que sostendrían las tuberías por donde fluiría el gas. Todo ello en el infernal suelo siberiano: En la superficie lodo, pero a ochenta-cien centímetros duro hielo perpetuo

Cuando Abukov llegó allí pudo ver cómo uno de aquellos capataces se ensañaba con un recluso caído en tierra. El recluso era un anciano de edad indefinible. Allí eso, la edad, era cosa relativa: Se podían tener cuarenta-cincuenta años y aparentar hasta 20-30 años más. En ese momento el pobre diablo del recluso, aún tendido en el suelo y como en un último esfuerzo para reunir las fuerzas suficientes, gritaba

  • ¡Mátame, liquídame ya! No me levantaré más! ¡Habéis hecho tantas cosas conmigo!… ¡Coge el azadón y párteme de una vez el cráneo! ¡Te lo agradeceré eternamente… 

El capataz miró largamente al caído a sus pies. Se rascó la cabeza como comprendiendo que ya ni los golpes podrían hacer que esa piltrafa sub humana volviera al trabajo, pues hasta para él no era ningún secreto que ya no podía enderezarse los huesos ni tampoco recuperarse en un segundo músculos por entero desollados. Miró también a Abukov  que acababa de llegar al grupo que con el tendido en el suelo formaba y, escupiendo sobre el pobre viejo tras largarle el último puntapié, se alejó de él diciendo a Víctor Yuvanovich al pasar por su lado

  • ¡Y pensar que esto alguna vez tuviera mando, que uno se haya tenido que cuadrar ante él! Estos generales, sin sus uniformes y medallas, son… ¡Una verdadera m…! ¡No merecen ni que se les escupa!

En diciendo esto siguió su camino sin volver la cabeza ni preocuparse lo más mínimo por aquel recluso ¡Por él, como si reventara!

Víctor Yuvanovich esperó a que el capataz estuviera lo suficientemente lejos para inclinarse sobre el caído. Este le miró con sus ojos hundidos, casi de moribundo.

  • ¿Qué haces ahí mirándome? ¿Acaso te divierte ver cómo muere una piltrafa humana?
  • Usted debe ser el general Fiodor Krachev. No me equivoco, ¿verdad?
  • ¿Me conoce usted?
  • Por las palabras del capataz deduje que era usted el general Krachev
  • Lo fui… Hace… ¡Milenios tal vez! O… ¡Quién sabe!... Ya no estoy seguro de nada… A veces, ni de quién o qué soy ya… 

Abukov cogió del suelo una especie de cajón o caja grande de cartón y alzando con una mano la cabeza del general Krachev se lo colocó bajo la nuca, con lo que la precaria comodidad de aquel pobre anciano mejoró algo. Pues Krachev era en verdad eso, un anciano, al que ya poco de vida le quedaría en cualquier caso. Abukov juraría que el viejo militar de ésta escaparía, pero en forma alguna esa vida podría alentar durante micho tiempo más. Y… ¿Por qué, oh Señor, tendría que morir así un hombre, esclavizado los postreros años de su vida? Sí, ya sé, en eso Tú no entras, es la maldad humana, la maldad del hombre al que Tú hiciste libre para tomar sus propias decisiones, buenas o malas, la culpable, la que ejecuta atrocidades como ésta y tantas otras, por su cuenta y riesgo…

Víctor Yuvanovich desechó los pensamientos que le asaltaron y preguntó al recluso

  • ¿Se le registra cuando vuelve al campo?
  • Raras, muy raras veces… Algún día tal vez haya un cacheo inesperado, pero eso es una excepción. Además, aún en tal caso, los guardias ponen poco interés: Les fastidia molestarse casi tanto como a nosotros esperar a poder descansar un poco… ¿Por qué?
  • Luego le traeré algunas latas de gulash y un par de cajas de mermelada para que las entre en el campo y las reparta entre sus compañeros.
  • ¡No! ¡De ninguna manera!
  • ¿Tiene usted miedo, general?
  • Mire, yo no me voy a dejar engañar por trampa tan burda. ¡Les conozco bien a los individuos como usted! Me larga el anzuelo y, si lo muerdo, al momento me restallará el látigo ¿Hasta qué punto me cree usted un cretino?
  • Pues hasta el punto de hacer peligrar su vida. Escuche general. Yo conduzco un camión frigorífico y pretendo venir, al menos, tres días por mes y entregarle cuánto pueda para que lo pase a los barracones de los reclusos.
  • ¡Usted está loco! (Los ojos del viejo general giraban en sus órbitas, dirigidos a todas partes, como si un inmediato peligro acechara por cualquier lugar… O por todos a la vez) Un auténtico demente ¡Sí señor!
  • Continúe aquí tumbado, general Krachev. Cierre los ojos, finja estar sin conocimiento. En media hora estaré aquí con lo que le he prometido. Entonces verá usted si puede confiar en mí. Y piense cómo pasar al campo cantidades mayores de alimentos, pues lo de hoy será una minucia, en adelante serán entregas bastante mayores y de más volumen. Hasta gallinas habrá en las entregas.

Tras decir esto el camionero se irguió y se alejó del caído general a paso bastante vivo. El anciano, por su parte, siguió el consejo recién recibido: Cerró los ojos y, para quien ahora le viera, de verdad que parecería desvanecido. Pero su mente no hacía más que cavilar. ¿No sería todo eso una argucia? ¿No sería una trampa para comprobar las posibilidades de burlar la vigilancia ejercida sobre la ciudad de barracas de los reclusos?

El general Krachev acababa de adormecerse al fin cuando Víctor Yuvanovich llegó a su lado antes de los treinta minutos que le dijera que tardaría en volver cuando se alejó. Se acabó de espabilar y tomó cuanto el conductor le traía: Las latas de “gulash”, las cajas de mermelada y una enorme y suculenta plancha de tocino de cerdo, muy fresco, salado.

  • Tenga general. También le he podido encontrar algo de tocino.

El general había abierto los ojos de par en par ante aquella lluvia de exquisiteces. Miró al hombre plantado ante él, y dudó. ¿Y si todo eso no fuera ninguna trampa? ¿Y si, después de tantas penurias, en su camino, en el camino de tantos cadáveres vivientes se hubiera cruzado un alma buena y compasiva? Pero Fiodor Krachev… ¿Desde cuándo hay ese tipo de seres allí? En esa antesala de los dominios de Satán eso es impensable. Pero…  Volvió a fijar la mirada en aquel sujeto, escudriñando ese rostro con la mayor intensidad del mundo. La mirada del hombre a Fiodor Krachev se le antojó franca: Esos ojos azules como el cielo aparecían limpios a sus propios ojos; además, hasta le pareció percibir un destello de… De… ¿De qué? Sí, lo juraría: ¡De cariño! O, tal vez, de piedad…

  • ¿Quién es usted?
  • Víctor Yuvanovich Abukov
  • ¡Eso sólo es un nombre!
  • Un nombre es suficiente, general. Confíe usted en mí.

