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UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 3

en Erotismo y Amor

UNA CRUZ EN SIBERIA

CAPITULO 3

 

A las cinco de la mañana del día que siguió al “Díes Horríbilis”, los reclusos no formaron en su explanada por ser el segundo de la tregua a las brigadas de trabajo que Rassim y Morosov acordaran, pero sí salió por los portones principales del campo JaZ 451/1 el convoy de suministros, con el camión frigorífico nº 11 de Abukov a la cola, cual era la inveterada costumbre.

Cuando el convoy por fin llegó a Surgut y Víctor Yuvanovich se presentó al camarada jefe de Transportes, éste le notificó una novedad: El próximo viaje que hiciera no sería al complejo de campos de Novo Vostokiny, sino que se dirigía a una nueva ruta, nunca antes hecha por él: El campo de mujeres. Sí, ese del que se servían los oficiales del campo JaZ 451/1 para alegrarse los momentos de ocio de una a dos veces por semana. Cuando el camarada jefe de Transportes de Surgut dio la noticia a Abukov lo hizo con un gesto de verdadera lástima hacia el transportista:

  • De verdad Víctor Yuvanovich, querido camarada, pero no es posible: Antes o después todos los camaradas conductores tienen que hacer esta ruta, al menos una vez. Desde luego es algo infernal. ¡Guárdese de esas hembras feroces, camarada! ¡Figúrese, dos mil hembras permanentemente hambrientas de falo! Tan pronto vea a tres de esas hembras juntas, huya usted de ellas como si una legión de los más infames demonios le persiguiera: ¡Ellas son peores, si le atrapan entre tres al menos! El pobre camarada Valerian Petrovich Utiachvili, cuando se le habla de ir allí responde: “¡Por favor, camarada jefe de Transportes, ahórqueme si quiere, pero a ese infierno no vuelvo!” Y es que el pobre, en el primer viaje que allí hizo, cándidamente se le ocurrió pasar por la lavandería, con decenas de hembras dentro. Al instante le acogotaron entre no sé cuantas y a viva fuerza le llevaron en volandas al cuarto de la ropa sucia; Allí le desnudaron al pobre y… Sólo decirle que cuando tres horas después fue rescatado, estaba en tal estado que los camaradas médicos de Surgut por un pelo no le amputaron el pene. ¡Imagínese cómo se lo dejaron esas hembras diabólicas! Yo lo vi cuando le trajeron: ¡Una enorme berenjena, tumefacta, despellejada y supurante!

Saliendo de Surgut por la ruta que, hacia el nordeste, lleva a la frontera de la tundra, se encuentra una carretera, a la derecha de la ruta, que se interna en el tupido bosque que viene contorneando la ruta, y  atraviesa el bosque. El firme de la carretera, más bien estrecha, pura tierra apisonada sobre un lecho de cantos y piedras para darle una mínima consistencia. Una inmensa polvareda en verano y un lodazal poco menos que infranqueable en invierno. Vamos, nada diferente a lo que eran las carreteras que a través de bosques, taiga y pantanos conducían a los distintos complejos de campos de prisioneros; los campos de trabajo y reeducación que, eufemísticamente, denominaba la nomenclatura oficial del GULAG.

Por esta carretera circulaba el convoy de aprovisionamiento, esta vez constituido por diez vehículos: Nueve grandes camiones y el camión frigorífico nº 11 de Abukov cerrando la marcha, como de costumbre. Todos ellos cargados hasta los topes, pues, al parecer, la oficina del campo había solicitado ayuda urgente pues sus almacenes estaban exhaustos, prácticamente vacíos después de más de mes y medio de no ser renovados. Cuando esta desolada carretera más parecía no conducir a ninguna parte, ante el convoy apareció, como por arte de magia, una extensa zona talada sobre la cual se había edificado una ciudad de tamaño poco menos que medio. Decenas de edificios levantados, diríase, que en medio de la nada. Esta ciudad contaba con prácticamente todos los servicios necesarios, pues, aparte de los imprescindibles de la Comandancia, Administración, Comisaría Política, hospital, lavaderos, cocinas, almacenes y demás, también había un verdadero alcantarillado que vertía en uno de los innumerables ríos o lagos de la región, instalación hidráulica que traía agua de esos mismos ríos o lagos, generador propio de energía eléctrica y un sistema bastante eficiente de calefacción asistido por el abundante petróleo que la región produce. Incluso, aparte de jardines con flores que adornaban las calles y plazas de la ciudad carcelaria, dándole toques de verdadera ciudad habitada por gentes normales, no por reclusos, el campo también disponía de huertos donde se cultivaban y crecían verduras diversas: Coles, espinacas, cebollas, coliflores Todo un verdadero milagro.

En este viaje Abukov llevaba un ayudante nuevo que apenas si conocía de antes, un uzbeko que ya había estado tres veces en el campo y todavía parecía ileso. El secreto del uzbeko era sustraerse, prudentemente, a los grupos de dos o más mujeres, de las que huía despavorido, pero ingeniárselas para atrapar cada día que allí pernoctaba a una hermosa gatita que le hacía agradable la noche. Seguía al pie de la letra la famosa máxima española: “Dos son compañía, tres multitud” Y así, de una en una, la cosa resultaba sumamente agradable, según le aconsejaba a Abukov que hiciera mientras estuvieran allí.

Cuando el convoy, tras parar al medio día para comer y permitirse un corto descanso los conductores, penetró en el campo se dirigió a la gran plaza central, donde se hallaban los edificios de la Comandancia y la Administración, aparcando allí los diez camiones.

Al momento éstos se vieron rodeados por una enorme nube de féminas que hasta intentaban subirse a las cabinas de los vehículos, con aviesas intenciones de apoderarse de los conductores y ayudantes al momento. Y el camión frigorífico nº 11 no fue ninguna excepción. Mujeres y mujeres rodearon el vehículo. El ayudante uzbeko le decía mientras miraba el enjambre de hembras puestas en pie de guerra a la caza de un macho

  • Cuidado, Víctor Yuvanovich, mucho cuidado al apearte. Esas al instante te atrapan por las piernas y ya estás perdido. Son fulminantes como la lengua de un camaleón con una mosca.
  • ¡Yo de aquí no me bajo! No, mientras no aparezca la vigilancia del campo y garantice un poco de seguridad para nosotros, los pobrecitos hombres.

En aquellos momentos Abukov se sentía como un indefenso corderillo rodeado de una manada de feroces lobos. Y es que las  mujeres que rodeaban su camión frigorífico más parecían fieras, sinuosos felinos acechando a su víctima, él mismo, a la espera de que abandonara su abrigo protector, el asiento ante el volante, bajar a tierra, para lanzarse sobre él. Además su manifiesta desvergüenza le tenía anonadado: Le hacían señas de lo más obsceno que se coreaban por todas ellas con ruidosas carcajadas; golpeaban la carrocería y los cristales de las ventanillas del camión, gritando palabras que no entendía, pero indudablemente adivinaba su significado. Hasta había algunas cuya desvergüenza llegaba al extremo de bajarse pantalones y bragas, ostentando ante él sus desnudos pubis. Incluso alguna llegaba más lejos en su promiscuidad, al meterse “allí” el dedito, haciendo evidentes gestos de placer obsceno. Otras se desprendían de las prendas superiores dejando a la vista sus senos agitándolos ante él furiosamente. Y todas, todas ellas, rubricando estas sinvergonzonerías con carcajadas y silbidos generalizados. Abukov llegó a sobrecogerse ante tamaño espectáculo. ¿Cómo es posible, Señor, que el ser humano pueda llegar a tal estado de degradación personal? se preguntaba.

Por fin apareció allí un piquete de diez o doce soldados al mando de un sargento que, látigos en ristre, cargó a latigazos sobre la multitud femenina, que al instante salió corriendo despavorida ante la “caricia” de los látigos, pero se paró tan pronto se puso a salvo de las “caricias”, entre agudos chillidos e insultos a los soldados, los más tibios de los cuales fueron “Hijos de Puta”, “Cabrones Blenorrágicos”, aunque éste último insulto también tuvo la variante de “Cabrones Sifilíticos”.

Pero la patrulla de soldados logró formar una barrera ante los camiones que permitió a conductores y ayudantes bajar de sus vehículos

Entonces salió de la Comandancia el comandante jefe del campo, coronel Belgemir Valentinovich Kabulbekov, un kazako pequeño, casi frágil, de piernas arqueadas, típicas de inveterado jinete

  • Yo nací sobre un caballo. -Solía decir- Mi madre desmontó un momento para tenerme y, tan pronto vine al mundo, me envolvió en pañales y volvió a encaramarse a su montura, espoleando para alcanzar en minutos a mi padre, su marido, que ni siquiera se había dado cuenta de que su mujer estaba de parto. ¡Así somos los kazakos!

Se fue directo hasta Víctor Yuvanovich diciendo al llegar frente a él

  • Veo que es nuevo. Y conduciendo el camión frigorífico… ¡Menuda distinción! Debe estar usted, camarada…
  • Víctor Yuvanovich Abukov, camarada coronel
  • Bien. Como decía. Debe estar usted muy bien considerado por el camarada jefe de Transportes de Surgut. Y bien… ¿Nos trae usted muchas cosas buenas?
  • Todo cuanto pueda soñarse en Moscú o Nóvgorod.
  • Eso está muy bien. Y muy justo, sí señor. Vivir en una gran ciudad es fácil, pero aquí, en Siberia es casi un martirio. ¡Y eso bien merece una recompensa de vez en cuando! ¿No lo ve usted así, querido camarada Víctor Yuvanovich Abukov?
  • ¡Indudablemente, querido camarada coronel! ¿Cómo podría aguantarse si no la vida aquí sin una alegría especial de vez en cuando?
  • ¡Perfecto, camarada Víctor Yuvanovich Abukov! ¿Sabe? Me cae usted altamente simpático. Creo que nos llevaremos bien usted y yo. Hasta llegaremos a ser amigos.

Seguidamente el camarada coronel dejó vagar la mirada a través de los restantes nueve camiones del convoy, lanzó un general y displicente “¿Todo bien?” a los demás conductores y, dando un rápido y cortés saludo militar, llevándose un momento la mano derecha a la visera de la gorra que le cubría la cabeza, giró sobre sus talones y regresó a la Comandancia con el mismo paso, firme y rápido, con que se llegó al convoy aparcado.

Víctor Yuvanovich había captado perfectamente el velado mensaje que el coronel le enviara: Deseaba satisfacerse con un opíparo asado. Intuía que de cerdo, pero también podría ser de vacuno. Y, dispuesto como estaba a contentarle, le ofrecería dos buenos trozos, uno de cerdo y el otro de vacuno, lo suficientemente grandes para que dieran de sí para un par de asados cada uno al menos.

También del Almacén General había salido, al tiempo que el coronel Kabulbekov lo hiciera de la Comandancia, la persona que ejercía el control de ese almacén, una antigua reclusa que, tras acabar su condena, se negó a salir del campo, dirigiéndose así al coronel comandante del campo

  • Se me ha indultado y ahora soy una persona libre, una ciudadana soviética de pleno derecho. Pero me he habituado a esto. Tras catorce años de estar aquí, este es mi único hogar y no me quiero marchar. Luego ruego al camarada comandante se me dé aquí un puesto de trabajo.

Aunque parezca extraño, esto sucedía con más frecuencia de lo que podría imaginarse. No con los “políticos”, que para ellos un campo del GULAG nunca podría ser un hogar, pues, indefectiblemente, eran reclusos “muy recomendados”, y su vida en el GULAG, por lo general, era absolutamente insufrible, pero entre los “comunes”, cuya vida podía a veces llegar a ser plácida incluso, esto no era tan inusual, de modo que no pocos de ellos acababan siendo funcionarios del sistema penitenciario. En cuyo caso… ¡Pobre del recluso que cayera en sus manos! Y aún más si era “político”.

Y si esto podía hasta llegar a ser normal en general entre las “islas” del GULAG soviético, con más motivo podía serlo en el campo que Kabulbekov gobernaba, mucho más probable que en ningún otro campo, pues el coronel era un comandante de campo muy singular: Su extrema rareza llegaba hasta a considerar no sólo un número insignificante a cada recluso, sino que los/as consideraba como normales seres humanos, cosa verdaderamente increíble en el mundo del GULAG.

En fin, que el camarada comandante, corone Belgemir Valentinovich Kabulbekov de inmediato la hizo adjunta al entonces jefe del Almacén General, cargo en el cual fue confirmada seis o siete meses después por la Dirección del GULAG en la ciudad de Perm, de la que los campos que esa organización del Ministerio del Interior soviético mantenía en el Oblast de Tiumen dependían. Dos años después, el entonces jefe del Almacén, y administrador general de la economía del campo, un tal Vasili Dimitrovich Martinov, falleció de un cáncer de pulmón galopante, y la Gasmatova pasó a ser, oficialmente, la nueva administradora general del campo, para desespero de sus ex compañeras, pues ahora, libre de la moderación que el bueno de Martinov le imponía, administraba la carne en las raciones de las reclusas hasta niveles increíbles. Más de una vez, cuando junto a la jefa de cocinas, la oronda Yelena (Elena) Markovna Ustinova, procedía a pesar las finas lonchitas de carne de vacuno o cerdo de cada ración, pues la Gasmatova pesaba la carne de cada una de las dos mil raciones de las reclusas, la obesa cocinera le espetaba

  • Por favor, camarada, absténgase de respirar cuando pesemos la carne, pues su fuerte aliento seguro que también pesa, por lo que la mínima carne que a cada ración destina hará que ésta sea casi invisible en las escudillas de las camaradas reclusas.

No pocas veces la camarada Yelena Markovna se había quejado al coronel Kabulbekov  de la cicatería que la camarada Gasmatova usaba con las reclusas, por cuyo motivo el comandante del campo había amonestado no pocas veces a la camarada administradora, pero tan poco éxito surtieron sus amonestaciones que, desde hacía ya algún tiempo, Kabulbekov se pasaba por la cocina a las horas del pesaje, con lo que las porciones de carne en cada ración habían crecido en, al menos, entre el doble y el triple.

Pues bien, esta inicua mujer, tan pronto el coronel Kabulbekov volvió sobre sus pasos, se dirigió ásperamente a los conductores diciendo

  • ¡Haber camaradas, tengan preparadas sus listas! Enseguida procedemos a descargar los camiones y las comprobaremos con lo descargado

El ayudante de Abukov informó a éste que tenían varias horas libres, pues su camión sería el último en descargar, por lo que hasta que hubieran caído las primeras sombras de la noche no serían allí necesarios. De todas formas, Víctor Yuvanovich de desentendió pronto del ayudante y se dirigió a la camarada Gasmatova, para susurrarle en un momento

  • Camarada, quisiera hablar contigo. ¿Podríamos hacer un ligero aparte?

La Gasmatova le miró fría y fijamente, como estudiándole

  • ¿Qué deseas camarada? Porque no me digas que te gusto… ¡Podría casi ser tu madre!… Desgraciadamente, porque ya me gustaría, ya, pero…
  • Por favor camarada, no lo tomes a choteo. Ya te digo, sólo deseo hablarte
  • Me lo temía…. Sería casi milagroso lo otro… En fin, sígueme…

Abukov siguió a la administradora hasta separarse ambos unos metros. Entonces la mujer se volvió al nuevo conductor

  • Haber. Desembucha camarada
  • ¿Te agradaría, camarada administradora, disponer de un suculento asado de cerdo o de buey? Te advierto que traigo exquisiteces de las dos cosas
  • No me estarás proponiendo saquear las pertenencias de la sociedad soviética. ¿Verdad camarada?
  • Por supuesto que no, camarada administradora. ¡Válganme los padrecitos Lenin y Stalin! Es sólo eso: Lo exiguo para poderte dar el gusto de un buen asado.
  • A cambio de degustar tu otro… ¿No es así, camarada?
  • ¿No sería eso justo camarada? Además, ¿qué significan unas pocas libras de carne más o menos?
  • Creo que eres un golfo redomado… ¿Camarada?
  • Víctor Yuvanovich Abukov
  • Pues sí, camarada Víctor Yuvanovich Abukov, estoy segura de que eres un verdadero golfo. Pero… ¿Sabes? Los golfos me gustan. Suelen ser simpáticos. ¿Tú eres simpático, Víctor Yuvanovich?
  • Cuando nos tratemos algo más ya verás lo simpático que soy. Sobre todo con damas tan respetables como tú, camarada
  • ¡Zalamero! ¡Mentiroso! Pero me gustas, me caes bien por lo golfo que eres. En fin, creo que tu lista la tendré que comprobar con todo detenimiento. Y eso, a pie de camión me parece que no será adecuado. En mi despacho, solos tú y yo, creo que será más adecuado. ¿No lo ves también tú así, camarada Víctor Yuvanovich?
  • Admiro tu increíble sabiduría, ¿camarada…?
  • Olga Mijailovna Gasmatova. Nos vemos entonces luego, cuando te llegue el turno de descarga. Diría que al anochecer más o menos. Hasta entonces, Víctor Yuvanovich
  • Hasta entonces, mi querida camarada Olga Mijailovna Gasmatova
  • Lo dicho, eres un zalamero embaucador de indefensas y vetustas administradoras. Pero me barrunto que este pequeño negocio se repetirá a menudo, mientras vengas al volante del camión frigorífico

Y riendo a carcajadas la camarada Olga Mijailovna Gasmatova se separó de Abukov, volviendo a controlar la descarga de los camiones.

Abukov quedó allí un momento. Complacer al coronel Kabulbekov iba a resultar aún más fácil de lo que pensaba. ¡Quién en Siberia no sería corrupto, aunque sólo fuera un poco!

Tras unos minutos allí quieto, empezó a deambular un poco, por aquí y por allá, sin rumbo fijo. Según le habían dicho, mientras hubiera luz diurna se podía mover uno casi seguro por el campo de mujeres. Pero tan pronto se hiciera de noche, mejor no salir del lugar asignado para dormir. Todo el mundo recordaba el caso de un camarada ayudante que, una noche se le ocurrió salir al exterior a respirar un poco de aire fresco. Hasta el día siguiente nadie le pudo ya ver; entonces, con el nuevo día, se le encontró en el lindero del bosque: Muerto y castrado. Por lo tanto, si alguien quería disfrutar de una de aquellas fieras hembras, mejor concertar la cita nocturna antes, y que fuera la mujer la que acudiera al ocasional dormitorio de los hombres pues, aún en este caso, salir confiado con ella a donde ésta quisiera conducirle podía ser altamente peligroso.

Deambulando, deambulando, los pies llevaron a Abukov a la vista del hospital y, entonces, un poderoso imán le atrajo hacia el lugar. Era como si una fuerza, invisible pero irresistible, le arrastrara allí sin remedio.

Entró y se detuvo en el vestíbulo. Todo lo encontró semejante a lo del campo JaZ 451/1, lo único que infinitamente más límpio. Allí todo refulgía de limpieza: Suelos y paredes, techo y ventanas, puertas… Todo ello esmaltado en un blanco luminoso que casi cegaba la vista. ¡Mujeres! Pensó Abukov. Hasta un tenue perfume le pareció percibir… Desde luego, ¡Qué diferencia con el hospital del JaZ 451/1! Allí todo era conmoción, carreras, gritos… Y sobre todo suciedad y alta tensión en el ambiente. Aquí silencio reparador, limpieza… En fin, el paraíso. Llevaría allí unos cinco minutos, observándolo todo, cuando por el largo pasillo que desembocaba en ese vestíbulo vio aproximarse a una mujer con bata blanca moviéndose sobre el suelo como deslizándose, sin causar ruido alguno con sus pisadas. Era también muy atractiva, de melena rubia, corta y revuelta y cuerpo esbelto, bello, aunque sin punto de comparación con la esplendidez de Larissa Davidovna; ni tan siquiera con Novella Dimitrovna. Era grácil y tenía como un encanto especial, una especie de halo mágico que la envolvía y hacía que de ella emanara una enorme ternura y suavidad. Lo cierto es que en ese ambiente, el que impregnaban las reclusas en general, ella no encajaba en absoluto. Y eso atrajo al mismo tiempo que sorprendió a Víctor Yuvanovich. La mujer venía absorta en algo que sostenían sus manos; por un momento alzó la vista y vio a Abukov: Al punto sus ojos se iluminaron en destellos de alegría y corrió al encuentro de él. Cuando la mujer llego a su altura, le echó los brazos al cuello, le besó las dos mejillas y acercando los labios al oído le susurró  

  • Al fin está usted aquí, padrecito. ¡Qué felices somos todas!... ¡Le esperábamos con tanta ilusión!...
  • Usted se equivoca, camarada. Yo soy conductor de la Central de Transportes en Surgut.   
  • ¿Acaso no es Víctor Yuvanovich Abukov, camarada?
  • Sí, ciertamente soy esa persona, pero…
  • ¡Bendígame padrecito! ¡Hoy es un día glorioso para nosotras, al fin está aquí!
  • Camarada, no entiendo nada, nada en absoluto de cuanto dice –Abukov se sentía cada vez más incómodo con aquella desconocida. ¿Qué buscaría realmente? ¡Hay, qué mala es la desconfianza! Aunque… ¿No había desconfiado lo mismo de él la comunidad del 451/1? ¿Y si ahora él se estuviera equivocando tal y como el profesor Polevoi respecto a él mismo? ¡Señor, y qué difícil era todo aquí, en la Siberia del GULAG!- ¿Quién es usted, camarada? Si puede saberse, claro está.
  • Perdona padrecito, es verdad; no me he presentado. Soy Lilit Ivanovna Karapetian, de Eriván. Allí formaba parte de la orquesta sinfónica del teatro de la Opera. Primera flautista. Y aquí, ayudante de laboratorio.
  • Usted es rubia y… ¿De Eriván?
  • Mi madre era moldava y muy rubia… Confía en mí padrecito… Estás entre amigas… Todas sabíamos que vendrías pronto… ¡Todas te esperamos desde hace días!...
  • ¿Esperáis qué?... ¿Qué significa ese “todas”?
  • Pues todas nosotras, la comunidad cristiana del campo…
  • ¡Dios Santo! ¿Hay aquí una comunidad?... ¡No lo sabía, no lo sabía!...
  • ¿Cómo ibas a saberlo? No lo sabe casi nadie, fuera de nuestro propio círculo aquí, en este campo. Y ella no tuvo tiempo de ponerte en antecedentes de nada.
  • ¿Quién es ella?
  • La doctora Chakovskaia del campo JaZ 451/1. Ella telefoneó aquí tan pronto tú te identificaste a ella y al profesor Polevoi. Aquella noche estaba de servicio en la central de teléfonos Natasha Nikolaievna Lusatkaia, que casi se cae redonda al suelo de la alegría… Y eso que ella es actriz de teatro y sabe disimular. Al fin teníamos un padrecito, un pastor que dirigiera también nuestro pequeño rebaño, además del campo 451/1: ¡Tú, Víctor Yuvanovich Abukov, el conductor del camión frigorífico nº 11!
  • ¡Qué imprudencia, Dios mío! ¿Y si al volante del camión hubiera venido otro conductor cualquiera?
  • ¡No había cuidado! La doctora Chakovskaia te describió bastante bien. Y nosotras estábamos muy pendientes de quién venía al volante del camión frigorífico. Y te reconocimos al instante: Eras nuevo, nunca antes te habíamos visto. Alto, delgado, una excelente planta de hombre, rubio con grandes patillas. Y, sobre todo, lo que nos dijo también de ti: Cuando le veáis os parecerá que el sol ha aparecido en plena noche…
  • ¿Ella dijo eso?
  • Las mismas palabras exactamente, padrecito

Abukov quedó un momento en silencio. Pensó en Larissa Davidovna… ¿Habría cumplido su terrible amenaza y enviado a más de mil hombres desfallecidos a la taiga y los pantanos? ¿Cómo podía hacer eso esa mujer? Era, desde luego y a pesar de que ella misma aquella fatídica noche lo llegara a poner en duda, una cristiana católica ferviente. Y si enviaba a esos hombres allá, muchos de ellos no volverían, caerían allí como chinches fumigados. Y ella lo sabía. ¿Sería posible que ella hiciera tal cosa?

Y la sensación de culpabilidad volvió a él. Quiso borrar esa sensación, la imagen de esos hombres enviados a una muerte segura. Miró de nuevo a la mujer frente a él y se le ocurrió.

  • Dime Lilit Ivanovna, ¿Cómo fue que Larissa Davidovna tuvo conocimiento de vuestra comunidad?

Entonces la interpelada se abrió la bata, desabrochó los dos botones superiores de la camisa que llevaba bajo la bata y mostró a Víctor Yuvanovich un pequeño colgante que llevaba pendiente de una tosca y fina cadena de acero, fabricada seguramente en aquel mismo campo. El colgante era una pequeña chapita metálica en la que se leía una frase sin mucho sentido para quien la viera: “ICTUS”

  • Esta chapa la llevamos las treinta y nueve mujeres de la comunidad. Como imaginarás, padrecito, aquí llevar una cruz al cuello es extremadamente peligroso. Luego, para poder llevar siempre a Cristo junto a nuestro corazón, recurrimos a uno de los más antiguos símbolos del cristianismo.
  • Ya, “ICTUS”, el pez. (1)
  • Pues bien, hace algo más de un año aquí, en nuestro campo se declaró una epidemia de cólera. La introdujo una nueva reclusa incorporada al campo un par de semanas antes, que fue la primera víctima, muriendo en no mucho tiempo. Entonces los servicios sanitarios del campo se vieron sobrepasados y fue necesario apoyarlos. Vinieron médicos, enfermeras y enfermeros de Surgut; y también la doctora Chakovskaia vino bastantes días. Salía para acá sobre las once de la mañana, una vez concluida su consulta en el campo JaZ 451/1, y llegaba aquí  alrededor de las doce. A última hora de la tarde regresaba a su hospital. No tardó en notar que varias enfermas llevaban este mismo colgante y le extrañó. Luego se fijó en que también yo lo llevaba y me comentó que lo había visto al cuello de algunas enfermas. Yo respondí con vaguedades… Que se puso de moda una época… en fin, que ella se dio cuenta de que yo ocultaba algo, y se lanzó a tumba abierta. “Pues como adorno no es bonito, es burdo y tosco… No merece la pena llevarlo. ¿Sabes camarada que eso, hace tiempo, fue un símbolo secreto…?” Yo la miré detenidamente: Sus ojos estaban fijos en mí, expectantes, esperando algo. Pero su mirada no era inquisitiva, no era esa mirada de interrogador desconfiado que tan bien conozco. Era más bien anhelante, sin hostilidad alguna. Hasta expresaba calor, casi afecto… ¡Eso es, esperanza! Lo cierto es que me sentí cercana a ella: Fue como si una corriente desconocida nos acercara a las dos en algo muy íntimo. Y le respondí: “Sí, hermanita, lo sé. Y también su significado” Y no hizo falta más. Me abrazó, la abracé, y las dos nos echamos a llorar… ¡Pero de dicha y felicidad! ¡Eramos verdaderas hermanas, hermanas en Cristo! Y Larissa Davidovna sabía que allí tenía cerca de otras cuarenta hermanas. En aquellos días las fue conociendo a todas, y todas nosotras, desde entonces, somos hermanas, hermanas en Cristo. Y hermanas también de todos cuantos integran la comunidad cristiana del JaZ 451/1. Yo no conozco personalmente a ninguno, pero Larissa Davidovna me habla mucho de todos ellos, y es como si les conociera. Ella se mantiene muy en contacto con nosotras; nos llama frecuentemente y hablamos. Bien conmigo, bien con otra hermana, pero nos comunicamos muy a menudo… Y nos apoyamos, nos reconfortamos mutuamente: Ella a nosotras, nosotras a ella…
  • ¿Os habéis comunicado recientemente?
  • No padrecito, desde que nos anunció que tú estabas entre todos nosotros, todas nosotras, no hemos vuelto a comunicarnos

Abukov por un momento tuvo la esperanza de poder saber algo sobre el campo JaZ 451/1 en los últimos días, que tanto le preocupaban, pero fue esperanza estéril.