Cuando finalizó la jornada, la columna de reclusos regresó al campo JaZ 451/1. Al general Fiodor Krachev lo transportaron en una manta, con lo que Abukov le entregara cubierto por una manta que pusieran sobre sus piernas, a las que las latas y cajas iban sujetas, atadas. Y así llegó hasta los barracones de los reclusos

Desde el día siguiente a aquel en que el general Krachev llegara al campo JaZ 451/1 con los preciados tesoros que Abukov le entregara, no parecía sino que un viento huracanado hubiera pasado por el campo. El personaje del momento era, desde luego, Víctor Yuvanovich Abukov. Su nombre corría incesante por todo el campo, de barracón en barracón, de taller en taller. Causaba tremenda admiración y encomia, pero a la vez, temores y sospechas sin fin. Nadie se podía explicar la rareza de sus actos: Todo cuanto entregara al general, en el mercado negro valía muchos, muchos rublos. Y… ¿Quién regalaría eso a unos míseros reclusos? Porque el general bien claro lo dijo: Abukov se lo había entregado no para él sólo, sino para ser repartido entre los reclusos. ¿Estaría loco ese hombre?

Pero… ¿Quiénes eran los que temían, los que sospechaban? En general, todos cuantos habían entrado en el secreto, penados políticos casi todos ellos, pues de los comunes mejor no fiarse, los “soplones” y verdadero espías abundaban entre ellos por lo que convenía ser precavidos.

Pero mucho más los que formaban el círculo Larissa Davidovna, profesor Polevoi, el general Krachev, el jurista Krivov, el cirujano Fomin, el físico Lubnovitz, el escritor Mirón Arikín y otros más. Ellos formaban la pequeña parroquia cristiana que el padre Piotr congregara dentro del campo, por lo que su riesgo era doble, pues al hecho de beneficiarse de las entregas de Abukov, se añadía su fe religiosa.

El desconcierto de los reclusos subió de tono cuando unos días más tarde volvió Abukov a suministrar al sector del tendido donde trabajaba el general y, de nuevo, hizo entrega a éste de un nuevo lote de exquisiteces alimenticias: Harina buena, no floreada; sémola y trigo, latas de pescado en conserva, mantequilla, tocino… ¡Hasta azúcar y bastantes tabletas de chocolate! ¡Aquello parecía Navidad!

Los días pasaban, las entregas se sucedían con regularidad de ocho a diez días, y la extrañeza crecía entre los integrantes de la comunidad cristiana, los más temerosos de las verdaderas intenciones del misterioso donante. Y es que no se le encontraba explicación a tan insólita actuación. Tanto el general primero como el escritor Ariquín después, cuando sustituyó al general en la recepción de las entregas, habían tratado de sonsacar a Abukov, saber quién o qué era, pero sin resultado alguno. Una cosa, desde luego, parecía estar clara: Abukov no era un espía ni un soplón. No podía ya caber duda de que ni el comandante del campo, Rassul, ni el comisario Yachiaiev sabían nada del asunto y evidente que Abukov tenía pruebas más que suficientes contra todos ellos, casi todos los penados “políticos” del campo. Luego el misterioso “donante” no había informado a ninguno de ellos de nada. Mustai adelantó una suposición que pudiera, tal vez, explicar aquello: Víctor Yuvanovich Abukov pudo haber sufrido muy de cerca aquel infierno en la persona de un ser muy querido, y sería esta una forma de honrar la memoria de tal ser… Sí, pudiera ser, pero… ¿Por qué elegir, precisamente, el campo JaZ 451/1 a tal efecto?

Entonces ocurrió la gran sorpresa: Cuando llegó el convoy de suministros, al volante del camión frigorífico nº 11 no venía Víctor Yuvanovich Abukov, sino un desconocido. Entonces los temores se dispararon: Si Abukov había desaparecido, ¿no era prueba irrefutable de que algo muy obscuro había detrás de él, lo más seguro el tétrico KGB?

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Víctor Yuvanovich Abukov había logrado un permiso de tres días, los que empleó en viajar hasta Tiumen en pos de un proyecto muy apreciado por él: Crear una compañía de teatro en el complejo Novo Vostokiny. En realidad, este centro penitenciario, Novo Vostokiny, no era sino un complejo de campos de trabajo, el JaZ 451, del que el 451/1 era el central, el más importante al ser el que albergaba a la mayoría de los penados destinados, como mano de obra esclava, al tendido del gasoducto. Aunque también otros campos del complejo albergaran otros miembros de esta masa de mano obrera esclavizada.

Pero la constitución de la compañía de teatro aficionado requería los oportunos permisos oficiales: En la Patria Internacional del Proletariado Universal, nada era posible sin el correspondiente permiso oficial, debidamente sellado y rubricado. Y eso es lo que llevó a Víctor Yuvanovich a Tiumen, obtener los necesarios permisos oficiales, permiso que, tras discutir del tema con el Comisionado de Cultura para el oblast de Tiumen por más de tres horas,  Víctor Yuvanovich consiguió, en forma de cuatro permisos para cuatro de los campos del complejo.

Satisfecho con los permisos en el bolsillo, aquella tarde la invirtió Abukov en visitar la ciudad de Tiumen, animado por una hermosa tarde de verano, cálida pero sin llegar a ser tórrida, que invitaba a pasear. En ese paseo no fueron los edificios, jardines y demás de la gran ciudad que era Tiumen lo que más efecto hizo en su sensibilidad, sino la propia vida que allí se observaba, la impronta de Siberia lo que más le fascinó. Siberia no era sólo tundra y taiga, estepa y desierto, ríos gigantescos y pantanos, lagos o lagunas y hielo. Es más que nada la abigarrada amalgama de etnias que se asienta al otro lado de los Urales. Y una vasta panorámica de futuro.

Caída ya la tarde compró unas lonchas de jamón cocido, algo de pan y una botella de buen vino de Crimea, pues por una vez se sintió espléndido consigo mismo. Con todo ello se dirigió al hogar-residencia del sindicato para dormir tras comerse lo comprado. Al día siguiente, uno antes de vencer su permiso, regresó a Surgut y a su camión frigorífico nº 11.

El siguiente jueves el convoy de aprovisionamiento, con Víctor Yuvanovich al volante del camión frigorífico nº 11, hizo su entrada en el campo JaZ 451/1 para aparcar ruidosamente ante el almacén de Casimir Korneievich Gribov, que le recibió con un abrazo casi de oso.