  •  ¿Nos dirás misa, padrecito?
  • Si fuera posible… Yo no conozco esto, y puede ser peligroso. No me perdonaría que os pasara algo.
  • No hay cuidado padrecito. Nosotras lo tenemos todo muy bien organizado y seguro que no nos “pescan”. Tenemos nuestras reuniones y rezamos. No, no te preocupes; lo tenemos todo bastante controlado aquí

De nuevo Víctor Yuvanovich guardó silencio unos momentos. Pareció meditar algo y otra vez se dirigió a la Karapetian

  • Me decías antes que eras músico, que tocabas la flauta en la sinfónica de la Opera de Eriván; y que otra de las hermanas había sido actriz. ¿Hay por aquí algunas más como tú, que, de alguna manera, sean de la escena? Músicos, cantantes, actrices…
  • Ya lo creo padrecito. De todo tenemos aquí, y entre nuestra comunidad. Músicos de varios instrumentos, actrices, cantantes de variedades, sopranos… Todo un elenco de la escena.
  • Bueno, si lo preparáis todo, mañana podría deciros una misa. En el sermón pienso hablaros del placer de la carne, de que eso no es lo supremo en la vida, que debemos rechazarlo para vivir a bien con Dios
  • Será un error, padrecito. Nadie le comprenderá ni le tendrá en cuenta. Y puede verse rechazado por algunas mujeres de la comunidad
  • ¡Dios mío! ¿Es que no tenéis otra cosa en la cabeza y en el corazón?
  • No padrecito. Nada más. Ninguna otra cosa. Si no fuera así, ¿cómo se podría soñar, cómo encontrar algún aliciente en la vida de este infierno? Nos es imprescindible. También nosotras corremos tras los conductores y ayudantes cuando vienen; o tras cualquier hombre que por cualquier motivo aparezca por aquí. O a satisfacer a los camaradas oficiales del JaZ 451/1. Yo, la primera

Al expresarse así Lilit Ivanovna, Víctor Yuvanovich no vio asomo de vergüenza en la cara ni los ojos de esa mujer. Había dicho, sencillamente, lo que pensaba y sentía, con absoluta franqueza y consciente de lo que decía.

Cuando ya de noche Víctor Yuvanovich se presentó en la Comandancia con seis u ocho libras de vacuno, el coronel Kabulbekov se deshizo en alabanzas y parabienes con el conductor del camión frigorífico nº11. Desde ese momento el coronel se hizo amigo del alma de Abukov, hasta el extremo de alojarle, muy especialmente, en una habitación de la Comandancia con una verdadera cama y sábanas excepcionalmente blancas.

Al día siguiente el propio Kabulbekov llevó a Víctor Yuvanovich por todo el campo enseñándole las distintas instalaciones del mismo, entre las que Abukov se fijó especialmente en el taller de corte y confección, donde se confeccionaba toda la ropa de trabajo de los JaZ diseminados por el oblast de Tiumen. Cuando el coronel le enseñó la última conquista del campo de mujeres, un verdadero estadio deportivo, dejó deslizar al oído de Kabulbekov que lo único que ya faltaba al campo era… ¡Un teatro! El coronel se echó a reír a carcajadas: “Tal vez me falte poco, pero todavía no estoy loco”. Pero Abukov sabía ser convincente cuando se lo proponía y al caer la tarde ya tenía al coronel en el bolsillo, como entusiasta seguidor del plan artístico del para él conductor de camiones: No solamente sus mujeres se unirían al elenco artístico del proyecto, sino que en el taller de confección de su campo se realizarían tanto el vestuario como los decorados del teatro. Incluso se propuso visitar al teniente coronel Rassim para acabar de convencerle de que, por lo menos, permitiera que el proyecto del teatro echara a andar. Pero al rotundo éxito de Abukov tampoco fue ajeno el singular carácter del coronel, pues Kabulbekov era un decidido conseguidor de retos irrealizables, y ahí estaba su propio campo de mujeres para demostrarlo: No sólo era el único de toda la URSS que contaba con un verdadero estadio deportivo donde las reclusas competían entre sí cada domingo, sino que siendo un verdadero infierno como todos los centros del GULAG, era un infierno donde las reclusas, al finalizar las extenuantes jornadas de diez horas de agotador trabajo, no menos duro que el de los hombres más forzudos, todavía tenían ánimos y, sobre todo, alegría para cantar las más baladas de las estepas de todas las Rusias, como se decía en tiempos del antiguo Imperio zarista. Y, ¿qué mayor reto irrealizable que el alienante proyecto del teatro? ¡Sería un verdadero hito en su carrera de consecutor nato de proyectos irrealizables!  

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El teniente Coronel Rassul Suleimanovich Rassim ese día se levantó desusadamente pronto. No es que habitualmente se le “pegaran” demasiado las sábanas al cuerpo, pero verle en pie antes de las 8, 30-9 de la mañana era algo muy excepcional en él, pues antes de las ocho de la mañana era difícil que se levantara, en tanto que hacerlo a las ocho y media era casi más común que a las ocho en punto. Pero aquella mañana quería estar pronto en el campo, pues ese día se cumplían los dos de tregua que Rassim conviniera con el ingeniero jefe Morosov, y por tanto el que los reclusos debían incorporarse al trabajo tras el famoso “Díes Horríbilis”.   

Pero el “madrugón” le sirvió de poco a Rassul Suleimanovich, pues cuando él llegó a la gran explanada del recinto interior de los reclusos la doctora Chakovskaia había concluido su reconocimiento, pero allí no había formación de reclusos alguna, ni brigadas dispuestas para salir al trabajo ni nada de nada. Unos cuantos reclusos haraganeando por aquí y por allá, como siempre. Rugiendo de furor salió a zancadas hacia el hospital. Nada más entrar se topó con el camarada comisario político Yachiaiev, al que faltaba poco para sufrir un ataque de nervios   

  • ¡Una epidemia, camarada comandante jefe, una epidemia en el campo! ¡Todos los reclusos vomitando desde las cinco de la mañana! ¡Esto es un cataclismo! ¡El campo será precintado!…  ¡Y quién sabe lo que nos pasará a nosotros, a usted y a mí, si los reclusos no pueden trabajar durante tanto tiempo!

Rassul Suleimanovich aún rugió más. La cara se le puso tan roja, las venas del cuello se le hincharon tanto que a simple vista su calibre casi alcanzaba al medio centímetro de grueso, y el profesor Polevoi, por unos momentos, disfrutó ante la posibilidad de que el teniente coronel sufriera una embolia coronaria o algo por el estilo. Pero no, Rassim podía ponerse a mil y su corazón bombear sangre a venas y arterias a todo meter sin que por ello se le formara ningún trombo. Parecía inmune a este tipo de accesos clínicos.

A gritos pidió la inmediata presencia ante él de la doctora Chakovskaia: “¡Es una orden!” aullaba hasta desgañitarse, pero en vano intento de nuevo, pues ni por esas la doctora apareció por parte alguna. Quitando a empellones a todo aquel que osara ponerse delante de él, empezando por el comisario Yachiaiev que, a su izquierda, le obstruía en algo el camino hacia el corredor que, saliendo por esa mano, conducía al apartamento privado de Larissa Davidovna, en tres o cuatro zancadas estuvo ante la puerta de la doctora. Escarmentado por anteriores experiencias funestas para él, esta vez el comandante del campo se contuvo al llegar a aquella puerta y, cortésmente por la cuenta que le tenía, dio unos golpecitos en la puerta; y no sólo eso, pues también en esta ocasión se mantuvo quieto ante la puerta hasta que oyó decir

  • ¿Quién es?
  • ¡Rassul Suleimanovich!
  • Pase usted, camarada comandante en jefe

Sólo entonces a Rassul Suleimanovich se ocurrió empujar la puerta, cerrada pero sin condenar por dentro, y plantarse en medio de la pequeña salita que servía a la vez de recibidor y estar. El apartamento parecería desierto de no haber escuchado antes la voz de Larissa Davidovna invitándole a entrar, y a que ahora mismos se percibían ruidos procedentes de la habitación contigua, el dormitorio de la médico.

Pocos minutos después salió de su habitación Larissa Davidovna, con los pantalones y las botas del uniforme calzados, una tenue y casi transparente blusa cubriéndole la parte superior del cuerpo, que dejaba traslucir el  sutil sujetador que encerraba los dos tarritos de miel de sus senos. Pero Rassul Suleimanovich no pudo fijar su lasciva mirada en los tesoros de su zona pectoral, pues quedó horrorizado a la vista de una espesa capa de una especie de crema o potingue verdoso que prácticamente cubría el hermoso rostro de la mujer hasta hacerle por entero irreconocible. Se quedó atónito al ver aquello que se le antojaba mejunje de curandero de tribu de cazadores chante de la taiga y la tundra, algo que por fuerza debía de ser casi demoníaco

  • ¡Qué horror camarada Chakovskaia! ¿Padece usted una enfermedad cutánea? ¡Es terrible, camarada! ¿Lo tiene desde hace mucho? Hasta ahora no me había fijado.
  • Pero qué zoquete que es usted, camarada Rassul Suleimanovich! Esto no es más que una crema de belleza. Para nutrir y fortalecer la piel. Cuando se rebasa la treintena de años, conviene estar muy pendiente de la piel, para que no se aje y arrugue antes de tiempo. No hay mujer que se quiera mantener joven. Hasta en un lugar como éste… Pero insisto, ¿A qué ha venido usted, camarada comandante?
  • Camarada doctora Chakovskaia: ¿Se ha enterado usted de que tiene su hospital y a casi todo el campo vomitando?
  • Sí camarada comandante. Se me ha pasado el parte.
  • Ya. Y por eso está usted aquí, emperifollándose con cremitas y tal, mientras en el campo casi que se está desatando una epidemia de quién sabe qué. ¡Quiero en el acto un informe completo de lo que aquí está pasando! ¿Me ha oído, camarada doctora?

Al tiempo de decir esto con esa voz que más parecía ladrido de un gran perro o rugido de león, Rassul Suleimanovich dio un rotundo puñetazo sobre la mesa que adornaba la salita del apartamento de la doctora. Pero la doctora Chakovskaia no dejó que sus nervios la vencieran. Y con enorme tranquilidad, como si estuviera manteniendo la más cordial de las conversaciones habló al comandante del campo

  • Me temo, camarada Rassim, que eso por de pronto no va a ser posible. Para dar un informe completo deberé reconocer detenidamente a los casi 1800 reclusos que hay en el campo. Y terminar los partes de baja. De momento me quedan casi seiscientos reclusos por reconocer, camarada comandante. Dentro de, digamos, una hora, tal vez más, es posible que le pueda ofrecer un parte algo detallado
  • Pero dígame al menos su opinión al respecto, lo que su experiencia médica le diga al respecto, sin que eso la obligue a nada, desde luego doctora. Puede equivocarse al final, pero alguna idea tendrá ahora sobre el asunto. Vamos, digo yo. ¿Estamos de verdad ante una epidemia?
  • Pues yo al respecto no tengo opinión alguna. Mire, Rassul Suleimanovich, yo, como médico, ante todo soy un científico y me ciño a resultados comprobados, no a simples supuestos. Sí, puede ser una epidemia que diezme al campo y determine su precinto al imponerse la cuarentena, pero también pudiera ser una simple infección de vientre, que en 24 horas desaparezca. Lo que sí puedo asegurarle, es que hoy tampoco podrán salir las brigadas de trabajo a la taiga y los pantanos. Mañana, ya se verá.

Rassul Suleimanovich ya no pudo aguantar más tiempo a esa mujer que le exasperaba, ¡Lástima no fuera un hombre para poderle patear a gusto! ¡Aunque se perdiera entonces a tan maravillosa hembra!... Pues sí, porque…. ¡Para lo que le servía! Y salió del apartamento dando un portazo que por poco si derriba la puerta con marco y todo. Al salir y avanzar a rápidas zancadas por el corredor le salió al encuentro el comisario político, camarada Yachiaiev tratando de inquirir lo que sucedía en el campo, pero Rassim se lo quitó de en medio mediante un tremendo empujón que dio con los huesos del desventurado comisario en el duro suelo.

Desde la noche del famoso “Díes Horríbilis”, el menú de los reclusos había mejorado ostensiblemente: No sólo las raciones habían aumentado su cantidad en más del 50% y las sempiternas sopas de patata eran notablemente más espesas, señal de que la proporción de patata había mejorado notablemente, sino que la carne que nadaba en esas sopas había crecido del cero al infinito, pues los reclusos incluso podían coger con la mano los trozos, admirarlos como a algo nunca visto, lamerlos, metérselos finalmente en la boca y, con delicada fruición, masticarlos y tragarlos.

Al día siguiente siguió este mismo menú, pero el día de la misteriosa epidemia, la doctora Larissa Davidovna opinó que la dieta más adecuada sería una rica en albúmina, que fortaleciera los músculos de los reclusos, por lo que los ahora más bien venturosos prisioneros se pudieron atiborrar de buen pan y requesón.

Por cierto, que lo de misteriosa epidemia no está en modo alguno traído por los pelos, pues resultó que solamente afectó a los “políticos” y, de los “comunes” a unos cuantos “descuideros”, ladroncetes de no mucho vuelo, algún estafador que otro y en fin, delincuentes de poca monta en general, pero milagrosamente, respetó a los asesinos, violadores, atracadores y asaltantes a mano armada en general. Al parecer la suerte sonrió, extrañamente a lo más florido de la delincuencia del campo.

Se dice que también sucedió otro misterio durante la noche que antecedió al día de la infección “vomitera”, pues, como dice Quevedo en “El Buscón” “No sé qué se diz” –por se dijo- de que el profesor Polevoi, el general Krachev y algún que otro miembro de la comunidad cristiana, durmió poco aquella noche, pues se la pasaron repartiendo por acá y por allá agua repleta de sal, que al poco hacía lanzar por la boca hasta la primera papilla que el bebedor ingiriera. Aunque, seguramente, eso no eran sino habladurías…

Y amaneció el día posterior al de las vomitonas. Antes de que fueran del todo las cinco de la mañana, Larissa Davidovna, impecablemente vestida de uniforme y la bata blanca, abierta, cubriendo el uniforme. Inhabitualmente, la doctora en esta ocasión no fue casi sola a pasar el reconocimiento médico barracón tras barracón, sino que se hizo acompañar por toda una cohorte de ayudantes: El doctor Duhsban Kasbekovich en primer lugar, el profesor Polevoi, que como siempre iba completamente al lado de la doctora y los restantes nueve enfermeros del hospital.

Y le llegó el turno al primer barracón, el número uno. Ante la puerta estaba el jefe de barracón con la puerta lo suficientemente abierta para que la doctora accediera al interior, pero ella entró dando tal empellón a la puerta que ésta rebotó violentamente contra la pared. Tan pronto entró al barracón, Larissa Davidovna se plantó en medio del pasillo central, miró esos rostros que la observaban anhelantes, y requirió al jefe de barracón la lista de cuantos se hubieran apuntado como enfermos. La leyó detenidamente unos minutos, luego, exhibiendo una sonrisa que nadie encontró bonita, menos aún alegre, pues era fría y ominosa, sentenció

  • ¡Todo el mundo fuera! ¡A formar en la explanada! ¡Todos, sin excepción, aptos para el trabajo, a los pantanos! ¡Todos a los pantanos!

El profesor Polevoi no daba crédito a sus oídos; ni tampoco a sus ojos que estaban viendo aquella pesadilla. Balbuciendo por lo que más que impresión era auténtico terror lo que entonces experimentaba, decía.

  • Camarada…, camarada doctora se están retorciendo de dolor. ¡No aguantarán allí! Y usted lo sabe…
  • ¡Utiles para el trabajo he dicho!
  • Pero…, pero…, doctora
  • ¡Cállese profesor! ¡Cállese si no quiere acompañarles!

Por órdenes de la doctora dos sanitarios entraron al barracón para registrarlo y arrojar de allí a quienes se hubieran podido esconder. Registraron debajo de las literas, en el retrete, en todo el barracón sin dejar un solo rincón sin escudriñar. Nadie quedaba allí, por lo que salieron y corrieron a sumarse a la procesión de rostros ceñudos que acompañaba a esa doctora, convertida ahora en implacable Némesis (2)

En menos de media hora quedó el reconocimiento médico concluido, con el mismo resultado en todos los barracones: “Utiles para trabajar” “A los pantanos”

Bueno, un barracón se libró de la “quema”: El doce, donde los reclusos, los más floridos de la fauna delictiva del campo, los asesinos, atracadores y demás, los que no padecieron vómito alguno, recibieron el mejor trato de “Utiles para servicio de campo”. Los interesados ni se lo creían, ni creían en tamaña suerte, y regocijados volvieron a sus literas hasta que los demás partieran hacia el trabajo en el exterior, cuando se reunirían en la explanada ante la Comandancia para recibir las órdenes de trabajo del teniente coronel Rassim.

Cuando la doctora abandonaba el tercer barracón le llegó la increíble noticia a Rassul Suleimanovich: ¡La doctora Larissa Davidovna está dando útiles para el servicio a todos los reclusos! ¡No se salva ni uno! Aquello Rassim tenía que verlo.

Cuando la doctora salía del noveno barracón, le salió al encuentro el teniente coronel

  • ¿No estaré soñando camarada?
  • Debería usted regocijarse, camarada comandante. ¡Todo el campo útil! ¡Todos a los pantanos!

Entonces Larissa fijó un momento la vista en el grupo de reclusos que, poco a poco, había ido engrosándose, esperando formar para salir al exterior… ¿A la muerte quizás? Ante sus ojos apareció un conjunto de seres harapientos, famélicos, exhaustos hasta no poder tenerse en pie. Lo lograban apoyándose los unos en los otros, debiendo arrastrar los pies para poder avanzar. Y por ese momento, la mirada de Larissa Davidovna se ablandó, y pareció hasta dolida ante lo que veía

  • No te conozco Larissa Davidovna. ¿Qué te sucede, qué te ha pasado?
  • ¿Es que me conoce alguien aquí?

Diciendo esto, la doctora Chakovskaia dejó plantado allí al teniente coronel Rassim, pero no sin antes mirarle a los ojos al pasar junto a él. Rassim había empezado a hacer intención de seguir a la doctora para continuar con su indagación sobre el sorprendente cambio efectuado en esa incomprensible mujer, pero la mirada de ella le detuvo en seco. Realmente, le hizo casi que dar un salto atrás, pues esa mirada llegó a asustarle. Sí, a asustar a Rassul Suleimanovich Rassim, el comandante de JaZ más duro y temido en centenares de kilómetros a la redonda. Porque lo que Rassim vió entonces y en esos ojos que también podían cautivar y perder al hombre más entero y frío del universo, no era humano: Era la mirada de una fiera, de una feroz tigresa cuando se dispone a saltar sobre la desprevenida presa; fríos, despiadados, asesinos…

Tras abandonar el barracón nº 12 Larissa Davidovna emprendió la marcha hacia el gran portalón que haría que el recinto de reclusos quedara atrás al franquearle, sin lanzar ni una mirada más al lastimoso grupo que, congregados por fin todos juntos, esperaban pacientes y resignados a los camiones que habrían de conducirles al tendido. De otra forma, por sus propios medios de locomoción, ninguno de ellos hubiera podido llegar, habrían caído en el camino, bastantes de ellos para no levantarse más. Pero para esa masa informe de seres que ya, de humanos, casi sólo les quedaba una figura que, a veces, a duras penas recordaba la humana, el viaje en camiones sólo significaba una corta dilación en la ejecución que la decisión de la Chakovskaia implicaba.

Y tras la doctora fue, con paso un tanto vacilante, el profesor Polevoi, que al final tuvo que apretar seriamente el paso para alcanzar a la médico jefe.

  • Hijita, hijita… ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué obras así? ¡Ellos morirán! ¡Casi todos morirán! Lo sabes, ¿no es así hijita? ¿Por qué les mandas así a morir? Si no es hoy, será mañana, la semana que viene, la otra o al mes próximo. Pero  morir, sabes que morirán todos ellos, antes o después. Explícame lo que te pasa, hija, que yo lo pueda comprender al menos. ¿Es que ya para ti Dios no existe? Así, de repente. Y ahora que tenemos entre nosotros a Víctor Yuvanovich, un sacerdote, nuestro sacerdote, nuestro párroco. ¿Ahora, precisamente ahora desertas de entre nosotros?
  • Querido Fedia, eres un anciano, muy sabio, pero un anciano; pero eso no lo entenderás nunca.
  • ¿El qué hijita? Trata de explicármelo, sé que lo entenderé… ¡Si se puede entender claro!
  • Sería inútil Fedia. Anda, déjalo. ¡Vámonos!

Larissa Davidovna había reemprendido el camino hacia el portalón, pero se detuvo. Quedó con la mirada perdida al frente unos segundos, y así, con la vista fija y perdida, sin mirar al profesor que la seguía pisándole los talones y entonces se encontraba prácticamente a su lado por la espalda, habló

  • Fedia, conocéis de mí mis formas, mi voz, algún que otro rasgo intelectual. Veis en mí, tal vez, al médico que trata de desempeñar su obligación en la mejor manera que sé y con arreglo a mi conciencia y ética profesional. Pero no me veis como lo que, esencialmente, soy: Un simple ser humano, una mujer corriente y moliente, con sus sentimientos, a veces a flor de piel, y su corazón vulgar y corriente, como el de todos. No soy la heroína que pienso veis en mí, la que sostiene y dirige a todos, empezando por nuestra comunidad. Estoy sola Fedia, me siento sola. Y estoy arta Fedia; arta de estar sola y de que todos os apoyéis en mí. Yo también quiero apoyarme en alguien Fedia, necesito a mi lado alguien que me sostenga….

El profesor Polevoi también guardó silencio cuando Larissa Davidovna calló, permaneciendo un minuto más quietos los dos, con la vista fija en un horizonte que ninguno de los dos veía. Hasta que Larissa, lanzando un suspiro, volvió a ponerse en marcha. Entonces fue el profesor el que, tomando cariñosamente de la mano a la mujer, habló

  • Larissanka, hijita. Creo que te comprendo. Tienes un problema tremendo: Tu ser de mujer enamorada anhela lo que no puede ser. Eso es todo lo que te sucede. Y bien que lo siento, pero no te puedo ayudar. ¡Nadie te puede ayudar! Desgraciadamente sólo tú, tu conciencia y tu mente lúcida puede solucionar ese gran problema. Yo sólo puedo aconsejarte una cosa: Busca a Dios, échate en Sus brazos y suplícale Su ayuda. Por mi parte, rezaré por ti continuamente para que Dios te ayude e ilumine. Otra cosa te aconsejo: Pide destino en otro sitio.
  • Eso ni soñarlo. Qué sería de todos vosotros sin mí, en especial los “políticos”, todos ellos sin excepción, los de nuestra comunidad y los otros
  • Piénsalo de todas formas: “Quien evita la ocasión evita el peligro”. Víctor Yuvanovich nos podría ayudar y sostener.
  • Pero no tendría en su mano el poder de dejaros descansar un poco aquí, mediante una baja para el tendido.
  • Ya. Pero, eso no lo has usado hoy, Larissanka. Los has mandado a todos al tendido. A todos, sin más excepción que los que indudablemente no pueden levantarse de la cama: Los afectados por la fiebre en general
  • Créeme Fedia. Sé lo que hago. Ten por seguro que volverán todos al atardecer; y en mejor estado que ahora se sienten.

Tras decir esto Larissa Davidovna se volvió hacia el profesor, le miró con ojos llenos de dulzura, unos ojos de los que la anterior dureza, crueldad casi que más bien, había desaparecido por completo. Acercó entonces sus labios al rostro del anciano y le besó cariñosamente la mejilla.

  • Gracias por tu apoyo Fedia. ¿Sabes? Me sueles llamar hija, hijita muchas veces, y eso me agrada. Te pareces mucho a mi padre y te quiero casi tanto como a él.

Después la doctora marchó resueltamente hacia el portón, mientras el profesos se quedaba donde estaba, siguiéndola con la vista hasta que la vió traspasar la gran portada y adentrarse en la gran explanada central del campo.

Entonces también Polevoi inició la marcha hacia la salida del recinto de reclusos. Traspuso también él la portada que franqueaba la salida y se dirigió hacia el hospital.