Esta vez la entrega al grupo de reclusos “políticos” fue más importante: carne fresca de vaca y cerdo, tocino, manteca y mantequilla, huevos, cuajada, chocolate, mermelada, platos preparados… ¡Y veinte pollos asados! ¡Un verdadero tesoro, energía suficiente para todo un mes! La totalidad de la parte que del “reparto” con Gribov le correspondiera y que tanto el general como el escritor Ariquín y varios más de los miembros de la comunidad cristiana lo atestiguaron, pues era todo cuanto quedó en el camión tras descargarse en el almacén tanto lo que nominalmente ingresaría en él como la parte de Gribov. Todo ello lo puso Abukov a disposición del general y sus compañeros, sin reservarse ni un ápice para sí mismo.

La controversia respecto al posible peligro que Víctor Yuvanovich Abukov representara seguía muy activa: Prácticamente con cada entrega de alimentos se avivaba aún más la polémica, pero en esta ocasión el general presentó un argumento a favor del crédito a Abukov impecable: Víctor Yuvanovich Abukov era indudable que había reunido suficiente información para perderlos a todos, en especial a los miembros del grupo cristiano, de los que precisamente se valía al introducir las entregas en el campo y cuya condición religiosa casi seguro que ya conocía. Luego, si efectivamente era agente del KGB, ¿A qué seguir llenándoles a ellos la barriga? Bastaría con que Yachiaiev les sometiera a un “hábil interrogatorio” para obtener cuanta información pudieran todavía necesitar: Toda cadena tiene algún punto débil que acaba por romperla. Otra cosa era explicar esa tan peculiar conducta, pero… ¿Por qué no podía ser cierta la explicación que propone Mustai? Y el por qué Abukov eligió, precisamente, al JaZ 451/1, ¿no podría ser casualidad?

Tras dejar su camión a disposición de los reclusos que transportarían las vituallas a los barracones, Víctor Yuvanovich Abukov fue al piso de Gribov a celebrar su regreso al campo. Para tal evento la cocinera jefe Nina Pavlovna preparó un excelente karamach chorowaz caucasiano (cerdo asado con jarabe de granada) y Gribov abrió una botella de buenísimo vodka.   

Hacia el anochecer, cuando ya los reclusos estaban tras la empalizada que rodeaba la mini ciudad de barracones, excepto unos pocos “aspirantes a libertos” como el profesor Polevoi, que esa noche estaría de servicio nocturno en el hospital pues había enfermos que necesitaban atención nocturna, Larissa Davidovna estaba en sus dependencias privadas tendida en su cama sobre un edredón de piel de lobo y cubierta por un mantón georgiano bordado en la seda más fina. En el tocadiscos sonaba Tchaikovski y en sus manos una revista que recientemente llegara de Tiumen. Entonces la sorprendió una tenue llamada en su puerta. Se enderezó sobre la cama hasta respaldarse contra la pared desnuda, ordenó el mantón que la cubría y permitió, con voz fuerte y clara, el paso al inoportuno visitante. Esperaba que fuera bien el comandante Rassim o el comisario Yachiaiev, pero la sorpresa fue que quien apareció ante ella fue el conductor Víctor Yuvanovich Abukov.

Este quedó inmóvil al entrar. A sus treinta y cinco años no pudo por menos que quedar absorto ante la soberana imagen que la doctora proyectaba. Aquella criatura, tendida sobre una piel de lobo, envuelta en seda reluciente y con una cinta de rojo terciopelo recogiendo su corta melena negra recién lavada, aparecía como la perfección de la belleza estética. El resplandor de la lámpara colocada en la mesita arrancaba un destello bronceado, mágico se diría, a sus salientes pómulos delatores de su mitad étnica asiática y la sutil seda del mantón georgiano delineaba perfectamente la belleza de las esbeltas piernas, la plana lisura del vientre y la perfecta redondez del tibio seno. Casi sobrecogido por tanta belleza, Abukov pensó. “Ella no pertenece a este campo, sino a esta tierra. A esta tierra siberiana, llena de encanto y de misterio”

Entonces le sacó de su ensimismamiento la voz de la mujer

  • ¿Le apremia algo Víctor Yuvanovich? ¿Qué le trae por aquí?
  • Dentro de un rato tendré una entrevista con el comandante del campo y dentro de poco puede que a Rassul Suleimanovich le dé un ataque de cólera o de risa. ¿Qué aconsejaría usted camarada Larissa Davidovna?
  • Pues la mejor terapia sería un buen puñetazo en plena cara, nunca falla. Pero existe el riesgo de que Rassul Suleimanovich le arree una soberbia patada en donde más le duela, y tengamos que habilitar una cama libre para usted. ¿Qué le lleva a verse con él?
  • Presentarle cuatro licencias que he traído de Tiumen

De inmediato a escuchar esto, el gesto de la bella mujer varió: La desconfianza volvió a aparecer en sus hermosos ojos oscuros y los labios se apretaron un poco

  • ¿Licencias?... Escuche…

Entonces Víctor Yuvanovich la interrumpió

  • ¡Tchaikovski!... ¡El Lago de los Cisnes!... ¿Sabe usted cantar, Larissa Davidovna?
  • Lo ignoro. En el ambiente en que vivo no se canta
  • Pienso que usted haría una excelente Tatiana en un Eugenio Oneguin. O una Ofelia perfecta en un Hamlet.
  • ¡Usted está loco, Víctor Yuvanovich! ¡Y ha bebido!
  • Creo que sí, camarada, puede ser. Yo no soy un héroe, Larissa Davidovna, pero creo que deberé serlo. (Abukov tomó el pomo de la puerta, disponiéndose a salir) No tengo nada más que decirle, camarada Chakovskaia
  • ¿Y ha venido a verme sólo para decirme eso?
  • De improviso sentí la necesidad de decir a alguien que yo sólo soy un ser humano. Un ser humano con infinito miedo. Ahora me siento mejor. Muchos esperan de mí el valor de un mártir, pero eso es tan difícil…
  • ¿Y por qué debe usted ir al martirio, Abukov?
  • ¡Bah!... ¡Olvídelo, por favor!... Sandeces de borracho… Adiós Larissa Davidovna…

Diciendo esto, Víctor Yuvanovich Abukov salió del piso y después del hospital.

Larissa Davidovna Chakovskaia por su parte quedó profundamente agitada cuando el hombre desapareció de su presencia. Y de inmediato salió en busca del profesor Polevoi.

  • ¡Él ha venido a verme y ahora marcha a ver a Rassul Suleimanovich! ¡Poe entero beodo y hablando como un loco! ¡Y de Tiumen se ha traído cuatro licencias!
  • Esperemos, hermanita, y recemos. ¡Es lo único que podemos hacer ya, pues estamos todos en sus manos!