Por su mente corrían los pensamientos. Ahora ya estaba tranquilo respecto a la suerte que los reclusos enviados a los pantanos pudieran correr. Sabía que “su hijita” no los había abandonado a su suerte, sino que la decisión era una forma de protegerlos. Se le escapaba cual sería esta forma, no lograba entenderla, pero sabía que era así. Pero su “hijita” era quien ahora le preocupaba. Sabía perfectamente cuál era su mal: Su amor por Víctor Yuvanovich Abukov. Cuando todos estábamos más o menos seguros de que él era alguien del KGB, ella se negaba a aceptar plenamente esa hipótesis, esperando tercamente que eso no fuera cierto. Curiosamente, también el general decía que no podía ser así. Entonces ella podía confiar en que algún día sus anhelos se hicieran realidad, pero cuando Abukov nos mostró su condición sacerdotal, la noticia para ella constituyó una terrible moneda de dos caras incompatibles entre sí: Una cara fue la alegría que todos sentimos, ella también, al por fin tener entre nosotros un sustituto del pobre padre Piotr; pero también estaba la otra cara, la de constatar que para sus anhelos de mujer enamorada no había esperanza alguna, pues él era sacerdote, un hombre vedado a toda mujer y un hombre al que toda mujer le estaba vedada.

El profesor Polevoi conocía perfectamente a su “hijita” Larissa Davidovna. Sabía sobradamente los enormes esfuerzos que en principio hizo para negarse ese amor, cuando ella también temía que Víctor Yuvanovich fuera un peligro para todos nosotros, sabía que ese intento de negación arreció según ese amor que ya más bien era furiosa pasión  día a día la dominaba más y más, hasta convertirse en irrefrenable. Entonces empezó a confiar en equivocarse, equivocarnos todos. Y llegó a confiar plenamente en ello, pues esa era la única verdad que podía admitir. Pero cuando supo la verdadera condición de él, esa confianza se derrumbó y sumió en tinieblas de muerte el alma de “su hijita”. ¿Podría su “hijita” superar ese trauma? ¿Podría el alma de su hijita recuperar su buena salud? El viejo profesor lo dudaba. La única solución sería  que Víctor Yuvanovich y ella se apartaran, que no se vieran más, pero eso no se le escaba que nunca sería posible, que Larissa tenía razón y ella era imprescindible en el JaZ 451/1, pues, ¿qué sería de los “políticos” en poder de Rassul Suleimanovich sin Larissa Davidovna?

Pero había algo que, aprendido en su tan lejana juventud, no lo olvidó nunca. Fue allá por 1950-52, cuando era un ingeniero de poco más de treinta años que trabajaba en una de aquellas obras de reconstrucción de la URSS tras la guerra. En esa obra trabajaba un pequeño grupo de prisioneros españoles de la llamada División Azul. Uno de esos hombres a veces repetía un viejo proverbio de su tierra: “Dios escribe derecho sobre líneas torcidas”. Entonces Polevoi recordó ese dicho, y pensó “Quién sabe… Dejemos que El diga Su última palabra… En Sus manos estamos, a fin de cuentas. Que El nos ayude a todos”

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Sería hacia  el mediodía cuando  el jeep frenó ante la oficina del ingeniero jefe Morosov y Larissa Davidovna echó pie a tierra entre la polvareda levantada por el frenazo, y dijo, secamente, al conductor del vehículo

  • En las próximas horas no le necesitaré, teniente Sotov. ¡Esfúmese de mi vista!

Mientras el jeep se alejaba entre nubes de polvo, la doctora, tras dar un seco golpe con los nudillos en la puerta de la oficina, la abrió secamente y entró en los dominios del ingeniero jefe.

Para entonces Morosov  tomaba un bocadillo de jamón, ayudándose para tragarlo de un vaso de té frío, y, tan pronto la figura de la doctora quedó enmarcada en la puerta abierta, Sergei Semionovich saltó de la butaca de madera que ocupaba para dirigirse a la mujer

  • ¡Qué sorpresa tan agradable, Larissa Davidovna! ¿Qué la trae a mis dominios?
  • Buenos días mi amigo Sergei Semionovich. Nada de importancia. Curiosidad. Ver qué hacen mis esclavos

Sergei Semionovich Morosov arqueó las cejas. No le gustaba esa manera de manifestarse en la doctora. De inmediato se puso alerta frente a aquella mujer. No sería él la primera personalidad que, en un momento, acababa en un campo de Siberia por ser indiscreto en un momento inoportuno. Allí, en la URSS, nadie podía fiarse de nadie. Los oídos y ojos del KGB llegaban hasta muy largo…

  • ¿Ha dicho usted esclavos, camarada?
  • Y, ¿Qué otra cosa son, camarada Morosov?
  • Sí. Delincuentes juzgados y condenados por la justicia soviética con arreglo a la ley. Me gustaría ofrecerle un cómodo asiento, camarada Davidovna, pero me temo que eso aquí es imposible. Ya ve usted cómo está esta habitación, repleta de mapas, bocetos de proyectos y otras incomodidades. –Desalojó de mapas y planos la mesa ante él y ofreció una silla a Larissa Davidovna junto a la mesa- Y dígame ahora lo que desea beber: ¿Té frío, zumo de fruta, limonada…?
  • Si se me permite, prefiero un zumo de frutas.
  • Enseguida se lo servirá mi secretaria, Novella Dimitrovna Tijonova. Supongo que la recordará usted.
  • ¡Desde luego que la recuerdo!

A continuación, y durante cortos minutos, los dos interlocutores charlaron de cosas de lo más trivial y baladí, mientras Morosov realmente pensaba: Con que curiosidad es lo que te trae aquí… ¡Já! ¡Y por eso vienes toda uniformada, como para una parada militar! ¿Cuáles son tus verdaderas intenciones, bello cisne blanco?

Entonces apareció Novella Dimitrovna con la bebida solicitada, que ofreció a la doctora. Esta dio las gracias a la Tijonova, que al momento dejó otra vez solos a la Chakovskaia y a Morosov. Ella bebió un sorbo del fresco zumo, en tanto Morosov se levantó y, dirigiéndose a la ventana abierta, la cerró. Volvió a la mesa y, bajando la voz incluso, empezó a hablar.

  • ¿Por qué me ha enviado usted, Larissa Davidovna, esas brigadas laborales? Una serie de hombres que si se sostienen en pie es apoyándose en las palas y picos que deberían utilizar. Son inutilizables; están tumbados por el suelo muchos, muchísimos de ellos, incapaces de mantenerse de pie a pesar del apoyo de palas o picos, del de sus propios compañeros incluso. ¿Qué puedo hacer yo con eso, para qué me los mandó usted?
  • No me acuse usted a mí de nada. No he sido yo, sino Rassim quien deterioró la mercancía –Larissa Davidovna hablaba con tono increíblemente frío y duro, mientras su mirada era por entero inexpresiva, sin denotar emoción alguna-
  • Pero… ¿Cómo puede hablar usted así, Larissa Davidovna? ¡Son seres humanos, no mercancías de cambio! La verdad, me decepciona usted. La creía de otra forma. HUMANA.
  • Gracias por ser como es Sergei Semionovich. Es, justamente, la reacción que esperaba de usted, camarada, pero comprenderá que tenía que estar segura de usted. De nuevo gracias, Sergei Semionovich Morosov. –La voz y la mirada de Larissa Davidovna habían variado diametralmente en unos segundos, y ahora todo en ella era calidez y alegría- Si se los envié fue para alejarles del  JaZ 451/1 y protegerles de Rassul Suleimanovich Rassim. Si los hubiera dejado allí ese cruel kan tártaro se las hubiera ingeniado para que trabajaran hasta caer como moscas entre hoy y mañana simplemente. Necesitan, cuando menos, una semana de verdadero descanso, algo que allí sería imposible. Se lo ruego, se lo suplico Sergei Semionovich, deles una semana de, al menos, medio descanso. Por favor amigo mío, redúzcales en lo más posible el trabajo y cuídeles lo más que pueda. Aquí usted puede hacer mucho por ellos, nadie le da instrucciones, tiene libertad casi absoluta.

Morosov se sentía inclinado a confiar en ella, pero… ¿Cómo confiar plenamente en nadie en la URSS? Había que seguir siendo prudente. Estaba, indudablemente, más tranquilo, más seguro de la camarada Chakovskaia, pero no te pases, Sergei Semionovich, todavía apenas si la conoces.

  • Larissa Davidovna, hemos tenido suerte: Ayer recibí el informe técnico sobre unas máquinas averiadas. Las máquinas no serán utilizables en unos ocho días, lo que permite justificar un retraso parcial importante. Cuando hoy he visto “lo” que me enviaba, el alma se me fue al suelo: “Eso” apenas me sirve. Y los he empleado en lo más ligero que hay: Abrir zanjas de drenaje y descombrar de maleza y leña suelta espacios de bosque talados para abrir camino a las tuberías que conducirán el gas: Necesitan un lecho firme donde asentarse, que se construye igual que un camino. Les retiré de los trabajos más pesados, como los fajadores que revisten los tubos con amianto y fibra de vidrio, o abrir agujeros profundos en un suelo que a menos de un metro es hielo más duro y resistente que el acero. Además, los capataces tienen  orden de ajustar el trabajo de los reclusos en turnos alternos de dos horas de trabajo y otras dos de descanso a la sombra. De lo que no les puedo proteger es de los enjambres de mosquitos En fin, trataré de mantenerlos así durante lo que resta de semana y haber si es posible prolongar este plan laboral durante la semana próxima, o la mitad de ella al menos. En fin, camarada, que no se preocupe, trataré de hacer lo que sea posible. En mi propio interés primeramente, pues así me sirven de muy poco. Los necesito en las mejores condiciones posibles cuanto antes mejor
  • Gracias camarada Morosov. Realmente, este era el único objetivo de mi visita. Luego me marcho. ¡A ver si aparece pronto el teniente Sotov, mi chofer particular por hoy!  ¿Querrá avisarle por radio para que se presente aquí cuanto antes Sergei Semionovich?
  • Desde luego camarada Chakovskaia.

 El ingeniero jefe Sergei Semionovich Morosov llamo por teléfono y dio instrucciones a alguien, transmitiéndole la onda en que recibía y emitía la radio de a bordo en el jeep. Sacó de un cajón un paquete de “papirossy”, ofreció uno a Larissa y galantemente se lo encendió, encendiendo a continuación el propio. Hablaron de asuntos intrascendentes durante unos minutos hasta que el teléfono empezó a sonar. Sergei Semionovich lo descolgó, habló un momento y, tras colgar, comunicó a Larissa Davinovna

  • Camarada Chakovskaia, en unos minutos estará aquí el teniente Sotov
  • Muchas gracias amigo Sergei Semionovich. Saldré fuera a esperar al teniente. Por favor, no se moleste en acompañarme. No es necesario
  •  Faltaría más doctora.

Sergei Semionovich se levantó y, galante siempre, tendió la mano a la mujer para ayudarla a levantarse. Una vez en pie los dos se dirigieron al exterior de la oficina.

Y, efectivamente, en pocos minutos apareció el jeep conducido por el teniente Sotov. Entonces, ayudada galantemente por el ingeniero jefe, Larissa Davidovna ocupó su lugar en el vehículo que, al instante, partió hacia el campo JaZ 451/1, levantando a su paso una tremenda polvareda

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Cuando Víctor Yuvanovich regresó a Surgut desde el campo de  mujeres, solicitó al camarada jefe de la Administración de Transportes un permiso de dos días para desplazarse a Tiumen. No tuvo problemas en ello, pero a cambio de traerle al camarada jefe de Transportes unas cuantas cosas para él mismo y su esposa: Unas camisas, un par de pantalones, una falda acampanada y otras prendas femeninas algo más íntimas. Eso sí, todo ello de la mejor calidad y del estilo más actual. Para todas esas cosas, el camarada jefe entregó a Abukov la elevada suma de sesenta rublos, toda una fortuna.

Desde la Administración de Transportes, Víctor Yuvanovich se dirigió a la Residencia de la Casa Sindical, donde tenía asignada una habitación para él sólo, lujo que escaseaba en la URSS. Apenas entró en la Residencia, salió a su encuentro el administrador de la misma

  • Camarada Víctor Yuvanovich Abukov, ha tenido usted una llamada telefónica durante su ausencia. Es del campo JaZ 451/1: Lamento decirle que su tío está muy enfermo, más de lo que se esperaba. Lo siento de verdad camarada
  • Gracias, camarada administrador. Sí, es una mala noticia, pues a ese tío le quiero mucho.
  • ¿Está destinado en el campo?
  • Sí; trabaja en los talleres mecánicos. Está muy mal del corazón, y ya el médico nos vaticinó un agravamiento en breve de su dolencia. Gracias de nuevo, camarada.

Abukov subió rápido a su habitación, meditabundo o, por mejor interpretar su estado, muy preocupado. La llamada había sido, indudable, de Mustai. Con él había convenido esta contraseña, para el caso de que la Chakovskaia cumpliera su amenaza. Y sí, la había cumplido; y al parecer hasta sus más horrendas consecuencias. “Larissa Davidovna, ¿cómo responderás de este horror ante tu Dios? O… ¿Es que ya ni siquiera crees en Dios?”

Los temores y reproches de antaño volvían a angustiarle. “¿De nuevo me he equivocado, Señor? ¿Otra vez se va a producir una tragedia por mi culpa? ¡Y de qué proporciones esta vez! ¡Cientos, tal vez hasta mil o más víctimas inocentes sacrificadas en la taiga, en los pantanos, por la locura de esa mujer! ¿Hice bien, Dios mío, cuando la abandoné así aquella noche? ¿Debí quedarme allí, tratar de hacerla razonar, rezar con ella?... ¿Tal vez, incluso, dejar que pasara lo que fuera y Dios quisiera?

Toda su cabeza, su conciencia, era un auténtico maremágnum, sin mucho sentido para él entonces. Lo único claro en ese momento era el gran pesar que se apoderó de él. Y, otra vez, ese sentimiento de culpa que cuando el asesinato del recluso en el campo ya se apoderara de él, y del que en el campo de mujeres empezara a salir, al amparo de las buenas perspectivas que allí encontrara.

Quiso desechar de su mente todas estas cosas que, de momento, él no podía solucionar ni atajar. Y se volvió a enfrascar en lo que al llegar a la Residencia le animaba. Así, reunió en una bolsa de viaje el equipaje imprescindible para el viaje de dos días y partió hacia el aeropuerto, donde cogió el último vuelo de los grandes helicópteros que hacían la ruta Surgut-Tiumen.

Cuando llegó a la capital del oblast, marchó directamente al Hogar del Trabajador, parada obligada de cuantos viajeros llegaban allí. Tomó habitación, cenó en la cantina del Hogar y después subió a la habitación, acostándose para dormir.

El sueño no fue reparador, pues estuvo poblado de una tremenda pesadilla, una sola, en la que él aparecía con Larissa Davidovna, ambos desnudos, tal y como vinieron al mundo, enzarzados en la cama, el suelo, el sofá y el sillón del apartamento de la doctora. Ambos pugnaban entre sí en un combate patético, cuerpo a cuerpo, frenéticos, buscando desgarrarse mutuamente… Pero, paradójicamente, las sensaciones que durante el sueño Abukov experimentó, fueron de una delicia y goce indescriptible. Lo que nunca, nunca, antes viviera.

A la mañana siguiente, temprano, se dirigió diligente a la Delegación de Cultura en el oblast. El camarada comisionado de Cultura le recibió tras hacerle guardar lo menos una hora de espera, que Abukov sufrió con toda paciencia y resignación. 

  • ¡Hombre! ¡Nuestro flamante Stanislavski! ¿Cómo le fue con los camaradas Rassim y Yachiaiev?
  • Yachiaiev está de nuestra parte; Rassim está loco por demostrar que la cultura en un campo penitenciario es la idea más majadera que a nadie se le puede ocurrir. Consentirá en el proyecto teatral sólo por eso, demostrar su inutilidad
  • No se desaliente usted por eso, querido camarada Abukov. Rassim es un soldado anclado en los tiempos antediluvianos. No se preocupe por sus formas aviesas.
  • No me preocupe, camarada comisionado. Rassim me impresiona tanto como una mosca.

Y no se preocuparon más por el cavernario Rassul Semionovich Rassim.

Por el contrario, se centraron en los problemas que el camarada comisionado, ya entregado al proyecto del teatro de Abukov, encontraba. A decir verdad, los problemas se reducían a uno sólo. Para que en las “alturas” alguien se interesara en ese teatro, éste debía tener un sindicato de artistas registrado, y eso requería miembros que se sindicaran, una cantidad de afiliados mínima. Y aquí vino el primer obstáculo. El teatro estaría integrado, sobre todo por reclusos, y los reclusos no eran ciudadanos soviéticos: Eran criminales, desviacionistas… Enemigos todos ellos del Estado y la Sociedad soviéticos, luego entes, que no personas, sin derechos. Luego no podían formar parte de ningún sindicato. Abukov solventó el asunto inscribiendo, por su cuenta, a Mustai Yemilianovich Mirmuchsin, a Gribov y la cocinera Leonovna, al jefe del taller mecánico Rakscha y a la jefa de la lavandería Pulkeniva. Y a Larissa Davidovna. Superado este escollo, faltaba dar nombre al teatro, que sería también el del sindicato, pues un sindicato y un teatro tenían que tener un nombre para inscribirlo en las listas del organismo estatal correspondiente. Se barajaron varios, “Teatro del pueblo”, Teatro de la Paz”… ¡Desestimados por el camarada comisionado! El nombre tenía que ser sonoro, que dijera algo a simple vista. Entonces Abukov propuso “Teatro La Aurora”. El camarada comisionado lo meditó sólo un momento y exclamó

  • ¡Ese es el nombre perfecto! La aurora es el nacimiento de un nuevo día, de algo nuevo. Y puede ser también el símbolo de la nueva URSS, la que se estaba forjando, precisamente en Siberia. Y, puesto que se integrarán en él reclusos, un símbolo también de una nueva forma de ser de esos penados, una forma de resaltar la obra de los centros penitenciarios al recuperar a peligrosos delincuentes, enemigos de la Sociedad, como nuevos probos ciudadanos. ¡El éxito, querido camarada, estará garantizado!

Tras solventar estos inconvenientes, quedaba todavía la redacción de los principios sobre los que se constituirían teatro y sindicato. Lógicamente, en sus artículos se hizo especial énfasis en el principio de que la cultura era el mejor vehículo para lograr la reinserción del ser parásito de la Sociedad que es el delincuente… Un bello principio, quién podrá dudarlo. Y políticamente, casi en demasía correcto. Para la articulación del grueso de los principios, de índole más genérica, el camarada comisionado de Cultura, transcribió casi al pie de la letra el reglamento del primer sindicato de teatro que se constituyó en Tiumen.

Cuando ya entrada la tarde Víctor Yuvanovich abandonó el despacho del camarada comisionado de Cultura en el oblast de Tiumen, más que andar parecía que volaba, de lo ligero y feliz que salió del despacho del camarada comisionado. En el bolsillo llevaba unos breves documentos que, virtualmente, significaban el nacimiento a la vida cultural de la URSS del Teatro de Aficionados “La Aurora”.

Con paso alegre deambuló por las calles de Tiumen a la búsqueda de las prendas que le encargara el camarada jefe de Transportes de Surgut. También adquirió diversos regalos para los amigos del campo JaZ 451/1, Mustai, Gribov, la Leonovna… También se acordó de Rassim y Yachiaiev, por aquello de que “Amigos, hasta en el Infierno”, amén de que bien sabía ya Abukov de qué pie cojeaba la generalidad del funcionariado soviético, fuera cual fuese su rango, desde el más humilde bedel a lo más alto del Kremlin. Y, lógico, la calidad de la dádiva u obsequio, pues directamente proporcional a la altura a que el obsequiado se hallara. Así, a Yachiaiev le compró una fotonovela patrióticamente heroica: “La Revolución Bolchevique desde 1917 hasta nuestros días” y a Rassul Suleimanovich, empedernido goloso que se moría por los dulces casi más que por un asado de carne, una caja de dulces y chocolate de más de un par de libras (Más de 1000 gr.).

Pero tampoco se olvidó de Larissa Davidovna, a la que compró un bello medallón, con caja de oro y tapa bellamente esmaltada en temas florales. También compró una fina cadena de oro, de la que colgó el medallón. Tras comprar éste se fue a un fotómaton, y allí se estuvo sacando fotos hasta que logró una que, de verdad, le agradó. Luego, recortó el rostro de la foto, de manera que coincidiera exactamente con la medida del medallón, y colocó la foto recortada en el lugar adecuado, bajo el cristal de la caja del medallón.

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Cuando Abukov salió del garaje de la Administración de Transportes en Surgut rumbo al JaZ 451/1, el convoy de suministros hacía cerca de una hora que abandonara la base de vehículos, por lo que Víctor Yuvanovich aceleró su vehículo desde el primer momento a fin de alcanzar al convoy cuanto antes, cosa que no logró, por lo que entró en el campo de Rassim algo más de media hora después que el resto del convoy. Mientras conducía Abukov no sentía que tras su cabina iban pollos y carne, manteca y tocino, queso y cuajada, sino toda una iglesia que al fin plantaría en el campo JaZ 451/1 por medio de su teatro. Sí, pues ese teatro, realmente, sería una iglesia donde la comunidad podría rezar, incluso oír una misa, al amparo de la obra que se representara: En la ópera de Modest Mussorgsky, “Boris Godunóv”, por ejemplo, se oficia parte de una misa, y tanto obras de teatro como operas de contenidos religiosos, oraciones y demás, no faltan. 

Poco después del mediodía, cuando el grueso del convoy de abastecimiento hacía más de media hora que estaba dentro, el camión frigorífico nº 11 traspasó las portadas de la doble empalizada que rodeaba el campo JaZ 451/1. Por indicaciones de Gribov, Víctor Yuvanovich aparcó frente a la nave que ocupaba el almacén, procediéndose de inmediato a la descarga, sin esperar a la última hora para descargar, como era lo habitual,  pues las existencias del almacén estaban exhaustas, hasta el punto que Gribov se las veía y deseaba para atender los pedidos de la cocina de cara a cubrir lo necesario que las raciones de los reclusos, incrementadas en más del 50% por presiones de Larissa Davidovna, demandaban.

Esta vez el “botín” a repartir entre Gribov y Abukov era importante, pues salieron cada uno con un cuarto de canal entera de vaca, media de cerdo, diez pollos, un sinfín de libras de tocino, lo menos cincuenta, dos barriles de manteca, tres quesos enteros… y la guinda: ¡Ciento cincuenta tabletas de chocolate de primera calidad! Cuando se cargó el camión frigorífico, allá en Surgut, el encargado de la carga y descarga de camiones, el camarada Semión Petrovich Ivchenko, lo tuvo arto difícil pues la labor se hizo interminable: De la cantidad de veces que, una vez cargado el vehículo hubo que descargarlo y volverlo a cargar, ni se sabía cuántas pudieron ser, pues no había forma de que toda la mercancía destinada al 451/1 cupiera toda. Cuando, al fin, toda esa ingente masa de “delicatesen” estuvo a bordo del camión, el camarada Semión Petrovich no se explicaba cómo pudo ser así. Si lo volvía a intentar, seguro que no lo lograba otra vez.

Tras la descarga, Gribov guardó su parte en una alhacena frigorífica que él mismo se construyera en el almacén, con puerta disimulada, y Víctor Yuvanovich, como siempre hacía, dejó lo suyo en el propio camión, cerrándolo a continuación con la llave que colgaba de su cuello mediante una fina cadenita de cobre.

Cuando Casimir Korneievich Gribov vió la acción, con un guiño de cómplice, dijo a Abukov:

  • ¡Hay que ser precavido! ¿Verdad hermanito?

A lo que Víctor Yuvanovich, dando un doble sentido a sus palabras, que Gribov no pudo comprender, repuso

  • ¡No sabes hasta qué punto, camarada Casimir Korneievich!

Pero antes de cerrar con llave el camión, Víctor Yuvanovich Abukov había tomado dos grandes cajas del mismo, junto a otra más pequeña, que se llevaría consigo. Al notar que Gribov reparaba intrigado en las cajas, Abukov explicó al grasiento y venal jefe del almacén del campo JaZ 451/1

  • Encargos para el comandante, Rassul Suleimanovich Rassim y el comisario Nicolai Victorovich Yachiaiev.

Víctor Yuvanovich Abukov se alejó de Casimir Korneievich Gribov y dirigió sus pasos a la Comandancia, donde pasó al despacho del teniente coronel Rassim. Cuando el teniente coronel notó que el picaporte empezaba a moverse, con voz que más parecía trueno o rugido de un gran macho de león, tronó

  •  ¡A menos que arda Moscú no quiero a nadie aquí!

Con toda la calma del mundo, Víctor Yuvanovich acabó de accionar el picaporte de la puerta y se plantó en el despacho, ante la iracunda mirada del camarada comandante del campo

  • Camarada comandante, Moscú no arde, pero traigo interesantes nuevas de Tiumen.

Dentro del despacho, el teniente coronel Rassul Suleimanovich se sentaba a la mesita de centro, junto al sofá adosado a la pared, a la izquierda de la gran mesa de despacho y el mullido sillón de cuero, donde Rassim se sentaba cuando estaba frente a esa mesa. Frente a Rassul Suleimanovich tomaba asiento el teniente Sotov, con un tablero de ajedrez sobre la mesita y mediando entre ambos.

Cuando Víctor Yuvanovich apareció ante el teniente coronel, éste hizo un gesto despidiendo a Sotov de su presencia, casi el mismo gesto que habría hecho para desembarazarse de un molesto perro. El teniente al momento se levantó y se dirigió a la salida del despacho, lanzando a Abukov una mirada asesina cuando pasó frente a él.

Entre tanto, Rassul Suleimanovich había puesto sus ojos en los paquetes que Abukov traía, y preguntó a éste. 

  • ¿Qué lleva bajo el brazo, Víctor Yuvanovich?
  • Saludos de Tiumen y cuatro libras de excelente vacuno. También un kilo de dulces y chocolate.

El teniente coronel no dijo nada, ni se inmutó. Víctor Yuvanovich dejó la caja sobre el sofá y esperó las decisiones del iracundo militar. Este, sin mirar la caja, sólo dispuso

  • Siéntese, Víctor Yuvanovich, y juguemos

Abukov se sentó donde Rassim le indicara, la silla antes ocupada por el teniente Soto; estudió unos segundos el tablero, y anunció

  • Rassim, en tres jugadas será usted mate
  • Le creo, ser satánico. ¡Jugar contra usted es empezar a recibir golpes en el estómago! ¡Uno tras otro!