El comandante del campo Rassul Suleimanovich Rassul recibió a Víctor Yuvanovich Abukov casi que a cajas destempladas, según era su generalizada forma de tratar a casi todo el mundo

  • ¿Qué te ocurre? ¿Qué demonios quieres de mí?
  • Me concedió usted esta entrevista, camarada comandante
  • ¿Yo te he concedido una entrevista?

Y Rassul Suleimanovich lanzó una estridente carcajada, aunque con inflexiones bastante peligrosas 

  • Camarada comandante, soy Víctor Yuvanovich Abukov y conduzco el camión frigorífico nº 11. Y se me ha encargado que funde aquí un teatro. Tengo cuatro licencias del camarada Comisario General de Cultura del oblast de Tiumen, Oficina Central para la Formación Política e Intelectual del oblast

Esta fue la cuarta vez que en su vida Rassul Suleimanovich Rassim quedó sin habla. Las otras tres fueron cuando nació su primer hijo que tuvo que entrar en la habitación esterilizada de los bebés con una máscara; cuando tuvo que estar cuadrado y con la boca cerrada al condecorarle un general y, la tercera, cuando sorprendió a su amante esposa encamada con el comandante jefe del sector. Claro, que si esa tercera vez él se quedó sin habla, el desventurado jefe de sector desde entonces anda por el mundo en silla de ruedas, pues Rassul Suleimanovich, sin decir palabra, le obligó a hacer vuelo sin motor al lanzarle por la ventana. De lo que a su señora esposa le sucediera, las crónicas de la época nada dicen. Pero parece ser que algo así como un camión debió pasarle por encima sobre aquellas fechas pues se dice que acudió al hospital con casi todos sus huesos hechos cisco.

Y es que si le hubieran dicho que toda la URSS acababa de desaparecer bajo las aguas del océano, la noticia no hubiera causado en Rassul Suleimanovich una impresión mucho mayor que lo que aquel conductor acababa de decirle.

Pero eso no fue lo peor de lo que aquella noche le quedaba por pasar al pobre comandante del campo, pues antes de que Rassul Suleimanovich se repusiera del trance en que las palabras de Abukov le sumieran, éste, sin el menor escrúpulo o misericordia hacia el transido Rassim, puso ante sus ojos la primera de las licencias con que contaba. Y a la vista de aquella cantidad de sellos oficiales, Rassul Suleimanovich empezó a sentir verdaderos temblores: No cabía duda, eso era un documento oficial. Sí, sin duda era eso, ¡TODO UN DOCUMENTO OFICIAL! ¡Y, parecían haber más! Efectivamente, Abukov fue desplegando ante los atónitos ojos de Rassim las restantes tres licencias. Eso ya fue demasiado para el acobardado cerebro de Rassul Suleimanovich Rassim. Porque, seamos francos, ¿A qué ruso no le tiemblan las canillas ante tal colección de sellos oficiales, esa lluvia de escritos oficiales, uno tras otro? ¿Qué ruso tiene el valor suficiente para no temblar en tales casos? Rassul Suleimanovich, indudablemente, no. Un escrito oficial siempre trae problemas, significa que una autoridad poderosa, cualquiera que sea, se está fijando en ti y eso, a la corta o a la larga, no es bueno. Aunque menos que en la URSS de Stalin, también en la del adorado y solícito camarada Brézhnev no era difícil pasar de guardián de reclusos a recluso en el mismo campo. ¡Y él tenía ante sí no uno, sino tres escritos oficiales! Luego la prudencia se imponía, y  Rassul Suleimanovich se aguantó las tremendas ganas de patear al cargante Víctor Yuvanovich y recobró el habla, aunque no tanto el ánimo, pues su voz sonó más bien sombría.

  •  Un teatro… ¿Qué tipo de teatro?
  • Uno de verdad, camarada comandante
  • ¿Sobre un escenario?
  • Naturalmente. Ya he pensado en el barracón donde el camarada comisario político da sus clases de doctrina marxista-leninista
  • ¿Con decorados, atrezo, actores y cantantes?
  • Indudablemente. Incluso me va por la cabeza formar una orquesta. Una orquesta mixta, que integre tanto a la banda militar como músicos sacados de entre los reclusos. Y si la idea da el resultado apetecido, en cuanto a la formación cultural de la población reclusa, pues a ellos les irá dirigida la idea principalmente, recibiremos vales para costear lo necesario para el mantenimiento del teatro y los elencos de actores, músicos, técnicos y demás. Que, además, deberán salir todos ellos, excepto los músicos militares, de entre los reclusos. Incluso pienso que llegue a ser itinerante, representando funciones en todos los campos del complejo Novo Vostokiny, el JaZ 451. En fin camarada, bastarán unas pocas líneas para que todo ello pueda ponerse en marcha.
  • ¿Quién? ¿Yo?... ¿Yo he de autorizarlo? ¿Yo he de autorizar tamaño dislate?
  • Simplemente formalizarlo. Sólo eso, una simple formalidad.
  • Telefonearé al camarada de Tiumen. Refrendar tal extravagancia requiere tiempo, reflexión. ¡Un teatro en mi campo! ¡Con una orquesta mixta! ¡Mis reclusos tocando instrumentos musicales, cantando a Wagner, interpretando a Gogol!
  • Y a Schiller, Shakespeare y bastantes más
  • Ya veremos. Hablaré con Tiumen. Pero quiero que me expliques algo Abukov. ¿Cómo es que un camionero se interesa tanto por el teatro? ¿Es acaso eso normal?
  • Muy sencillo camarada comandante. Además de camionero soy actor aficionado desde hace más de quince años y he interpretado y cantado en numerosos palacios de la Cultura. Me encantaría ser miembro del grupo teatral “Las Jóvenes Aguilas” que tan excelente labor en pro de la cultura y el progreso de Siberia están haciendo, cosa que en Moscú causa satisfacción y mucho interés por este tipo de iniciativas.

Con esto la entrevista concedida a Víctor Yuvanovich Abukov llegaba a su fin y el camionero-actor salió de la Comandancia.

La mención al interés de Moscú por este tipo de iniciativas culturales fue la puntilla para el iracundo Rassul Suleivanovich Rassim. Cierto que las licencias concedidas a Abukov a nada obligaban al comandante del campo, al que le dejaban en libertad para tomar la decisión que mejor le pareciera al respecto, pues lo único que se le pedía, se le recomendaba, era escuchar atentamente su propuesta. Así, el comandante hubiera podido deshacerse del conductor metido a actor y promotor de un teatro de aficionados, incluso a patadas si hubiera querido. Pero las “recomendaciones” y “sugerencias” de cualquier personaje mínimamente importante en aquella “Patria Mundial del Proletariado Internacional” no escuchadas, no pocas veces tenían consecuencias catastróficas, y eso el comandante Rassim lo sabía bien. Luego… ¡Mejor ser prudentes, camaradas!