En un acceso de cólera, Rassul Suleimanovich, de un manotazo, dio con las piezas y el tablero en el suelo. Por el contrario, Víctor Yuvanovich aparecía sereno, por entero tranquilo y dando muestras de un pleno dominio sobre sí mismo. Con esa misma suavidad, espetó entonces a Rassim

  • Camarada, siendo usted ateo, como sin duda lo es, ¿por qué nombra al diablo? Si Dios no existe, lo lógico es pensar que el diablo tampoco existe
  • ¡Pues claro que soy ateo y ni Dios ni el diablo existen! Es sólo una forma de hablar, una frase hecha. Pero veamos esos bombones que me ha traído. La carne puede esperar a después, cuando mande venir a la Leonovna para que prepare buenos asados. ¿Hay también turrón?
  • Desde luego. Turrón y mazapán del mejor, traído todo de España. Y una botella de licor de plátano procedente de Cuba

Sin más, Rassul Suleimanovich se lanzó, goloso, como un oso lo haría sobre la miel, a por los sabrosos dulces que Abukov acababa de desempaquetar y poner a su disposición sobre la mesita de centro, engullendo más que comiendo las golosinas. Con una especie de gruñido de plantígrado, dijo a Víctor Yuvanovich

  • Le concedo que tome dos bombones… ¡Pero sólo dos! Y del turrón y mazapán, ¡Ni uno! Ahí, tras la cristalera de ese armario encontrará usted vasos. Tráigase dos y escancie ese licor de plátano hasta el borde. También le permito tomar un vaso, pero sólo uno. ¿Entendido?

Abukov hizo lo que el teniente coronel disponía y se sentó también a la mesita trayendo dos vasos. Los llenó hasta el borde y tendió uno a Rassim

  • Desde luego es usted un Satán sobornador de honrados tenientes coroneles fieles cumplidores de sus deberes disciplinarios. Pues bien sé que estos dulces, más aún que la carne, constituyen un soborno. Junto a estas exquisiteces, usted quiere que yo trague lo que, de verdad, usted ha venido a hacerme tragar, ¡Vamos, a qué espera! Saque lo que tenga que sacar. Dígame de una vez a  qué ha venido usted a verme.

Obediente, Víctor Yuvanovich puso ante el comandante jefe la documentación del teatro y el sindicato de actores “La Aurora”

  • Vaya, parece que, por fin, lo ha conseguido usted, Víctor Yuvanovich. Le doy la enhorabuena por su Teatro La Aurora. Pero sepa que espero verle estrellarse y naufragar en su dislate, que eso es lo que sigo pensando de su proyecto. Estoy seguro de que, por finales, fracasará y estaré esperando el momento de poder reírme a carcajadas en su cara. Llegará ese momento, camarada, sé que llegará. Pero no le obstruiré el paso. Tiene usted plena libertad para iniciar lo que quiera. Pero tenga en cuenta que no permitiré ni el mínimo desorden en mi campo no la más nimia indisciplina. Estaré esperando la más pequeña transgresión para cortar de raíz esta locura, y hacerlo me hará inmensamente feliz. ¿Me ha entendido camarada Abukov?
  • Por entero, camarada Rassul Suleimanovich. Y no espere nada, sino el éxito total de mi proyecto, llevar la cultura del pueblo a los reclusos, como parte de su reintegración ciudadana. Hasta otro momento, camarada comandante en jefe

Víctor Yuvanovich abandonó el despacho del comandante para dirigirse al ala de la Comandancia donde se ubicaba la Comisaría Política del campo. Esta tenía también acceso directo desde la explanada central, pero desde donde estaba entonces, junto al despacho de Rassim, el camino hasta la Comisaría era más corto por dentro de la Comandancia que por la explanada.

La conversación con el comisario Yachiaiev fue más distendida que la sostenida con Rassul Suleimanovich. Ante éste mostraba la cara tal como era, sin fingir falsas amistades, pues Rassim era un déspota cruel, pero no un rastrero. El no fingía nunca, se mostraba tal y como era: Violento, duro, déspota, sádico y cruel. Y allí no cabía engaño alguno. Pero Yachiaiev era distinto. Tan sádico y cruel como Rassim, era también taimado y rastrero. Como una serpiente, se aproximaba silenciosamente a sus víctimas, las trataba de confundir, incluso manifestando comprensión, hasta una cierta amistad, para engullirlas en el momento propicio. Rassul Suleimanovich era un militarote tosco y brutal, que todo lo solucionaba con el “ordeno y mando” en tanto que Yachiaiev era un policía político, el típico agente desalmado y sin escrúpulos del KGB.

Así, ante Yachiaiev, Víctor Yuvanovich mostraba la cara amistosa que el propio Yachiaiev presentaba ante él, rastrero como siempre a fin de obtener prebendas del camión frigorífico. Se mostró ante Abukov muy dispuesto a apoyar el éxito del Teatro “La Aurora”, y aquí sí fue sincero, tal vez por una única vez en su vida, no porque no lo considerara un dislate, sino porque, en vista de que en Tiumen lo aprobaban y apoyaban, él no tenía redaños para defender su opinión contraria. Una vez más, al contrario que Rassim.

Así que la conversación se limitó a ofrendar Abukov al comisario los presentes que para él trajera, recibir sus enésimas gracias e informarle de la constitución del sindicato de actores y la compañía escénica Teatro “La Aurora”, lo que fue más que suficiente para que Yachiaiev se pusiera a la mejor disposición de Abukov, como su más rendido admirador y seguidor. Pues Yachiaiev también presumía de gran benefactor de las artes y las letras.

Liquidado el asunto con el comisario político, Víctor Yuvanovich marchó a esa especie de piso que Mustai se montara en una parte del almacén de Gribov. El reencuentro entre los dos sinceros amigos fue entrañable. Se abrazaron igual que si desde tiempo no se hubieran visto. Cuando se separaron y empezaron a decrecer las efusiones del primer momento, Abukov preguntó

  • ¿Cómo van las cosas por aquí?
  • Si te refieres a en general, podría decirse que sin novedad. Pero si quieres saber de Larissa Davidovna, aquí ya nadie la entendemos. No habla con nadie, rehúye a todo el mundo… Vive sola, de espaldas a todos nosotros. Tu comunidad cristiana está muy preocupada, pero también entre ellos empieza a haber cierta desunión. Hace casi una semana justa que marchaste… Pues bien, desde que te marchaste no ha vuelto a haber ninguna reunión de la comunidad en la carpintería. Ella era el alma de esas reuniones, ella motivaba a tu comunidad cristiana, pero desde entonces se ha desentendido de todo… Menos mal que estás de nuevo aquí. Ellos necesitan que les dirijas, necesitan un sacerdote que les una y motive; que les devuelva la confianza en sí mismos; la confianza en Dios. Yo no soy cristiano, soy musulmán y eso no debiera interesarme; pero todos nosotros, cristianos y musulmanes, musulmanes y cristianos, creemos en el mismo Dios, el Unico que existe. Y debemos ser hermanos. Sobre todo aquí. Sí, menos mal que ya estás aquí, menos mal que has venido.
  • Puede que si yo no hubiera venido nada de esto habría sucedido.
  • ¡Pero qué dices padrecito! ¿Estás loco o qué?
  • Puede que me esté volviendo loco. ¡Bah! No me hagas caso. Ultimamente estoy un poco raro a veces. ¡Hermanito!... Démonos prisa en ir al piso de Gribov si queremos degustar las exquisiteces que cocina la Leonovna.

Tomando el paquete pequeño que trajera, Víctor Yuvanovich salió del aposento de Mustai seguido de éste y se encaminó al departamento de Gribov. Allí, pudieron degustar una deliciosa kotley poscharskie (albóndigas de gallina fritas en manteca) y de postre una romovaia baba (bizcocho emborrachado con ron) regado todo con un excelente vino de Crimea.

A los postres Abukov abrió la caja que allí llevara, la más pequeña de las que trajera desde Tiumen. Eran regalos que allí comprara para estos queridos amigos.

Entre todos ellos destacó el regalo especial para el gordo, pero no por ello menos lascivo Gribov. Un lote de revistas danesas gráficas y a todo color donde se apreciaba a  hombres y mujeres copulando abiertamente El objetivo de la cámara estaba tan cerca del hecho fotografiado que las tomas estaban en algo más que primer plano, con lo que las imágenes resultaban más que explícitas. Y qué decir de las poses: Auténticos ejercicios de equilibrismo circense.

Tan pronto Gribov les echó un vistazo, se quedó bizco de la impresión; su rostro se congestionó de tal modo que  adquirió un tono rojo fuego. Se puso a berrear cual verraco olisqueando una cerda “movida” mientras su garganta emitía, más que gritos, alaridos:

  • ¡Ninuschska! (Diminutivo de Nina) Ven, ven a ver esto. ¡Es increíble!

La Leonovna se separó del office junto al fogón de la cocina, donde cortaba nuevas porciones de bizcocho que repusieran las ya desaparecidas en los agradecidos estómagos y, limpiándose las manos en el delantal, corrió a pasitos cortos pero rápidos hasta donde su amante la llamaba. Allí inclinó la cabeza sobre las páginas abiertas de las revistas, exclamando al instante

  • ¡Por las barbas del padrecito Lenin! ¡Increíble de verdad! ¡No sé cómo pueden hacerlo! ¡Yo me descoyuntaría!

Su rostro había variado de color algo antes de decir esto: Primero se puso rojo, más o menos como el del rollizo Gribov, que en algo más que en lo de rollizos se tenían que parecer los dos amantes, pero enseguida pasó a ser bermellón. Al propio tiempo su lengua acariciaba sus labios una y otra vez, hasta como aquel que dice babear. Aunque en opinión de Mustai, que junto a Víctor Yuvanovich era testigo de la tórrida escena, a la Leonovna le debía de chorrear algo más.

De improviso, Gribov se levantó, enarboló el lote de revistas, previamente enrolladas, como si fuera el bastón de mando de un mariscal soviético y, señalando con el “Bastón de Mando”  hacia un casi rincón a su derecha donde se sabía estaba la puerta de la alcoba, ordenó casi marcialmente 

  • ¡Ninuschka, al dormitorio!

Y, quitándose ya allí mismo los tirantes, empezó a marchar, todo decidido, casi marcial, tal vez por aquello del “Bastón de Mando”, hacia la puerta del dormitorio, mientras la Leonovna le seguía, no sólo quitándose el delantal, sino soltando también los botones de la blusa con el mayor desenfado, sin importarles a ninguno de ellos dos ni un ápice la presencia de Abukov y Mustai. Con lo que Abukov, casi tan rojo como Gribov, aunque por muy distinto motivo, agarró del brazo a Mustai y poco menos que echó a correr hacia la explanada, arrastrando tras de sí a Mustai

  • ¡Vámonos de aquí Mustai, antes de que éstos nos den el espectáculo!
  • ¡Pues yo me quedaba con gusto a presenciarlo, hermanito!
  • ¡Si serás….!
  • Musulmán, hermanito, musulmán.

Y mientras Abukov tiraba de él, Mustai se volvió hacia el interior del piso de Gribov, gritando a pleno pulmón

  • ¡Que os aproveche a los dos, camaradas!

Y riendo a carcajadas los dos amigos salieron al aire más bien fresco de la ya noche cerrada de aquel día. Entonces, Abukov dijo a Mustai

  • Te dejo hermanito
  • ¿Dónde vas, padrecito?
  • Mustai, que no me llames así, que cualquiera puede oírte por aquí. ¿Cuántas veces tendré que decírtelo?
  • Perdona hermanito. A veces me olvido
  • Iré un momento al hospital
  • ¿A ver a Larissa Davidovna?
  • Sí. Hasta luego Mustai
  • Hasta luego Víctor Yuvanovich.

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Cuando Víctor Yuvanovich Abukov entró en el campo JaZ 451/1, Larissa Davidovna le vio desde la ventana de su consultorio. “¿Vendrá a verme? ¿Qué le diré? ¿Me escuchará, me entenderá, al menos él, después de lo ocurrido? Y… ¡Por qué habría de hacerlo!¿Quién, qué eres tú para él después de lo de “aquello”? ¡Una basura, basura y nada más! ¡Y una gran ramera, que se revolcó ante él, un sacerdote! ¡Desnuda, totalmente desnuda! Pero. ¿Acaso él, un sacerdote, no se acababa de revolcar también con otra ramera aún mayor que yo?... Todo eso lo pensó la doctora desde que vió saltar del camión al dueño de su amor. Pero no quiso seguir devanándose la sesera con semejantes ideas. ¡Bastantes vueltas había dado ya su cabeza desde aquel nefando día. Lentamente se apartó de la ventana y se dirigió a la puerta, saliendo a la gran sala de espera; torció y, siguiendo el corredor, llegó a su departamento. Fue al dormitorio donde se quitó cuanta ropa llevaba encima excepto la sensual lencería interior que tanto le gustaba lucir… Ante el espejo, ante sí misma, pues… ¡Ante quién más!…. De nuevo la asaltaron los recuerdos de “entonces”. Sí, ese día la vieron así y sin siquiera esas prendas Morosov y Abukov, los primeros hombres que admiraban su desnudez desde… ¿Cuándo? Ni lo sabía en ese momento, ni lo recordaba. Además, ni idea de quién pudo ser su último partenaire sexual. Larissa Davidovna había tenido muchos compañeros de cama en su vida, pero siempre fue puro sexo, sin mezcla de amor alguno, de forma que cuando conoció a Víctor Yuvanovich Abukov estaba ayuna de amor. El, Víctor Yuvanovich, fue el primer hombre ante el cual su corazón empezó a latir más acelerado y ante el primero que los nervios e inseguridad la asaltaron. Y fue consciente de que ese hombre la había enamorado, que por primera vez en su vida sentía amor por un hombre y sabía lo que era amar. Después, cuando supo que era sacerdote, el alma se le rompió. Pero quiso asumirlo diciéndose que a ese hombre no podía amarle y desearle como mujer. Eso la hizo sufrir tremendamente, pero quería resignarse a su destino de ahogar su desesperado amor por él como Dios le diera a entender

Pero todo eso se derrumbó cuando vio a esa golfa de Novella Dimitrovna en brazos de su amado. Y cuando vio las huellas que en el labio de Víctor Yuvanovich Abukov dejaran los dientes de la golfa, evidencia irrefutable de su traición al voto eclesiástico, los celos y el despecho la hicieron estallar en rabia, sorda pero incontenible. Y sucedió lo que nunca debió suceder. Porque lo peor fue el despecho, el verse postergada ante otra mujer. Eso fue lo que disparó los celos y obró el estallido de cólera sin fin.