Tras las obscuras ventanas de una sala del hospital, totalmente a oscuras, Larissa Davinovna y el profesor Polevoi habían observado a Víctor Yuvanovich Abukov cuando éste, tras dejar el hospital se dirigía a la Comandancia, y después, cuando Abukov abandonó la Comandancia, le siguieron observando. 

  • Ha estado mucho tiempo con Rassim y viene contento Larissanka (diminutivo de Larissa) Abukov es un peligro, siempre lo he dicho.
    • Me confesó que tenía miedo
    • Un subterfugio, seguro
    • No sonó a eso. Sus ojos…
    • No le mires como hombre hermanita, sino como enemigo. Sé que los ojos de una mujer, cuando miran a algunos hombres, se pueden engañar las más de las veces
    • Tonterías Fedia (Diminutivo de Fédor)
    • Larissanka tú eres joven, bella y ardiente
    • ¡Ya tengo treinta y dos años Fedia!
    • Una edad en la que la mujer es como un fulminante. No me intestes cegar con arena, hermanita, porque ya soy demasiado viejo. Si te gusta un hombre, no lo dudes, llévatelo a la cama. Cualquiera que haga palpitar ese corazoncito tuyo. Pero Abukov no. Con él, ciega, aniquila toda atracción, toda excitación. Puede ser un terrible peligro para todos nosotros.
    • Ves palomas donde sólo anidan cuervos. Sí, sí, no me mires así Fedia. No necesito que nadie me diga lo que debo hacer. ¡Soy ya lo bastante crecidita!

Larissa Davidovna se había puesto a la defensiva. Tras decir esto, se apartó de la ventana, se pasó ambas manos por el pelo y, tras despedirse del profesor Polevoi salió de la sala a oscuras. El anciano profesor-sí, anciano pues allí la ancianidad se adelanta en el tiempo tremendamente- siguió a Larissa unos minutos, tras los cuales volvió a centrar su atención en Víctor Yuvanovich, al tiempo que se decía a sí mismo en voz susurrante

  • Pero tú le quieres Larissanka. Estoy seguro. Y si, como creo, es de la KGB… ¡Menuda catástrofe que se cierne sobre nosotros! Nos podrían ejecutar incluso.

Cuando la doctora se encaminaba a sus dependencias y Víctor Yuvanovich al lugar en que Mustai Yemilianovich Mirmuchsin tenía instalado su laboratorio-fabrica de limonada, el espacio junto a la cámara frigorífica del almacén, donde tanto Mustai como él mismo dormían, empezó a sonar la alarma en una de las atalayas que vigilaban el recinto de barracones que la empalizada circundaba con estruendo ensordecedor y todos los reflectores se empezaron a encender hasta dar claridad casi diurna a todo el campo. Del barracón del retén del campo empezaron a salir soldados que corrían hacia el portalón de la empalizada que al momento había abierto la guardia exterior del recinto de reclusos, mientras parte de sus efectivos se precipitaba al interior del recinto al mando de su oficial y suboficial. Otros dos oficiales salidos también del retén empezaron a dar órdenes a los soldados salidos de ese barracón. En pocos minutos el estrépito de las alarmas empezó a enmudecer y los reflectores se empezaron a apagar, excepto los que iluminaban el interior del recinto de reclusos, que siguieron alumbrándolo. Por el portalón de la empalizada salieron cuatro soldados transportando una figura humana hacia el hospital. ¡Se acababa de descubrir un asesinato en el interior del recito ceñido por la empalizada. Este era un delincuente común, condenado por atracar tres camiones. Este había sido encontrado por la ronda interior del recinto tendido boca abajo sobre un montón de estiércol, asfixiado con un hueso de pollo que aún sobresalía de su garganta.

También Rassul Suleimanovich salió de la Comandancia y, abrochándose todavía el uniforme, corrió para la enfermería. Abukov le vio, dudó un momento, pero al final siguió al comandante del campo al hospital

Aquella fue una noche de insomnio e inquietud. La guardia en las atalayas se dobló y una compañía de refuerzo ocupó el recinto interior tras la empalizada, emplazando ametralladoras pesadas ante los barracones de los reclusos.

De esos barracones empezaron a salir masas de figuras humanas negras, silenciosas, que fueron formando cuadros por barracón en la extensa explanada central. Al frente de cada cuadro, el recluso responsable del correspondiente barracón, el “capo”, invariablemente un delincuente habitual, típica persona de confianza del Mando y Organización del campo. A continuación, tras de que cada “capo” diera su correspondiente parte: “Formación completa. Todos presentes”, seis u ocho soldados comprobaron que, efectivamente, no había quedado ningún “emboscado” en algún barracón, cual alguna vez antes sucediera. Esta vez, sólo un “emboscado” apareció: Un pobre diablo, “político” naturalmente, aquejado de un fuerte ataque de colitis que le mantenía casi continuamente en el “trono” del retrete, circunstancia que se daba en el momento de requerirse a todos los reclusos, sin excepción,           en la explanada. Al recibir la novedad el oficial comandante de la fuerza que ocupaba el recinto interior de reclusos, el sádico teniente Sotov, una serpiente venenosa peor aún que Rassim, ordenó

  • ¡Parte al camarada comandante! ¡Todos los reclusos presentes!

En la gran sala de espera del hospital, y prácticamente rodeando el cadáver del hombre muerto, se encontraban un más que furioso Rassul Suleimanovich rojo de ira, el cirujano Duhsban Kasbekovich, oliendo a kilómetros a perfume oriental y luciendo su camisa abierta y el ajustado pantalón como un petimetre, ambas prendas cortadas y confeccionadas en la sastrería del campo según patronajes a la última moda parisina. Miraba con profunda aversión el cadáver que centraba la general atención. Pese a su sangrienta especialidad médica, la cirugía, la visión de la sangre le horrorizaba, le descomponía, al punto de que era incapaz de entrar en la sala de cirugía sin el falso valor de ocho o diez copas de coñac. Por ello, confiarse en sus manos de cirujano, no pocas veces temblequeando, podía ser tremendamente arriesgado, mortal no pocas veces. También estaban allí la doctora Larissa Davidovna, con su bien cortado uniforme color verde botella, obra también de la sastrería del campo y todo ello cubierto por la profesional bata blanca; el comisario político Yachiaiev; el profesor Polevoi al fondo de la sala, con dos frascos de orina en las manos como si demandara la atención de la doctora para con un recluso enfermo la mar de peculiar. Por último, Víctor Yuvanovich Abukov, junto a la puerta pero cerca del muerto. El ánimo del camionero estaba profundamente agitado. “Yo les traigo la vida… y ellos matan”. Se sentía triste, abatido. ¿Desilusionado?... Tal vez…

El comandante del campo, teniente coronel Rassul Suleimanovich Rassim paseaba arriba y abajo junto al cuerpo muerto, mirándole a veces. Al fin se paró, miró fríamente a Larissa Davidovna y, con calma tensa, lanzó la pregunta señalando al muerto

  • ¿Qué es esto?

Larissa Davidovna se inclinó sobre el cadáver, le observó un momento y, con no menos frialdad que Rassim usara para preguntarle, irguiéndose contestó

  • Un hombre que quiso comerse un ave de un tirón y, evidentemente, no lo consiguió.
  • ¿Y eso es normal? –Rugió más que gritó Rassul Suleimanovich- ¡Esto ha sido un asesinato, camarada doctora jefe! ¡Certifique las causas de la muerte, de forma que sea evidente el asesinato!
  • Fácil, camarada comandante: Asfixia por haber obturado la tráquea un hueso
  • ¡Asesinato camarada, asesinato con un hueso de pollo!
  • Camarada Rassul Suleimanovich, como facultativo sólo puedo certificar las causas de la muerte. Las conclusiones solamente la autopsia podrá establecerlas. Y tal intervención le corresponde practicarla al camarada cirujano Duhsban Kasbekovich.
  • ¡Acaso soy ciego o me quiere usted tomar el pelo, camarada doctora jefe! ¡Es evidente que se debió emplear la fuerza, mucha fuerza para empujar a ese hueso

Entonces fue el comisario Yachiaiev el que intervino

  • Creo más importante despejar una incógnita: ¿De dónde procedía ese pollito? En la cena de hoy no había pollo. Y el hueso de pollo no está cocido, sino asado. ¿Cómo pudo asarse un pollo en el recinto de los reclusos?
  • ¡Eso es camarada comisario! –Intervino de nuevo Rassul Suleimanovich- El asesinado era un leal camarada que averiguó que algunos reclusos consumen cosas extra que entran en el recinto de reclusos por canales desconocidos y nos lo quería hacer saber. ¡Por eso le han matado!
  • Haré esa autopsia –Dijo entonces el cirujano Duhsban Kasbekovich- ¡Saquen de aquí ese cadáver. ¿Cuándo desea los resultados camarada comandante?
  • Tan pronto como su cerebro se lo permita.

Y el cirujano salió trotando hacia la sala de Anatomía, donde tenían lugar las autopsias. Allí, se colocó el delantal de goma, se calzó los chanclos y se dispuso a intervenir tras beberse a morro, directamente de la botella, un largo trago de coñac, seguido de otro y otro más.

Mientras, en la sala de espera del hospital seguía la borrascosa sesión. Y era Larissa Davidovna quien ahora hacía oír su voz tranquila pero bastante convincente

  • Camaradas, aquí se está dando, como absolutamente seguro que el, digamos, arma homicida es un hueso de pollo. Pero, ¿se puede determinar tal cosa en forma incontrovertible? ¿Hay aquí alguien que pueda, sin duda alguna, distinguir un hueso de pollo de gallina de otro de pollo ganso o de pato salvaje de, más o menos, el mismo tamaño? Yo no podría. Tampoco disponemos de laboratorio que, con toda certeza, dictamine de qué tipo de ave es realmente. Y esas aves se dan en los bosques y, sobre todo, en los pantanos y lagos del tendido. El muerto es Andrei Antonovich Poliakov, delincuente habitual de la región de Nóvgorod. Atracador por más señas. ¿No podría ser el crimen un simple ajuste de cuentas entre delincuentes? Piénselo, camarada Rassul Suleimanovich Rassim.

Las palabras de la doctora habían surtido en el comandante jefe del campo un considerable incremento de su terrible ira. ¡Odiaba fervientemente a esa maravilla de mujer que tenía la virtud de enfurecerle cada vez que la tenía delante! Bueno, la odiaba, más que nada por la forma que tenía de contradecirle, casi humillándole cada vez que chocaban tan pronto estaban uno frente al otro. ¡Con gusto la tumbaría al suelo, imponiéndole lascivamente su virilidad! ¡O la arrastraría por el pelo hasta su cuarto! ¡el de Rassul o el de la propia doctora, la desnudaría y la haría saber lo que era él, un hombre con el que jugar era peligroso¡ Porque Rassul Suleimanovich también deseaba fervientemente a esa mujer, que la primera vez que la tuvo delante le había casi destrozado los genitales del rodillazo que le dio cuando intentaba sobar sus deliciosos senos. Pero no se atrevía a hacerlo: Se rumoreaba mucho de cierto tío que la mujer poseía bien situado ante la cúpula del Partido. Con acceso incluso al mismísimo Kremlin.  

  • ¡Pero  aquí se ha cometido un asesinato, camarada Larissa Davidovna! –Rugió, no obstante, el violento y, también avieso, Rassul Suleimanovich- Y yo averiguaré quienes han sido los culpables. Todos los reclusos forman ahora mismo en la explanada del recinto interior. Y allí seguirán en tanto no se identifiquen a sí mismos lo asesinos!
  • Camarada comandante, hágalo y mañana, en lugar de una fuerza de cerca de dos efectivos útiles tendrá cerca de dos mil efectivos inutilizados para trabajar durante días, semanas tal vez. Y en Moscú tendrán puntual noticia del hecho. Y…¿Qué piensa usted que allí opinarán sobre el hecho de que el trabajo en el tendido se tenga que suspender durante días y días y todo ello por clarificar un crimen como los que a diario ocurren en toda la red de campos que la Organización GULAG tiene repartidos por todo el territorio de la URSS? Porque no le quepa duda que mañana saldrá hacia Moscú un completo informe de su deficiente mando en este campo.

La situación entre la doctora y el teniente coronel Rassim no podía estar ya más tensa. Y Yachaiev, el taimado y cruel comisario político, opinó que eso no era en absoluto conveniente. También él conocía el rumor del misterioso tío de la Chakovskaia. Había requerido informes de ello a los camaradas de Moscú sin obtener resultado alguno. Silencio fue lo único conseguido. Y, si la KGB de Moscú guardaba silencio respecto a eso… ¡Sus razones tendría!

Así, que lo mejor sería cortar enseguida esa controversia y que las aguas volvieran a sus cauces, al menos de momento.

  • Camarada comandante, tal vez lo mejor sea examinar la cuestión a fondo. ¿Qué le parecería si fuéramos al principio de todo, al recinto de los reclusos, para iniciar una investigación más concienzuda?