Pero ¿Ahora qué? Se había ganado la enemistad de los reclusos. Y, en especial, de la comunidad cristiana, que sabía veían en ella una traidora que les había vendido. Craso error pero así era. Su natural carácter independiente y rebelde no le permitía mostrar debilidad ante nadie. Y entonces Larissa Davidovna era más débil que nunca. Lo de Víctor Yuvanovich la había hundido, pero hacía de tripas corazón y se mantenía dura y hostil, altiva y despreciativa ante todo el mundo. No hablaba con nadie ni permitía que nadie le hablara a ella, cortando ásperamente todo intento de acercamiento a ella. Sabía que la comunidad se estaba desmoronando, que la desunión había empezado a hacer mella entre los cristianos, pes la sospecha de que estuviera ahora al servicio del KGB sembraba la desconfianza y el recelo entre ellos mismos. Sabía el daño que estaba haciendo y muchas veces se decía que así las cosas no podían seguir: Que debía volver a acercarse a todos ellos, volver a ser la que fue; explicarles a todos los hermanos cristianos sus problemas. Incluso su amor por Víctor Yuvanovich, por su sacerdote, y pedirles perdón por todo lo que había venido haciendo. Pero no podía, su maldito orgullo y rebeldía innata se lo impedía. Incluso pensaba que se estaba alejando de Dios con esa actitud y que El le demandaría haber destruido Su comunidad cristiana con esa actitud. Pero tampoco eso era suficiente para doblegar su montaraz carácter.

Y ahora estaba Abukov, allí, en el campo. De nuevo sus pensamientos y, otra vez “¿Vendrá a verme o no vendrá? Y si viene… ¿Qué le diré?” Larissa Davidovna se conocía muy bien. Sabía que ni ante él se quebraría su tremendo orgullo, su indomable rebeldía. O, mejor dicho, ante él menos que ante ninguna otra persona. Ante él menos que ante nadie  mostraría la tremenda necesidad de cariño que su alma demandaba; ante él menos que ante ningún otro mostraría lo que su corazón sentía por él, por Víctor Yuvanovich Abukov; de él menos que de nadie soportaría la conmiseración, el causarle pena. Antes el odio que la lástima…

Mas continuó el tormento de sus pensamientos: “¿Qué haré yo si él me da de lado, se aleja de mí para unirse más y más a Mustai, si comen juntos, beben juntos y luego se acuesta en cualquier cama menos en la mía?” “¿Qué haré si, con su distanciamiento, me demuestra lo insignificante que soy para él, lo repugnante que soy para él tras lo de aquel maldito día?” “¿Qué haré yo entonces, cómo podré soportarlo?”

A todo esto, Larissa Davidovna había cubierto el conjunto de sujetador y braga en que antes quedara con el mismo caftán uzbeco de la noche de marras ante Víctor Yuvanovich y, abandonando así el dormitorio, salió al pequeño saloncito donde tenía su tocadiscos. Allí se sentó en el sofá. O, mejor dicho, casi se tumbó, pues al sentarse lo hizo recogiendo sobre sí las piernas, de forma que se recostó más que se sentó.

Estando así, más recostada que sentada en el sofá, escuchó el ruido de un golpeteo de nudillos en la puerta del apartamento que, más que sorprenderla, la sobresaltó: Ese ruido no podía provenir del profesor Polevoi, pues su forma de llamar era casi en exceso tímida, asemejando más que a nada al liviano arañar de un perrito faldero; Rassim tampoco podía ser, pues su estilo era el propio del soldado tosco y autoritario que era: Un golpe fuerte, contundente… ¿Sería él? Larissa quedó paralizada, quieta, como estaba, con la mirada prendida en la puerta esperando que ésta se abriera, y con un nudo en la garganta que apenas si le permitía una respiración entrecortada, anhelante podría decirse. Al fin, quien estuviera tras la puerta, accionó el pomo haciendo girar el picaporte, la puerta cedió, se abrió… Y sí, era él, Víctor Yuvanovich Abukov. El hombre se quedó un segundo en medio de la puerta, recortándose su figura en el marco de la puerta, para enseguida entrar. Se giró hacia la puerta que acababa de traspasar y la cerró, asegurándola al girar la llave en la cerradura que condenaba el picaporte. Luego se volvió a Larissa Davidovna y dio unos pasos hasta quedar plantado ante ella.

La miró fijamente al rostro: Había adelgazado en esos días y ese rostro aparecía más huesudo, con lo que los pómulos se apreciaban más salientes de lo habitual, lo que acentuaba el aire asiático de ese rostro. Al mirar ese rostro que ahora adornaba a la mujer, Abukov lo encontró aún más fascinante que antes, más misterioso.

  • Así está mejor. ¿No te parece, Larissa Davidovna?
  • Si quieres, pégame…

La voz de la Chakovskaia también sonó diferente en los oídos de Víctor Yuvanovich. Más profunda, sin ese tono cantarino, claro y juvenil de antes. A Abukov le pareció que en cierto sentido aquella mujer, cómo decirlo, no es que estuviera más envejecida, no, pues la veía más hermosa, más espléndida que nunca, pero sí que le parecía que, por así decirlo, le habían pasado años por dentro, por su alma, su espíritu.

  • ¡En modo alguno! ¿Por qué habría de hacerlo?
  • Entonces… ¿A  qué has venido? He hecho lo que te dije. Los he mandado a todos a la taiga, a los pantanos. ¡A todos!
  • Ya lo sé. Y sé que fuiste al tendido a ver a Morosov e interceder ante él a favor de los reclusos y que por eso pudieron descansar allí, en el tendido, en el lindero de los bosques a salvo de Rassim. Muchos han salvado la vida gracias a lo que has hecho por todos ellos, pero pocos lo ven así También sé que los reclusos reciben media ración de comida adicional, y que las raciones son más ricas en proteínas, grasas y demás. También me enteré de que anunciaste mi llegada a la comunidad cristiana del campo de mujeres, con la que tienes un contacto bastante regular.
  • Tienes una visión errónea de lo sucedido. Muy, muy errónea

La voz de Larissa Davidovna sonó seca, dura. Sí, se conocía bien a sí misma. Y en el último momento estaba reaccionando no como en el fondo de alma deseaba, arrodillándose incluso ante su amado para implorar su perdón y comprensión. Pero al alma, al corazón de mujer enamorada, se imponía su naturaleza orgullosa, altanera… Esa naturaleza que la estaba rompiendo hasta lo más íntimo y que quién sabe hasta dónde podía acabar por llevarla. Larissa Davidovna se levantó del sofá y anduvo hasta la ventana. Allí se paró y fijó su mirada al frente. Pero no vió nada pues a nada en concreto miraba al haber centrado sus ojos en ninguna parte, simplemente en el vacío, en la nada…

  • Yo los expulsé porque les odio. ¡Os odio a todos, a todos! ¡Y más que a nadie, a ti!

Víctor Yuvanovich Abukov también fue hasta la ventana y se situó a la espalda de Larissa Davidovna, que sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca cuando en su cuello notó el aliento de ese ser que era su anhelo y su tormento, al tiempo que un estremecedor escalofría recorría su cuerpo

  • Hay que ser tolerantes, Larissa Davidovna

Al propio tiempo que decía esto, de un bolsillo sacaba el medallón que para ella comprara en Tiumen y, alargando el brazo sobre el hombro de la mujer, puso el obsequio ante la vista de ella

  • ¿Qué es esto?
  • Un regalo. Lo compré en Tiumen para ti
  • ¿Un medallón? ¿De los que se abren?
  • ¡Pues no lo quiero! Seguro que dentro llevará una cruz. ¡Y también odio la cruz!
  • ¡Cómo puedes decir eso, Larissa Davidovna!

A Larissa Davidovna no le dio tiempo a responder a Víctor Yuvanovich, pues había lanzado con fuerza el medallón contra la pared. Allí rebotó y por fin cayó al suelo abriéndose. Entonces los ojos de Larissa se abrieron como platos y una alegre sonrisa apareció en su rostro que, por vez primera en esa semana, se iluminó de alegría y felicidad. Corrió presurosa a recuperarlo, mientras gritaba a plena voz 

  • ¡Eres tú, Victoranka! (Diminutivo de Víctor) ¡Es tu retrato! ¡Me regalas tu retrato!

Arrebolada por la dicha, Larissa tomo el medallón en sus manos y llevó la foto a sus labios, besándola con la misma pasión que besaría a su amado si éste llegara a tomarla entre sus brazos. Iba a darle las gracias cuando supo que el hombre estaba otra vez tras de ella y sintió cómo las manos masculinas avanzaban por sus dos costados hasta quedar frente a su pecho. Entonces, esas manos masculinas que tanto amaba, abrieron el caftán uzbeco, acariciaron sus senos sobre el sujetador para al instante bajárselo hasta que ambos pechos quedaron libres y las manos amadas le acariciaron suavemente los dos, Larissa Davidovna creyó ser transportada en un momento al paraíso. Y la dulce emoción que la embargaba rompió en lágrimas de felicidad. Por un momento, retiró aquellas manos tan queridas de sus senos para darse la vuelta y quedar frente a su amado. Entonces volvió a tomar sus manos y las devolvió a donde antes estaban, a sus pechos ardientes, anhelantes de las caricias del ser amado y elevó sus brazos hasta rodear con ellos el cuello de Víctor Yuvanovich en dulce abrazo. El caftán había quedado enteramente abierto, mostrando todo el maravilloso cuerpo femenino. Ella llevó sus labios hasta la boca tan amada y deseada. Abukov recibió aquellos labios, aquella boca que iba a su encuentro abriendo su propia boca y bocas, labios se unieron en ardoroso beso; las lenguas de los dos se fundieron como si fueran una sola, abandonándose a la mutua caricia. Entonces Víctor Yuvanovich despojó a Larissa Davidovna de caftán y sujetador, la tomó en brazos y con ella en volandas se dirigió al dormitorio. Ahora, sí que lloraba Larissa Davidovna pero sin congoja, de pura y grandiosa felicidad. Iba a ser del ser amado y el ser amado iba a ser suyo, suyo para siempre, suya también ella, del hombre amado y para siempre. Le besó todavía más intensamente, si ello era posible, y luego exclamó

  • Te amo Víctor Yuvanovich. Te amo con locura, con todo mi ser, con toda mi alma. Hazme tuya cariño, cúbreme una y mil veces… ¡Te necesito Victoranka, te deseo, te amo mi vida!... ¡Llevo esperándote tanto tiempo!...

NOTAS AL TEXTO.

1)    La cruz como símbolo universal del cristianismo no aparece en la iconografía cristiana hasta mediados o finales del siglo IVº. Son manifestaciones pictóricas en las que Jesús aparece sentado en un trono, exaltado, glorioso y triunfante sobre la muerte por su Resurrección. Una de sus manos, derecha o izquierda, está apoyada sobre el borde superior de una cruz latina desnuda, dibujada sencillamente en blanco, sin aditamento ni resalte alguno. Las primeras imágenes del crucifijo, es decir, de Jesús clavado en la cruz, son de fines del siglo VIº/inicios-mediados del VIIº. En la Corona del rey visigodo Rescesvinto, que reinó en España del 653 al 672, aparecen varias cruces, todas ellas sin el Crucificado. Así, los símbolos del cristianismo primitivo son el cordero, en referencia a Jesús, víctima propiciatoria sacrificada en el ara de la cruz; las letras alfa y omega, primera y última letra del alfabeto griego, significando que Dios es origen y fin de todas las cosas. Pero sobre todo, la más popular y abundante es el pez, Ictus  en latín. Esta palabra era el anagrama de una frase en griego antiguo, es decir construida con las letras iniciales de las palabras de la frase: Iesos Crestos (Krestos en el original griego, pero latinizada en Roma como Crestos/Cristos) Teos Uius Soter = Jesus el Cristo Dios Hijo Salvador=Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador.

2)    Némesis, en la Mitología griega, era la diosa de la venganza y la justicia retributiva (la basada en el “Vida por Vida”, “Ojo por Ojo”, “Diente por Diente” etc.). Castigaba las desobediencias a las personas que tenían derecho para ordenar, especialmente a los hijos desobedientes a sus padres. Ante su estatua en la ciudad de Ramnonte los amantes se juraban su mutuo amor y la diosa castigaría la infidelidad de cualquiera de ellos dos. Su equivalente romano fue Envidia.

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