Y, efectivamente, Yachaiev sacó al enfurecido Rassul Suleimanovich del hospital, llevándoselo hacia donde indicara.

Con la marcha de Rassim y el comisario en el hospital quedaron solos la doctora Larissa Davidovna, Víctor Yuvanovich Abukov y el profesor Polevoi. Abukov dio unos pasos para cerrar la puerta y se volvió hacia la doctora

  • ¿Por qué ha hecho usted eso Larissa Davidovna? La hostilidad de Rassim le puede ser funesta
  • Le odio. Eso es todo; sencillamente, le odio. Y nada más
  • He oído hablar de cierto tío influyente en el Kremlin. Un padrecito, al parecer, muy poderoso. Ahí radica su seguridad, ¿no es así Larissa Davidovna?
  • ¡Se habla tanto por ahí!... ¿Por qué sigue usted aquí, Víctor Yuvanovich? Acaso precisa usted algún cuidado médico?

Entonces Abukov se volvió hacia la puerta y apoyó en ella su espalda firmemente, de manera que si alguien irrumpiera allí inopinadamente la puerta le detuviera lo suficiente para permitir percatarse de ello a tiempo quienes ocupaban entonces la sala de espera. Una buena medida de precaución, sin duda, si se deseaba que los que allí en esos momentos se hablara no llegara a oídos inoportunos. Entonces respondió a la doctora

  • Sí, Larissa Davidovna. Pero no necesito los frascos del profesor, desde luego.
  • Todavía no nos conocemos, camarada. –Dijo el profesor-
  • Sí, pero ya se me ha informado de usted. Sé quién es usted. Vamos a ver. Estamos solos ahora, ustedes dos y yo, queridos amigos. Nadie nos molestará. Afuera, en el infierno, se desencadenarán los demonios y sobrevendrá una terrible represión, de la que nadie podrá escapar…
  • -El profesor Polevoi le interrumpió- Si se considera con lógica, eso será obra suya, Abukov. Usted nos proporcionó esos víveres. ¿Le enorgullece ese triunfo, esa acción?
  • No profesor, no me envanece. Lamento en el alma lo que sucede. Yo sólo quise ayudar
  • Vamos a ver, Víctor Yuvanovich… ¿En qué mundo vive usted? De contrabando mete un trozo de cielo entre nosotros y podemos comer dos o tres pedazos de pollo, un huevo hervido, algo de chocolate… ¡El cielo para nosotros! Pero aquí, no ya el hambre, sino la más demencial hambruna, es lo normal y cotidiano. Y un recluso hambriento que no ha tenido acceso ni conocimiento del “milagro” lo descubre… ¡Y ese trozo de cielo que usted nos regaló se torna para nosotros en cruel amenaza! Y digo, Víctor Yuvanovich, ¿Qué habría hecho usted?... Pero, ¿para qué me molesto con usted? ¿Cómo puede entender quien siempre está saciado?... ¿Cómo un ser así puede comprender los sentimientos de seres para los que un poquito de harina y una pizca de azúcar son un banquete regio? Que, incluso podrían arrodillarse ante un huesecillos de pollo con algún girón de carne…
  • Uno sólo se arrodilla ante Dios. –Volviéndose Abukov hacia Larissa Davidovna- ¿Por qué protege usted a los reclusos?
  • ¿Es un interrogatorio, camarada?
  • ¡Sí!
  • ¡Ajá! ¡Ajá! –Interrumpió ahora el profesor Polevoi- ¡Ya salió! ¡Dé la alarma, camarada! ¡Genial trampa la suya! ¡Al fin nos tiene donde quería! Pero antes de que comiencen los verdaderos interrogatorios deseo aclarar que Larissa Davidovna nada sabía de todo esto, de los víveres y demás
  • ¡Ya! ¡Ella sólo sabe que el asesinado lo fue con un hueso de pollo que hasta insinúa que puede ser de cualquier ave silvestre del pantano!

Abukov miró alternativamente a las dos personas que ante él estaban, y encontró actitudes frías, temerosas, a la defensiva. Y unos rostros inexpresivos. Prosiguió

  • ¡Seamos sinceros entre nosotros de una vez por todas, amigos míos!
  • Sí, conozco la técnica. Así empezaron conmigo. Sea sincero con nosotros. ¡Y fui sincero! Mas… ¿De qué me sirvió? ¿Sobreviviré a diez y siete años aquí? Y… ¿Por qué no veinte? Y ahora nos dice usted: “Sed sinceros” ¿Para qué? ¿Para lograr una condena suplementaria? Abukov, yo ya estoy muerto, sólo me falta dejar de respirar. ¡Por favor, no se esfuerce, no se moleste más usted! Si aún aliento es porque esta gran patria soviética todavía necesita mis ínfimos esfuerzos laborales, si no, ya me habrían mandado hace tiempo al Valle de Josafat.
  • Excelente discurso, Fiodor Vladimovich. Perdonad si os puse otra cara, tenía que ver vuestra firmeza al defender la verdad. Hasta hace poco tuvísteis aquí un amigo, Piotr.
  • Qué bien informado está usted Víctor Yuvanovich –Dijo Larissa Davidovna mientras, apoyada en la pared, con la punta de la bota seguía una cancioncilla que sólo en su cerebro sonaba, y sin la menor entonación en la voz.-
  • Piotr era sacerdote, como también yo lo soy y he venido aquí para ocupar su lugar. Para hacerme cargo de vuestra comunidad huérfana. –Diciendo esto, Abukov se abrió la camisa casi hasta la cintura, mostrando ostensiblemente una pequeñita cruz de plata colgando del cuello- Tened confianza en mí. Creedme, yo no quise lo que hoy sucede.
  • ¡Sacerdote… Es un sacerdote!

Larissa Davidovna murmuró estas palabras casi en un susurro. Le costaba mucho trabajo relacionar ese término con Víctor Yuvanovich Abukov. Pese a la indecible alegría y alivio que sentía, también la atenazaba una tremenda amargura: Debía desechar y olvidar todo cuanto más deseaba, lo que más anhelaba su corazón: Amar a ese hombre que ahora sabía que era sacerdote, un hombre prohibido a sus anhelos y a los de cualquier otra mujer. Porque Larissa Davidovna se había enamorado perdidamente de Víctor Yuvanovich Abukov casi que tan pronto le conoció.

Pero ese amor era un amor maldito. Prácticamente lo fue desde el primer momento pues desde el primer día le venía haciendo daño: Hasta hoy, porque le atormentaba la idea de amar a quien podía resultar ser un mortal enemigo en cualquier momento, y desde hoy…

  • ¿Y… y te… quedarás? –Ahora había sido el profesor quien, anhelante y con los ojos muy abiertos, había preguntado-
  • Sí profesor, me quedaré con vosotros. Entre vosotros moriré y entre vosotros me enterrarán; bien vosotros mismos, bien quienes luego hereden vuestro sufrimiento. Para eso vine, para quedarme aquí permanentemente, en una decisión que no tiene vuelta atrás
  • Víctor Yuvanovich te… Te sientes agobiado por esta muerte, ¿verdad? Te responsabilizas de ella, ¿no es así?
  • Sí, me agobia y me siento responsable. Yo quería traeros un poco de vida y… y… ¡Os traje la muerte! Sin quererlo, sin pretenderlo, pero la parca se coló con las viandas que os proporcioné
  • Lo intuía. Intuía que tenías mucho que aprender de nosotros Víctor Yuvanovich. Padrecito, la Ley de Dios nunca será muy conciliable con las leyes que aquí imperan. Estas leyes imponen que cada día lo vivamos para poder sobrevivir al siguiente, para que el siguiente día podamos verle amanecer. Para eso es para lo que casi únicamente recemos, para que Dios nos conceda el nuevo día, la nueva semana, el nuevo mes y el nuevo año. Para que nos dé la suficiente energía para sobrevivir al tórrido verano y, después, al gélido y helador invierno. Y así un año y el siguiente, una década tras otra. Vivir, vivir, vivir es nuestro único objetivo. Tú todavía no sabes, querido padrecito, cómo el hombre se aferra a la vida cuando eso es lo único que ya le queda, cuando todo lo demás, familia, amor… ¡Todo, todo, lo ha perdido y para siempre, irremisiblemente! ¡Cuando tiene absoluta consciencia de que lo único que en esta vida le queda como propio es la vida misma, el poder respirar cada día, sentir cada día latir el corazón y, simplemente, funcionar sus vísceras para poder orinar, defecar, digerir lo que te puedas llevar a la boca, poco o poquísimo, incluso infecto si llega el caso. ¡Y hacemos lo que sea por lograrlo! ¡Lo que sea! ¡Sin dudarlo, sin titubear ni un segundo!
  • ¿Hasta asesinar?
  • ¡Sí! ¡Hasta asesinar! ¡Y sin que la conciencia atormente a nadie! Aquí y ahora no podemos pensar en cómo nos juzgará luego Dios, cuando nos llame para comparecer a Su supremo tribunal, pues sólo podemos pensar en sobrevivir. En todo caso, confiamos en Su infinita bondad y, en consecuencia, en Su infinita capacidad de comprender al ser humano, sus obligadas miserias y debilidades, hasta ese frenético deseo se sobrevivir al día a día de nuestra existencia infrahumana.

Abukov quedó en silencio al acabar el profesor su parlamento. ¡Cuánta verdad había en sus palabras! ¿De verdad allí, en ese mundo infernal, era posible seguir al pie de la letra los mandatos de Dios? ¿El “No Robarás”? ¿El “No Matarás? ¿Podía de verdad seguirse al pie de la letra, no sólo esos mandatos sino tantos y tantos más? ¿Ese “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado? Indudablemente que en el amor fraterno entre los integrantes de esa mínima parroquia que el padre Piotr allí fundara, el amor y solicitud mutua sería fundamental para que todos pudieran mantener ese vivir día a día, pero eso formaría parte más del propio instinto de conservación que del postrer mandamiento divino establecido en la última cena del Jesús Hombre en la tierra.

Entonces Víctor Yuvanovich Abukov recordó las palabras que el monseñor dirigiera al padre Estéfanus Olrik, el sacerdote jesuita que trabajaba en una oficina vaticana como traductor de ruso, poco antes de que Olrik desapareciera de los listados vaticanos, incluso de los de la orden jesuita para encarnarse en el obrero ruso Víctor Yuvanovich Abukov, cuando el monseñor advertía al padre Olrik sobre las situaciones tan peculiares que podrían cernirse sobre el obrero-sacerdote ruso: “Habrá ocasiones en que su propia conciencia deberá tomar determinaciones graves. Pero tenga siempre en cuenta que ante situaciones muy, muy excepcionales no valen dogmas, moral o tradiciones, por muy importantes que sean”

También el profesor Polevoi guardó silencio un momento tras acabar de hablar. Su mirada se dirigió a la, a todas luces, atormentada y al propio tiempo feliz Larissa Davidovna, entendiendo todo lo que en esos momentos sentía su alma feliz pero también atormentada. “Pobre hijita mía. Desde luego, esta vida es una cochinada: Por un momento presentiste los milagros que el amor podría hacer en ti, pero al instante tienes que renunciar a toda esa dicha que tu cuerpo, que todo tu ser anhela: El hombre que amas te está prohibido, es un sacerdote. Que Dios te ayude y, si es posible, escriba sobre líneas torcidas”. Entonces volvió a hablar

  • ¡Somos felices con tu llegada, padrecito Abukov. –En ese momento, Polevoi se arrodilló ante el sacerdote y, al instante, Larissa Davidovna le imitó- ¡Por favor, padrecito, danos tu bendición.

Entonces, emocionado hasta la saciedad, Víctor Yuvanovich Abukov trazó en el aire la señal de la cruz.

NOTAS AL TEXTO

  1. Oblast es una entidad territorial común en casi todos los países de índole eslava: Los que anteriormente integraron la URSS, a excepción de los estados bálticos que, desde su independencia, adoptaron las típicas nomenclaturas occidentales y Bulgaria. En líneas generales podríamos asemejarlas a lo que entre nosotros representan las regiones. Cada Oblast, a su vez se divide en Distritos, que vienen a ser como provincias integradas en la región u Oblast. Por encima de esta entidad territorial, están las Repúblicas autónomas y los Territorios autónomos. En la antigua URSS, a efectos administrativos y territoriales, las Repúblicas Federadas Socialistas Soviéticas disponían de plena autonomía respecto a la Unión, por lo que cada una administraba sus Repúblicas y Territorios autónomas/os, así como sus Oblast, a su mejor conveniencia, sin intromisiones del Gobierno Central Soviético, pero por entero sometidas a sus preceptos políticos.
  2. JaZ era el acrónimo ruso de “Colonias de Reeducación”. Los regímenes totalitarios han tenido desde siempre muchas semejanzas, por más que su ideario político-social fuera dispar y encontrado. Así, era muy común la terminología engañosa que en absoluto correspondía a la triste y trágica verdad que ocultaba. Por ejemplo, en el frontis de los portalones de acceso a los tétricos campos de exterminio nazis, campeaba la siguiente inscripción, en alemán, claro: “El trabajo os hará libres”. Una burla en extremo macabra, como la nomenclatura oficial de los campos del GULAG soviético.

 

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